en honor de la poesía

I
En la primera ocasión que leí el nombre Estocolmo, no imaginé que algún día visitaría esta ciudad, y mucho menos encontrarme en ella recibiendo el galardón de la Academia Sueca y la Fundación Nobel. En ese tiempo yo pensaba que aquella posibilidad estaba más allá de toda expectativa, y que era simplemente inconcebible. En la década de los cuarenta, siendo hijo mayor de una familia numerosa y creciente, vivíamos incómodamente en el condado rural de Derry en tres habitaciones de una granja campesina, que se asemejaba a una madriguera insular, tanto intelectual como emocionalmente, alejada del mundo exterior.

Era una existencia íntima, física, rodeada de animales. En las noches escuchábamos los sonidos del caballo en su establo a través de la pared de la alcoba, que se mezclaban con las voces de los adultos conversando en la cocina. Nosotros aprendíamos todo lo que transcurría —la lluvia en los árboles, los ratones en el tejado, el sonido de una locomotora a vapor cruzando por la carrilera que pasaba detrás de la casa—, y asimilábamos todo esto en un sopor de hibernación. Éramos ahistóricos, presexuales; estábamos suspendidos entre lo arcaico y lo moderno, y nos comportábamos tan susceptibles e impresionables como el agua de un balde que se guarda en la despensa. Cada vez que el paso del tren movía ligeramente la tierra, la superficie del agua ondulaba silenciosa y delicadamente, en círculos concéntricos.

Pero no nos temblaba solamente la tierra; el aire que nos rodeaba vivamente enviaba señales. El viento movía las frondas de los árboles, agitaba una antena puesta en la copa del castaño. De allí salía un cable que entraba a la cocina por un agujero de la ventana y penetraba luego a nuestra radio. Una sucesión de sonidos incomprensibles se convertía, de pronto, en las palabras de un locutor de la BBC transmitiendo las noticias —algo inesperado, como un deus ex machina. Esta voz podía también ser escuchada en el dormitorio; a través de las palabras que los adultos pronunciaban en la cocina. Así mismo oíamos con alguna frecuencia más allá de esas voces, las claves agudas y frenéticas que llevaban los mensajes en morse.

En la conversación distinguíamos algunos nombres de vecinos, pronunciados con el acento local de nuestros padres, mientras en el teñido inglés del locutor se escuchaban nombres de bombarderos y ciudades arrasadas, de frentes de guerra y divisiones de la armada, de aviones perdidos y prisioneros capturados, de soldados heridos y de los avances del ejército; y también en ese proceso reparábamos en esas dos denominaciones solemnes pero estimulantes: el enemigo y los aliados. Sin embargo ninguna noticia sobre esas catástrofes mundiales me parecía terrorífica a pesar del tono inquietante del periodista, pues no comprendíamos las connotaciones de lo que ocurría; y si algunas veces fuimos culpables por nuestra ignorancia política en ese tiempo y lugar, esa sensación de seguridad me resultaba siempre cómoda.

En otras palabras, los tiempos de la guerra fueron nuestros tiempos pre-reflexivos; pre-literarios, y de cierto modo pre-históricos. Más tarde, y esto sucedió con los años, comencé a escuchar mejor y trepándome en el brazo de un gran sofá acercaba mi oído al parlante de la radio. Pero aún no me interesaban las noticias tanto como los relatos, siendo mis favoritos la serie sobre Dick Barton, agente secreto británico, y las divertidas historias del héroe de la Fuerza Aérea británica, basadas en las novelas de W. E. Johns. Para entonces todos habíamos crecido y visitábamos con frecuencia la cocina y yo me acercaba al radio concentrándome para escucharlo. Así en ese intento aproximativo al dial, me familiaricé con los nombres de estaciones extranjeras: Leipzig, Oslo, Stuttgart, Varsovia y por supuesto, Estocolmo.

Sintonizando diferentes emisoras abandonaba la onda de la BBC a favor de Radio Eireann y retornaba al tono familiar de Dublín, para luego reemplazarlo por el acento londinense sin comprender que allí se daban mis primeros contactos con las sílabas y consonantes guturales de los idiomas europeos; así me habitué a escuchar fragmentos de noticieros hablados en diversas lenguas extranjeras que me permitieron iniciar mi recorrido por la vastedad del mundo. Éste, más tarde, se convertiría en un itinerario por la inmensidad del lenguaje, un recorrido en donde cada punto de llegada —no importa que fuera a través de la poesía de uno, o de la vida misma—, resultaba ser un puente y no un destino, y asombrosamente este viaje me ha traído ahora a un sitio de honor. No obstante, esta plataforma la siento más como una estación espacial que como un puente de piedra, y quizá porque por primera vez en la vida me permito el lujo de caminar sobre el aire.

II
Debo a la poesía la posibilidad de caminar en ese espacio. Le doy crédito pensando en una frase que escribí recientemente para valorarme a mí mismo (y a algún otro que estuvo escuchando), caminé en el aire pese a cualquier juicio. Pero la reivindico finalmente porque sólo la poesía puede crear un orden verdadero sobre el impacto externo de la realidad, y sensible a las leyes internas del propio poeta, así como las ondas del agua atravesaban el balde en nuestra despensa cincuenta años atrás. Me refiero a un orden donde logramos crecer y alcanzar todo aquello que nos propusimos. Un orden que satisface todos los apetitos de la inteligencia adhiriendo los afectos. En otras palabras, agradezco a la poesía por ser ella misma y por ser una ayuda, por hacer posible el fluido restaurador que relaciona el centro de la mente con su circunferencia, al niño que escuchaba la palabra Estocolmo en la esfera de la radio, con el hombre que está hoy frente a ustedes en Estocolmo, en este momento privilegiado.

Le agradezco a la poesía porque se le debe gratitud en nuestra época y en todos los tiempos, por su fidelidad a la vida, en todo el sentido inherente a esa frase.
Al comienzo yo quería que esa fidelidad a la vida poseyera una concreta realidad, sentía regocijo cuando un poema parecía directo, era representación exacta del universo que defendía o criticaba. Siendo aún escolar yo amaba la oda Al otoño de John Keats por parecer un Arca de la alianza que contenía el lenguaje y la sensación; amaba también a Gerald Manley Hopkins por sus exclamaciones intensas, equivalentes al éxtasis y al dolor que uno ignoraba en la adolescencia o que apenas vislumbraba antes de leerlo; yo apreciaba en Robert Frost la elementalidad del campesino y su audacia terrenal, y Chaucer me gustaba por las mismas razones.

Más tarde encontré otro tipo de exactitud, que correspondía y corresponde profundamente a algo en mí, una moral arraigada que hallé en los poemas de guerra de Wilfred Owen: una sensible poesía donde el Nuevo Testamento sufre y absorbe los golpes de otro siglo de barbarie. Más tarde aún, en la diáfana coherencia del estilo de Elizabeth Bishop, la tenacidad de Robert Lowell y la confrontación desnuda de Patrick Kavanagh, hallé demasiadas razones para creer en la capacidad —y en la responsabilidad— de la poesía para decir lo que ocurre, para apiadarse del planeta, para no preocuparse por ser simple poesía.

Esta disposición temperamental que me guiaba con rigor hacia un arte que mostrara a las cosas como son, se corroboró con la experiencia de haber nacido y crecido en Irlanda del Norte, y de haber vivido con ese lugar, a pesar de estar ausente de él durante el último cuarto de siglo. Pocos lugares en el mundo se sienten tan orgullosos por su vigilancia y realismo; pocos lugares se consideran tan calificados para censurar la florida retórica o la extravagancia formal. Por ello y en parte por haber asimilado estas actitudes con las que fui madurando y también por nutrir una corteza para protegerme contra ellas, pasé años evitando o resistiendo la excesiva opulencia lingüística de poetas tan diferentes como Wallace Stevens y Rainer Maria Rilke; ignorando en su justa medida la interioridad cristalina de Emily Dickinson, con sus destellos y fisuras asociativas. Y fui indiferente a la extrañeza visionaria de Eliot. Este más o menos, es el costo de actitudes con que fortalecí mi negación para no darle más crédito a un poeta que a cualquier otro ciudadano; posición que asumí al verme obligado a comportarme como poeta en una situación de continua violencia política y de expectativa pública; expectativa —hay que decirlo— no de poesía como tal, sino de posiciones políticas encontradas esgrimidas por grupos que se desaprobaban entre sí.

En dichas circunstancias, la mente anhela el reposo llamado con optimismo por Samuel Johnson: la estabilidad de la verdad, pues al entender la naturaleza desestabilizadora de sus propias operaciones y pesquisas, sin necesitar instrucción teórica, una rápida conciencia plantea variados discursos de contenido contradictorio. Así, el niño que en la que en la habitación escuchaba simultáneamente el lenguaje doméstico de su hogar irlandés y los acentos oficiales del locutor británico, mientras percibía a la vez las señales de otra angustia; ese niño estaba preparándose ya para las complejidades de ser un adulto y para enfrentar un futuro donde él tendría que afrontar sus posiciones éticas, estéticas, morales, políticas, métricas, escépticas, culturales, topicales, tipicales y poscoloniales; posturas estas que en conjunto resultaban simplemente imposibles.

De esta manera me hallé en la mitad de la década del setenta en otra pequeña casa campestre, esta vez en el condado de Wicklow al sur de Dublín, ya con familia propia y una radio menos precaria, escuchando la lluvia en los árboles y las noticias de las bombas que estallaban más cerca, no sólo colocadas por el IRA en Belfast, sino otras igual de atroces atribuidas en Dublín a los paramilitares unionistas del norte. Me sentía indefenso e inútil como cuando leía acerca del destino trágico de Osip Mandelstam en la Unión Soviética de la década de los años treintas; me sentía perturbado (aunque consciente) por no estar combatiendo las injusticias, como cuando un amigo de colegio, de bondad singular, había sido encarcelado por sospechas de su participación en un asesinato político. Lo que pretendía yo sin duda, no era la estabilidad, sino un escape activo de las arenas movedizas del relativismo, una forma de acreditar a la poesía sin padecer, pero tampoco sin humillarse. En un poema de mi libro Norte llamado Destape, escribí entonces lo siguiente:

¡Si yo pudiera llegar en meteorito!
Pero camino en cambio entre hojas húmedas,
Cáscaras y los gastados despojos del otoño,
Imaginando un héroe
En algún paraje enlodado,
Cuya ofrenda sea un guijarro de honda
Arrojado a los desesperados.
¿Cómo pude terminar de esta manera?
Y yo recuerdo con frecuencia los bellos
Prismáticos consejos de mis amigos
Y los cerebros golpeantes de algunos que me odian.
Sentado, midiendo y sopesando
Mi responsable pesadumbre.
¿Para qué? ¿Para el oído? ¿Para el pueblo?
¿Para aquello que se dice a nuestra espalda?
La lluvia cae entre los alisos,
Sus voces seductoras
Murmuran sobre grietas y erosiones,
Pero cada gota me recuerda
Los diamantes absolutos.
No soy informante ni prisionero,
Sino un emigrante interno de cabello largo
Pensativo;
Un pájaro del bosque
Huyendo de la masacre,
Confundido con los colores protectores
Del tronco y la corteza.
Quien como un rescoldo
casi extinto
Siente el soplo de los vientos
Para no perder la opción de la vida,
La rosa palpitante del cometa.

Sobre uno de los poemas más leídos por los estudiantes de mi generación donde se asimilan los nutrientes del movimiento simbolista presentándolos en forma de cápsula, el poeta norteamericano Archibald MacLeish afirmó que la poesía debe ser igual a / y no verídica. En esta definición sobre la capacidad que tiene la poesía para decir la verdad pero desde un ángulo oblicuo, la frase de MacLeish convence y además corrige. No obstante hay momentos en los que se dilucida una necesidad mayor y entonces uno exige no sólo que el poema sea placenteramente directo sino que posea sabiduría; que no sea una variación tocada para sorprender al mundo, sino una nueva afinación del mundo mismo.

Queremos que esa sorpresa sea transitiva, como el destello que inesperadamente devuelve la imagen al televisor, o el choque eléctrico que recobra al corazón indeciso su ritmo normal. Deseamos lo que pedía aquella mujer en una fila frente a la prisión de Leningrado, azulada por el frío y murmurando con miedo durante el régimen de terror de Stalin, cuando le preguntó a la poeta Anna Ajmátova si podría describir todo eso, si su arte sería capaz de narrarlo con exactitud. Pues aquello era lo que yo sentía en circunstancias mucho más cómodas en el condado de Wicklow cuando escribí los versos que acabo de citar; teniendo la necesidad de una poesía que pudiera merecer la definición que planteé hace un momento, que significara un orden fiel al impacto de la realidad exterior y… sensible a las leyes internas del propio poeta.

La realidad externa y la dinámica intrínseca a los acontecimientos en Irlanda del Norte entre 1968 y 1974 promulgaban un cambio; un cambio violento, admitámoslo, pero de cualquier forma una transformación, que para la minoría de los habitantes había tardado demasiado en llegar. A finales de los años sesentas, las manifestaciones callejeras fermentaron esta disposición que no se consumó, y los peligros incubados tiempos atrás comenzaron a ver la luz.

El moralista cristiano que llevaba dentro renegaba por las atrocidades del IRA con su campaña de bombas y masacres; el elemental irlandés en uno se indignaba por la rudeza que ostentaba el ejército británico en días como el Domingo de Sangre (Bloody Sunday) de Derry en 1972, y el ciudadano minoritario que acechaba en nuestro interior, con total conciencia de que su grupo era víctima de desconfianza y discriminación (por parte tanto de oficiales como de civiles), percibía la situación con tal verdad poética, que era posible creer que la vida en Irlanda del Norte florecería sólo el día que un cambio tuviera lugar. Y esta percepción se sumaba también a otra verdad, la de reconocer que los medios brutales utilizados por el IRA destruirían el sentido sobre la cual los cambios necesarios debían ampararse.

A pesar de todo, cuando el gobierno británico no había sucumbido a las estrategias de fuerza de los trabajadores unionistas de Ulster, después de la Conferencia de 1974, una mente bien dispuesta podría hallar en esas circunstancias algún sentido, y sopesar lo promisorio en contra de lo destructivo, realizando lo que medio siglo antes W. B. Yeats, había tratado de hacer: Tener en un solo pensamiento la realidad y la justicia.

Lamentablemente, luego de 1974, y durante los veinte largos años posteriores, antes del cese al fuego de agosto de 1994, semejante esperanza era imposible. La violencia subterránea sólo producía crueles retaliaciones desde arriba; el sueño de justicia fue abolido por la terrible crueldad de la realidad, y la gente se resignó durante un cuarto de siglo a una vida perdida y a un espíritu extraviado, a actitudes endurecidas y posibilidades cada vez más reducidas; resultados inevitables de la solidaridad política, del sufrimiento traumático y de la pura autodefensa emocional.

III
Uno de los más angustiosos momentos de toda esta conmovedora historia de Irlanda del Norte ocurrió una noche de enero de 1976, cuando un pequeño bus que llevaba algunos obreros a casa fue detenido por un grupo armado de encapuchados, que los obligaron a descender y a organizarse en fila al borde de la carretera. Entonces, uno de los verdugos enmascarados ordenó: Si entre ustedes hay algún católico que dé un paso adelante. Y esto ocurrió con un grupo particular donde todos, excepto uno, eran protestantes; por tal razón se presumía que los enmascarados fueran paramilitares protestantes a punto de realizar la ejecución de aquel católico infiltrado, simpatizante o militante del IRA y de todas sus actividades. Para ese hombre fue un momento terrible: estaba suspendido entre el pánico y el testimonio; entonces hizo un primer movimiento para dar el paso.

Narran que, en esa fracción de segundo, y cubierto por la relativa oscuridad de la noche invernal, sintió la mano del obrero protestante más próximo a él apretando la suya en una fraterna señal que decía: No, no te muevas, no te vamos a traicionar, nadie tiene por qué saber cuál es tu fe ni a qué partido perteneces. Sin embargo todo fue en vano; el hombre no pudo detener el impulso de su paso. Pero cuando se preparaba para sentir el cañón del fusil contra la sien, sintió un empujón que lo retiro del grupo mientras los paramilitares abrían fuego contra todos los demás; pues no eran terroristas protestantes, como habían creído, sino, sin lugar a dudas, militantes del IRA.

A veces es difícil no pensar que la historia instruye lo mismo que un matadero; que Tácito no mentía cuando dijo que la paz es la desolación que queda después de las operaciones decisivas realizadas por un poder inmisericorde. Recuerdo que en la década del setenta me asombré a mí mismo con una reflexión que hice sobre un amigo encarcelado bajo la sospecha de estar involucrado en un asesinato político: pues aunque el hombre fuera culpable —pensé para mi sorpresa—, él podría haber ayudado en algo al nacimiento de un porvenir mejor, quebrando las formas represivas, liberando un nuevo potencial de la única forma posible, es decir usando la vía violenta —que se convertiría por extensión, en la única manera correcta—.

Por un instante me sentí expuesto al frío de las galaxias, recordando el elemento aterrador, por dentro y por fuera, en el cual los seres humanos tenemos que conducir y vivir nuestras vidas. Pero esto sólo duró un momento. El futuro que deseamos nace seguramente en el vínculo profundo sentido por aquel católico aterrorizado en la orilla de la carretera cuando su compañero lo tomó de la mano; y no en las ametralladoras que escuchó en seguida —con su ruido absoluto y desolador que también forma parte de la música de lo que acontece.

Como escritores y lectores, pecadores y ciudadanos, nuestro realismo y nuestro sentido estético nos hacen cautelosos a la hora de acreditar una nota positiva. Los disparos nos previenen pero el hecho mismo de las atrocidades le da valor al esfuerzo que hacemos por confrontarlas. Por ello nos inspiran las tensiones angustiosas en la poesía de Paul Celan, y con razón nos enamora la voz del personaje que murmura en Samuel Beckett, porque evidencian que el arte sí puede estar al nivel de las circunstancias, y que constituye un corolario al destino horrorífico de Celan como sobreviviente del Holocausto, y al discreto heroísmo de Beckett como miembro de la Resistencia francesa.

Por todo esto nosotros sospechamos de aquello que ofrece demasiado consuelo; nuestro conocimiento hoy a fines del siglo Veinte, alcanzó tales fronteras, que pone en entredicho hasta nuestra propia herencia cultural. Solamente los tontos o los muy imbéciles pueden ignorar que los documentos de la civilización se han escrito con sangre y lágrimas, sangre y lágrimas que no son menos reales por tener un origen muy remoto. Y cuando esta predisposición intelectual coexiste con la realidad actual de Ulster, Israel, Bosnia, Ruanda y otros muchos lugares heridos sobre la faz de la tierra, no es coherente acreditarle a la naturaleza humana una gran potencialidad constructiva; o concederle mérito a las obras de arte.

Por lo cual yo pasé años doblado sobre mi escritorio como un monje arrodillado en su reclinatorio, contemplando con sumisión mi entendimiento en un esfuerzo por sostener el trozo de mundo cuyo peso me correspondía, conociendo mi incapacidad de alguna virtud heroica redentora, pero obligado, por obediencia a la regla, a repetir el esfuerzo y la postura. Soplando el rescoldo para producir un poco de calor. Olvidándome de la fe, e indagando en las buenas obras, sin atender verdades absolutas o lo imaginado en términos absolutos. Entonces al final, y felizmente, sin obedecer a las circunstancias dolorosas de mi lugar natal, sino a pesar de ellas, me puse de pie. Por ello empecé hace unos años a construir un espacio donde tuviera cabida lo maravilloso, y no solamente lo homicida, importante hecho que intentaré representar ahora cambiando la orientación con una historia fuera de Irlanda.

Ésta es una historia sobre otro monje que se sostiene en una ardua postura de meditación. Se dice que una vez San Kevin estaba arrodillándose con sus brazos estirados simulando una cruz en Glendalough, (monasterio próximo a donde nosotros vivíamos en el condado Wicklow); lugar que todavía sigue siendo uno de los sitios más boscosos y anegados del país. Sin embargo, cuando Kevin se arrodilló para orar, un mirlo creyendo que su mano extendida era la serena rama de un árbol, anidó sobre ella. Entonces conmovido por la piedad y constreñido por la fe, decidiendo amar a la vida en todas las criaturas grandes y pequeñas, Kevin se quedó inmóvil durante horas y días y noches y semanas, ofreciendo su mano hasta que los polluelos salieron del cascarón y aprendieron a volar. Esta verdad de la vida subvierte el sentido común hasta la intersección del proceso natural y del ideal vislumbrado, dejando una señal de la memoria en uno mismo. Manifestando un orden poético donde podemos crecer conservando aquello con que crecimos.

Se dice que la historia de San Kevin no es originaria de Irlanda. Pero me conmueve igual aunque haya surgido en la India, África, el Ártico o las Américas. Porque su significado no se sustenta en una tipología determinada o relacionándola con un folclor singular, y no tiene sentido disputar su valor dentro un contexto multicultural. Por el contrario, su fidelidad y su meritorio tránsito tienen que ver con un escenario local. Yo podría imaginar su urdimbre como un paradigma del colonialismo, con Kevin que representa al imperialista benigno (o al misionero en el despertar del imperialismo), interviniendo la vida indígena y destinando su ecología prístina. Y tendría que admitir que existe una ironía en el hecho de que alguien grabó y conservó esta historia de gran belleza dentro de la herencia irlandesa: La historia de Kevin, después de todo, aparece en las escrituras de Giraldus Cambrensis, uno del Normandos que invadió Irlanda en el siglo XII, quien sería llamado quinientos años después por Geoffrey Keating: el toro de la manada de quienes escribieron la historia falsa de Irlanda.

Pero aun así, yo todavía no puedo persuadirme de que esta manifestación de la temprana civilización cristiana, pueda juzgarse desde la simple perspectiva del explotador o del bárbaro en nuestra historia pasada y presente. La concepción entera me inquieta como otro ejemplo de la obra que vi hace unas semanas en el pequeño museo de Esparta, la mañana anterior al anuncio del ganador del Premio Nobel de literatura de este año.

Se trataba de una pintura proveniente de una fe distinta a la profesada por San Kevin. Representaba a un pájaro dormido, a una bestia extasiada y a un hombre en trance, pero lo significativo es que se trataba de Orfeo porque en ese tiempo el rapto provenía de la música y no de la oración. Era una talla pequeña y me era imposible hacer un boceto de ella, pero en la tarjeta de la exposición aparecía la información necesaria. La imagen me conmovió debido a su antigüedad y conservación, ya que la descripción en la tarjeta dio un nombre y creencia a lo que me había cautivado durante las últimas tres décadas: Pieza relativa en homenaje a Orfeo, realizada por el poeta local durante el período Helenístico.

Una vez más yo espero no estar siendo sentimental o simplemente fetichista con aquello que llamamos local. Yo deseo sugerir en cambio que las imágenes e historias invocadas aquí, sirvan como portadoras de valor. El siglo ha dado testimonio de la derrota del Nazismo por la fuerza de las armas, pero la corrosión de los regímenes soviéticos fue causada, entre otras cosas, por la pura persistencia de valores culturales y las resistencias psíquicas que estas historias e imágenes envuelven. Aun cuando nosotros hemos aprendido a ser profundamente cautelosos y a elevar a formas culturales conservadoras los sistemas normativos y exclusivistas, aun cuando tenemos la prueba terrible de que el orgullo en una herencia étnica y religiosa puede degradar en el fascismo, nuestra vigilancia en este sentido no debe cambiar el amor que le confiamos a nuestras raíces.

Pues una confianza en la que demos crédito a un mundo donde se respete la validez de cada tradición, permitirá la creación y el mantenimiento de un espacio político salubre. A pesar de repetirse los actos de devastación, matanza, asesinato y extirpación, provocados por motivos religiosos entre palestinos e israelitas, africanos y Afrikáners (o Boérs); las paredes se han derrumbado en Europa y las cortinas de hierro se han abierto. Esto nos deja la esperanza de que se inauguren nuevas posibilidades en Irlanda, aunque el problema involucre una partición continuada de la isla entre las jurisdicciones británicas e irlandesas, y una escisión igualmente persistente de los afectos en Irlanda del Norte con sus herencias; pero ciertamente cada morador en el país debe esperar a que los gobiernos aprueben leyes que permitan esa división similar a la red en una cancha de tenis, que facilita un ágil dar y tomar, para encontrar y contener; prefigurando un futuro donde la vitalidad fluya, comenzando por cambiar los términos enemigo y aliado, y que finalmente deriven en un lenguaje menos maniqueo y un vocabulario menos categórico.

IV
Cuando el poeta W. B. Yeats estuvo en este lugar hace más de setenta años, Irlanda acababa de salir de una guerra civil traumática que se había librado después de la guerra de Independencia contra los británicos. La segunda de estas guerras, la fratricida, no duró mucho tiempo; había llegado a su fin en mayo de 1923, siete meses antes de que Yeats emprendiera su viaje a Estocolmo; y fue una contienda sangrienta, salvaje e íntima, que iba a determinar durante varias generaciones, los términos políticos que se realizarían dentro de los veintiséis condados independientes de Irlanda —aquella parte de la isla conocida primero como el Estado Libre Irlandés y luego como la República de Irlanda.

En su discurso al recibir el Premio Nobel, Yeats apenas hizo una alusión pasajera a estas guerras. Nadie entendió mejor que él, aquel vínculo existente entre la construcción o destrucción del Estado, y la fundamentación o el hundimiento de la vida cultural; pero en esa ocasión eligió hablar acerca del Movimiento Irlandés de Dramaturgia. Se refirió al propósito creativo que inspiró aquel movimiento, y a la fortuna histórica que lo rodeó al haber disfrutado no sólo de su propio talento sino también de la genialidad de John Millington Synge y Lady Augusta Gregory. Vino a Suecia para relatarle al mundo que el trabajo de los poetas y dramaturgos locales había ejercido un papel más importante en la transformación de su país natal, y de su tiempo, que las emboscadas de los ejércitos guerrilleros; y planteó en su elevada prosa, el mismo argumento que expresaría en verso una década más adelante, al escribir el poema: La galería municipal revisitada.

Allí, Yeats se presenta entre los retratos y heroicas figuras narrativas, que celebran los eventos y los personajes de la historia reciente, y reconoce súbitamente un acontecimiento que marcó una época: Esto no es, digo yo,/ la Irlanda muerta de mi juventud, sino una Irlanda / que los poetas han imaginado, terrible y alegre. El poema concluye con dos de los más refinados versos de toda su obra:

Piense dónde comienza y termina la gloria de un hombre,
Y diga: mi gloria fue haber tenido a mis amigos.

No obstante, a pesar de lo extenso y excitante, florece en estas líneas un ejemplo de poesía que enaltece sin demostrar su valor como tal. Son palabras que honran al autor galardonado, que se parece a lo que estoy haciendo yo en este discurso. En realidad, debería citar en beneficio propio otras frases del mismo poema: Ustedes que me juzgan, no me juzguen sólo por este libro o aquel. Les ruego, como Yeats suplicó a sus lectores, que piensen en los logros de los poetas, dramaturgos y novelistas irlandeses de los últimos cuarenta años, entre los cuales me enorgullezco de tener unos grandes amigos. Refiriéndose a la literatura, Ezra Pound aconsejó no escuchar las opiniones de aquellos que no han producido una obra notable y yo tengo el privilegio de seguir su consejo, porque es la buena opinión de los trabajadores distinguidos que me ha dado la fuerza para continuar mi camino desde cuando comencé a escribir en Belfast, hace ya más de treinta años.

Yeats, por supuesto, no compartía las frases floridas ni los alardes. A la hora de dar crédito a la poesía de nuestro siglo, cualquier inventario literario debería incluir sus dos grandes piezas poéticas: Mil novecientos diecinueve y Meditaciones en tiempos de guerra civil; esta última contiene el famoso poema lírico acerca de un nido en su ventana, donde el pájaro llamado tordo había hecho su morada en una grieta del antiguo muro. El poeta vivía entonces en una torre normanda, una de las reliquias de la historia militar del país en siglos anteriores, y allí reflexiona sobre lo irónico de las civilizaciones que se consolidan mediante conquistadores poderosos y violentos, y que terminan por comisionar a los artistas y arquitectos para la realización de obras que resalten su magnificencia. En su obra vinculó el ave maternal que alimenta a sus polluelos con la imagen de la abeja de miel, una imagen profundamente arraigada a la tradición poética, y siempre sugestiva del ideal de una sociedad trabajadora y armónica que nutre y protege a los suyos:

Las abejas construyen en las grietas
De adoquines sueltos que se abren;
Y allí los pájaros traen a sus críos gusanillos y moscas.
Mi muro se derrumba. Dulces abejas,
Vengan, construyan en la casa vacía del tordo.
Estamos encerrados bajo la llave
De nuestra incertidumbre; en algún lugar
Un hombre ha sido asesinado, incendian una casa.
Pero ningún hecho claro se vislumbra.
Vengan, construyan en la casa vacía del tordo.
Una barricada de piedra o de madera;
Catorce días de guerra civil;
Anoche pasaron llevando en una carroza
El cuerpo de un joven soldado ensangrentado.
Vengan, construyan en la casa vacía del tordo.
Habíamos alimentado nuestros corazones con fantasías,
Y el corazón así nutrido fue embrutecido,
Hay mayor sustancia en nuestras enemistades
Que en nuestro amor. Ay, dulces abejas
Vengan, construyan en la casa vacía del tordo.

Muchas veces durante los últimos veinticinco años, he escuchado a la gente de Irlanda repetir este poema, lo cual no es extraño, porque es un poema tan tierno frente a la vida misma como lo era el santo Kevin, y tan duro sobre lo que ocurre en la vida como el mismo Homero. Conoce las masacres que ocurren al lado de la carretera, como el episodio relatado al comienzo de este discurso sobre los hombres del bus, pero acredita la verdad del apretón de mano, la simpatía y la actitud protectora que existe entre los y la actitud protectora que existe entre los seres vivientes. Satisface las necesidades contradictorias experimentadas por la conciencia en tiempos de crisis, la obligación por un lado de decir la verdad, y por el otro, de no endurecer la mente hasta un punto que niegue su añoranza de dulzura y verdad.

Es una prueba real de que la poesía puede representar y ser verídica al mismo tiempo, y recuerda la petición hecha por aquella mujer en Leningrado a Anna Ajmátova sobre un poema adecuado a su realidad, y que William Wordsworth produjo en un instante parecido de crisis histórica y desconcierto personal, hace casi exactamente doscientos años.

V
Cuando el bardo Demodocus narra en su canto la derrota de Troya y todas las desdichas ocurridas, Odiseo llora y como lo relata Homero, sus lágrimas se asemejan a las de una mujer en el campo de batalla lamentando la muerte de su marido caído:

Al observar al hombre allí abatido, que gime, que se muere,
Ella se inclina a abrazarlo llorando desgarradoramente;
Entonces siente las lanzas que penetran su espalda y sus hombros.
Con todo su dolor la llevan atada a la esclavitud;
Desoladoras lágrimas abren surcos en sus mejillas:
Pero no conmueven más que las de Odiseo…

Todavía hoy, después de tres mil años, y a pesar de habernos acostumbrado a ir de canal en canal, mirando crónicas en vivo sobre las infamias contemporáneas, tan informados y familiarizados a riesgo de volvernos inmunes; acostumbrados por películas realistas a los campos de concentración y los Gulag, el cuadro que pinta Homero nos sacude.

La frialdad de aquellas lanzas atacando a la mujer por la espalda, nos alcanza siempre sobreviviendo al paso del tiempo y a la traducción. Esta imagen encierra la exactitud adecuada de un documental y responde a todo lo que sabemos sobre lo intolerable.

Pero he aquí otra forma de manifestación característica de la poesía lírica. Se refiere a: el templo dentro de nuestro oído el cual se activa al escuchar un pasaje de un poema. Es lo que llama Mandelstam la solidez del discurso articulado, la resolución e independencia que nace de un poema enteramente realizado. Su revelación radica en una energía desatada por una fusión y una escisión lingüísticas; en un signo pleno generado por la cadencia, el tono, el ritmo, la estrofa, además del contenido del poema y de la veracidad del poeta. De hecho, en la poesía lírica, la verdad se reconoce como un timbre que suena con fidelidad dentro del medio en sí. Y es la búsqueda incesante de ese acento, esa nota que fue afinada al extremo en Emily Dickinson y Paul Celan, y orquestada en forma opulenta en John Keats; es esa indagación que mantiene al poeta esforzándose para detectar una voz totalmente persuasiva detrás de tantas que intentan informar.

Para reiterarlo de otra manera, no he descendido del brazo de aquel sofá. Seguramente escucho las noticias con más atención ahora; tengo mayor conciencia de la historia global y del dolor del mundo que se oculta tras ella. Pero lo que me esfuerzo por escuchar en la voz del locutor, no es propiamente el relato de lo ocurrido; es algo más reflexivo porque como poeta me concentro a fin de captar un signo, para reposar en la estabilidad conferida por la satisfacción de percibir un orden de sonidos. Es como si la onda cuando alcanza su círculo más amplio, deseara ser verificada mediante una reforma de sí misma, contrayéndose y devolviéndose nuevamente a su punto de origen.

Persigo también esto cuando leo poesía. Y lo encuentro, por ejemplo, repitiendo el refrán contenido en el poema de Yeats: Vengan, construyan en la casa vacía del tordo. Con su tono de súplica, sus ejes poderosos en las palabras construyan y casa, y esa conciencia de disolución en la palabra vacía. Lo hallo igualmente en el triángulo de fuerzas mantenidas en equilibrio por la triple rima de: fantasías, enemistades y dulces abejas, y en la totalidad del poema como una forma constitutiva del lenguaje.

La forma poética es, a la vez, el barco y el ancla. Significa lo pleno y lo estable, permitiendo una satisfacción simultánea de todo aquello que es centrífugo y centrípeto en la mente y en el cuerpo. Y por estos medios, la obra de Yeats cumple con lo que la poesía necesaria siempre realiza, desciende al fondo de nuestra compasiva naturaleza, sin desconocer lo despiadado que es el universo al que constantemente ella misma está expuesta. La forma del poema en otras palabras, es crucial, pues sin ella, no se logra el efecto que siempre es y será el mérito de la poesía: persuadir a esa parte vulnerable de nuestra conciencia de su rectitud, a pesar de la evidencia del espacio errático que la rodea; recordarnos que somos cazadores y recolectores de valores; que nuestras soledades y angustias deben ser respetadas, pues también ellas representan una confirmación de nuestra existencia como seres humanos.