Nos hallamos frente al discurso más notable de Lisias, y ello por varias razones: aparte de ser el único conservado que atañe directamente a los intereses particulares del orador, es también el único que él mismo pronunció en persona (hón autos éipe, reza el título) y constituye un documento valioso no sólo para iluminar la propia biografía de Lisias, sino la vida de Atenas durante los tristes meses del gobierno de los Treinta, Es cierto que no añade gran cosa a lo que sabemos por los historiadores y la: Constitución de los atenienses de Aristóteles; pero, frente a la escueta narración de éstos, Lisias con su estilo habitual hace que presenciemos el clima que se vivió en aquellos días, poniendo ante nuestros ojos con vida a los propios actores de aquel drama. Desde el punto de vista literario, como luego veremos, este discurso es el más perfecto, el más cuidadosamente pulido y viene a constituirse en el único punto de referencia incontestable para los demás discursos forenses, puesto que, por su gran extensión, ofrece suficientes elementos de lengua, estilo y composición contrastables. Veamos, primero, los hechos a los que hace referencia el discurso. Cuando el año 404 se hundió en Egospótamos, con los últimos barcos de su flota, todo el poderío de Atenas, los grupos oligárquicos, que ya habían intentado el 411 instaurar la oligarquía y habían colaborado no poco para la derrota definitiva de la Democracia en ios estrechos, vieron más cerca que nunca la posibilidad de restaurar definitivamente la constitución arcaica con ayuda de la victoriosa Lacedemonia. Todavía no se había producido la capitulación de los atenienses y éstos enviaron a Esparta algunos agentes con Terámenes —un hábil político que ya el 411, tras colaborar con los oligarcas, se había retirado a tiempo— para negociar la paz. Después de una larga estancia allí, cuyo objetivo no era otro que agudizar la situación de hundimiento moral y penuria física de los habitantes de Atenas, a fin de acelerar la rendición, se llegó a una paz con Esparta. En virtud de ésta, los vencedores derribarían todas las defensas del Pireo y sus arsenales, y los atenienses, después de hacer volver a los exiliados, revisarían la constitución democrática y restaurarían la antigua. Con este fin se convoca la Asamblea y, ante la presencia del propio Lisandro, Dracóntides propone, y consigue que se apruebe, un decreto con el propósito de nombrar una comisión de treinta ciudadanos entre los que sobresale por su extremismo Critias, amigo de Sócrates y tío de Platón, y otros como Terámenes, Eratóstenes y el propio Dracóntides, Su misión era restaurar una oligarquía moderada, pero pronto se dejaron arrastrar por el radicalismo de Critias y, si bien en un principio tomaron algunas medidas severas, pero conducentes a una regeneración moral de la ciudad, acabaron en la rapiña y el asesinato de sus enemigos políticos. La historia los conoce, con razón, como los Treinta Tiranos, aunque los atenienses se limitaron a llamarlos «los Treinta». Uno de los grupos sociales más castigados por éstos fue el de los metecos, quienes ofrecían menos riesgos y mayores ventajas: no eran ciudadanos y su riqueza era tentadora en un momento en que las arcas del Estado se hallaban exhaustas, a lo que se añadía como excusa su tradicional apoyo a un régimen, como el democrático, que ofrecía más posibilidades a su espíritu emprendedor en lo económico. Entre los metecos fueron detenidos Lisias y su hermano Polemarco, los más ricos quizá, si bien Lisias logró huir por la venalidad de sus captores y una buena dosis de coraje por su parte. Polemarco fue detenido en la calle —por Eratóstenes, según Lisias— y, sin juicio ni posibilidad de defensa alguna, obligado a beber la cicuta que los propios Treinta habían introducido como medio de ejecución de sus víctimas.

Tales y tantos excesos hubieron de provocar forzosamente, en un grupo tan amplio en el que sin duda había hombres bienintencionados, primero la quiebra y, luego, un desgarramiento interno entre los radicales, capitaneados por Critias, y los moderados, encabezados por Terámenes. Ello condujo, en definitiva, al juicio, condena y ejecución de Terámenes, a quien defendió precisamente Eratóstenes, que pertenecía a su grupo. Mientras esto sucedía en el otoño del 404, Trasibulo está agrupando a un puñado de demócratas, despojados y exiliados por los Treinta, que en diciembre del mismo año toman por sorpresa el fortín de File, cercano a Atenas y en su frontera con Beocia, y allí se hacen fuertes. Como un improvisado ataque a File por parte de los Treinta resultara un completo fracaso y, por otra parte, su ineficacia en el terreno político Ies hiciera más difíciles las cosas en la propia Atenas, éstos resolvieron prepararse como último bastión la ciudad de Eleusis y la isla Salamina, por lo que las limpiaron cometiendo su postrera atrocidad con la muerte de más de trescientos ciudadanos. Pero su final se vislumbraba cercano y los demócratas, cuyo número se había ido incrementando, incluso con la aportación de mercenarios por parte de hombres como Lisias, bajaron al Pireo, del que se apoderaron, venciendo a los partidarios de los Treinta en la batalla de Muniquia, en la que murió el propio Critias. Con la muerte de éste, los supervivientes huyen a Eleusis al comienzo del 403, excepto Fidón y Eratóstenes, confiados sin duda en su anterior y reconocida moderación. En situación precaria, pero todavía intentando mantener la oligarquía, nombran un comité de 10 miembros en el que figura Fidón —pero no, que sepamos, Eratóstenes— y que, según las palabras de Lisias, gestiona los asuntos de la ciudad con más codicia y egoísmo que los propios Treinta. Pero por influencia del rey espartano Pausanías, que no pudo dejar de observar la superioridad de los demócratas y que, por otra parte, no era tan partidario como Lisandro de la humillación y desgarramiento interno de Atenas, se nombra otro comité de Diez para negociar la reconciliación. Al fin, en el verano del 403, se firman los Pactos del Pireo que incluyen una amnistía general de la que quedan excluidos los Treinta, los primeros Diez y los Once {que actuaron como verdugos durante la tiranía), si bien se les concede como gracia el poder rendir cuentas (eúthynas) ante la Asamblea de su gestión. Es aquí donde hay que situar, con toda probabilidad, el presente discurso. Los pactos permitían llevar ante los tribunales solamente a los autores materiales de los asesinatos, por lo que es improbable que éste sea un discurso de acusación en un proceso de homicidio*. En cambio, Eratóstenes, podía muy bien acogerse a los pactos y rendir cuentas en la esperanza de salir bien librado gracias a su antigua amistad con el moderado Terámenes y al apoyo de ciudadanos prominentes con el que, sin duda, contaba. Desde luego, el discurso pertenece ai año 403, quizá a su final, porque del § 80 se deduce que los oligarcas todavía se encontraban refugiados en Eleusis de donde fueron desalojados, y muertos en su mayoría o exiliados, un año más tarde. Para esta causa, pues, Lisias compuso, cuando los hechos estaban todavía frescos en la memoria de todos y conmovido por la pérdida de su hermano y de su propia fortuna, este discurso que es modélico por su composición y al que la técnica retórica, más visible que de ordinario, no le resta emotividad, aunque sí consigue mitigarla un tanto. Veamos su estructura. El exordio (§§ 1-3) se abre con la habitual hipérbole y la antítesis, que aparecía también en II, entre la gravedad del asunto y la escasez de sus propias fuerzas y del tiempo con que cuenta. Otro tópico que utiliza aquí es el de asociar a su causa a toda la ciudad, tratando de comprometer personalmente a los jueces, y a Eratóstenes, con los Treinta. De esta manera se crea ficticiamente una causa en la que el acusador es toda la ciudad y los acusados los Treinta por todos sus crímenes. De hecho, el discurso, en su conjunto, está hábilmente organizado en torno a esta ficción. Sin próthesis alguna, comienza directamente una narración (4-21) en la que, como es habitual en Lisias, la descripción de los hechos (su detención, la de su hermano y la muerte de éste) está entrelazada, no sin astucia, con juicios de valor y sucesos deducibles de la situación del momento, pero difícilmente demostrables: así se nos relatan, como si Lisias hubiera estado presente, las conversaciones entre los Treinta y las intenciones que tenían para con los metecos. De hecho, esta narración es ya una pieza que prepara la demostración al gusto del orador al describir el carácter, en este caso colectivo, de sus acusados; de la misma forma que la demostración, tiene largos tractos narrativos, por lo que ambas están, una vez más, íntimamente ligadas en este discurso. La demostración propiamente dicha (§§ 22-98) va precedida de una corta transición, que tiene la función de una próthesis (22-23) un poco retardada en la que se plantea la acusación concreta contra Eratóstenes. Y comienza, en forma poco habitual, con un interrogatorio dirigido al acusado, cuyas respuestas constituyen la base argumentativa de esta primera parte (25-35): en efecto, éste admite que detuvo a Polemarco, aunque lo hizo contra su voluntad cumpliendo las órdenes de los Treinta; y reconoce que lo hizo injustamente. A esto Lisias opondrá: a) que no es creíble que se lo ordenaran si de verdad se había opuesto a ello (27); b) que es inaceptable que los Treinta aleguen que cumplían las órdenes de los Treinta; c) que, aun aceptando que se lo ordenaran, pudo salvarlo, ya que lo encontró en la calle; d) que se podría perdonar a los que detenían a otros para salvar el pellejo —lo que no era su caso—; e) que no hay que dar crédito a sus palabras —ya que nadie estaba allí para confirmarlo—, sino a los hechos. Por todo ello, concluye esta sección con un argumento de los denominados «cornudos»; Eratóstenes tiene que demostrar o que no lo hizo (cosa que Lisias considera axiomática), o que lo hizo con justicia (pero acaba de admitir que era injusto). Con este último argumento parece suficientemente probada la culpabilidad de Eratóstenes, pero Lisias, temiendo la benevolencia de los jueces, o la influencia de los amigos del acusado, se vuelve a los jueces, a modo de breve transición (§§ 35-36), para recordarles que este juicio va a ser paradigmático tanto para los ciudadanos como, para los extranjeros presentes; y en una pirueta retórica compara antitéticamente a los Treinta, que colaboraron en la derrota de Egospótamos, con los generales de las Arginusas, condenados a muerte pese a su victoria. Esta antítesis sirve de Transición a otra parte de la argumentación que la retórica antigua conoce como «pruebas basadas en los hechos», por lo que se retorna al estilo narrativo. Aquí (37-61) se va a relatar la vida de Eratóstenes —siempre enjuiciada subjetivamente y mezclando indiscriminadamente a Eratóstenes con los demás—: su participación en la oligarquía del 411; su pertenencia al grupo de los cinco éforos —núcleo de los futuros Treinta—; la matanza de Eleusis; las disensiones entre ellos durante la época de los primeros Diez —pero no se dice que Eratóstenes perteneciera a éstos—. La tercera parte de la demostración (§§ 62-78), de carácter tópico también, tratará de destruir de antemano las alegaciones que presumiblemente va a hacer Eratóstenes en su defensa. Pero Lisias se va a centrar solamente en una, a sabiendas de la fuerza que puede tener para con los jueces: su amistad con Terámenes. De ahí que también esta parte sea narrativa y constituya una auténtica demolición de esta figura histórica a la que presenta como un arribista ambicioso y amoral, cuya actividad se orienta exclusivamente a su propio interés. De nuevo la última parte va a ser una apelación continua a los jueces (§§ 79-99) en la que ya desaparece por completo el motivo real del proceso (la muerte de Polemarco) y plantea la causa, abiertamente y sin ambages, como una ocasión para vengarse de los Treinta en la persona de Eratóstenes: suscita la ira de los jueces poniendo de relieve la rendición de cuentas como un acto de desprecio hacia ellos y una exhibición de su influencia; recordándoles de nuevo las consecuencias de su voto ante toda la ciudad y reavivando, inoportuna u oportunísticamente, las cenizas del enfrentamiento entre el grupo del Píreo y el de la ciudad. El epílogo (§§ 99-100), ya célebre en la Antigüedad como vimos por la cita de Aristóteles en su Retórica, sobre todo por su impresionante final asindético, contiene también un páthos, no muy habitual en Lisias, al oponer el voto de los jueces frente al juicio de los muertos y de los dioses, cuyos templos fueron destruidos y profanados.

No sabemos cuál pudo ser el resultado de este proceso, pero la mayoría de ios críticos se inclinan por pensar que Eratóstenes fue absuelto: el pueblo de Atenas, después de todo, tenía razones para considerar a Terámenes y a sus partidarios como un elemento moderador en la aciaga, y reciente, época de los Treinta; y la tinta de los Pactos estaba todavía lo suficientemente fresca como para no avivar los enfrentamientos que tanto dolor les habían causado…