El soborno era una cuestión penada por ley en la república romana, pero también era algo que lograba pasar desapercibido. La prevaricación era una acusación grave y sobre todo cuando se hace a un cónsul con la importancia de Lucio Licinio Murena. Veamos cómo Marco Tulio Cicerón pudo defender al cónsul:

I. Jueces, las plegarias que elevé a los dioses inmortales, siguiendo el uso establecido, el día que proclamé cónsul a Licinio Murena al frente de las centurias reunidas; aquellas plegarias cuyo objeto era obtener que la elección fuera feliz, afortunada para mi magistratura, favorable para los patricios y para los plebeyos, vuelvo en este instante a dirigirlas a los mismos inmortales dioses pidiéndoles que Murena sea mantenido en sus derechos de cónsul y de ciudadano; que vuestros pensamientos y opiniones coincidan con las intenciones y los sufragios del pueblo; y que de esa coincidencia resulten para vosotros y para la república, la paz, el sosiego y la concordia. Si mi plegaria solemne, consagrada en los comicios, tiene toda la fuerza, toda la autoridad religiosa digna de la majestad de la república, sabed que no me he dispensado de pedir al mismo tiempo, en mi nombre, que los ciudadanos en quien a propuesta mía recayera la elección, jamás tuvieran motivo para otra cosa que para felicitarse. Así, jueces, puesto que los dioses inmortales os han transmitido, o a lo menos os han comunicado en parte su poder, vuestro cónsul recomienda a vuestra lealtad el que antes recomendó a los dioses inmortales; ojalá él, defendido por el mismo que le ha proclamado cónsul, pueda conservar con el favor del pueblo todos los medios precisos para atender a vuestra salvación y a la de todos nuestros conciudadanos. Pero como yo, al cumplir el deber que tengo con L. Murena he incurrido en la censura de sus acusadores, que me recriminan por salir a su defensa, debo por necesidad, antes de hablar en su favor, de hablar algunos momentos de mí mismo; no porque en tal ocasión dé yo más importancia a mi justificación que a salvar a mi cliente del riesgo que le amenaza, sino porque necesito que aprobéis ante todo mi conducta para rechazar con más autoridad los cargos que sus enemigos dirigen a su honor y a su buen nombre.

II. El primero a quien voy a responder es un sabio que amolda su vida a las leyes inmutables de la razón, que pesa con el mayor escrúpulo todas las imposiciones del deber: Catón. Catón pretende que es irregular en mí, cónsul, en mí, autor de una ley contra el soborno, y que he sido austero en el ejercicio de mi cargo, el tomar la defensa de Murena. Es una censura que me afecta singularmente y quiero disculparme; no sólo ante vosotros, jueces, como debo hacerlo especialmente, sino también ante el juicio de un ciudadano tan virtuoso y respetado como Catón. Empiezo, pues, Catón, por preguntaros ¿qué defensor puede tener un cónsul más legítimo que un cónsul? ¿A quién estoy o debo estar más unido en la república que al hombre a quien he de entregar el timón de la nave del Estado, timón que tan difícil me ha sido manejar en el continuo fragor de las tormentas? Si el que compra con las formalidades prescritas por la ley queda a salvo de las reclamaciones de un tercero cuando el vendedor justifica la propiedad de la cosa vendida, con más razón cuando se discute el derecho de un cónsul a desempeñar tan alta magistratura, el llamado a justificar la designación del pueblo es el cónsul que lo propuso y le ha de dar posesión. Claro está que si hubiera de nombrarse de oficio un defensor, elegiríase con preferencia al que, reuniendo a la autoridad del magistrado el talento del orador, se hallara revestido de la dignidad que va a revestir el acusado. Los navegantes al llegar a puerto cumplen un deber advirtiendo a los que han de zarpar, informándolos fielmente, de las tempestades, los piratas, los escollos y demás peligros con los que han luchado; así yo, cuando al fin desembarco después de tan terrible tormenta, no puedo menos de interesarme en favor del que a navegar se apresta en el mismo borrascoso mar. Por último, un buen cónsul no debe limitar sus cuidados al presente sino preocuparse de lo porvenir; y mostraré en otra parte cuán importante es para la pública seguridad que ambos cónsules funcionen en las kalendas de enero. No es tanto la amistad particular como el sentimiento del deber lo que me obliga, como cónsul, a ser el defensor de Murena.