La definición del amor

 

Mi amor es de tan raro nacimiento
como de objeto extraño y elevado:
lo engendró la desesperación
en la imposibilidad.

Sólo la desesperación, magnánima,
podía mostrarme tan divino asunto:
allí volar no puede la débil esperanza
sino batir en vano sus alas de oropel.

Pero yo podría llegar como el rayo
allí donde mi alma extendida se fijó,
mas clava la Parca sus cuñas de hierro
y siempre se interpone entre los dos.

Pues sólo con ojos celosos mira ella
dos amores perfectos, o los cierra:
su unión, de hacerse, sería su ruina
y depondría su poder tiránico.

Por lo tanto, sus decretos de acero
nos colocaron cual dos distantes polos,
(aunque girando el mundo del amor
en torno nuestro) sin poder abrazarnos.

Aunque se desplomara el mareado cielo
o quebrara la tierra nueva convulsión
y, para unirnos, tuviera el mundo
que ceñirse a un solo planisferio.

Cual líneas oblicuas, pueden los amores
saludarse muy bien en cada ángulo:
mas las nuestras, que son tan paralelas
e infinitas, no pueden encontrarse nunca.

El amor, entonces, que nos une
y que la Parca prohíbe con envidia,
es la conjunción de la mente
y la oposición de las estrellas.

 

Traducción de Nicolás Suescún

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Definición del amor

 

Mi amor es de alcurnia tan rara
Como es su objeto extraño y elevado.
Fue engendrado por la desesperanza
Y lo Imposible.

Magnánima, la Desesperanza solamente
Pudo mostrarme cosa tan divina,
Allí donde jamás la débil esperanza había volado,
Mas sólo había batido sus alas de Oropel.

Y sin embargo, llegaría prestamente
Adonde mi extendida Alma está estacada,
Pero clava el Destino cuñas de Hierro,
Y siempre entre nosotros se interpone.

Pues ve el Destino con Ojo celoso
Dos amores perfectos; y unirse no los deja:
Sería esa unión su ruina
Y el fin de su Tiránico poder.

Por eso sus decretos de Acero
Como polos opuestos nos pusieron
(Aunque en nosotros gira el mundo del amor)
Para no ser por ellos abrazados;

A menos que el vertiginoso cielo caiga,
Y un nuevo Cataclismo a la Tierra desgarre,
Y, para unirnos, el Mundo
Se contraiga y sea un Planisferio.

Como líneas oblicuas, bien pueden los Amores
Saludarse en cada ángulo:
Mas son los nuestros tan exactamente paralelos
Que no habrán de encontrarse aunque infinitos.

Por eso el Amor que nos cautiva
Y que el Destino envidioso nos quita,
Es la conjunción de nuestra Mente
y la Oposición de las Estrellas.

A su tímida amada

 

Si tuviéramos bastante mundo y tiempo
tu timidez, señora, no seria delito.
Sentados pensaríamos hacia dónde marcharnos
para pasar nuestro largo día de amor.
Tú encontrarías rubíes en las riberas
del Ganges de la India: yo me lamentaría
con la marea del Humber. Te daría mi amor
desde diez años antes del Diluvio,
y tú, si quisieras, podrías decirme «no»
hasta después de la conversión de los judíos.
Mi amor vegetal crecería más lento
y sería más vasto que un imperio.
Al menos cien años se me irían en alabar
tus ojos y en contemplar tu frente,
cuatrocientos en adorar tus senos
y treinta mil en el resto del cuerpo.
En cada parte al menos una época,
para tu corazón la última de todas:
porque tú te mereces este trato
y yo por menos no te quiero.

Pero pasa que a mis espaldas siempre oigo
la alada carroza del tiempo que se acerca,
y que allí, ante nosotros, yacen por todas
partes desiertos de vasta eternidad.
Tu belleza ya nadie encontrará
ni resonará en el mármol de tu bóveda
el eco de mi canción. Y los gusanos robarán
esa virginidad por tanto tiempo resguardada.
Tu arcaico honor polvo se hará
y toda mi lujuria se tornará ceniza.

La tumba es lugar muy selecto y privado
pero nadie, creo yo, hace allí el amor.
Por lo tanto, ahora que el color joven
se posa como el rocío sobre tu piel,
mientras transpire tu alma dispuesta
por todos los poros instantáneas llamas,
pudiéndolo, hagamos lo que nos dé la gana
y como aves de rapiña enamoradas
devoremos más bien nuestro tiempo
en vez de languidecer entre sus fauces.
Comprimamos toda nuestra ternura
y toda nuestra fuerza en una bala
y a través de las rejas de hierro de la vida
disparemos nuestro placer violentamente.
Así haremos, al menos, que corra nuestro
Sol, no pudiendo lograr que se detenga.

 

Traducción de Nicolás Suescún.

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A su amada recatada

 

Si hubiera mundo y tiempo para rato,
No habría delito, dueña, en tu recato.
Pensaríamos en qué sitio hermoso
Transcurrir nuestro largo día amoroso;
Tú junto al indio Ganges quizá sea
Viendo rubíes; yo ante la marea
Del Humber con mi queja. Os amaría
Mucho antes del Diluvio todavía;
Y vos, si os place, me opondríais píos
Hasta la conversión de los judíos.
De mi amor vegetal el crecimiento
Sería mayor que imperios y más lento.
Cien años se me irían en loar
Tus ojos y tu frente contemplar;
Doscientos adorando cada pecho,
Mas para el resto treinta mil, sospecho;
Una era al menos para cada parte
Para al final tu corazón mostrarte.
Pues merecéis vos, dama, tal estado
Y yo por menos nunca habría amado.

…..Pero oigo a mis espaldas siempre encima
Que en carro alado el tiempo se aproxima;
Y ante nosotros más allá mirad:
Desiertos de la vasta eternidad.
Ya no se encontrará más tu hermosura
Ni mi canto se oirá en tu sepultura
De mármol; probará la gusanada
Esa virginidad tan bien guardada;
Polvo será vuestra honra antojadiza
Y mi lujuria acabará en ceniza.
La tumba es una linda, íntima plaza,
Pero creo que allí nadie se abraza.

…Por eso en tanto el joven color rosa
Cual rocío sobre tu piel se posa,
Y transpira tu espíritu espontáneo
Por cada poro con fuego instantáneo,
Gocemos mientras seamos aún capaces;
Y, pasionales como aves rapaces,
Devoremos mejor el tiempo aprisa
Que decaer en su poder que agrisa.
Nuestra fuerza y dulzura toda entera
Enrollémosla en forma de una esfera;
Tricemos goces con lucha reñida
Por las puertas de hierro de la vida.
Así, aunque no podamos hacer nuestro
Sol parar, sí lo haremos correr diestro.

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A su esquiva amada

 

De tener tiempo y mundo suficientes,
no sería delito tu recato.
Dónde ir pensaríamos, sentados,
y en pasar nuestro amor en largo día.
Tú, en las riberas índicas del Ganges
en busca de rubíes; yo, plañendo
en las ondas del Humber. Te amaría
desde diez años antes del Diluvio:
y rehusar podrías, si quisieseis,
hasta la conversión de los judíos.
Mi vegetal amor se extendería
más vasto que un imperio y más despacio.
Unos buenos cien años yo daría
para alabar tus ojos y tu frente,
doscientos adorando cada pecho:
y quizá treinta mil en cuanto resta.
Mil años, por lo menos, cada parte,
si al fin tu corazón se me mostrase.
Pues, Señora, mereces tal respeto;
y amarte no podría a menos precio.

Pero, detrás de mí, yo siempre escucho
la carroza del tiempo, inexorable:
y allende de nosotros se dilatan
desiertos de la vasta eternidad.
No tendrás todo el tiempo tu belleza,
ni habrá de resonar en tu sepulcro
el eco de mi canto: pues gusanos
probarán tu inmortal virginidad:
tu honor sin par se habrá tornado polvo;
muertas cenizas todo mi deseo.
La tumba es un lugar íntimo y bello,
pero creo que allí nadie se abraza.

Por eso, ahora, cuando un fresco tinte
vive en tu piel cual matinal rocío,
y mientras tu alma diáfana transpire
por cada poro fuegos instantáneos,
vámonos a gozar mientras podamos;
como amorosas aves de rapiña,
devoremos al punto nuestro tiempo,
en vez de perecer entre sus fauces.
Envolvamos, pues, todas nuestras fuerzas,
nuestra dulzura toda, en una esfera:
nuestros placeres, bastos, adentremos
por el portal de hierro de la vida.
Si parar no podemos nuestro sol,
al menos obliguémoslo a correr.

Ojos y lágrimas

 

¡Que sabia fue la naturaleza al decretar
que con los mismos ojos se viera y se llorara,
para que habiendo visto el vano objeto
estuviéramos dispuestos a quejarnos!
Pues la vista a sí misma se engaña
y desde falso ángulo calcula las alturas,
estas lágrimas que miden mejor todo,
caen, como plomada o acuático hilo.
Dos lágrimas, pesadas largo por la pena
en los platillos de las balanzas de los ojos,
y luego pagadas en forma equitativa,
son de mis alegrías el precio verdadero.
Lo más bello que nos muestra el mundo,
la risa, incluso, en lágrimas se torna,
y esas alhajas que apreciamos tanto
se derriten en los pendientes de los ojos.
He recorrido, creo, todos los jardines
rodeado de rojos, de blancos y de verdes,
pero de todas las flores que vi en ellos,
miel no, apenas lágrimas, extraje.
El sol, también, que lo ve todo, destila
el mundo a diario con alquímicos rayos,
pero halla que la esencia es sólo lluvias
y al instante en piedad las transforma.
Feliz es aquel que la pena bendice,
aquel que llora más y que ve menos
y que para tener la vista siempre clara
se limpia los ojos con su propio rocío.
Magdalena, más sabia por sus lágrimas,
disolvió sus cautivantes ojos
y al fluir, unidos, liquidas cadenas,
en grillos pusieron los pies del Redentor.
Ni velas henchidas que van presurosas
al hogar, ni la casta dama de vientre
abultado, o la luna llena, son tan bellas
como lo son dos ojos hinchados de llorar.
La mirada brillante que aviva el deseo,
empapada en estas olas, pierde su fuego,
mas se apiada el Tronante a menudo
y aplaca en ella a los siseantes rayos.
El incienso, apreciado antaño por el cielo,
lo fue como lágrima, no como perfume,
y las estrellas son hermosas en la noche
porque a lágrimas de la luz se parecen.
Abrid, ojos míos, vuestra doble compuerta:
practicad asi vuestro más noble uso,
pues otros pueden también ver, o dormir,
mas llorar sólo pueden los ojos humanos.
Caed ahora cual dos disueltas nubes
y allá lejos deteneos en cada lágrima:
caed pues, gota a gota, cual dos fuentes,
o volcáos y ahógaos cual dos torrentes,
y dejad que éstos inunden vuestras fuentes
hasta ser lo mismo los ojos y las lágrimas.
y que unos y otras diverso papel cumplan:
que lloren estos ojos, que vean estas lágrimas.

 

Traducción de Nicolás Suescún.

El jardín

 

Cuan en vano se enajenan los hombres
por alcanzar la palma, el roble o el laurel,
y así ver su incesante trabajo coronado
por un único árbol o un arbusto
cuya corta, estrecha y limitada sombra
con discreción sus labores califica,
mientras aquí las flores y los árboles
entretejen las guirnaldas del reposo.

¡Aquí te he hallado, suavísima calma,
y a la Inocencia, tu querida hermana!
Equivocado, siempre te busqué
en la agitada compañía del hombre.
Tus sacras plantas, al menos en la tierra,
prosperan sólo entre las plantas,
pues son casi rudas las personas
con estas soledades deliciosas.

Jamás vio nadie un blanco, un rojo,
tan dulce como este verde seductor.
Tontos amantes, cual sus amadas crueles,
grabaron en los árboles sus nombres;
bien poco saben, ¡ay!, o se dan cuenta
de cuánto superan ellos su belleza.
Bellos árboles: si vuestros troncos llego a herir
sólo en ellos vuestros nombres se verían.

Agotada ya de la pasión la calentura
hace el amor aquí refugio sin igual.
El dios que fue tras la mortal belleza
también en árbol culminó la caza:
Apolo a Diana persiguió de tal manera
para que sólo —ya laurel— medrar pudiera,
y en pos de Siringe se apresuró el dios Pan,
no tras la ninfa, sino por una flauta.

¡Qué mágica la vida que llevo aquí!
Rojas manzanas caen en torno a mí
y exquisitos rácimos de las viñas
exprimen ricos vinos en mi boca.
Melocotones y escogidos duraznos
a mis manos llegan presurosos,
y caigo, al tropezar, con los melones,
en la hierba, burlado por las flores.

Entretanto la mente, de bajos placeres
se aparta y se asila en su felicidad:
la mente, océano donde cada especie
no tarda en hallar su propio doble,
para luego crear, trascendiéndolo,
mil otros mundos y diversos mares,
reduciendo todo lo que existe
a un verde pensar bajo una sombra verde.

Aquí, al pie resbaloso de una fuente
o en mohosas raices de árboles frutales,
despojándose mi cuerpo de las ropas,
se desliza mi alma entre las ramas
y se posa como un ave, y canta,
y luego frota y peina sus plateadas alas
hasta que, presta para elevado vuelo,
sus plumas ondula la variada luz.

Así era aquel feliz jardín-estado
donde moraba el hombre solo:
con ese sitio tan suave, tan puro,
¿qué más ayuda podía necesitar?
Pero no fue su lote de mortal
el pasear solitario por sus sendas:
dos edenes —no uno— habrían sido
de vivir él a solas en el paraíso.

Qué bien trazó el hábil jardinero
con flores y hierbas este nuevo reloj
donde el suavísimo sol en lo alto
corre a través del zodíaco oloroso,
y donde, al laborar la diligente abeja,
su tiempo, como nosotros, cuenta.
¿Cómo, si no es con flores y con hierbas,
calcular tan dulces y tan sanas horas?

 

Traducción de Nicolás Suescún.

Diálogo entre el cuerpo y el alma

 

El alma

¿Ah, quién sacará de esta celda
a un alma, esclava en tanta forma,
con cerrojos de huesos, de pie
entre grillos, las manos esposadas,
enceguecida, con un ojo u sorda,
y este tamborear de los oídos,
un alma colgando, se diría,
de cadenas de nervios, de arterias
y de venas, en toda parte torturada,
con cabeza vana y doble corazón?

El cuerpo

¿Ah, quién me librará sano y salvo
de las ataduras de esta alma tiránica
que, tensa hacia lo alto, me empala
para que caiga en propio precipicio,
que calienta y mueve este esqueleto
superfluo —lo mismo que la fiebre—
y ansiosa por ensayar su rencor
me ha hecho vivir para poder morir,
un cuerpo siempre sin descanso
desde que lo posee este malvado espíritu?

El alma

¿Qué magia así encerrarme pudo
para suspirar con la pena del otro,
donde cualquiera sea su queja,
lo percibo, no puedo sentir su dolor,
y donde todos mis cuidados se van
en conservar aquello que me mata,
obligada a sufrir no solamente
males sino, lo que es peor, su cura,
pues a punto de llegar a puerto
en la salud soy naúfraga de nuevo?

El cuerpo

Mas no hay médico que entienda
las enfermedades que me enseñas:
primero de la esperanza rasgas el calambre,
y luego el temblor de la parálisis del miedo;
calientas la pestilencia del amor
o roes la úlcera escondida del odio;
confundes la grata locura de la alegría
o inquietas la otra locura de la pena;
conocimiento éste que me obliga a saber
y a que nunca abandonen mi memoria.
¿Y qué, si no el alma, tendría el ingenio
de formarme para tan aptos pecados?
Así es como desbasta y cuadra el arquitecto
los verdes árboles que crecen en los bosques.

 

Traducción de Nicolás Suescún.

Las Bermudas

 

Donde las remotas Bermudas cabalgan
sin ser vistas por el pecho del océano,
desde un navio pequeño que bogaba,
los vientos atentos esta canción oyeron:

«¿Qué habríamos de hacer sino alabar
a quien por el liquido dédalo nos trajo
hasta esta isla ignota desde siempre
y no obstante más grata que la nuestra?
Allí donde aniquila magnos monstruos
del mar que alzan en sus lomos las honduras
nos posa suavemente sobre un prado
a salvo de los rayos y la ira del prelado.
Nos donó esta perdurable primavera
que esmalta por doquier todas las cosas,
donde a las aves, en sus diarias visitas,
por los aires, pone a nuestro cuidado,
cuelga en las sombras las naranjas,
doradas lámparas en una noche verde,
oculta en las granadas relucientes joyas,
más preciosas que todas las del Asia,
hace que los higos hallen nuestras bocas
y nos arroja melones a los pies,
siembra piñas de tan incalculable precio
que no podría repetirlas ningún árbol.
Con cedros del Líbano, uno tras otro
escogidos por su mano, abastece la tierra
y hace que los hondos y rugientes mares
nos muestren en las costas los corales.
Él echó (en cierto modo orgullo nuestro)
la perla del Evangelio en nuestras playas,
y sobre estas rocas un templo construyó
donde su nombre pudiera resonar potente.
¡Oh, dejad que nuestra voz su elogio
aumente y lo lleve a la bóveda del cielo
desde donde, tal vez, al rebotar pueda
hacer eco, allende el Golfo Mexicano!»

Asi entonaron en ese barco inglés
aquella música alegre v sacrosanta.
y al navegar, para llevar la melodía,
con rítmicos remos el compás marcaron.

 

Traducción de Nicolás Suescún.

Andrew Marvell, Inglaterra, 1621-1678

Sobre una gota de rocío

 

Mira cómo esa gota del Oriente,
caída desde el seno matinal
sobre la rosa en flor,
ignorando su nueva residencia,
aprisiona en su propia redondez
la diáfana región donde ha nacido;
y en la extensión de ese pequeño globo
su elemento natal guarda solícita.
Mira cómo desdeña el solo roce
de la purpúrea flor en la que yace;
volviendo su mirada hacia los cielos,
brilla con luz doliente,
lo mismo que una lágrima,
por alejarse tanto de su Esfera.
Rueda, inquieta y mudable,
y tiembla, por temor a hacerse impura,
hasta que el sol ardiente se conmueva
y a los cielos de nuevo la evapore.
Así el alma, esa gota y ese rayo
del claro manantial de eterno día,
pudiera contemplarse en flor humana.
Recordando su altura primigenia,
huye de verdes flores y hojas tiernas,
y acordándose de su propia luz
dice en puros, redondos pensamientos
el cielo superior en otro mínimo.
En qué figura esquiva y ovillada
gira por todas partes,
excluyendo así el mundo,
pero acogiendo el día.
Oscura por abajo, clara arriba,
altiva aquí y enamorada allá.
Qué libre y deseosa de partir,
qué preparada para la ascensión.
Vibra tan solo sobre un punto, abajo,
mientras lo curva todo hacia la altura.
Así cayó el maná, sacro rocío,
entero y blanco, frío y coagulado
sobre la tierra. Al disolverse, se une
a la gloria del sol omnipotente.

Mientras podamos

 

Si tuviéramos suficiente mundo y tiempo,
tu timidez, señora, no sería un delito.

Nos sentaríamos y pensaríamos cómo
caminar y pasar nuestro largo día de amor;
tú en las riberas índicas del Ganges
encontrarías rubíes; yo me lamentaría
en las mareas del Humber. Te amaría
desde diez años antes del diluvio;
y tú me rechazarías, si quisieras,
hasta la conversión de los judíos.

Mi amor vegetal crecería
más vasto que los imperios y más despacio.
Y cien años daría por alabar
tus ojos y contemplar tu frente;
doscientos por adorar cada pecho,
y treinta mil por el resto;
un siglo al menos para cada parte,
y la última mostraría tu corazón.

Porque, señora, tú mereces este trato,
y yo no te amaría por menos.

Pero a mi espalda siempre escucho
la carroza alada del tiempo que se acerca,
y allí, debajo de nosotros se extienden
desiertos de vasta eternidad.

Tu belleza ya nadie encontrará,
ni resonará en el mármol de tu bóveda
el eco de mi canto; los gusanos tomarán
tu largamente preservada virginidad,
y tu arcaico honor se hará polvo
y cenizas mi lujuria.

La tumba es un lugar íntimo y bello,
pero creo que allí nadie se abraza.

Por eso, ahora, mientras un juvenil matiz
se posa en tu piel como el matinal rocío,
y mientras tu alma deseante transpira
por cada poro urgentes llamas,
vámonos a gozar mientras podamos;
y ahora, como amorosas aves de rapiña,
es mejor que nuestro tiempo devoremos,
en vez de languidecer entre sus fauces.

Combinemos toda nuestra fuerza y toda
nuestra dulzura en una esfera
y desgarremos nuestro placer en lucha áspera
a través del portal de hierro de la vida.

Así, aunque no podamos hacer que el sol
se detenga, al menos lo haremos correr.

Andrew Marvell, Inglaterra, 1621-1678