«Majestad,
Alteza,
Excmos. Señores,

Como titular del premio otorgado a las Letras por esta benemérita Fundación Príncipe de Asturias, me toca a mí el oneroso honor de dar las gracias en nombre de todos los favorecidos en el presente año con idénticos galardones, concedidos para poner de relieve el rendimiento superior de cada cual en muy diversos campos de la cultura.

Se supone, en efecto, que a quienes, más allá de cada especialización, nos aplicamos en particular al cultivo de las Letras, debe correspondernos la tarea de hablar por todos y para todos en un leguaje común. Pues Letras no lo son exclusivamente las que han solido calificarse de bellas, Belles Lettres, esto es, la Poesía, actividad creadora cuyo instrumento es la palabra y cuyo objeto consiste en dar expresión a una personal visión estética del mundo. Letras son también, y en sentido muy amplio, los esfuerzos de un escritor por proponer al público una interpretación racional de este mundo en que todos vivimos. Aparte de funciones ceremoniales tales o cuales, como la de agradecerle a esta prestigiosa institución el acierto con que viene cumpliendo sus fines, ¿cómo desempeñar, siquiera en manera mínima y ocasional, la misión que suele encomendar la sociedad al «intelectual», al escritor cuyas letras son de orden discursivo y explanatorio antes que artístico? Pues es el caso que este mundo de todos ha llegado en nuestros días a ser tan complejo, tan cambiante y tan confuso que, a decir verdad, induce a incertidumbre y más bien invitaría a una muda perplejidad. Si los especialistas en los diversos ámbitos del saber y del hacer pueden sentirse hoy bastante seguros en su trabajo, en cambio la especulación de conjunto acerca de perspectivas universales que, se supone, está a cargo de ese «intelectual» ha llegado a hacerse problemática en grado sumo, de modo que cualquier apreciación sobre el desarrollo alcanzado por la humanidad en este momento histórico, así como sobre sus perspectivas de futuro, debe ser cautelosa en extremo y formularse con toda clase de reservas.

Entiendo con esto que, en el acto de hoy, mejor que discurrir sobre la literatura y sus problemas particulares, según podría hacerlo, será más oportuno que me aventure a exponer algunas consideraciones, siquiera sumarias y desde luego muy tentativas, acerca del desconcierto en que cultura y sociedad se encuentran sumidas al llegar a estos finales de siglo; situación ésta que los sociólogos suelen describir bien y que a todos nos afecta; situación cuyo origen nadie deja de reconocer en la radical y cada vez más vertiginosa revolución tecnológica que ha venido a cambiar de arriba abajo los sistemas y los modos de conducta humana, haciendo incierta, vacilante o vana cualquier referencia a los valores tradicionales que no hace mucho tiempo eran todavía vigentes.

Fútil sería el denuesto o la lamentación ante situación tal, que algunos consideran intolerable, pero que, guste o no, constituye nuestra realidad actual, a la que es imposible sustraerse. Superando, pues, las actitudes negativas de quejumbrosa crítica, debemos reconocer que los fabulosos progresos aportados por la ciencia a la sociedad, y asumidos por ella, si bien han convulsionado y sumido en desconcierto el orden antes relativamente estable de la cultura, nos procuran sin duda un equipo inapreciable de nuevos recursos cuya disponibilidad promete al género humano una calidad de vida superior dentro de un mundo unificado, a condición siempre de que la humanidad misma sea capaz de manejar de una manera sensata y positiva esos formidables instrumentos que el progreso tecnológico pone en sus manos. Potencialidades tales se están usando actualmente -a la vista está- tanto para beneficio del hombre y de la naturaleza como para su destrucción. Y en el inmediato futuro, la dirección que se imponga a dicho uso dependerá del acierto en la gestión organizatoria de quienes manejan las palancas del poder; pues resulta demasiado evidente el peligro de que tan formidables recursos puedan caer bajo el dominio de mentes insanas o criminales; o simplemente, de que sean manipulados por inteligencias cortas y manos torpes. Cualquiera de nosotros que preste atención a los acontecimientos cotidianos en el panorama mundial, quien lea un periódico o vea un programa noticioso de la televisión se dará cuenta de que ese estremecedor peligro nos acecha a cada paso y muy de cerca.

No otro es el dilema ante el que hoy nos hallamos: o bien, un salto gigantesco hacia una ordenación superior de la vida común sobre el planeta, o si no, su hundimiento catastrófico en el caos… Se trata, insisto en ello, de una alternativa abierta, pues la marcha de la historia -lejos de cualquier determinismo- está dirigida por la conjunción de diversos factores, el azar entre otros, pero también en cierto grado por libres decisiones humanas. Pues la condición del homo sapiens, en cuanto que la especie ha superado en alguna medida las forzosidades del instinto animal, deja margen, en efecto, al cálculo y actuación racional en la búsqueda del bien. Y dentro del conjunto social, ese elemento de racionalidad se encuentra a cargo de aquellas personalidades empeñadas en hallar solución a los diversos problemas planteados hoy día por los desafíos del progreso tecnológico, con el designio de lograr que en el orden de la convivencia humana prevalezcan las tendencias constructivas.

Por eso es tanto de agradecer el desvelo con que la Fundación Príncipe de Asturias selecciona cada año de entre los distintos campos de la actividad cultural aquellos nombres de unas cuantas personalidades que se han distinguido en la labor creadora, gentes asignadas por su vocación y capacitadas por su preparación para llevar a cabo un trabajo fecundo en su respectivo terreno, proponiendo así dichos nombres como estimulante ejemplo vivo frente a un mundo desmoralizado, desorientado o abúlico.

Muchas gracias».