Celos

1
Uno se sienta de frente y se vacían los primeros vasos
lentamente, contemplando fijamente al rival con adversa mirada.
Después se espera el borboteo del vino. Se mira al vacío,
Bromeando. Si tiemblan todavía los músculos,
también le tiemblan al rival. Hay que esforzarse
para no beber de un trago y embriagarse de golpe.

Allende el bosque, se oye el bailable y se ven faroles
bamboleantes -sólo han quedado mujeres
en el entarimado. El bofetón asestado a la rubia
congregó a todo el mundo para regodearse con el lance.
Los rivales notaban en la boca un gusto de rabia
y de sangre; ahora notan el gusto del vino.
Para liarse a golpes, es preciso estar solos,
como para hacer el amor, pero siempre está la noche.

En el entarimado, los faroles de papel y las mujeres
no están quietos con el aire fresco. La rubia, nerviosa,
se sienta e intenta reír, pero se imagina un prado
en que los dos contienden y se desangran.
Les ha oído vocear más allá de la vegetación.
Melancólica, sobre el entarimado, una pareja de mujeres
pasea en círculo; alguna que otra rodea a la rubia
y se informan acerca de si en verdad le duele la cara.

Para liarse a golpes es preciso estar solos.
Entre los compañeros siempre hay alguno que charla
y es objeto de bromas. La porfía del vino
ni siquiera es un desahogo: uno nota la rabia
borboteando en el eructo y quemando el gaznate.
El rival, más sosegado, ase el vaso
y lo apura sin interrupción. Ha trasegado un litro
y acomete el segundo. El calor de la sangre,
al igual que una estufa, seca pronto los vasos.
Los compañeros en derredor tienen rostros lívidos
y oscilantes, las voces apenas se oyen.
Se busca el vaso y no está. Por esta noche
-incluso venciendo- la rubia regresa sola a casa.

2
El viejo tiene la tierra durante el día y, de noche,
tiene una mujer que es suya -que hasta ayer fue suya.
Le gustaba desnudarla, como quien abre la tierra,
y mirarla largo tiempo, boca arriba en la sombra,
esperando. La mujer sonreía con sus ojos cerrados.

Se ha sentado el viejo esta noche al borde
de su campo desnudo, pero no escruta la mancha
del seto lejano, no extiende su mano
para arrancar la hierba. Contempla entre los surcos
un pensamiento candente. La tierra revela
si alguien ha colocado sus manos sobre ella y la ha violado:
lo revela incluso en la oscuridad. Más no hay mujer viviente
que conserve el vestigio del abrazo del hombre.

El viejo ha advertido que la mujer sonríe
únicamente con los ojos cerrados, esperando supina,
y comprende de pronto que sobre su joven cuerpo
pasa, en sueños, el abrazo de otro recuerdo.
El viejo ya no contempla el campo en la sombra.
Se ha arrodillado, estrechando la tierra
como si fuese una mujer que supiera hablar.
Pero la mujer, tendida en la sombra, no habla.

Allí donde está tendida, con los ojos cerrados, la mujer no habla
ni sonríe, esta noche, desde la boca torcida
al hombro lívido. Revela en su cuerpo,
finalmente, el abrazo de un hombre: el único
que podría dejarle huella y que le ha borrado la sonrisa.

Creación Estoy vivo y he sorprendido las estrellas en el alba. Mi compañera continúa durmiendo y lo ignora. Mis compañeros duermen todos. La clara jornada se me revela más limpia que los rostros aletargados. A distancia, pasa un viejo, camino del trabajo o a gozar la mañana. No somos distintos, idéntica claridad respiramos los dos y fumamos tranquilos para engañar el hambre. También el cuerpo del viejo debería ser sano y vibrante -ante la mañana, debería estar desnudo. Esta mañana la vida se desliza por el agua y el sol: alrededor está el fulgor del agua siempre joven; los cuerpos de todos quedarán al descubierto. Estarán el sol radiante y la rudeza del mar abierto y la tosca fatiga que debilita bajo el sol, y la inmovilidad. Estará la compañera -un secreto de cuerpos. Cada cual hará sentir su voz. No hay voz que quiebre el silencio del agua bajo el alba. Y ni siquiera nada que se estremezca bajo el cielo. Sólo una tibieza que diluye las estrellas. Estremece sentir la mañana que vibre, virgen, como si nadie estuviese despierto.   Versión de Carles José i Solsora
Pensamientos de Dina Es un placer lanzarse al agua que fluye límpida y fresca de sol: a esta hora no hay nadie. Al rozarlas, las cortezas de los chopos te hacen estremecer mucho más que el agua crepitante de un chapuzón. Bajo el agua todavía está oscuro y hace un frío que pela, pero basta emerger al sol y se vuelven a mirar las cosas con ojos lavados. Es un placer tenderse desnuda sobre la hierba ya caliente y buscar con los ojos entornados las grandes colinas que sobrepasan los chopos y me ven desnuda y nadie de allí se percata. Aquel viejo en ropa interior y sombrero, que iba de pesca, me ha visto zambullirme, pero ha creído que era un muchacho y no ha dicho ni pío. Esta noche regreso como mujer, vestida de rojo -aquellos hombres que me sonríen por la calle no saben que ahora estoy tendida aquí, desnuda-, regreso vestida a recoger sonrisas. Aquellos hombres no saben que esta noche tendré caderas vigorosas bajo el vestido rojo y seré otra mujer. Nadie me ve aquí abajo: y más allá de las plantas hay dragadores más fuertes que aquellos que sonríen: nadie me ve. Son necios los hombres -esta noche, bailando con todos, será como si estuviese desnuda, como ahora, y nadie sabrá que podría encontrarme aquí sola. Seré como ellos. Tan sólo que, los muy necios, querrán abrazarme estrechamente, susurrarme pícaras proposiciones. ¿Pero qué me importan sus caricias? Sé hacerme caricias yo sola. Esta noche deberíamos poder estar desnudos y vernos sin pícaras sonrisas. Yo sonrío sola al tenderme aquí entre la hierba y nadie lo sabe.
Cesare Pavese, poeta, Santo Stefano Belbo, 1908-1950
The night you slept También la noche se te asemeja, la noche remota que llora, muda, en el corazón profundo, y las estrellas pasan cansadas. Una mejilla toca una mejilla- es un estremecimiento frío, alguien se debate y te implora, solo, perdido en ti, en tu fiebre. La noche sufre y anhela el alba, pobre corazón sobresaltado. ¡Oh rostro tapado, oscura angustia, fiebre que entristece las estrellas, hay quien, como tú, espera el alba escudriñando tu rostro en silencio! Estás tendida bajo la noche como un cerrado horizonte muerto. Pobre corazón sobresaltado, en un tiempo lejano eras el alba.   Versión de Carles José i Solsora
Sueño ¿Aún ríe tu cuerpo con la intensa caricia de la mano o del aire y en ocasiones reencuentra en el aire otros cuerpos? Muchos de ellos retornan con un temblor de la sangre, con una nada. También el cuerpo que se tendió a tu flanco te busca en esta nada. Era un juego liviano pensar que un día la caricia del alba emergería de nuevo cual inesperado recuerdo en la nada. Tu cuerpo despertaría una mañana, enamorado de su propia tibieza, bajo el alba desierta. Un intenso recuerdo te atravesaría y una intensa sonrisa. ¿No regresa aquel alba? Aquella fresca caricia se habría apretado a tu cuerpo en el aire, en la íntima sangre, y habrías sabido que el tibio instante respondía en el alba a un temblor distinto, un temblor de la nada. Lo habrías sabido igual que, un día lejano, supiste que un cuerpo se tendía a tu lado. Dormías con ligereza bajo un aire risueño de efímeros cuerpos, enamorada de una nada. Y la intensa sonrisa te atravesó abriéndote los ojos asombrados. ¿Nunca más regresó, de la nada, aquel alba?   Versión de Carles José i Solsora
Mañana La ventana entornada recuadra un rostro sobre el campo del mar. Los lindos cabellos acompañan el tierno ritmo del mar. No hay recuerdos en este rostro. Sólo una sombra huidiza, como de nubes. La sombra es húmeda y dulce como la arena de una intacta caverna, bajo el crepúsculo. No hay recuerdos. Sólo un susurro que es la voz del mar convertida en recuerdo. En el crepúsculo, el agua mullida del alba, que se impregna de luz, alumbra el rostro. Cada día es un milagro intemporal, bajo el sol: lo impregnan una luz salobre y un sabor a vívido marisco. No existe recuerdo en este rostro. No hay palabra que lo contenga o vincule con cosas pasadas. Ayer, se desvaneció de la angosta ventana, tal como se desvanecerá dentro de poco, sin tristeza ni humanas palabras, sobre el campo del mar.
Cesare Pavese, poeta, Santo Stefano Belbo, 1908-1950
El paraíso sobre los tejados… Será un día tranquilo, de luz fría como el sol que nace o muere, y el cristal cerrará el aire sucio fuera del cielo. Se nos despierta una mañana, una vez para siempre, en la tibieza del último sueño: la sombra será como la tibieza. Llenará la estancia, por la gran ventana, un cielo más grande. Desde la escalera, subida una vez para siempre, no llegarán voces, ni rostros muertos. No será necesario dejar el lecho. Sólo el alba entrará en la estancia vacía. Bastará la ventana para vestir cada cosa con una tranquila claridad, casi una luz. Se posará una sombra descarnada sobre el rostro sumergido. Será los recuerdos como grumos de sombra aplastados como las viejas brasas en el camino. El recuerdo será la llama que todavía ayer mordía en los ojos apagados.   Versión de Carles José i Solsora
Alter Ego Desde la mañana al ocaso, yo veía el tatuaje en su pecho sedoso: una mujer rojiza incrustada, como en un prado, entre el pelo. Allí debajo brama a veces un tumulto que sobresalta a la mujer. Transcurría el día entre blasfemias y silencios. Si la mujer no fuese un tatuaje y estuviese viva y aferrada a su pecho peludo, ese hombre bramaría aún fuerte en su pequeña celda. Callaba, tendido en el lecho, con los ojos abiertos. Un profundo hálito de mar ascendía de su cuerpo de huesos grandes y recios: estaba tendido al igual que en cubierta. Pesaba sobre el lecho como quien ha despertado y podría saltar de él. Su cuerpo, salado por la espuma, chorreaba un sudor solar. La pequeña celda era insuficiente para el alcance de una mirada suya. Al verle las manos, se pensaba en la mujer.   Versión de Carles José i Solsora
Tienes rostro de piedra esculpida Tienes rostro de piedra esculpida, sangre de tierra dura, viniste del mar. Todo lo acoges y escudriñas y rechazas como el mar. En el corazón tienes silencio, tienes palabras engullidas. Eres oscura. para ti el alba es silencio. Y eres como las voces de la tierra -el choque del cubo en el pozo, la canción del fuego, la caída de una manzana; las palabras resignadas y tenebrosas sobre los umbrales, el grito del niño- las cosas que nunca pasan. Tú no cambias. Eres oscura. Eres la bodega cerrada con la tierra removida, donde el niño entró una vez, descalzo, y que siempre recuerda. Eres la habitación oscura en la que se vuelve a pensar siempre, como en el patio antiguo donde nacía el alba.   de La tierra y la muerte, 1908
Trabajar cansa Los dos, tendidos sobre la hierba, vestidos, se miran a la cara entre los tallos delgados: la mujer le muerde los cabellos y después muerde la hierba. Entre la hierba, sonríe turbada. Coge el hombre su mano delgada y la muerde y se apoya en su cuerpo. Ella le echa, haciéndole dar tumbos. La mitad de aquel prado queda, así, enmarañada. La muchacha, sentada, se acicala el peinado y no mira al compañero, tendido, con los ojos abiertos. Los dos, ante una mesita, se miran a la cara por la tarde y los transeúntes no cesan de pasar. De vez en cuando, les distrae un color más alegre. De vez en cuando, él piensa en el inútil día de descanso, dilapidado en acosar a esa mujer que es feliz al estar a su vera y mirarle a los ojos. Si con su piel le toca la pierna, bien sabe que mutuamente se envían miradas de sorpresa y una sonrisa, y que la mujer es feliz. Otras mujeres que pasan no le miran el rostro, pero esta noche por lo menos se desnudarán con un hombre. O es que acaso las mujeres sólo aman a quien malgasta su tiempo por nada. Se han perseguido todo el día y la mujer tiene aún la mejillas enrojecidas por el sol. En su corazón le guarda gratitud. Ella recuerda un besazo rabioso intercambiado en un bosque, interrumpido por un rumor de pasos, y que todavía le quema. Estrecha consigo el verde ramillete -recogido de la roca de una cueva- de hermoso adianto y envuelve al compañero con una mirada embelesada. Él mira fijamente la maraña de tallos negruzcos entre el verde tembloroso y vuelve a asaltarle el deseo de otra maraña -presentida en el regazo del vestido claro- y la mujer no lo advierte. Ni siquiera la violencia le sirve, porque la muchacha, que le ama, contiene cada asalto con un beso y le coge las manos. Pero esta noche, una vez la haya dejado, sabe dónde irá: volverá a casa, atolondrado y derrengado, pero saboreará por lo menos en el cuerpo saciado la dulzura del sueño sobre el lecho desierto. Solamente -y esta será su venganza- se imaginará que aquel cuerpo de mujer que hará suyo será, lujurioso y sin pudor alguno, el de ella.   Versión de Carles José i Solsora
Verano Ha reaparecido la mujer de ojos entreabiertos y de cuerpo concentrado, andando por la calle. Ha mirado de frente, tendiendo la mano en la calle inmóvil. Todo ha vuelto a resurgir. En la luz inmóvil del día lejano se ha quebrado el recuerdo. La mujer ha alzado la frente sencilla y su mirada de entonces ha reaparecido. Se ha tendido la mano hacia la mano y el apretón angustioso era el mismo de entonces. Todo ha recobrado colores y vida con la mirada concentrada, con la boca entreabierta. Ha regresado la angustia de días lejanos cuando un inesperado e inmóvil estío de colores y tibiezas emergía ante las miradas de aquellos ojos sumisos. Ha regresado la angustia que ninguna dulzura de labios abiertos puede mitigar. Se cobija, fríamente, en aquellos ojos, un inmóvil cielo. Era tranquilo el recuerdo bajo la luz sumisa del tiempo, era un dócil moribundo para quien ya la ventana se aniebla y desaparece. Se ha quebrado el recuerdo. El apretón angustioso de la leve mano ha vuelto a encender los colores, el verano y las tibiezas bajo el vívido cielo. Pero la boca entreabierta y las miradas sumisas no dan vida más que a un duro, inhumano silencio.   Versión de Carles José i Solsora
Fin de fantasía Este cuerpo no volverá a empezar de nuevo. Al tocar las cuencas de sus ojos, uno nota que un montón de tierra está más vivo, ya que, incluso al alba, la tierra no hace sino guardar silencio en su interior. Pero un cadáver es un resto de demasiados despertares. No tenemos más que esta virtud: comenzar cada día la vida -ante la tierra, bajo un cielo que calla-, esperando un despertar. Se asombra alguien de que el alba implique tanto esfuerzo; de despertar en despertar, una labor ha sido efectuada. Pero vivimos solamente para darnos en un estremecimiento al trabajo futuro y despertar, de una vez, la tierra. Y alguna vez ocurre. Después vuelve a callar con nosotros. Si al rozar aquel rostro la mano no estuviese insegura -viva mano que siente la vida si toca-, si de veras aquel frío no fuese otra cosa que el frío de la tierra, en el alba que hiela la tierra, tal vez eso sería un despertar y las cosas que callan bajo el alba dirían todavía palabras. Pero tiembla mi mano y entre todas las cosas se asemeja a la mano inmóvil. Otras veces, despertarse al alba era un dolor seco, un jirón de luz, pero era asimismo una liberación. La avara palabra de la tierra era alegre, en un rápido instante, y morir era todavía regresar a ella. Ahora, el cuerpo que espera es un resto de demasiados despertares y no regresa a la tierra. Ni siquiera lo dicen los labios endurecidos.
Los mares del Sur

a Monti

Caminamos una tarde por la falda de un cerro, silenciosos. En la sombra del tardo crepúsculo mi primo es un gigante vestido de blanco, que se mueve pacato, con su rostro bronceado, taciturno. Callar es nuestra virtud. Algún antepasado nuestro debió estar muy solo —un gran hombre entre idiotas o un pobre loco— para enseñar a los suyos tanto silencio. Mi primo habló esta tarde. Me pidió que subiera con él: desde la cumbre se divisa, en las noches serenas, el reflejo del distante faro de Turín. “Tú, que vives en Turín…” me dijo, “…pero tienes razón. Hay que vivir la vida lejos del pueblo: se aprovecha y se goza; luego, al volver después de cuarenta años, como yo, se encuentra todo nuevo. Las Langas no se pierden” Todo esto me ha dicho y no habla italiano, pero emplea lentamente el dialecto que, como las piedras de esta misma colina, es tan abrupto que veinte años de idiomas y océanos distintos no han podido mellárselo. Y sube la cuesta con la misma mirada abstraída que he visto, de niño, en los campesinos un poco cansados. Veinte años anduvo viajando por el mundo. Se fue cuando todavía era yo un niño faldero, y lo dieron por muerto. Después oí a las mujeres hablando a veces de él, como en una fábula; pero los hombres, más reservados, lo olvidaron. Un invierno, a mi padre ya muerto, le llegó una tarjeta con una gran estampilla verdosa con naves en un puerto y deseos de buena vendimia. Causó gran asombro y el niño más crecido explicó con vehemencia que el mensaje venía de una isla llamada Tasmania, rodeada de un mar más azul y feroces escualos, en el Pacífico, al sur de Australia. Y añadió que en verdad el primo era pescador de perlas. Y arrancó la estampilla. Todos opinaron al respecto, mas coincidieron en que si no estaba ya muerto, pronto moriría. Luego todos lo olvidaron y pasó mucho tiempo. Oh, desde que yo jugaba a los piratas malayos, cuánto tiempo ha pasado. Y desde la última vez que bajé a bañarme en un sitio mortal y en un árbol perseguí a un compañero de juegos, quebrando hermosas ramas, y le rompí la cabeza a un rival y también me golpearon, cuánta vida ha transcurrido. Otros días, otros juegos, otros sacudimientos de la sangre frente a rivales más huidizos: los pensamientos y los sueños. La ciudad me ha enseñado temores infinitos: una multitud, una calle me han hecho temblar; un pensamiento, a veces, entrevisto en un rostro. Siento aún en los ojos la luz burlona de miles de faroles sobre el tropel de pasos. Entre otros pocos, mi primo regresó al terminar la guerra. Y tenía dinero. Los parientes murmuraban: “En un año, cuando mucho, se lo come todo y se larga. Los desesperados mueren así.” Mi primo tiene un semblante resuelto. Compró una planta baja en el pueblo y construyó con cemento un taller con su flamante bomba al frente, para vender gasolina; y sobre el puente, junto a la curva, un gran letrero. Luego empleó a un mecánico que le atendía el negocio mientras él se paseaba por Las Langas, fumando. Entretanto se casó en el pueblo. Eligió a una muchacha delgada y rubia, como las extranjeras que alguna vez encontró por el mundo. Pero siguió saliendo solo, vestido de blanco, con las manos a la espalda y el rostro bronceado; por la mañana iba a las ferias y con aire socarrón compraba caballos. Después me explicó, al fallarle el proyecto, que su plan había sido suprimir las bestias del valle y obligar a la gente a comprarle motores. “Pero la bestia” decía, “más grande de todas he sido yo al pensarlo. Debía saber que aquí bueyes y gentes son una misma raza.” Hemos caminado más de media hora. La cumbre está cercana; aumenta en torno nuestro el murmullo y el silbar del viento. Mi primo se detiene de pronto y se vuelve: “Este año escribiré en el letrero Santo Síefano siempre ha sido el primero en las fiestas en el valle del Belbo, aunque respinguen los de Canelli.” Y sigue subiendo la cuesta. Un perfume de tierra y de viento nos envuelve en lo oscuro; algunas luces lejanas: granjas, automóviles que apenas se oyen. Y pienso en la fuerza que devolvió a este hombre, arrancándolo al mar, a las tierras lejanas, al silencio que dura. Mi primo jamás habla de sus viajes. Dice parcamente que ha estado en tal o cual sitio y vuelve a pensar en sus motores. Sólo un sueño le ha quedado en la sangre: una vez navegó como fogonero en un barco pesquero holandés, el Cetáceo; vio volar los pesados arpones al sol, vio huir ballenas entre espumas de sangre, perseguirlas, lancear sus colas levantadas. Me lo contó algunas veces. Pero cuando le digo que está entre los afortunados que han visto la aurora en las islas más hermosas del mundo, sonríe al recordarlo y responde que el sol se levantaba cuando el día ya era viejo para ellos.   1930

Las maestritas

Mis tierras de viñas, ciruelos y castaños, donde siempre han medrado los frutos que he comido; mis hermosas colinas dan un fruto mejor que el de mis sueños de siempre, el que no he mordido nunca. Cuando se tiene seis años y nos traen al campo solamente en verano, ya es mucho lograr escaparse al camino y comer fruta verde con muchachos descalzos que apacientan las vacas. Bajo el cielo de verano, tendidos en los prados, se hablaba de mujeres entre juegos y riñas y los otros sabían misterios y misterios murmurados y rientes en el ocio divino. Por el camino, frente a la villa, aún se ven —los domingos— pasar sombrillitas desde el pueblo; pero la villa está lejos y ya no hay muchachos. Mi hermana tenía entonces veinte años. Venían siempre a visitarnos, en la terraza, las bellas sombrillitas, claros vestidos veraniegos, palabras risueñas: maestritas. Hablaban quizá de libros que entre ellas se prestaban —novelas de amor—, de bailes y de encuentros. Yo las oía inquieto, sin pensar todavía en brazos desnudos, en cabellos soleados. Mi momento llegaba cuando me escogían como guía del grupito para ir a comer uvas sentados en el suelo. Se burlaban de mí. Una vez me preguntaron si ya tenía yo mi enamorada. Más bien me aturullaron. Yo andaba con ellas para deslumbrarlas con mi destreza al trepar un árbol, hallar hermosos racimos, correr velozmente. Una vez encontré junto a las vías del tren a la más esquiva de estas muchachas, de faz algo absorta, pero de un rubio quemado y que hablaba italiano. La llamaban Flora. Yo estaba tirándole piedras a las ruedas de los trenes. Mi amiga me preguntó si en casa conocían mis hazañas. Me quedé confundido. Y la pobre Flora me llevó consigo porque iba —me dijo— a ver a mi hermana. Era una tarde bella, de las primeras del verano y por ir un poco a la sombra y llegar más pronto nos fuimos por los prados. A mi lado, Flora me preguntaba sobre algo que ya no recuerdo. Llegamos a un arroyo y yo quise saltarlo: acabé a medio arroyo, entre la hierba. Flora se rió en la otra orilla, se sentó luego y me ordenó que no mirara. Yo estaba agitado. Oía chapotear en la corriente, chapotear y me volví de pronto. Ágil como era y fuerte en su cuerpo escondido, mi amiga bajaba por la orilla, las piernas desnudas, deslumbrante. (Flora era rica y no trabajaba.) Me lo reprochó levemente y se cubrió pronto, pero reímos al fin y le tendí mi mano. Caminando de vuelta me sentía muy feliz. Al volver a casa no fui castigado. En mi pueblo hay docenas de muchachas como Flora. Son el fruto más sano de aquellas colinas; los parientes ricos las mandan a estudiar y alguna siega en los campos. Tienen rostros morenos que te miran tan serios y son tan golosos: señoritas que visten al estilo de la ciudad. Tienen nombres fantásticos tomados de los libros: Flora, Lidia, Cordelia, y los racimos de uva, las hileras de chopos no son más hermosos. Siempre me imagino a una de ellas diciendo: Mi sueño es vivir hasta los treinta años en una casa en lo alto de una colina golpeada por el viento y dedicarme tan sólo a las plantas silvestres que nacen allá arriba. Saben bien qué cosa es la vida: en las escuelas pasan enmedio de todas las miserias, las cínicas bestialidades de pequeños brutos, y siempre son jóvenes. De viejas… pero no quiero imaginarlas viejas; para mí siempre las tendré frente a mis ojos, mis maestritas, con bellas sombrillitas, vestidas de claro —por fondo la colina un poco abrupta y quemada— mi fruto, el más bueno, que cada año renueva.

 

1931

Encuentro Estas duras colinas que hicieron mi cuerpo y lo sacuden con tantos recuerdos, me mostraron el prodigio de aquélla, que ignora que la vivo sin poder entenderla. La encontré una noche; una mancha más clara bajo estrellas ambiguas, en la oscuridad del verano. Había alrededor la fragancia de estas colinas, más profunda que la sombra, y de pronto sonó, como si saliera de estas colinas, una voz limpia y áspera a la vez, una voz de tiempos perdidos. Ocasionalmente la veo, viviendo delante de mí, definida, inmutable, como un recuerdo. Nunca he podido aferrarla; su realidad me rehúye siempre y me distancia. Si es bella, no lo sé. Es joven entre las mujeres: pienso en ella y me sorprende un lejano recuerdo de mi infancia vivida en estas colinas; tan joven es. Es como la madrugada. Lleva en sus ojos todos los cielos lejanos de aquellas madrugadas remotas. Y tiene en los ojos un firme propósito: la luz más limpia que jamás tuvo el alba sobre estas colinas. La he creado desde el fondo de todas las cosas que me son más queridas, y no logro entenderla.   1932
Gente desarraigada Demasiado mar. Ya hemos visto bastante mar. Al atardecer, cuando el agua se extiende, pálida y diluida en la nada, mi amigo la contempla mientras yo lo miro, ambos en silencio. Por la noche nos encerramos en el fondo de una cantina, aislados por el humo, y bebemos. Mi amigo sueña (son un poco monótonos los sueños junto al rumor del mar) donde el agua es tan sólo un espejo, entre una y otra isla, de colinas jaspeadas de flores salvajes y cascadas. Su vino es así. Se contempla en el vaso levantando verdes colinas en el llano del mar. Me gustan las colinas y lo dejo hablar del mar porque su agua es tan clara que muestra hasta las piedras. Mirando las colinas me llenan cielo y tierra con las líneas seguras de sus flancos, cercanas o distantes. Sólo las mías son abruptas, surcadas de viñas fatigadas en un suelo quemado. Mi amigo las acepta y las quiere vestir con flores y frutos salvajes para descubrir, riendo, muchachas más desnudas que los frutos. No sucede; en mis más escabrosos sueños no falta una sonrisa. Si madrugamos mañana, estaremos de camino hacia aquellas colinas; podremos encontrar en las viñas una muchacha morena, tostada por el sol, y comenzando la conversación, comerle un poco de uva.   1933
Manía de soledad Ceno cualquier cosa junto a la clara ventana. El cuarto tiene ya la oscuridad del cielo. Al salir, las calles tranquilas conducen, en pocos pasos, al campo abierto. Como y miro el cielo —quién sabe cuántas mujeres están comiendo a estas horas—; mi cuerpo está tranquilo; el trabajo y la mujer aturden mi cuerpo. Afuera, después de la cena, las estrellas vendrán a tocar la tierra en su extensa llanura. Las estrellas están vivas pero no valen lo que estas cerezas que como a solas. Miro el cielo, pero sé que entre los tejados mohosos ya brilla alguna luz y que abajo hay rumores. Un gran sorbo y mi cuerpo saborea la vida de las plantas y los ríos, sintiéndose apartado de todo. Basta un poco de silencio para que todo se detenga en su lugar real, como ahora mi cuerpo. Toda cosa se aísla frente a mis sentidos que la aceptan sin corromperse: un murmullo de silencio. Puedo saberlo todo en la oscuridad, como sé que la sangre corre por mis venas. La llanura es un gran correr de aguas entre las hierbas, una cena de todas las cosas. Todas las plantas y las piedras viven inmóviles. Oigo a mis alimentos nutrirme las venas de todas las cosas que viven sobre esta llanura. No importa la noche. El cuadrado del cielo me susurra todos los fragores y una estrella pequeña se debate en el vacío, lejana de los alimentos, de las casas, distinta. No se basta a sí misma, necesita demasiadas compañeras. Aquí, en la oscuridad, solo, mi cuerpo está tranquilo y se siente señor.   1933
Creación Estoy vivo y sorprendí a las estrellas en el alba. La camarada continúa durmiendo y lo ignora. Todos los camaradas duermen. La clara jornada está frente a mí, más nítida que los rostros hundidos. Pasa un viejo a lo lejos que va a trabajar o a gozar la mañana. No somos distintos, los dos respiramos la misma claridad y fumamos, tranquilos, para engañar el hambre. También el viejo debe tener un cuerpo puro y vibrante —debería estar desnudo ante la madrugada. En esta mañana corre la vida sobre el agua y en el sol: nos circunda el fulgor del agua siempre joven; los cuerpos de todos se desnudarán. Habrá un fuerte sol y la aspereza del mar, ese rudo cansancio que nos abate en el sol y la inmovilidad. Aquí estará la compañera —un secreto de cuerpos. Cada uno dará su propia voz. No hay voz que rompa el silencio del agua bajo el alba. Nada se estremece bajo el cielo. Sólo una tibieza derrite a las estrellas. Y se tiembla al sentir la madrugada que vibra totalmente virginal, como si nadie estuviera despierto.   1935
Mujeres apasionadas Al atardecer, las muchachas entran al agua, cuando el extenso mar se desvanece. En el bosque se sobresaltan las hojas mientras emergen cautas y se sientan en la arena de la orilla. La espuma dispone sus juegos inquietos en el agua remota. Las muchachas tienen miedo de las algas ocultas bajo las olas, que enlazan piernas y espaldas: lo del cuerpo desnudo. Remontan, ágiles, la orilla, llamándose por sus nombres, mirando a su alrededor. También las sombras en el oscuro fondo del mar son enormes y se estremecen, inciertas, como atraídas por los cuerpos que pasan. El bosque es un refugio tranquilo bajo el sol que declina, más que el arenal, pero place a las muchachas morenas sentarse a la intemperie, sobre la sábana recogida. Todas se acurrucan, cubriendo sus piernas con la sábana y contemplan el mar que se extiende como un prado en el crepúsculo. ¿Quién de ellas se animaría a tenderse ahora en un prado? Del mar saltarían las algas que enredan los pies hasta aprehender y envolver el cuerpo tembloroso. En el mar hay ojos que a veces se vislumbran. Aquella extranjera desconocida que nadaba de noche, sola y desnuda en la oscuridad, cuando cambia la luna, desapareció una noche y nunca volverá. Era alta y debía ser deslumbrantemente blanca, porque los ojos, desde el fondo del mar, llegaban hasta ella.   1935
Regreso de Deola Volveremos a la calle a mirar transeúntes y también nosotros seremos transeúntes. idearemos cómo levantarnos temprano, deponiendo él disgusto de la noche y salir con el paso de otros tiempos. Le daremos en la cabeza al trabajo de otros tiempos. Volveremos a fumar atolondradamente contra el vidrio, allá abajo. Pero los ojos serán los mismos, también el rostro y los gestos. Ese vano secreto que se demora en el cuerpo y nos extravía la mirada morirá lentamente en el ritmo de la sangre donde todo se pierde. Saldremos una mañana, ya no tendremos casa, saldremos a la calle; nos abandonará el disgusto nocturno; temblaremos de soledad. Pero querremos estar solos. Veremos los transeúntes con la sonrisa muerta del derrotado, pero que no grita ni odia pues sabe que desde tiempos remotos la suerte —todo lo que ha sido y será— lo contiene la sangre, el murmullo de la sangre. Bajaremos la frente, solos, a media calle, a escuchar un eco encerrado en la sangre. Y ese eco nunca vibrará. Levantaremos los ojos, miraremos la calle.   1936
Costumbres Sobre el asfalto de la avenida la luna forma un lago silencioso y el amigo recuerda otros tiempos. Entonces le bastaba un encuentro imprevisto para ya no estar solo. Mirando la luna respiraba la noche. Pero más fresco era el olor de la mujer encontrada, de la breve aventura bajo escaleras inciertas. El cuarto tranquilo y el pronto deseo de vivir siempre allí colmaban su corazón. Luego, bajo la luna, volvía contento, con grandes pasos atolondrados. Entonces era un gran compañero de sí mismo. Despertaba temprano y saltaba del lecho reencontrando su cuerpo y sus viejos pensamientos. Le gustaba salir a mojarse en la lluvia o andar bajo el sol; gozaba mirando las calles, conversando con gente fortuita. Creía poder comenzar en cualquier oficio cada nuevo día, cada nueva mañana. Después de tantas fatigas se sentaba a fumar. Su más grande placer era quedarse a solas. Envejeció el amigo y quisiera una casa que le fuera más grata; salir por la noche y quedarse en la avenida mirando la luna, pero hallando al volver una mujer sumisa, una mujer tranquila, paciente en su espera. Envejeció el amigo y ya no se basta a sí mismo. Los transeúntes son siempre los mismos; la lluvia y el sol son siempre los mismos; la mañana un desierto. Trabajar no vale la pena. Y salir a la luna, si nadie lo aguarda, tampoco vale la pena.   1936
Cesare Pavese, poeta, Santo Stefano Belbo, 1908-1950