Discurso de defensa por el asesinato de Eratóstenes

«Estimaría mucho, ciudadanos (1), que fuerais para mí en este asunto los jueces que seríais para vosotros mismos si hubierais tenido semejante experiencia. Y es que sé muy bien que si tuvierais con los demás el mismo criterio que con vosotros mismos, no habría nadie que no se encolerizara (2) por los hechos ocurridos. Todos estimaríais pequeño el castigo para quienes han tramado tales actos. Cosa que no se reconocería así solamente entre vosotros, sino en toda la Hélade (3): éste es el único crimen por el cual los más débiles reciben la misma satisfacción que los más poderosos en democracias u oligarquías. El más villano obtiene la misma que el más noble. Hasta tal punto, ciudadanos, consideran todos los hombres que esta ofensa es la más terrible. Por consiguiente, pienso que todos vosotros tenéis el mismo criterio sobre la magnitud del castigo y que ninguno está en disposición tan desdeñosa como para pensar que los culpables de tales actos tienen que obtener el perdón o que son merecedores de un pequeño castigo. Juzgo, ciudadanos, que mi obligación es, precisamente, demostrar que Eratóstenes cometió adulterio con mi mujer y que la corrompió; que deshonró a mis hijos y me ultrajó a mí mismo invadiendo mi propia casa; que no teníamos él y yo ninguna clase de desavenencia, excepto ésta, ni lo he realizado por dinero -a fin de verme rico de pobre que era- ni por ganancia alguna como no sea la venganza que la ley me otorga (4). Os mostraré, por consiguiente, desde el principio todas mis circunstancias, sin omitir nada y diciendo la verdad. Ésta es la única salvación para mí, según creo: si consigo relataros absolutamente todos los sucesos. Yo, atenienses, cuando decidí contraer matrimonio, y llevé mujer a mi casa, fue mi disposición durante casi todo el tiempo no atosigarla ni que tuviera excesiva libertad de hacer lo que quisiera. La vigilaba cuanto me era posible y no dejaba de prestarle atención, como es natural. Pero cuando me nació un hijo ya confié en ella y puse en sus manos todas mis cosas, pensando que ésta era la mayor prueba de familiaridad. Pues bien, en los primeros tiempos, atenienses, era la mejor de todas: hábil y fiel guardiana de la despensa, todo lo administraba escrupulosamente. Pero cuando se me murió mi madre, cuya muerte fue la culpable de todas mis miserias *** (5) pues mi mujer fue a acompañarla en su entierro y fue vista en la comitiva fúnebre por este hombre, y se dejó corromper con el tiempo (6). En efecto, él esperaba a la esclava que solía ir al mercado y, dándole conversación, consiguió perderla. Bien, para empezar, ciudadanos, pues esto también tengo que decíroslo, poseo una casita de dos plantas iguales por la parte del gineceo y del androceo (7). Cuando nos nació el niño, lo amamantaba la madre. Y, a fin de que ésta no corriera peligro bajando por la escalera cuando hubiera que lavarlo, vivía yo arriba y las mujeres abajo. Era ya algo tan habitual, que muchas veces mi mujer bajaba a dormir junto al niño para darle el pecho y para que no llorara. Durante mucho tiempo iban así las cosas y yo jamás sospeché. Al contrario, tan inocente estaba yo, que pensaba que mi mujer era la más discreta de toda Atenas. Pasado un tiempo, ciudadanos, me presento un día inesperadamente del campo; después de la cena chillaba el niño y alborotaba, importunado a propósito por la esclava para que lo hiciera (y es que el hombre estaba dentro, que luego me enteré de todo.) Conque ordené a mi mujer que saliera a dar el pecho al niño para que dejara de llorar. Al principio ella se negaba, como si estuviera complacida de verme llegar después de un tiempo. Y cuando, ya encolerizado, le ordené que se marchara, dijo: «Sí, sí, para que tientes aquí a la “mozuela”, que ya antes la has arrastrado estando ebrio.» Me eché a reír, y ella se levantó y, alejándose, cerró la puerta simulando juguetear, y echó la llave. Yo que nada de esto imaginaba ni sospechaba nada, dormí a placer, llegado como estaba del campo. Y cuando ya se acercaba el día, se presentó ella y abrió la puerta. Al preguntarle yo por qué hacían ruido de noche las puertas, contestó que se había apagado el candil que estaba junto al niño y lo había vuelto a encender en casa de los vecinos. Yo me callé, pensando que era así. Sin embargo me pareció, ciudadanos, que tenía pintada la cara (8), aunque su hermano no llevaba muerto todavía treinta días. Sin embargo, ni aun así dije palabra sobre el asunto y salí marchándome en silencio. Ciudadanos, tras estos hechos pasó un tiempo, y yo me encontraba muy ignorante de mis propios males, cuando se me acercó una vieja esclava (9), enviada por una mujer con la que aquel cometía adulterio, según oí después. Ésta se encontraba irritada y se consideraba ultrajada, porque ya no visitaba su casa con la misma frecuencia, y se puso al acecho hasta que descubrió cuál era el motivo. Se acercó, pues, la esclava, que me había estado acechando cerca de mi casa, y me dijo: «Eufileto, no vayas a pensar que vengo a ti por ninguna clase de enredo. Resulta que el hombre que te injuria tanto a ti como a tu mujer es enemigo nuestro. Conque te enterarás de todo, si coges a la sirvienta que os va al mercado y os hace los recados y la interrogas. Es, continuó, Erastóstenes quien lo hace. No sólo es el corruptor de tu mujer, sino de muchas otras. Ése es el oficio que tiene.» Diciendo esto, ciudadanos, se alejó y yo, al pronto, me quedé aturdido. Pero todo me vino a la cabeza y estaba lleno de sospechas: pensaba, de un lado, que había quedado yo cerrado con llave en la habitación y, además, recordaba que aquella noche hicieron ruido las puertas del patio y de la casa (10) -cosa que jamás había sucedido-y me había parecido que mi mujer tenía la cara pintada. Todo esto se me vino a la cabeza y me llené de suposiciones. Llego a casa y ordeno a la sirvienta que me acompañe al mercado. Pero la conduje a casa de uno de mis amigos y le dije que estaba enterado de todo lo que sucedía en mi casa. Conque, «puedes elegir -le dije- lo que prefieras: o caer en el molino molida a azotes y verte envuelta sin cesar en males parecidos, o, si me cuentas toda la verdad, no sufrir daño alguno y obtener mi perdón por tus yerros. No me mientas, dime toda la verdad». Aquélla se negaba al principio y me invitaba a que le hiciera lo que quisiera, que no sabía nada. Pero, cuando le mencioné el nombre de Eratóstenes, añadiendo que era éste el que frecuentaba a mi esposa, se turbó pensando que conocía todos los detalles. Fue entonces cuando cayó ante mis rodillas, y aceptando de mí la seguridad de que no sufriría daño alguno, comenzó a incriminarle, en primer lugar, que se había acercado a ella después del entierro; posteriormente, que ella había terminado por pasarle el recado, y que aquélla con el tiempo se había dejado persuadir. También señaló de qué modo conseguía la entrada y cómo en las Tesmoforias (11), mientras estaba yo en el campo, había acompañado al templo a la madre de aquél. En fin, me relató con detalle todo lo sucedido. Cuando hubo quedado todo dicho, le repliqué: «Cuidado, no vaya a enterarse de esto nadie en absoluto. O si no, no tendrá validez nada de lo que hemos acordado. Te pido que me lo enseñes todo en flagrante (12); pues yo no preciso palabras, sino que se me muestre claro el hecho, si es que es así.» Ella se comprometió a hacerlo. Conque transcurrieron cuatro o cinco días después de esta conversación *** (13) como yo os demostraré con pruebas contundentes. Pero primero quiero relataros lo sucedido el último día. Sóstrato es pariente y amigo mío. Me encontré con éste después de la puesta del sol, cuando venía del campo. Como yo sabía que si llegaba en ese momento no encontraría en casa a ninguno de sus parientes, lo invité a cenar conmigo. Llegamos a mi casa y subimos a cenar al piso de arriba. Cuando le pareció bien se retiró aquél para marcharse y yo me eché a dormir. Y entonces entra Eratóstenes, ciudadanos, y la sirvienta me despierta enseguida y me comunica que está dentro. Entonces le dije a ésta que se ocupara de la puerta, y bajando en silencio salí y fui a casa de fulano y mengano. A unos los encontré en casa y otros me enteré de que no estaban en la ciudad. Llevé conmigo al mayor número que pude de cuantos se encontraban presentes y me puse en marcha.

Cogimos antorchas de la tienda más cercana y entramos, pues la puerta se encontraba abierta y la esclava dispuesta. Cuando empujamos la puerta del dormitorio, los primeros en entrar logramos verlo todavía acostado junto a mi mujer; los últimos le vieron en pie, desnudo sobre la cama. Yo, ciudadanos, lo derribo de un puñetazo y, mientras llevaba sus brazos hacia atrás y lo ataba, le pregunté por qué me ultrajaba entrando en mi propia casa. Aquél admitió que me agraviaba y me pedía entre súplicas que no lo matara, que le pidiera dinero (14). Yo le dije: «No soy yo quien, te mata, sino la ley de Atenas que tú infringes. La has puesto por debajo de tus placeres, y has preferido cometer un enorme crimen contra mi mujer y mis hijos, en vez de someterte a las leyes y vivir decorosamente.» De esta forma, ciudadanos, recibió aquél exactamente lo que ordenan las leyes que reciban quienes obran así. No fue forzado a entrar desde la calle (15) ni se había refugiado junto al hogar (16), como afirman éstos. ¿Pues cómo pudo hacerlo, si cayó herido instantáneamente en el dormitorio; si yo le retorcí los brazos hacia atrás; si había dentro tantos hombres que no pudo escapar de ellos, no teniendo hierro ni palo ni cosa alguna con que defenderse de los que entraban? Es que, ciudadanos, pienso que también vosotros sabéis que quienes no obran justamente no reconocen que sus enemigos dicen verdad. Al contrario, son ellos quienes con sus mentiras y con tales procedimientos excitan la ira de los oyentes en contra de los que obran con justicia. Bien, lee la ley en primer término.

(Ley)

No discutía, ciudadanos, sino que reconocía su agravio y me rogaba y suplicaba no morir; y estaba dispuesto a compensarme con dinero. Pero yo no acepté la compensación y exigí que la ley del Estado impusiera su fuerza. En fin, me tomé el castigo que vosotros habéis impuesto a quienes cometen tales acciones por considerarlo el más justo. Conque subid a la tribuna mis testigos de estos hechos.

(Testigos)

Léeme ahora también la ley ésta de la estela del Areópago.

(Ley)

Ya oís, ciudadanos, que el mismo tribunal del Areópago, a quien corresponde por tradición y al que se ha devuelto (17) en nuestros días la jurisdicción criminal, tiene expresamente decidido que no se condene por asesinato a quien se cobre tal venganza, si sorprende a un adúltero con su mujer (18). Y con tanto énfasis ha considerado el legislador que ello es justo en el caso de las mujeres casadas, que incluso con las concubinas (19), inferiores en estimación, ha impuesto la misma pena. Claro que es evidente que si tuviera un castigo mayor que éste para con las casadas, lo habría impuesto. Ahora bien, como no era capaz de encontrar uno más fuerte que éste para con aquéllas, exigió que fuera el mismo para con las concubinas. Léeme también esta ley.

(Ley)

Ya oís, ciudadanos: ordena que si alguien deshonrara con violencia a un hombre o muchacho libre, pague una indemnización doble (20); y si a una mujer de aquellas por las que está permitido matar (21), incurra en la misma pena. De esta forma, ciudadanos, considero merecedores de menor castigo a los violadores que a los seductores: a unos les impone la muerte, a los otros les señala una doble pena, por estimar que quienes actúan con violencia incurren en el odio de los violentados, mientras que los seductores de tal forma corrompen el alma, que hacen más suyas que de sus maridos a las mujeres ajenas; toda la casa viene a sus manos y resulta incierto de quién son los hijos, si de los maridos o de los adúlteros (22). Razones por las cuales el legislador les impuso la muerte por castigo. A mí, por consiguiente, ciudadanos, no sólo me absuelven del crimen las leyes, sino que incluso me ordenan tomar tal castigo. De vosotros depende si éstas han de ser soberanas o no valer nada. Yo, desde luego, creo que todos los Estados imponen sus leyes con este fin: para que acudamos a ellas y consideremos qué habremos de hacer en los asuntos en que tenemos problemas. Ahora bien, éstas aconsejan que, en tales casos, los agraviados se tomen este castigo. Os ruego que tengáis el mismo criterio que ellas. Y es que si no, concederéis a los adúlteros tal libertad que incluso incitaréis a los ladrones a que digan que son adúlteros, porque sabrán que, si aducen tal culpa contra sí y afirman entrar en las casas ajenas con este fin, nadie les pondrá la mano encima. Todos sabrán, en efecto, que conviene decir adiós a las leyes sobre el adulterio y temer vuestro voto. Pues éste es el más válido en todos los asuntos de Atenas.

Pero considerad esto, ciudadanos: me acusan de que aquel día ordené a mi sirvienta que fuera en busca del jovenzuelo. Yo, ciudadanos, pensaría que obraba justamente, cualquiera que fuera el modo de sorprender a quien corrompía a mi mujer. Pues si le hubiera mandado a buscar por conversaciones habidas, pero no por actos realizados, habría incurrido en falta; pero si lo sorprendía, de cualquier modo que fuera, cuando ya todo estaba realizado y él había entrado en mi casa a menudo, pensaría que soy hombre recto (23). Pero ved que incluso aquí mienten. Y lo sabréis fácilmente por lo que sigue. Como antes dije, ciudadanos, Sóstrato, que es amigo mío y a quien yo trataba familiarmente, me encontró viniendo del campo a la puesta del sol y cenó conmigo. Y cuando le pareció bien, se retiró para marcharse. Pues bien, considerad esto lo primero, ciudadanos: si aquella noche andaba yo maquinando contra Eratóstenes, ¿acaso no me habría sido más ventajoso cenar con aquel en otro lugar que hacerlo entrar en mi casa para cenar conmigo? Pues de esta forma el otro habría tenido menos valor para entrar en mi casa. En segundo lugar, ¿os parece que habría despedido a mi comensal y me habría quedado solo, en vez de invitarle a que se quedara para ayudarme a castigar al adúltero? Finalmente, ciudadanos, ¿no os parece que habría hecho mejor en avisar de día a mis parientes, e instarles a que se reunieran en la casa más próxima de mis amigos, en vez de andar corriendo por la noche tan pronto como me enteré, sin saber a quién iba a encontrar en casa y a quién fuera? Y es que me dirigí a casa de Harmodio y de algún otro que no se hallaban en la ciudad (pues no lo sabía), y a otros no los cogí en casa y marché con cuantos me fue posible tomar. Pues bien, si de verdad lo tenía previsto de antemano, ¿no os parece que habría preparado incluso a mis sirvientes y se lo habría comunicado a mis amigos para entrar yo mismo con el menor riesgo (¿pues qué sabía yo si aquél también tenía un arma?) y, además, para ejecutar mi venganza en compañía del mayor número de testigos? Pues bien, sin saber nada de lo que iba a suceder aquella noche, tomé a cuantos fui capaz. Subid mis testigos de estos hechos.

(Testigos)

Ya habéis oído a los testigos, ciudadanos. Investigad entre vosotros mismos sobre este asunto buscando si hubo, alguna vez, alguna clase de enemistad, salvo esto, entre Eratóstenes y yo. No encontraréis ninguna. Pues ni me interpuso denuncia de delación, ni intentó desterrarme de Atenas ni me ha puesto pleitos privados. Tampoco era mi cómplice en ningún delito, por temor a cuyo descubrimiento deseara yo matarlo ni, aunque lo hubiera llevado a cabo, esperaba recibir dinero alguno. Pues son circunstancias así por las que algunos buscan darse muerte uno a otro. Tan lejos, pues, estábamos de tener agravios, altercados por ebriedad o disputa alguna, que ni siquiera había visto yo nunca a ese hombre salvo en la referida noche. ¿A santo de qué iba yo, entonces, a correr semejante riesgo (24), si no hubiera recibido de él el mayor de los agravios? Además, ¿habría yo cometido un delito llamando personalmente a testigos cuando me era posible, si de verdad deseaba matarlo injustamente, que nadie fuera cómplice en el asunto?

Por consiguiente, ciudadanos, considerad que ésta no es una venganza privada en mi propio beneficio, sino en el de todo el Estado. Pues quienes se disponen a realizar tales acciones, cuando vean qué recompensa les aguarda por tales crímenes, estarán menos inclinados a atentar contra los demás si ven que también vosotros tenéis la misma opinión. De lo contrario, será mucho mejor borrar las leyes vigentes y promulgar otras que castiguen a quienes protegen a sus propias esposas y proporcionen gran impunidad a quienes desean cometer agravio contra ellas. Será mucho más justo de esta forma que el que los ciudadanos caigan en la trampa de unas leyes que ordenan que si alguien sorprende a un adúltero haga con él lo que quiera, mientras que los procesos son más terribles para los agraviados que para los que deshonran a las mujeres ajenas contra la ley. Y es que yo ahora estoy arriesgando mi vida, mis bienes y todo lo demás por haber obedecido las leyes del Estado».

NOTAS:
1 Son los miembros del jurado (otras veces llamados simplemente «atenienses»), constituido, en este caso, por los 51 éfetas sentados en el Delfinio. Algunos, sin embargo, creen que en esta época las causas de homicidio habían pasado ya a la jurisdicción ordinaria de los heliastas.

2 Es un tópico común en la oratoria tanto pública como privada. Por muy llamativo que hoy nos parezca, el defensor, o acusador, según los casos, no oculta su odio e irritación contra la parte contraria, y, muy al contrario, busca por todos los medios provocarla en los jueces. Al jurado nunca se le pide ecuanimidad u objetividad, sino ira o piedad. Ello se basa en el carácter originariamente vindicativo de la justicia que nunca se perdió en Grecia. Al fin y al cabo el objetivo final de un juicio es la venganza.

3 Esto es una generalización hiperbólica que interesa al acusado. No era asi, desde luego, al menos en Cortina, cuyo célebre código establece un complejo sistema de compensación económica para los casos de adulterio: 100 estateras «si es cogido cometiendo adulterio en casa del padre, hermano o marido; si en otra, 50». También señala la ley que el adúltero puede ser retenido por el ofendido, el cual debe anunciar ante tres testigos que el adúltero ha de ser rescatado en cinco días, porque «si no es rescatado en cinco días por sus parientes, pueden hacer con él lo que quieran».

4 Esta frase parece una excusatio non petita, pero, probablemente, se basa en la frecuencia con que se amañaba en Atenas un crimen pasional para ventilar cuentas pendientes entre los adversarios o para cobrar una indemnización.

5 Hay una laguna en el texto. En todo caso, la laguna no puede ser muy extensa porque la frase siguiente es una frase explicativa perfectamente coherente con la anterior.

6 Entre las escasas salidas del hogar que se le permitían a la mujer ateniense casada, una era a los entierros y otras ceremonias religiosas.

7 Eufileto debe de ser un hombre relativamente acomodado. Posee una finca y varios esclavos; su casa es de dos plantas, lo que no es corriente. Lo normal es que sean de una sola planta en la que el gineceo está en la parte de atrás y el androceo delante.

8 Gr. epsimythiósthai, literalmente significa «pintada de albayalde o cerusa» (carbonato de plomo de color blanco) que constituía el maquillaje habitual de las mujeres, e incluso se utilizaba para el pelo.

9 Es el primer testimonio que tenemos en la literatura griega de una vieja Celestina, personaje sin duda existente en la Atenas de la época, pero curiosamente poco aprovechado por la comedia.

10 Gr. métaulos: es la puerta que hay «detrás del patio», es decir, la puerta de la casa propiamente dicha.

11 Las Tesmoforias son unas fiestas de origen agrario, exclusivamente femeninas, en honor de Deméter Tesmófora. En Atenas se celebraban los días 11-13 del mes de Pianopsion (octubre-noviembre), y en cada uno de los tres días se desarrollaban ritos diferentes: el primero, las mujeres fabricaban lechos de ramas y se sentaban en el suelo; el segundo ayunaban y el tercero, que contenía el rito principal, mezclaban los trozos podridos de cerdo, que se habían enterrado en las Esciroforias, con las semillas de cereal que iban a sembrar.

12 Según las leyes de Dracón y Solón, el sorprender en flagrante delito al adúltero era condición sine qua non para poder tomar venganza inmediata.

13 Tal y como está, el texto es incongruente. Por ello, los editores sospechan con razón que hay una laguna, no muy extensa desde luego, en la transmisión.

14 La ley permitía iniciar un proceso público de adulterio o vejaciones, o uno privado por conducta violenta si era un caso de violación. Alternativamente, el ofendido podía aceptar una reparación pecuniaria del adúltero que, en época de Demóstenes, era de 30 minas.

15 Según la ley, si alguien secuestra a otro en calidad de adúltero, este último podía presentar ante los tesmótetas acusación de haber sido secuestrado contra derecho. Esto es, precisamente, según se deduce de las palabras de Eufileto, lo que alegaban sus acusadores, no sabemos si con razón o sin ella.

16 Probablemente, aunque no tenemos constancia de ello, la misma ley protegía al adúltero que se acogía al hogar, como lugar sagrado de la casa. De todas formas, el derecho de asilo era universal en Grecia, aunque había una gran tendencia a quebrantarlo.

17 El Areópago nunca perdió la jurisdicción en casos de asesinato, aunque Efialtes redujo, en 456, sensiblemente, su gestión política. Por lo general, se admite que se está haciendo aquí referencia a un artículo del tratado de amnistía del 403 por el que, según Aristóteles (Constitución de los atenienses 39, 5): «las penas por homicidio serían según las leyes tradicionales, si alguien había matado o herido a otro por su propia mano».

18 Se refiere a una ley de Dracón: «si alguien mata (a otro)… con la esposa, madre, hermana, hija, o con una concubina a la que tiene con intención de engendrar hijos libres, que el homicida no sea sometido a juicio en estas condiciones». El sofisma consiste en que la ley admite que el homicida no sea llevado a juicio, no que «ordene cobrarse tal venganza».

19 Aquí Eufileto silencia la restricción: «con la que tiene intención de engendrar hijos libres», en interés de su argumentación. Las concubinas en Atenas no sólo no tenían una consideración negativa, sino que el concubinato era una forma de unión estable reconocida jurídicamente. Parece que incluso el Estado la favoreció durante la guerra del Peloponeso, debido a la escasez de ciudadanos.

20 No está claro de qué debe ser doble. Si la indemnización era estimable en tiempos de Lisias, debe ser «doble de la estimada», aunque es difícil estimar pecuniariamente un daño exclusivamente moral. En caso contrario, quizá sea «doble de la que correspondería a una persona no libre.

21 Es decir, solamente las que contempla la ley anteriormente citada —esposa, madre, hermana, hija y concubina con hijos libres—.

22 Ésta es una interpretación subjetiva de la diferencia entre ambos supuestos, pero que, probablemente, complacía a un dikasterion formado por varones adultos atenienses. Sin embargo, la razón es, probablemente, que en el caso de violación se trata de una legislación más arcaica.

23 Esto es obviamente falso y podría denotar mala conciencia en Eufileto. Probablemente las circunstancias del crimen no eran tan claras como nos quiere hacer ver Eufileto, porque las «pruebas» que ofrece a continuación consisten en una larga serie de entimemas o argumentos basados en la probabilidad.

24 La pena por homicidio premeditado, de lo que se acusa a Eufileto, consistía no sólo en la muerte, sino también en la confiscación de los bienes del acusado.

Traducción de Carlos Viloria.