«Su Alteza Real, damas y caballeros,

He elegido este tema para mi lectura de esta noche porque pienso que las más actuales discusiones en política y teoría política no toman suficientemente en cuenta la psicología. Hechos económicos, estadísticas demográficas, organización constitucional, etc., se exponen minuciosamente. No hay dificultad en saber cuántos surcoreanos o qué tantos norcoreanos habían cuando empezó la guerra de Corea. Si miran en los libros correctos, serán capaces de determinar cuál era su ingreso promedio por cabeza, y cuál era el tamaño de sus respectivos ejércitos. Pero si quieren conocer qué clase de persona es un coreano, y si hay alguna diferencia notable entre un norcoreano y un surcoreano; si desean saber qué quieren respectivamente de la vida, cuáles son sus descontentos, cuáles son sus esperanzas y sus miedos; en una palabra, qué es lo que, como dicen, «makes them tick»1, entonces buscarán a través de los libros referenciados, en vano. Y por lo tanto no podrán diferenciar si los surcoreanos son entusiastas sobre la ONU, o si prefieren la unión con sus primos en el norte. Ni tampoco pueden adivinar si ellos están dispuestos a renunciar a la reforma agraria por el privilegio de votar por algunos políticos de los cuales nunca han escuchado. Es la negligencia de tales preguntas hechas por los hombres eminentes que se sientan en las capitales remotas, las que frecuentemente causan decepción. Si la política se vuelve científica, y el acontecimiento no sorprende constantemente, es imperativo que nuestro pensamiento político deba penetrar más profundamente en los resortes de la acción humana. ¿Cuál es la influencia del hambre sobre los slogans? ¿cómo su eficacia fluctúa con el número de calorías en tu dieta? Si un hombre te ofrece democracia y otro te ofrece una bolsa de granos ¿en qué etapa de inanición estás si prefieres el grano al voto? Tales preguntas son demasiado poco consideradas. Sin embargo, por el momento, vamos a olvidar a los coreanos y considerar la raza humana.

Toda actividad humana es impulsada por el deseo. Hay una teoría avanzada completamente falaz propuesta por algunos moralistas fervientes en el sentido que es posible resistir al deseo en función del deber y el principio moral. Digo que esto es falaz, no porque ningún hombre actúe nunca desde un sentido del deber, sino porque el deber no tiene ninguna influencia sobre él a menos que desee ser obediente. Si desean saber qué harán los hombres, deben conocer no solo, o principalmente, sus circunstancias materiales, sino más bien todo el sistema de sus deseos con sus fuerzas relativas.

Hay algunos deseos que, aunque muy poderosos, no tienen como regla general, alguna importancia política relevante. La mayoría de los hombres en algún periodo de sus vidas desean casarse, pero por regla, ellos no pueden satisfacer este deseo sin tener que tomar alguna acción política. Hay, por supuesto, excepciones; la violación de las mujeres sabinas es un buen ejemplo. Y el desarrollo del norte de Australia está seriamente impedido por el hecho de que los jóvenes vigorosos quienes deben hacer el trabajo no les gusta estar totalmente privado de la sociedad femenina. Pero tales casos son inusuales, y, en general, el interés mutuo que comparten hombres y mujeres tienen poca influencia sobre la política.

Los deseos que son políticamente importantes pueden estar divididos en un grupo primario o un grupo secundario. En el grupo primario vienen las necesidades vitales: comida, protección y ropa. Cuando estas cosas se vuelven muy escasas, no hay límite para los esfuerzos que los hombres harán, o la violencia que ellos exhibirán en la esperanza de asegurarlos. Los estudiantes de la más temprana historia dicen que, en cuatro ocasiones diferentes, la sequía en Arabia causo que la población de ese país se derramara en las regiones circundantes, con inmensos efectos políticos, culturales y religiosos. La última de esas cuatro ocasiones fue el surgimiento del Islam. La expansión gradual de las tribus germánicas desde el sur de Rusia a Inglaterra, y desde allí a San Francisco, tuvo motivos similares. Sin duda alguna el deseo por la comida ha sido, y sigue siendo, una de las causas principales de los grandes acontecimientos políticos.

Pero el hombre difiere de otros animales en un muy importante aspecto, y ese es que él tiene algunos deseos que son, por decirlo de alguna manera, infinitos, que no pueden estar nunca gratamente satisfechos, y que lo mantienen inquieto incluso en el paraíso. La boa constrictor, cuando ha tenido una adecuada alimentación, se va a dormir y no se despierta hasta que necesita alimentarse de nuevo. Los seres humanos, en su mayor parte, no son así. cuando los árabes, quienes han estado acostumbrados a vivir con mesura en unas cuantas fechas, adquirieron la riqueza del Imperio Romano de Oriente, y vivieron en palacios de lujo casi increíbles, ellos no se volvieron inactivos en este sentido. El hambre ya no podía ser más un motivo, pues los esclavos griegos les suministraban exquisitas viandas con el ligero asentamiento. Pero oros deseos los mantuvieron activos: cuatro en particular que podemos etiquetar como la adquisición, la rivalidad, la vanidad y el amor al poder.

Adquisición – el deseo de poseer tantos bienes como sea posible, o el título de los bienes- es un motivo que, supongo, tiene su origen en una combinación entre el miedo y el deseo por cosas necesarias. Una vez fui amigo de dos pequeñas niñas de Estonia, quienes escaparon por poco de la muerte por inanición en una hambruna. Ellas vivían en mi familia, y por supuesto tenían mucho para comer. Pero ellas gastaban todo su tiempo libre visitando granjas vecinas y robando papas que luego acumulaban. Rockefeller, quien en su infancia experimentó gran pobreza, gastó toda su vida adulta de manera similar. Del mismo modo, los jefes árabes en sus sedosos divanes bizantinos no podían olvidar el desierto y acumularon riquezas más allá de cualquier posible necesidad física. Pero cualquiera que sea el psicoanálisis sobre la adquisición, nadie puede negar que es uno de los grandes motivos, especialmente entre los más poderosos, porque, como dije antes, es uno de los infinitos motivos. Por mucho que puedas adquirir, siempre vas a desear adquirir más; la saciedad es un sueño que siempre escapa de ti.

Pero la adquisición, aunque es el motor principal del sistema capitalista, no es de ninguna manera el más poderoso de los motivos que sobreviven a la conquista del hambre. La rivalidad es un motivo mucho más fuerte. Una y otra vez en la historia de los musulmanes, las dinastías han llegado a la pena a causa de hijos de un sultán cuyas diferentes madres no pudieron ponerse de acuerdo y en la consiguiente guerra civil universal resultó la ruina. La misma clase de cosas suceden en la Europa moderna. Cuando el gobierno británico, muy insensatamente, permitió al Kaiser estar presente en una revisión naval en Spithead, el pensamiento que surgió en su mente no fue el que nosotros habíamos querido. Lo que él pensaba era «debo tener una armada tan buena con la de mi abuela». Y a partir de este pensamiento han salido todos los subsecuentes problemas. El mundo sería un lugar más feliz si la adquisición fuera siempre tan fuerte como la rivalidad. Pero de hecho, un gran número de hombres se enfrentarán con alegría al empobrecimiento si pueden así asegurar la completa ruina de su rival. De ahí el nivel actual de tributación.

La vanidad es un motivo de inmensa potencia. Cualquiera que tenga mucho que ver con niños sabe cómo ellos están constantemente actuando alguna broma, y diciendo «mírenme». Ese «mírenme» es uno de los deseos más fundamentales del corazón humano. Puede tomar innumerables formas, desde la bufoneria hasta la búsqueda de la fama póstuma. Había un príncipe italiano del renacimiento a quien el sacerdote le preguntó si en su lecho de muerte tendría algo de lo cual arrepentirse. «Sí» dijo él. «Hay una cosa. En una ocasión tuve la visita del Emperador y del Papa al mismo mismo tiempo. Los tomé a ambos a la cima de mi torre para apreciar la vista, y descuide la oportunidad de arrojarlos a ambos, lo que me habría dado una fama inmortal». La historia no nos cuenta si el sacerdote le dio su absolución. Uno de los problemas de la vanidad es que crece cuando se le alimenta. Cuanto más se hable de ti, más desearás que hablen de ti. El asesino condenado a quién se le permite ver el relato de su juicio en la prensa se indigna si él encuentra en el periódico que han reportado la noticia inadecuadamente. Y cuanto más se encuentra en otros periódicos, más indignado estará con aquellos cuyos reportes son escasos. Los políticos y literatos están en la misma situación. Y mientras más famosos se conviertan, será más difícil para la prensa satisfacerlos. Es apenas posible exagerar la influencia de la vanidad durante toda la gama de la vida humana, desde el niño de tres hasta el monarca que hace temblar el mundo cuando frunce el ceño. La humanidad ha cometido incluso la impiedad de atribuir deseos similares a la Deidad, a quienes ellos imaginan ávido por la alabanza continua.

Pero grande como es la influencia que hemos estado considerando, hay uno que pesa más que todos los demás. Me refiero al amor al poder. El amor al poder es cercanamente parecido a la vanidad. Pero de ninguna manera esto significa que sean la misma cosa. Lo que la vanidad necesita para su satisfacción es gloria, y es fácil tener gloria sin poder. Las personas que gozan de mayor gloria en los Estados Unidos son las estrellas de cine, pero pueden ser colocadas en su sitio por el comité de actividades no americanas, que no goza de ninguna gloria. En Inglaterra, el Rey tiene más gloria que el primer ministro, pero el primer ministro tiene más poder que el Rey. Mucha gente prefiere la gloria al poder, pero en general, estas personas producen menos efectos sobre el transcurso de los acontecimientos que aquellas personas que prefieren el poder sobre la gloria. Cuando Blücher, en 1814, vio los palacios de Napoleón, él dijo, «Acaso no fue un tonto al tener todo esto y aún así ir corriendo por Moscú». Napoleón, quien ciertamente no estaba desprovisto de vanidad, prefería el poder cuando tenía que elegir. Para Blücher, esta elección parecía estúpida. El poder, de la misma manera que la vanidad, es insaciable. Nada menos que la omnipotencia puede satisfacerlo completamente. Y como es, especialmente, el vicio de los hombres enérgicos, la eficacia causal del amor al poder está por fuera de toda proporción por su frecuencia, Esto es, de hecho, por mucho, el más fuerte motivo en las vidas de los hombres importantes.

El amor al poder se incrementa mucho al experimentar el poder, y esto se aplica al poder mestizo como al de los potentados. In los días felices antes de 1914 cuando las señoras bien podían adquirir un montón de sirvientes, su placer en ejercer poder sobre los empleados domésticos aumentó constantemente con la edad. De la misma manera, en cualquier régimen autocrático, quienes tienen el poder se vuelven más tiránicos con la experiencia de los placeres que el poder pude permitirse. Dado que el poder sobre los seres humanos se manifiesta haciendo que hagan lo que preferirían no hacer, el hombre que actúa por amor al poder es más propenso a infligir dolor que a permitir placer. Si le piden a su jefe una licencia de la oficina en alguna ocasión legítima, su amor al poder obtendrá más satisfacción al negarla que al permitirla. Si ustedes requieren un permiso de construcción, el funcionario de menor importancia tendrá más placer al decir «No» que al decir «Sí». Es por este tipo de cosas que hacen que el amor al poder tan peligroso motivo.

Pero tiene otros lados que son más deseables. La búsqueda de conocimiento es, producida principalmente por el amor al poder. Y así son todos los avances en la técnica científica. En política, también un reformador puede tener el mismo amor al poder que el déspota. Sería un completo error desacreditar el amor al poder como únicamente un motivo. Si usted va a ser conducido por este motivo a acciones que son útiles, o a acciones que son perniciosas, depende del sistema social y de sus capacidades. Si sus capacidades son teoréticas o técnicas, entonces contribuirán al conocimiento o a la técnica, y, como regla general, su actividad será útil. Si ustedes son unos políticos tal vez actúen por amor al poder, pero por regla este motivo se unirá al deseo para ver algún estado de fantasías realizadas que, por alguna razón, prefieren el status quo. Un gran general, como Alcibiades, puede ser muy indiferente en relación al lado por el cual pelea, pero la mayoría de los generales prefieren luchar por su propio país, y tener, por lo tanto, otros motivos además del amor al poder. El político puede cambiar de lado tan frecuentemente para encontrarse siempre a sí mismo en la mayoría. pero la mayoría de los políticos tienen preferencia por un partido que por otro, y subordina su amor al poder por esta preferencia. El amor al poder más puro como es posible se ve en diferentes tipos de hombre. Un tipo es el soldado de la fortuna, de quien Napoleón es el ejemplo supremo. Pienso que Napoleón no tenía preferencia ideológica por Francia sobre Córcega, pero si se hubiera convertido en emperador de Córcega no habría sido un hombre tan grande como él se hizo al pretender ser un Francés. Tales hombres, sin embargo, no son muy puros ejemplos, ya que también obtienen inmensa satisfacción de la vanidad. El tipo más puro es el de la eminence grise, el poder detrás del trono que nunca aparece en público, y se limita a abrazarse con el pensamiento secreto: «Cuán poco saben esas marionetas sobre quién está controlando los hilos.» El Barón Holstein, quien controló la política exterior del Imperio Alemán desde 1890 a 1906, ilustra este tipo de perfección. Él vivía en un barrio bajo; nunca apareció en sociedad; evitaba encontrarse con el Emperador, excepto en una única ocasión cuando no pudo resistirse a lo inoportuno del Emperador; rechazó todas las invitaciones a las Funciones de la Corte alegando que él no poseyó ningún vestido del tribunal. Él había adquirido secretos que le permitían chantajear al Canciller y a muchos de los íntimos del Kaiser. Él usaba el poder del chantaje, no para adquirir riqueza, o fama, o alguna otra ventaja obvia, sino simplemente para adoptar la política extranjera que él quería. En el Este, no eran raros este tipo de personajes entre los Eunucos.

He llegado ahora a otros motivos que, aunque en un sentido menos fundamental que estos que hemos estado considerando, siguen siendo de considerable importancia. El primer motivo es el amor a lo emocionante. Los seres humanos muestran su superioridad sobre los brutos por su capacidad de aburrimiento, aunque yo a veces he pensado, examinando los simios en el zoológico, que ellos, tal vez, tengan los rudimentos de esta tediosa emoción. Sin embargo esto puede ser, la experiencia muestra que esa huida del aburrimiento es realmente uno de los más poderosos deseos de casi todos los seres humanos. Cuando los hombres blancos entran en contacto por primera vez con alguna raza impoluta de salvajes, les ofrecen todo tipo de beneficios desde la luz del evangelio hasta el pastel de calabaza. A los cuales, sin embargo, por mucho que podamos lamentarlo, la mayoría de los salvajes los reciben con indiferencia. Lo que ellos realmente valoran por encima de los regalos que nosotros les llevamos es el embriagador licor que les permite, por la primera vez en sus vidas, tener la ilusión por unos cuantos breves momentos que es mejor estar vivo que estar muerto. Los Indios Rojos, mientras ellos no eran aún afectados por el hombre blanco, fumaban sus pipas, no calmados como nosotros, sino orgiásticamente, inhalando tan profundo que se hundían en su desmayo. Y cuando la excitación por la nicotina fallaba, un orador patriótico los agitaba para atacar una tribu vecina, lo que les daría todo el regocijo que nosotros (de acuerdo a nuestro temperamento) derivamos de una carrera de caballos o una elección general. El placer por apostar consiste casi completamente en excitación. Monsieur Huc describe que los comerciantes chinos, en la Gran Muralla en invierno, apostaban hasta perder todo el dinero, luego procedían a perder toda su mercancía, y en las últimas apuestas perdían su ropa hasta quedar desnudos y luego morir de frío. Con los hombres civilizados, como con las primitivas tribus de los Indios Rojos, pienso que es principalmente el amor a lo emocionante lo que hace aplaudir al pueblo cuando estalla la guerra; la emoción es exactamente la misma que en un encuentro de fútbol, aunque los resultados son aveces más serios.

No es totalmente fácil decidir cuál es la raíz del amor a lo emocionante. Me inclino a pensar que nuestro maquillaje mental se adapta a la etapa en que los hombres vivían de la caza. Cuando un hombre gasta un largo día con armas muy primitivas en acechar a un ciervo con la esperanza de cenar, y cuando al final del día arrastra triunfalmente el cadáver a su cueva, se hunde en contenta fatiga, mientras su esposa se viste y cocina la carne. Él estaba somnoliento, con sus huesos adoloridos, y el olor de lo cocinado llenaba cada rincón y grieta de su consciencia. Al final, después de comer, se hunde en un profundo sueño. En tal vida no había ni tiempo ni energía para el aburrimiento. Pero cuando tomó la agricultura, e hizo que su esposa hiciera todo el trabajo duro en los campos, él tuvo tiempo para reflexionar sobre la vanidad de la vida humana, para inventar mitologías, sistemas filosóficos y soñar sobre la vida futura en la que podría cazar jabalíes eternamente en el Valhalla. Nuestro maquillaje mental se adapta a una vida de severa labor física. Solía, cuando era más joven, tomar mis días festivos para caminar. Cubría 25 millas por día, y cuando el anochecer llegaba no tenía necesidad alguna por mantenerme alejado del aburrimiento , puesto que el placer de sentarme era claramente suficiente. Pero la vida moderna no puede conducirse sobre estos principios físicamente agotadores. Una gran parte del trabajo es sedentario, y la mayor parte de los trabajos manuales ejercitan unos pocos músculos especializados. Cuando las multitudes se reúnen en Trafalgar Square para aclamar el eco de un anuncio en que el gobierno ha decidido matarlos, no lo harían si todos ellos hubieran caminado 25 millas ese día. Esta cura para la belicosidad es, sin embargo, impracticable, y si la raza humana debe sobrevivir (una cosa que es, quizás, indeseable) otros sentidos deben ser encontrados para asegurar una salida inocente para la inutilizada energía física que produce el amor a lo emocionante. Este es un asunto que que ha sido demasiado poco considerado, tanto por los moralistas como por los reformadores sociales. Los reformadores sociales son de la opinión que ellos tienen cosas más series por considerar. Los moralistas, por otra parte, están inmensamente impresionados con la seriedad de todas las salidas permitidas del amor lo emocionante; La seriedad, sin embargo, en sus mentes, es de ese pecado. Salones de baile, cinemas, esta época del jazz, son todas, si podemos creer a nuestros oídos, puertas de entrada al infierno, y deberíamos estar mejor sentados en casa empleando nuestro tiempo contemplando nuestros pecados. Me encuentro a mi mismo incapaz de estar completamente de acuerdo con los hombres graves que pronuncian estas advertencias. El diablo tiene muchas formas, algunas diseñadas para engañar a los jóvenes, y algunas diseñadas para engañar a los viejos y serios. Si es el Diablo quien tienta a los jóvenes a divertirse ¿no es, quizá, el mismo personaje que persuade a los viejos a condenar su regocijo? ¿y no es la condenación, quizá, simplemente una forma de excitación apropiada para la vejez? ¿y no es, quizás, una droga que, como el opio, tiene que ser tomada en continuas y fuertes dosis para producir el efecto deseado? ¿No es de temer que, a partir de la perversidad del cine, seamos conducidos paso a paso a condenar el partido político opuesto, latinos, italo-americanos, asiáticos, y, en pocas palabras, cualquiera exceptuando los pocos miembros de nuestro club? Y es justamente de esas condenas, cuando están extendidas, que la guerra procede. Nunca he escuchado una guerra proveniente de los salones de baile.

El asunto serio acerca de la excitación es que muchas de sus formas son destructivas. Es destructivo en aquellos quienes no pueden resistirse al exceso de alcohol o de juego. Es destructivo cuando toma la forma de violencia colectiva. Y sobre todo, es destructiva cuando conduce a la guerra. Es una necesidad tan profunda que encontrará salidas dañinas de este tipo, amenos que hayan salidas inocentes a la mano. Hay salidas tan inocentes que se presentan en los deportes, y en política siempre y cuando se mantenga dentro de límites constitucionales. Pero estos no son suficientes, especialmente porque el tipo de política que es más excitante es también el tipo de política que causa más daño. La vida civilizada ha madurado demasiado domesticada y, si ha de ser estable, debe proveer salidas no dañinas para los impulsos que nuestros remotos ancestros satisfacían cazando. En Australia, donde la gente es poca y los conejos son muchos, vi a toda una población satisfaciendo el impulso primitivo a la primitiva manera por la hábil matanza de muchos miles de conejos. Pero en Londres o en Nueva York deben ser encontrados otros medios para satisfacer el primitivo impulso. Pienso que cada gran ciudad debería contener cascadas artificiales para que la gente pueda descender en canoas, que puedan tener piscinas de baño llenas de tiburones mecánicos. Cualquier persona que busque defender una guerra preventiva debería enfrentarse a estos peligros dos horas al día con estos ingeniosos monstruos. Más seriamente, los dolores deben usarse para proveer salidas constructivas para el amor a lo emocionante. Nada en el mundo es más emocionante que el momento de repentino descubrimiento o invención, y muchas más personas son capaces de experimentar tales momentos de lo que a veces se piensa.

Entrelazado con muchos otros motivos políticos hay dos pasiones estrechamente relacionadas a las cuales los seres humanos son, lamentablemente, propensos: me refiero al odio y al miedo. Es normal odiar lo que tememos, y pasa frecuentemente, aunque no siempre, que tememos lo que odiamos. Pienso que esto puede ser tomado por regla sobre los primeros hombres, que ambos temen y odian lo que les resulta poco familiar. Ellos tienen su propia manada, originalmente una muy pequeña. Y dentro de una manada todos son amigos, a menos que exista alguna razón especial de enemistad. Otras manadas son potenciales o actuales enemigos; Un solo miembro que se aparte accidentalmente de su manada será asesinado. Una manada extranjera, como un todo, será evitada o combatida según las circunstancias. Es este mecanismo primitivo el que aún controla nuestra reacción instintiva a las naciones extranjeras. La persona que nunca ha viajado verá a todos los extranjeros como el salvaje considera un miembro de otra manada. Pero el hombre que ha viajado, o quién ha estudiado política internacional, habrá descubierto que, si su manada espera ser próspera, debe, en algún grado, convertirse en una amalgama con otras manadas. Si eres inglés y alguien te dice «los franceses son tus hermanos», tu primer sentimiento instintivo será «Tonterías, ellos encogen sus hombros y hablan francés. Y me han dicho que hasta comen ranas». Si te explica que podemos tener una pelea contra los rusos, que, si es así, será deseable defender la linea del Rin, y que si se quiere proteger la linea del Rin , la ayuda de los franceses es esencial, tú empezarás a ver lo que él quiso decir cuando te dijo que los franceses son tus hermanos. Pero si algún compañero de viaje quisiera decir que los rusos son también tus hermanos, no será capaz de persuadirte, a menos que él pueda mostrar que estamos en peligro a causa de los marcianos. Nosotros amamos aquellos a quienes odian nuestros enemigos, y si no tenemos enemigos, habrá muy poca gente a la que amemos.

Todo esto, sin embargo, solo es verdad mientras nos ocupemos únicamente de las actitudes hacia otros seres humanos. Puedes considerar el suelo como tu enemigo porque proporciona, y a regañadientes, una subsistencia mezquina. Puedes considerar a la Madre Naturaleza en general como tu enemigo y considerar la vida humana como una lucha para obtener lo mejor de la Madre Naturaleza. Si los hombres veían la vida de esta manera, la cooperación de toda la raza humana se volvería más fácil. Y los hombres podrían fácilmente ser enseñados a ver la vida de esta manera si las escuelas, los periódicos y los políticos se dedicaran a este fin. Pero las escuelas están dispuestas a enseñar patriotismo; los periódicos están para incrementar la excitación; y los políticos están para ser reelegidos. Ninguno de los tres, por lo tanto, puede hacer algo para salvar la raza humana del suicidio recíproco.

Hay dos maneras de lidiar con el miedo: una es disminuir con el peligro externo y la otra es cultivar la resistencia estoica. Esto último puede reforzarse, excepto cuando una acción inmediata es necesaria, apartando nuestros pensamientos lejos de la causa del miedo. La conquista del miedo es de gran importancia. El miedo es en sí mismo degradante; fácilmente se convierte en obsesión; genera el odio hacia aquello que es temido, y conlleva precipitadamente a excesos de crueldad. Nada tiene un efecto tan benéfico sobre los seres humanos como la felicidad. Si un sistema internacional pudiera establecer que se remueva el miedo a la guerra, la mejora de la mentalidad cotidiana de la gente del común sería enorme y muy veloz. El miedo, en la actualidad, eclipsa el mundo. La bomba atómica y la bomba bacteriana, empuñada por el perverso comunista o el perverso capitalista, según sea el caso, hacen temblar a Washington y al Kremlin, e impulsan a los hombres más allá del camino que lleva al abismo. Si los asuntos han de mejorar, el primer y esencial paso es encontrar un camino de disminuir el miedo, el mundo en la actualidad está obsesionado con el conflicto de ideologías rivales, y una de las causas aparentes del conflicto es el deseo por la victoria de nuestra propia ideología y la derrota de la enemiga. No pienso que el motivo fundamental tenga que ver con ideologías. Pienso que las ideologías son simplemente una manera de agrupar gente, y las pasiones que se involucran son simplemente aquellas que siempre surgen entre grupos rivales. Existen, por supuesto, varias razones para odiar a los comunistas. En primer lugar, creemos que desean quitarnos nuestra propiedad. Pero también lo hacen los ladrones, y aunque desaprobemos a los ladrones nuestra actitud hacia ellos es muy diferente , de hecho, a nuestra actitud hacia los comunistas, principalmente porque no inspiran el mismo grado de temor. En segundo lugar, odiamos a los comunistas porque ellos son irreligiosos. Pero los chinos han sido irreligiosos desde el siglo once, y solo empezamos a odiarlos cuando ellos abandonaron a Chiang Kai-shek. En tercer lugar, odiamos a los comunistas porque no creen en la democracia, pero no consideramos que esta sea razón para odiar a Franco. En cuarto lugar, los odiamos porque ellos no permiten la libertad; esto nos hace se sentir tan fuertemente que hemos decidido imitarlos. Es obvio que ninguna de ellas es la causa real de nuestro odio. Nosotros los odiamos porque les tememos y nos amenazan. Si los rusos seguían adheridos a la religión griega ortodoxa, si habían instituido el gobierno parlamentario , y si ellos tenían una prensa completamente libre que nos vituperaba diariamente, entonces (a condición de que ellos aún tuvieran fuerzas armadas tan poderosas como tienen ahora) deberíamos seguir odiándolos si nos dieron el terreno para pensar que eran hostiles. Hay, por supuesto, el odium theologicum, y puede ser causa de enemistad. Pero pienso que este es un vástago del sentimiento de la manada: el hombre que tiene una teología diferente se siente extraño; y cualquier cosa que sea extraña debe ser peligrosa. Las ideologías, de hecho, son uno de los métodos por los cuales las manadas son creadas, y la psicología es la misma, sin embargo la manada pudo haber sido generada.

Puede que hayan estado sintiendo que solo permití motivos malos, o, a lo mejor, éticamente neutrales. Me temo que son, como regla general, más poderosos que los motivos más altruistas, pero no niego que existan esos motivos altruistas, y que tal vez, pueden ser efectivos en ocasiones. La agitación contra la esclavitud en Inglaterra a principios del siglo XIX era, indudablemente, altruista y fue minuciosamente efectiva. Su altruismo fue demostrado por el hecho de que en 1833 los contribuyentes británicos pagaron muchos millones en compensación a los propietarios jamaiquinos por la liberación de sus esclavos, y también por el hecho de que en el Congreso de Viena el gobierno británico estaba preparado para hacer importantes concesiones con vistas a inducir a otras naciones al abandono del intercambio de esclavos. Esta es una instancia del pasado, pero la América actual ha ofrecido ejemplos igualmente notables. Sin embargo, no voy a entrar en esto, ya que no quiero embarcarme en controversias actuales.

No creo que pueda cuestionarse que la simpatía es un motivo genuino, y que algunas personas en algunas ocasiones se sienten algo incómodas por los sufrimientos de otras personas. Es la simpatía lo que ha producido que los muchos avances comunitarios de los últimos cien años. Quedamos sorprendidos cuando escuchamos las historias de malos tratos a los lunáticos, y hay, ahora, un buen número de asilos en lo que no son maltratados. No se supone que los prisioneros en los países occidentales sean torturados, y cuando lo son, hay una indignación si los hechos son descubiertos. Nosotros no aprobamos el tratamiento de los huérfanos de la misma manera que son tratados en Oliver Twist. Los países protestantes desaprueban la crueldad contra los animales. En todos estos sentidos la simpatía ha sido políticamente efectiva. Si el miedo a la guerra fuera removido, su eficacia sería mucho más grande. Tal vez la mejor esperanza por el futuro de la humanidad es que se encontrarán maneras de incrementar el alcance y la intensidad de la simpatía.

Ha llegado el momento de resumir nuestra discusión. La política trata más sobre las manadas que sobre los individuos, y las pasiones que son importantes en política son, por lo tanto, aquellas en que varios miembros de una horda dada pueden sentirse de la misma manera. El amplio mecanismo instintivo sobre el cual se construyen edificios políticos es aquel que se construye a partir de la cooperación con la propia manada y la hostilidad contra las otras. La cooperación con la manada nunca es perfecta. Hay miembros que no se conforman, que son, en el sentido etimológico «egregios», es decir, fuera de la manada. Estos miembros son quienes han caído hasta abajo, o subido por encima, del nivel ordinario. Ellos son: idiotas, criminales, profetas y descubridores. Una manada sabia aprende a tolerar la excentricidad de aquellos que se alzan por encima de la media y a tratar con un mínimo de ferocidad a aquellos que caen por debajo de ella.

En cuanto a la relación con otros rebaños la técnica moderna ha producido un conflicto entre el interés propio y el instinto. En días antiguos, cuando dos tribus iban a la guerra, una de ellas exterminaba a la otra y anexaba su territorio. Desde el punto de vista del vencedor, toda la operación fue completamente satisfactoria. El asesinato no era para nada caro, y la emoción era agradable. No es de extrañar que, en tales circunstancias, la guerra persista. Desafortunadamente, seguimos teniendo las emociones apropiadas para tal guerra primitiva, mientras las actuales operaciones de guerra han cambiado completamente. Matar a un enemigo en una guerra moderna es una operación muy costosa. Si consideran cuántos alemanes fueron asesinados en la última guerra y cuanto están pagando los victoriosos en impuestos, ustedes pueden, por suma y luego en una larga división, descubrir el costo de un alemán muerto y lo encontrará considerable. En oriente, es cierto, los enemigos de los alemanes han asegurado las antiguas ventajas de expulsar la población derrotada y ocupar sus tierras. Sin embargo, los vencedores occidentales, no han tenido tales ventajas. Es obvio que la guerra moderna no es buen negocio desde el punto de vista financiero. Aunque ganamos las dos guerras mundiales, deberíamos ser mucho más ricos si no hubieran ocurrido. Si los hombres actuaran por interés propio (exceptuando algunos pocos santos), toda la raza humana cooperaría. No habría más guerras, no más ejércitos, no más marina, no más bombas atómicas. No existirían ejércitos de propagandistas trabajando para envenenar las mentes de una nación A contra una nación B, y recíprocamente de una nación B a una nación A. No abrían ejércitos de funcionarios en las fronteras para prevenir la entrada de libros e ideas extranjeras, por excelentes que fueran. No existirían barreras aduaneras para garantizar la existencia de muchas pequeñas empresas en las que una gran empresa sería más económica. Todo esto podría ocurrir muy rápido si los hombres desearan su propia felicidad de manera tan fervorosa como desean la miseria de sus vecinos. Pero ustedes me dirán ¿cuál es el uso de estos sueños utópicos? Los moralistas se encargarán de que no nos convirtamos en completos egoístas, y aunque nosotros lo hagamos, el milenio será imposible.

No deseo terminar con una nota de cinismo. No niego que hay cosas mejores que el egoísmo, y que algunas personas logran estas cosas. Sostengo, sin embargo, en una mano, que hay pocas ocasiones en que los grandes cuerpos de los hombres, como le concierne a la política, puedan superar el egoísmo, mientras, en la otra mano, hay una gran cantidad de circunstancias en las que las poblaciones caerán por debajo del egoísmo, si el interés es interpretado como interés ilustrado por sí mismo.

Y entre aquellas ocasiones en las que las personas caen por debajo del interés personal, son más las ocasiones en que ellos están convencidos de que están actuando por motivos idealistas. Mucho de lo que pasa como idealismo está disfrazado de odio o de amor al poder. Cuando ustedes ven grandes masas de hombres que se inclinan por lo que aparentan ser motivos nobles, es como mirar, también, por debajo de la superficie y preguntarse a sí mismo qué es lo que hace que esos motivos sean efectivos. Esto sucede, en parte, porque es tan fácil ser tomado como una fachada de nobleza que como una investigación psicológica, tal y como he estado intentando, vale la pena hacer. Yo diría, en conclusión, que si lo que he dicho es correcto, lo principal para hacer al mundo feliz es inteligencia , y esto, después de todo, es una conclusión optimista porque la inteligencia puede ser fomentada a través de métodos ya conocidos de educación».