Sobre si el establecimiento de las ciencias y de las artes ha contribuido al mejoramiento de las costumbres [1]

«Decipimur specie recti.

¿El restablecimiento de las ciencias y de las artes ha contribuido a modificar o a corromper las costumbres? He allí lo que se trata de examinar. ¿Qué partido debo yo tomar en esta cuestión? El que conviene, señores, a un hombre honrado que nada sabe, pero que no por ello se estima menos.

Será difícil, lo siento, adaptar lo que tengo que decir al tribunal al cual compareceré. ¿Cómo osar condenar las ciencias ante una de las sociedades más sabias de Europa, ensalzar la ignorancia en una célebre Academia y conciliar el desprecio por el estudio con el respeto por los verdaderos sabios? He visto estas contrariedades y no me han en lo absoluto desanimado. No es la ciencia la que yo injurio, me he dicho, es la virtud que defiendo ante los hombres virtuosos. La probidad es aún más querida a las personas de bien que la erudición a los doctos.

¿Qué tengo, pues, que temer? ¿Las lumbreras de la Asamblea que me escucha? Lo confieso; pero sólo en lo que concierne a la elaboración del discurso y no en cuanto al sentimiento del orador. Los soberanos justos no han jamás vacilado en condenarse ellos mismos en las discusiones dudosas; y la posición más ventajosa, en buen derecho, es tener que defenderse contra una parte íntegra e ilustrada, juez de su propia causa.

A esta causa que me anima, se une otra que me decide: es la de que, después de haber sostenido, según mi inteligencia, el partido de la verdad, cualquiera que sea el éxito, él constituye una recompensa que no puede faltarme: la encontraré siempre en el fondo de mi corazón.

PRIMERA PARTE
Qué grande y hermoso espectáculo es ver al hombre salir de la nada por, sus propios esfuerzos; disipar por medio de las luces de su razón, las tinieblas en las cuales la naturaleza lo tenía envuelto; elevarse por encima de sí mismo; lanzarse con las alas del espíritu hasta las regiones celestes; recorrer a pasos de gigante, cual el sol, la vasta extensión del universo; y, lo que es aún más grande y difícil, reconcentrarse en sí para estudiar y conocer su naturaleza, sus deberes y su fin. Todas estas maravillas se han renovado en pocas generaciones.

La Europa había vuelto a caer en la barbarie de las primeras edades. Los pueblos de esta parte del mundo hoy tan ilustrada, vivían, hace algunos siglos, en un estado peor que el de la ignorancia. No sé qué jerga científica, más despreciable aun que la ignorancia, había usurpado el nombre del saber, y oponía a su restablecimiento un obstáculo casi invencible. Era preciso una revolución para conducir de nuevo a los hombres por el camino del sentido común; y ella vino al fin del lado que menos se habría esperado. La caída del trono de Constantino llevó a Italia los despojos de la antigua Grecia. La Francia se enriqueció a su vez con estos preciosos restos. Bien pronto las ciencias siguieron a las letras: al arte de escribir uníase el arte de pensar; graduación que parece extraña y que no es tal vez sino muy natural, y se comenzó a sentir la principal ventaja del comercio de las musas, la de hacer a los hombres más sociables, inspirándoles el deseo de agradarse los unos a los otros por medio de obras dignas de aprobación mutua.

El espíritu, como el cuerpo, tiene sus necesidades. Estas son los fundamentos de la sociedad, aquéllas establecen el placer y la satisfacción. Mientras que el gobierno y las leyes proveen a la seguridad y al bienestar de los hombres, las ciencias, las letras y las artes menos despóticas y quizás más poderosas, extienden guirnaldas de flores sobre las cadenas de hierro con que están cargados, ahogan en ellos el sentimiento de esa libertad original para la cual parecían haber nacido, les hace amar su esclavitud y forman de ellos lo que se llama pueblo civilizado.

La necesidad elevó los tronos, las ciencias y las artes los han consolidado. Potencias de la tierra, amad los talentos y proteged a los que los cultivan.[2]

Pueblos civilizados, cultivadlos: felices esclavos, vosotros les debéis ese gusto delicado y fino de que os jactáis, esa dulzura de carácter y esa urbanidad en las maneras que hacen entre vosotros las relaciones tan afables y fáciles; en una palabra, las apariencias de todas las virtudes sin tener ninguna. Por esta clase de cortesanía, tanto más amable cuanto menos se exhibe, se distinguieron en otro tiempo Atenas y Roma en los días tan ensalzados de su magnificencia y de su esplendor; por ella sin duda, nuestro siglo y nuestra nación, sobrepujarán a todos los tiempos y a todos los pueblos. Un tono filosófico sin pedantería, maneras naturales pero agradables, igualmente distantes de la rusticidad tudesca y de la pantomima ultramontana: he allí los frutos del gusto adquirido por medio de buenos estudios y perfeccionado en el trato, del mundo.

Qué dulce sería la vida entre nosotros, si el aspecto exterior fuese siempre la imagen de las disposiciones del corazón, si la decadencia fuese la virtud, si nuestras máximas nos sirviesen de regla, si la verdadera filosofía fuese inseparable del título del filósofo!

Mas tantas cualidades vénse muy raramente reunidas, y la virtud no anda con tan grande pompa.

La riqueza en la compostura puede anunciar un hombre opulento, y su elegancia un hombre de gusto: el hombre sano y fuerte se reconoce por otras señales; es bajo el rústico vestido del obrero y no bajo el oropel de un cortesano que se encontrará la fuerza y el vigor del cuerpo. La ostentación no es menos extraña a la virtud, que es la fuerza y el vigor del alma. El hombre de bien es un atleta que le gusta combatir desnudo, despreciando todos esos viles ornamentos que impedirían el uso de sus fuerzas, y la mayoría de los cuales no han sido inventados sino para ocultar alguna deformidad.

Antes que el arte hubiese pulido nuestras maneras y nuestras pasiones adquirido un lenguaje afectado, nuestras costumbres eran rústicas pero naturales; y la diferencia de procedimientos revelaba a primera vista la de los caracteres. La naturaleza humana, en el fondo no era mejor, pero los hombres encontraban su seguridad en la facilidad de conocerse recíprocamente; y esta ventaja cuyo valor no conocemos ya, los alejaba de muchos vicios.
Hoy que indagaciones más sutiles y un gusto más exquisito han reducido arte de agradar a principios, reina en nuestras costumbres una vil y engañosa uniformidad, de tal suerte que parece que todos los espíritus han sido vaciados en el mismo molde: sin cesar la urbanidad exige, el decoro ordena; sin cesar se sigue el uso, jamás el propio ingenio.

No se osa aparecer lo que se es, y en esta sujeción o embarazo perpetuo, los hombres que forman ese rebaño que se llama sociedad, colocados en las mismas circunstancias, harían todos idénticas cosas si motivos más poderosos no se los impidieran.

No se sabrá nunca de manera cierta con quién tiene uno que habérselas: será preciso, pues, para conocer al amigo, esperar las grandes ocasiones; es decir, esperar hasta cuando ya no sea tiempo, pues que para tales ocasiones es para cuando debía ser esencial su conocimiento.

¡Qué cortejo de vicios no acarreará consigo esta incertidumbre! No más amistades sinceras; no más estimación real; no más confianza. Las sospechas, el recelo, los temores, la frialdad, la reserva, el odio, la traición, se esconderán siempre bajo ese velo uniforme y pérfido de cortesanía, bajo esa urbanidad tan alabada que debemos a las luces de nuestro siglo.

No se profanará más con juramentos el nombre del Creador, pero se le insultará con blasfemias, sin que nuestros escrupulosos oídos se sientan ofendidos.

No se ensalzará más el propio mérito, pero se rebajará el de los otros. No se ultrajará groseramente al enemigo, pero se le calumniará con habilidad.

Los odios nacionales se extinguirán, mas ello será juntamente con el amor patrio. A la ignorancia despreciada se substituirá un peligroso pirronismo.

Habrá excesos proscritos, vicios vituperados, pero habrá otros que se les vestirá con el ropaje de la virtud, y será preciso tenerlos o afectar tenerlos.

Que ensalce el que quiera la sobriedad de los sabios actuales; yo en ella no veo más que un refinamiento de intemperancia, tanto más indigna de mi elogio cuanto artificiosa es su simplicidad.[3]

Tal es la pureza adquirida en nuestras costumbres, y es así como nos hemos convertido en gentes de bien. Corresponde a las letras, a las ciencias y a las artes reivindicar lo que les pertenece en tan saludable obra. Agregaré solamente una observación: la de que, si un habitante de cualquiera remota comarca, procurase formarse una idea de las costumbres europeas sobre el estado de las conciencias entre nosotros, sobre la perfección de nuestras artes, sobre la decencia de nuestros espectáculos, sobre la cortesía de nuestros modales, sobre la afabilidad de nuestros discursos, sobre nuestras perpetuas demostraciones de benevolencia y sobre ese concurso tumultuoso de hombres de toda edad y estado, que parecen afanados, desde el romper del alba hasta que el sol declina, a obligarse recíprocamente, ese extranjero, digo, descubriría exactamente en nuestras costumbres lo contrario de lo que ellas son.
Donde no hay efecto, no hay causa que buscar; mas aquí el efecto es positivo, la depravación real.

Nuestras almas se han corrompido, a medida que nuestras ciencias y nuestras artes han avanzado hacia la perfección. ¿Se dirá que es una desgracia inherente a nuestra época? No, señores; los males causados por nuestra vana curiosidad son tan antiguos como el mundo. El flujo y reflujo de las aguas del océano, no han sido sujetos con más precisión al curso del astro que nos alumbra en la noche, que lo ha sido la suerte de las costumbres y de la probabilidad respecto al progreso de la ciencias y de las artes. Se ha visto a la virtud esconderse ofuscada a medida que sus luces elevábanse sobre nuestro horizonte, observándose el mismo fenómeno en todo los tiempos y en todos los lugares. Ved el Egipto, esa primera escuela del universo, ese clima tan fértil bajo un cielo color de bronce, esa comarca de donde Sesostris partió un día para conquistar el mundo; vedla, digo, siendo la madre de la filosofía y de las bellas artes, y muy pronto ser conquistada por Cambise, luego por los griegos, por los romanos, por los árabes, y en fin por los turcos.

Ved la Grecia, en otro tiempo, pueblo de héroes vencedores dos veces de Asia, la una en Troya y la otra en sus propios lares. Las letras, todavía en su infancia, no habían llevado la corrupción al corazón de sus habitantes; pero el progreso de las artes, la disolución de las costumbres y el yugo de los macedonios, se siguieron muy de cerca, y la Grecia, siempre sabia, siempre voluptuosa y siempre esclava, no experimentó en sus revoluciones más que cambios de dueños o señores. Toda la elocuencia de Demóstenes no logró jamás reanimar un cuerpo que el lujo y las artes habían enervado.

Fue en tiempo de Ennio y Terencio cuando Roma, fundada por un pastor e ilustrada por labradores, comenzó a degenerar; pero después de los Ovidios, de los Catulos, de los Marciales y de toda esa turba de autores obscenos cuyos solos nombres alarman el pudor, Roma en otro tiempo, templo de la virtud, conviértese en teatro del crimen, en oprobio de las naciones y en juguete de los bárbaros.

Esta capital del mundo, cae al fin bajo el mismo yugo que ella había impuesto a tantos pueblos, siendo el día de su caída la víspera del que se dio a uno de sus ciudadanos el título de árbitro del buen gusto.[4]

¿Y qué diré de esa metrópoli del imperio de Oriente, que por su posición parecía deber ser la del mundo entero; de ese asilo de las ciencias y de las artes proscritas del resto de la Europa, tal vez más por sabiduría que por barbarie? Todo lo que la relajación y la corrupción tienen de más vergonzoso: la traición, el asesinato y el veneno; el concurso de todos los crímenes más atroces, he allí lo que forma la historia de Constantinopla; he allí la fuente pura de donde nos han emanado las luces con que nuestro siglo se glorifica.

Mas ¿a qué buscar en remotos tiempos las pruebas de una verdad de la cual tenemos a la vista testimonios subsistentes? Hay en Asia una región inmensa en donde las letras reverenciadas y respetadas conducen a ocupar las primeras dignidades del Estado.

Si las ciencias han mejorado las costumbres, si ellas han enseñado a los hombres a verter su sangre por la patria, si ellas avivan el valor, los pueblos de la China deberían ser sabios, libres e invencibles.

Pero si por el contrario, no hay vicio que no los domine ni crimen que no les sea familiar, si los conocimientos de los ministros, al igual que la pretendida sabiduría de las leyes y la multitud de habitantes de este vasto imperio, no han podido sustraerlo al yugo del tártaro ignorante, y grosero, ¿de qué le han servido todos sus sabios? ¿Qué fruto ha sacado de los honores con que han sido tales sabios colmados? ¿Será tal vez el de ser un pueblo de esclavos y malvados?

Opongamos a estos cuadros, el de las costumbres de un reducido número de pueblos que, preservados de ese contagio de conocimientos vanos, han, por sus virtudes, labrado su propia felicidad y dado el ejemplo a otras naciones. Tales fueron los primitivos persas: nación singular, en donde se aprendían la virtud como entre nosotros se aprende la ciencia; la que subyugó el Asia con tanta facilidad, y la única que ha tenido la gloria de que sus instituciones háyanse considerado como una novela filosófica. Tales fueron los escitas, de quienes se nos ha dejado tan magníficos elogios. Tales los germanos, de quienes una pluma, cansada de trazar los crímenes y negruras de un pueblo instruido, opulento y voluptuoso, se consolaba pintando su simplicidad, su inocencia y sus virtudes. Tal que la misma Roma, en sus tiempos de pobreza e ignorancia, y tal en fin se ha mostrado hasta hoy esa rústica nación tan ensalzada por su valor que la adversidad no ha podido destruir, y por su fidelidad que el ejemplo no ha podido corromper.[5]

Y no ha sido por estupidez que éstos han preferido otros ejercicios a los del espíritu. Ellos no ignoraban que en otras regiones hombres ociosos pasaban su vida disputando sobre el bien, sobre el vicio y sobre la virtud, y que orgullosos pensadores, tributábanse a sí mismos los más grandes elogios, confundiendo a los otros pueblos bajo el despreciable nombre de bárbaros; mas han considerado sus costumbres y aprendido a desdeñar sus doctrinas.[6] ¿Olvidaré acaso que fue en el seno mismo de la Grecia en donde se vio surgir esa ciudad tan célebre por su feliz ignorancia, cuanto por la sabiduría de sus leyes; república de semidioses más bien que de hombres, tanto así nos parecían sus virtudes superiores a la humanidad? ¡Oh, Esparta, oprobio eterno de una vana doctrina! Mientras que los vicios engendrados por las bellas artes introdujéronse en tropel en Atenas; mientras que un tirano reunía en ella con tanto esmero las obras del príncipe de los poetas, tú arrojabas de tus muros artes y artistas, ciencias y sabios!

Los acontecimientos establecieron la siguiente diferencia: Atenas convirtióse en morada de la cortesanía y del buen gusto; fue el país de los oradores y de los filósofos. La elegancia de los edificios correspondía a la del lenguaje; se veía allí por doquiera el mármol y el lienzo animados por las manos de los maestros más hábiles, y fue de allí de donde salieron esas obras sorprendentes, ejemplos a todas las edades corrompidas. El espectáculo de Lacedemonia es menos brillante. Allí, decían los otros pueblos, nacen los hombres virtuosos y el ambiente mismo del país parece inspirar la virtud. De esos habitantes sólo nos queda el recuerdo de sus heroicas acciones; mas tales monumentos valdrían, por ventura, menos para nosotros que los mármoles curiosos que nos ha legado Atenas.

Algunos sabios, es cierto, han resistido el impulso de la corriente general y han escapado de caer en el vicio transportándose a la serena región de las Musas; mas oigamos el juicio que el primero y más infortunado de entre ellos hace de los sabios y artistas de su tiempo: “He examinado, dice, a los poetas, y los conceptúo como gentes cuyo talento se impone a ellos mismos y a los demás; que se las dan de sabios, que se les tiene por tales y que no son nada en lo absoluto.”

De los poetas, continúa Sócrates, he pasado a los artistas. Nadie desconocía más que yo las artes; ninguno estaba más convencido de que los artistas poseían bellísimos secretos. Sin embargo, he observado que su condición no es mejor que la de los poetas y que, tanto los unos como los otros, están en caso análogo, porque los más hábiles, los que descuellan en su profesión, considéranse como los hombres más sabios.

Esta presunción ha oscurecido de hecho a mis ojos su saber, de tal suerte que haciendo las veces de un oráculo y preguntándome a mí mismo qué preferiría ser, si lo que soy o lo que ellos son, si saber que ellos han aprendido o saber que no sé nada, me he contestado a mí y a Dios: Quiero permanecer siendo lo que soy.

“No conocemos, ni los sofistas, ni los poetas, ni los oradores, ni yo, lo que es verdad, lo que es el bien, lo que es la belleza, mas hay entre nosotros esta diferencia: que, aunque estas gentes no saben nada, todos creen saber algo; mientras que yo, si no sé nada, al menos no lo dudo. De suerte que toda esta superioridad de sabiduría que me ha sido acordada por el oráculo, se reduce solamente a que estoy bien convencido de que ignoro lo que no sé.”

¡He allí, pues, el más sabio de los hombres a juicio de los dioses y el más erudito de los atenienses en el sentir de la Grecia entera, Sócrates, haciendo el elogio de la ignorancia! ¿Creerase, acaso, que si resucitase entre nosotros, nuestros sabios y nuestros artistas lo harían cambiar de opinión? No, señores; este hombre justo, continuaría despreciando nuestras fútiles ciencias; no sería él el que ayudaría a aumentar esa multitud de libros con que nos inundan de todas partes, dejando, como lo ha hecho, por todo precepto a sus discípulos y a nuestros nietos, el ejemplo y la memoria de su virtud. Es así como es bello instruir a los hombres.

Sócrates había comenzado en Atenas y el viejo Catón continuó en Roma, rebelándose violentamente contra esos griegos artificiosos y sutiles que seducían la virtud y debilitaban el valor de sus conciudadanos.

Pero las ciencias, las artes y la dialéctica prevalecieron aún. Roma se llenó de filósofos y oradores; se descuidó la disciplina militar, se despreció la agricultura, se aceptaron sectas y se olvidó la patria.

A los nombres sagrados de libertad, desinterés y obediencia a las leyes, se sucedieron los nombres de Epicuro, de Zenón, de Arcesilas. Desde que los sabios han comenzado a aparecer entre nosotros, decían sus propios filósofos, las gentes de bien se han eclipsado.[7]

Hasta entonces los romanos habíanse contentado con practicar la virtud. Todo lo perdieron cuando comenzaron a estudiar.

¡Oh Fabricio! ¿qué habrías pensado, si por desgracia, vuelto a la vida, hubieses contemplado la suntuosidad de esa Roma salvada por vuestro brazo y a la que vuestro nombre respetable había ilustrado más que todas sus conquistas? “¡Dios mío!, habrías dicho, ¿qué se han hecho esas chozas y esos hogares rústicos, moradas antes de la moderación y de la virtud? ¿Qué funesto esplendor ha sucedido a la simplicidad romana? ¿Qué es ese lenguaje extraño, qué esas maneras afeminadas? ¿Qué significan esas estatuas, esos cuadros, esos edificios? Insensatos, ¿qué habéis hecho? ¡Vosotros, dueños y señores de naciones, os habéis convertido en esclavos de esos mismos pueblos frívolos que habéis conquistado!

¡Os gobiernan retóricos! ¡Y habéis regado con vuestra sangre la Grecia y el Asia, sólo para enriquecer arquitectos, pintores, estatuarios e histriones! ¡Los despojos de Cartago son el botín de un flautista! Romanos, apresuraos a derribar esos anfiteatros, romped esos mármoles, quemad esos cuadros, expulsad esos esclavos que os subyugan y cuyas funestas artes os corrompen. Que otros pueblos se ilustren con vanos conocimientos. El único talento digno de Roma es el de conquistar el mundo e implantar en él el reinado de la virtud. Cuando Cineas juzgó nuestro Senado como una asamblea de reyes, no lo deslumbró ni una pompa vana ni una elegancia afectada, ni tampoco escuchó esta frívola elocuencia, estudio y encanto de hombres fútiles. ¿Qué vio entonces Cineas de majestuoso entre nosotros? ¡Oh, ciudadanos! Contempló un espectáculo que no presentarán jamás ni vuestras riquezas ni todas vuestras artes, el espectáculo más bello que se haya jamás admirado bajo el astro rey: la asamblea de doscientos hombres virtuosos, dignos de dominar a Roma y de gobernar la tierra”.

Mas salvemos la distancia de tiempos y lugares y veamos lo que ha pasado en nuestras comarcas, ante nuestros propios ojos; o más bien, evitemos pinturas odiosas que herirían nuestra delicadeza, y ahorrémonos la pena de repetir las mismas cosas bajo nombres diferentes. No ha sido en vano que he evocado los manes de Fabricio y que he puesto en labios de ese grande hombre, lo que no hubiera podido poner en boca de Luis XII o de Enrique IV.
Entre nosotros, es cierto, que Sócrates no hubiera bebido la cicuta, pero habría bebido en una copa más amarga aún, la burla insultante y el desprecio cien veces peor que la muerte.

He allí, pues, cómo el lujo, la disociación y la esclavitud, han sido en todo tiempo el castigo impuesto a los orgullosos esfuerzos que hemos hecho por salir de la feliz ignorancia en que la Sabiduría Eterna nos había colocado. El espeso velo con que ella ha cubierto todas sus obras, parecía advertirnos suficientemente que no nos había destinado a vanas investigaciones. Mas, por ventura, ¿hemos sabido aprovechar algunas de sus lecciones o las liemos descuidado impunemente? Pueblos, sabed de una vez que la naturaleza ha querido preservarnos de la ciencia, de la misma manera que una madre arranca un arma peligrosa de las manos del hijo; que todos los secretos que os oculta son otros tantos males contra los cuales os escuda, y que el trabajo que os cuesta instruirnos no es el más pequeño de sus beneficios.

Los hombres son perversos, pero serían peores aun si hubiesen tenido la desgracia de nacer sabios.

¡Cuán humillantes son estas reflexiones para la humanidad! ¡Cuánto debe con ellas nuestro orgullo sufrir! ¡Qué! ¿la probidad será acaso hija de la ignorancia? ¿La ciencia y la virtud serán incompatibles? ¿Qué consecuencias no se sacarían de tales prejuicios?

Mas, para conciliar esas contrariedades aparentes, no hay más que examinar de cerca la vanidad y la insignificancia de esos títulos orgullosos que nos deslumbran y que concedemos tan gratuitamente a los conocimientos humanos. Consideremos, pues, las ciencias y las artes en sí mismas, veamos el resultado de su progreso y no vacilemos más en convenir con todo aquello en que nuestros argumentos se encuentren de acuerdo con las inducciones históricas.

SEGUNDA PARTE
Según una antigua tradición pasada del Egipto a Grecia, un dios enemigo de la tranquilidad de los hombres fue el inventor de las ciencias.[8] ¿Qué opinión debían tener de ellas los mismos egipcios cuya tierra fue su cuna? Ellos veían de cerca las fuentes de que les habían dado la vida. En efecto, ya sea que se consulten los anales del mundo o que se recurra a crónicas inciertas por medio de investigaciones filosóficas, no podrá encontrarse a los conocimientos humanos, un origen que responda a la idea que de ellos se ha querido formar. La astronomía nació de la superstición; la elocuencia, de la ambición, del odio, de la lisonja, de la mentira; la geometría de la avaricia; la física de una vana curiosidad; todas, aun la moral misma, fue hija del orgullo humano. Las ciencias y las artes han sido, pues engendradas por nuestros vicios. De sus ventajas o conveniencias dudaríamos menos si hubiesen, por el contrario, sido el fruto de nuestras virtudes.

El propósito o fin que les ha dado vida, demuestra muy a las claras la imperfección de su origen.

¿De qué nos servirían las artes sin el lujo que las sustenta? Sin la injusticia de los hombres, ¿cuál sería el objeto de la jurisprudencia? ¿Qué sería la historia si no hubiese ni tiranos, ni guerras, ni conspiradores? ¿Qué valdría, en una palabra, pasar la vida en estériles contemplaciones, si cada cual consultando los deberes del hombre y las necesidades de la naturaleza dedicase su tiempo sólo a servir a la patria, a los desgraciados, a los amigos? ¿Hemos sido acaso creados para morir atados a los bordes del abismo donde la verdad se ha ocultado? Esta sola reflexión debería desanimar, desde los primeros pasos, a todo hombre que seriamente desease instruirse por medio del estudio de la filosofía.

¡Cuántos peligros, cuántas falsas vías se han seguido en la investigación de las ciencias! ¡Por cuántos errores mil veces más peligrosos cuanto inútil es la verdad, no es preciso pasar para llegar a ella! La desventaja es visible, puesto que el error es susceptible de infinidad de combinaciones, en tanto que la verdad manifiéstase siempre de la misma manera.

¿Quién, por otra parte, la busca sinceramente? Y, aunque con la mejor voluntad, ¿por medio de qué indicios o señales puede estarse seguro de reconocerla?

En esta confusión de sentimientos diversos, ¿cuál será nuestro criterium para bien distinguirla?[9] Y, lo que es más difícil aún, si por fortuna la encontrásemos al fin, ¿quién de nosotros sabría debidamente utilizarla?

Si nuestras ciencias son vanas e inútiles al objeto que se proponen, son aún más peligrosas por los efectos que producen. Nacidas de la ociosidad, nutren a su vez a ésta y la pérdida irreparable del tiempo, es el primer perjuicio que necesariamente causan a la sociedad. En política como en moral, es un gran mal no hacer el bien, y todo ciudadano inútil, puede ser considerado como hombre pernicioso. Respondedme, pues, filósofos ilustres, vosotros por quienes conocemos las leyes por las cuales los cuerpos se atraen en el espacio: ¿cuáles son, en las revoluciones de los planetas, las relaciones de las áreas recorridas en tiempos iguales; qué curvas tienen puntos conjugados, puntos de inflexión y de dirección contraria; cómo el hombre ve todo en Dios; cómo el alma y el cuerpo se corresponden sin comunicación cual se corresponden los relojes; cuáles astros pueden ser habitados; qué insectos se reproducen de manera extraordinaria? Respondedme, digo, vosotros de quienes hemos recibido tantos conocimientos sublimes; si nunca nos hubieseis enseñado nada de estas cosas, ¿seríamos menos numerosos, peor gobernados, menos temibles, menos florecientes o más perversos? Examinad, pues, de nuevo la importancia de vuestras producciones, y si los trabajos de los más esclarecidos de nuestros sabios y de nuestros mejores ciudadanos nos reportan tan poca utilidad, decidnos: ¿qué debemos pensar de esa multitud de escritores oscuros y de ociosos literatos que devoran inútilmente la substancia del Estado? ¿Qué digo, ociosos? ¡Pluguiese a Dios que lo fuesen en efecto! Las costumbres serían más sanas y la sociedad más pacífica. Pero estos orgullosos y frívolos declamadores van por todas partes armados de sus funestas paradojas, socavando los cimientos de la fe, debilitando la virtud y sonriendo desdeñosamente al escuchar las antiguas palabras de patria y religión; consagran su talento y su filosofía a destruir y a envilecer todo lo que hay de más sagrado en los hombres. Y no es que en el fondo odien ni la virtud ni nuestros dogmas, no; son sólo enemigos de la opinión pública, tanto que, para traerlos al pie de los altares, bastaría relegarlos entre los ateos. ¡Oh furor de la distinción, cuál es tu poder!

El abuso del tiempo constituye un gran mal, pero otros peores siguen a las ciencias y a las artes. Tal es el lujo, nacido como ellas de la ociosidad y de la vanidad humanas. Aquél rara vez deja de estar acompañado de ellas y éstos no van jamás sin él. Sé que nuestra filosofía, fecunda siempre en máximas extravagantes, pretende, contra la experiencia de todos los siglos, que el lujo hace la grandeza y esplendor de los Estados; pero aun después de haber olvidado la necesidad de leyes suntuarias, ¿osará todavía negar que las buenas costumbres son esenciales para la conservación y duración de los imperios y que el lujo es diametralmente opuesto a aquéllas? Que el lujo sea señal inequívoca de riquezas, que sirva si también se quiere a multiplicarlas, ¿qué conclusión se saca de paradoja semejante, propia y digna de nuestra época? Y ¿qué vendrá a ser la virtud, si será preciso enriquecerse a toda costa? Los antiguos políticos hablaban sin cesar de las costumbres y de la virtud; los nuestros no hablan más que de comercio y de dinero. El uno os dirá que un hombre vale en tal lugar la cantidad que otro; siguiendo este cálculo, encontrará países en donde un hombre no valga nada, y otros, en donde valga menos que nada.

Avalúan los hombres como se avalúa el ganado. Según ellos un hombre no representa al Estado más que lo que gasta en él; de suerte, que un sibarita valdría bien por treinta lacedemonios. Pero que se diga cuál de esas dos repúblicas, la de Esparta o la de Síbaris fue subyugada por un puñado de campesinos y cuál hizo temblar el Asia.

La monarquía de Ciro fue conquistada con treinta mil hombres por un príncipe más pobre que el más insignificante de los sátrapas de Persia, y los escitas, de los pueblos el más miserable, resistieron a los más poderosos monarcas del universo. Dos repúblicas famosas disputáronse el imperio del mundo: la una era muy rica, la otra no tenía nada, y sin embargo, fue esta última la que destruyó la otra. El imperio romano, a su vez, después de haber absorbido todas las riquezas del universo, fue la presa de gentes que no sabían siquiera lo que eran. Los francos conquistaron los galos y los sajones la Inglaterra sin otros tesoros que su bravura y su pobreza. Una cuadrilla de montañeses cuya sola avidez se reducía a poseer unas cuantas pieles de camero, después de haber domado la fiereza austriaca, destruyó la opulenta y temible casa de Borgoña que hacía temblar los potentados de Europa. En fin, toda la potencia y sabiduría del heredero de Carlos V, sostenidas con todos los tesoros de las Indias, estrelláronse contra un puñado de pescadores de arenques. Que se dignen nuestros políticos suspender sus cálculos, que reflexionen sobre estos ejemplos y que sepan que todo se adquiere con el dinero excepto costumbres y ciudadanos.

¿De qué se trata, pues, precisamente en esta cuestión de lujo? De saber qué les reporta más a los imperios, si tener una existencia brillante y momentánea o una virtuosa y duradera. Digo brillante, mas ¿cuál es su esplendor? El gusto por el fausto no se asocia en las almas con el de la honradez. No, no es posible que espíritus degradados por una multitud de trabajos y cuidados fútiles, se eleven jamás a nada grande, y aun cuando tuviesen la fuerza, les faltaría el valor.

Todo artista desea ser aplaudido. Los elogios de sus contemporáneos constituyen la parte más preciosa de su recompensa. Mas ¿qué hará para obtenerlos, si tiene la desgracia de haber nacido en un pueblo en una época en la cual los sabios a la moda han puesto a una juventud frívola en estado de dar el ejemplo; en dónde los hombres han sacrificado su gusto a los tiranos de su libertad;[10] en dónde uno de los sexos no atreviéndose a aprobar lo que es adecuado a la pusilanimidad del otro, deja sucumbir obras maestras de poesía dramática y rechaza prodigios de armonía? ¿Qué hará, señores? Hará descender su genio al nivel de su siglo y dará a luz con mayor gusto obras comunes que admiren durante su vida, maravilla que no admirarán sino mucho tiempo después de su muerte. ¡Decidnos, célebre Aronet, cuántas veces habéis sacrificado bellezas varoniles y fuertes a nuestra falsa delicadeza, y cuántas el espíritu de galantería tan fértil en pequeñeces, os ha proporcionado de grandes!

Es así como la disolución de las costumbres, consecuencia necesaria del lujo, arrastra a su vez a la corrupción del gusto. Que si por casualidad, entre los hombres extraordinarios por su talento, se encuentra uno que tenga firmeza de alma y que rehúse postrarse ante el genio de su siglo y de envilecerse por medio de producciones pueriles, ¡desgraciado de él! morirá en la indigencia y en el olvido. ¡Cuánto desearía que fuese un pronóstico el que hago y no la voz de la experiencia! Carlos, Pedro,[11] ha llegado el momento en que ese pincel destinado a aumentar la majestad de nuestros templos con imágenes sublimes y santas, caiga de vuestras manos o que se prostituya embelleciendo con pinturas lascivas los cuadros de un vis-á-vis. Y tú, rival de Praxíteles y de Fidias, tú, cuyo cincel hubieran empleado los antiguos para hacerse dioses capaces de excusar a nuestros ojos su idolatría, inimitable Pigalle, tu mano tendrá que resolverse a enlucir el vientre de un magoto o tendrá que permanecer inactiva.

No se puede reflexionar sobre las costumbres, sin recordar con placer la imagen de la simplicidad de los primeros tiempos. Es una hermosa costa, adornada sólo por las manos de la naturaleza, hacia la cual se vuelven sin cesar los ojos y de donde se siente pesar al alejarse. Cuando los hombres, inocentes y virtuosos, gustábales tener a los dioses por testigos de sus acciones, habitaban juntos las mismas chozas, mas muy en breve, convertidos en malvados, cansáronse de tan incómodos espectadores y los relegaron a templos magníficos de donde al fin los arrojaron para instalarse ellos mismos, o al menos, se dieron a la tarea de construir edificios que no se distinguían en nada de los templos consagrados a los dioses. Lo que sobrevino entonces fue el colmo de la depravación, pues los vicios jamás fueron llevados tan lejos como cuando se les vio, por decirlo así, sustentados, a la entrada de los palacios de los grandes, sobre columnas de mármol y grabados sobre capiteles corintios.

A medida que las comodidades de la vida se multiplican, que las artes se perfeccionan y que el lujo se extiende, el verdadero valor se enerva y las virtudes militares se desvanecen, siendo todo esto la obra de las ciencias y de las artes que se ejercen a la sombra del gabinete. Cuando los godos asolaron la Grecia, todas las bibliotecas salváronse de ser quemadas, porque uno de ellos aconsejó que era preciso y conveniente dejar al enemigo todo aquello que tendiese a distraerlos del ejercicio militar y a divertirlos con ocupaciones inútiles y sedentarias. Carlos VIII se vio dueño de la Toscana y del Reino de Nápoles sin haber casi hecho uso de la espada, y toda su corte atribuyó esta felicidad inesperada a que los príncipes y la nobleza de Italia se divertían más procurando hacerse ingeniosos y sabios, que en ejercitarse para ser vigorosos y guerreros. En efecto, dice el hombre de recto juicio que cita estos dos rasgos: todos los ejemplos nos enseñan que en esta policía marcial y en todas aquellas semejantes, el estudio de las ciencias tiende más bien a corromper y a afeminar el valor, que a sustentarlo y a aguijonearlo.
Los romanos han confesado que la virtud militar fue extinguiéndose entre ellos a medida que comenzaron a conocerse en cuadros, en grabados, en vasos de plata, y a medida que cultivaron las bellas artes. Y, como si esta nación famosa estuviese destinada a servir constantemente de ejemplo a los otros pueblos, la exaltación de los Médicis y el restablecimiento de las letras, hicieron caer de golpe y tal vez para siempre, esa reputación guerrera que la Italia parecía haber recobrado hace algunos siglos.

Las antiguas repúblicas de la Grecia, con esa sabiduría que resplandecía en la mayoría de sus instituciones, prohibieron a sus ciudadanos todos los oficios sosegados y sedentarios que, agobiando y corrompiendo el cuerpo, enervan presto el vigor del alma. ¿Con qué entereza, en efecto, piénsase que pueden hacer frente al hambre, a la sed, a las fatigas, a los peligros y a la muerte, hombres que la menor necesidad los abruma y el menor pesar los desanima? ¿Con qué valor soportarían los soldados trabajos excesivos a los cuales no están acostumbrados? ¿Con qué deseo emprenderían marchas forzadas bajo las órdenes de oficiales que no tienen la fuerza suficiente para viajar ni aun a caballo? Y no se objete como argumento el valor renombrado de todos esos guerreros modernos tan sabiamente disciplinados.

Se me puede alabar su bravura en un día de batalla, pero no se me dice cómo pueden soportar los excesos del trabajo ni cómo resistirán a los rigores de las estaciones y a la intemperie del aire.

No se necesita más que un poco de sol o de nieve; sólo basta que se les prive de algunas superfluidades, para aniquilar y destruir en pocos días el mejor de nuestros ejércitos. Intrépidos guerreros, pasad por la pena de oír una vez la verdad, que no os es dicha a menudo. Sois valientes, lo sé; vosotros habríais triunfado con Aníbal en Canes y en Trasimeno; César con vosotros habría pasado el Rubicón y esclavizado su país; pero no es con vosotros que el primero habría atravesado los Alpes y que el otro habría vencido vuestros antepasados.

Los combates no deciden siempre el éxito en la guerra; existe para los generales un arte superior al de ganar batallas. Tal hombre, por ejemplo, corre hacia la lucha con intrepidez y no deja con todo de ser un mal oficial, y tratándose del soldado mismo, algo más de fuerza y de vigor sería acaso más necesario que ese derroche de bravura que no le preserva contra la muerte. Y ¿qué importa al Estado que sus tropas perezcan de fiebre y de frío o bajo el hierro enemigo?

Si el cultivo de las ciencias es un obstáculo a las cualidades guerreras, lo es aún más a las cualidades morales; pues que desde nuestros primeros años una educación insensata embellece nuestro espíritu y corrompe nuestro juicio. Veo por todas partes inmensos establecimientos en donde se educa la juventud mediante muchos gastos, para enseñarle todo, excepto sus deberes. Vuestros hijos ignorarán su propio idioma, pero os hablarán de otros que no están en uso en ninguna parte; sabrán componer versos que apenas podrán comprender; sin saber distinguir el error de la verdad, poseerán el arte de desfigurarlos a los ojos de los demás con argumentos especiales; pero esas palabras de magnanimidad, de equidad, de temperancia, de humanidad, de valor, no sabrán lo que significan; el dulce nombre de patria no herirá jamás sus oídos, y si oyen hablar de Dios, será no por temor sino por miedo.[12] Me gustaría lo mismo, decía un sabio, que mi discípulo hubiese pasado el tiempo en un juego de pelota, pues al menos habría ejercitado el cuerpo y estaría en ello ágil. Sé que es preciso darles ocupación a los niños y que la ociosidad es para ellos el peligro que más debe temerse. ¿Qué es preciso entonces que aprendan? ¡He allí ciertamente un bello tema! Que aprendan lo que deben hacer cuando sean hombres[13] y no lo que deben olvidar.

Nuestros jardines están adornados con estatuas y nuestras galerías con cuadros. ¿Qué pensáis vosotros que representan esas obras maestras del arte, expuestas a la admiración pública? ¿Acaso los defensores de la patria o esos hombres superiores aun que la han engrandecido con sus virtudes? No, son imágenes de todos los extravíos del corazón y de la razón, sacados cuidadosamente de la antigua mitología y presentados cuidadosamente a la curiosidad de nuestros hijos, sin duda con el fin de que tengan ante sus ojos modelos de malas acciones antes de que sepan siquiera leer.

¿De dónde nacen todos esos abusos, sino es de la desigualdad funesta introducida entre los hombres por la distinción del talento y el envilecimiento de las virtudes? He allí el efecto más evidente de todos nuestros estudios y la más peligrosa de todas sus consecuencias. No se busca hoy la probidad en el hombre, sino el talento; ni un libro por útil, sino por bien escrito. Prodíganse recompensas al talento, en tanto que la virtud permanece sin honores.
Concédense premios mil por los bellos discursos, ninguno por las buenas acciones. Que se me diga, sin embargo, si la gloria discernida al mejor de los discursos que sean laureados en esta Academia, es comparable al mérito de haber establecido la recompensa.

El sabio no corre tras la fortuna, mas no es insensible a la gloria, y cuando la ve tan mal distribuída, su virtud, que un poco de emulación habría habría animado y hecho útil a la sociedad, languidece y extínguese en la miseria y en el olvido. He allí lo que a la larga debe producir en todas partes la preferencia de talentos agradables a los útiles y lo que la experiencia ha suficientemente comprobado desde la renovación de las ciencias y de las artes. Tenemos físicos, geómetras, químicos, astrónomos, poetas, músicos, pintores, pero no tenemos ciudadanos, o si acaso nos quedan aun, dispersados por nuestros abandonados campos, perecen allí indigentes y despreciados. Tal es el estado a que son reducidos, tales los sentimientos que obtienen los que les dan el pan y la leche a nuestros hijos.

Yo lo confieso, sin embargo; el mal no es tan grande como habría podido serlo. La previsión eterna, al colocar al lado de diversas plantas nocivas, simples saludables, y en la substancia de muchos animales dañinos el remedio a sus heridas, ha enseñado a los soberanos, que son sus ministros, a imitar su sabiduría. Siguiendo su ejemplo, del seno mismo de las ciencias y de las artes, fuentes de miles desórdenes, ese gran monarca, cuya gloria no hará sino adquirir de edad en edad nuevos resplandores, ha establecido esas célebres sociedades cargadas a la vez que con el peligroso bagaje de los conocimientos humanos, con el del sagrado de las costumbres, por la atención que dedican a mantener en ellas toda la pureza y de exigirla en todos los miembros que reciben.

Estas sabias instituciones, consolidadas por su augusto sucesor e imitadas por todos los reyes de Europa, servirán al menos de freno a los hombres de letras que, aspirando todos al honor de ser admitidos en las Academias se vigilarán a sí mismos y tratarán de hacerse dignos de ello por medio de obras útiles y de costumbres irreprochables. Las de estas sociedades que mediante el premio con que honren el mérito literario, hagan la selección de temas a propósito para reanimar el amor a la virtud en el corazón de los ciudadanos, mostrarán que este amor reina entre ellas y darán a los pueblos ese placer tan raro como dulce, de ver sociedades sabias dedicarse a derramar sobre el género humano no solamente luces agradables, sino también instrucciones saludables.

Y no se me haga una objeción que no constituye para mí sino una nueva prueba. Tantos cuidados, sólo demuestran y mucho, la necesidad de tenerlos, pues no se buscan remedios a males que no existen.
¿Por qué deben éstos tener aun a causa de su insuficiencia, el carácter de remedios ordinarios? Tantos establecimientos construidos al gusto de los sabios no tienen otro objeto que hacer más fácil la imposición de las ciencias y de inclinar los espíritus a su cultura. Parece, por las precauciones que toman, que hubiera demasiados labradores y que se teme carecer de filósofos. No quiero arriesgarme a hacer aquí una comparación entre la agricultura y la filosofía; no la tolerarían y en consecuencia, preguntaré solamente: ¿Qué es la filosofía? ¿Qué contienen los escritos de los filósofos más conocidos? ¿Cuáles son las lecciones de esos amigos de la sabiduría? ¿Al oírlos, no se les tomaría por una turba de charlatanes gritando cada uno por su lado en una plaza pública: venid a mí, yo soy el único veraz? El uno pretende que no existe el cuerpo y que todo es una imaginación; el otro, que no hay otra substancia que la materia, ni otro dios que el mundo. Este afirma que no hay ni virtudes ni vicios y que el bien y el mal no son sino quimeras; aquél, que los hombres son lobos y que pueden devorarse sin ningún escrúpulo de conciencia. ¡Oh, grandes filósofos! ¿Por qué no reserváis para vuestros amigos y vuestros hijos esas lecciones provechosas? Recibiríais muy pronto el premio y no temeríamos nosotros encontrar en los nuestros alguno de vuestros sectarios.
¡He allí los hombres maravillosos que han merecido durante su vida la estimación de sus contemporáneos y a quienes se les ha reservado la inmortalidad después de su muerte! ¡He allí las sabias máximas que hemos recibido de ellos y que nosotros transmitimos de edad en edad a nuestros descendientes!

¿El paganismo, entregado a todos los desvíos de la razón humana, ha dejado a la posteridad nada que pueda compararse a los vergonzosos monumentos que le ha asegurado la imprenta, bajo el reinado del Evangelio? Los escritos impíos de los Leucipos y de los Diágoras perecieron con ellos, pues no habían aún inventado el arte de eternizar las extravagancias del espíritu humano; pero gracias a los caracteres tipográficos,[14] y al uso que de ellos hacemos, los dañinos extravíos de Hobber y de Spinoza, vivirán por siempre. Id, célebres escritos, de los cuales la ignorancia y rusticidad de nuestros padres no habían sido capaz, a acompañar a la morada de nuestros descendientes, esas obras más peligrosas aún, de donde se exhala la corrupción de las costumbres de nuestro siglo y transmitid juntos a los siglos venideros la historia fiel del progreso y de las ventajas de nuestras ciencias y de nuestras artes.
Si ellos os leen, no dejaréis en su espíritu perplejidad alguna sobre el tema que en la actualidad tratamos, y a menos que sean más insensatos que nosotros, elevarán las manos al cielo y dirán en su amargura: “Dios Todopoderoso, tú que tienes en tus manos los espíritus, líbranos de las luces y de las funestas artes de nuestros padres y otórganos de nuevo la ignorancia, la inocencia y la indigencia, únicos bienes que pueden hacer nuestra felicidad y los únicos meritorios ante ti.”

Si el progreso de las ciencias y de las artes no ha añadido nada a nuestra verdadera felicidad, si él ha corrompido nuestras costumbres y la corrupción de las costumbres ha llegado hasta herir la pureza del gusto, ¿qué pensaremos de esa turba de autores elementarios que han alejado del templo de las Musas las dificultades que defendían su acceso y que la naturaleza había allí esparcido como una prueba a las aptitudes de los que ambicionaban saber? ¿Qué pensaremos de esos compiladores de obras que han indiscretamente roto la puerta de las ciencias e introducido en su santuario un populacho indigno de acercarse a él, cuando habría sido preferible que todos los que no pudieran ir lejos en la carrera de las letras fueran rechazados desde sus umbrales y obligados a dedicarse a artes útiles a la sociedad? El que será toda su vida un mal versificador, un geómetra subalterno, habría podido ser tal vez un gran fabricador de telas. Aquellos a quienes la naturaleza había destinado a ser profesores, no han necesitado de maestros. Los Verulam, los Descartes y los Newton, esos preceptores del género humano, no los han tenido, y ¿qué guías los hubieran conducido hasta donde su vasto genio los ha llevado? Profesores ordinarios no habrían podido hacer otra cosa que obligar sus inteligencias ajustándolas a la estrecha capacidad de la de ellos. Los primeros obstáculos con que tropezaron sirviéronles de aguijón a sus esfuerzos y enseñáronles a franquear el inmenso espacio que han recorrido. Si permitido es a ciertos hombres entregarse al estudio de las ciencias y de las artes, no es a otros que a aquellos que se sientan con la fuerza suficiente para seguir sus huellas y sobrepujarlas.

Es a ese reducido número a que corresponde elevar monumentos a la gloria del espíritu humano; mas si se quiere que nada traspase los límites de su genio, es preciso que nada tampoco traspase los límites de sus esperanzas. He allí la única voz de aliento de que necesitan. El alma se acomoda insensiblemente a los objetos que la ocupan, siendo las grandes ocasiones las que hacen los grandes hombres. El príncipe de la elocuencia fue cónsul de Roma, y el más grande tal vez de los filósofos, canciller de Inglaterra.[15] ¿Puede creerse que si el uno no hubiese ocupado más que un asiento en alguna universidad y el otro no hubiese obtenido otra cosa que una módica pensión de academia, puede creerse, digo, que sus obras no revelasen sus estados?

Que los reyes no rehúsen, pues, admitir en sus consejos los hombres capaces de aconsejarlos bien, que renuncien a ese antiguo prejuicio inventado por el orgullo de los grandes, de que el arte de conducir los pueblos es más difícil que el de ilustrarlos, como si fuese más fácil obligarlos a hacer el bien voluntariamente que constreñirlos por la fuerza; que los verdaderos sabios encuentren en el curso de su vida, honorables asilos, que obtengan allí la sola recompensa digna de ellos: la de contribuir por su fama al bienestar de los pueblos a quienes han enseñado la sabiduría. Solamente entonces se verá lo que pueden la virtud, la ciencia y la autoridad animadas por una noble emulación y trabajando de consuno por la felicidad del género humano. Pero mientras que la autoridad permanezca aislada de un lado y las luces y la ciencia de otro, los sabios raramente concebirán cosas grandes, los príncipes más raramente aún las ejecutarán y los pueblos continuarán siendo viles, corrompidos y desgraciados.

En cuanto a nosotros, hombres vulgares, a quienes el cielo no ha dotado de tan grandes talentos y a quienes no ha destinado a tanta gloria, permanezcamos en nuestra oscuridad; no corramos tras una reputación que se nos escaparía y que en el estado actual de cosas no nos representaría jamás lo que nos ha costado, aun cuando tuviésemos todos los títulos para obtenerla. ¿A qué buscar nuestra felicidad en la opinión de los otros si podernos encontrarla en nosotros mismos? Dejemos a otros el cuidado de instruir los pueblos en sus deberes y concretémonos nosotros a cumplir bien los nuestros: no tenemos necesidad de saber más.

¡Oh, virtud! ¡Ciencia sublime de almas ingenuas! ¿Es preciso tantas penas y tanto aparato para conocerte? ¿Tus principios no están grabados en todos los corazones, y no basta acaso para aprender tus leyes, reconcentrarse en sí mismo y escuchar la voz de la conciencia en el silencio de las pasiones? He allí la verdadera filosofía contentémonos con ella, y sin envidiar la gloria de esos hombres célebres que se inmortalizan en la república de las letras, tratemos de colocar entre ellos y nosotros esta distinción gloriosa que se notaba en otros tiempos entre dos grandes pueblos: el uno sabía bien decir, el otro bien hacer».

Notas:
[1] Discurso que obtuvo el premio en la Academia de Dijón en 1750.
[2] Los príncipes ven siempre con placer extenderse entre sus súbditos, el gusto por las artes agradables y las superfluidades, en las cuales la exportación del dinero no existe, porque además de que los nutren en esa pequeñez de alma tan propia a la esclavitud, saben muy bien que todas las necesidades que el pueblo se proporciona, son otras tantas cadenas con que se carga. Alejandro, queriendo mantener a los ictiófagos bajo su dependencia, les constriñó a renunciar a la pesca, y a alimentarse con las comidas comunes a los otros pueblos; y los salvajes de América, que andan completamente desnudos y que no viven sino del producto de la caza, no han podido jamás ser subyugados. En efecto ¿qué yugo podría imponerse a hombres que no tienen necesidad de nada?
Lo que se refiere aquí de Alejandro el Grande no tiene otro fundamento que un pasaje de Plinio el Viejo copiado después por Solín [cap. LIV]. (Historia natural, lib. VI, cap. XXV)
[3] «Me gusta, dice Montaigne, disputar y razonar, pero con pocos hombres y en interés propio, pues llamar la atención de los grandes y hacer ostentación a cada paso del ingenio y de la charla, conceptuó que es oficio muy indecoroso para un hombre de honor.» (Lib. III, cap. VIII.) Este es el de todos nuestros talentos, menos uno. Créese que esta excepción única no puede referirse más que a Diderot. (EE.)
[4] Arbiter elegantiarum. Este título lo recibió Petronio bajo el reinado de Nerón.(EE).
[5] No pretendo hablar de esos pueblos felices que no conocen siquiera el nombre de los vicios que nosotros refrendamos con tanta dificultad, de esos salvajes de América, de los cuales Montaigne no vacila en preferir su sencillo y natural régimen de policía, no sólo a las leves de Platón sino aun a todo lo que la filosofía pueda jamás imaginar de más perfecto para gobernar a los pueblos. El cita de ellos gran cantidad de ejemplos notorios para quien sepa admirarlos: «¡Y que, dice él, ellos acaso no llevan calzas!» (Lib I, cap. XXX.)
[6] Que me digan de buena fe la opinión que debían tener los atenienses sobre la elocuencia, cuando descartaban con tan gran escrúpulo, de ese tribunal íntegro, las sentencias, de las cuales no habrían apelado los dioses mismos. ¿Qué pensaban los romanos de la medicina al proscribirla de su República?
Y cuando un rasgo de humanidad llevó a los españoles hasta prohibir a sus abogados el acceso a la América, ¿qué idea tendrían ellos de la jurisprudencia? ¿Se dirá que querían compensar con este solo acto todos los males que en tan diversas ocasiones habían causado a esos desgraciados indios?*
*»El rey Fernando, al enviar colonos a las Indias, aconsejaba muy sabiamente que no se llevase alumnos de jurisprudencia… juzgando con Platón «que los jurisconsultos y los médicos constituyen una plaga para el país». (Montaigne, Lib. III, cap. XIII.) (EE.)
[7] Postquam docti prodierunt, boni d,sunt. (Séneca, ep. XCV.) El mismo pasaje lo cita Montaigne, Lib. I, cap. XXV. (EE.)
[8] Se ve fácilmente la alegoría de la fábula de Prometeo, y no es de creer que los griegos, que la han fijado sobre el Cáucaso, pensasen nada más favorablemente que los egipcios de su dios Theutus. «El sátiro, dice una antigua, fábula, quiso abrazar el fuego la primera vez que lo vio, pero Prometeo le gritó: “Sátiro, llorarás la pérdida de tu barba, porque quema cuándo se le toca”.
[9] Mientras menos se sabe, más se cree saber. Los peripatéticos ¿dudaban de algo? ¿Descartes no construyó el universo con cubos y torbellinos? Y hoy mismo, ¿hay en Europa un solo físico, por mediocre que sea, que no explique atrevidamente ese profundo misterio de la electricidad que será tal vez por siempre la desesperación de los verdaderos filósofos?
[10] Muy lejos de mí la creencia de que ese ascendiente de las mujeres sea un mal en sí mismo. Es un don que la naturaleza les ha otorgado para la felicidad del género humano, y que mejor dirigido, podría producir tanto bien, cuanto mal hace hoy. No se conocen suficientemente las ventajas que proporcionaría a la sociedad una mejor educación dada a esa mitad del género humano que gobierna la otra. Los hombres serán siempre lo que le plazca a las mujeres; si queréis, pues, que se hagan grandes y virtuosos, enseñad a las mujeres lo que es grandeza del alma y lo que es virtud. Las reflexiones que este tema sugiere y que Platón ha hecho ya potras veces, merecen ser desarrolladas por una pluma digna de tal maestro y de la defensa de causa tan grande.
[11] Carlos y Pedro Van Loo. (EE.)
[12] Pensamientos filosóficos. Éste es el título de una obra de Diderot, que contiene setenta y dos pensamientos, publicada en 1746 y reimpresa después bajo el título de Etrennes aux esprits forts. El pensamiento en que Rousseau se apoya en esta cita, es el que lleva el número XXV. Es probable que Rousseau hiciera esta cita extemporáneamente, pues la obra de Diderot había sido condenada a ser quemada y no podía ser citada en el manuscrito enviado a la Academia. (EE.)
[13] Tal era la educación de los espartanos, según refiere el más sabio de sus reyes. «Es, dice Montaigne, cosa digna de gran consideración, que en esta excelente policía de Licurgo, monstruosa en verdad con toda su perfección, aunque cuidadosa en extremo de la crianza de los niños, como si fuese su principal obligación, y en la mansión misma de las Musas, se haga tan poca mención de la doctrina, como si a esta generosa juventud que desdeña todo otro yugo, defiérasele proporcionar, en vez de profesores de ciencias, solamente profesores de valor, de prudencia y de justicia.»
Veamos ahora cómo el mismo autor habla de los antiguos persas. Platón, dice, cuenta «que el hijo mayor de la sucesión real, había sido así criado. Después de su nacimiento, se lo entregaban, no a las mujeres, sino a eunucos de la primera autoridad real a causa de su virtud. Estos se encargaban de hacer de él un mozo vigoroso y sano y después de siete años, le enseñaban a montar a caballo y lo adiestraban en la caza. Cuando había llegado a los catorce, lo ponían en manos de cuatro: el más sabio, el más justo; el más temperante y el más valiente de la nación. El primero le enseñaba la religión, el segundo a ser siempre veraz, el tercero a moderar sus pasiones, el cuarto a no temer nada»; todos, añadiría yo, a hacerlo bueno, ninguno a hacerlo sabio.
«Astyages, en Xenophon, pide a Cirus cuenta de su última lección: Resultó, dice él, que había en nuestra escuela un alumno grande que tenía una saya pequeña y que habiéndosela dado a otro de menor talla, le quitó la suya que era más grande. Nuestro preceptor, hízome juez en esta cuestión, y yo juzgué que era preciso dejar las cosas tal cual estaban, puesto que el uno y el otro estaban mejor con el cambio efectuado. A lo cual, me demostró que yo había hecho mal, puesto que me había detenido a considerar el hecho desde el punto de vista de la comodidad, cuando primeramente debía haber atendido a la justicia que quiere que nadie sea desprovisto de lo que le pertenece. El muchacho fue azotado de la misma manera que lo somos en nuestra aldea por olvidar el primer aoristo de Túmtw. Mi regente me hizo una bella arenga, in genere demostrativo, antes de persuadirme que su escuela valía tanto como aquélla». (Ib. I, cap. XXIV).
[14] Si se consideran los execrables desórdenes que la imprenta ha causado ya a la Europa, si se juzga del porvenir por el progreso que el mal hace de día en día, puede preverse fácilmente que los soberanos no tardarán en tomar tanto cuidado en alejar de sus Estados tan terrible arte, como el que tomaron para introducirlo en ellos. El sultán Achmet, cediendo a las importunidades de algunas pretendidas gentes de gusto, convino en establecer una imprenta en Constantinopla, pero apenas estuvo la prensa lista, vióse constreñido a destruirla y a arrojar sus útiles a un pozo.
Cuéntase que el califa Omar, consultado que fue sobre lo que debía hacerse de la Biblioteca de Alejandría, respondió en estos términos: «Si los libros de esa biblioteca contienen cosas opuestas al Corán, son libros malos y es preciso quemarlos, y si sólo contienen la doctrina del Corán, quemadlos siempre: son innecesarios.» Nuestros sabios han citado tal razonamiento como el colmo de lo absurdo. Sin embargo, imaginaos Gregorio el Grande en lugar de Omar y el Evangelio en vez del Corán, la biblioteca habría sido siempre quemada y tal rasgo habría sido tal vez el más bello de la vida de ese ilustre pontífice.
[15] Cicerón y Francisco Bacón.