MISIÓN DEL BIBLIOTECARIO

“Quisiera hoy prolongar en mi conducta la tradición de una virtud que unánimemente reconocían ya a los españoles los antiguos griegos y romanos: la hospitalidad. Ahora bien, en la presente circunstancia el mejor rito hospitalario me parece consistir en que al llegar el extranjero a mi casa yo abandone ésta y me haga un poco extranjero. En esta ocasión de dirigiros la palabra, mi casa solariega es la lengua española, para muchos de vosotros poco habitual. Y he pensado que si había de buscar contacto eficaz con vuestras almas y no haceros perder por completo una hora de vuestras vidas, que las tienen tan contadas, yo debía hacer un esfuerzo y exponerme a la aventura de hablaros en una lengua que conozco muy poco, en que tendré que balbucir y tropezar muchas veces, que ni siquiera pronuncio bien, pero en que a la postre creo que me haré entender. Lo demás lo espero de vuestra benevolencia, que no me delatará a la policía por las erosiones que voy a producir en la sutil gramática francesa.

Y ante todo yo quisiera advertiros que lo que vais a oír no coincide propiamente con el título dado a mi discurso, título con el cual yo me he encontrado, como vosotros, al leer el programa de este Congreso. Lo hago constar porque ese título —“Misión del bibliotecario”— es enorme y pavoroso, y aceptarlo sin más fuera una pretensión abrumadora. No puedo intentar enseñaros nada sobre las técnicas complejísimas que integran vuestro trabajo, las cuales vosotros conocéis tan bien y que son para mí hermético misterio. Debo, pues, recluirme en el más breve rincón del ámbito gigante que ese título anuncia.

Ya la palabra “misión”, por sí sola, me asusta un poco si me veo obligado a emplearla con todo el vigor de su significado. Por supuesto, que lo mismo acontece con innumerables palabras de las que hacemos un uso cotidiano. Si de pronto hiciesen funcionar con plenitud lo que verdaderamente significan, si al pronunciarlas u oírlas nuestra mente entendiese bien y de un golpe su sentido íntegro, nos sentiríamos atemorizados, por lo menos sobrecogidos ante el esencial dramatismo que encierran. Por fortuna, nuestro ordinario lenguaje las usa sumaria y mecánicamente, sin entenderlas apenas, con un sentido depotenciado, adormecido, borroso; las manejamos por de fuera, resbalando sobre ellas velozmente, sin sumergirnos en su interior abismo. En suma, que al hablar hacemos saltar los vocablos como los domadores de circo a los tigres y a los leones, después de haber rebajado su fiereza con la morfina o el cloroformo.

Misión personal

Bastaría, para demostrarlo con un ejemplo, que nos asomásemos un instante al interior de la palabra “misión”. Misión significa, por lo pronto, lo que un hombre tiene que hacer en su vida. Por lo visto, la misión es algo exclusivo del hombre. Sin hombre no hay misión. Pero esa necesidad a que la expresión “tener que hacer” alude, es una condición muy extraña y no se parece en nada a la forzosidad con que la piedra gravita hacia el centro de la tierra. La piedra no puede dejar de gravitar, mas el hombre puede muy bien no hacer eso que tiene que hacer. ¿No es esto curioso? Aquí la necesidad es lo más opuesto a una forzosidad, es una invitación.

¿Cabe nada más galante? El hombre se siente invitado a prestar su anuencia a lo necesario. Una piedra que fuese medio inteligente, al observar esto, acaso se dijera: “¡Qué suerte ser hombre! Yo no tengo más remedio que cumplir inexorablemente mi ley: tengo que caer, caer siempre… En cambio, lo que el hombre tiene que hacer, lo que el hombre tiene que ser, no le es impuesto, sino que le es propuesto”.

Pero esa piedra imaginaria pensaría así porque es sólo medio inteligente. Si lo fuese del todo, advertiría que ese privilegio del hombre es tremebundo. Pues implica que en cada instante de su vida el hombre se encuentra ante diversas posibilidades de hacer, de ser, y que es él mismo quien bajo su exclusiva responsabilidad tiene que resolverse por una de ellas. Y que para resolverse a hacer esto y no aquello tiene, quiera o no, que justificar ante sus propios ojos la elección, es decir, tiene que descubrir cuál de sus acciones posibles en aquel instante es la que da más realidad a su vida, la que posee más sentido, la más suya. Si no elige ésa, sabe que se ha engañado a sí mismo, que ha falsificado su propia realidad, que ha aniquilado un instante de su tiempo vital, el cual, como antes dije, tiene contados sus instantes. No hay en esto que digo misticismo alguno: es evidente que el hombre no puede dar un solo paso sin justificarlo ante su propio íntimo tribunal. Cuando dentro de una hora nos encontremos a la puerta de este edificio tendremos, queramos o no, que decidir hacia dónde moveremos el pie, y para decidirlo, veremos surgir ante nosotros la imagen de lo que tenemos que hacer esta tarde, que a su vez depende de lo que tenemos que hacer mañana, y todo ello, en definitiva, de la figura general de vida que nos parece ser la más nuestra, la que tenemos que vivir para ser el que más auténticamente somos. De suerte que cada acción nuestra nos exige que la hagamos brotar de la anticipación total de nuestro destino y derivarla de un programa general para nuestra existencia. Y esto vale lo mismo para el hombre honrado y heroico que para el perverso o ruin; también el perverso se ve obligado a justificar ante sí mismo sus actos buscándoles sentido y papel en un programa de vida. De otro modo, quedaría inmóvil, paralítico, como el asno de Buridán.

Entre los pocos papeles que, a su muerte, dejó Descartes, hay uno, escrito hacia los veinte años, que dice: Quod vitae sectabor iter?, “¿Qué camino de vida elegiré?”. Es una cita de cierto verso en que Ausonio, a su vez, traduce una vetusta poesía pitagórica, bajo el título: De ambiguitate eligendae vitae. “Desde la perplejidad en la elección de la vida”.

Hay en el hombre, por lo visto, la ineludible impresión de que su vida, por tanto, su ser, es algo que tiene que ser elegido. La cosa es estupefaciente; porque eso quiere decir que, a diferencia de todos los demás entes del universo, los cuales tienen un ser que les es dado ya prefijado, y por eso existen, a saber, porque son ya desde luego lo que son, el hombre es la única y casi inconcebible realidad que existe sin tener un ser irremediablemente prefijado, que no es desde luego y ya lo que es, sino que necesita elegirse su propio ser. ¿Cómo lo elegirá? Sin duda, porque se representará en su fantasía muchos tipos de vida posible, y al tenerlos delante, notará que alguno de ellos le atrae más, tira de él, le reclama o le llama. Esta llamada que hacia un tipo de vida sentimos, esta voz o grito imperativo que asciende de nuestro más radical fondo, es la vocación.

En ella le es al hombre, no impuesto, pero sí propuesto, lo que tiene que hacer. Y la vida adquiere, por ello, el carácter de la realización de un imperativo. En nuestra mano está querer realizarlo o no, ser fieles o ser infieles a nuestra vocación. Pero ésta, es decir, lo que verdaderamente tenemos que hacer, no está en nuestra mano.

Nos viene inexorablemente propuesto. He aquí por qué toda vida humana tiene misión. Misión es esto: la conciencia que cada hombre tiene de su más auténtico ser que está llamado a realizar. La idea de misión es, pues, un ingrediente constitutivo de la condición humana, y como antes decía: sin hombre no hay misión, podemos ahora añadir: sin misión no hay hombre.

Misión profesional

Es una pena que no sea ahora posible penetrar en este tema, uno de los más fértiles y graves; en el tema de las relaciones entre el hombre y su quehacer. Pues, ante todo, la vida no es sino quehacer. No nos hemos dado la vida, sino que ésta nos es dada; nos encontramos en ella sin saber cómo ni por qué; pero eso que nos es dado —la vida—, resulta que tenemos que hacérnoslo nosotros mismos, cada cual la suya. O lo que viene a ser lo mismo: para vivir tenemos que estar siempre haciendo algo, so pena de sucumbir. Sí, la vida es quehacer. Sí, la vida da mucho quehacer, y el mayor de todos, acertar a hacer lo que hay que hacer. Para ello miramos en nuestro derredor o contorno social y hallamos que éste está constituido por una urdimbre de vidas típicas, quiero decir, de vidas que tienen cierta línea general común: hallamos, en efecto, médicos, ingenieros, profesores, físicos, filósofos, labradores, industriales, comerciantes, militares, albañiles, zapateros, maestras, actrices, bailarines, monjas, costureras, damas de sociedad. Por lo pronto, no vemos la vida individual que es cada médico o cada actriz, sino sólo la arquitectura genérica y esquemática de esa vida. Unas de otras se diferencian por el predominio de una clase o tipo de haceres —por ejemplo, el hacer del militar frente al hacer del científico. Pues bien, esas trayectorias esquemáticas de vida son las profesiones, carreras o carriles de existencia que hallamos ya establecidos, notorios, definidos, regulados en nuestra sociedad. Entre ellos elegimos cuál va a ser el nuestro, nuestro curriculum vitae.

Esto os ha pasado a vosotros. En ese momento de la adolescencia o la primera juventud en que, con una u otra claridad, el hombre toma sus más decisivas decisiones, encontrasteis que en vuestro contorno social ya estaba, antes que vosotros, perfilada la figura de vida y el modo de ser hombre que es ser bibliotecario. No habéis tenido vosotros que inventarlo; estaba ya ahí, donde “ahí” significa la sociedad a que pertenecíais.

Aquí nos es preciso caminar más despacio. He dicho que la figura de vida y el tipo de humano quehacer que es ser bibliotecario preexistía a cada uno de vosotros y os bastaba mirar en torno para hallarlo informando la existencia de muchos hombres y mujeres. Pero esto no ha acaecido siempre. Ha habido muchas épocas en que no había bibliotecarios, aunque había ya libros —no hablemos de aquellas mucho más largas en que no había bibliotecarios porque ni siquiera había libros. ¿Quiere esto decir que en esas épocas en que no había bibliotecarios, aunque había ya libros, no existiesen algunos hombres que se ocupaban con los libros en forma bastante parecida a lo que constituye hoy vuestro oficio? Sin duda, sin duda: había algún hombre que no se contentaba, como los demás, con leer los libros, sino que los coleccionaba y ordenaba y catalogaba y cuidaba. Mas si hubieseis nacido en aquel tiempo, por mucho que miraseis en vuestro derredor no hubieseis reconocido en el hacer de ese hombre lo que hoy llamamos un bibliotecario, sino que su conducta os habría parecido lo que, en efecto, era: una peculiaridad individual, un comportamiento personalísimo, una afición adscrita intransferiblemente a aquel hombre como el timbre de su voz y la melodía de sus gestos. La prueba de ello es que al morir ese hombre, su ocupación moría con él, no proseguía en pie más allá de la vida individual que la ejercitó.

Lo que quiero insinuar con esto se ve claro si nos trasladamos al otro extremo de la evolución y nos preguntamos qué pasa hoy cuando el hombre que regenta una biblioteca pública se muere. Pues pasa que queda su hueco en pie, que su ocupación permanece intacta en forma de puesto oficial que el Estado o el Municipio o la Corporación sostiene con su voluntad y su poder colectivos, aunque transitoriamente nadie lo ocupe, hasta el punto de seguir adscribiendo una retribución a aquel puesto vacío. De donde resulta que ahora el ocuparse en coleccionar, ordenar y catalogar los libros, no es un comportamiento meramente individual, sino que es un puesto, un topos o lugar social, independiente de los individuos, sostenido, reclamado y decidido por la sociedad como tal y no meramente por la vocación ocasional de este o el otro hombre. Por eso ahora encontramos el cuidado de los libros constituido impersonalmente como carrera o profesión y, por eso, al mirar en derredor, lo vemos tan clara y sólidamente definido como un monumento público. Las carreras o profesiones son tipos de quehacer humano que, por lo visto, la sociedad necesita. Y uno de éstos es desde hace un par de siglos el bibliotecario. Toda colectividad de Occidente ha menester hoy de un cierto número de médicos, de magistrados, de militares… y de bibliotecarios. Y ello porque, según parece, esas sociedades tienen que curar a sus miembros, administrarles justicia, defenderse y hacerles leer. He aquí que reaparece la misma expresión antes usada por mí, pero que ahora va referida a la sociedad y no al hombre. La sociedad tiene que hacer también ciertas cosas. Tiene también su sistema de necesidades, de misiones.

Nos encontramos, pues —y ello es más importante de lo que acaso se imagina—, con una dualidad: la misión del hombre, lo que cada hombre tiene que hacer para ser lo que es y la misión profesional, en nuestro caso la misión del bibliotecario, lo que el bibliotecario tiene que hacer para ser buen bibliotecario. Importa mucho que no confundamos la una con la otra.

Originariamente —ello no ofrece duda— eso que hoy constituye una profesión u oficio fue inspiración genial y creadora de un hombre que sintió la radical necesidad de dedicar su vida a una ocupación hasta entonces desconocida, que inventó un nuevo quehacer. Era su misión, lo para él necesario. Ese hombre muere, y con él su misión; pero andando el tiempo, la colectividad, la sociedad, repara en que aquella ocupación o algo parecido es necesaria para que subsista o florezca el conglomerado de hombres en que ella —la sociedad— consiste. Así, por ejemplo, hubo en Roma un hombre de la gens Julia, llamado Cayo y apodado César, a quien le ocurrió hacer una serie de cosas que nadie hasta entonces había hecho, entre ellas: proclamar el derecho de Roma al mando exclusivo en el mundo y el derecho de un individuo al mando exclusivo en Roma. Esto le costó la vida. Pero una generación más tarde, la sociedad romana sintió como tal sociedad la necesidad de que alguien volviese a hacer lo que Cayo Julio César había hecho; de este modo, el hueco que aquel hombre había dejado con su personalísimo perfil quedó objetivado, despersonalizado en una magistratura, y la palabra César, nombre de una misión individual, vino a designar una necesidad colectiva. Pero nótese la profunda transformación que un tipo de quehacer humano sufre cuando pasa de ser necesidad o misión personal a ser menester colectivo u oficio y profesión. En el primer caso, el hombre hace lo suyo y nada más que lo suyo, lo que él y sólo él tiene que hacer, libérrimamente y bajo su exclusiva responsabilidad. En cambio, ese hombre, al ejercer una profesión, se compromete a hacer lo que la sociedad necesita. Ha de renunciar, pues, a buena parte de su libertad y se ve obligado a desindividualizarse, a no decidir sus acciones exclusivamente desde el punto de vista de su persona, sino desde el punto de vista colectivo, so pena de ser un mal profesional y sufrir las consecuencias graves con que la sociedad, que es crudelísima, castiga a los que la sirven mal.

Tal vez un paradigma aclare esto que insinúo. Si en la casa donde un hombre vive con otras muchas personas se produce un incendio, puede, desde su punto de vista personal, que acaso es de extrema desesperación, no intentar apagarlo y complacerse ante la idea de que pronto su cuerpo será ceniza. Mas si por un azar sobrevive y consta que pudo apagar el fuego que tantas vidas ha costado, la sociedad le castigará, porque no hizo lo que socialmente —es decir, por necesidad colectiva y no individual— había que hacer. Pues bien, las profesiones representan para el que las ejercita quehaceres de ese tipo; son, como el incendio, urgencias a que es ineludible acudir y que la situación social nos presenta, queramos o no. Por eso se llaman oficios, por eso especialmente todos los quehaceres del Estado —en el Estado aparece lo social en grado superlativo, subrayado, aristado, iba a decir exagerado—, todos los quehaceres del Estado se suelen calificar de oficiales.

Los lingüistas encuentran dificultades para fijar la etimología de esta palabra con que los latinos designaban el deber, y las encuentran porque, como muchas veces les pasa, no se representan bien la situación vital originaria a que el vocablo responde y en que fue creado. No ofrece dificultad semántica reconocer que officium viene de ob y facere, donde la preposición ob, como suele, significa salir al encuentro, prontamente, a algo, en este caso a un hacer. Officium es hacer sin titubeo, sin demora, lo que urge, la faena que se presenta como inexcusable*. Ahora bien, esto es lo que constituye la idea misma del deber. Cuando nos es presentado algo como deber, se nos indica que no nos queda margen para decidir nosotros si hay o no que hacerlo. Podremos cumplirlo o no, pero que hay que hacerlo es incuestionable, por eso es deber.

Todo esto nos declara que para determinar la misión del bibliotecario hay que partir, no del hombre que la ejerce, de sus gustos, curiosidades o conveniencias, pero tampoco de un ideal abstracto que pretendiese definir de una vez para siempre lo que es una biblioteca, sino de la necesidad social que vuestra profesión sirve. Y esta necesidad, como todo lo que es propiamente humano, no consiste en una magnitud fija, sino que es por esencia variable, migratoria, evolutiva —en suma, histórica.

*El otro sentido de officium —obstaculizar— que parece tener un sentido bélico, se enlaza con el indicado. La urgencia, el “deber” más característicos de la vida primitiva son la lucha contra el enemigo, el hacerle frente y oponerse a él. Es, pues, indiferente que oficio signifique primero “poner obstáculo” y luego se generalice como prototipo de urgencia, o viceversa, que el deber genérico se especializase en el más notable de oponerse al enemigo.

Es curioso advertir que la misma idea de acudir con celeridad a algo anima a la palabra “obediencia”, de ob y audio —es decir, ejecutar inmediatamente la orden que se ha escuchado. En árabe, la expresión que designa obediencia es un giro de dos palabras que significan “oído y hecho”, correspondiente a nuestro “dicho y hecho”.

 

La historia del bibliotecario

EL SIGLO XV
Todos vosotros conocéis mejor que yo el pasado de vuestra profesión. Si ahora lo oteáis, observaréis cuán claramente se manifiesta en él que el quehacer del bibliotecario ha variado siempre en rigurosa función de lo que el libro significaba como necesidad social.
Si fuera posible ahora reconstruir debidamente ese pasado, descubriríamos con sorpresa que la historia del bibliotecario nos hacía ver al trasluz las más secretas intimidades de la evolución sufrida por el mundo occidental. Ello comprobaría que habíamos tomado nuestro asunto, en apariencia tan particular y excéntrico —la profesión del bibliotecario—, según es debido; a saber, en su efectiva y radical realidad. Cuando tomamos algo, sea lo que sea, aun lo más diminuto y subalterno, en su realidad nos pone en contacto con todas las demás realidades, nos sitúa como en el centro del mundo y nos descubre en todas las direcciones las perspectivas ilimitadas y patéticas del universo. Pero, repito, no podemos ahora ni siquiera iniciar esa historia profunda de vuestra profesión. Queda enunciada aquí la tarea como un desideratum que alguno de vosotros, mejor dotado que yo para intentarlo, debería realizar.

Porque esa funcionalidad antes afirmada por mí entre lo que ha hecho el bibliotecario en cada época y lo que el libro ha ido siendo como necesidad en las sociedades de Occidente, me parece incuestionable.

Para ahorrar tiempo, dejemos Grecia y Roma: lo que para ellas fue el libro, es cosa muy extraña si ha de ser con precisión descrita. Hablemos sólo de los pueblos nuevos que sobre las ruinas de Grecia y Roma inician una nueva vegetación. Pues bien, ¿cuándo vemos dibujarse, por vez primera, la figura humana del bibliotecario en la urdimbre del paisaje social —quiero decir—, ¿cuándo un contemporáneo mirando en su contorno pudo hallar como fisonomía pública, ostensible y ostentada, la silueta del bibliotecario? Sin duda, en los comienzos del Renacimiento. Conste, ¡un poco antes de que el libro impreso existiese! Durante la Edad Media, la ocupación con los libros es aún infrasocial, no aparece en el haz del público: está latente, secreta, como intestinal, confinada en el recinto secreto de los conventos. En las mismas Universidades no se destaca ese ejercicio. Se guardaban en ellas los libros necesarios para el tráfico de la enseñanza ni más ni menos que se guardarían los utensilios de limpieza. El guardián de libros no era algo especial. Sólo en los albores del Renacimiento empieza a delinearse sobre el área de lo público, a diferenciarse de los otros tipos genéricos de la vida, el gálibo del bibliotecario. ¡Qué casualidad! Es precisamente la sazón en que también, por vez primera, el libro en el sentido más estricto —no el libro religioso ni el libro legal, sino el libro escrito por un escritor, por tanto, el libro que no pretende ser sino libro y no revelación y no Código— es precisamente la sazón en que, también, por vez primera, el libro es sentido socialmente como necesidad. Este o el otro individuo la había sentido mucho antes —pero la había sentido como se siente un deseo o un dolor; a saber, cada cual por su propia cuenta y riesgo. Pero ahora el individuo hallaba que no era preciso que él sintiese originalmente esa necesidad, sino que encontraba ésta en el aire, en el ambiente, como algo reconocido, no se sabía por quién justamente, porque parecían sentirla “los demás”, ese vago “los demás” que es el misterioso substrato de todo lo social. La ilusión del libro, la esperanza en el libro no eran ya un contenido de esta o la otra vida individual, sino que poseían el carácter anónimo, impersonal, propio a toda vigencia colectiva. La historia, señores, es, ante todo, la historia de la emergencia, desarrollo y desaparición de las vigencias sociales. Son éstas opiniones, normas, preferencias, negaciones, temores, que todo individuo encuentra constituidas en su contorno social, con las cuales, quiera o no, tiene que contar, como tiene que contar con la naturaleza corporal. Es indiferente que la persona no esté conforme con ellas: su vigencia no depende de que tú o yo prestemos nuestra aprobación; al contrario, notamos mejor que es vigente cuando nuestra discrepancia se descalabra contra su granítica dureza.

En este sentido, digo que hasta el Renacimiento no fue la necesidad del libro vigencia social. Y porque entonces lo fue vemos surgir inmediatamente el bibliotecario como profesión. Pero aún podemos precisar más. La necesidad del libro toma en esta época el cariz de fe en el libro. La revelación, lo dicho por Dios y por Él dictado al hombre mengua de eficacia y se comienza a esperarlo todo de lo que el hombre piensa con su sola razón, por tanto, de lo que el hombre escriba.

¡Extraña y radical aventura de la humanidad occidental! ¿Veis cómo sin más que rozar la historia de vuestra profesión caemos como por escotillón en las entrañas recónditas de la evolución europea?

La necesidad social del libro consiste en esta época en la necesidad de que haya libros, porque hay pocos. A este módulo de la necesidad responde la figura de aquellos geniales bibliotecarios renacentistas, que son grandes cazadores de libros, astutos y tenaces. La catalogación no es aún urgente. La adquisición, la producción de libros, en cambio, cobra rasgos de heroísmo. Estamos en el siglo xv. No parece debido a un puro azar que precisamente en esta época en que se siente, tan vivamente, la necesidad de que haya más libros, la imprenta nazca.

EL SIGLO XIX
Con un esfuerzo de deportiva agilidad brinquemos tres siglos y detengámonos en 1800. ¿Qué ha pasado entretanto con los libros? Se han publicado muchos; la imprenta se ha hecho más barata. Ya no se siente que hay pocos libros; son tantos los que hay, que se siente la necesidad de catalogarlos. Esto en cuanto a su materialidad. En cuanto a su contenido, la necesidad sentida por la sociedad ha variado también. Buena parte de las esperanzas que en el libro se tuvieron parecen cumplidas. En el mundo hay ya lo que antes no había: las ciencias de la naturaleza y del pasado, los conocimientos técnicos. Ahora se siente la necesidad, no de buscar libros —esto ha dejado de ser verdadero problema—, sino la de fomentar la lectura, la de buscar lectores. Y, en efecto, en esta etapa las bibliotecas se multiplican y con ellas el bibliotecario. Es ya una profesión que ocupa a muchos hombres, pero aún es una profesión social espontánea. Todavía el Estado no la ha hecho oficial.

Este paso decisivo en la evolución de vuestra carrera comienza a darse unos decenios más tarde, en torno a 1850. Vuestra profesión en cuanto oficio estatal no es, pues, nada vieja, y este detalle de la edad en que se halla vuestra profesión es de enorme importancia, porque la historia y todo lo histórico, es decir, lo humano, es tiempo viviente y el tiempo viviente es siempre edad, merced a lo cual todo lo humano está siempre en su niñez o en su juventud o en su madurez o en su vejez.

Me atemoriza un poco haberos al paso mostrado esta perspectiva como por una claraboya de mi discurso, porque temo que me preguntéis, con vehemente curiosidad, en qué edad creo yo que está vuestra profesión, si ser bibliotecario es ser algo históricamente joven o maduro o caduco. ¡Veremos, veremos si al cabo puedo insinuaros algo sobre el particular!

Pero volvamos antes al punto de la evolución en que estábamos, al momento en que, aproximadamente hace cien años, la profesión de bibliotecario quedó oficialmente constituida. La peripecia más importante —pensaréis seguro conmigo— que a una profesión puede acontecer es pasar de ocupación espontáneamente fomentada por la sociedad a convertirse en burocracia del Estado.

¿A qué se debe o —cuando menos— de qué es síntoma siempre modificación tan importante? El Estado es, también, la sociedad, pero no toda ella, sino un modo o porción de ella. La sociedad, en cuanto no es Estado, procede por usos, costumbres, opinión pública, lenguaje, mercado libre, etcétera, etcétera; en suma, por vigencias imprecisas y difusas. En el Estado, en cambio, el carácter de vigencia efectiva propia a todo lo social adquiere su última potencia y parece como si se hiciese algo sólido, perfectamente claro y preciso. El Estado procede por leyes que son enunciados terriblemente taxativos, de rigor casi matemático. Por eso indicaba yo antes que el orden estatal es la forma extrema de lo colectivo, como el superlativo de lo social. Si aplicamos esto a nuestro presente problema, tendremos que una profesión no pasará a hacerse oficial, estatal, sino en el momento en que la necesidad colectiva por ella servida se hace sobremanera aguda, en que no es sentida ya como simple necesidad, sino como necesidad ineludible, literalmente como urgencia. El Estado no admite en su órbita propia ocupaciones superfluas. La sociedad siente, en cada momento, que tiene que hacer muchas cosas, pero el Estado cuida de no intervenir sino en aquellas que, por lo visto, tienen, sin remedio, que ser hechas. Hubo un tiempo en que se creía imprescindible para la existencia de la sociedad consultar los auspicios y demás señales misteriosas que los dioses enviaban a los pueblos. Por esta razón la ceremonia de la inauguración se hizo institución y faena oficial, y los augures y arúspices eran una burocracia importantísima.

Pues bien, la Revolución francesa había dejado, tras su melodramática turbulencia, transformada la sociedad europea. A su antigua anatomía aristocrática sucedió una anatomía sedicente democrática. Esta sociedad fue la consecuencia última de aquella fe en el libro que sintió el Renacimiento. La sociedad democrática es hija del libro, es el triunfo del libro escrito por el hombre escritor sobre el libro revelado por Dios y sobre el libro de las leyes dictadas por la autocracia. La rebelión de los pueblos se había hecho en nombre de todo eso que se llama razón, cultura, etcétera. Estas vagas entidades vinieron a ocupar en el corazón de los hombres el mismo puesto central que antes había ocupado Dios, otra entidad no menos vaga.

Hay una extraña propensión en los hombres a alimentarse, sobre todo, de vaguedades. Ello es que, hacia 1840, el libro no es ya necesidad meramente en el sentido de ilusión, de esperanza, sino que, cesante Dios, volatilizada la autoridad tradicional y carismática, no queda más instancia última en que fundar todo lo social que el libro.

Hay, pues, que agarrarse a él como a una roca de salvación. El libro se hace socialmente imprescindible. Por eso es la época en que surge el fenómeno de las ediciones copiosísimas. Las masas se abalanzan sobre los volúmenes con una urgencia casi respiratoria, como si fuesen balones de oxígeno.

La consecuencia de esto es que por vez primera en la historia occidental se hace de la cultura una regione di Stato. El Estado oficializa las ciencias y las letras. Reconoce el libro como función pública y esencial organismo político. En virtud de ello la profesión de bibliotecario se convierte en burocracia —por una razón de Estado.

Hemos llegado, pues, en el proceso de la historia, en el proceso de la vida humana europea a la fase en que el libro se ha hecho una necesidad imprescindible. Sin ciencias, sin técnicas, no pueden materialmente existir estas sociedades tan densas de población y con tan alto nivel de vida. Mucho menos pueden vivir moralmente sin un gran repertorio de ideas. La única vaga posibilidad de que la democracia llegase a ser efectiva consistía en que las masas dejasen de serlo a fuerza de enormes dosis de cultura, se entiende efectiva, brotando con evidencia en cada hombre, no meramente recibida, oída, leída. El siglo XIX ve esto desde sus comienzos con plena claridad. Es un error creer que este siglo ensayase la democracia sin hacerse cargo, a priori, de su improbabilidad. Vio perfectamente lo que había que hacer —releed a Saint-Simon, a Augusto Comte, a Tocqueville, a Macaulay—, intentó hacerlo; pero forzoso es reconocer que con flojera primero, con frivolidad después.

Mas dejemos esto y vamos a lo que ahora nos ofrece mayor interés. Llegamos al punto final —y anuncio que es final para reconfortar vuestro cansancio de oyentes—, al punto final que nos exige el más alerta esfuerzo de atención, porque el tema del libro y del bibliotecario hasta aquí tan manso, casi idílico, va a transmutarse de pronto en un drama. Pues bien, ese drama va a constituir, a mi juicio, la más auténtica misión del bibliotecario. Hasta ahora habíamos topado sólo lo que esta misión ha sido, las figuras de su pretérito. Mas ahora va a surgir ante nosotros el perfil de una nueva tarea incomparablemente más alta, más grave, más esencial.
Cabría decir que hasta ahora vuestra profesión ha vivido sólo las horas de juego y preludio —Tanz und Vorspiel. Ahora viene lo serio, porque el drama empieza.

 

La nueva misión

Hasta mediados del siglo XIX nuestras sociedades de Occidente sentían que el libro les era una necesidad, pero esta necesidad tenía signo positivo. Aclararé brevísimamente lo que entiendo bajo esta expresión.

Como al principio os decía, esa vida con que nos encontramos, que nos ha sido dada, no nos ha sido dada hecha. Tenemos que hacérnosla nosotros. Esto quiere decir que la vida consiste en una serie de dificultades que es preciso resolver; unas, corporales, como alimentarse; otras, llamadas espirituales, como no morirse de aburrimiento. A estas dificultades reacciona el hombre inventando instrumentos corporales y espirituales, que facilitan su lucha con aquéllas. La suma de estas facilidades que el hombre se crea es la cultura.

Las ideas que sobre las cosas nos forjamos son el mejor ejemplo de ese instrumental que interponemos entre nosotros y las dificultades que nos rodean. Una idea clara sobre un problema es como un aparato maravilloso que convierte su angustiosa dificultad en holgada y ágil facilidad. Pero la idea es fugaz; un instante alumbra en nosotros el claror, como mágico, de su evidencia, mas a poco se extingue. Es preciso que la memoria se esfuerce en conservarla. Pero la memoria no es capaz siquiera de conservar todas nuestras propias ideas e importa mucho que podamos conservar las de otros hombres. Importa tanto, que es ello lo que más caracteriza nuestra humana condición.

El tigre de hoy tiene que ser tigre como si no hubiera habido antes ningún tigre; no aprovecha las experiencias milenarias que han hecho sus semejantes en el fondo sonoro de las selvas. Todo tigre es un primer tigre; tiene que empezar desde el principio su profesión de tigre.

Pero el hombre de hoy no empieza a ser hombre, sino que hereda ya las formas de existencia, las ideas, las experiencias vitales de sus antecesores, y parte, pues, del nivel que representa el pretérito humano acumulado bajo sus plantas. Ante un problema cualquiera, el hombre no se encuentra sólo con su personal reacción, con lo que buenamente a él se le ocurre, sino con todas o muchas de las reacciones, ideas, invenciones que los antepasados tuvieron. Por eso su vida está hecha con la acumulación de otras vidas; por eso su vida es sustancialmente progreso; no discutamos ahora si progreso hacia lo mejor, hacia lo peor o hacia nada.

…”