Yo

 

Mi portento inmediato,
mi frenética pasión de cada día,
mi flor, mi ángel de cada instante,
aun como el pan caliente con olor de tu hornada,
aun sumergido en las aguas de Dios,
y en los aires azules del día original del mundo:
dime, dulce amor mío,
dime, presencia incógnita,
45 años de misteriosa compañía,
¿aún no son suficientes
para entregarte, para desvelarte
a tu amigo, a tu hermano,
a tu triste doble?

¡No, no! Dime, alacrán, necrófago,
cadáver que se me está pudriendo encima
desde hace 45 años,
hiena crepuscular,
fétida hidra de 800.000 cabezas,
¿por qué siempre me muestras sólo una cara?
Siempre a cada segundo una cara distinta,
unos ojos crueles,
los ojos de un desconocido,
que me miran sin comprender
(con ese odio del desconocido)
y pasan:
a cada segundo.

Son tus cabezas hediondas, tus cabezas crueles,
oh hidra violácea.

Hace 45 años que te odio,
que te escupo, que te maldigo,
pero no sé a quién maldigo,
a quién odio, a quién escupo.

Dulce,
dulce amor mío incógnito,
45 años hace ya
que te amo.

Oración por la belleza de una muchacha

 

Tú le diste esa ardiente simetría
de los labios, con brasa de tu hondura,
y en dos enormes cauces de negrura,
simas de infinitud, luz de tu día;

esos bultos de nieve, que bullía
al soliviar del lino la tersura,
y, prodigios de exacta arquitectura,
dos columnas que cantan tu armonía.

Ay, tú, Señor, le diste esa ladera
que en un álabe dulce se derrama,
miel secreta en el humo entredorado.

¿A qué tu poderosa mano espera?
Mortal belleza eternidad reclama.
¡Dale la eternidad que le has negado!

Los contadores de estrellas

 

Yo estoy cansado.

Miro
esta ciudad
—una ciudad cualquiera
donde ha veinte años vivo.

Todo está igual.
Un niño
inútilmente cuenta las estrellas
en el balcón vecino.

Yo me pongo también…
Pero él va más deprisa: no consigo
alcanzarle:
Una, dos, tres, cuatro,
cinco…

No consigo
alcanzarle: Una, dos…
tres…
cuatro…
cinco…

Mujeres

 

Oh, blancura. ¿Quién puso en nuestras vidas
de frenéticas bestias abismales
este claror de luces siderales,
estas nieves, con sueño enardecidas?

Oh dulces bestezuelas perseguidas.
Oh terso roce. Oh signos cenitales.
Oh músicas. Oh llamas. Oh cristales.
Oh velas altas, de la mar surgidas.

Ay, tímidos fulgores, orto puro,
quién os trajo a este pecho de hombre duro,
a este negro fragor de odio y olvido?

Dulces espectros, nubes, flores vanas…
¡Oh tiernas sombras, vagamente humanas,
tristes mujeres, de aire o de gemido!

Elegía a un moscardón azul

 

Si, yo te asesiné estúpidamente. Me molestaba tu zumbido mientras escribía un hermoso, un dulce soneto de amor. Y era un consonante en -úcar, para rimar con azúcar, lo que me faltaba.
Mais, qui dira les torts de la rime?

 

Luego sentí congoja
y me acerqué hasta ti: eras muy bello.
Grandes ojos oblicuos
te coronan la frente,
como un turbante de oriental monarca.
Ojos inmensos, bellos ojos pardos,
por donde entró la lanza del deseo,
el bullir, los meneos de la hembra,
su gran proximidad abrasadora,
bajo la luz del mundo.
Tan grandes son tus ojos, que tu alma
era quizá como un enorme incendio,
cual una lumbrarada de colores,
como un fanal de faro. Así, en la siesta,
el alto miradero de cristales,
diáfano y desnudo, sobre el mar,
en mí casa de niño.

Cuando yo te maté,
mirabas hacia fuera,
a mi jardín. Este diciembre claro
me empuja los colores y la luz,
como bloques de mármol, brutalmente,
cual si el cristal del aire se me hundiera,
astillándome el alma sus aristas.

Eso que viste desde mi ventana,
eso es el mundo.
Siempre se agolpa igual: luces y formas,
árbol, arbusto, flor, colina, cielo
con nubes o sin nubes,
y, ya rojos, ya grises, los tejados
del hombre. Nada más: siempre es lo mismo.
Es un tierno pujar de jugos hondos,
es una granazón, una abundancia,
que levanta el amor y Dios ordena
en nódulos y en haces,
un dulce hervir no más.
Oh sí, me alegro
de que fuera lo último
que vieras tú, la imagen de color
que sordamente bullirá en tu nada.
Este paisaje, esas
rosas, esas moreras ya desnudas,
ese tímido almendro que aún ofrece
sus tiernas hojas vivas al invierno,
ese verde cerrillo
que en lenta curva corta mi ventana,
y esa ciudad al fondo,
serán también una presencia oscura
en mi nada, en mi noche.
¡Oh pobre ser, igual, igual tú y yo!

En tu noble cabeza
que ahora un hilo blancuzco
apenas une al tronco,
tu enorme trompa
se ha quedado extendida.
¿Qué zumos o qué azúcares
voluptuosamente
aspirabas, qué aroma tentador
te estaba dando
esos tirones sordos
que hacen que el caminante siga y siga
(aun a pesar del frío del crepúsculo,
aun a pesar del sueño),
esos dulces clamores,
esa necesidad de ser futuros
que llamamos la vida,
en aquel mismo instante
en que súbitamente el mundo se te hundió
como un gran trasatlántico
que lleno de delicias y colores
choca contra los hielos y se esfuma
?en la sombra, en la nada?
¿Viste quizá por último
mis tres rosas postreras?
Un zarpazo
brutal, una terrible llama roja,
brasa que en un relámpago violeta
se condensaba. Y frío. ¡Frío!: un hielo
como al fin del otoño
cuando la nube del granizo
con brusco alón de sombra nos emplomiza el aire.
No viste ya. Y cesaron
los delicados vientos
de enhebrar los estigmas de tu elegante abdomen
(como una góndola,
como una guzla del azul más puro)
y el corazón elemental cesó
de latir. De costado
caíste. Dos, tres veces
un obstinado artejo
tembló en el aire, cual si condensara
en cifras los latidos
del mundo, su mensaje
final.
Y fuiste cosa: un muerto.
Sólo ya cosa, sólo ya materia
orgánica, que en un torrente oscuro
volverá al mundo mineral. ¡Oh Dios,
oh misterioso Dios,
para empezar de nuevo por enésima vez
tu enorme rueda!

Estabas en mi casa,
mirabas mi jardín, eras muy bello.
Yo te maté.
¡Oh si pudiera ahora
darte otra vez la vida,
yo que te di la muerte!

Destrucción inminente

 

¿Te quebraré, varita de avellano,
te quebraré quizás? ¡Oh tierna vida,
ciega pasión en verde hervor nacida,
tú, frágil ser que oprimo con mi mano!

Un chispazo fugaz, sólo un liviano
crujir en dulce pulpa estremecida,
y aprenderás, oh rama desvalida,
cuánto pudo la muerte en un verano.

Mas, no; te dejaré… Juega en el viento,
hasta que pierdas, al otoño agudo,
tu verde frenesí, hoja tras hoja.

Dame otoño también, Señor, que siento
no sé qué hondo crujir, qué espanto mudo.
Detén, oh Dios, tu llamarada roja.

Madrigal de las once

 

Desnudas han caído
las once campanadas.

Picotean la sombra de los árboles
las gallinas pintadas
y un enjambre de abejas
va rezumbando encima.

La mañana
ha roto su collar desde la torre.

En los troncos, se rascan las cigarras.

Por detrás de la verja del jardín,
resbala,
quieta,
tu sombrilla blanca.

Monstruos

 

Todos los días rezo esta oración
al levantarme:

Oh Dios,
no me atormentes más.
Dime qué significan
estos espantos que me rodean.
Cercado estoy de monstruos
que mudamente me preguntan,
igual, igual que yo les interrogo a ellos.
Que tal vez te preguntan,
lo mismo que yo en vano perturbo
el silencio de tu invariable noche
con mi desgarradora interrogación.
Bajo la penumbra de las estrellas
y bajo la terrible tiniebla de la luz solar,
me acechan ojos enemigos,
formas grotescas me vigilan,
colores hirientes lazos me están tendiendo:
¡son monstruos,
estoy cercado de monstruos!

No me devoran.
Devoran mi reposo anhelado,
me hacen ser una angustia que se desarrolla a sí misma, me hacen hombre,
monstruo entre monstruos.
No, ninguno tan horrible
como este Dámaso frenético,
como este amarillo ciempiés que hacia ti clama con
todos sus tentáculos enloquecidos,
como esta bestia inmediata
transfundida en una angustia fluyente;
no, ninguno tan monstruoso
como esta alimaña que brama hacia ti,
como esta desgarrada incógnita
que ahora te increpa con gemidos articulados,
que ahora te dice:
«Oh Dios,
no me atormentes más,
dime qué significan
estos monstruos que me rodean
y este espanto intimo que hacia ti gime en la noche.»

Lucía

 

Lucía es rubia y pálida. Sus quietas
pupilas de princesa vagamente
miran hacia el ocaso, y en su frente
se muere una ilusión. Las violetas

de sus grandes ojeras melancólicas
parece que presienten el intenso
olor del camposanto y el incienso
de preces funerarias y católicas.

Sobre su falda tiene un libro abierto…
Mueve el aire los árboles del huerto,
y a la hoja del libro va una hoja

otoñal…

( En el libro se refiere
cómo besa una hoja que se muere
a una rosa carnal que se deshoja… )

Qué sutil gracia
tiene tu amor, Amada!

Hoy las rosas eran más rosas
y las palomas blancas, más blancas
y la risa del niño paralítico
del paseo de invierno estaba

suspensa, quieta, azul y diluida
para ti y para mí.

¡Qué sutil gracia
tiene tu amor, Amada!

Gota pequeña, mi dolor…

 

Gota pequeña, mi dolor.
La tiré al mar.
Al hondo mar.
Luego me dije: ¡A tu sabor
ya puedes navegar!

Más me perdió la poca fe…
La poca fe
de mi cantar.
Entre onda y cielo naufragué.

Y era un dolor inmenso el mar.

Gozo del tacto

 

Estoy vivo y toco
Toco, toco, toco.
Y no, no estoy loco.

Hombre, toca, toca
lo que te provoca:
seno, pluma, roca,

pues mañana es cierto
que ya estarás muerto,
tieso, hinchado, yerto.

Toca, toca, toca,
¡qué alegría loca!
Toca. Toca. Toca.

Dolor

 

Hacia la madrugada
me despertó de un sueño dulce
un súbito dolor,
un estilete
en el tercer espacio intercostal derecho.

Fino, fino,
iba creciendo y en largos arcos se irradiaba.
Proyectaba raíces, que, invasoras,
se hincaban en la carne,
desviaban, crujiendo, los tendones,
perforaban, sin astillar, los obstinados huesos,
durísimos
y de él surgía todo un cielo de ramas
oscilantes y aéreas,
como un sauce juvenil bajo el viento,
ahora iluminado, ahora torvo,
según los galgos-nubes galopan sobre el campo
en la mañana primaveral.

Sí, sí, todo mi cuerpo era como un sauce abrileño,
como un sutil dibujo,
como un sauce temblón, todo delgada tracería,
largas ramas eléctricas,
que entrechocaban con descargas breves,
entrelazándose, disgregándose,
para fundirse en nódulos o abrirse
en abanico.

¡Ay!
Yo, acurrucado junto a mi dolor,
era igual que un niñito de seis años
que contemplara absorto
a su hermano menor, recién nacido,
y de pronto le viera
crecer, crecer, crecer,
hacerse adulto, crecer
y convertirse en un gigante,
crecer, pujar, y ser ya cual los montes,
pujar, pujar, y ser como la vía láctea,
pero de fuego,
crecer aún, aún,
ay, crecer siempre.
Y yo era un niño de seis años
acurrucado en sombra junto a un gigante cósmico.

Y fue como un incendio,
como si mis huesos ardieran,
como si la médula de mis huesos chorreara fundida,
como si mi conciencia se estuviera abrasando,
y abrasándose, aniquilándose,
aún incesantemente
se repusiera su materia combustible.

Fuera, había formas no ardientes,
lentas y sigilosas,
frías:
minutos, siglos, eras:
el tiempo.
Nada más: el tiempo frío, y junto a él un incendio
universal, inextinguible.

Y rodaba, rodaba el frío tiempo, el impiadoso tiempo
sin cesar,
mientras ardía con virutas de llamas,
con largas serpientes de azufre,
con terribles silbidos y crujidos,
siempre,
mi gran hoguera.
Ah, mi conciencia ardía en frenesí,
ardía en la noche,
soltando un río líquido y metálico
de fuego,
como los altos hornos
que no se apagan nunca,
nacidos para arder, para arder siempre.

El indiferente

 

Batientes en sus goznes,
de tierra aún, los sueños,
en tanto desamparo,
los ojos dan, abiertos,

a esquilas amorosas,
resabios de ganado,
que aun tiemblan si es que gime
al cobijo del álamo.

Del álamo implacable,
pastor sutil del viento,
a esquilas de estos sotos
-¡belleza suya!- ciego.

Burla

 

Por las praderas hondas,
avizor y azoradas
-oh ciervas en huída-
las ideas se escapan

con tan ligeros pies,
que si se abate el rayo,
raptor del alto cielo,
no encuentra más que campo:

paréntesis de cauce,
asomos de colina,
árbol agudo, huella
de pie veloz: sonrisa.

Ciencia de amor

 

No sé. Sólo me llega, en el venero
de tus ojos, la lóbrega noticia
de dios; sólo en tus labios, la caricia
de un mundo en mies, de un celestial granero.

¿Eres limpio cristal, o ventisquero
destructor? No, no sé… De esta delicia,
yo sólo sé su cósmica avaricia,
el sideral latir con que te quiero.

yo no sé si eres muerte o eres vida,
si toco rosa en ti, si toco estrella,
si llamo a Dios o a ti cuando te llamo.

Junco en el agua o sorda piedra herida,
sólo sé que la tarde es ancha y bella,
sólo sé que soy hombre y que te amo.

¡Ay, terca niña!…

 

¡Ay, terca niña!
Le dices que no al viento,
a la niebla y al agua:
rajas al viento,
partes la niebla,
hiendes el agua.
Te niegas a la luz profundamente:
la rechazas,
ya teñida de ti: verde, amarilla,
– vencida ya – gris, roja, plata.

Y celas de la noche,
la ardua
noche de horror de tus entrañas sordas.

Cuando la mano intenta poseerte,
siente la piel tus límites:
la muralla, la cava
de tu enemiga fe, siempre en alerta.

Nombre te puse, te marcó mi hierro,
«cáliz», «brida», «clavel», «cenefa», «pluma»…
(Era tu sombra lo que aprisionaba.)
Al interior sentido
convoqué contra ti. Y, oh burladora,
te deshiciste en forma y en color,
en peso o en fragancia.
¡Nunca tú: tú, caudal, tú, inaprehensible!

¡Ay, niña terca.
Ay, voluntad del ser, presencia hostil,
límite frío a nuestro amor! ¡Ay turbia
bestezuela de sombra,
que palpitas ahora entre mis dedos,
que repites ahora entre mis dedos
tu dura negativa de alimaña.

Amor

 

¡Primavera feroz! Va mi ternura
por las más hondas venas derramada,
fresco hontanar, y furia desvelada,
que a extenuante pasmo se apresura.

¡Oh qué acezar, qué hervir, oh, qué premura
de hallar, en la colina clausurada,
la llaga roja de la cueva helada,
y su cura más dulce, en la locura!

¡Monstruo fugaz, espanto de mi vida,
rayo sin luz, oh tú, mi primavera,
mi alimaña feroz, mi arcángel fuerte!

¿Hacia qué hondón sombrío me convida,
desplegada y astral, tu cabellera?
¡Amor. amor, principio de la muerte!

En la sombra

 

Sí: tú me buscas.

A veces en la noche yo te siento a mi lado,
que me acechas,
que me quieres palpar,
y el alma se me agita con el terror y el sueño,
como una cabritilla, amarrada a una estaca,
que ha sentido la onda sigilosa del tigre
y el fallido zarpazo que no incendió la carne,
que se extinguió en el aire oscuro.

Sí: tú me buscas.

Tú me oteas, escucho tu jadear caliente,
tu revolver de bestia que se hiere en los troncos,
siento en la sombra
tu inmensa mole blanca, sin ojos, que voltea
igual que un iceberg que sin rumor se invierte en el
agua salobre.

Sí: me buscas.
Torpemente, furiosamente lleno de amor me buscas.

No me digas que no. No, no me digas
que soy náufrago solo
como esos que de súbito han visto las tinieblas
rasgadas por la brasa de luz de un gran navío,
y el corazón les puja de gozo y de esperanza.
Pero el resuello enorme
pasó, rozó lentísimo, y se alejó en la noche,
indiferente y sordo.

Dime, di que me buscas.
Tengo miedo de ser náufrago solitario,
miedo de que me ignores
como al náufrago ignoran los vientos que le baten,
las nebulosas últimas, que, sin ver, le contemplan.

Sueño de las ciervas

 

¡Oh terso claroscuro del durmiente!
Derribadas las lindes, fluyó el sueño.
Sólo el espacio.

Luz y sombra, dos ciervas velocísimas,
huyen hacia la fuente de aguas frescas,
centro de todo.

¿Vivir no es más que el roce de su viento?
Fuga del viento, angustia, luz y sombra:
forma de todo.

Y las ciervas, las ciervas incansables,
flechas emparejadas hacia el hito,
huyen y huyen.

El árbol del espacio. (Duerme el hombre.)
Al fin de cada rama hay una estrella.
Noche: los siglos.

La madre

 

No me digas
que estás llena de arrugas, que estás llena de sueño,
que se te han caído los dientes,
que ya no puedes con tus pobres remos hinchados,
deformados por el veneno del reuma.

No importa, madre, no importa.
Tú eres siempre joven,
eres una niña,
tienes once años.
Oh, sí, tú eres para mí eso: una candorosa niña.

Y verás que es verdad si te sumerges en esas lentas aguas,
en esas aguas poderosas,
que te han traído a esta ribera desolada.
Sumérgete, nada a contracorriente, cierra los ojos,
y cuando llegues, espera allí a tu hijo.
Porque yo también voy a sumergirme en mi niñez antigua,
pero las aguas que tengo que remontar hasta casi la fuente,
son mucho más poderosas, son aguas turbias, como teñidas de
sangre.
Óyelas, desde tu sueño, cómo rugen,
cómo quieren llevarse al pobre nadador.
¡Pobre del nadador que somorguja y bucea en ese mar salobre de la
memoria!
…Ya ves: ya hemos llegado.
¿No es una maravilla que los dos hayamos arribado a esta prodigiosa
ribera de nuestra infancia?
Si, así es como a veces fondean un mismo día en el puerto de
Singapur dos naves,
y la una viene de Nueva Zelanda, la otra de Brest.
Así hemos llegado los dos, ahora, juntos.
Y ésta es la única realidad, la única maravillosa realidad:
que tú eres una niña y que yo soy un niño.

¿Lo ves, madre?
No se te olvide nunca que todo lo demás es mentira, que esto solo es
verdad, la única verdad.
Verdad, tu trenza muy apretada, como la de esas niñas acabaditas de
peinar ahora,
tu trenza, en la que se marcan tan bien los brillantes lóbulos del
trenzado,
tu trenza, en cuyo extremo pende, inverosímil, un pequeño lacito rojo;
verdad, tus medias azules, anilladas de blanco, y las puntillas de los
pantalones que te asoman por debajo de la falda;
verdad, tu carita alegre, un poco enrojecida, y la tristeza de tus ojos.
(Ah, ¿por qué está siempre la tristeza en el fondo de la alegría?)
¿Y adónde vas ahora? ¿Vas camino del colegio?

Ah, niña mía, madre,
yo, niño también, un poco mayor, iré a tu lado,
te serviré de guía,
te defenderé galantemente de todas las brutalidades de mis
compañeros,
te buscaré flores,
me subiré a las tapias para cogerte las moras más negras, las más
llenas de jugo,
te buscaré grillos reales, de esos cuyo cri-crí es como un choque de
campanitas de plata.
¡Qué felices los dos, a orillas del río, ahora que va a ser el verano!

A nuestro paso van saltando las ranas verdes,
van saltando, van saltando al agua las ranas verdes:
es como un hilo continuo de ranas verdes,
que fuera repulgando la orilla, hilvanando la orilla con el río.
¡Oh qué felices los dos juntos, solos en esta mañana!
Ves: todavía hay rocío de la noche; llevamos los zapatos
llenos de deslumbrantes gotitas.

¿O es que prefieres que yo sea tu hermanito menor?
Sí, lo prefieres.
Seré tu hermanito menor, niña mía, hermana mía, madre mía.
¡Es tan fácil!
Nos pararemos un momento en medio del camino,
para que tú me subas los pantalones,
y para que me suenes las narices, que me hace mucha falta
(porque estoy llorando; sí, porque ahora estoy llorando).

No. No debo llorar, porque estamos en un bosque.
Tú ya conoces las delicias del bosque (las conoces por los cuentos,
porque tú nunca has debido estar en un bosque,
o por lo menos no has estado nunca en esta deliciosa soledad,
con tu hermanito).
Mira, esa llama rubia que velocísimamente repiquetea las ramas
de los pinos,
esa llama que como un rayo se deja caer al suelo, y que ahora
de un bote salta a mi hombro,
no es fuego, no es llama, es una ardilla.
¡No toques, no toques ese joyel, no toques esos diamantes!
¡Qué luces de fuego dan, del verde más puro, del tristísimo y virginal
amarillo, del blanco creador, del más hiriente blanco!
¡No, no lo toques!: es una tela de araña, cuajada de gotas de rocío.
Y esa sensación que ahora tienes de una ausencia invisible, como una
bella tristeza, ese acompasado y ligerísimo rumor de pies lejanos,
ese vacío, ese presentimiento súbito del bosque,
es la fuga de los corzos. ¿No has visto nunca corzas en huida?
¡Las maravillas del bosque! Ah, son innumerables; nunca te las podría
enseñar todas, tendríamos para toda una vida…

…para toda una vida. He mirado, de pronto, y he visto tu bello rostro
lleno de arrugas,
el torpor de tus queridas manos deformadas,
y tus cansados ojos llenos de lágrimas que tiemblan.
Madre mía, no llores: víveme siempre en sueño.
Vive, víveme siempre ausente de tus años, del sucio mundo hostil,
de mi egoísmo de hombre, de mis palabras duras.
Duerme ligeramente en ese bosque prodigioso de tu inocencia,
en ese bosque que crearon al par tu inocencia y mi llanto.
Oye, oye allí siempre cómo te silba las tonadas nuevas tu hijo, tu hermanito, para arrullarte el sueño.

No tengas miedo, madre. Mira, un día ese tu sueño cándido se te hará
de repente más profundo y más nítido.
Siempre en el bosque de la primer mañana, siempre en el bosque
nuestro.
Pero ahora ya serán las ardillas, lindas, veloces llamas, llamitas de
verdad;
y las telas de araña, celestes pedrerías;
y la huida de corzas, la fuga secular de las estrellas a la busca de Dios.
Y yo te seguiré arrullando el sueño oscuro, te seguiré cantando.
Tú oirás la oculta música, la música que rige el universo.
Y allá en tu sueño, madre, tú creerás que es tu hijo quien la envía.
Tal vez sea verdad: que un corazón es lo que mueve el mundo.
Madre, no temas. Dulcemente arrullada, dormirás en el bosque el más
profundo sueño.
Espérame en tu sueño. Espera allí a tu hijo, madre mía.

La invasión de las siglas
(poemilla muy incompleto)

A la memoria de Pedro Salinas, a quien en 1948 oí por primera vez la troquelación «siglo de siglas».

 

USA, URSS.

USA, URSS, OAS, UNESCO:
ONU, ONU, ONU
TWA, BEA, K.L.M., BOAC
¡RENFE, RENFE, RENFE!

FULASA, CARASA, RULASA,
CAMPSA, CUMPSA, KIMPSA;
FETASA, FITUSA, CARUSA,
¡RENFE, RENFE, RENFE!

¡S.O.S., S.O.S., S.O.S.,
¡S.O.S., S.O.S., S.O.S.!

Vosotros erais suaves formas:
INRI, de procedencia venerable,
S.P.Q.R., de nuestra nobleza heredada.
Vosotros nunca fuisteis invasión.
Hable
al ritmo de las viejas normas
mi corazón,
porque este gris ejército esquelético
siempre avanza
(PETANZA, KUTANZA, FUTRANZA);
frenético
con férreos garfios (TRACA, TRUCA, TROCA)
me oprime,
me sofoca,
(siempre inventando, el maldito, para que yo rime:
ARAMA, URUMA, ALIME,
KINDO, KONDA, KUNDE).
Su gélida risa amarilla
brilla
sombría, inédita, marciana.
Quiero gritar y la palabra se me hunde
en la pesadilla
de la mañana.

Legión de monstruos que me agobia,
fríos andamiajes en tropel:
yo querría decir madre, amores, novia;
querría decir vino, pan, queso, miel.
¡Qué ansia de gritar
muero, amor, amar!

Y siempre avanza:
USA, URSS, OAS, UNESCO,
KAMPSA, KUMPSA, KIMPSA,
PETANZA, KUTANZA, FUTRANZA…

¡S.O.S., S.O.S., S.O.S.!
Oh, Dios, dime,
¿hasta que yo cese,
de esta balumba
que me oprime,
no descansaré?

¡Oh dulce tumba:
una cruz y un R.I.P.!

Dámaso Alonso, Madrid, 1898-1990

¿Existes? ¿No existes?

 

I
¿Estás? ¿No estás? Lo ignoro; sí, lo ignoro.
Que estés, yo lo deseo intensamente.
Yo lo pido, lo rezo. ¿A quién? No sé
¿A quién? ¿a quién? Problema es infinito.

¿A ti? ¿Pues cómo, si no sé si existes?
Te estoy amando, sin poder saberlo.
Simple, te estoy rezando; y sólo flota
en mi mente un enorme «Nada» absurdo.

Si es que tú no eres, ¿qué podrás decirme?
¡Ah!, me toca ignorar, no hay día claro;
la pregunta se hereda, noche a noche:
mi sueño es desear, buscar sin nada.

Me lo rezo a mi mismo: busco, busco.
Vana ilusión buscar tu gran belleza.
Siempre necio creer en mi cerebro:
no me llega más dato que la duda.

¿Quizá tú eres visible? ¿O quizá sólo
serás visible, a inmensidad soberbia?
¿Serás quizá materia al infinito,
de cósmica sustancia difundida?

¿Hallaré tu existir si intento, atónito,
encontrarte a mi ver, o en lejanía?
La mayor amplitud, cual ser inmenso,
buscaré donde el mundo me responda.

 

II
¿Pedir sólo lo inmenso conocido?
¿Pedir o preguntar al Universo?
No al universo de la tierra nuestra,
bajo, insensible, monstruoso, duro;

sí al Universo enorme, ya sin límites,
con planetas, los astros, las galaxias:
tal un dios material, flotando luces
en billones de años, sin fronteras.

Allí hay humanidades infinitas;
las llamo tal, mas son de extrañas formas:
nada igual a los hombres de esta tierra,
que aquí lloramos nuestra vida inmunda.

¡Extremado universo, inmenso, hermoso!
Con eterna amplitud, materias cósmicas,
avanzan infinitas las galaxias,
nebulosas: son gas, sólidas, líquidas.

 

III
Inmensidad, cierto es.
Mas yo no quiero
inmensidad-materia; otra es la mía,
inmateria que exista ( ¡ay, si no existe! ),
eterna, de omnisciencia, omnipotente.

No material, ¿pues que? Te llamo espíritu
( porque en mi vida espíritu es lo sumo ).
Yo ignoro si es que existes; y si espíritu.
Yo, sin saber, te adoro, te deseo.

esto es máximo amor; mi amor te inunda;
el alma se me irradia en adorarte;
mi vida es tuya sólo ( ¿ya no dudo? ).
Amor, no sé si existes. Tuyo, te amo.

Insomnio

 

Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres
(según las últimas estadísticas).

A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo en este
nicho en el que hace 45 años que me pudro,
y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar los
perros, o fluir blandamente la luz de la luna.

Y paso largas horas gimiendo como el huracán, ladrando como
un perro enfurecido, fluyendo como la leche de la ubre
caliente de una gran vaca amarilla.

Y paso largas horas preguntándole a Dios, preguntándole por
qué se pudre lentamente mi alma,
por qué se pudren más de un millón de cadáveres en esta
ciudad de Madrid,
por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente en el mundo.

Dime, ¿qué huerto quieres abonar con nuestra podredumbre?
¿Temes que se te sequen los grandes rosales del día,
las tristes azucenas letales de tus noches?

Viento de noche

 

El viento es un can sin dueño,
que lame la noche inmensa.
La noche no tiene sueño.
Y el hombre, entre sueños, piensa.

Y el hombre sueña, dormido,
que el viento es un can sin dueño,
que aúlla a sus pies tendido
para lamerle el ensueño.

Y aun no ha sonado la hora.

La noche no tiene sueño:
¡alerta, la veladora!

Vida

 

Entre mis manos cogí
un puñadito de tierra.
Soplaba el viento terrero.
La tierra volvió a la tierra.

Entre tus manos me tienes,
tierra soy.
El viento orea
tus dedos, largos de siglos.

Y el puñadito de arena
-grano a grano, grano a grano-
el gran viento se lo lleva.

Mujer con alcuza

 

¿Adónde va esa mujer,
arrastrándose por la acera,
ahora que ya es casi de noche,
con la alcuza en la mano?

Acercaos: no nos ve.
Yo no sé qué es más gris
si el acero frío de sus ojos,
si el gris desvaído de ese chal
con el que se envuelve el cuello y la cabeza
o si el paisaje desolado de su alma.

Va despacio, arrastrando los pies
desgastando suela, desgastando losa,
pero llevada
por un terror
oscuro,
por una voluntad de esquivar algo horrible.

Sí, estamos equivocados.
Esta mujer no avanza por la acera
de esta ciudad,
esta mujer va por un campo yerto,
entre zanjas abiertas, zanjas antiguas, zanjas recientes
y tristes caballones,
de humana dimensión, de tierra removida
de tierra
que ya no cabe en el hoyo de donde se sacó,
entre abismales pozos sombríos,
y turbias simas súbitas
llenas de barro y agua fangosa y sudarios harapientos del color de la desesperanza.

Oh sí, la conozco.
Esta mujer yo la conozco: ha venido en un tren
en un tren muy largo
ha viajado durante muchos días y durante muchas noches:
unas veces nevaba y hacía mucho frío,
otras veces lucía el sol y remejía el viento
arbustos juveniles
en los campos en donde incesantemente estallan extrañas flores encendidas.
Y ella ha viajado y ha viajado,
mareada por el ruido de la conversación,
por el traqueteo de las ruedas
y por el humo, por el olor a nicotina rancia.
¡Oh!:
noches y días,
días y noches,
noches y días,
días y noches,
y muchos, muchos días,
y muchas, muchas noches.

Pero el horrible tren ha ido parando
en tantas estaciones diferentes,
que ella no sabe con exactitud ni cómo se llamaban,
ni los sitios,
ni las épocas.

Ella recuerda sólo
que en todas hacía frío,
que en todas estaba oscuro,
y que al partir, al arrancar el tren
ha comprendido siempre
cuán bestial es el topetazo de la injusticia absoluta,
ha sentido siempre
una tristeza que era como un ciempiés monstruoso que le colgara de la mejilla,
como si con el arrancar del tren le arrancaran el alma,
como si con el arrancar del tren le arrancaran innumerables margaritas,
blancas cual su alegría infantil en la fiesta del pueblo
como si le arrancaran los días azules, el gozo de amar a Dios
y esa voluntad de minutos en sucesión que llamamos vivir.

Pero las lúgubres estaciones se alejaban,
y ella se asomaba frenética a las ventanillas,
gritando y retorciéndose,
sólo
para ver alejarse en la infinita llanura
eso, una solitaria estación
un lugar
señalado en las tres dimensiones del gran espacio cósmico
por una cruz
bajo las estrellas,
y por fin se ha dormido,
sí, ha dormitado en la sombra,
arrullada por un fondo de lejanas conversaciones
por gritos ahogados y empañadas risas,
como de gentes que hablaran a través de mantas bien espesas,
sólo rasgadas de improviso
por lloros de niños que se despiertan mojados a la media noche,
o por cortantes chillidos de mozas a las que en los túneles les pellizcan las nalgas,
… aún mareada por el humo del tabaco.

Y ha viajado noches y días,
sí, muchos días
y muchas noches.
Siempre parando en estaciones diferentes,
siempre con un ansia turbia, de bajar ella también, de quedarse ella también,
ay,
para siempre partir de nuevo con el alma desgarrada
para siempre dormitar de nuevo en trayectos inacabables.

… No ha sabido cómo.
Su sueño era cada vez más profundo,
iban cesando,
casi habían cesado por fin los ruidos a su alrededor:
sólo alguna vez una risa como un puñal que brilla un instante en las sombras,
algún chillido como un limón agrio que pone amarilla un momento la noche.
Y luego nada.
Sólo la velocidad,
sólo el traqueteo de maderas y hierro
del tren,
sólo el ruido del tren.

Y esta mujer se ha despertado en la noche,
y estaba sola,
y ha mirado a su alrededor,
y estaba sola
y ha comenzado a correr por los pasillos del tren,
de un vagón a otro,
y estaba sola,
y ha buscado al revisor, a los mozos del tren,
a algún empleado,
a algún mendigo que viajara oculto bajo un asiento,
y estaba sola
y ha gritado en la oscuridad,
y estaba sola,
y ha preguntado en la oscuridad,
y estaba sola,
y ha preguntado
quién conducía,
quien movía aquel horrible tren.
Y no le ha contestado nadie,
porque estaba sola,
porque estaba sola.
Y ha seguido días y días,
loca, frenética,
en el enorme tren vacío,
donde no va nadie,
que no conduce nadie.

… Y ésa es la terrible,
la estúpida fuerza sin pupilas,
que aún hace que esa mujer
avance y avance por la acera,
desgastando la suela de sus viejos zapatones,
desgastando las losas,
entre zanjas abiertas a un lado y otro,
entre caballones de tierra,
de dos metros de longitud,
con ese tamaño preciso
de nuestra ternura de cuerpos humanos.
Ah, por eso esa mujer avanza
(en la mano, como el atributo de una semidiosa, su alcuza),
abriendo con amor el aire, abriéndolo con delicadeza exquisita,
como si caminara surcando un mar de cruces, o un bosque de cruces,
o una nebulosa de cruces,
de cercanas cruces,
de cruces lejanas.

Ella,
en este crepúsculo que cada vez se ensombrece más
se inclina
va curvada como un signo de interrogación
con la espina dorsal arqueada
sobre el suelo.
¿Es que se asoma por el marco de su propio cuerpo de madera
como si se asomara por la ventanilla
de un tren,
al ver alejarse la estación anónima
en que se debía haber quedado?
¿Es que le pesan, es que le cuelgan del cerebro
sus recuerdos de tierra en putrefacción,
y se le tensan tirantes cables invisibles
desde sus tumbas diseminadas?
¿O es que como esos almendros
que en el verano estuvieron cargados de demasiada fruta
conserva aún en el invierno el tierno vicio
guarda aún el dulce álabe
de la cargazón y de la compañía,
en sus; tristes ramas desnudas, donde ya ni se posan los pájaros?

¿Cómo era?

¿Cómo era Dios mío, cómo era?
Juan Ramón Jiménez

 

La puerta, franca.
Vino queda y suave.
Ni materia ni espíritu. Traía
una ligera inclinación de nave
y una luz matinal de claro día.

No era de ritmo, no era de armonía
ni de color. El corazón la sabe,
pero decir cómo era no podría
porque no es forma, ni en la forma cabe.

Lengua, barro mortal, cincel inepto,
deja la flor intacta del concepto
en esta clara noche de mi boda,

y canta mansamente, humildemente,
la sensación, la sombra, el accidente,
mientras ella me llena el alma toda.

Adiós al poeta Rafael Melero
(muerto de cáncer a los 39 años)

 

No hay que llorarte, Melero.
Fuera llantos. Lo que quiero
es patear,
gritar que está muy mal hecho
—¡no hay derecho, no hay derecho!—
y no llorar.

Juntó tu esencia secreta
la vida, y creó un poeta:
un corazón,
que en ensueño se doblaba
y en clara estela dejaba
su sazón…

No se forja así un poeta
para hacerle la peseta,
y como en un
juego estúpido y malvado,
romper lo más delicado
al tuntún.

¿Qué bestia gris burriciega
trota idiota, y te nos siega
al trompicón?
¿qué negro toro marrajo
te metió ese golpe bajo,
a traición?

No lloro por ti, Melero
(mira mis ojos): yo quiero
protestar,
gritar que es un asco, ea,
y maldecir —a quien sea—,
y no llorar.

A los que van a nacer

 

¡Cuán cerca todavía
de las manos de Dios! ¿Sentís su aliento
rugir entre los cedros del Levante?
¿Hay en vuestras pupilas rabos de oro,
vedijitas, aún, incandescentes,
de la gran lumbrarada creadora?
¿O fraguasteis, tal vez, en su sonrisa
-sonrisillas de Dios, niños dormidos-
y juerga en vuestras salas,
niño eternal, gran inventor de juegos?
Oh, vosotros le veis, seres profundos,
y saltáis en el vientre de la madre.

¿Qué peces de colores
os surcan aguas del dorado sueño?
¿Qué divinos esquifes
-juguetes sin engaño-
cruzan el día albar de vuestro cauce?
¿De qué extraña ladera
son esas pedrezuelas diminutas
que bullen al manar de vuestras aguas?
Oh fuentes silenciosas.
Oh soterradas fuentes
de los enormes ríos de la vida.

Seréis torrente en furia
que va a rodar al páramo. Seréis
indagación y grito sin respuesta.
Ay, guardad esta luz estremecida.
Ay, refrenad el agua,
volved al centro exacto.
Ay de vosotros.

… Ay de estos cieguecitos
de leche no cuajada,
de tierna pulpa vegetal, dormida.
Ay, copos de manteca,
que hacia el mercado vais –de sus ordeños
modelados por Dios, aún en su música,
con las gotas aún de su rocío-
entre las verdes hojas de los úteros.

Pausa

 

Pausa, espantosa pausa
de párpados de plomo,
tromba dormida al aire,
pompa de paños, polvo,

donde irrumpen frenéticas
cien mil cristalerías
de fábricas de viento,
que el huracán derriba,

y un martillo de sangre
-¡clo!- que estrangula a pausas
-¡morir!- las simas súbitas
-silencio- de la ráfaga.

Solo

 

Como perro sin amo, que no tiene
huela ni olfato, y yerra
por los caminos…
Antonio Machado

Hiéreme. Sienta
mi carne tu caricia destructora.
Desde la entraña se eleva mi grito,
y no me respondías. Soledad
absoluta. Solo. Solo.
Sí, yo he visto estos canes errabundos,
allá en las cercas últimas,
jadeantes huir a prima noche,
y esquivar las cabañas
y el sonoro redil, donde mastines
más dichosos, no ignoran
ni el duro pan ni el palo del pastor.
Pero ellos huyen,
hozando por las secas torrenteras,
venteando luceros, y si buscan
junto a un tocón del quejigal yacija,
pronto otra vez se yerguen:
se yerguen y avizoran la hondonada
de las sombras, y huyen
bajo la indiferencia de los astros,
entre los cierzos finos.

Mañana lenta

 

Mañana lenta,
cielo azul,
campo verde,
tierra vinariega.
Y tú, mañana, que me llevas.
carreta
demasiado lenta,
carreta demasiado llena
de mi hierba nueva,
temblorosa y fresca,
que ha de llegar —sin darme cuenta—
seca.

Vida

 

Entre mis manos cogí
un puñadito de tierra.
Soplaba el viento terrero.
La tierra volvió a la tierra.
Entre tus manos me tienes,
tierra soy.
El viento orea
tus dedos, largos de siglos.
Y el puñadito de arena
-grano a grano, grano a grano-
el gran viento se lo lleva.

Dámaso Alonso, Madrid, 1898-1990