Clávame con tus ojos esa nube Clávame con tus ojos esa nube y esta esperanza de hombre que me queda. ¿Por dónde yo si estaba en la alameda de tus ojos mintiendo cuando estuve? Disciplina de todo lo que sube. De lo que mira y ve, mientras se enreda su triste agilidad, como en la rueda de tus campos del cielo que no anduve. Y es por seguir cegueras sin mancilla por lo que tanta bruma nos separa y hace del resplandor su maravilla, su clavel mudo. ¡Y qué ajenos al daño después, cuando tus ojos son la clara locura de no verme siempre extraño!
Hilando Tanta serenidad es ya dolor. Junto a la luz del aire la camisa ya es música, y está recién lavada, aclarada, bien ceñida al escorzo risueño y torneado de la espalda, con su feraz cosecha, con el amanecer nunca tardío de la ropa y la obra. Este es el campo del milagro: helo aquí, en el alba del brazo, en el destello de estas manos, tan acariciadoras devanando la lana: el hilo y el ovillo, y la nuca sin miedo, cantando su viveza y el pelo muy castaño tan bien trenzado, con su moño y su cinta; y la falda segura; sin pliegues, color jugo de acacia. Con la velocidad del cielo ido, con el taller, con el ritmo de las mareas de las calles, está aquí, sin mentira, con un amor tan mudo y con retorno, con su celebración y con su servidumbre.
El baile de Águedas Veo que no queréis bailar conmigo y hacéis muy bien. ¡Si hasta ahora no hice más que pisaros, si hasta ahora no moví al aire vuestro estos pies cojos! Tú siempre tan bailón, corazón mío. ¡Métete en fiesta; pronto, antes de que te quedes sin pareja! ¡Hoy no hay escuela! ¡Al río, a lavarse primero, que hay que estar limpios cuando llegue la hora! Ya están ahí, ya vienen por el raíl con sol de la esperanza hombres de todo el mundo! Ya se ponen a dar fe de su empleo de alegría ¿Quién no esperó la fiesta? ¿Quién los días del año no los pasó guardando bien la ropa para el día de hoy? Y ya ha llegado. Cuánto manteo, cuánta media blanca, cuánto refajo de lanilla, cuánto corto calzón. ¡Bien a lo vivo, como esa moza se pone su pañuelo, poned el alma así, bien a lo vivo! Echo de menos ahora aquellos tiempos en los que a sus fiestas se unía el hombre como el suero al queso. Entonces sí que daban su vida al sol, su aliento al aire, entonces sí que eran encarnados en la tierra. Para qué recordar. Estoy en medio de la fiesta y ya casi cuaja la noche pronta de febrero. y aún sin bailar: yo solo. ¡Venid, bailad conmigo, que ya puedo arrimar la cintura bien, que puedo mover los pasos a vuestro aire hermoso! ¡Águedas, aguedicas, decidles que me dejen bailar con ellos, que yo soy del pueblo, soy un vecino más, decid a todos que he esperado este día toda la vida! Oídlo. Óyeme tú, que ahora pasas al lado mío y un momento, sin darte cuenta, miras a lo alto y a tu corazón baja el baile eterno de Águedas del mundo, óyeme tú, que sabes que se acaba la fiesta y no la puedes guardar en casa como un limpio apero, y se te va, y ya nunca… tú, que pisas la tierra y aprietas tu pareja, y bailas, bailas.
Adiós Cualquier cosa valiera por mi vida esta tarde. Cualquier cosa pequeña si alguna hay. Martirio me es el ruido sereno, sin escrúpulos, sin vuelta de tu zapato bajo. ¿Qué victorias busca el que ama? ¿Por qué son tan derechas estas calles? Ni miro atrás ni puedo perderte ya de vista. Esta es la tierra del escarmiento: hasta los amigos dan mala información. Mi boca besa lo que muere, y lo acepta. Y la piel misma del labio es la del viento. Adiós. Es útil norma este suceso, dicen. Queda tú con las cosas nuestras, tú, que puedes, que yo me iré donde la noche quiera.
Ahí mismo Te he conocido por la luz de ahora, tan silenciosa y limpia, al entrar en tu cuerpo, en su secreto, en la caverna que es altar y arcilla, y erosión. Me modela la niebla redentora, el humo ciego ahí, donde nada oscurece. Qué trasparencia ahí dentro, luz de abril, en este cáliz que es cal y granito, mármol, sílice yagua. Ahí, en el sexo, donde la arena niña, tan desnuda, donde las grietas, donde los estratos, el relieve calcáreo, los labios crudos, tan arrasadores como el cierzo, que antes era brisa, ahí, en el pulso seco, en la celda del sueño, en la hoja trémula iluminada y traspasada a fondo por la pureza de la amanecida. Donde se besa a oscuras, a ciegas, como besan los niños, bajo la honda ternura de esta bóveda, de esta caverna abierta al resplandor donde te doy mi vida. Ahí mismo: en la oscura inocencia.
Ajeno Largo se le hace el día a quien no ama y él lo sabe. Y él oye ese tañido corto y curo del cuerpo, su cascada canción, siempre sonando a lejanía. Cierra su puerta y queda bien cerrada; sale y, por un momento, sus rodillas se le van hacia el suelo. Pero el alba, con peligrosa generosidad, le refresca y le yergue. Está muy clara su calle, y la pasea con pie oscuro, y cojea en seguida porque anda sólo con su fatiga. Y dice aire: palabras muertas con su boca viva. Prisionero por no querer, abraza su propia soledad. Y está seguro, más seguro que nadie porque nada poseerá; y él bien sabe que nunca vivirá aquí, en la tierra. A quien no ama, ¿cómo podemos conocer o cómo perdonar? Día largo y aún más larga la noche. Mentirá al sacar la llave. Entrará. Y nunca habitará su casa.
Al fuego del hogar Aún no pongáis las manos junto al fuego. Refresca ya, y las mías están solas; que se me queden frías. Entonces qué rescoldo, qué alto leño, cuánto humo subirá, como si el sueño, toda la vida se prendiera. ¡Rama que no dura, sarmiento que un instante es un pajar y se consume, nunca, nunca arderá bastante la lumbre, aunque se haga con estrellas! Este al menos es fuego de cepa y me calienta todo el día. Manos queridas, manos que ahora llego casi a tocar, aquella, la más mía, ¡pensar que es pronto y el hogar crepita, y está ya al rojo vivo, y es fragua eterna, y funde, y resucita aquel tizón, aquel del que recibo todo el calor ahora, el de la infancia! Igual que el aire en torno de la llama también es llama, en torno de aquellas ascuas humo fui. La hora del refranero blanco, de la vieja cuenta, del gran jornal siempre seguro. ¡Decidme que no es tarde! Afuera deja su ventisca el invierno y está oscuro. Hoy o ya nunca más. Lo sé. Creía poder estar aún con vosotros, pero vedme, frías las manos todavía esta noche de enero junto al hogar de siempre. Cuánto humo sube. Cuánto calor habré perdido. Dejadme ver en lo que se convierte, olerlo al menos, ver dónde ha llegado antes de que despierte, antes de que el hogar esté apagado.
Canto del caminar

…ou le Pays des Vignes? Rimbaud

Nunca había sabido que mi paso era distinto sobre tierra roja, que sonaba más puramente seco lo mismo que si no llevase un hombre, de pie, en su dimensión. Por ese ruido quizá algunos linderos me recuerden. Por otra cosa no. Cambian las nubes de forma y se adelantan a su cambio deslumbrándose en él, como el arroyo dentro de su fluir; los manantiales contienen hacia fuera su silencio. ¿Dónde estabas sin mí, bebida mía? Hasta la hoz pregunta más que siega. Hasta el grajo maldice más que chilla. Un concierto de espiga contra espiga viene con el levante del sol. ¡Cuánto hueco para morir! ¡Cuánto azul vívido, cuánto amarillo de era para el roce! Ni aun hallando sabré: me han trasladado la visión, piedra a piedra, como a un templo. ¡Qué hora: lanzar el cuerpo hacia lo alto! Riego activo por dentro y por encima transparente quietud, en bloques, hecha con delgadez de música distante muy en alma subida y sola al raso. Ya este vuelo del ver es amor tuyo. Y ya nosotros no ignoramos que una brizna logra también eternizarse y espera el sitio, espera el viento, espera retener todo el pasto en su obra humilde. Y cómo sufre cualquier luz y cómo sufre en la claridad de la protesta. Desde siempre me oyes cuando, libre con el creciente día, me retiro al oscuro henchimiento, a mi faena, como el cardal ante la lluvia al áspero zumo viscoso de su flor; y es porque tiene que ser así: yo soy un surco más, no un camino que desabre el tiempo. Quiere que sea así quien me aró. -¡Reja profunda!- Soy culpable. Me lo gritan. Como un heñir de pan sus voces pasan al latido, a la sangre, a mi locura de recordar, de aumentar miedos, a esta locura de llevar mi canto a cuestas, gavilla más, gavilla de qué parva. Que os salven, no. Mirad: la lavandera de río, que no lava la mañana por no secarla entre sus manos, porque la secaría como a ropa blanca, se salva a su manera. Y los otoños también. Y cada ser. Y el mar que rige sobre el páramo. Oh, no sólo el viento del Norte es como un mar, sino que el chopo tiembla como las jarcias de un navío. Ni el redil fabuloso de las tardes me invade así. Tu amor, a tu amor temo, nave central de mi dolor, y campo. Pero ahora estoy lejos, tan lejano que nadie lloraría si muriese. Comienzo a comprobar que nuestro reino tampoco es de este mundo. ¿ Qué montañas me elevarían? ¿Qué oración me sirve? Pueblos hay que conocen las estrellas, acostumbrados a los frutos, casi tallados a la imagen de sus hombres que saben de semillas por el tacto. En ellos, qué ciudad. Urden mil danzas en torno mío insectos y me llenan de rumores de establo, ya asumidos como la hez de un fermentado vino. Sigo. Pasan los días, luminosos a ras de tierra, y sobre las colinas ciegos de altura insoportable, y bellos igual que un estertor de alondra nueva. Sigo. Seguir es mi única esperanza. Seguir oyendo el ruido de mis pasos con la fruición de un pobre lazarillo. Pero ahora eres tú y estás en todo. Si yo muriese harías de mí un surco, un surco inalterable: ni pedrisca, ni ese luto del ángel, nieve, ni ese cierzo con tantos fuegos clandestinos cambiarían su línea, que interpreta la estación claramente. ¿ y qué lugares más sobrios que estos para ir esperando? ¡Es Castilla, sufridlo! En otros tiempos, cuando se me nombraba como a hijo, no podía pensar que la de ella fuera la única voz que me quedase, la única intimidad bien sosegada que dejara en mis ojos fe de cepa. De cepa madre. Y tú, corazón, uva roja, la más ebria, la que menos vendimiaron los hombres, ¿cómo ibas a saber que no estabas en racimo, que no te sostenía tallo alguno? -He hablado así tempranamente, ¿y debo prevenirme del sol del entusiasmo? Una luz que en el aire es aire apenas viene desde el crepúsculo y separa la intensa sombra de los arces blancos antes de separar dos claridades: la del día total y la nublada de luna, confundidas un instante dentro de un rayo último difuso. Qué importa marzo coronando almendros. Y la noche qué importa si aún estamos buscando un resplandor definitivo. Oh, la noche que lanza sus estrellas desde almenas celestes. Ya no hay nada: cielo y tierra sin más. ¡Seguro blanco, seguro blanco ofrece el pecho mío! Oh, la estrella de oculta amanecida traspasándome al fin, ya más cercana. Que cuando caiga muera o no, que importa. Qué importa si ahora estoy en el camino.
Clávame con tus ojos esa nube… Clávame con tus ojos esa nube y esta esperanza de hombre que me queda. ¿Por dónde yo si estaba en la alameda de tus ojos mintiendo cuando estuve? Disciplina de todo lo que sube. De lo que mira y ve, mientras se enreda su triste agilidad, como en la rueda de tus campos del cielo que no anduve. Y es por seguir cegueras sin mancilla por lo que tanta bruma nos separa y hace del resplandor su maravilla, su clavel mudo. ¡Y qué ajenos al daño después, cuando tus ojos son la clara locura de no verme siempre extraño!
Como si nunca hubiera sido mía… Como si nunca hubiera sido mía, dad al aire mi voz y que en el aire sea de todos y la sepan todos igual que una mañana o una tarde. Ni a la rama tan sólo abril acude ni el agua espera sólo el estiaje. ¿Quién podrá decir que es suyo el viento, suya la luz, el canto de las aves en el que esplende la estación, más cuando llega la noche y en los chopos arde tan peligrosamente retenida? ¡Que todo acabe aquí, que todo acabe de una vez para siempre! La flor vive tan bella porque vive poco tiempo y, sin embargo, cómo se da, unánime, dejando de ser flor y convirtiéndose en ímpetu de entrega. Invierno, aunque no esté detrás la primavera, saca fuera de mí lo mío y hazme parte, inútil polen que se pierde en tierra pero ha sido de todos y de nadie. Sobre el abierto páramo, el relente es pinar en el pino, aire en el aire, relente sólo para mí sequía. Sobre la voz que va excavando un cauce qué sacrilegio éste del cuerpo, éste de no poder ser hostia para darse.
Cómo veo los árboles ahora… Cómo veo los árboles ahora. No con hojas caedizas, no con ramas sujetas a la voz del crecimiento. Y hasta a la brisa que los quema a ráfagas no la siento como algo de la tierra ni del cielo tampoco, sino falta de ese color de vida con destino. Y a los campos, al mar, a las montañas, muy por encima de su clara forma los veo. ¿Qué me han hecho en la mirada? ¿Es que voy a morir? Decidme, ¿cómo veis a los hombres, a sus obra, almas inmortales? Sí, ebrio estoy sin duda. La mañana no es tal, es una amplia llanura sin combate, casi eterna, casi desconocida porque en cada lugar donde antes era sombra el tiempo, ahora la luz espera ser creada. No sólo el aire deja más su aliento: no posee ni cántico ni nada; se lo dan, y él empieza a rodearle con fugaz esplendor de ritmo de ala e intenta hacer un hueco suficiente para no seguir fuera. No, no sólo seguir fuera quizá, sino a distancia. Pues bien: el aire de hoy tiene su cántico. ¡Si lo oyeseis! Y el sol, el fuego, el agua, cómo dan posesión a estos mis ojos. ¿Es que voy a vivir? ¿Tan pronto acaba la ebriedad? Ay, y cómo veo ahora los árboles, qué pocos días faltan…
Espuma Miro la espuma, su delicadeza que es tan distinta a la de la ceniza. Como quien mira una sonrisa, aquella por la que da su vida y le es fatiga y amparo, miro ahora la modesta espuma. Es el momento bronco y bello del uso, el roce, el acto de la entrega creándola. El dolor encarcelado del mar, se salva en fibra tan ligera; bajo la quilla, frente al dique, donde existe amor surcado, como en tierra la flor, nace la espuma. y es en ella donde rompe la muerte, en su madeja donde el mar cobra ser, como en la cima de su pasión el hombre es hombre, fuera de otros negocios: en su leche viva. A este pretil, brocal de la materia que es manantial, no desembocadura, me asomo ahora, cuando la marea sube, y allí naufrago, allí me ahogo muy silenciosamente, con entera aceptación, ileso, renovado en las espumas imperecederas.   «Alianza y condena» 1965
Esta iluminación de la materia… Esta iluminación de la materia, con su costumbre y con su armonía, con el sol madurador, con el toque sin calma de mi pulso, cuando el aire entra a fondo en la ansiedad del tacto de mis manos que tocan sin recelo, con la alegría del conocimiento, esta pared sin grietas, y la puerta maligna, rezumando, nunca cerrada, cuando se va la juventud, y con ella la luz, salvan mi deuda.
Gestos Una mirada, un gesto, cambiarán nuestra raza. Cuando actúa mi mano, tan sin entendimiento y sin gobierno, pero con errabunda resonancia, y sondea, buscando calor y compañía en este espacio en donde tantas otras han vibrado, ¿qué quiere decir? Cuántos y cuántos gestos como un sueño mañanero, pasaron. Como esa casera mueca de las figurillas de la baraja: aunque dejando herida o beso, sólo azar entrañable. Más luminoso aún que la palabra, nuestro ademán, como ella roído por el tiempo, viejo como la orilla del río, ¿qué significa? ¿Por qué desplaza el mismo aire el gesto de la entrega o del robo, el que cierra una puerta o el que la abre, el que da luz o apaga? ¿Por qué es el mismo el giro del brazo cuando siembra que cuando siega, el de amor que el de asesinato? Nosotros, tan gesteros pero tan poco alegres, raza que sólo supo tejer banderas, raza de desfiles, de fantasías y de dinastías, hagamos otras señas. No he de leer en cada palma, en cada movimiento, como antes. No puedo ahora frenar la rotación inmensa del abrazo para medir su órbita y recorrer su emocionada curva. No, no son tiempos de mirar con nostalgia esa estela infinita del paso de los hombres. Hay mucho que olvidar y más aún que esperar. Tan silencioso como el vuelo del búho, un gesto claro, de sencillo bautizo, dirá, en un aire nuevo, su nueva significación, su nuevo uso. Yo solo, si es posible, pido, cuando me llegue la hora mala, la hora de echar de menos tantos gestos queridos, tener fuerza, encontrarlos como quien halla un fósil (acaso una quijada aún con el beso trémulo) de una raza extinguida.
La contemplación viva I Estos ojos seguros, ojos nunca traidores, esta mirada provechosa que hace pura la vida, aquí en febrero con misteriosa cercanía. Pasa esta mujer, y se me encara, y yo tengo el secreto, no el placer, de su vida, a través de la más arriesgada y entera aventura: la contemplación viva. Y veo su mirada que transfigura; y no sé, no sabe ella, y la ignorancia es nuestro apetito. Bien veo que es morena, baja, floja de carnes, pero ahora no da tiempo a fijar el color, la dimensión, ni siquiera la edad de la mirada, mas sí la intensidad de este momento. Y la fertilidad de lo que huye y lo que me destruye: este pasar, este mirar en esta calle de Ávila con luz de mediodía entre gris y cobriza, hace crecer mi libertad, mi rebeldía, mi gratitud. II Hay quien toca el mantel, mas no la mesa; el vaso, mas no el agua. Quien pisa muchas tierras, nunca la suya. Pero ante esta mirada que ha pasado y que me ha herido bien con su limpia quietud, con tanta sencillez emocionada que me deja y me da alegría y asombro, y, sobre todo, realidad, quedo vencido. y veo, veo, y sé lo que se espera, que es lo que se sueña. Lástima de saber en estos ojos tan pasajeros, en vez de en los labios, Porque los labios roban y los ojos imploran. Se fue. Cuando todo se vaya, cuando yo me haya ido quedará esta mirada que pidió, y dio, sin tiempo.
Claudio Rodríguez, Zamora, 1934-1999
Nuevo día Después de tantos días sin camino y sin casa y sin dolor siquiera y las campanas solas y el viento oscuro como el del recuerdo llega el de hoy. Cuando ayer el aliento era misterio y la mirada seca, sin resina, buscaba un resplandor definitivo, llega tan delicada y tan sencilla, tan serena de nueva levadura esta mañana… Es la sorpresa de la claridad, la inocencia de la contemplación, el secreto que abre con moldura y asombro la primera nevada y la primera lluvia lavando el avellano y el olivo ya muy cerca del mar. Invisible quietud. Brisa oreando la melodía que ya no esperaba. Es la iluminación de la alegría con el silencio que no tiene tiempo. Grave placer el de la soledad. Y no mires el mar porque todo lo sabe cuando llega la hora adonde nunca llega el pensamiento pero sí el mar del alma, pero sí este momento del aire entre mis manos, de esta paz que me espera cuando llega la hora -dos horas antes de la media noche- del tercer oleaje, que es el mío.
Salvación del peligro Esta iluminación de la materia, con su costumbre y con su armonía, con sol madurador, con el toque sin calma de mi pulso, cuando el aire entra a fondo en la ansiedad del tacto de mis manos que tocan sin recelo, con la alegría del conocimiento, esta pared sin grietas, y la puerta maligna, rezumando, nunca cerrada, cuando se va la juventud, y con ella la luz, salvan mi deuda. Salva mi amor este metal fundido, este lino que siempre se devana con agua miel, y el cerro con palomas, y la felicidad del cielo, y la delicadeza de esta lluvia, y la música del cauce arenoso del arroyo seco, y el tomillo rastrero en tierra ocre, la sombra de la roca a mediodía, la escayola, el cemento, el zinc, el níquel, la calidad del hierro, convertido, afinado en acero, los pliegues de la astucia, las avispas del odio, los peldaños de la desconfianza, y tu pelo tan dulce, tu tobillo tan fino y tan bravío, y el frunce del vestido, y tu carne cobarde… Peligrosa la huella, la promesa entre el ofrecimiento de las cosas y el de la vida. Miserable el momento si no es canto.
Sin adiós Qué distinto el amor es junto al mar que en mi tierra nativa, cautiva, a la que siempre cantaré, a la orilla del temple de sus ríos, con su inocencia y su clarividencia, con esa compañía que estremece, viendo caer la verdadera lágrima del cielo cuando la noche es larga y el alba es clara. Nunca sé por qué siento compañero a mi cuerpo, que es augurio y refugio. Y ahora, frente al mar, qué urdimbre la del trigo, la del oleaje, qué hilatura, qué plena cosecha encajan, sueldan, curvan mi amor. El movimiento curvo de las olas, por la mañana , tan distinto al nocturno, tan semejante al de los sembrados, se va entrando en el rumor misterioso de tu cuerpo, hoy que hay mareas vivas y el amor está gris perla, casi mate, como el color del álamo en octubre. El soñar es sencillo, pero no el contemplar. Y ahora, al amanecer, cuando conviene saber y obrar, cómo suena contigo esta desnuda costa. Cuando el amor y el mar son una sola marejada, sin que el viento nordeste pueda romper este recogimiento, esta semilla sobrecogedora, esta tierra, este agua aquí, en el puerto, donde ya no hay adiós, sino ancla pura.
Sin leyes

Ya cantan los gallos, amor mío. Vete: cata que amanece. Anónimo

En esta cama donde el sueño es llanto, no de reposo, sino de jornada, nos ha llegado la alta noche. ¿El cuerpo es la pregunta o la respuesta a tanta dicha insegura? Tos pequeña y seca, pulso que viene fresco ya y apaga la vieja ceremonia de la carne mientras no quedan gestos ni palabras para volver a interpretar la escena como noveles. Te amo. Es la hora mala de la cruel cortesía. Tan presente te tengo siempre que mi cuerpo acaba en tu cuerpo moreno por el que una una vez mas me pierdo, por el que mañana me perderé. Como una guerra sin héroes, como una paz sin alianzas, ha pasado la noche. Y yo te amo. Busco despojos, busco una medalla rota, un trofeo vivo de este tiempo que nos quieren robar. Estás cansada y yo te amo. Es la hora. ¿Nuestra carne será la recompensa, la metralla que justifique tanta lucha pura sin vencedores ni vencidos? Calla, que yo te amo. Es la hora. Entra y un trémulo albor. Nunca la luz fue tan temprana.   II ( Sigue marzo )

Para Clara Miranda

Todo es nuevo quizá para nosotros. El sol claro-luciente, el sol de puesta, muere; el que sale es más brillante y alto cada vez, es distinto, es otra nueva forma de luz, de creación sentida. Así cada mañana es la primera. Para que la vivamos tú y yo solos, nada es igual ni se repite. Aquella curva, de almendros florecidos suave, ¿tenía flor ayer? El ave aquella, ¿no vuela acaso en más abiertos círculos? Después de haber nevado el cielo encuentra resplandores que antes eran nubes. Todo es nuevo quizá. Si no lo fuera, Si en medio de esta hora las imágenes cobraran vida en otras, y con ellas los recuerdos de un día ya pasado volvieran ocultando el de hoy, volvieran aclarándolo, sí, pero ocultando su claridad naciente, ¿qué sorpresa le daría a mi ser, qué devaneo, qué nueva luz o qué labores nuevas? Agua de río, agua de mar; estrella fija o errante, estrella en el reposo nocturno. Qué verdad, qué limpia escena la del amor, que nunca ve en las cosas la triste realidad de su apariencia.
The nest of lovers (Alfistron) Y llegó la alegría muy lejos del recuerdo cuando las gaviotas con vuelo olvidadizo traspasado de alba entre el viento y la lluvia y el granito y la arena, la soledad de los acantilados y los manzanos en pleno concierto de prematura floración, la savia del adiós de las olas ya sin mar y el establo con nubes y la taberna de los peregrinos, vieja en madera de nogal negruzco y de cobre con sol, y el contrabando, la suerte y servidumbre, pan de ángeles, quemadura de azúcar, de alcohol reseco y bello, cuando subía la ladera me iban acompañando y orientando hacia… Y yo te veo porque yo te quiero. No era la juventud, era el amor cuando entonces viví sin darme cuenta con tu manera de mirar al viento, al fruto verdadero. Viste arañas donde siempre hubo música lejos de tantos sueños que iluminan esa manera de mirar las puertas con la sorpresa de su certidumbre, pálida el alma donde nunca hubo oscuridad sino agua y danza. Alza tu cara más porque no es una imagen y no hay recuerdo ni remordimiento, cicatriz en racimo, ni esperanza, ni desnudo secreto, libre ya de tu carne, lejos de la mentira solitaria, sino inocencia nunca pasajera, sino el silencio del enamorado, el silencio que dura, está durando. Y yo te veo porque yo te quiero. Es el amor que no tiene sentido. El polvo de la espuma de la alta marea llega a la cima, al nido de esta casa, a la armonía de la teja abierta y entra en la acacia ya recién llovida en las alas en himno de las gaviotas, hasta en el pulso de la luz, en la alta mano del viejo Terry en su taberna mientras, toca con alegría y con pureza el vaso aquel que es suyo. Y llega ahora la niña Carol con su lucerío, y la beso, y me limpia cuando menos se espera. Y yo te veo porque yo te quiero. Es el amor que no tiene sentido. Alza tu cara ahora a medio viento con transparencia y sin destino en torno a la promesa de la primavera, los manzanos con júbilo en tu cuerpo que es armonía y es felicidad, con la tersura de la timidez cuando se hace de noche y crece el cielo y el mar se va y no vuelve cuando ahora vivo la alegría nueva, muy lejos del recuerdo, el dolor solo, la verdad del amor que es tuyo y mío.
Tiempo mezquino Hoy con el viento del Norte me ha venido aquella historia. Mal andaban por entonces mis pies y peor mi boca en aquella ciudad de hosco censo, de miseria y de honra. Entre la vieja costumbre de rapiña y de lisonja, de pobre encuesta y de saldo barato, iba ya muy coja mi juventud. ¿Por qué lo hice? Me avergüenzo de mi boca no por aquellas palabras sino por aquella boca que besó. ¿Qué tiempo hace de ello? ¿Quién me lo reprocha? Un sabor a almendra amarga queda, un sabor a carcoma; sabor a traición, a cuerpo vendido, a caricia pocha. Ojalá el tiempo tan sólo fuera lo que se ama. Se odia y es tiempo también. Y es canto. Te odié entonces y hoy me importa recordarte, verte enfrente sin que nadie nos socorra y amarte otra vez, y odiarte de nuevo. Te beso ahora y te traiciono ahora sobre tu cuerpo. ¿Quién no negocia con lo poco que posee? Si ayer fue venta, hoy es compra; mañana, arrepentimiento. No es la sola hora la aurora.
Tú siempre tan bailón, corazón mío… Tú siempre tan bailón, corazón mío, ¡métete en fiesta; pronto, antes de que te quedes sin pareja! ¡Hoy no hay escuela! ¡al río, a lavarse primero, que hay que estar limpios cuando llegue la hora! Ya están ahí, ya vienen por el raíl con sol de la esperanza Veo que no queréis bailar conmigo y hacéis muy bien. Si hasta ahora no hice más que pisaros, si hasta ahora no moví al aire vuestro hombres de todo el mundo. Ya se ponen a dar fe de su empleo de alegría. ¿Quién no esperó la fiesta? ¿Quién los días del año no los pasó guardando bien la ropa para el día de hoy? Y ya ha llegado. Cuánto manteo, cuánta media blanca, cuánto refajo de lanilla, cuánto corto calzón. ¡Bien a lo vivo, como esa moza se pone su pañuelo, poned el alma así, bien a lo vivo! Echo de menos ahora aquellos tiempos en los que a sus fiestas se unía el hombre como el suero al queso.
Viento de primavera Ni aún el cuerpo resiste tanta resurrección, y busca abrigo ante este viento que ya templa y trae olor, y nueva intimidad. Ya cuanto fue hambre, ahora es sustento. Y se aligera la vida, y un destello generoso vibra por nuestras calles. Pero sigue turbia nuestra retina, y la saliva seca, y los pies van a la desbandada, como siempre. Y entonces, esta presión fogosa que nos trae el cuerpo aún frágil de la primavera, ronda en torno al invierno de nuestro corazón, buscando un sitio por donde entrar en él. Y aquí, a la vuelta de la esquina, al acecho, en feraz merodeo, nos ventea la ropa, nos orea el trabajo, barre la casa, engrasa nuestras puertas duras de oscura cerrazón, las abre a no sé qué hospitalidad hermosa y nos desborda y, aunque nunca nos demos cuenta de tanta juventud, de lleno en lleno nos arrasa. Sí, a poco del sol salido, un viento ya gustoso, sereno de simiente, sopló en torno de nuestra sequedad, de la injusticia de nuestros años, alentó para algo más hermoso que tanta desconfianza y tanto desaliento, más gallardo que nuestro miedo a su honda rebelión, a su alta resurrección. Y ahora yo, que perdí mi libertad por todo, quiero oír cómo el pobre ruido de nuestro pulso se va a rastras tras el cálido son de esta alianza y ambos hacen la música arrolladora, sin compás, a sordas, por la que se llegará algún día, quizá en medio de enero, en el que todos sepamos el por qué del nombre: «viento de primavera»   «Alianza y condena» 1965
Un viento Dejad que el viento me traspase el cuerpo y lo ilumine. Viento sur, salino, muy soleado y muy recién lavado de intimidad y redención, y de impaciencia. Entra, entra en mi lumbre, ábreme ese camino nunca sabido: el de la claridad. Suena con sed de espacio, viento de junio, tan intenso y libre que la respiración, que ahora es deseo me salve. Ven conocimiento mío, a través de tanta materia deslumbrada por tu honda gracia. Cuán a fondo me asaltas y me enseñas a vivir, a olvidar, tú, con tu clara música. Y cómo alzas mi vida muy silenciosamente muy de mañana y amorosamente con esa puerta luminosa y cierta que se me abre serena porque contigo no me importa nunca que algo me nuble el alma.
A mi ropa tendida (El alma) Me la están refregando, alguien la aclara. ¡Yo que desde aquel día la eché a lo sucio para siempre, para ya no lavarla más, y me servía! ¡Si hasta me está más justa¡ No la he puesto pero ahí la veis todos, ahí, tendida, ropa tendida al sol. ¿Quién es? ¿Qué es esto? ¿Qué lejía inmortal, y que perdida jabonadura vuelve, qué blancura? Como al atardecer el cerro es nuestra ropa desde la infancia, más y más oscura y ved la mía ahora. ¡Ved mi ropa, mi aposento de par en par! ¡Adentro con todo el aire y todo el cielo encima! ¡Vista la tierra tierra! ¡Más adentro! ¡No tenedla en el patio: ahí en la cima, ropa pisada por el sol y el gallo, por el rey siempre! He dicho así a media alba porque de nuevo la hallo, de nuevo el aire libre sana y salva. Fue en el río, seguro, en aquel río donde se lava todo, bajo el puente. Huele a la misma agua, a cuerpo mío. ¡Y ya sin mancha! ¡Si hay algún valiente, que se la ponga! Sé que le ahogaría. Bien sé que al pie del corazón no es blanca pero no importa: un día… ¡Qué un día, hoy, mañana que es la fiesta! Mañana todo el pueblo por las calles y la conocerán, y dirán: «Esta es su camisa, aquella, la que era sólo un remiendo y ya no le servía. ¿Qué es este amor? ¿Quién es su lavandera?»
Claudio Rodríguez, Zamora, 1934-1999
Alto jornal Dichoso el que un buen día sale humilde y se va por la calle, como tantos días más de su vida, y no lo espera y, de pronto, ¿qué es esto?, mira a lo alto y ve, pone el oído al mundo y oye, anda, y siente subirle entre los pasos el amor de la tierra, y sigue, y abre su taller verdadero, y en sus manos brilla limpio su oficio, y nos lo entrega de corazón porque ama, y va al trabajo temblando como un niño que comulga mas sin caber en el pellejo, y cuando se ha dado cuenta al fin de lo sencillo que ha sido todo, ya el jornal ganado, vuelve a su casa alegre y siente que alguien empuña su aldabón, y no es en vano.
Canto del despertar

…y cuando salía por toda aquella vega ya cosa no sabía…

San Juan de la Cruz

El primer surco de hoy será mi cuerpo. Cuando la luz impulsa desde arriba despierta los oráculos del sueño y me camina, y antes que al paisaje va dándome figura. Así otra nueva mañana. Así ota vez y antes que nadie, aun que la brisa menos decidiera, sintiéndose vivir, solo, a luz limpia. Pero algún gesto hago, alguna vara mágica tengo porque, ved, de pronto los seres amanecen, me señalan. Soy inocente. ¡Cómo se une todo y en simples movimientos hasta el límite, sí, para mi castigo: la soltura del álamo a cualquier mirada! Puertas con vellones de niebla por dinteles se abren allí, pasando aquella cima. ¿Qué más sencillo que ese cabeceo de los sembrados? ¿Qué más persuasivo que el heno al germinar? No toco nada. No me lavo en la tierra como el pájaro. Sí, para mi castigo, el día nace y hay que apartar su misma recaída de las demás. Aquí sí es peligroso. Ahora, en la llanada hecha de espacio, voy a servir de blanco a lo creado. Tibia respiración de pan reciente me llega y así el campo eleva formas de una aridez sublime, y un momento después, el que se pierde entre el misterio de un camino y el de otro menos ancho, somos obra de lo que resucita. Lejos estoy, qué lejos. ¿Todavía agrio como el moral silvestre, el ritmo de las cosas me daña? Alma del ave, yacerás bajo cúpula de árbol. ¡Noche de intimidad lasciva, noche de preñez sobre el mundo, noche inmensa! Ah, nada está seguro bajo el cielo. Nada resiste ya. Sucede cuando mi dolor me levanta y me hace cumbre que empiezan a ocultarse las imágenes y a dar la mies en cada poro el acto de su ligero crecimiento. Entonces hay que avanzar la vida de tan limpio como es el aire, el aire retador.
Don de la ebriedad I Siempre la claridad viene del cielo; es un don: no se halla entre las cosas sino muy por encima, y las ocupa haciendo de ello vida y labor propias. Así amanece el día; así la noche cierra el gran aposento de sus sombras. Y esto es un don. ¿Quién hace menos creados cada vez a los seres? ¿Qué alta bóveda los contiene en su amor? ¡Si ya nos llega y es pronto aún, ya llega a la redonda a la manera de los vuelos tuyos y se cierne, y se aleja y, aún remota, nada hay tan claro como sus impulsos! Oh, claridad sedienta de una forma, de una materia para deslumbrarla quemándose a sí misma al cumplir su obra. Como yo, como todo lo que espera. Si tú la luz te la has llevado toda, ¿cómo voy a esperar nada del alba? Y, sin embargo esto es un don, mi boca espera, y mi alma espera, y tú me esperas, ebria persecución, claridad sola mortal como el abrazo de las hoces, pero abrazo hasta el fin que nunca afloja.
Don de la ebriedad II Yo me pregunto a veces si la noche se cierra al mundo para abrirse o si algo la abre tan de repente que nosotros no llegamos a su alba, al alba al raso que no desaparece porque nadie la crea: ni la luna, ni el sol claro. Mi tristeza tampoco llega a verla tal como es, quedándose en los astros cuando en ellos el día es manifiesto y no revela que en la noche hay campos de intensa amanecida apresurada no en germen, en luz plena, en albos pájaros. Algún vuelo estar quemando el aire, no por ardiente sino por lejano. Alguna limpidez de estrella bruñe los pinos, bruñir mi cuerpo al cabo. ¿Qué puedo hacer sino seguir poniendo la vida a mil lanzadas del espacio? Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto, un resplandor a‚reo, un día vano para nuestros sentidos, que gravitan hacia arriba y no ven ni oyen abajo. Como es la calma un yelmo para el río así el dolor es brisa para el lamo. Así yo estoy sintiendo que las sombras abren su luz, la abren tanto, que la mañana surge sin principio ni fin, eterna ya desde el ocaso.
Don de la ebriedad III La encina, que conserva más un rayo de sol que todo un mes de primavera, no siente lo espontáneo de su sombra, la sencillez del crecimiento; apenas si conoce el terreno en que ha brotado. Con ese viento que en sus ramas deja lo que no tiene música, imagina para sus sueños una gran meseta. Y con qué rapidez se identifica con el paisaje, con el alma entera de su frondosidad y de mí mismo. Llegaría hasta el cielo si no fuera porque aún su sazón es la del árbol. Días habrá en que llegue. Escucha mientras el ruido de los vuelos de las aves, el tenue del pardillo, el de ala plena de la avutarda, vigilante y claro. Así estoy yo. Qué encina, de madera más oscura quizá que la del roble, levanta mi alegría, tan intensa unos momentos antes del crepúsculo y tan doblada ahora. Como avena que se siembra a voleo y que no importa que caiga aquí o allí si cae en tierra, va el contenido ardor del pensamiento filtrándose en las cosas, entreabriéndolas, para dejar su resplandor y luego darle una nueva claridad en ellas. Y es cierto, pues la encina ¿qué sabría de la muerte sin mí? ¿Y acaso es cierta su intimidad, su instinto, lo espontáneo de su sombra más fiel que nadie? ¿Es cierta mi vida así, en sus persistentes hojas a medio descifrar la primavera?
Don de la ebriedad IV Así el deseo. Como el alba, clara desde la cima y cuando se detiene tocando con sus luces lo concreto recién oscura, aunque instantáneamente. Después abre ruidosos palomares y ya es un día más. ¡Oh, las rehenes palomas de la noche conteniendo sus impulsos altísimos! Y siempre como el deseo, como mi deseo. Vedle surgir entre las nubes, vedle sin ocupar espacio deslumbrarme. No est en mí, está en el mundo, estáahí enfrente. Necesita vivir entre las cosas. Ser añil en los cerros y de un verde prematuro en los valles. Ante todo, como en la vaina el grano, permanece calentando su labor enardecido para después manifestarlo en breve más hermoso y radiante. Mientras, queda limpio sin una brisa que lo aviente, limpio deseo cada vez más mío, cada vez menos vuestro, hasta que llegue por fin a ser mi sangre y mi tarea, corpóreo como el sol cuando amanece.
Don de la ebriedad V Cuándo hablar‚ de ti sin voz de hombre para no acabar nunca, como el río no acaba de contar su pena y tiene dichas ya más palabras que yo mismo. Cuándo estar‚ bien fuera o bien en lo hondo de lo que alrededor es un camino limitándome, igual que el soto al ave. Pero, ¿ser‚ capaz de repetirlo, capaz de amar dos veces como ahora? Este rayo de sol, que es un sonido en el órgano, vibra con la música de noviembre y refleja sus distintos modos de hacer caer las hojas vivas. Porque no sólo el viento las cae, sino también su gran tarea, sus vislumbres de un otoño esencial. Si encuentra un sitio rastrillado, la nueva siembra crece lejos de antiguos brotes removidos; pero siempre le sube alguna fuerza, alguna sed de aquellos, algún limpio cabeceo que vuelve a dividirse y a dar olor al aire en mil sentidos. Cuándo hablar‚ de ti sin voz de hombre. Cuándo. Mi boca sólo llega al signo, sólo interpreta muy confusamente. Y es que hay duras verdades de un continuo crecer, hay esperanzas que no logran sobrepasar el tiempo y convertirlo en seca fuente de llanura, como hay terrenos que no filtran el limo.
Don de la ebriedad VI Las imágenes, una que las centra en planetaria rotación, se borran y suben a un lugar por sus impulsos donde al surgir de nuevo toman forma. Por eso yo no sé cuáles son éstas. Yo pregunto qué sol, qué brote de hoja o qué seguridad de la caída llegan a la verdad, si está más próxima la rama del nogal que la del olmo, más la nube azulada que la roja. Quizá pueblo de llamas, las imágenes encienden doble cuerpo en doble sombra. Quizá algún día se hagan una y baste. ¡Oh, regio corazón como una tolva, siempre clasificando y triturando los granos, las semillas de mi corta felicidad! Podrían reemplazarme desde allí, desde el cielo a la redonda, hasta dejarme muerto a fuerza de almas, a fuerza de mayores vidas que otras con la preponderancia de su fuego extinguiéndolas: tal a la paloma lo retráctil del águila. Misterio. Hay demasiadas cosas infinitas. Para culparme hay demasiadas cosas. Aunque el alcohol eléctrico del rayo, aunque el mes que hace nido y no se posa, aunque el otoño, sí, aunque los relentes de humedad blanca…Vienes por tu sola calle de imagen, a pesar de ir sobre no sé qué Creador, qué paz remota…
Don de la ebriedad VII ¡Sólo por una vez que todo vuelva a dar como si nunca diera tanto! Ritual arador en plena madre y en pleno crucifijo de los campos, ¿tú sabías?: llegó, como en agosto los fermentos del alba, llegó dando desalteradamente y con qué ciencia de la entrega, con qué verdad de arado. Pero siempre es lo mismo: halla otros dones que remover, la grama por debajo cuando no una cosecha malograda. ¡Arboles de ribera lavapájaros! En la ropa tendida de la nieve queda pureza por lavar. ¡Ovarios trémulos! Yo no alcanzo lo que basta, lo indispensable para mis dos manos. Antes irá su lunación ardiendo, humilde como el heno en un establo. Si nos oyeran…Pero ya es lo mismo. ¿Quién ha escogido a este arador, clavado por ebria sembradura, pan caliente de citas, surco a surco y grano a grano? Abandonado así a complicidades de primavera y horno, a un legendario don, y la altanería de mi caza librando esgrima en pura señal de astros… ¡Sólo por una vez que todo vuelva a dar como si nunca diera tanto!
Don de la ebriedad VIII No porque llueva ser‚ digno. ¿Y cuándo lo seré, en qué momento? ¿Entre la pausa que va de gota a gota? Si llegases de súbito y al par de la mañana, al par de este creciente mes, sabiendo, como la lluvia sabe de mi infancia, que una cosa es llegar y otra llegarme desde la vez aquella para nada… Si llegases de pronto, ¿qué diría? Huele a silencio cada ser y r pida la visión cae desde altas cimas siempre. Como el mantillo de los campos, basta, basta a mi corazón ligera siembra para darse hasta el límite. Igual basta, no sé por qué, a la nube. Qué eficacia la del amor. Y llueve. Estoy pensando que la lluvia no tiene sal de lágrimas. Puede que sea ya un poco más digno. Y es por el sol, por este viento, que alza la vida, por el humo de los montes, por la roca, en la noche aún más exacta, por el lejano mar. Es por lo único que purifica, por lo que nos salva. Quisiera estar contigo no por verte sino por ver lo mismo que tú, cada cosa en la que respiras como en esta lluvia de tanta sencillez, que lava.
Don de la ebriedad IX Como si nunca hubiera sido mía, dad al aire mi voz y que en el aire sea de todos y la sepan todos igual que una mañana o una tarde. Ni a la rama tan sólo abril acude ni el agua espera sólo el estiaje. ¿Quién podría decir que es suyo el viento, suya la luz, el canto de las aves en el que esplende la estación, más cuando llega la noche y en los chopos arde tan peligrosamente retenida? ¡Que todo acabe aquí, que todo acabe de una vez para siempre! La flor vive tan bella porque vive poco tiempo y, sin embargo, cómo se da, unánime, dejando de ser flor y convirtiéndose en ímpetu de entrega. Invierno, aunque no está‚ detrás la primavera, saca fuera de mí lo mío y hazme parte, inútil polen que se pierde en tierra pero ha sido de todos y de nadie. Sobre el abierto páramo, el relente es pinar en el pino, aire en el aire, relente sólo para mi sequía. Sobre la voz que va excavando un cauce qué sacrilegio este del cuerpo, este de no poder ser hostia para darse.
Claudio Rodríguez, Zamora, 1934-1999