«Majestad,
Alteza Real,
Alteza,
Señoras y señores,

Se me concede el gran honor de agradecer en nombre de todos los que hemos sido distinguidos en 1994 con los Premios que, en vuestro nombre y bajo vuestro patrocinio, Alteza, distinguen año con año a hombres, mujeres y grupos que trabajamos en las áreas de la comunicación y de las humanidades, las artes, las ciencias, la investigación, los deportes, la cooperación internacional y, coronándolo todo, la concordia que, nos dice Shakespeare, es la música interior del ser humano.

Es, también, esencia de la paz que, en su cantar, un gran rey y poeta que nos pertenece a todos, Salomón, le ofrece por igual a los que están cerca y a los que están lejos: paz para todos, los próximos y los lejanos, la humanidad visible pero también la invisible, la olvidada, la marginada. Por eso, el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia se le da este año al recuerdo necesario, al porvenir imprescindible, a la edad más entrañable del ser humano: la niñez, pero la niñez amenazada hoy en demasiadas calles del planeta.

El tamaño del honor es comparable a la dificultad de hacerme voz de un grupo tan rico, diverso y, sí, necesario, de talentos.

Nos diferencia la profesión, la nacionalidad, la edad, el sexo. Sin embargo, desde la antigüedad griega, existe la tradición de unir los méritos y las ocupaciones distintas en un himno común: tan importante es lo que nos distingue como lo que nos une.

Píndaro, el gran poeta helénico del siglo VI antes de Cristo, nos dejó un canto coral a los vencedores olímpicos en el que se premiaba, conjuntamente, a los deportistas, a los músicos, a los poetas y a los estadistas.

Virtud, valentía, fuerza y justicia, el uso moderado del poder y la gloria que todo ello otorga, son los laureles que Píndaro atribuye a los vencedores de las primeras olimpiadas.

Pero su poesía pertenece a un mundo que, desde la gesta homérica, era consciente de que, al lado de los triunfos de la paz, existían los horrores de la guerra. Ambos se disputaban el nombre de la gloria. Pero la gloria de la guerra, al perder su máscara, revelaba su rostro verdadero: la muerte.

Qué terribles palabras estas de Aquiles a su víctima postrada:
«Vamos, amigo, tú también debes morir.
Patrocolo valía más que tú, y sin embargo, ha muerto.»

Simone Weil, la gran filósofa judeo-cristiana, se sirve de este ejemplo para recordarnos lo que Homero ya sabía: El imperio de la violencia es infinito; puede ser tan grande como la naturaleza -imaginemos, lo ruego, este horror: una violencia tan grande que se vuelve sinónimo de la naturaleza-.

Sólo pueden disipar el horror tres consejos: no admires el poder, no detestes al enemigo y no desprecies a los que sufren.

Esta es la otra cara de la victoria olímpica cantada por Píndaro.

Nuestro tiempo, privado de una cultura trágica, no ha sabido respetar estas advertencias.

El siglo XX ha idolatrado el poder, ha destruido al enemigo con alevosía premeditada y cuasi-científica, y ha acumulado dolor y más dolor sobre los hombros de los seres sufrientes.

Hoy, al acercarnos al fin del siglo y del milenio, aprovechamos encomios tan exaltantes como éste de Asturias para reflexionar sobre la necesidad de crear una civilización común, diversificada pero compartida, a fin de merecer nuestros premios y ser dignos de la gloria que nos dispensa la patria de Jovellanos y de Clarín, que con sus nombres nos indican cuán lejos puede llegar el espíritu humano cuando lo ilumina el deseo de añadir verdad y belleza a la tierra.

Permitidme, Alteza, que ampare mis palabras esta noche con esos dos nombres de asturianos ilustres: Gaspar Melchor de Jovellanos, el pensador y estadista que más lejos nos llevó por el camino de la razón y el buen gobierno, y Leopoldo Alas «Clarín», el novelista que más lejos nos condujo por el camino de la imaginación y la sensualidad. Razón y sensualidad, complementándose, sin sacrificio de la inteligencia o el placer humanos. Qué gran lección de humanidad y belleza para nuestra civilización plural y compartida nos dan los pensadores y artistas asturianos.

Una civilización común: desde este techo de España, Asturias, montaña levantada sobre los hombros del patriota rebelde, Pelayo, podemos esta tarde distinguir claramente algo que nos reúne a todos.

Es la cultura del Mediterráneo, el Mar Nuestro, el gran abrazo que nos abarca desde Israel, Palestina y el Levante, pasando por Grecia e Italia hasta Iberia y más allá, pues las olas del Mediterráneo europeo llegan hasta el Mediterráneo americano, que es el Caribe y el Golfo de México, y allí fecundan una civilización de encuentros que habla castellano, inglés, holandés, francés y todos los cruces y mestizajes verbales nacidos en la plantación y en el barco esclavista.

El abrazo del Mediterráneo se extiende hasta sus riberas sureñas, el Magreb y Egipto, y hasta sus límites nórdicos, tributarios también, del Atlántico hasta el Báltico, de la filosofía griega, el derecho romano, la ciencia árabe y la religión judía.

Hablo desde la tierra española donde todos estos valores se dan cita, otorgándole a esta ceremonia el significado de una conmemoración y un reencuentro de culturas.

No en balde coexistieron aquí, durante cinco siglos, cristianos, judíos y musulmanes.

No en balde se vio a sí mismo San Fernando de España como descendiente de las tres culturas del libro, la hebrea, la islámica y la cristiana: hijo de los tres monoteísmos mediterráneos, el Rey Santo hizo inscribir su tumba en Sevilla, por los cuatro costados, con las lenguas de una cultura diversa pero compartida: latín, español, árabe y hebreo.

No en balde Alfonso X de Castilla, el Sabio, trajo a su corte a los intelectuales árabes y judíos que tradujeron al español la Biblia y el Corán, la Cábala y el Talmud.

La futura prosa de España, la que nos une a 400 millones de hombres y mujeres en España y las Américas, desde México hasta Chile y Argentina –sin olvidar a los treinta millones de hispanoparlantes en los Estados Unidos– proviene de la corte de Alfonso y es, en esencia, el lenguaje de las tres culturas.

¡Qué gran ejemplo para los años de intolerancia, persecución y exilio que siguieron!

¡Qué gran advertencia para que nunca más degrademos nuestra humanidad en la barbarie del racismo y la xenofobia!

¿Sabremos identificar de nuevo un destino común para la humanidad, sin sacrificio de los aportes singulares de cada pueblo?

A los pueblos de ambos Mediterráneos -el de acá y el de allá, el de Beirut, Tel Aviv y Jericó, y el de Veracruz, Cartagena de Indias y la Nueva Orleans; el de Alejandría, Túnez y Argelia, y el de Puerto Rico, Nicaragua y Panamá; el de Palermo, Barcelona y Venecia, y el de Puerto Cabello, Santo Domingo y Santiago de Cuba-, a todos nosotros nos corresponde comprobarlo: como los aquí premiados, debemos saber lo que nos distingue y decir lo que nos une.

Fueron esta lengua y esta cultura compartidas las que cruzaron el Atlántico para llevar el abrazo mediterráneo hasta las costas americanas y proseguir allí, más allá de los crímenes de la conquista y los abusos de la colonización, una civilización activa y desafiante, una contra-conquista y una descolonización hecha por criollos, indios, mestizos, negros y mulatos que unieron su propia palabra a la lengua de España y en ella descubrieron que una buena tercera parte de nuestro vocabulario es de origen árabe -acequia, almohada, alberca, azotea, aljibe, alcázar, alcachofa, limón, naranja y ¡olé!-, que la mitad de nuestra religión es israelita -del Génesis al Libro de Daniel- y que en nuestro pensamiento español e hispanoamericano no podemos separar al cristiano San Isidoro, al judío Maimónides y al árabe Averroes.

No habría «Libro del Buen Amor» del Arcipreste Juan Ruiz sin «El collar de la paloma» de Ibn’Hazm de Córdoba, y sin ambos, no habría escrito el judío converso Fernando de Rojas la obra auroral de la ciudad renacentista, «La Celestina».

El gran novelista colombiano, Premio Nobel de Literartura, Gabriel García Márquez, cuya presencia nos honra esta tarde, me cuenta que un día llegó al aeropuerto de Teherán y los onmipresentes periodistas le preguntaron cuál era la influencia de la literatura persa en su obra.

Sorprendido por un instante, el autor de «Cien años de soledad», iluminado por el Espíritu Santo, respondió: «Las mil y una noches».

¿Existe en efecto un narrador que no sea hijo de Sherezada, es decir, de la mujer que cada noche cuenta un cuento más para ver una mañana más y aplazar, así, la muerte?

De igual modo, no podemos separar la obra de Jorge Luis Borges de las grandes construcciones morales e ideales del judaísmo: la Cábala que rige los destinos entrelazados de Tlon, Uqbar y Orbis Tertius, y el Talmud que es la guía para extraviarse, delectablemente, en el jardín de senderos que se bifurcan.

América envía de regreso a España, desde el siglo XVI, las carabelas verbales para surcar un nuevo Mare Nostrum: las crónicas españolas de Bernal Díaz, las crónicas indígenas de Guzmán Poma de Ayala y las crónicas mestizas del Inca Garcilaso de la Vega, quien nos advierte a todos desde el Perú virreinal: «Mundo sólo hay uno».

A México vienen de España Gutierre de Cetina y Mateo Alemán, desde México llega a España Juan Ruiz de Alarcón y desde entonces el flujo mediterráneo no ha cesado: tanto le debe España al nicaragüense Rubén Darío como América al granadino Federico García Lorca como España al chileno Pablo Neruda como América, nuevamente, a los poetas del exilio español.

Basta esa memoria para entender que nuestra cultura es dos cosas: peregrina y mestiza.

Mezcla de muchas razas y culturas: ésta es la razón de su continuidad y su fuerza.

Pero también fruto de muchos exilios, migraciones, trasiegos: éste es el impulso de su dolor, su coraje y su virtud.

Cultura mestiza, cultura migratoria: Hoy ambas cualidades están en peligro y ello ocurre en el momento en que, después de cincuenta años de estéril guerra fría, las ideologías excluyentes le ceden el lugar a las culturas incluyentes, largo tiempo postergadas porque no cabían en el refrigerador bipolar del conflicto Este-Oeste.

Las culturas como protagonistas de la historia: No estamos acostumbrados a este desafío, sobre todo cuando, hoy, las culturas son portadas, no sólo por sus escritores y artistas, no sólo por sus empresarios y estadistas, sino por sus trabajadores, los obreros que emigran obedeciendo a la demanda del mercado y rompiendo la maldición de la pobreza.

Nuestras culturas peregrinas se han universalizado, se mueven ahora en vastas corrientes del sur al norte y del este al oeste: con ellas viajan los trabajadores y sus familias, sus oraciones, sus cocinas, sus memorias, sus maneras de saludar y cantar y reír y soñar y desear, desafiando prejuicios, reclamando la equidad junto con la identidad; mantener su propio perfil cultural para enriquecer las identidades nacionales a las que se integran en un mundo móvil, determinado por la comunicación instantánea, la velocidad tecnológica y el flujo de los mercados, tanto del capital como del trabajo.

¿Podemos negarle, en un universo de tan rápida mutación, el derecho de existir a herencias seculares que pueden convertirse en contribuciones esenciales, acaso salvadoras, para un futuro que aún desconocemos, que se nos escapa todos los días, tan complejo como imprevisible?

Vivimos hoy, como lo escribió el poeta romántico francés Alfred de Musset inclinado sobre el fin de la era napoleónica, con un pie sobre las cenizas y otro sobre las semillas. No sabemos separar el pasado del porvenir, ni debemos hacerlo: ambos nos acompañan en el presente.

Entre la ruina y el surco, nuestro brevísimo siglo XX -que se inició en 1914 en Sarajevo y murió en 1994, también en Sarajevo- fue un siglo de progreso inigualado junto a una desigualdad incomparable.

El mayor avance científico y el máximo retraso político.

El viaje a la luna y el viaje a Siberia.

La gloria de Einstein y el horror de Auschwitz.

La persecución implacable contra razas enteras, la guerra no contra los ejércitos sino contra los civiles, seis millones de judíos asesinados por el nazismo, dos millones de vietnamitas muertos en guerras coloniales y cuarenta mil niños que mueren todos los días en el Tercer Mundo, muertes innecesarias, que cada vez serán menos, y algún día ninguna, gracias a hombres como Manuel Patarroyo.

Autodeterminación para algunos pueblos, pero no para otros, a veces vecinos de aquéllos, y una ironía digna de Orwell: todas las naciones son soberanas, pero algunas son más soberanas que otras.

Hacen falta organizaciones internacionales renovadas que reflejen una nueva composición mundial: doscientos estados independientes en 1994, no cuarenta y cuatro como al fundarse la ONU en 1945; pugna de jurisdicciones trasnacionales, nacionales, regionales, tribales; oposición entre la aldea global y la aldea local, entre la aldea tecnológica de Ted Turner y la aldea memoriosa de Emiliano Zapata, entre el alegre robot que vive en el penthouse y los ídolos de la tribu que sobreviven en el sótano; tránsito doloroso de una economía de volumen a una economía de valor, con el sacrificio de millones de trabajadores víctimas de la siguiente paradoja: productividad mayor con mayor desempleo; y una red mundial de información que informa muy poco porque hemos perdido la relación orgánica entre experiencia, información y conocimiento: explosión de la información, implosión del significado.

Todos estos conflictos son, al mismo tiempo, oportunidades porque, al fin y al cabo, pueden ocasionar contacto, intercambio, diálogo: concordia, imaginación y humanidad para ese mundo único que previó el Inca Garcilaso y que hoy nos obliga a reconocernos en una problemática común:

Hay mendigos en Birmingham, Bogotá y Boston.

Hay gente sin hogar en Londres, Lima y Los Angeles.

Hay un Tercer Mundo dentro del Primer Mundo, pero los problemas de la mujer y del anciano, la educación, el crimen, la violencia, la droga, el sida, no distinguen entre primer, segundo, tercero o cuarto mundos.

Igual mueren niños asesinados por vigilantes en las calles de Río de Janeiro, que niños asesinados por otros niños en los guetos de Chicago, que niños asesinados al azar por el tiroteo entre pandillas en Nueva York.

Sí, mundo sólo hay uno: Esto nos dicen, con la esperanza y la voluntad, todos los artistas, estadistas, deportistas y científicos hoy premiados. Pero sobre todo, Alteza, los tres premios de la Concordia: los Mensajeros de la Paz de España, el movimiento brasileño de los Meninos de Rua y la organización británica Save the Children.

La voluntad política nos ha demostrado que es posible reducir el imperio de la violencia y darle un rostro actual al deseo homérico de respetar al antiguo enemigo y de amar a quienes sufren la historia.

África del Sur y el Medio Oriente hoy, con suerte Irlanda y el Caribe mañana, son ejemplos de que las vías de la diplomacia y el diálogo vuelven a ser transitables para evitar la violencia y establecer la fraternidad.

Celebramos esta noche a los hombres y mujeres del futuro, como nos ha pedido, a todos, Simón Peres que lo seamos.

Yaser Arafat y Isaac Rabin honran esta noche a nuestra humanidad diversa pero compartida: ensanchan aún más el abrazo del Mediterráneo y nos dan a todos ese reposo que Moisés encontró al llegar a su suelo, dejando de ser «un extranjero en tierra extraña», o que el poeta palestino Mahmud Darvish, con gran emoción, explicó en su poema «Reflexiones sobre el exilio»: «Séllame con tu mirada / Llévame donde quiera que estés…/ Llévame como un juguete, como un ladrillo / para que nuestros hijos no se olviden de regresar…».

Majestad,
Alteza Real,
Alteza,
Señoras y señores:

Quisiera introducir una muy breve nota personal para finalizar estas palabras.

Interpreto todo premio que se me da como un premio para mi país, México, y la cultura de mi país, fluida, alerta, no ideológica, parte inseparable del dramático proceso de transición democrática y afirmación de los valores de la sociedad civil, que vivimos hoy, con esperanza decidida, 90 millones de mexicanos.

A mi patria y a sus valores hago acreedores del Premio Príncipe de Asturias de las Letras.

Pero a través de México y la civilización mexicana, me uno, con todos ustedes, a la civilización asturiana de Jovellanos y de Clarín, que son asturianos porque no le tuvieron miedo al riesgo de la creación política, artística, económica y moral. Seamos dignos de ellos, dignos de Asturias».

Y a partir de Asturias y México, me uno, con todos ustedes, a la celebración de una cultura para el siglo nuevo: cultura de inclusiones, jamás de exclusiones; cultura que disminuya el imperio de la violencia y aumente el imperio de la paz, cultura, en fin, al servicio del valor supremo que es la continuidad de la vida en este planeta.

Muchas gracias.