De madrugada reviso la habitación del hotel antes de marchar.
Recorro en taxi la distancia que me separa del aeropuerto
como si rasgara un cuerpo de seda con un estilete de frío.
Atrás quedan luces y puentes, el cansancio de las avenidas desiertas,
los hospitales y los suburbios, el humo sucio de las chimeneas
y las torres de alta tensión junto a un puñado de hombres abandonados
en el territorio frágil de las aceras y también barrios dormitorio
feos como mellados cuchillos sin mango: tras el silencio de la ciudad escondida
hay sacrificios humanos difíciles de juzgar.
El cielo oscuro es una curva sin estrellas como de cemento y cueva.
Es así, el aeropuerto espera y hay una línea divisoria
en algún lugar de este amanecer roto que nos define sin piedad
y policías y un hombre con gorra conduce una máquina
que abrillanta el vasto espacio de la confusión organizada
donde hay un horario diferente para Toronto, Río de Janeiro, Casablanca,
Lisboa, Frankfurt, Estambul, Hong Kong y Seúl.
Ningún cuerpo sólido es más ligero que el aire
y hace días que un dolor intenso me perfora el ojo derecho
y a partir de hoy nada será lo mismo.
Paso el control de seguridad donde observan
las interioridades de los recipientes como si fuera la topografía de un tesoro.
En el Travel Shopping me lleno las manos de perfumes
con nombres de territorios imaginarios (Dolce Gavanna, Kalvin Klein).
Hay gente que se despide moviendo la mano
con temor a romper la fugacidad del destino.
Frente a ellos, la mirada de aquella mujer es el portento del dolor
mientras yo desprendo esa seguridad forjada en la soledad
de los avatares y las tristezas
la del enfermo terminal que sonríe…

De madrugada reviso la habitación (1′ 54″)

del libro «Programa de mano»