«Majestad,
Alteza,
señoras y señores,
distinguidos galardonados

Al agradecer, en nombre de los demás premiados y en el mío propio, el honor que se nos concede por el Príncipe de Asturias en presencia de Vuestra Majestad, trato de buscar, al principio a tientas, algo que pudiera unirnos, por el espacio de un breve discurso de agradecimiento, a los que nos dedicamos a las disciplinas más diversas. Y enseguida encuentro un acontecimiento inminente para el mundo entero: está acabando un siglo y, con él, un milenio. Como galardonados, somos, por decirlo así, las luces de cola de un período horrible, todavía hoy aferrado a los dogmas. Sin embargo, como, cualquiera que sea el país a que pertenecemos, el pasado se resiste a desaparecer y, una y otra vez quiere atraparnos, es de temer que todo lo reprimido o apresuradamente eliminado haga caso omiso del cambio de siglo. Lo que, como efecto 2000, podría llevar al desastre a los sistemas informáticos más complejos no puede inquietar a la Historia y sus repercusiones, que se burla de las cifras. Ella seguirá proyectando su sombra hasta muy entrado el próximo siglo. No podemos escapar a ella. Nos convierte en rumiantes. Y todo lo que -mal digerido- producimos, seguirá interponiéndose en el camino de la generación actual y de la futura: excrementos en cuya costra seca se podrá leer.

Y ya voy entrando en mi tema: Literatura e Historia. Desde que la escritura fue para mí un proceso consciente -entretanto han pasado ya cincuenta años- la Historia, sobre todo la alemana, se ha interpuesto en mi camino. No había forma de esquivarla. Hasta mis escapadas artísticas más audaces volvían a llevarme, una y otra vez, a su curso meándrico. Desde mi primera novela, El tambor de hojalata, hasta el último hijo de mi capricho, que lleva el posesivo título de Mi siglo, yo he sido su rebelde servidor. La destrucción y pérdida de Danzig, mi ciudad natal, liberaron una masa épica que, sin duda, estaba enturbiada hasta en sus más mínimos detalles narrativos por aquel ambiente pequeñoburgués y aquel aire católicamente viciado, pero sin cesar, ya fuera en el aburrimiento cotidiano o en las interminables fiestas familiares, la Historia se expresaba, al principio en partes de victoria y luego, a media voz, en retiradas reconocidas. Ningún idilio, por muy amablemente envuelto que estuviera, quedaba a salvo de las irrupciones del acontecer histórico. Lo privado sólo ocurría si se lo convocaba. Continuamente, la Historia fijaba retumbante sus fechas. Y sólo gracias a la astucia literaria era posible enfrentarse a sus dictados con un contratexto: aquí acelerando el tiempo, allá dilatando su duración, o aproximando acontecimientos simultáneos, cambiando de perspectiva o pelando ostensiblemente cebollas.

Así logra la Literatura dejar al descubierto el reverso de la Historia. Permite ver los acontecimientos triviales, pero destructores, que se producen tras la tribuna que soporta al Estado. Para la Literatura, lo elevado resulta ridículo, lo grande insignificante y, como en el cuento de Andersen El traje nuevo del Emperador, hace que el niño pueda ver desnuda a cualquier majestad. Me refiero a la perspectiva narrativa que va de abajo arriba pasando sobre el borde de la mesa; es la mirada, amoral por ingenua, que no se deja engañar. De ese modo, el curso supuestamente significativo de la Historia desemboca en las aguas residuales de las que se alimenta el mar sin orillas del absurdo.

Una forma de narrar tan maledicente tiene su tradición. Aquí, en España, en donde las culturas mora e ibérica se agotaron y vivificaron mutuamente en su amor-odio de siglos, se ensayó una forma de novela, por el antagonismo de aquellas realidades, que hizo del marginado un héroe y fue llamada luego por los eruditos de la Literatura, que dan nombre a todo, novela -picaresca-. El pícaro capturaba al mundo y su ajetreo en espejos cóncavos y convexos. Con mentiras, sacaba a la luz la verdad. No respetaba nada. Contra su mofa se desgastaba cualquier documento escolástico. Y provocaba carcajadas estruendosas que ponían en danza a los poderosos. De los muchos autores de aquella escuela, nada académica por no tener techo, que alternaba entre Marruecos y Andalucía, nació uno llamado Cervantes, cuyo héroe, Don Quijote, sigue hasta hoy echando al mundo hijos literarios, estrafalarios como él, que muestran el absurdo sentido oculto de la realidad y el auténtico olor del absurdo. Él es el padre de ese género novelesco europeo en cuyos cotos el Cándido de Voltaire deshojaba -el mejor de los mundos-; al que debe el Tristram Shandy de Sterne su pregunta sobre si han dado cuerda al reloj; en el que el Thyl Ulenspiegel de Charles de Coster, luchando por la libertad de los flamencos contra la potencia ocupante española, interpreta al bufón astuto; y en el que Grimmelshausen trata de que su héroe, de nombre Simplicissimus, sobreviva en distintos ejércitos. ¿Qué sabrían los alemanes de los horrores de la Guerra de los Treinta Años si Simplex, desde abajo, no nos hubiese narrado los acontecimientos que la diligencia de los historiadores, de forma tan muerta como exacta, han ordenado para nosotros en una Historia fechada?

Los testimonios presenciales de la Literatura tienen raíces más profundas. Dan la palabra a los perdedores: a todos aquellos que no hacen la Historia pero a los que inevitablemente la Historia les ocurre porque su dictado los convierte en culpables o víctimas, simpatizantes o perseguidos. Yo no sabría nada, o muy poco, de las complejas relaciones entre amigos y enemigos durante la guerra civil española si George Orwell no hubiera dado testimonio en su Homenaje a Cataluña del sistema de terror comunista, cuyos comisarios liquidaron a innumerables anarquistas y socialistas tras las líneas del frente. Escritores de todo el mundo acompañaron narrativamente la lucha y caída de la República, y es difícil encontrar otro acontecimiento de este siglo que haya sido reflejado por tantas voces en el espejo de la Literatura, aunque las de autores españoles, largo tiempo sofocadas por la censura, sólo pudieran escucharse en España con retraso. En este otoño literario, por cierto, ha empezado a publicarse en Alemania la epopeya novelesca en seis volúmenes El Laberinto Mágico, escrita en los decenios de la emigración por el español de origen germano-francés Max Aub. No, esa historia no puede acabar. Hay que volver a contarla una vez y otra. Y quizá algún autor español joven, nacido después en la tierra de la obsesión narrativa picaresca y que se revele como discípulo tardío del gran Unamuno, regale a su país una Danza de la Muerte de fuerza comparable a Los Desastres de la Guerra de Goya que tan permanentemente han quedado en nuestra memoria; como hizo Picasso, al exorcizar el espanto de la guerra civil española en su Gernika.

Una buena parte de la literatura que yo puedo escribir surge de las pérdidas. Cuando los sistemas, como recientemente el soviético, se rompen contra su propia historia; cuando las estructuras de poder se convierten en nada; cuando la estupidez de los vencedores clama al cielo; cuando con la libertad viene la miseria y se añaden las oleadas de refugiados de la más reciente emigración de los pueblos; cuando la Historia, nuevamente, zozobra de una forma catastrófica y el capitalismo, como única ideología restante, se desvanece en un irracionalismo mundial; cuando sólo la Bolsa tiene sentido y, con ella, todo puede resbalar; y cuando, finalmente, el gremio de los historiadores, cansados de pelearse por notas de pie de página, se extravía en la incertidumbre de la post-Historia, la Literatura se cotiza mucho. Vive de las crisis. Florece entre los escombros. Oye el ruidito de la carcoma. Su función es profanar cadáveres. Por un precio, o por nada, vela a los difuntos y cuenta a los supervivientes, siempre de nuevo, las viejas historias.

Sin embargo, si se hojean los suplementos literarios o se escucha el runruneo del mundo de la cultura, siempre que lo secundario desplaza impertinentemente a lo primario, la Literatura, según el curso de monedas, queda desplazada. En el mejor de los casos, sirve como acontecimiento, una vez acicalada, o para alimentar la Internet. Según dice la publicidad, incluso fomenta el consumo entre los grupos marginados.

Sin embargo, yo me niego a creerlo. Soy un ignorante confeso. Ese progreso que quiere meterme prisa no me dice nada. De forma pasada de moda, practico una profesión también pasada de moda, no tengo ordenador, no doy tumbos por la Internet, escribo aún mis manuscritos a mano, mecanografío la segunda y la tercera versión con ayuda de una máquina de escribir traqueteante, y lo hago a diario, de pie junto a un pupitre; mientras voy de un lado a otro, murmuro para mis adentros y mastico las frases hasta que, tanto habladas como escritas, adelgazan a fondo o se redondean en los extremos. Sin embargo, estoy seguro de que la Historia prosigue epiléptica y, siempre en contradicción con ella, la Literatura tiene futuro.

Empujado a un lado, el libro volverá a ser subversivo. Y se encontrarán lectores para los que los libros sean un medio de supervivencia. Veo ya niños, hartos de televisión y aburridos de juegos informáticos, que se aíslan con un libro y se abandonan a la atracción de la historia narrada, se imaginan más de cien páginas y leen algo muy distinto de lo que aparece en letras de imprenta. Porque eso es lo que caracteriza al ser humano. No hay espectáculo más hermoso que la mirada de un niño que lee. Totalmente perdido en ese contramundo metido entre dos tapas, sigue estando presente, pero no quiere que lo molesten.

Y si un día próximo o lejano la especie humana, porque entre tanto todo es posible, se aniquilara a sí misma de alguna forma sofisticada, estoy seguro -distinguidas damas y caballeros, querido Príncipe de Asturias- de que será el libro quien tenga la última palabra; aunque sólo sea en forma de octavilla».

 

 

Traducción de Miguel Sáenz