«Ocupo en estos momentos de la recepción del Premio Cervantes esta prestigiosísima cátedra del Aula Magna de esta Universidad de Alcalá, de un tan alto grosor y peso en la historia intelectual y cultural de España, porque en ella me ha instalado por unos momentos la gratuidad de dicho honor y distinción, para agradecerlos, y mostrarme comprometido a hacerles honor en la medida de mis fuerzas. Y las necesitaré porque, en este caso concreto del Premio Cervantes, hay ciertamente, para quien lo recibe, un plus de deuda y exigencia más allá de la literatura. Lo que queda explicitado, con sólo aludir a la entidad y significación del nombre de dicho galardón, y de las manos de quienes se recibe.

Por su obra entera, en efecto, y de modo muy especial por el uso que de la lengua hace, se ha convertido Cervantes en símbolo o hasta encarnación de España, y la Corona lo es por la naturaleza y significado mismos de la institución y su historia, que han estado ligadas, como va de suyo, a esta empresa de la lengua. Y ello, tanto por conciencia de lo que la lengua implica en la comunidad de la que la Corona es cabeza, como por la atención personal de los monarcas, manifestada ampliamente en patrocinios, mecenazgos, protecciones, ayudas y espoleos; y de una manera muy singular, y como recogiendo toda esa herencia, se muestra en la preocupada atención de los actuales Reyes de España. Y no únicamente en el ámbito de ésta, sino en el otro magno ámbito de las naciones que hablan español, y componen una como provincia entera de la cultura humana, por encima y por debajo de la diversidad política u otras diferenciaciones de cualquier tipo. El español nos rige.

La realidad es ciertamente de estas dimensiones, y, consciente de ello, quizás me conviniera callarme con la mera enunciación de mi agradecimiento y mi disponibilidad personal, como ya he hecho, que poca cosa es, aunque la única hacedera para mí. Lo que pasa es que ser escritor -o escribidor como me gusta decir para quitar empaque a un oficio que al fin y al cabo es tan modesto- supone andar metido en todas esas responsabilidades de la lengua para nombrar al mundo, como desde lo que llamamos literatura se nombra, y John Keats nos explica tan hermosamente cuando nos dice que hay que hacerlo, teniendo los pies en el jardín de casa, y tocando con un dedo en las esferas del cielo.

Con estas pretensiones y necesarias auto-exigencias vive un escribidor, aunque nunca las logre, y, porque sabe esto, a algún árbol tiene entonces que arrimarse, que dé sombra a esta empresa. Y, en esta gran provincia universal del español que antes decía, tenemos al señor Miguel de Cervantes, que es nombre y olmo altos, y cuenta y pesa en los pensares y sentires universales y hondos.

En las viejas y algo destartaladas escuelas rurales, y en las otra aulas deluego estudios medios y superiores, a veces de no mucho mayor acomodo, sucedía, sin embargo, algo tan extraordinario como en el cuento de la Cenicienta, cuando ésta se queda en casa a realizar las azanas más serviles de ella, mientras su madrastra y sus hermanas asisten a una brillante fiesta en un palacio. Esto es, sucedía que aparecía una carroza de cristal en la que iba un príncipe, nos invitaba a subir a la carroza, y partíamos. No sabíamos adónde, y ni siquiera si regresaríamos.

Tal y tan fantástico, en efecto, es, en el acto de leer, el encuentro primero y radical con un escritor y una escritura, que se nos hacen admirar, cuando tenemos intacta todavía nuestra capacidad de maravillarnos, incluso si entonces no le entendemos a derechas, ni podríamos entenderlo. Nos bastaba saber que aquellos hombres eran grandes para rendirles nuestro respeto y entregarles nuestra fiducia. Y había que hacerlo, y lo hacíamos sobre todo con uno de ellos, un señor Miguel de Cervantes que era titulado Príncipe de los Ingenios, pero del que sabíamos su verdad, tal y como Mayans y Siscar la enunciaba al escribir que, viviendo fue un valiente soldado aunque muy desvalido, y escritor muy célebre pero sin favor alguno. Y aún peor, porque, a fin de cuentas, era, y es, escribidor, que ponía y pone a sus lectores en esa misma situación que él mismo describió cuando decía que lo único importante era caer en la cuenta de que se tiene un ánima, y esto es en lo último en que queremos caer en la cuenta cada uno de nosotros, porque si la locura de la sinceridad se apropiara del mundo ¿qué quedaría del mundo?, y, cuando me tome la locura de la sinceridad, ¿qué quedará de mí?, nos preguntamos todos, consciente o inconscientemente, con Marcel Jouhandeau.

¡Dios sabe lo que diría el señor Miguel de Cervantes de las cosas y aventuras de ahora! Él es uno de los antiguos rostros pálidos europeos de los que, según la modernidad, no puede importarnos nada, y del que para nada necesitamos desde la altura de estos tiempos; de manera que no es que esté escondido por amedrentado con estas altanerías, sigue por donde siempre sus pasos y costumbres fueron; y no es que no sea reconocible, sino que no tendríamos nada que conversar con él, si nos lo encontráramos como en otro tiempo. Pongamos por caso en una posada o mesón, charlando o jugando a las cartas, yendo a pie, o jinete en asno o mula de eclesiástico, en algún alto de un viaje, o, desde luego, escribiendo en un aposento de su casa, con la mano entumida apoyada en su mejilla y en la otra la pluma, y con la mirada pasmada buscando palabra exacta, carnal y verdadera, para lo que trata de escribir.

Mi hermano trata de sus cosas en su cámara, decía su hermana Andrea, cuando por el señor Miguel de Cervantes se preguntaba, en su casa de Valladolid. Porque mi hermano, por ser hombre que escribe e trata negocios, e que, por su buena habilidad, tiene muchos amigos.

Y sus cosas eran que tenía visitas de banqueros de Portugal y Caballeros de Santiago, o andaba en sus figuraciones de escritura, y negocio de las palabras, como diría ahora mismo el Maestro Luis de León, que por estas aulas alcalaínas pasó aprendiendo. Y trataba este negocio de las palabras el señor Miguel de Cervantes, cuando tenía tiempo, o el tiempo le sobraba porque ya no tenía empleo como no fuera el de tratar con impresores, o quizás de ver como se arreglarían las viejas cuentas de los tiempos de sus recaudaciones andaluzas, o de forjar y armar algún negocio, en la medida en que un banquero ha de hacer negocios con quien no tiene dineros, aunque sí melancolías de Italia y hasta quizás de Portugal sólo entrevisto. Porque también las tenía de las ínsulas y navegaciones de los mares del Norte, y nunca había estado en ellos, pero guardaba amores y laceraciones allí ocurridas en esas mismas tierras y mares de su ánima, que ya serían, en adelante, verdaderos para todos nosotros.

No era seguro siquiera que el señor Miguel de Cervantes tuviese una estancia para sí mismo, siendo tan estrecha la vivienda y viviendo el allí con cinco mujeres, sus deudos, y vecinos de vidas pobres y dobladas. Quizás nunca tuvo esa estancia para sí mismo que Virginia Wolf y Teresa de Avila querían para ser, y ser ellas mismas, salvo cuando en Sevilla su amigo Tomás Gutiérrez, un antiguo cómico, se la cedía en aquella su posada principesca. Toda la vida debió de estar buscando tal estancia. Es decir, lugar para estar y escribir, que fuese de condición apartadiza y con silencio, desde el que no se oyeran voces ni ruidos descompasados, y en el que todo no fuera un entrar y salir, y un decir continuo de voy a por esto, me he dejado lo otro, preguntan a la puerta por vuesamerced, ha llegado una carta y hay que pagar su porte. La casa de Tócame Roque era aquella casa de Valladolid, aunque quizás la recordase luego cuando la tranquilidad de su otra casa de Madrid estaba hecha no del silencio como de Cartuja, sino de silencios de olvidos, y de pesares que pesan, y no dejan hablar ni escribir, con ellos sobre el ánima. Pero de ésta, del ánima, hizo casa bien segura, y desde ella respondía. y responde siempre, porque historia a historia, se hila y se recuerda.

Así que, recordando por mi parte, el simplicísimo y tremendo prólogo al Persiles en el que Cervantes cuenta que en el camino de Esquivias a Madrid fue reconocido por un estudiante que comenzó a gritar, entusiasmado: Éste es el manco sano, el famoso todo, el escritor alegre, y, finalmente el regocijo de las Musas, lo que es resumir, por cierto, las cosas que habitualmente seguimos diciendo de este hombre y su escritura, y recordando, asímismo, que él, el señor Miguel de Cervantes, contesta que no es eso, que ése es un error donde han caído muchos aficionados ignorantes; yo, señor, soy Cervantes, pero no el regocijo de las Musas, ni ninguna de las demás baratijas que ha dicho, yo no quisiera tampoco decir aquí palabra que el propio señor Miguel pudiera llamar y llamara baratija, que es decir, retórica, amplificación, fabricación de ens fictum o realidad fingida, faux brillant; porque son las palabras las que dan el sentido y no al revés, que decía monsieur Pascal. Y tal es la gloria y el misterio de la literatura, que es el alzar vida con palabras hasta de un cuerpo muerto, y asentar en la verdad las historias que se cuentan.

En la escritura, nadie es grande por su estilo, sino por su gramática; no lo es por su crítica política, social o de costumbres, sino por tocar la gloria y la llaga de la naturaleza trunca del destino humano, que parece revelarse sólo a aquellos que, como el señor Miguel de Cervantes, prestan mucha atención y tienen mucha misericordia con los hombres, y desarman con su ironía el nudo gordiano de las paradojas del vivir, sus insolubles enigmas, aceptándolos como se están y son, y contándolos en una lengua que, en feliz formulación de Marcel Bataillon, si se la compara con los guisos condimentados, y hasta salpimentados de su tiempo aunque no sólo del suyo, tiene la sabrosa insipidez de la leche o del pan. Más que ningún otro escritor … él permanece fiel al ideal de transparente sencillez que Juan de Valdés había formulado en el Diálogo de la lengua: escribir como se habla. Estética igualmente, de mis señoras y señores de Port-Royal des Champs, por cierto; y la misma del querido Maestro Luis de León, según le contestó a un denunciador suyo algo redicho, diciéndole que así tan simplemente hablaba y escribía, porque no sé otro romançe que el que me enseñaron mis amas, que es el que ordinariamente hablamos.

Este señor Miguel de Cervantes se alimenta de la memoria y de la escucha, que son la materia del contar; personas y lugares que han herido su alma, para que la de quienes le lean también quede lacerada por las palabras, y dé un vuelco; porque del ánima y sus pasiones trata siempre un narrador de historias, y no de otra cosa; esto es, de la singularidad de cada vida, y su destino. Para remover otras vidas.

El pensamiento renacentista del que Cervantes es hijo impregna su escritura de todos los grandes temas y preguntas del tiempo, y no ciertamente como importados del pensar especulativo y discursivo ajenos y europeos, como ha sido la tendencia a ver las cosas a veces, quizás embaucados por la trampa del Prólogo a la Primera Parte del Quijote, sino porque él mismo, Cervantes, es un humanista, y lleva en su propio espíritu todo ese problematismo y sus vivencias, pero expresa todo eso, obviamente, como lo hace un escritor, que es modo bien distinto del especulativo en que se expresará Erasmo, pongamos por caso. Pero el Cervantes contador de historias es un humanista más, entre los que reclaman para la literatura el estatuto de conocimiento, y maneja él mismo los mismos topoi y categorías, o imaginarios, del tiempo; tales como la moria, los fantasmas, y el stultus, o scurra, a su modo de escritor, como digo; y también están en sus pensares los otros asuntos de la gloria de las letras, la pertinencia de las lenguas vulgares para nombrar el mundo y como lenguaje de disciplina, pero, desde luego de manera eminente, en el diario vivir humano para verdad y eficacia del nombrar; y están, en fin, la dignidad, la fineza del sentir y de la palabra de los más sencillos, y de los seres de desgracia. Y de tal manera esto último que Cervantes puede, y debe, ser incluido, sumo honor realmente, en ese pequeño número de genios verdaderos que Simone Weil señala como los únicos dignos y capaces de mostrar la desgracia y la condición de los aplastados por ella, y que no debemos confundir con los poseedores de talento, que es muy otra cosa; algo brillante y ruidoso siempre desde luego, pero, como Ernest Renan pensaba, al fin y al cabo, sólo la forma más baja de la inteligencia. Estamos hablando de quienes no producen las genialidades y esplendores del talento, sino que se asoman a pozos y a abismos, o desposan sencillamente los susurros y la misericordia.

De manera que no podemos ofender el lenguaje de Cervantes, declarándole por nuestra cuenta dechado y falsilla de la buena prosa, porque baratija sería; se trata del lenguaje, – armonía y dulzura, para utilizar otra fórmula frayluisiana -, que hace que vivamos y desperemos, que nos lacera, o por el que nos llena de alegría aquello que leemos y una escritura dice; esto es, realmente una lengua carnal y verdadera, y no una alquimia o juego de palabras, pura técnica del ars dicendi, un aspecto en el que Cervantes se apartaría del pensar, del sentir y del uso de su tiempo, que pertenece a un nivel de realidad, al fin y al cabo, formal e instrumental, incluso si es soberbiamente retórico. Y aquí me remito a una especie de palabras fundantes al respecto del profesor Lázaro Carreter, cuando escribe que don Quijote es un héroe novelesco enteramente insólito, inimaginable en época anterior: un enfermo por la mala calidad del idioma consumido; y la mala calidad es la de toda lengua que no nombra, por coruscante que sea y nos deslumbre. Y lo es la de la lengua instrumental y ahí-a-la-mano, banalizada y sin sonoridad a ser humano y a grosor de siglos, o la lengua encanallada por los dos grandes totalitarismos y la comercialidad de nuestro tiempo, que ciertamente nos llevan a la locura y al crimen – porque en la base de ambos está, desde luego, la gramática – y nos impiden el conocimiento y el autocomprendernos en el mundo, que es para lo que se escribe. Herr Martin Heidegger describía a la palabra como la casa del ser; pero nosotros, aunque mucho más modestamente, podemos alzar nuestra experiencia de este negocio cervantino de las palabras que nombran, comprobando, en verdad, que sólo ellas nos instalan en el conocimiento y abrigaño en los adentros, y nos permiten no permanecer en la pura instrumentación y desamparo.

En la casa levantada con palabras por el señor Miguel de Cervantes, y ahora mismo, podemos nosotros escuchar esas voces que hablan de nosotros, y de los hombres de cada tiempo, como ocurre siempre con los personajes y las voces de las grandes creaciones literarias, incluso si un tiempo como el nuestro no quiere saber nada de historia, ni de historias de hombre, y el oficio de novelista es una tarea profundamente misteriosa que molesta al mundo moderno, como comprobaba, hace ya cuatro décadas, la novelista norteamericana, Flannery O´Connor. Pero aquí, Cervantes nos repite, ahora, no con ninguna clase de autoridad postiza que jamás tuvo, sino con su antigua palabra susurrada y poderosa, que él nunca quiso irse con la corriente del uso. Porque los usos pasan, y van a dar a la mar, derechos a se acabar y consumir, pero los hombres necesitan siempre una gran misericordia y viático de ironía, para vivir apacible y serenamente, y como hombres, incluso en medio de desazones y tormentas. Y de armar historias, para nuestro conocimiento y consuelo precisamente, se ocupaba el señor Miguel de Cervantes, en la cámara de su casa, en su mechinal de posada, o en su baño de Argel, o incluso cuando ya la muerte le dio cita y plazo, que no otra cosa es ese castillo de cristal del Persiles, tallado como un diamante oscuro, porque es como un resumen, – la fragancia del vaso, que Azorín diría admirablemente – de todos los sueños y enigmas de los hombres; una callada armonía de voces y decires, historias de mil vidas que, al decirse, implican otras vidas, y otros tiempos, y todos los anhelos del vivir desviviéndose, en ínsulas extrañas, las de los adentros, en las que aquellas historias se sajan y revelan; o quedan en el misterio enquistadas. Y todo ello contado con tan suave cuidado y dolorido sentir, tanta misericordia, en una lengua antigua y tan sin tiempo, como Bach componía con sus anacronismos sus caprichos de alabanza o piedad; como candelas para luz del alma, que eran a las que volvía sus ojos don Quijote, a la hora de morir, queriendo entonces hacerse caballero de una Caballería perdurable.

Hay en ese sueño, que es el Persiles, un tal atendimiento a la precisión y armonía de la lengua, en efecto, que ciertamente ahí se aúnan el espíritu de fineza y el de geometría, de los que hablaba Pascal, y componen un discurso como el de Spinoza; y de tal modo se torna obsesiva la cuestión de la honestidad del pensar y el escribir contando historias verdaderas, que todo eso sitúa también al señor Miguel de Cervantes, entre ellos e inter pares, en los otros altos momentos del pensar y el sentir barrocos. Baruch de Spinoza tenía en su biblioteca las Novelas Ejemplares de Cervantes, y conocía a un hombre de letras que, por alguna laceración en su existencia, también se creía de cristal como el licenciado Vidriera cervantino; y guiños son éstos que hace la vida como las novelas que son vida, aunque no se ajusten a cánones como las del señor Miguel de Cervantes, sino que estén regidas más bien por el spinoziano sentir de que no se debe reír ni llorar ante la aventura de la vida humana y su oscuro discurrir y destino, sino sólo tratar de comprender, y que es mejor un sueño o esperanza gozosos que la certidumbre de una desgracia. Lo que ni ahora ni nunca, desde luego, va, ni irá jamás, con la corriente del uso.

Cervantes sabe, y lo muestra – y esto sólo lo saben y lo muestran los grandes que con su gramática nombran el mundo y las historias de los hombres como lo hizo Adán con los animales – que todo es nada, sólo niebla y humo, y que también el escribir lo es. Qohélet ya lo había avisado más de dos mil años antes, pero también que no se dejarían de escribir libros, porque, al fin, el mundo y el rostro de los hombres y los libros humo son, pero también gloria y alegría, y hay que desposar y vivir éstos, antes de bajar a lo oscuro, amparados a la luz del alma. Y esto es caer en la cuenta de que se tiene una, como el señor Miguel decía, según apunté más arriba, y de que ésta está siempre inquieta por la verdad y la hermosura. La escritura alimenta ese anhelo, y lo satisface con sus transfiguraciones y presencias reales.

Las grandes horas de España, como las de cualquier civilización y empresa del espíritu, siempre de la corriente del uso se separan y desgajan. De la tensión y entrecruce de pensares, sentires y vivires, de la España de las tres leyes -única en Europa-, y de la de la interior aventura de los conversos – que es un hecho mayor en la cultura europea, porque ahí nace la conciencia no del yo cartesiano sino del yo existencial y vívidero -, se origina el más alto esplendor de nuestra hermosura literaria, en toda la enorme provincia misma de la Hispanidad de la que antes hablaba, y en las comunidades donde se da aún la pervivencia del judeo-español, que nuestra ánima lleva y preserva.

Deseo, para España y su cultura, que, abiertas y entrecruzadas con los sentires y saberes del mundo entero, porque el solipsismo cultural es un puro sinsentido, se sigan estando en su ser mismo, y que allí donde estén ellas, esté el centro, como, en la gloriosa discusión sobre quién presidiría la mesa, dijo don Quijote a Sancho en casa de los duques; y no a tontas ni a locas precisamente, sino sabiendo. No a baratija, sino a ánima, como yo quisiera haber pergeñado un apunte o silueta, aquí, ante ustedes y en la presencia de los Reyes de España, acerca del señor Miguel de Cervantes, de nuestra lengua, y de quienes en el ancho mundo la hablan, o la entienden, y la aman.

Majestades, acepten este mi deseo como un voto antiguo, al que nobleza obligaba, ya que he quedado enrolado en este negocio y vinculación cervantinos por la distinción misma que se me ha concedido. La civilidad y la cristiandad, dice Pascal que impiden hablar de uno mismo, y hasta pronunciar el primer pronombre personal; pero espero no faltar a esta gramática, que llevo en mi propio corazón, si sólo apunto a ese mi yo un solo instante para decir, sencilla y nuevamente:

Gracias».