La declaración

 

He perdido el bosque, los campos
y los frescos abriles de otras eras…
Entrega tus labios: su aliento
¡Será la respiración de las arboledas!

He perdido el Océano sombrío,
su luto, sus olas, sus resonancias.
Dime cualquier cosa:
Será el rumor de las aguas altas.

Invadido por una regia tristeza,
fantaseo con los soles que busco…
¡Oh! ¡Ocúltame en tu pálido seno!
¡Será la quietud del crepúsculo!

Encuentro

 

Agitabas tu oscura antorcha,
no pensabas haber muerto.
He forjado cancela y hierro:
mi corazón sabe de tu entierro.

Ignoro qué llama aún
ardía en tu mortal seno.
Aquello no me preocupaba:
me has hecho reír del alba.

¿Crees en la retractación?
¿Que los sentidos solos embriagan?
Pero me dormía entre tus musas:
no resucitarás nunca.

Estar equivocado

A Monsieur Henri de Bornier.

«Asestando, no se sabe dónde, sus globos tenebrosos».
Charles Baudelaire

 

 

Durante una gris mañana de noviembre, bajé a los muelles con paso apresurado. Una llovizna fría humedeció el ambiente. Los oscuros transeúntes, ensombrecidos por sombrillas deformes, se entrecruzaban. El ambarino Sena arrastraba sus barcos mercantes como enormes escarabajos.

Sobre los puentes, el viento golpeó repentinamente a los sombreros, cuyos dueños entre actitudes y contorsiones se alborotaban en aquél espacio, espectáculo siempre tan penoso para el artista.

Mis ideas eran pálidas y brumosas. La preocupación por una reunión de negocios, aceptada desde el día anterior, acosó a mi imaginación. La hora me presionó: terminé por refugiarme bajo el toldo de un portal desde el cual sería más conveniente para mí parar una carroza. En ese mismo momento, vi, justo a mi lado, la entrada a un edificio cuadrado de apariencia burguesa.

Se había levantado desde la niebla como una aparición de piedra y, a pesar de la rigidez de su arquitectura, a pesar de la niebla sombría y fantástica de la que estaba envuelto, inmediatamente le reconocí un cierto aire de cordial hospitalidad que me calmó el espíritu.

«Ciertamente», me dije a mí mismo, «¡los huéspedes de esta casa son personas sedentarias! – Este umbral invita a detenerse allí: ¿la puerta no está abierta?

Así que, de la manera más educada del mundo, con aire satisfecho, sombrero en mano, incluso pensando en algún madrigal para la dueña de la casa, entré, sonriendo, y me encontré, de pie, frente a una especie de habitación con techo de vidrio, desde el cual el día caía, lívido.

En las columnas había prendas, bufandas y sombreros.

Mesas de mármol estaban situadas por todas partes.

Varios individuos, con sus piernas extendidas, sus cabezas levantadas, sus ojos fijos, su expresión positiva, parecían meditar.

Y las miradas estaban sin pensamiento, y sus rostros del color del tiempo.

Y reconocí, entonces, que la dueña de la casa, en cortesía de bienvenida de la cual yo había narrado, no era otra más que la Muerte.

Analicé a mis anfitriones.

Ciertamente, para escapar de las preocupaciones de la molesta existencia, la mayoría de los que ocupaban la habitación habían asesinado sus cuerpos, esperando, por lo tanto, un poco más de bienestar.

Mientras escuchaba el sonido de los grifos de cobre sellados en la pared y destinados al riego diario de estos restos mortales, escuché el rodaje de una carroza. Se detuvo frente al aposento. Pensé que mis hombres de negocios me estaban esperando. Me volví para disfrutar de la buena fortuna.

La carroza, de hecho, acababa de desembarcar, en el umbral del edificio, colegiales de buen humor que necesitaban ver la muerte para creerla.

Vi el carro vacío y le dije al conductor:

– ¡Al «Pasaje de la ópera»!

Poco tiempo después, en los bulevares, el clima parecía nublado, falto de un horizonte.

Los arbustos, vegetaciones esqueléticas, miraban, con la punta de sus ramillas negras, indicando vagamente los peatones a la policía, todavía somnolienta.

La carroza se apresuraba.

Los transeúntes, a través de la ventana, me dieron la idea del flujo del agua.

Una vez en mi destino, salté hacia la acera y entré en un pasaje, gravado con figuras ansiosas.

Al final, vi justo antes de mí, la entrada a un café, ahora consumido en un célebre incendio (porque la vida es un sueño), que fue relegado al fondo de una especie de cobertizo, bajo una bóveda cuadrada, de aspecto aburrido. Las gotas de lluvia que cayeron sobre el acristalamiento superior aún oscurecían el brillo pálido del sol.

«Ahí era donde estaba esperando», pensé, con la taza en la mano, mis ojos brillando y burlándome del Destino, ¡mis hombres de negocio!

Cuento de final de verano

¿Cómo la cadena de seres creados se acabaría en el hombre?
(Platónicos del siglo XII)

En provincias, a la caída del crepúsculo sobre las pequeñas ciudades, —hacia las seis de la tarde, por ejemplo, al acercarse el otoño— se diría que los ciudadanos buscan lo mejor que pueden aislarse de la inminente gravedad de la noche: cada cual entra en su concha al presentir todo aquel peligro de estrellas que podría inducir a «pensar». En consecuencia, el singular silencio que se produce entonces parece emanar, en parte, de la atonía acompasada de las figuras sobre los umbrales.

Es la hora en la que el crujido molesto de las carretas va apagándose por los caminos. Entonces, en los paseos —clases de Buenas Maneras— suena, más nítidamente por los aires, sobre el aislamiento de los tresbolillos, el estremecimiento triste de las altas frondosidades. A lo largo de las calles, entre sombras, se intercambian saludos rápidos, como si el regreso a sus anodinos hogares compensara de los pesados momentos (¡tan vanamente lucrativos!) de la jornada vivida. Y, de los reflejos deslucidos del atardecer sobre las piedras y los cristales; de la impresión nula y melancólica de la que el espacio está imbuido, se desprende una tan incómoda sensación de vacío, que uno se creería entre difuntos.

Pero, cada día, a esta hora vespertina, en una de esas pequeñas ciudades, y en la avenida más desierta del paseo, se encuentran habitualmente dos paseantes, habitantes bastante antiguos ya de la localidad. Ambos deben, sin duda, haber superado la cincuentena: su atuendo rebuscado, su fina camisa de encajes, lo anticuado de sus largas chaquetas, el brillo de los sombreros de ala ancha, su forma de vestir aún despierta, sus maneras a veces extrañamente conquistadoras, todo, hasta las hebillas de sus zapatos demasiado elegantes, denuncian no se sabe qué verts-galants empedernidos.

¿Qué sentido tienen esos aires triunfantes, en medio de un conjunto de seres negativos, de una bisexualidad cualquiera, en la mente de los cuales no podría brotar la exclamación: ¡Qué hacer!? Con un bastón de puño dorado en la mano, el primer llegado entra bajo los árboles solitarios donde pronto aparece su amigo. Uno tras otro, caminando misteriosamente de puntillas, se aproximan; luego acercándose al oído del otro, y protegiendo con la mano el cuchicheo de sus palabras, susurra frases sorprendentes análogas, por ejemplo, a éstas (salvo en los nombres):

—¡Ah! amigo mío, ¡la Pompadour estuvo encantadora anoche!

—¿Debo felicitarlo? —replica, no sin una sonrisa bastante ufana, el interlocutor.

—¡Puf! Si hay que decirlo todo, yo prefiero a la deliciosa Du Deffand. En cuanto a Ninon.

(El resto de la frase se pronuncia en voz baja, y tras haber pasado el brazo por debajo del del confidente)

—¡De acuerdo! —prosigue entonces éste, con los ojos dirigidos al cielo—, ¡pero la Sévigné querido! ¡Ah! ¡la Sévigné!

(caminan juntos, bajo las viejas sombras; la noche va a teñirse de azul y a iluminarse).

—Hoy mismo debo esperarla hacia las nueve, lo mismo que a la Parabère, pese a que ese diablo de regente.

—Le felicito, mi querido amigo. Sí, no salgamos del gran siglo. En mi libro de memoria no cuento más que a tres adoradas del tiempo antiguo: primero, Eloísa…

—¡Chut!

—Luego, Margarita de Borgoña.

—¡Brrr!

—Y finalmente, María Estuardo.

—¡Ay!

—Pues bien, he reconocido que el encanto de esas damas de antaño era inferior al de las damas de ahora.

Dicho esto, el sorprendente hastiado de todo gira sobre sus talones que tiñe de púrpura o rubifica a veces, a través de los ramajes quejumbrosos, el último rayo de sol.

—Permanezcamos a partir de ahora en los Watteau —concluye con aire entendido, conocedor y perentorio.

—O en los Boucher, que es superior.

Continuando con voz discreta, se introducen por las avenidas laterales. En las casas, allá lejos, los visillos blancos de las ventanas se inundan, aquí y allá, de resplandores claros e intensos; y, en la oscuridad de las calles palpitan las repentinas farolas. Tras nuestros dos conversadores se alargan sus propias sombras, que parecen reforzadas por todas aquellas de las que hablan. Pronto, después de un ceremonioso y cordial apretón de manos, el duo de aquellos más que extraños celadones se separa y cada cual se dirige a su casa. ¿Quiénes son? ¡Oh! simplemente dos ex vividores de lo más amable, incluso de bastante buena compañía, uno viudo y otro soltero.

El destino los había conducido e internado, casi al mismo tiempo, en esta pequeña ciudad. ¿Sus medios de vida? Apenas unas inalienables rentas, escapadas del naufragio que no permiten nada superfluo. Aquí, en un primer momento, intentaron frecuentar «la buena sociedad» pero, tras las primeras visitas, se retiraron horrorizados a sus modestas viviendas. Sin recibir a nadie más que a su cotidiana asistenta, se han recluido en una perfecta soledad. Todo antes que relacionarse con los honorables habitantes del lugar. Para escapar al momificante tedio que destila la atmósfera, intentaron leer.

Luego, asqueados por los libros escogidos al azar en el horrible gabinete de lectura, en el momento de renunciar a la lectura y limitar sus esperanzas a monótonas charlas (interrumpidas a veces por desenfrenadas partidas de cartas) entre ellos dos, he aquí que cayeron en sus manos fantasmagóricas obras que trataban de fenómenos llamados de espiritismo.

Para matar el tiempo y movidos también por una cierta curiosidad escéptica, se arriesgaron a grotescas y divertidas experiencias. Separándose del «mundo», se esforzaban por crearse relaciones con «el otro mundo». ¡Remedio heroico!, de acuerdo, pero bien considerado todo, jugar con las bellas difuntas (si era posible) les parecía mucho menos insípido que escuchar la conversación de las gentes del lugar. Por lo que, en sus sedosas salitas, una malva y otra azul claro, especie de gabinetes amueblados con un gusto tiernamente sugestivo que iluminaba apenas el resplandor —tamizado por la rica pantalla de cintas— de la lámpara bajada, se entregaron a anodinas y torpes evocaciones.

¡Ah! ¡qué fuente de agradables veladas, no obstante, si tarde o temprano lograban distinguir encantadores manes, exquisitas sombras sentadas sobre cojines de tonos apagados, que ellos preparaban a tal efecto! Por lo que, cuando después de varias tentativas pasablemente insignificantes sus respectivos veladores se pusieron —allí, de repente, ante sus pupilas a la larga hipnotizadas— a removerse, girar y hablar, fue una inmensa alegría para todo su ser. Un filón de oro surgía ante aquellos deliciosos contramaestres perdidos en una mina de insignificancia. Su nostalgia debía prestarse, rápida y de buena gana, a todo un conjunto de concesiones que, por otra parte, ciertos efectos reales pueden sugerir.

Tomarle gusto hasta ilusionarse con emociones semificticias, ayudar al sortilegio con algo de buena voluntad, con el fin de VER —pese a todo y a todo precio— tramarse, sobre la transparencia y palidez de la penumbra ambiental, las formas de las bellas desaparecidas, adquirir, a fuerza de paciencia, una especie de paradógica credulidad con la que resultaba agradable engañar melancólicamente sus sentidos, y no resistieron más. De tal forma que, pronto, sus veladas transcurrieron en sutiles y tenebrosas conversaciones que, a veces, se hacían vagamente visionarias. Y, cuando la costumbre se afianzó, las sensaciones de presencias maravillosas, flotando a su alrededor, se les hicieron familiares. Ahora, ofrecen el té, cada tarde a aquellas visitantes.

Les hacen la corte, y sus batas de seda, una marrón carmelita y otra gris mínimo, con adornos tabaco de España, huelen ligeramente a almizcle, por una cortesía de ultratumba que tal vez agradezcan. En medio de coloquios ideales, notan el perfume de acercamientos encantadores, de una tenuidad fugitiva, es cierto, pero con la que se contenta la sonriente melancolía de su rozagante senectud.

En esta pequeña ciudad, cuyo vecindario habían sabido anular, su madurez transcurre así, preferentemente, en mil vagas buenas fortunas, de favores retrospectivos, de los que deshojan las póstumas rosas; y, al día siguiente, se hacen mutuas confidencias, bajo la sombra de los altos ramajes que acarician las brisas del crepúsculo en «la clase de Buenas Maneras». En la confusión de los comienzos, dejaron desfilar por sus inquietantes salitas a todas las damas de la Historia; pero en el momento presente, ya no flirtean sino con los excitantes fantasmas del siglo XVIII. Sus veladores, con taraceas que ellos cubren con flores del tiempo, oscilan bajo sus manos galantes y, como bajo el peso de sombras graciosas, se balancean con ritmos que recuerdan con frecuencia determinados columpios enguirnaldados de Fragonard. (¡Oh! se suelen retirar hacia las diez y media, a no ser que, por casualidad, hayan venido reinas o emperatrices, entonces y por deferencia, permanecen hasta las once).

Por supuesto, con vulgares viejos verdes semejante pasatiempo podría conllevar graves peligros y de muchos tipos; pero afortunadamente, en lo más recóndito de su pensamiento, nuestros finos y dulces personajes no se engañan. ¿Cómo serían tan tontos de olvidar que la Muerte es algo decisivo e impenetrable?

Solamente, a la vista de los bailes alfabéticos esbozados por sus veladores, aquellos médianimisés —de un cristianismo algo somnoliento sin duda, pero inviolable en sus últimas reservas— han terminado por persuadirse de que tal vez en el aire haya diablillos juguetones, espíritus graciosos, dotados de travesura que, al aburrirse como los paseantes humanos, para matar el tiempo, aceptan prestarse a este inocente juego de Ilusión (bajo el velo de los fluidos y sobre todo con vivos amables), como los niños que se colocan alguna antigua bata estampada y se empolvan entre risas… y de que esos espíritus y esos vivos pueden entonces buscarse a tientas, aparecerse a veces, ayudándose con una sospecha de mutua credulidad, rozarse, tomarse incluyo de repente la mano… y luego desaparecer, por una parte y por otra, en el inmenso escondite del universo.

Auguste Villiers de L'Isle-Adam, Francia, 1838-1889

Adiós

 

Un vértigo disperso bajo tus velos
llevó mi frente a tus desnudos brazos.
¡Adiós, tú, por quien he conocido
la angustia de las noches sin astros!

¡Cómo! !Tu solo nombre me aterraba!
-Ahora, sin deseo ni recelo,
en el vil hastío de tu opresión
Sepultarme ya no quiero.

Respiro el viento de las playas,
Soy dichoso lejos de tu suelo:
Y tus cabellos enlutados
Ya no echan sombra en mis sueños.

A un poeta muerto

 

Tus ojos erraban, alterados por luz,
del color divino al contorno inmortal
y de carne viva al esplendor del cielo,
duerme en paz la noche que sella tu párpado.

¿Ver, entender, oler? Viento, humo y polvo.
¿Gustar? La copa de oro contiene sólo la hiel.
Así como un dios lleno de aburrimiento que deja el altar,
vuelve y dispérsate en la materia inmensa.

Sobre tu mudo sepulcro y tus huesos consumidos
que otro vuelque las lágrimas acostumbradas,
que tu siglo común te olvido o te renombre;

te envidio en el fondo de la tumba tranquila y negra,
de ser liberado de vivir y no saber más,
de la vergüenza de pensar y el horror de ser un hombre.

A orillas del mar

 

Al salir de aquel baile dejamos nuestras huellas
en playas que a un destierro conducen al azar.
Una flor en su mano se acaba de ajar.
Era una hermosa noche de ensueños y de estrellas.

Rompíanse en la sombra oleajes enlutados
hacia el ópalo atlántico y la áurea lejanía.
El ultramar sus luces místicas expandía.
Las algas perfumaban los ámbitos helados.

En la escarpa, los ecos sonaban mientras tanto;
con la espuma rizaba la onda volutas locas
y, densa, acometía el bronce de las rocas.
Brillaban en la duna cruces de un camposanto.

Su silencio acallaba del mar la baraúnda.
No tenían las cruces por el mar ultrajadas
ni coronas de duelo, ni flores; arrastradas
fueron por la tormenta que retumbando inunda.

En declive, las tumbas desde el mar, cuesta arriba,
bajo la niebla oían que la sombra a lo arcano
del infinito sueño interrogaba en vano.
Él, callaba el secreto de la ley decisiva.

Friolenta, cubrió con un oscuro chal
su seno, egregio exilio de muchos agasajos;
y admiré a la mujer de los párpados bajos,
esfinge cruel y aciaga, pesadilla fatal.

Mata a los niños sólo con su mirada atroz
y sobrevive a todo aquello que destruye.
La amamos porque a ello la Noche contribuye.
Los que la tratan de ella hablan a media voz.

La reviste el peligro de un nimbo familiar,
y aun en su tierno abrazo que quiere desmentir
sus crímenes, parece al evocarlos, oír
culatas de fusiles que van a ejecutar.

Tras el oprobio ilustre que, empero, la sujeta;
bajo el duelo en que goza su alma sin ardor,
todavía descansa un virginal candor
como un lirio en el ébano de bruñida bujeta.

Atenta, prestó oído al tumulto del mar,
bajó su hermosa frente que los años besaron
y en dolorosos términos sus labios declararon
su lóbrego destino que duele recordar:

«Hace ya mucho tiempo, cuando yo sostenía
trato con los vivientes y escuché sus ternuras,
igual que el mar bravío junto a esas sepulturas
con ira lamentáronse de mi pétrea apatía.

He visto más de un largo adiós agonizar
en mis manos que acogen sin odio ni emoción
de las almas en pena la humilde confesión.
No devuelven sus besos los sepulcros al mar.

Yo soy toda silencio. La emoción no me alcanza;
no tiene amor mi vida ni mis días sentido.
Me han negado los cielos el sagrado latido;
para mí han falseado el peso en la balanza.

Y cuando yo fallezca, sé muy bien que mi suerte
no será la de otros que en fiestas o tormentos
van buscando unas flores en turbiones violentos.
Como no los comprendo descansaré en la muerte.»

Me incliné ante las cruces pálidas, luminosas.
La extensión anunciaba el alba y aplacar
quise aquel tenebroso e incurable pesar
que hirió el remordimiento con ráfagas furiosas.

Como ante el mar desierto y henchido le dijera:
«Bailando exenta estabais de esa melancolía,
y en cristalina plática vuestra alma adormecía
a la sierpe enroscada de vuestra áurea pulsera.

Riendo y aspirando unos ramos de rosas
bajo los rizos negros sujetos con diamantes,
cuando el vals nos llevó juntos unos instantes
vuestros ojos brillaron sin llamas angustiosas.

Con gusto vi el placer que bajo el arrebol
encendía vuestra alma ya propicia al olvido
y, al fin, prestaba luz al dolor distraído
como un glaciar herido por un rayo de sol.»

En mí clavó su fúnebre mirada que me asombra
como la palidez de sus rasgos fatales
y dijo: «¿Soy como esos países boreales
que han seis meses de luz y seis meses de sombra?

Sabrás que las soberbias mutuamente cambiadas
enturbian de los ojos la lectura precisa.
Ámame, tú que sabes que bajo mi sonrisa
soy semejante a esas tumbas abandonadas.»

Auguste Villiers de L'Isle-Adam, Francia, 1838-1889
Resumen
Auguste Villiers de L'Isle-Adam, Francia, 1838-1889
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Auguste Villiers de L'Isle-Adam, Francia, 1838-1889
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