«El último tema a ser tocado por el hombre de letras a quienes ustedes están honrando, creo, es él mismo y su trabajo. Pero ¿cómo puedo yo apartar mis pensamientos de ese trabajo y de ese hombre, de esas pobres historias y de ese simple escritor francés, quien por la gracia de la Academia Sueca se encuentra repentinamente abrumado y casi que agobiado por tales excesos de honor? No, no creo que sea vanidad lo que me hace revisar el largo camino que me ha llevado desde una oscura niñez hasta el lugar que hoy ocupo en medio vuestro.

Cuando empecé a describirlo, nunca imaginé que ese pequeño mundo del pasado que sobrevive en mis libros, este rincón de una provincia francesa que es a duras penas conocido por los franceses mismos, donde yo pasaba mis vacaciones escolares, pudiera capturar el interés de los lectores extranjeros. Nosotros siempre creímos en nuestra singularidad; olvidamos que los libros que nos encantaron, las novelas de George Elliot o Dickens, de Tolstoi o Dostoievski, o de Selma Lagerlöf, describen países muy diferentes de los nuestros, seres humanos de otras razas y otras religiones. Mas sin embargo, los amábamos únicamente porque nos reconocíamos en ellos. La humanidad entera se aparece en el campesino de nuestro lugar natal, en todas las regiones del mundo, en el horizonte visto a través de los ojos de nuestra infancia. El don del novelista consiste precisamente en su habilidad para revelar la universalidad de este estrecho mundo en el que nacemos, donde hemos aprendido a amar y a sufrir. Para muchos de mis lectores en Francia, y en el extranjero, mi mundo ha aparecido sombrío. ¿Debo decir que esto siempre me ha sorprendido? Los mortales, porque son mortales, temen el nombre mismo de la muerte; y aquellos quienes nunca han amado o han sido amados, o que han sido abandonados y traicionados, o han perseguido en vano un ser inaccesible a ellos sin siquiera buscar la criatura que los persiguió y que ellos no amaron; todos ellos están asombrados y escandalizados cuando una obra de ficción describe la soledad en el corazón mismo del amor. «Cuéntanos cosas agradables», le dijeron los judíos al profeta Isaias. «Nos engañan con falsedades agradables».

Sí, el lector exige que lo engañemos con falsedades agradables.

Sin embargo, aquellas obras que han sobrevivido en la memoria de la humanidad son aquellas que han abrazado el drama humano en su totalidad y no se han apartado de la evidencia de la incurable soledad en la que cada uno de nosotros debe enfrentar su destino hasta la muerte, esa última soledad, porque finalmente debemos morir solos.

Este es el mundo de un novelista sin esperanza. Este es el mundo en el que somos guiados por el gran Strindberg. Este habría sido mi mundo de no ser por esa inmensa esperanza por la cual he sido poseído prácticamente desde que desperté a la vida consciente. Perfora con un rayo de luz la oscuridad que he descrito. Mi color es el negro y yo soy juzgado por ese negro en lugar de ser juzgado por esa luz que penetra en él y secretamente se quema allí. Cada vez que una mujer en Francia trata de envenenar a su marido o estrangular a su amante, la gente me dice: «Acá hay un tema para ti.» Ellos piensan que mantengo alguna clase de museo de horrores, que me especializo en monstruos. Y sin embargo, mis personajes difieren en un punto esencial de casi todos los demás personajes que viven en las novelas de nuestro tiempo: Ellos sienten que tienen un alma. En esta Europa postnietzscheana, donde aún se oye el eco del grito de Zaratustra «Dios ha muerto» y que aún no ha agotado sus terribles consecuencias. Quizá no todos mis personajes creen que Dios esté vivo, pero todos ellos tienen una consciencia que sabe que parte de su ser reconoce el mal y no podía cometerlo. Ellos conocen el mal. Todos sienten vagamente que son criaturas de sus hechos y tienen ecos en otros destinos.

Para mis héroes, por desgraciados que sean, la vida es una experiencia de infinito movimiento, de una infinita trascendencia de sí mismos. Una humanidad que no duda que la vida tiene una dirección y un objetivo no puede ser una humanidad desesperada. La desesperación del hombre moderno nace del sin sentido del mundo; su desesperación así como su sumisión a los mitos substitutivos: el absurdo entrega al hombre a lo inhumano. Cuando Nietzsche anuncia la muerte de Dios, también anunció los tiempos que hemos vivido y que aquellos que tenemos por vivir, en los que el hombre, vaciado de su alma y por lo tanto privado de un destino personal, se convierte en una bestia de carga más maltratada que un simple animal maltratado por los nazis y por todos aquellos que usan los métodos nazis. Un caballo, una mula, una vaca tienen un valor en el mercado, pero del animal humano, obtenido sin costo gracias a una depuración bien organizada y sistemática , no se obtiene ganancia sino hasta que perece. Ningún escritor que mantenga en el centro de su trabajo la criatura humana en la imagen del Padre, redimida por el Hijo e iluminada por el Espíritu, puede, en mi opinión, considerarse un maestro de la desesperación. Su imagen siempre tan sombría.

Pues su imagen permanece sombría ya que para él la naturaleza del hombre no está herida, sino corrompida. No hace falta decir que la historia humana contada por un novelista cristiano no puede basarse en el idilio porque no debe alejarse del misterio del mal. Pero obsesionarse con el mal es también obsesionarse con la pureza y la infancia. Me entristece que los críticos y lectores demasiado apresurados no se hayan dado cuenta el lugar que ocupa el niño en mis historias. Un niño sueña en el corazón de todos mis libros; contienen los amores de los niños, los primeros besos y las primeras soledades, todas las cosas que he apreciado en la música de Mozart. Las serpientes de mis libros han sido notadas, pero no las palomas que han hecho sus nidos en más de un capítulo; porque en mis libros la infancia es el paraíso perdido, e introduce el misterio del mal.

El misterio del mal, no hay más de dos maneras de acercarse a él. O debemos negar la maldad o debemos aceptarla como aparece, tanto dentro de nosotros como afuera, en nuestra vida individual, en nuestras pasiones, así como en la historia escrita con la sangre de los hombres derramada por el poder de los imperios hambrientos. Yo siempre he creído que hay una estrecha correspondencia entre los crímenes individuales y los colectivos, y, como periodista que soy, no hago más que descifrar día a día, en el horror de la historia política, las consecuencias visibles de esa historia invisible que toma lugar en la oscuridad del corazón. Pagamos muy caro de que el mal es maligno, nosotros, los que vivimos bajo un cielo donde el humo de los crematorios sigue a la deriva. Los hemos vistos con nuestros propios ojos devorar millones de inocentes, incluso niños. Y la historia continua de la misma manera. El sistema de los campos de concentración ha alcanzado raíces profundas en países antiguos donde Cristo ha sido amado, adorado y servido por siglos. observamos con horror cómo la parte del mundo en la que los hombres continúan disfrutando sus derechos humanos, donde la mente humana permanece libre, se está encogiendo bajo nuestros ojos como la «peau de chagrin»1 de la novela de Balzac.

Por un momento, no imaginen que, como creyente, pretendo no ver las objeciones que se elevan a la creencia por la presencia del mal en la tierra. Para un cristiano, el mal sigue siendo el más angustiante de los misterios. El hombre que en medio de los crímenes de la historia persevera en su fe tropezará con el escándalo permanente: la aparente inutilidad de la Redención. Las explicaciones bien razonadas de los teólogos acerca de la presencia del mal nunca me han convencido, por razonables que sean, y justamente por ser razonables. La respuesta que se nos escapa presupone un orden no de razón sino de caridad. Es una respuesta que se encuentra plenamente en la afirmación de San Juan: Dios es Amor. Nada es imposible para el amor vivo, ni siquiera atraerlo todo a sí mismo; Y eso también está escrito.

Perdónenme por plantear un problema que por generaciones ha causado muchos comentarios, disputas, herejías, persecuciones y martirios. Pero después de todo, es un novelista quien les habla, y uno que han preferido sobre todos los demás, por lo tanto, deben atribuir algo de valor a lo que fue su inspiración. Él da testimonio de que lo que ha escrito acerca de la luz de su fe y esperanza no ha contradicho la experiencia de aquellos de sus lectores que no comparten ni su esperanza ni su fe. Para tomar otro ejemplo, vemos que los admiradores agnósticos de Graham Greene no se desaniman con por su visión cristiana. Chesterton ha dicho que siempre que algo extraordinario sucede en el cristianismo, en última instancia algo extraordinario le corresponde en realidad. Si consideramos este pensamiento, descubriremos, quizá, la razón del misterioso acuerdo entre las obras de inspiración católica, como las de mi amigo Graham Greene, y el vasto público descristianizado que devora sus libros y ama sus películas.

¡Sí, un vasto y descristianizado público! Según André Malraux «la revolución juega hoy el papel que antes le pertenecía a la vida eterna.» Pero ¿y si el mito fuera, precisamente, la revolución? ¿Y si la vida eterna fuera la única realidad?

Cualquiera que sea la respuesta, estaremos de acuerdo en un punto: que la humanidad descristianizada sigue siendo una humanidad crucificada. ¿Qué poder mundano destruirá la correlación de la cruz con el sufrimiento humano? Incluso su Strindberg, quien descendió en las profundidades extremas del abismo en el cual el salmista lanzó su grito, incluso Strindberg mismo deseo que una sola palabra sea grabada en su tumba , la palabra que bastaría por sí misma para sacudir y forzar las puertas de la eternidad: «o crux ave spes unica»2. Después de tantos sufrimientos, incluso él descansa en la protección de esa esperanza, en la sombra de ese amor. Y es en su nombre que su laureado les pide que perdonen todas esta palabras tan personales que quizá han golpeado en una nota demasiado grave. ¿Pero, podría hacerlo mejor a cambio de los honores con que lo han abrumado tanto que abrieron su corazón y su alma? Y porque él les ha dicho a través de sus personajes el secreto de su tormento, también debe presentarse esta noche el secreto de su paz».

 

Notas:

1.La Piel de Zapa, novela escrita por Honoré de Balzac en 1831.
2. Saludo a la Cruz, nuestra única esperanza.