Celos

1
Uno se sienta de frente y se vacían los primeros vasos
lentamente, contemplando fijamente al rival con adversa mirada.
Después se espera el borboteo del vino. Se mira al vacío,
Bromeando. Si tiemblan todavía los músculos,
también le tiemblan al rival. Hay que esforzarse
para no beber de un trago y embriagarse de golpe.

Allende el bosque, se oye el bailable y se ven faroles
bamboleantes -sólo han quedado mujeres
en el entarimado. El bofetón asestado a la rubia
congregó a todo el mundo para regodearse con el lance.
Los rivales notaban en la boca un gusto de rabia
y de sangre; ahora notan el gusto del vino.
Para liarse a golpes, es preciso estar solos,
como para hacer el amor, pero siempre está la noche.

En el entarimado, los faroles de papel y las mujeres
no están quietos con el aire fresco. La rubia, nerviosa,
se sienta e intenta reír, pero se imagina un prado
en que los dos contienden y se desangran.
Les ha oído vocear más allá de la vegetación.
Melancólica, sobre el entarimado, una pareja de mujeres
pasea en círculo; alguna que otra rodea a la rubia
y se informan acerca de si en verdad le duele la cara.

Para liarse a golpes es preciso estar solos.
Entre los compañeros siempre hay alguno que charla
y es objeto de bromas. La porfía del vino
ni siquiera es un desahogo: uno nota la rabia
borboteando en el eructo y quemando el gaznate.
El rival, más sosegado, ase el vaso
y lo apura sin interrupción. Ha trasegado un litro
y acomete el segundo. El calor de la sangre,
al igual que una estufa, seca pronto los vasos.
Los compañeros en derredor tienen rostros lívidos
y oscilantes, las voces apenas se oyen.
Se busca el vaso y no está. Por esta noche
-incluso venciendo- la rubia regresa sola a casa.

2
El viejo tiene la tierra durante el día y, de noche,
tiene una mujer que es suya -que hasta ayer fue suya.
Le gustaba desnudarla, como quien abre la tierra,
y mirarla largo tiempo, boca arriba en la sombra,
esperando. La mujer sonreía con sus ojos cerrados.

Se ha sentado el viejo esta noche al borde
de su campo desnudo, pero no escruta la mancha
del seto lejano, no extiende su mano
para arrancar la hierba. Contempla entre los surcos
un pensamiento candente. La tierra revela
si alguien ha colocado sus manos sobre ella y la ha violado:
lo revela incluso en la oscuridad. Más no hay mujer viviente
que conserve el vestigio del abrazo del hombre.

El viejo ha advertido que la mujer sonríe
únicamente con los ojos cerrados, esperando supina,
y comprende de pronto que sobre su joven cuerpo
pasa, en sueños, el abrazo de otro recuerdo.
El viejo ya no contempla el campo en la sombra.
Se ha arrodillado, estrechando la tierra
como si fuese una mujer que supiera hablar.
Pero la mujer, tendida en la sombra, no habla.

Allí donde está tendida, con los ojos cerrados, la mujer no habla
ni sonríe, esta noche, desde la boca torcida
al hombro lívido. Revela en su cuerpo,
finalmente, el abrazo de un hombre: el único
que podría dejarle huella y que le ha borrado la sonrisa.

Creación

Estoy vivo y he sorprendido las estrellas en el alba.
Mi compañera continúa durmiendo y lo ignora.
Mis compañeros duermen todos. La clara jornada
se me revela más limpia que los rostros aletargados.

A distancia, pasa un viejo, camino del trabajo
o a gozar la mañana. No somos distintos,
idéntica claridad respiramos los dos
y fumamos tranquilos para engañar el hambre.
También el cuerpo del viejo debería ser sano
y vibrante -ante la mañana, debería estar desnudo.

Esta mañana la vida se desliza por el agua
y el sol: alrededor está el fulgor del agua
siempre joven; los cuerpos de todos quedarán al
descubierto.
Estarán el sol radiante y la rudeza del mar abierto
y la tosca fatiga que debilita bajo el sol,
y la inmovilidad. Estará la compañera
-un secreto de cuerpos. Cada cual hará sentir su
voz.
No hay voz que quiebre el silencio del agua
bajo el alba. Y ni siquiera nada que se estremezca
bajo el cielo. Sólo una tibieza que diluye las estrellas.
Estremece sentir la mañana que vibre,
virgen, como si nadie estuviese despierto.

 

Versión de Carles José i Solsora

Pensamientos de Dina

Es un placer lanzarse al agua que fluye límpida
y fresca de sol: a esta hora no hay nadie.
Al rozarlas, las cortezas de los chopos te hacen estremecer
mucho más que el agua crepitante de un chapuzón. Bajo el
agua todavía está oscuro
y hace un frío que pela, pero basta emerger al sol
y se vuelven a mirar las cosas con ojos lavados.

Es un placer tenderse desnuda sobre la hierba ya caliente
y buscar con los ojos entornados las grandes colinas
que sobrepasan los chopos y me ven desnuda
y nadie de allí se percata. Aquel viejo en ropa interior
y sombrero, que iba de pesca, me ha visto zambullirme,
pero ha creído que era un muchacho y no ha dicho ni pío.

Esta noche regreso como mujer, vestida de rojo
-aquellos hombres que me sonríen por la calle no saben
que ahora estoy tendida aquí, desnuda-, regreso vestida
a recoger sonrisas. Aquellos hombres no saben
que esta noche tendré caderas vigorosas bajo el vestido rojo
y seré otra mujer. Nadie me ve aquí abajo:
y más allá de las plantas hay dragadores más fuertes
que aquellos que sonríen: nadie me ve.
Son necios los hombres -esta noche, bailando con todos,
será como si estuviese desnuda, como ahora, y nadie sabrá
que podría encontrarme aquí sola. Seré como ellos.

Tan sólo que, los muy necios, querrán abrazarme estrechamente,
susurrarme pícaras proposiciones. ¿Pero qué me importan
sus caricias? Sé hacerme caricias yo sola.
Esta noche deberíamos poder estar desnudos y vernos
sin pícaras sonrisas. Yo sonrío sola
al tenderme aquí entre la hierba y nadie lo sabe.

Cesare Pavese, poeta, Santo Stefano Belbo, 1908-1950
The night you slept

También la noche se te asemeja,
la noche remota que llora,
muda, en el corazón profundo,
y las estrellas pasan cansadas.
Una mejilla toca una mejilla-
es un estremecimiento frío, alguien
se debate y te implora, solo,
perdido en ti, en tu fiebre.

La noche sufre y anhela el alba,
pobre corazón sobresaltado.
¡Oh rostro tapado, oscura angustia,
fiebre que entristece las estrellas,
hay quien, como tú, espera el alba
escudriñando tu rostro en silencio!
Estás tendida bajo la noche
como un cerrado horizonte muerto.
Pobre corazón sobresaltado,
en un tiempo lejano eras el alba.

 

Versión de Carles José i Solsora

Sueño

¿Aún ríe tu cuerpo con la intensa caricia
de la mano o del aire y en ocasiones reencuentra
en el aire otros cuerpos? Muchos de ellos retornan
con un temblor de la sangre, con una nada. También
el cuerpo
que se tendió a tu flanco te busca en esta nada.

Era un juego liviano pensar que un día
la caricia del alba emergería de nuevo
cual inesperado recuerdo en la nada. Tu cuerpo
despertaría una mañana, enamorado
de su propia tibieza, bajo el alba desierta.
Un intenso recuerdo te atravesaría
y una intensa sonrisa. ¿No regresa aquel alba?

Aquella fresca caricia se habría apretado a tu cuerpo
en el aire, en la íntima sangre,
y habrías sabido que el tibio instante
respondía en el alba a un temblor distinto,
un temblor de la nada. Lo habrías sabido
igual que, un día lejano, supiste que un cuerpo
se tendía a tu lado.
Dormías con ligereza
bajo un aire risueño de efímeros cuerpos,
enamorada de una nada. Y la intensa sonrisa
te atravesó abriéndote los ojos asombrados.
¿Nunca más regresó, de la nada, aquel alba?

 

Versión de Carles José i Solsora

Mañana

La ventana entornada recuadra un rostro
sobre el campo del mar. Los lindos cabellos
acompañan el tierno ritmo del mar.

No hay recuerdos en este rostro.
Sólo una sombra huidiza, como de nubes.
La sombra es húmeda y dulce como la arena
de una intacta caverna, bajo el crepúsculo.
No hay recuerdos. Sólo un susurro
que es la voz del mar convertida en recuerdo.

En el crepúsculo, el agua mullida del alba,
que se impregna de luz, alumbra el rostro.
Cada día es un milagro intemporal,
bajo el sol: lo impregnan una luz salobre
y un sabor a vívido marisco.

No existe recuerdo en este rostro.
No hay palabra que lo contenga
o vincule con cosas pasadas. Ayer,
se desvaneció de la angosta ventana,
tal como se desvanecerá dentro de poco, sin tristeza
ni humanas palabras, sobre el campo del mar.

Cesare Pavese, poeta, Santo Stefano Belbo, 1908-1950
El paraíso sobre los tejados…

Será un día tranquilo, de luz fría
como el sol que nace o muere, y el cristal
cerrará el aire sucio fuera del cielo.

Se nos despierta una mañana, una vez para siempre,
en la tibieza del último sueño: la sombra
será como la tibieza. Llenará la estancia,
por la gran ventana, un cielo más grande.
Desde la escalera, subida una vez para siempre,
no llegarán voces, ni rostros muertos.

No será necesario dejar el lecho.
Sólo el alba entrará en la estancia vacía.
Bastará la ventana para vestir cada cosa
con una tranquila claridad, casi una luz.
Se posará una sombra descarnada sobre el rostro sumergido.

Será los recuerdos como grumos de sombra
aplastados como las viejas brasas
en el camino. El recuerdo será la llama
que todavía ayer mordía en los ojos apagados.

 

Versión de Carles José i Solsora

Alter Ego

Desde la mañana al ocaso, yo veía el tatuaje
en su pecho sedoso: una mujer rojiza
incrustada, como en un prado, entre el pelo. Allí
debajo
brama a veces un tumulto que sobresalta a la mujer.
Transcurría el día entre blasfemias y silencios.
Si la mujer no fuese un tatuaje y estuviese viva
y aferrada a su pecho peludo, ese hombre
bramaría aún fuerte en su pequeña celda.

Callaba, tendido en el lecho, con los ojos abiertos.
Un profundo hálito de mar ascendía
de su cuerpo de huesos grandes y recios: estaba
tendido
al igual que en cubierta. Pesaba sobre el lecho
como quien ha despertado y podría saltar de él.
Su cuerpo, salado por la espuma, chorreaba
un sudor solar. La pequeña celda
era insuficiente para el alcance de una mirada suya.
Al verle las manos, se pensaba en la mujer.

 

Versión de Carles José i Solsora

Tienes rostro de piedra esculpida

Tienes rostro de piedra esculpida,
sangre de tierra dura,
viniste del mar.
Todo lo acoges y escudriñas
y rechazas
como el mar. En el corazón
tienes silencio, tienes palabras
engullidas. Eres oscura.
para ti el alba es silencio.

Y eres como las voces
de la tierra -el choque
del cubo en el pozo,
la canción del fuego,
la caída de una manzana;
las palabras resignadas
y tenebrosas sobre los umbrales,
el grito del niño- las cosas
que nunca pasan.
Tú no cambias. Eres oscura.

Eres la bodega cerrada
con la tierra removida,
donde el niño entró
una vez, descalzo,
y que siempre recuerda.
Eres la habitación oscura
en la que se vuelve a pensar siempre,
como en el patio antiguo
donde nacía el alba.

 

de La tierra y la muerte, 1908

Trabajar cansa

Los dos, tendidos sobre la hierba, vestidos, se miran
a la cara
entre los tallos delgados: la mujer le muerde los
cabellos
y después muerde la hierba. Entre la hierba, sonríe
turbada.
Coge el hombre su mano delgada y la muerde
y se apoya en su cuerpo. Ella le echa, haciéndole dar
tumbos.
La mitad de aquel prado queda, así, enmarañada.
La muchacha, sentada, se acicala el peinado
y no mira al compañero, tendido, con los ojos
abiertos.

Los dos, ante una mesita, se miran a la cara
por la tarde y los transeúntes no cesan de pasar.
De vez en cuando, les distrae un color más alegre.
De vez en cuando, él piensa en el inútil día
de descanso, dilapidado en acosar a esa mujer
que es feliz al estar a su vera y mirarle a los ojos.
Si con su piel le toca la pierna, bien sabe
que mutuamente se envían miradas de sorpresa
y una sonrisa, y que la mujer es feliz. Otras mujeres
que pasan
no le miran el rostro, pero esta noche por lo menos
se desnudarán con un hombre. O es que acaso las
mujeres
sólo aman a quien malgasta su tiempo por nada.

Se han perseguido todo el día y la mujer tiene aún la
mejillas
enrojecidas por el sol. En su corazón le guarda
gratitud.
Ella recuerda un besazo rabioso intercambiado en un
bosque,
interrumpido por un rumor de pasos, y que todavía
le quema.
Estrecha consigo el verde ramillete -recogido de la
roca
de una cueva- de hermoso adianto y envuelve al
compañero
con una mirada embelesada. Él mira fijamente la
maraña
de tallos negruzcos entre el verde tembloroso
y vuelve a asaltarle el deseo de otra maraña
-presentida en el regazo del vestido claro-
y la mujer no lo advierte. Ni siquiera la violencia
le sirve, porque la muchacha, que le ama, contiene
cada asalto con un beso y le coge las manos.

Pero esta noche, una vez la haya dejado, sabe dónde
irá:
volverá a casa, atolondrado y derrengado,
pero saboreará por lo menos en el cuerpo saciado
la dulzura del sueño sobre el lecho desierto.
Solamente -y esta será su venganza- se imaginará
que aquel cuerpo de mujer que hará suyo
será, lujurioso y sin pudor alguno, el de ella.

 

Versión de Carles José i Solsora

Verano

Ha reaparecido la mujer de ojos entreabiertos
y de cuerpo concentrado, andando por la calle.
Ha mirado de frente, tendiendo la mano
en la calle inmóvil. Todo ha vuelto a resurgir.

En la luz inmóvil del día lejano
se ha quebrado el recuerdo. La mujer ha alzado
la frente sencilla y su mirada de entonces
ha reaparecido. Se ha tendido la mano hacia la mano
y el apretón angustioso era el mismo de entonces.
Todo ha recobrado colores y vida
con la mirada concentrada, con la boca entreabierta.

Ha regresado la angustia de días lejanos
cuando un inesperado e inmóvil estío
de colores y tibiezas emergía ante las miradas
de aquellos ojos sumisos. Ha regresado la angustia
que ninguna dulzura de labios abiertos
puede mitigar. Se cobija, fríamente,
en aquellos ojos, un inmóvil cielo.
Era tranquilo el recuerdo
bajo la luz sumisa del tiempo, era un dócil
moribundo para quien ya la ventana se aniebla y desaparece.
Se ha quebrado el recuerdo. El apretón angustioso
de la leve mano ha vuelto a encender los colores,
el verano y las tibiezas bajo el vívido cielo.
Pero la boca entreabierta y las miradas sumisas
no dan vida más que a un duro, inhumano silencio.

 

Versión de Carles José i Solsora

Fin de fantasía

Este cuerpo no volverá a empezar de nuevo. Al tocar las
cuencas de sus ojos,
uno nota que un montón de tierra está más vivo,
ya que, incluso al alba, la tierra no hace sino guardar
silencio en su interior.
Pero un cadáver es un resto de demasiados despertares.
No tenemos más que esta virtud: comenzar
cada día la vida -ante la tierra,
bajo un cielo que calla-, esperando un despertar.
Se asombra alguien de que el alba implique tanto esfuerzo;
de despertar en despertar, una labor ha sido efectuada.
Pero vivimos solamente para darnos en un estremecimiento
al trabajo futuro y despertar, de una vez, la tierra.
Y alguna vez ocurre. Después vuelve a callar con nosotros.
Si al rozar aquel rostro la mano no estuviese insegura
-viva mano que siente la vida si toca-,
si de veras aquel frío no fuese otra cosa que el frío
de la tierra, en el alba que hiela la tierra,
tal vez eso sería un despertar y las cosas que callan
bajo el alba dirían todavía palabras. Pero tiembla
mi mano y entre todas las cosas se asemeja
a la mano inmóvil.
Otras veces, despertarse al alba
era un dolor seco, un jirón de luz,
pero era asimismo una liberación. La avara palabra
de la tierra era alegre, en un rápido instante,
y morir era todavía regresar a ella. Ahora, el cuerpo que
espera
es un resto de demasiados despertares y no regresa a la tierra.
Ni siquiera lo dicen los labios endurecidos.

Los mares del Sur

a Monti

Caminamos una tarde por la falda de un cerro,
silenciosos. En la sombra del tardo crepúsculo
mi primo es un gigante vestido de blanco,
que se mueve pacato, con su rostro bronceado,
taciturno. Callar es nuestra virtud.
Algún antepasado nuestro debió estar muy solo
—un gran hombre entre idiotas o un pobre
loco—
para enseñar a los suyos tanto silencio.
Mi primo habló esta tarde. Me pidió
que subiera con él: desde la cumbre se divisa,
en las noches serenas, el reflejo del distante
faro de Turín. “Tú, que vives en Turín…”
me dijo, “…pero tienes razón. Hay que vivir la
vida
lejos del pueblo: se aprovecha y se goza;
luego, al volver después de cuarenta años, como
yo,
se encuentra todo nuevo. Las Langas no se
pierden”
Todo esto me ha dicho y no habla italiano,
pero emplea lentamente el dialecto que, como
las piedras
de esta misma colina, es tan abrupto
que veinte años de idiomas y océanos distintos
no han podido mellárselo. Y sube la cuesta
con la misma mirada abstraída que he visto, de
niño,
en los campesinos un poco cansados.
Veinte años anduvo viajando por el mundo.
Se fue cuando todavía era yo un niño faldero,
y lo dieron por muerto. Después oí a las mujeres
hablando a veces de él, como en una fábula;
pero los hombres, más reservados, lo olvidaron.
Un invierno, a mi padre ya muerto, le llegó una
tarjeta
con una gran estampilla verdosa con naves en
un puerto
y deseos de buena vendimia. Causó gran
asombro
y el niño más crecido explicó con vehemencia
que el mensaje venía de una isla llamada
Tasmania,
rodeada de un mar más azul y feroces escualos,
en el Pacífico, al sur de Australia. Y añadió que
en verdad
el primo era pescador de perlas. Y arrancó la
estampilla.
Todos opinaron al respecto, mas coincidieron
en que si no estaba ya muerto, pronto moriría.
Luego todos lo olvidaron y pasó mucho tiempo.
Oh, desde que yo jugaba a los piratas malayos,
cuánto tiempo ha pasado. Y desde la última vez
que bajé a bañarme en un sitio mortal
y en un árbol perseguí a un compañero de
juegos,
quebrando hermosas ramas, y le rompí la cabeza
a un rival y también me golpearon,
cuánta vida ha transcurrido. Otros días, otros
juegos,
otros sacudimientos de la sangre frente a rivales
más huidizos: los pensamientos y los sueños.
La ciudad me ha enseñado temores infinitos:
una multitud, una calle me han hecho temblar;
un pensamiento, a veces, entrevisto en un rostro.
Siento aún en los ojos la luz burlona
de miles de faroles sobre el tropel de pasos.
Entre otros pocos, mi primo regresó
al terminar la guerra. Y tenía dinero.
Los parientes murmuraban: “En un año, cuando
mucho,
se lo come todo y se larga.
Los desesperados mueren así.”
Mi primo tiene un semblante resuelto. Compró
una planta baja
en el pueblo y construyó con cemento un taller
con su flamante bomba al frente, para vender
gasolina;
y sobre el puente, junto a la curva, un gran
letrero.
Luego empleó a un mecánico que le atendía el
negocio
mientras él se paseaba por Las Langas,
fumando.
Entretanto se casó en el pueblo. Eligió a una
muchacha
delgada y rubia, como las extranjeras
que alguna vez encontró por el mundo.
Pero siguió saliendo solo, vestido de blanco,
con las manos a la espalda y el rostro
bronceado;
por la mañana iba a las ferias y con aire
socarrón
compraba caballos. Después me explicó,
al fallarle el proyecto, que su plan
había sido suprimir las bestias del valle
y obligar a la gente a comprarle motores.
“Pero la bestia” decía, “más grande de todas
he sido yo al pensarlo. Debía saber
que aquí bueyes y gentes son una misma raza.”
Hemos caminado más de media hora. La
cumbre está cercana;
aumenta en torno nuestro el murmullo y el
silbar del viento.
Mi primo se detiene de pronto y se vuelve:
“Este año
escribiré en el letrero Santo Síefano
siempre ha sido el primero en las fiestas
en el valle del Belbo, aunque respinguen
los de Canelli.” Y sigue subiendo la cuesta.
Un perfume de tierra y de viento nos envuelve
en lo oscuro;
algunas luces lejanas: granjas, automóviles
que apenas se oyen. Y pienso en la fuerza
que devolvió a este hombre, arrancándolo al mar,
a las tierras lejanas, al silencio que dura.
Mi primo jamás habla de sus viajes.
Dice parcamente que ha estado en tal o cual sitio
y vuelve a pensar en sus motores.
Sólo un sueño
le ha quedado en la sangre: una vez navegó
como fogonero en un barco pesquero holandés,
el Cetáceo;
vio volar los pesados arpones al sol,
vio huir ballenas entre espumas de sangre,
perseguirlas, lancear sus colas levantadas.
Me lo contó algunas veces.
Pero cuando le digo
que está entre los afortunados que han visto la
aurora
en las islas más hermosas del mundo,
sonríe al recordarlo y responde que el sol
se levantaba cuando el día ya era viejo para
ellos.

 

1930

Las maestritas

Mis tierras de viñas, ciruelos y castaños,
donde siempre han medrado los frutos que he
comido;
mis hermosas colinas dan un fruto mejor
que el de mis sueños de siempre, el que no he
mordido nunca.
Cuando se tiene seis años y nos traen al campo
solamente en verano, ya es mucho lograr
escaparse al camino y comer fruta verde
con muchachos descalzos que apacientan las
vacas.
Bajo el cielo de verano, tendidos en los prados,
se hablaba de mujeres entre juegos y riñas
y los otros sabían misterios y misterios
murmurados y rientes en el ocio divino.
Por el camino, frente a la villa, aún se ven
—los domingos— pasar sombrillitas desde el
pueblo;
pero la villa está lejos y ya no hay muchachos.
Mi hermana tenía entonces veinte años. Venían
siempre
a visitarnos, en la terraza, las bellas sombrillitas,
claros vestidos veraniegos, palabras risueñas:
maestritas. Hablaban quizá de libros
que entre ellas se prestaban —novelas de
amor—,
de bailes y de encuentros. Yo las oía inquieto,
sin pensar todavía en brazos desnudos,
en cabellos soleados. Mi momento llegaba
cuando me escogían como guía del grupito
para ir a comer uvas sentados en el suelo.
Se burlaban de mí. Una vez me preguntaron
si ya tenía yo mi enamorada.
Más bien me aturullaron. Yo andaba con ellas
para deslumbrarlas con mi destreza al trepar un
árbol,
hallar hermosos racimos, correr velozmente.
Una vez encontré junto a las vías del tren
a la más esquiva de estas muchachas, de faz
algo absorta,
pero de un rubio quemado y que hablaba
italiano.
La llamaban Flora. Yo estaba tirándole
piedras a las ruedas de los trenes. Mi amiga me
preguntó
si en casa conocían mis hazañas.
Me quedé confundido. Y la pobre Flora me
llevó consigo
porque iba —me dijo— a ver a mi hermana.
Era una tarde bella, de las primeras del verano
y por ir un poco a la sombra y llegar más pronto
nos fuimos por los prados. A mi lado, Flora
me preguntaba sobre algo que ya no recuerdo.
Llegamos a un arroyo y yo quise saltarlo:
acabé a medio arroyo, entre la hierba.
Flora se rió en la otra orilla,
se sentó luego y me ordenó que no mirara.
Yo estaba agitado. Oía chapotear
en la corriente, chapotear y me volví de pronto.
Ágil como era y fuerte en su cuerpo escondido,
mi amiga bajaba por la orilla, las piernas
desnudas,
deslumbrante. (Flora era rica y no trabajaba.)
Me lo reprochó levemente y se cubrió pronto,
pero reímos al fin y le tendí mi mano.
Caminando de vuelta me sentía muy feliz.
Al volver a casa no fui castigado.
En mi pueblo hay docenas de muchachas como
Flora.
Son el fruto más sano de aquellas colinas;
los parientes ricos las mandan a estudiar
y alguna siega en los campos. Tienen rostros
morenos
que te miran tan serios y son tan golosos:
señoritas que visten al estilo de la ciudad.
Tienen nombres fantásticos tomados de los
libros:
Flora, Lidia, Cordelia, y los racimos de
uva,
las hileras de chopos no son más hermosos.
Siempre me imagino a una de ellas diciendo:
Mi sueño es vivir hasta los treinta años
en una casa en lo alto de una colina
golpeada por el viento y dedicarme tan sólo
a las plantas silvestres que nacen allá arriba.
Saben bien qué cosa es la vida: en las escuelas
pasan enmedio de todas las miserias,
las cínicas bestialidades de pequeños brutos,
y siempre son jóvenes. De viejas…
pero no quiero imaginarlas viejas; para mí
siempre las tendré frente a mis ojos, mis
maestritas,
con bellas sombrillitas, vestidas de claro
—por fondo la colina un poco abrupta y
quemada—
mi fruto, el más bueno, que cada año renueva.

 

1931

Encuentro

Estas duras colinas que hicieron mi cuerpo
y lo sacuden con tantos recuerdos, me
mostraron el prodigio
de aquélla, que ignora que la vivo sin poder
entenderla.
La encontré una noche; una mancha más clara
bajo estrellas ambiguas, en la oscuridad del
verano.
Había alrededor la fragancia de estas colinas,
más profunda que la sombra, y de pronto sonó,
como si saliera de estas colinas, una voz limpia
y áspera a la vez, una voz de tiempos perdidos.
Ocasionalmente la veo, viviendo delante de mí,
definida, inmutable, como un recuerdo.
Nunca he podido aferrarla; su realidad
me rehúye siempre y me distancia.
Si es bella, no lo sé. Es joven entre las mujeres:
pienso en ella y me sorprende un lejano
recuerdo
de mi infancia vivida en estas colinas;
tan joven es. Es como la madrugada. Lleva en
sus ojos
todos los cielos lejanos de aquellas madrugadas
remotas.
Y tiene en los ojos un firme propósito: la luz
más limpia
que jamás tuvo el alba sobre estas colinas.
La he creado desde el fondo de todas las cosas
que me son más queridas, y no logro entenderla.

 

1932

Gente desarraigada

Demasiado mar. Ya hemos visto bastante mar.
Al atardecer, cuando el agua se extiende, pálida
y diluida en la nada, mi amigo la contempla
mientras yo lo miro, ambos en silencio.
Por la noche nos encerramos en el fondo de una
cantina,
aislados por el humo, y bebemos. Mi amigo
sueña
(son un poco monótonos los sueños junto al
rumor del mar)
donde el agua es tan sólo un espejo, entre una y
otra isla,
de colinas jaspeadas de flores salvajes y
cascadas.
Su vino es así. Se contempla en el vaso
levantando verdes colinas en el llano del mar.
Me gustan las colinas y lo dejo hablar del mar
porque su agua es tan clara que muestra hasta
las piedras.
Mirando las colinas me llenan cielo y tierra
con las líneas seguras de sus flancos, cercanas o
distantes.
Sólo las mías son abruptas, surcadas de viñas
fatigadas en un suelo quemado. Mi amigo las
acepta
y las quiere vestir con flores y frutos salvajes
para descubrir, riendo, muchachas más desnudas
que los frutos.
No sucede; en mis más escabrosos sueños no
falta una sonrisa.
Si madrugamos mañana, estaremos de camino
hacia aquellas colinas; podremos encontrar en
las viñas
una muchacha morena, tostada por el sol,
y comenzando la conversación, comerle un poco
de uva.

 

1933

Manía de soledad

Ceno cualquier cosa junto a la clara ventana.
El cuarto tiene ya la oscuridad del cielo.
Al salir, las calles tranquilas conducen,
en pocos pasos, al campo abierto.
Como y miro el cielo —quién sabe cuántas
mujeres
están comiendo a estas horas—; mi cuerpo está
tranquilo;
el trabajo y la mujer aturden mi cuerpo.
Afuera, después de la cena, las estrellas vendrán
a tocar
la tierra en su extensa llanura. Las estrellas están
vivas
pero no valen lo que estas cerezas que como a
solas.
Miro el cielo, pero sé que entre los tejados
mohosos
ya brilla alguna luz y que abajo hay rumores.
Un gran sorbo y mi cuerpo saborea la vida
de las plantas y los ríos, sintiéndose apartado de
todo.
Basta un poco de silencio para que todo se
detenga
en su lugar real, como ahora mi cuerpo.
Toda cosa se aísla frente a mis sentidos
que la aceptan sin corromperse: un murmullo de
silencio.
Puedo saberlo todo en la oscuridad,
como sé que la sangre corre por mis venas.
La llanura es un gran correr de aguas entre las
hierbas,
una cena de todas las cosas. Todas las plantas y
las piedras
viven inmóviles. Oigo a mis alimentos nutrirme
las venas
de todas las cosas que viven sobre esta llanura.
No importa la noche. El cuadrado del cielo
me susurra todos los fragores y una estrella
pequeña
se debate en el vacío, lejana de los alimentos,
de las casas, distinta. No se basta a sí misma,
necesita demasiadas compañeras. Aquí, en la
oscuridad, solo,
mi cuerpo está tranquilo y se siente señor.

 

1933

Creación

Estoy vivo y sorprendí a las estrellas en el alba.
La camarada continúa durmiendo y lo ignora.
Todos los camaradas duermen. La clara jornada
está frente a mí, más nítida que los rostros
hundidos.
Pasa un viejo a lo lejos que va a trabajar
o a gozar la mañana. No somos distintos,
los dos respiramos la misma claridad
y fumamos, tranquilos, para engañar el hambre.
También el viejo debe tener un cuerpo puro
y vibrante —debería estar desnudo ante la
madrugada.
En esta mañana corre la vida sobre el agua
y en el sol: nos circunda el fulgor del agua
siempre joven; los cuerpos de todos se
desnudarán.
Habrá un fuerte sol y la aspereza del mar,
ese rudo cansancio que nos abate en el sol
y la inmovilidad. Aquí estará la compañera
—un secreto de cuerpos. Cada uno dará su
propia voz.
No hay voz que rompa el silencio del agua
bajo el alba. Nada se estremece
bajo el cielo. Sólo una tibieza derrite a las
estrellas.
Y se tiembla al sentir la madrugada que vibra
totalmente virginal, como si nadie estuviera
despierto.

 

1935

Mujeres apasionadas

Al atardecer, las muchachas entran al agua,
cuando el extenso mar se desvanece. En el
bosque
se sobresaltan las hojas mientras emergen cautas
y se sientan en la arena de la orilla. La espuma
dispone sus juegos inquietos en el agua remota.
Las muchachas tienen miedo de las algas
ocultas
bajo las olas, que enlazan piernas y espaldas:
lo del cuerpo desnudo. Remontan, ágiles, la
orilla,
llamándose por sus nombres, mirando a su
alrededor.
También las sombras en el oscuro fondo del mar
son enormes y se estremecen, inciertas,
como atraídas por los cuerpos que pasan. El
bosque
es un refugio tranquilo bajo el sol que declina,
más que el arenal, pero place a las muchachas
morenas
sentarse a la intemperie, sobre la sábana
recogida.
Todas se acurrucan, cubriendo sus piernas
con la sábana y contemplan el mar que se
extiende
como un prado en el crepúsculo. ¿Quién de ellas
se animaría a tenderse ahora en un prado? Del
mar
saltarían las algas que enredan los pies
hasta aprehender y envolver el cuerpo
tembloroso.
En el mar hay ojos que a veces se vislumbran.
Aquella extranjera desconocida que nadaba de
noche,
sola y desnuda en la oscuridad, cuando cambia
la luna,
desapareció una noche y nunca volverá.
Era alta y debía ser deslumbrantemente blanca,
porque los ojos, desde el fondo del mar,
llegaban hasta ella.

 

1935

Regreso de Deola

Volveremos a la calle a mirar transeúntes
y también nosotros seremos transeúntes.
idearemos
cómo levantarnos temprano, deponiendo él
disgusto
de la noche y salir con el paso de otros tiempos.
Le daremos en la cabeza al trabajo de otros
tiempos.
Volveremos a fumar atolondradamente contra el
vidrio,
allá abajo. Pero los ojos serán los mismos,
también el rostro y los gestos. Ese vano secreto
que se demora en el cuerpo y nos extravía la
mirada
morirá lentamente en el ritmo de la sangre
donde todo se pierde.
Saldremos una mañana,
ya no tendremos casa, saldremos a la calle;
nos abandonará el disgusto nocturno;
temblaremos de soledad. Pero querremos estar
solos.
Veremos los transeúntes con la sonrisa muerta
del derrotado, pero que no grita ni odia
pues sabe que desde tiempos remotos la suerte
—todo lo que ha sido y será— lo contiene la
sangre,
el murmullo de la sangre. Bajaremos la frente,
solos, a media calle, a escuchar un eco
encerrado en la sangre. Y ese eco nunca vibrará.
Levantaremos los ojos, miraremos la calle.

 

1936

Costumbres

Sobre el asfalto de la avenida la luna forma un
lago
silencioso y el amigo recuerda otros tiempos.
Entonces le bastaba un encuentro imprevisto
para ya no estar solo. Mirando la luna
respiraba la noche. Pero más fresco era el olor
de la mujer encontrada, de la breve aventura
bajo escaleras inciertas. El cuarto tranquilo
y el pronto deseo de vivir siempre allí
colmaban su corazón. Luego, bajo la luna,
volvía contento, con grandes pasos
atolondrados.
Entonces era un gran compañero de sí mismo.
Despertaba temprano y saltaba del lecho
reencontrando su cuerpo y sus viejos
pensamientos.
Le gustaba salir a mojarse en la lluvia
o andar bajo el sol; gozaba mirando las calles,
conversando con gente fortuita. Creía
poder comenzar en cualquier oficio
cada nuevo día, cada nueva mañana.
Después de tantas fatigas se sentaba a fumar.
Su más grande placer era quedarse a solas.
Envejeció el amigo y quisiera una casa
que le fuera más grata; salir por la noche
y quedarse en la avenida mirando la luna,
pero hallando al volver una mujer sumisa,
una mujer tranquila, paciente en su espera.
Envejeció el amigo y ya no se basta a sí mismo.
Los transeúntes son siempre los mismos; la
lluvia
y el sol son siempre los mismos; la mañana un
desierto.
Trabajar no vale la pena. Y salir a la luna,
si nadie lo aguarda, tampoco vale la pena.

 

1936

Cesare Pavese, poeta, Santo Stefano Belbo, 1908-1950