«Comparezco en este acto solemne para recibir de manos de Su Majestad el Rey de España el Premio de Literatura Miguel de Cervantes, máximo honor de mi vida por la calidad del galardón y por la mano augusta que me lo entrega: dos excelencias que no sé si sabré llevar con la debida humildad, orgulloso como me siento de una y otra. Pero al reconocer públicamente su importancia, se me ocurre que quizá no sea justo atribuirme los méritos indispensables para alcanzar el galardón y el honor, y así, antes que otra cosa, quisiera compartirlos, en primer lugar, con los narradores que durante las últimas décadas, cuatro generaciones ya en liza, hemos cooperado en la tarea de mantener a la debida altura y con la máxima calidad exigible el arte de la novela española contemporánea cultivada hoy en los cuatro idiomas del país por escritores a cuyo esfuerzo y a cuyos talentos varios se debe la reconocida y evidente dignidad de nuestras letras. Soy el primer novelista español que recibe este premio, destinado a honrar a los creadores de ambos lados del Atlántico, no porque mis merecimientos superen los de mis colegas, sino porque alguien tenía que ser el primero, y la suerte quiso que fuese yo. Les ofrezco, pues, a estos insignes compañeros, la participación justa en el honor que hoy se me atribuye. Sus nombres vendrán también, unos tras otros, y sus personas ocuparán, como yo ahora, este lugar, y pronunciarán palabras más ilustres que estas mías. Espero de Dios, y para la mayor fortuna de España, que la mano que se la entregue sea la misma.

En segundo lugar, pienso con emoción en los que trabajaron conmigo en la profesión docente. Yo he sido profesor, y aunque no esté aquí como tal, no puedo dejar de serlo, menos aún olvidarlo en esta ocasión. Durante medio siglo intenté comunicar a muchas generaciones de mozos y mozas el arte de la Lengua y el secreto de la Literatura. Ésta fue mi vocación real; la otra, la complementaria. La fortuna personal, que me llevó a tierras lueñes, hizo posible que a sus hombres y mujeres comunicase los esplendores de la cultura española. En medio de esta tarea, reiteradas veces, el tema de mi enseñanza, y también de mi nostalgia, fue el arte de Miguel de Cervantes. También de estos años de ausencia me siento orgulloso. No puedo asegurar que mis páginas hayan alcanzado la perfección apetecible; creo, en cambio, haber sido un buen profesor, y mi palabra viva, más que las escritas, dieron forma a espíritus anhelantes. Como el profesor convivió con el escritor, como fueron y son la misma persona, a mis compañeros en la docencia ofrezco también la participación que me habéis atribuido.

Al titular de este premio, a Miguel de Cervantes, quiero referirme también de un modo particular y especialmente entusiasta, nunca con la extensión que se merece, únicamente con aquella que la discreción me permite. Ante todo, para reconocerle una vez más como mi máximo maestro, el escritor de quien más aprendí y a quien más debo. Pero también para considerarlo como arquetipo de novelistas, como quien, en su momento, hizo algo que nadie hasta él había hecho, y mostró a sus seguidores, próximos y lejanos, afines o dispares, un camino que todos forzosamente tuvimos que seguir: aunque quizá no sea precisamente un camino, sino un modo, el de estar en la realidad, de relacionarse con ella, de dar de ella la oportuna cuenta poética.

Porque el artista, todo artista, está en la realidad como hombre que es, pero lo que le distingue y especifica es precisamente el modo. Y aquí sería conveniente establecer alguna comparación para que de ella resalte precisamente la diferencia: también el investigador y el filósofo están en la realidad de un modo «sui generis» que caracteriza sus actividades y las distingue. El científico, ante la realidad, busca averiguar lo que es, cómo está constituida, cuáles son las leyes que la rigen, en tanto que el filósofo lo que intenta es dar sentido al saber, establecer entre las diversas clases de conocimientos una coherencia, una relación, o declarar a veces, desoladoramente, que no la encuentra, o, al menos, que no la percibe. El artista, con independencia de que conozca lo real y de que le halle o no el sentido, lo siente, en un proceso que va desde la mera sensación hasta el delicado sentimiento. El artista puede parecer impávido, pero esto es sólo una apariencia. Su corazón, secreta o visiblemente, participa en la operación de estar ante lo real y de dar cuenta de él, cada cual con sus medios, plásticos, musicales o literarios. Y la particularidad de esta actividad es que no se ejerce independientemente como actividad autónoma de una facultad del alma, sino que lleva consigo, sino que arrastra e involucra la de la persona entera, la participación del hombre total. Por eso, cuando el artista trabaja no se reserva una parcela de sí mismo que se mantenga independiente. La producción de una obra de arte es siempre y necesariamente no sólo un acto vital, sino un hecho biográfico en el que la personalidad de artista participa con más intensidad y más rigor que otras actividades intelectuales no superiores ni inferiores, sino distintas. No falta quien, por semejante razón, ha comparado a la mística la actividad poética.

El escritor vive en la realidad inevitablemente, pero, además, como materia prima de su arte, sólo cuenta con ella, con lo que de ella pueda obtener o recibir; a la relación del hombre con lo real llamamos experiencia. La experiencia del artista tiene sus particularidades. Lo mismo la del escritor. Pero de la experiencia de lo real, el escritor no puede limitarse a tomar materiales, a reformarlos, a darles otro orden, otra estructura, sino que, además, inquiere su sentido. Hay quien, pues, ante la realidad así conocida y experimentada, adopta una actitud radical que, al expresarse poéticamente, aproxima la poesía, en tanto respuesta a la experiencia, en tanto nutrida de ella, a esta otra respuesta ya mencionada, la que declara el sentido de lo que existe o reconoce su carencia: por otros caminos, pero hacia las mismas metas. Yo pertenezco a una generación de escritores a la que preocupó ante todo hallar ese sentido. Podría traer aquí una cumplida nómina de contemporáneos míos que ante el espectáculo de la Historia se preguntaron qué era la vida del hombre y cuál su coherencia con el resto del Cosmos. Pienso que en el orden del tiempo, el primero que se hizo esa pregunta y le dio una respuesta no filosófica, sino poética, fue Miguel de Cervantes. En el hallazgo de la pregunta y en la formulación de la respuesta influyó decisivamente su particular peripecia humana, además de su talento de artista. A Miguel de Cervantes le decepcionó la Historia de su tiempo, la misma que le había entusiasmado. Miguel de Cervantes, pecador insigne, para poder perdonarse a sí mismo, tuvo primero que perdonar a los demás: un general, universal perdón. Y, al hacerlo, sonrió. En este cruce de experiencias y sentimientos reside, creo yo, la clave de su visión del mundo: que no es radical, que no es dogmática, sino relativa y ambigua; al no atreverse a juzgar lo bueno y lo malo (cosa, por otra parte, de Dios) deja que sus figuras transcurran llevadas por su propio impulso, al margen de lo bueno y lo malo. Las visiones posteriores de la realidad como carente de sentido, como absurda, clavan sus raíces secretas en la sonrisa de Cervantes, cuya experiencia le enseñó a no tomar nada demasiado serio, sobre todo lo que era necesario para sus contemporáneos. Pero ¡entendámonos!, no por eso dejó de amar. Lo que sucede es que lo mismo ama lo que lo merece que lo que no, puesto que en un plano superior y alejado lo mismo da una cosa que otra. Y su amor se ejercita artísticamente. Hubo, hay todavía, quien se empeña en hacer de Cervantes un moralista. Adviértase que el moralista premia o castiga artísticamente a sus criaturas, hace de ellas modelos, caricaturas y monstruos: las acerca o las repele, según el juicio moral que le merezcan; les aplica el escalpelo de la sátira, cuando no de la condenación expresa. La sátira de Cervantes no pasa de pretexto para que se conceda a su visión desencantada y benévola del mundo un pase de libre circulación. Sin ese pretexto, la sociedad de su tiempo lo hubiera repudiado. Su sátira de los libros de caballerías no es más que una lanzada a moro muerto, y los satiriza de tal modo que fácilmente se descubre el amor que les tiene. No. No hay que tomar en serio las pretendidas moralizaciones de Cervantes. El moralista ríe a carcajadas, o se indigna: cuanto más estentóreas, mejor. La moral es siempre tajante, inevitablemente dogmática, y, por supuesto, incompatible con la sonrisa y con el «deje usted las cosas como están, ya que cambiarán solas», que es, al fin y al cabo, lo que viene a decirnos Cervantes. Pero semejante afirmación no la aceptan los que quieren forzar al mundo en su cambio, los apresurados, los impacientes. Por eso todos éstos rechazan a Cervantes, aunque se queden con un Don Quijote convencional, supuestamente idealista y efectivamente loco. Ese Quijote que sólo se encuentra cuando se le va a buscar así. Pero el que inventó Cervantes también lleva la sonrisa escondida tras el yelmo, y, lo mismo que su autor, sabe jugar.

La complejidad de la vida sólo el hombre complejo puede adivinarla, y Cervantes lo era. Poseyó como nadie el don de expresar verbalmente su mundo, y fue el primero en comprender que una novela es ante todo un mundo cerrado que se basta a sí mismo. Eso es el Quijote, su obra maestra, y, en serlo, en mostrárnoslo, consiste el mensaje ejemplar de su autor, el que persiste a través de los siglos y hace de él un hombre próximo y amado como el mayor y el mejor de nuestros contemporáneos.

Majestades, excelentísimo señor ministro de Cultura, excelentísimos señores, amigos todos, me siento especialmente honrado por el hecho de que este premio que me habéis otorgado lleve el nombre de Miguel de Cervantes. Os agradezco vuestra tolerancia a mis palabras».