Discurso de aceptación del Premio Nobel de literatura en 1970

Entregado a la Academia Sueca, con motivo del otorgamiento del Premio Nobel en 1970, pero no pronunciada en realidad por su autor.

Disertación sobre literatura

«Igual que el sorprendido salvaje que ha levantado – ¿un extraño desperdicio arrojado por el mar? – ¿algo desenterrado de la arena? – ¿o un oscuro objeto caído del cielo? – intrincado en sus curvas, al principio brilla con timidez y luego con una refulgente explosión de luz. De la misma manera en que lo hace girar de un lado para el otro, lo invierte, tratando de descubrir qué hacer con él, tratando de descubrir alguna función mundana que esté al alcance de su mano, sin soñar siquiera con su función superior.

De la misma manera nosotros, sosteniendo el arte en nuestras manos, confiadamente nos consideramos sus amos. Audazmente lo dirigimos, lo renovamos y lo manifestamos, lo vendemos por dinero, lo usamos para agradar a los que tienen el poder, en un momento lo convertimos en esparcimiento – directamente en canciones populares y clubes nocturnos – y al momento siguiente – tomando el arma más a mano, sea corcho o garrote – en algo útil a las necesidades pasajeras de la política o de fines sociales miopes. Pero el arte no se amilana por nuestros esfuerzos, ni se aparta tampoco de su verdadera naturaleza. Por el contrario: en cada ocasión y en cada aplicación nos ofrece una parte de su secreta luz interior.

Pero ¿accederemos alguna vez a la totalidad de esa luz? ¿Quién se atrevería a decir que ha definido el arte, enumerado todas sus facetas? Quizás hubo alguna vez alguien que comprendió y que nos lo dijo, pero no quedamos satisfechos con eso por mucho tiempo; lo escuchamos, lo descuidamos, a veces lo echamos, apurándonos como siempre para intercambiar incluso lo más excelso – ¡con tal de hacerlo por algo nuevo! Y cuando se nos vuelve a decir la antigua verdad, ya ni siquiera recordaremos que alguna vez la poseímos.

Un artista se ve a si mismo como el creador de un mundo espiritual independiente; se echa sobre los hombros la tarea de crear ese mundo, de poblarlo y de aceptar las más amplias responsabilidades por él; pero sucumbe bajo su peso porque ningún genio mortal es capaz de sobrellevar una carga así. Y si lo vence el infortunio, le echa la culpa a la eterna falta de armonía en el mundo, a la complejidad del alma desgarrada de la actualidad, o a la estupidez del público.

Otro artista, reconociendo un poder superior por encima de él, trabaja contento como un modesto aprendiz bajo el cielo de Dios y, sin embargo, su responsabilidad por todo lo que ha escrito, por las almas que perciben su trabajo, es más exigente que nunca. Pero, en contrapartida, no es él quien ha creado este mundo, no es él quien lo dirige, no tiene duda en cuanto a sus fundamentos; ese artista sólo tiene que ser más agudamente consciente que los demás de la armonía del mundo, de la belleza y de la fealdad de la contribución humana al mismo, y comunicar eso con precisión a sus semejantes. Y en el infortunio, aún en los abismos de la existencia – en exilio, en prisión, en enfermedad – su sentido de estable armonía nunca lo abandona.

Pero toda la irracionalidad del arte, sus sorprendentes giros, sus descubrimientos impredecibles, su demoledora influencia sobre los seres humanos – todo ello está demasiado lleno de magia para ser agotado por la cosmovisión del artista, por su concepción artística o por el trabajo de sus indignos dedos.

Los arqueólogos no han descubierto eras de existencia humana tan antiguas que no hayan tenido arte. Hace mucho tiempo atrás, en los tempranos albores de la humanidad, lo recibimos de Manos que fuimos demasiado lentos en discernir. Y fuimos demasiado lentos en preguntar: ¿para qué propósito nos ha sido dado este regalo? ¿Qué se supone que debemos hacer con él?

Y estuvieron equivocados, y estarán siempre equivocados, los que profetizaron que el arte se desintegraría, que no viviría más allá de sus formas y que moriría. Somos nosotros los que moriremos – el arte permanecerá. ¿Comprenderemos, aún en el día de nuestra destrucción, todas sus facetas y todas sus posibilidades?

No todo asume un nombre. Algunas cosas se encuentran más allá de las palabras. El arte inflama incluso a un alma congelada y oscura haciéndole vivir una alta experiencia espiritual. A través del arte somos visitados – sutil y brevemente – por revelaciones que no pueden producirse mediante el pensamiento racional.

Como ese pequeño catalejo de los cuentos de hadas: mira a través de él y verás – no a ti mismo – sino, por un segundo, lo Inaccesible, adónde ningún hombre puede cabalgar, ningún hombre puede volar. Y sólo el alma lanza un gruñido…

Un buen día Dostojevsky lanzó la enigmática observación: “La belleza salvará al mundo”. ¿Qué clase de afirmación es ésa? Por mucho tiempo la consideré tan sólo como una serie de simples palabras. ¿Cómo sería eso posible? ¿Cuándo en la sangrienta Historia la belleza salvó a alguien de algo? Ennoblecido, enaltecido, sí – pero ¿a quién ha salvado?

Sin embargo, existe cierta peculiaridad en la esencia de la belleza, una peculiaridad en el rango del arte y es que el poder de convicción de una auténtica obra de arte es completamente irrefutable y obliga a la rendición hasta a un corazón opositor. Es posible construir un aparentemente suave y elegante discurso político, un artículo enérgico, un programa social, o un sistema filosófico sobre la base de tanto un error como una mentira. Lo que está oculto, lo que ha sido distorsionado, no se volverá inmediatamente obvio.

Luego un discurso, un artículo, un programa opuesto; una filosofía diferentemente construida llama a la oposición – todo exactamente igual de elegante y suave; y de nuevo la cosa funciona. Que es la razón por la cual se confía y también se desconfía de estas cosas.

Es en vano reiterar lo que no llega al corazón.

Pero una obra de arte lleva en si misma su propia verificación: los conceptos inventados o estirados no soportan ser retratados en imágenes; se derrumban todos, aparecen enfermizos y pálidos, no convencen a nadie. Pero las obras de arte que han desenterrado la verdad y nos la han presentado como una fuerza viviente – ésas se aferran a nosotros, nos exigen, y nadie jamás, ni siquiera en las épocas que vendrán, aparecerá para refutarlas.

Así que, quizás, la antigua trinidad de Verdad, Bondad y Belleza no es simplemente una fórmula vacía y desteñida como supusimos en los días de nuestra confiada y materialista juventud. Si las copas de estos tres árboles convergen como lo afirmaban los escolásticos, si los sistemas demasiado obvios, demasiado directos de Verdad y Bondad resultan aplastados, podados, impedidos de abrirse paso, entonces, quizás, los fantásticos, los impredecibles, los inesperados retoños de la belleza emergerán y ascenderán a exactamente el mismo lugar . Haciéndolo, ¿llegarán a hacer el trabajo de los tres?

En ese caso, la observación de Dostojevsky: “La belleza salvará al mundo”, ¿no habrá sido una frase tirada al descuido sino una profecía? Después de todo, a él le fue dado ver mucho, siendo, como fue, un hombre de una fantástica iluminación.

Y, en ese caso, ¿podrá la literatura realmente ayudar al mundo hoy día?

El escaso conocimiento que, a lo largo de los años, he conseguido obtener en esta materia es lo que intentaré exponer ante vosotros aquí y ahora.

Al subir a la plataforma desde la cual se lee la disertación relativa a un Premio Nobel – una plataforma demasiado lejana para cualquier escritor y disponible solamente una vez en la vida – no he subido uno o dos escalones improvisados sino cientos y hasta miles de ellos; peldaños inexorables, abruptos, helados, conduciendo hacia fuera de la oscuridad y el frío dónde fue mi destino sobrevivir mientras otros – quizás con un talento mayor y mas intenso que el mío – han perecido. De ellos conocí a algunos pocos en el Archipiélago GULAG (la Dirección Central de los Campos Correccionales de Trabajo), diseminados por la fraccionaria multitud de sus islotes. Bajo la presión de las ruedas de molino de la vigilancia y la desconfianza, no hablé con todos ellos; de algunos solamente oí hablar y sólo conjeturé la existencia de otros. Aquellos que cayeron en ese abismo llevando ya un nombre literario, al menos son conocidos; pero ¿cuántos nunca serán reconocidos, cuántos no serán nombrados una sola vez en público? Porque virtualmente ninguno de ellos consiguió regresar. Toda una literatura nacional quedó allá, arrojada al olvido, no sólo sin sepultura sino hasta sin ropa interior, desnuda, con un número colgado de un dedo del pie. ¡La literatura rusa no cesó de existir ni por un instante pero, desde el exterior, pareció un desierto! Allí en dónde un pacífico bosque pudo haber crecido, después de la toda la tala quedaron dos o tres árboles inadvertidos por casualidad.

Parado aquí hoy, acompañado por las sombras de los caídos, permitiendo con la frente inclinada que pasen los anteriores que fueron dignos de precederme en llegar a este lugar; estando parado aquí ¿cómo podría yo adivinar y expresar lo que ellos hubieran querido decir?

Esta obligación ha pesado largo tiempo sobre nosotros y la hemos comprendido. En las palabras de Vladimir Solovev:

Aún en cadenas, nosotros mismos debemos completar

ese círculo que los dioses nos han trazado.

Con frecuencia, en las dolorosas pesadillas del campo, en una columna de prisioneros, cuando la cadena de faroles perforaba la sombra de las heladas del atardecer, surgirían dentro de nosotros las palabras que hubiéramos deseado gritarle a todo el mundo si el mundo hubiese podido escuchar a tan sólo a uno de nosotros. En ese momento todo parecía tan claro: lo que diría nuestro exitoso embajador, y cómo el mundo respondería inmediatamente con su comentario. Nuestro horizonte abarcaba bastante claramente tanto cosas físicas como movimientos espirituales, y no veíamos ninguna asimetría en el mundo indivisible. Estas ideas no provienen de libros, ni tampoco han sido importadas en aras de la coherencia. Fueron formadas a lo largo de conversaciones con personas que ya han muerto, en celdas de prisión y a la vera de los fogones en el bosque siberiano. Fueron probadas contra esa vida; surgieron de esa existencia.

Cuando por fin la presión exterior se hizo un poco más débil, mi horizonte y el nuestro se ensancharon gradualmente y, a pesar de que era tan sólo un minúsculo trozo, vimos y conocimos a la “totalidad del mundo”. Y, para nuestra sorpresa, el mundo entero no era en absoluto tal como lo habíamos esperado y anhelado; es decir, no era un mundo viviendo “por eso”, no era un mundo que condujese hacia “allí”; un mundo en el que a la vista de un pantano embarrado se pudiese exclamar “¡qué deliciosa lagunita!” o “¡qué exquisito collar” ante una bufanda concreta; sino, en cambio, un mundo en dónde algunos lloraban lágrimas desconsoladas mientras otros bailaban al ritmo de un alegre musical.

¿Cómo pudo suceder esto? ¿Por qué esta enorme grieta? ¿Éramos insensibles? ¿Era insensible el mundo? ¿O todo se debía a barreras idiomáticas? ¿Por qué es que las personas no pueden escuchar cada sonido distintivo proferido por los demás? Las palabras dejan de sonar y se escurren como agua – sin sabor, color, ni olor. Sin rastros.

A medida en que fui entendiendo esto a lo largo de los años, en esa misma medida fue cambiando y cambiando la estructura, el contenido y el tono de mi discurso potencial. El discurso que hoy pronuncio.

Y ya tiene poco en común con su plan original, concebido durante los helados atardeceres del campo de concentración.

Desde tiempos inmemoriales el ser humano está hecho de tal modo que su experiencia personal y grupal determinan su visión del mundo, en la medida en que esta cosmovisión no le ha sido instilada por sugestión externa. La experiancia personal y grupal determinan también sus motivaciones y su escala de valores, sus acciones e intenciones. Tal como lo expresa el proverbio ruso: “No le creas a tu hermano. Créele a tus propios malditos ojos”.Y ésa es la base más sólida para la comprensión del mundo que nos rodea y de la conducta humana que en él se desarrolla. Durante las largas épocas en que el mundo yació extendido, misterioso y agreste, antes de encogerse por comunes líneas de comunicación, antes de ser transformado en una masa unitaria convulsivamente latiente – las personas, basándose sobre su experiencia, gobernaron sin sobresaltos dentro de sus limitadas áreas, dentro de sus comunidades, dentro de sus sociedades, y finalmente dentro de sus territorios nacionales. En aquellos tiempos a los seres humanos individuales les fue posible percibir y aceptar una escala general de valores, distinguir entre lo que es considerado normal y lo que no lo es, saber qué es increíble, qué es cruel y qué se encuentra más allá de los límites de la maldad, qué es honesto, qué es engaño. Y, si bien los seres humanos diseminados vivían vidas extremadamente diferentes y sus valores sociales con frecuencia discrepaban de la misma manera en que diferían sus sistemas de pesos y medidas, aun así estas divergencias sorprendían tan sólo a los ocasionales viajeros y aparecían en los relatos de viaje como maravillas que no representaban peligro alguno para una humanidad que todavía no era tal.

Pero ahora, durante las décadas pasadas, imperceptiblemente, súbitamente, la humanidad se ha vuelto una – esperanzadamente una y peligrosamente una – de modo que las infecciones y las inflamaciones de una de sus partes se contagian casi instantáneamente a las otras, a veces careciendo de cualquier clase de inmunidad necesaria. La humanidad se ha vuelto una, pero no firmemente una como solían serlo las comunidades o hasta las naciones; no está unida por años de experiencia compartida, ni tampoco por la posesión de un mismo ojo afectuosamente llamado maldito, ni aún por un idioma nativo común, sino sobrepasando todas las barreras, por medio de las publicaciones y las transmisiones internacionales. Una avalancha de sucesos cae sobre nosotros – y en un minuto la mitad del mundo escucha su estruendo. Pero la vara para medir esos sucesos y evaluarlos de acuerdo con las leyes de algún poco conocido rincón del mundo – esta vara no puede transmitirse mediante ondas magnéticas ni mediante columnas periodísticas. Porque estas normas de medida maduraron y se asimilaron durante demasiados años en condiciones demasiado específicas de países y sociedades individuales. No pueden ser intercambiadas al voleo. En varias partes del mundo las personas aplican a los sucesos sus propios valores trabajosamente conquistados y juzgan tenazmente, confiadamente, sólo de acuerdo con su propia escala de valores y jamás de acuerdo con cualquier otra.

Y, si bien no hay muchas de esas diferentes escalas de valores en el mundo, al menos hay unas cuantas. Hay una para evaluar hechos al alcance de la mano, otra para los que se hallan lejanos; las sociedades en vías de envejecer tienen una, las sociedades jóvenes otra; una es la de las personas fracasadas, otra es la de las personas exitosas. Las escalas de valores divergentes gritan en discordancia, nos confunden y nos sorprenden, y para que no nos sea doloroso, nos apartamos de todos los demás valores, como si nos apartásemos de la demencia o del delirio, y confiadamente juzgamos a la totalidad del mundo de acuerdo con nuestros propios valores íntimos. Que es la razón por la cual tomamos por mayor desastre, por más doloroso y más insoportable, no al que es realmente mayor, más doloroso y más insoportable, sino al que nos toca más de cerca. Todo lo que esté más allá, todo lo que no amenace con invadir hoy mismo nuestro umbral – con todos sus gemidos, sus llantos sofocados, sus vidas destrozadas, incluso si involucra a millones de víctimas – a todo eso, en general, lo consideramos como algo de proporciones perfectamente soportables y tolerables.

No hace tanto tiempo atrás, en una parte del mundo, bajo una persecución no inferior a la de los antiguos romanos, cientos de miles de silenciosos cristianos entregaron sus vidas por su fe en Dios. En el otro hemisferio, un demente (y sin duda alguna no está solo) atraviesa presuroso el océano para liberarnos de la religión – ¡hundiendo su acero en el sumo sacerdote! ¡Ha hecho sus cálculos para todos y cada uno de nosotros de acuerdo a su personal escala de valores!

Es que eso, que desde cierta distancia y de acuerdo con una escala de valores parece ser una libertad envidiable y floreciente, al mirarlo de cerca bajo otra escala de valores se siente como una opresión irritante que incita a construir barricadas con vehículos tumbados. Eso que en una parte del mundo puede representar el sueño de una increíble prosperidad, en la otra tiene el exasperante efecto de una explotación salvaje que demanda la huelga inmediata. Hay diferentes escalas de valores para las catástrofes naturales: una inundación que se cobra doscientas mil vidas parece menos significativa que el accidente a la vuelta de la esquina. Hay diferentes escalas de valores para los insultos personales: a veces hasta una sonrisa irónica o un gesto de desinterés resultan humillantes mientras que, en otras ocasiones, una cruel golpiza se perdona porque se la considera una broma desafortunada. Hay diferentes escalas de valores para el castigo y para la maldad: de acuerdo con algunos, un mes de arresto, el exilio o una celda en confinamiento solitario en la que a uno lo alimentan con pan blanco y leche, son cosas que sacuden la imaginación y llenan las columnas de los periódicos con indignación. Pero, de acuerdo con otros, resulta común y aceptable que haya sentencias de prisión de veinticinco años, celdas de confinamiento solitario donde las paredes están cubiertas de hielo y los prisioneros en ropa interior, que existan manicomios para los cuerdos e innumerables personas poco razonables que, por alguna razón, insistan en salir corriendo y resulten abatidas a balazos en la frontera. En medio de todo esto, la mente se siente especialmente en paz en lo concerniente a aquellas partes del mundo de las cuales no sabemos virtualmente nada, de las cuales no recibimos más noticias que las suposiciones triviales y extemporáneas de unos pocos corresponsales.

Sin embargo, no podemos reprocharle a la visión humana esta dualidad, esta obtusa incomprensión de la pena de otro hombre. El ser humano simplemente es así. Pero para la totalidad de la humanidad, comprimida en un solo trozo, una incomprensión de este tipo representa la amenaza de una destrucción inminente y violenta. Un mundo, una humanidad, no puede existir a la vista de seis, cuatro o aun hasta dos escalas de valores. Nos desgarraremos por esta disparidad de ritmos, esta disparidad de vibraciones.

Un hombre con dos corazones no es para este mundo. Por eso, tampoco seremos capaces de vivir lado a lado sobre una tierra única sin coordinación.

Pero ¿quién coordinará estas escalas de valores y cómo lo hará? ¿Quién creará para la humanidad un sistema de interpretación, válido para obras buenas y malas, para lo insoportable y lo soportable tal como hoy se diferencian? ¿Quién le aclarará a la humanidad qué es realmente pesado e intolerable y qué es lo que sólo roza la piel localmente? ¿Quién dirigirá la ira hacia lo que es más terrible y no hacia lo que está más cerca? ¿Quién tendrá éxito en transmitir un conocimiento como ése más allá de los límites de su propia experiencia humana? ¿Quién tendrá éxito en impresionar a la refractaria, terca, criatura humana con la alegría y el dolor distante de los otros, con la comprensión de dimensiones y decepciones que él mismo jamás ha experimentado? Propaganda, controles, demostraciones científicas – todo eso no sirve. Pero, afortunadamente, ¡existe un medio así en nuestro mundo! Ese medio es el arte. Ese medio es la literatura.

Arte y literatura pueden hacer el milagro: pueden superar esa perniciosa peculiaridad del hombre de aprender solamente a través de experiencias personales de tal forma que la experiencia de otras personas pasa a su lado en vano. De persona a persona, durante la corta estadía del individuo sobre la tierra, el arte transfiere el peso completo de la experiencia ajena de toda una vida, con todas sus cargas, sus colores, sus jirones de vida; reencarna una experiencia desconocida y nos permite poseerla como si fuese nuestra.

Y aun más, mucho más que eso. Tanto países como continentes enteros repiten sus errores mutuos en lapsos de tiempo que pueden llegar a ser siglos. Así, uno podría llegar a pensar: ¡todo es tan obvio! Pero no. Eso que algunas naciones ya han experimentado, considerado y rechazado, de pronto resulta descubierto por otras como la última gran novedad. Y, nuevamente, también en esto el único sustituto para una experiencia por la que jamás hemos pasado es el arte, la literatura. Porque poseen una capacidad maravillosa: más allá de las diferencias de lenguaje, costumbres y estructuras sociales, pueden convertir la experiencia vital de toda una nación en otra cosa. A una nación inexperta le pueden aportar una severa prueba nacional durante muchas décadas, ahorrándole quizás a toda una nación el tránsito por un camino superfluo, errado o hasta desastroso, suavizando así los meandros de la historia humana.

Es esta grande y noble propiedad del arte lo que hoy quiero recordaros urgentemente desde esta tribuna del premio Nobel.

Y la literatura aporta una experiencia irrefutable, condensada, incluso en otra invaluable dirección adicional: en la de una generación a la siguiente. Por eso es que se convierte en la memoria viviente de una nación. Por eso preserva y alimenta en si misma la llama de su historia pasada, de tal modo que queda asegurada contra deformaciones y calumnias. De esta forma, la literatura, conjuntamente con el lenguaje, protege el alma de una nación.

(Recientemente se ha puesto de moda hablar del nivelamiento de las naciones, de la desaparición de las diferentes razas en el crisol de la civilización contemporánea. No estoy de acuerdo con esta opinión, pero su discusión es otra cuestión pendiente. Aquí tan sólo es apropiado decir que la desaparición de naciones nos empobrecería no menos que si todos los seres humanos se volviesen iguales, con una sola personalidad y un solo rostro. Las naciones son la levadura de la humanidad, sus personalidades colectivas; la más pequeña de ellas luce sus colores especiales y es portadora en su interior de una especial faceta de la intención divina.)

Pero ¡ay de la nación cuya literatura es perturbada por la intervención del poder! Porque ésa no es sólo una violación de la “libertad de prensa”, es la clausura del corazón de la nación, es el despedazamiento de su memoria. La nación cesa de tener conciencia de si misma, resulta despojada de su unidad espiritual y, a pesar de un lenguaje supuestamente común, los compatriotas súbitamente dejan de entenderse entre si. Generaciones silenciosas se vuelven viejas sin haber jamás hablado de si mismas, ni entre si, ni a sus descendientes. Cuando escritores como Achmatova y Zamjatin – enterrados en vida y de por vida – quedan condenados a crear en silencio hasta su muerte, nunca escuchando el eco de sus palabras escritas, eso no es solamente su tragedia personal sino la tragedia de toda la nación y un peligro para toda la nación.

Más aún, en algunos casos – cuando, como resultado de un silencio tal, la Historia entera deja de ser comprendida en su totalidad – lo que emerge es un peligro para toda la humanidad.

Varias veces y en varios países han surgido acalorados, vehementes y sutiles debates acerca de si el arte y el artista deben ser libres de vivir para si mismos, o bien si deben constantemente ser concientes de su deber para con la sociedad y servirla a pesar de todo de un modo imparcial. Para mí el dilema no existe, pero me abstendré de traer a colación, una vez más, la línea argumental. Uno de los discursos más brillantes sobre esta materia fue, de hecho, el discurso que Albert Camus pronunció cuando recibió el Premio Nobel y yo adheriría con entusiasmo a sus conclusiones. Ciertamente, la literatura rusa ha manifestado durante varias décadas una inclinación a no perderse demasiado en la contemplación de si misma, a no divagar con demasiada frivolidad. No me avergüenzo de seguir esta tradición de la mejor manera que me es posible. Desde hace tiempo la literatura rusa está familiarizada con la noción de que el escritor puede hacer mucho dentro de su sociedad y que es su deber hacerlo.

No violemos el derecho del artista a expresar exclusivamente sus experiencias personales e introspecciones, omitiendo todo lo que sucede más allá, en el mundo. No le exijamos al artista, pero – reprochémosle, roguémosle, presionémoslo y persuadámoslo – porque podríamos estar autorizados a hacerlo. Después de todo, sólo parcialmente ha desarrollado su talento por si mismo; la mayor parte de ese talento le ha sido infundida al momento de nacer, como un producto terminado, y el don del talento le impone una responsabilidad a su libre albedrío. Supongamos que el artista no le debe nada a nadie. Aun así da pena ver como, retirándose a los mundos que construye para si mismo o a los espacios de sus capricho subjetivo, puede entregar el mundo real a las manos de personas que son mercenarios, cuando no inútiles, cuando no dementes.

Nuestro Siglo XX ha demostrado ser más cruel que los siglos precedentes y los horrores de sus primeros cincuenta años no se han borrado. Nuestro mundo está siendo sojuzgado por las misma viejas pasiones de la época de las cavernas: codicia, envidia, descontrol, mutua hostilidad; pasiones todas ellas que, con el paso del tiempo, se han conseguido seudónimos respetables tales como lucha de clases, conflicto racial, disputas sindicales. La primitiva negativa a aceptar un compromiso se ha convertido en un principio teórico y se la considera la virtud de la ortodoxia. Exige millones de sacrificios en interminables guerras civiles, martillea en nuestras almas que no existen los eternos, universales, conceptos de bondad y de justicia; que éstos son fluctuantes e inconstantes. De lo que se desprende la regla: haz siempre lo más provechoso para tu facción. Cualquier grupo profesional, ni bien percibe una oportunidad favorable para arrancar un pedazo , aun si no lo ha ganado, aun si le es superfluo, pues lo arranca inmediatamente y no le importa si la sociedad entera se derrumba después. Tal como se lo ve desde afuera, la amplitud de las disputas de la sociedad occidental se está aproximando al punto más allá del cual el sistema se vuelve metastable y no puede sino desmoronarse. La violencia, cada vez menos respetuosa de los límites impuestos por siglos de normatividad, se encuentra desvergonzada y victoriosamente avanzando por todo el mundo, despreocupada por el hecho de que su infertilidad ha sido demostrada y probada muchas veces en la Historia. Más aun: no es simplemente el poder descarnado el que triunfa ampliamente, sino su exultante justificación. El mundo está siendo inundado por la desvergonzada convicción de que el poder puede hacer cualquier cosa y la justicia no puede hacer nada. Los “Demonios” de Dostojevsky – aparentemente una pesadilla provincial fantasiosa del siglo pasado – se están diseminando por todo el mundo ante nuestros propios ojos, infectando países en dónde ni se los ha soñado siquiera. Con sus asaltos, secuestros, explosiones e incendios de los últimos años ¡están anunciando su determinación de sacudir y destruir a la civilización entera! Y podrían muy bien llegar a triunfar. Los jóvenes, a una edad en la que no tienen experiencia alguna aparte de la sexual, al no tener todavía años de sufrimiento personal y de comprensión personal detrás de si, se encuentran repitiendo jubilosamente nuestros depravados errores rusos del Siglo XIX creyendo que han descubierto algo nuevo. Aclaman la última miserable perversión cometida por los Guardias Rojos como un ejemplo gracioso. En una banal falta de comprensión de la milenaria esencia de la humanidad, con la pueril ilusión de los corazones inexpertos se ponen a gritar: echemos a esos codiciosos opresores, a los gobiernos crueles, y los nuevos (¡nosotros!), después de haber dejado a un lado las granadas y los fusiles, seremos justos y comprensivos. ¡Ni siquiera algo parecido sucedería! … Pero aquellos que han vivido más y que comprenden, aquellos que podrían oponerse a estos jóvenes – muchos de ellos no se atreven a hacerlo. Hasta los adulan. Cualquier cosa con tal de no parecer “retrógrado”. Otro fenómeno ruso del Siglo XIX que Dostojevsky como la actitud mediante la cual algunos se convierten en esclavos de los progresistas extravagantes.

El espíritu de Munich de ninguna manera se ha retirado hacia el pasado; no fue meramente un breve episodio. Hasta me animo a decir que el espíritu de Munich prevalece en el Siglo XX. El tímido mundo civilizado, aparte de concesiones y sonrisas, no ha encontrado nada para oponerle al asalto del súbito renacimiento de la barbarie descarnada. El espíritu de Munich es una enfermedad que ataca la voluntad las personas exitosas; es la condición habitual de quienes se han entregado al afán de prosperidad a cualquier precio, al bienestar material como objetivo supremo de la existencia terrena. Esas personas – y hay muchas de ellas en el mundo actual – eligen la pasividad y la retirada; tanto como para que la vida a la que se han habituado pueda seguir arrastrándose un poco más; tanto como para no tener que traspasar hoy el umbral de la adversidad – y mañana, ya verás, todo estará bien. (¡Pero nunca estará bien! El precio de la cobardía será siempre la maldad; cosecharemos coraje y victoria únicamente cuando nos atrevamos a hacer sacrificios.)

Y para colmo estamos amenazados por la destrucción debido al hecho de que al mundo físicamente comprimido y agotado no le está permitido amalgamarse espiritualmente; a las moléculas del conocimiento y la simpatía no se les permite saltar de una mitad a la otra. Y esto representa un peligro fuera de control: la supresión de información entre las componentes del planeta. La ciencia contemporánea sabe que la supresión de información conduce a la entropía y a la destrucción total. La supresión de información convierte en ilusorios a los tratados y a los acuerdos internacionales; dentro de una zona amordazada no cuesta nada reinterpretar un acuerdo; más simple todavía: no cuesta nada olvidarlo como si nunca hubiera existido en realidad. (Orwell entendió esto perfectamente.) Una zona amordazada es como si no estuviera poblada de terrícolas sino por marcianos; las personas no conocen nada inteligente acerca del resto de la tierra y están preparadas para ir y pisotearlo todo en la santa convicción de que irán como “libertadores”.

Hace un cuarto de siglo, en medio de grandes esperanzas de parte de la humanidad, nacieron las Naciones Unidas. Pero he aquí que, en un mundo inmoral, también esto se convirtió en inmoral. La Organización de las Naciones Unidas no es sino una Organización de los Gobiernos Unidos donde todos los gobiernos se consideran iguales; tanto aquellos que resultan libremente electos, como los que han sido impuestos por la fuerza y aquellos que han arrebatado el poder por las armas. Basándose sobre la mercenaria parcialidad de la mayoría, la ONU celosamente custodia la libertad de algunas naciones y desdeña la libertad de las otras. Como resultado de un voto obediente, se ha rehusado a encarar la investigación de demandas privadas – los gemidos, los gritos y las súplicas de personas comunes individuales – de un número insuficiente como para llamar la atención de una organización tan grande. La ONU no hizo ningún esfuerzo por enfrentar a los gobiernos y hacer de la Declaración de Derechos Humanos, su mejor documento en veinticinco años, una condición obligatoria de admisión. De este modo, traicionó a aquellas humildes personas entregándolas a la voluntad de gobiernos que no habían elegido.

Parecería ser que toda manifestación del mundo contemporáneo se encuentra exclusivamente en manos de los científicos; todos los pasos técnicos de la humanidad están determinados por ellos. Parecería ser que la dirección del mundo debería depender precisamente de la buena voluntad internacional de los científicos y no de la de los políticos. Tanto más, cuanto que el ejemplo de los pocos muestra lo mucho que se podría lograr si todos se unieran. Pero no. Los científicos no han expresado ninguna intención clara de convertirse en una fuerza importante e independientemente activa de la humanidad. Se la pasan en congresos ignorando el sufrimiento de los demás, tanto como para permanecer protegidos dentro de los márgenes de la ciencia. El mismo espíritu de Munich ha extendido sobre ellos sus paralizadoras alas.

¿Cuál es, pues, el lugar y el papel del escritor en este mundo cruel, dinámico y escindido que se encuentra al borde de sus diez destrucciones? Después de todo, los escritores no tenemos nada que ver con lanzar misiles; ni siquiera empujamos la más humilde de las carretillas. Quienes respetan solamente el poder material se burlan bastante de nosotros. ¿No sería natural que, también nosotros, diésemos un paso atrás, perdiésemos la fe en la persistencia de la bondad, en la indivisibilidad de la verdad, impartiéndole al mundo tan sólo nuestras amargas, aisladas, observaciones sobre cómo la humanidad se ha vuelto corrupta sin remedio, cómo las personas han degenerado, y cuan difícil le resulta a las escasas almas bellas y refinadas el convivir con esas personas?

Pero ni siquiera poseemos el recurso de esta huida. Cualquiera que alguna vez haya alzado la palabra ya nunca más podrá evadirla. Un escritor no es el juez independiente de sus compatriotas y contemporáneos; es un cómplice de todo el mal cometido es su país natal y por sus conciudadanos. Y si los tanques de su patria han inundado de sangre el asfalto de una capital extranjera, pues entonces manchas rojizas habrán salpicado el rostro del escritor para siempre. Y si en una noche fatal se ha ahorcado a su confiado amigo mientras dormía, pues entonces las palmas de las manos del escritor llevan las marcas de la soga utilizada. Y si sus jóvenes conciudadanos alegremente declaran la superioridad de la corrupción por sobre el trabajo honesto, si se entregan a las drogas o secuestran rehenes, pues entonces su pestilencia se mezcla con el aliento del escritor.

¿Tendremos la temeridad de afirmar que no somos responsables por las penurias del mundo actual?

Sin embargo, me alegra que la literatura universal , con su vital estado de alerta y como si fuera un solo enorme corazón, lata y haga circular las preocupaciones y las penurias de nuestro mundo aun cuando las mismas resulten presentadas y percibidas de un modo diferente en cada uno de sus rincones.

Aparte de las antiquísimas literaturas nacionales, siempre existió, aún en eras pasadas, el concepto de la literatura universal como una antología que emanaba de las cumbres de las literaturas nacionales a modo de suma total de las influencias literarias mutuas. Pero solía existir una discontinuidad temporal: lectores y escritores llegaban a conocer a escritores de otras lenguas sólo después de un lapso de tiempo, a veces sólo después de siglos, de modo tal que las influencias mutuas también se demoraban y la antología de las cumbres literarias nacionales quedaba revelada solamente a los ojos de los descendientes y no ante los contemporáneos.

Pero hoy, entre los escritores de un país y los escritores y lectores de otro, hay una reciprocidad poco menos que instantánea. Yo mismo lo he experimentado. Aquellos de mis libros que, por desgracia, no han sido publicados en mi propio país muy pronto encontraron una favorable audiencia mundial, a pesar de apresuradas y frecuentemente hasta malas traducciones. Distinguidos escritores occidentales como Heinrich Böll han efectuado su análisis crítico. Todos estos últimos años en que mi libertad y mi trabajo no se han derrumbado; en que, contrariamente a las leyes de la gravedad, han permanecido como suspendidos en el aire, como colgando de nada sobre la tensión de una muda membrana invisible de simpatía pública, fue que, con cálido agradecimiento y no sin sorpresa de mi parte, pude conocer el apoyo adicional de la hermandad internacional de los escritores. Cuando cumplí mi 50° cumpleaños me asombró recibir felicitaciones de escritores occidentales famosos. Ninguna de las presiones que sobre mi se ejercieron pasó desapercibida. Durante las peligrosas semanas de mi exclusión de la Unión de Escritores, el muro de protección construido por los más eminentes escritores del mundo me defendió de persecuciones aun peores; y escritores y artistas noruegos me prepararon con hospitalidad un techo para el caso en que fuese hecho efectivo el exilio con el que se me amenazaba. Por último, incluso la propuesta de mi nombre para el Premio Nobel no surgió del país en el cual vivo y escribo sino de Francois Mauriac y sus colegas. Posteriormente, sindicatos enteros de escritores nacionales expresaron su apoyo hacia mi persona.

De este modo he sentido y comprendido que la literatura universal ya no es una antología abstracta, ni una generalización inventada por los historiadores de la literatura. Es más bien un cuerpo común y un espíritu común, un sentimiento íntimo común que refleja la creciente unidad de la humanidad. Las fronteras de los Estados todavía arden, caldeados por alambradas electrizadas y ráfagas de ametralladoras; todavía hay varios ministerios de asuntos internos que siguen pensando que la literatura es un “asunto interno” que cae bajo su jurisdicción; todavía hay titulares de diarios que dicen: “¡No hay derecho a interferir en nuestros asuntos internos!” ¡Es que ya no quedan cuestiones internas sobre nuestro hacinado mundo! Y la única salvación de la humanidad reside en que cada uno se haga cargo de todo; en que las personas del Este se involucren vitalmente con lo que se piensa en Occidente y en que las personas de Occidente se involucren vitalmente con lo que sucede en el Este. Y la literatura, como el instrumento más sensible y de más rápida respuesta que posee la criatura humana, ha sido la primera en adoptar, asimilar y aferrarse a esta sensación de creciente unidad de la humanidad. De esta forma, me dirijo confiado a la literatura universal actual – a cientos de amigos con quienes nunca me he encontrado en persona y a quienes jamás veré.

¡Amigos! ¡Tratemos de ayudar, si es que valemos algo en absoluto! ¿Quién, desde tiempos inmemoriales ha constituido la fuerza unificadora y no divisora en vuestros países lacerados por partidos, movimientos, castas y grupos discordantes? Allí está, en su esencia, la posición de los escritores: en ser expresión de sus lenguajes nativos – en ser la principal fuerza unificadora de la nación, de la misma tierra que sus pueblos ocupan y de lo mejor de su espíritu nacional.

Creo en que la literatura universal posee el poder de ayudar a la humanidad en estas horas de angustia. Ayudar a que se vea a si misma tal como realmente es, a pesar del adoctrinamiento de personas y partidos prejuiciosos. La literatura universal posee el poder de aportar experiencia concentrada, de un país a otro, para que dejemos de estar escindidos y confundidos; para que las diferentes escalas de valores puedan ponerse de acuerdo y cada nación aprenda correcta y concisamente la verdadera historia de la otra, con tal intensidad de reconocimiento y de punzante conciencia como si ella misma hubiera experimentado lo mismo, para que pueda liberarse de cometer los mismos errores. Y quizás, bajo esas condiciones, nosotros los artistas estaremos en condiciones de cultivar en nosotros mismos un campo de visión que abarque a todo el mundo: colocándonos en el centro para observar como cualquier otro ser humano lo que está cerca, comenzaremos a integrar en la periferia aquello que está sucediendo en el resto del mundo. Y correlacionaremos y respetaremos las proporciones universales.

¿Y quién, sino los escritores, dictará sentencia – no sólo sobre los gobiernos desastrosos (en algunos Estados ésta es la forma más fácil de ganarse el pan, la ocupación más simple para cualquiera que no sea perezoso), sino también sobre los pueblos mismos por su cobarde humillación o su debilidad autocomplaciente? ¿Quién dictará sentencia sobre las livianas veleidades de la juventud, y sobre los jóvenes piratas que empuñan sus cuchillos?

Se nos dirá: ¿qué puede hacer la literatura contra el desalmado asalto de la violencia bruta? Pero no olvidemos que la violencia no vive en soledad y no es capaz de vivir sola: necesita estar entremezclada con la mentira. Entre ambas existe el más íntimo y el más profundo de los vínculos naturales. La violencia halla su único resguardo en la mentira y el único soporte de la mentira es la violencia. Cualquier persona que ha hecho de la violencia su método, inexorablemente debe elegir a la mentira como su principio. En sus inicios, la violencia actúa abiertamente y hasta con orgullo. Pero, ni bien se vuelve fuerte y firmemente establecida, siente la rarefacción del aire que la circunda y no puede seguir existiendo si no es en una neblina de mentiras revestidas de demagogia. No siempre, no necesariamente aprieta abiertamente los cuellos; es más frecuente que exija de sus súbditos solamente un juramento de lealtad a la mentira; solamente una complicidad en la falsedad.

¡Y el simple paso de un simple hombre valiente es no participar de la falsedad, no apoyar falsas acciones! Que eso ingrese al mundo, que incluso reine en el mundo – pero no con mi ayuda. No obstante, los escritores y los artistas pueden lograr más: ¡pueden vencer a la falsedad ! ¡En la lucha contra la falsedad el arte siempre ha vencido y siempre vence! ¡Abiertamente, irrefutablemente para todo el mundo! La falsedad puede ofrecer resistencia a muchas cosas en este mundo, pero no al arte.

Y, ni bien la mentira sea expulsada, quedará revelada la desnudez de la violencia en toda su fealdad – y la violencia, decrépita, caerá.

Éste es el motivo, mis amigos, por el que creo que podemos ayudar al mundo en esta candente hora. No utilizando la excusa de no poseer armas, no entregándonos a una vida frívola – sino ¡marchando a la guerra!

Los proverbios son muy populares en Rusia. Expresan de una manera constante y a veces sorprendente la abundante y sufrida experiencia nacional:

UNA PALABRA DE VERDAD PESA MÁS QUE TODO EL UNIVERSO

Y es sobre esto, sobre una fantasía imaginaria, sobre la ruptura del principio de conservación de masa y energía, que fundamento tanto mi propia actividad como mi apelación a los escritores de todo mundo».

 

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Discurso en el Banquete a los Premios Nobel

Pronunciado por Solyenitzin en Estocolmo, el 10 de Diciembre de 1974 con motivo del banquete celebrado en honor a los Premios Nobel.

«Vuestra Majestad, Vuestras Altezas Reales, Damas y Caballeros,

Muchos laureados Nobel se han presentado ante vosotros en esta sala, pero la Academia Nobel y la Fundación Nobel probablemente nunca han sufrido con otra persona tantas molestias como las que yo les he ocasionado. Al menos en una ocasión anterior he estado aquí, si bien no físicamente. Otra vez, el honorable Karl Ragnar Gierow ya estaba en camino de encontrarse conmigo y no pudo ser. Ahora, por fin, he llegado, perofuera de horario y para ocupar una silla extra. Cuatro años han transcurrido desde que por vez primera se me dio la oportunidad de ocupar este lugar por tres minutos, y hoy el secretario de la Academia se ha visto obligado a pronunciar su tercer discurso dirigido al mismo escritor.

Consecuentemente, debo pedir disculpas por haber ocasionado tantas molestias y agradecerles en forma especial la ceremonia de 1970 cuando vuestro rey y todos ustedes le dieron la bienvenida a una silla vacía.

Pero estarán ustedes de acuerdo conmigo en que tampoco fue tan simple para el ganador del premio; llevando su discurso de tres minutos consigo por todas partes a lo largo de cuatro años. Cuando me estaba preparando para venir aquí en 1970, en ocasión de subir a la primer tribuna libre de mi vida, no había lugar en mi pecho ni cantidad de papel suficiente para contener todo lo que tenía en la mente. Para un escritor que viene de un país sin libertad, su primera tribuna y su primer discurso es un discurso sobre todas las cosas del mundo, sobre todos los sufrimientos de su país – y resulta perdonable si olvida el objetivo de la ceremonia, hace abstracción de las personas allí reunidas y llena las copas de júbilo con su amargura. Pero desde aquél año en que me fue imposible venir aquí, he aprendido a expresar en forma abierta prácticamente todos mis pensamientos incluso en mi propio país. De modo que, al encontrarme expatriado en Occidente, mejor aún he aprovechado esta irrestricta posibilidad de decir todo lo que deseo y dónde lo deseo, que es algo no siempre apreciado en esta parte del mundo. Por lo tanto, no tengo necesidad de recargar en exceso esta corta alocución.

Sin embargo, encuentro una especial ventaja en no haber respondido al otorgamiento del Premio Nobel sino después de cuatro años. Por ejemplo, después de esos cuatro años me ha sido posible advertir el papel que este premio ya ha desempeñado en mi vida. Ha impedido que me aplastaran las severas persecuciones de las cuales fui objeto. Ha ayudado a que mi voz sea escuchada allí en donde mis predecesores no fueron oídos por décadas. Me ha ayudado a expresar cosas que de otro modo hubiesen sido imposibles.

En mi caso, la Academia Sueca ha hecho una excepción, una rara excepción, otorgándome el premio siendo yo de mediana edad y siendo mi producción literaria tan sólo un niño de unos ocho años de edad. Para la Academia existió un gran riesgo oculto al proceder de esta forma: después de todo, solamente una pequeña parte de los libros que había escrito estaban publicados.

Pero quizás, la misión más sublime de cualquier premio literario o científico reside precisamente en ayudar a despejar el camino que falta recorrer.

Y quisiera expresar mi más sentida gratitud a los miembros de la Academia Sueca por el enorme apoyo que su elección de 1970 le ha dado a mis obras como escritor. Me aventuro a agradecerles en nombre de la vasta Rusia extraoficial a la cual le está prohibido expresarse en voz alta y que resulta perseguida tanto por escribir libros como hasta por leerlos. La Academia, por esta decisión que ha tenido, ha debido escuchar muchos reproches implicando que el premio ha servido a intereses políticos. Pero estos son los gritos de groseros alborotadores que ni siquiera conocen otros intereses. Todos sabemos que la obra de un artista no puede ser confinada a la mísera dimensión de la política. Porque esa dimensión no puede contener la totalidad de nuestra vida y no debemos restringir nuestra conciencia social a sus límites».

Discurso pronunciado en Harvard el 8 de junio de 1978

Un mundo dividido en pedazos

«Estoy sinceramente complacido de estar con ustedes con en esta ocasión del 327° año lectivo en esta antigua e ilustre universidad. Vayan mis felicitaciones y mis mejores deseos para todos aquellos que hoy se gradúan. El lema de Harvard es «Veritas.» Muchos de ustedes ya han aprendido y otros lo aprenderán a lo largo de sus vidas que la verdad nos elude si no nos esforzamos plenamente en seguirla. E incluso mientras nos elude, la ilusión por conocerla todavía persiste y nos lleva a algunos desaciertos. Además, la verdad raramente es grata; casi siempre es amarga. También hay algunas amarguras en mi discurso de hoy. Pero deseo suscitar esa ansiedad no como un adversario sino como un amigo.

Hace tres años en Estados Unidos, dije ciertas cosas que parecían inaceptables. Hoy, sin embargo, mucha gente coincide con lo que yo he dicho…La división del mundo de hoy es perceptible incluso contemplado superficialmente. Cualquiera de nuestros contemporáneos rápidamente identificaría dos potencias mundiales, cada una de ellas capaz de destruir enteramente a la otra. Sin embargo, la comprensión de esta división a menudo está limitada a la concepción política, a la ilusión de que el peligro puede ser conjurado mediante negociaciones diplomáticas exitosas o por un cuidadoso equilibrio de fuerzas armadas. La verdad es que esta división es mucho más profunda y más alienante; la ruptura es mayor de lo que puede parecer a primera vista. Esta profunda y múltiple ruptura conlleva el peligro de múltiples desastres para todos nosotros, según la antigua verdad de que un Reino – en este caso, nuestra Tierra – divido contra sí mismo no puede subsistir.

Mundos contemporáneos
Ahí está el concepto del Tercer Mundo: así pues, ya tenemos tres mundos. Indudablemente, sin embargo, el número es incluso mayor, sólo que estamos dema­siado lejos para verlo. Algunas antiguas culturas autónomas están arraigadas profundamente, espe­cialmente si se han extendido sobre la mayor parte de la Tierra, constituyendo un mundo autónomo, llenas de acertijos y sorpresas para el pensamiento Occidental. Como mínimo, debemos incluir en esa categoría a China, la India, el mundo musulmán y África, si efectivamente aceptamos la aproximación de mirar las dos últimas como uni­dades compactas. Durante mil años Rusia ha per­tenecido a tal categoría, aunque el pensamiento Occidental sistemáticamente cometa el error de ne­garle su carácter autónomo, y por ello nunca la entendió, del mismo modo que hoy Occidente no comprende a Rusia en la cautividad comunista. Puede ser que en años pasados Japón ha sido cada vez más como una parte distante de Occidente, no quiero opinar sobre eso aquí; pero, Israel, por ejemplo, pienso que permanece separado del mundo Occi­dental aunque sólo sea porque su sistema estatal permanece ligado a la religión.
Hace relativamente poco tiempo el pequeño mundo de la Europa moderna fácilmente incautaba colonias por todo el globo, no sólo sin ninguna resistencia, sino también, por lo general, con desprecio de los posibles valores de los pueblos conquistados hacia la vida. En este sentido, tuvo un éxito abrumador, no hubo fronteras geográficas para ello. La sociedad Occidental se expandió como un triunfo de humana independencia y poder. Y de repente, en el siglo XX, se descubre su fragilidad e inconsistencia. Ahora vemos que las conquistas probaron ser de corta y precaria vida, y este giro señala los defectos en la visión del mundo con que Occidente contemplaba dichas conquistas. Las relaciones con el antiguo mundo colonial ahora se han tornado en su contra y el mundo Occidental a menudo llega a extremos de obsequiosidad, pero aún es difícil estimar la factura total que los antiguos países coloniales presentarán a Occidente; es difícil predecir si la entrega no sólo de las últimas colonias, sino de todo lo que posee será suficiente para que saldar esa cuenta.

Convergencia
Con todo, la ceguera de la superioridad continúa con molestia para todos y sostiene la creencia de que, por todas partes, vastas regiones de nuestro planeta deberían desarrollarse y madurar hasta alcanzar el nivel actual del sistema político occidental, que en teoría es el mejor y en la práctica el más atractivo. Existe la creencia de que todos aquellos otros mundos están sólo siendo temporalmente impedidos por débiles gobiernos, o por fuertes crisis, o por su propia barbarie o incomprensión para tomar la vía de las democracias pluralista Occidentales y adoptar su forma de vida. Los países son evaluados y juzgados según el incremento de su progreso en esta dirección. Sin embargo, esta concepción es el fruto de la incomprensión occidental de la esencia de los otros mundos; es un resultado de medirlos equivocadamente a todos con el mismo criterio occidental. La imagen real del desarrollo de nuestro planeta es completamente diferente.

La angustia provocada por un mundo dividido hizo nacer la teoría de la convergencia entre los principales países Occidentales y la Unión Soviética. Es una teoría tranquilizadora que pasa por alto el hecho que esos mundos no se están evolucionando similarmente; ni tampoco uno puede ser transformado en otro sin el uso de la violencia. Además, la convergencia inevitablemente implica la aceptación de los defectos de la otra parte, y esto es difícilmente deseable.Si yo estuviera hoy hablando en un auditorio en mi país, examinando el diseño general de la ruptura del mundo me habría concentrado en las calamidades del Este. Pero dado mi forzado exilio en el Oeste desde hace cuatro años, y ya que mi audiencia es occidental, pienso que puede ser de mayor interés concentrarme en ciertos aspectos del Occidente en nuestros días, tal como los veo.

El declive de la valentía
La merma de coraje puede ser la característica más sobresaliente que un observador imparcial nota en Occidente en nuestros días. El mundo Occidental ha perdido en su vida civil el coraje, tanto global como individualmente, en cada país, en cada gobierno, cada partido político y por supuesto en las Naciones Unidas. Tal descenso de la valentía se nota particularmente en las élites gobernantes e intelectuales y causa una impresión de cobardía en toda la sociedad. Desde luego, existen muchos individuos valientes pero no tienen suficiente influencia en la vida pública. Burócratas, políticos e intelectuales muestran esta depresión, esta pasividad y esta perplejidad en sus acciones, en sus declaraciones y más aún en sus autojustificaciones tendientes a demostrar cuán realista, razonable, inteligente y hasta moralmente justificable resulta fundamentar políticas de Estado sobre la debilidad y la cobardía. Y este declive de la valentía es acentuado irónicamente por las explosiones ocasionales de cólera e inflexibilidad de parte de los mismos funcionarios cuando tienen que tratar con gobiernos débiles, con países que carecen de respaldo, o con corrientes desacreditadas, claramente incapaces de ofrecer resistencia alguna. Pero quedan mudos y paralizados cuando tienen que vérselas con gobiernos poderosos y fuerzas amenazadoras, con agresores y con terroristas internacionales.¿Habrá que señalar que, desde la más remota antigüedad, la pérdida de coraje ha sido considerada siempre como el principio del fin?

Bienestar
Cuando se formaron los Estados occidentales modernos, se proclamó como principio fundamental que los gobiernos están para servir al hombre y que éste vive para ser libre y alcanzar la felicidad. (Véase, por ejemplo, la Declaración de Independencia norteamericana). Ahora, por fin, durante las últimas décadas, el progreso tecnológico y social ha permitido la realización de esas aspiraciones: el Estado de Bienestar. Cada ciudadano tiene garantizada la deseada libertad y los bienes materiales en tal cantidad y calidad como para garantizar en teoría el alcance de la felicidad, en el sentido moralmente inferior en que ha sido entendida durante estas últimas décadas. En el proceso, sin embargo, ha sido pasado por alto un detalle psicológico: el constante deseo de poseer cada vez más cosas y un nivel de vida cada vez más alto, con la obsesión que esto implica, ha impreso en muchos rostros occidentales rasgos de ansiedad y hasta de depresión, aunque sea habitual ocultar cuidadosamente estos sentimientos. Esta tensa y activa competencia ha venido a dominar todo el pensamiento humano y no abre, en lo más mínimo, el camino hacia el libre desarrollo espiritual. Se ha garantizado la independencia del individuo a muchos tipos de presión estatal; la mayoría de las personas gozan del bienestar en una medida que sus padres y abuelos no hubieran siquiera soñado con obtener; ha sido posible educar a los jóvenes de acuerdo con estos ideales, conduciéndolos hacia el esplendor físico, felicidad, posesión de bienes materiales, dinero y tiempo libre, hasta una casi ilimitada libertad de placeres. De este modo ¿quién renunciaría ahora a todo esto? ¿Por qué y en beneficio de qué habría uno de arriesgar su preciosa vida en la defensa del bien común, especialmente en el nebuloso caso que la seguridad de la propia nación tuviera que ser defendida en algún lejano país?
Incluso la biología nos dice que la seguridad y el bienestar extremo habitual no resultan ventajosos para un organismo vivo. Hoy, el bienestar en la vida de la sociedad Occidental ha comenzado a revelar su máscara perniciosa.

Vida legalista
La sociedad occidental ha elegido para si misma la organización más adecuada a sus fines, basados, diría, en la letra de la ley. Los límites de lo correcto y de los derechos humanos se encuentran determinados por un sistema de leyes, cuyos límites son muy amplios. La gente en Occidente ha adquirido una considerable capacidad para usar, interpretar y manipular la ley (aun cuando estas leyes tienden a ser tan complicadas que la persona promedio no puede ni comprenderlas sin la ayuda de un experto). Todo conflicto se resuelve de acuerdo a la letra de la ley y este procedimiento está considerado como una solución perfecta. Si uno está a cubierto desde el punto de vista legal, ya nada más es requerido. Nadie mencionaría que, a pesar de ello, uno podría seguir sin tener razón. Exigir una autolimitación o una renuncia a estos derechos, convocar al sacrificio y a asumir riesgos con abnegación, sonaría a algo simplemente absurdo. El autocontrol voluntario es algo casi desconocido: todo el mundo se afana por lograr la máxima expansión posible del límite extremo impuesto por los marcos legales. (Una compañía petrolera es legalmente libre de culpa cuando compra la patente de un nuevo tipo de energía para prevenir su uso. Un fabricante de un producto alimenticio es legalmente libre de culpa cuando envenena su producto para darle más larga vida: después de todo, la gente es libre no comprarlo.)
He pasado toda mi vida bajo un régimen comunista y les diré que una sociedad carente de un marco legal objetivo es algo terrible, en efecto. Pero una sociedad sin otra escala que la legal tampoco es completamente digna del hombre. Pero una sociedad basada sobre los códigos de la ley, y que nunca llega a algo más elevado, pierde la oportunidad de aprovechar a pleno todo el rango completo de las posibilidades humanas. Un código legal es algo demasiado frío y formal como para poder tener una influencia beneficiosa sobre la sociedad. Siempre que el fino tejido de la vida se teje de relaciones juridicistas, se crea una atmósfera de mediocridad moral, que paraliza los impulsos más nobles del hombre.Y será simplemente imposible enfrentar los conflictos de este amenazante siglo con tan sólo el respaldo de una estructura legalista.

La orientación de la libertad
La sociedad occidental actual nos ha hecho ver la diferencia que hay entre una libertad para las buenas acciones y la libertad para las malas. Un estadista que quiera lograr algo importante y altamente constructivo para su país está obligado a moverse con mucha cautela y hasta con timidez. Miles de apresurados (e irresponsables) críticos estarán pendiente de él. Constantemente será desairado por el parlamento y por la prensa. Tendrá que demostrar que cada uno de sus pasos está bien fundamentado y es absolutamente impecable. El resultado final es que una gran persona, auténticamente extraordinaria, no tiene ninguna posibilidad de imponerse. Se le pondrán docenas de trampas desde el mismo inicio. Y de esta manera la mediocridad. En todas partes es posible, y hasta fácil, socavar el poder administrativo. De hecho, este poder ha sido drásticamente debilitado en todos los países occidentales. La defensa de los derechos individuales ha alcanzado tales extremos que deja a la sociedad totalmente indefensa contra ciertos individuos. Es hora, en Occidente, de defender no tanto los derechos humanos sino las obligaciones humanas.Por el otro lado, a la libertad destructiva e irresponsable se le ha concedido un espacio ilimitado. La sociedad ha demostrado tener escasas defensas contra el abismo de la decadencia humana; por ejemplo, contra el abuso de la libertad que conduce a la violencia moral contra los jóvenes bajo la forma de películas repletas de pornografía, crimen y horror. Todo esto es considerado como parte integrante de la libertad, y se asume que está teóricamente equilibrado por el derecho de los jóvenes a no mirar y a no aceptar. De este modo, la vida organizada en forma legalista demuestra su incapacidad para defenderse de la corrosión de lo perverso.
¿Y qué podemos decir de los oscuros ámbitos de la criminalidad? Los límites legales (especialmente en los Estados Unidos) son lo suficientemente amplios como para alentar no sólo la libertad individual sino también el abuso de esta libertad. El culpable puede terminar sin castigo, o bien obtener una compasión inmerecida, todo ello con el apoyo de miles de defensores en la sociedad. Cuando un gobierno seriamente se pone a erradicar la subversión, la opinión pública inmediatamente lo acusa de violar los derechos civiles de los terroristas. Hay una buena cantidad de estos casos.
El sesgo de la libertad hacia el mal se ha producido en forma gradual, pero evidentemente emana de un concepto humanista y benevolente según el cual el ser humano – el rey de la creación – no es portador de ningún mal intrínseco y todos los defectos de la vida resultan causados por sistemas sociales descarriados que, por consiguiente, deben ser corregidos. Sin embargo y extrañamente, a pesar de que las mejores condiciones sociales han sido logradas en Occidente, sigue subsistiendo una buena cantidad de crímenes; incluso hay considerablemente más criminalidad en Occidente que en la pauperizada y legalmente arbitraria sociedad soviética. (Es cierto que hay una multitud de prisioneros en nuestros campos de concentración acusados de ser criminales, pero la mayoría de ellos jamás cometió crimen alguno. Simplemente trataron de defenderse de un Estado ilegal que recurría al terror fuera de un marco jurídico).

La orientación de la prensa
La prensa, por supuesto, goza de la más amplia libertad. (Voy a usar el término “prensa” para referirme a todos los medios de difusión masiva.) Pero ¿cómo utiliza esta libertad?
Aquí, otra vez, la suprema preocupación es no infringir el marco legal. No existe una auténtica responsabilidad moral por la distorsión o la desproporción. ¿Qué clase de responsabilidad tiene el periodista de un diario frente a sus lectores o frente a la historia? Cuando se ha llevado a la opinión pública hacia carriles equivocados mediante información inexacta o conclusiones erradas ¿conocemos algún caso en que el mismo periodista o el mismo diario lo hayan reconocido pidiendo disculpas públicamente? No. Eso perjudicaría las ventas. Una nación podrá sufrir las peores consecuencias por un error semejante, pero el periodista siempre saldrá impune. Lo más probable es que, con renovado aplomo, sólo empezará a escribir exactamente lo contrario de lo que dijo antes. Dado que se exige una información instantánea y creíble, se hace necesario recurrir a presunciones, rumores y suposiciones para rellenar los huecos; y ninguno de ellos será desmentido. Quedarán asentados en la memoria del lector. ¿Cuántos juicios apresurados, inmaduros, superficiales y engañosos se expresan todos los días, primero confundiendo a los lectores y luego dejándolos colgados? La prensa puede, o bien asumir el papel de la opinión pública, o bien puede pervertirla. De este modo podemos tener a terroristas glorificados como héroes; o bien ver cómo asuntos secretos pertenecientes a la defensa nacional resultan públicamente revelados; o podemos ser testigos de la desvergonzada violación de la privacidad de personas famosas bajo el eslogan de “todo el mundo tiene derecho a saberlo todo”. (Aunque éste es el falso eslogan de una falsa era. De un valor muy superior es el desacreditado derecho de las personas a no saber; que no se abarroten sus divinas almas con chismes, estupideces y habladurías vanas. Una persona que trabaja y que lleva una vida plena de sentido, no tiene ninguna necesidad de este excesivo y sofocante flujo de información.)Precipitación y superficialidad son la enfermedad psíquica del vigésimo siglo y más que en cualquier otro lugar esta enfermedad se refleja en la prensa. El análisis profundo de un problema es anatema para la prensa. Se queda en fórmulas sensacionalistas.
Sin embargo, así como está dispuesta, la prensa se ha convertido en el mayor poder dentro de los países occidentales, excediendo el de las legislaturas, los ejecutivos y los judiciales Entonces, uno quisiera preguntar: ¿en virtud de qué norma ha sido elegida y ante quién es responsable? En el Este comunista, a un periodista abiertamente se lo designa como funcionario del Estado. Pero ¿quién ha elegido a los periodistas occidentales que ocupan esta posición de poder, y por cuanto tiempo, y con qué prerrogativas?
Existe todavía otra sorpresa para alguien que viene del Este totalitario con su prensa rigurosamente unificada. Uno descubre una común tendencia de preferencias dentro de la generalidad de la prensa occidental (el espíritu de la época), modelos de juicio generalmente aceptados, y quizás hasta intereses corporativos comunes, con lo que el efecto resultante no es el de la competencia sino el de la unificación. Existe una libertad irrestricta para la prensa, pero no para los lectores, porque los diarios transmiten mayormente, de un modo forzado y sistemático, aquellas opiniones que no se contradicen en forma demasiado abierta con su propia opinión y con la tendencia general mencionada.

Una moda en el pensamiento
Sin ninguna censura en Occidente, las tendencias de moda en el pensamiento y en las ideas resultan fastidiosamente separadas de aquellas que no están de moda y estas últimas, sin llegar a ser jamás prohibidas, tienen muy escasas posibilidades de verse reflejadas en periódicos y libros, o de ser escuchadas en universidades. Vuestros académicos son libres en un sentido legal, pero están acorralados por la moda del capricho predominante. No existe la violencia explícita del Este; pero una selección impuesta por la moda y por la necesidad de acomodarse a las normas masivas, frecuentemente impide que las personas con mayor independencia de criterio contribuyan a la vida pública. Hay una peligrosa tendencia a formar una manada, apagando las iniciativas exitosas. En los Estados Unidos he recibido cartas de personas altamente inteligentes – como, por ejemplo, el maestro de un pequeño colegio lejano- que hubiera podido hacer mucho por la renovación y salvación de su país, pero su país no pudo escucharlo porque los medios no le ofrecían un foro adecuado. Esto da lugar a fuertes prejuicios masivos, a una ceguera que es peligrosa en nuestra dinámica era. Un ejemplo de ello es la interpretación autocomplaciente del estado de cosas en el mundo contemporáneo que funciona como una especie de armadura puesta alrededor de la mente de las personas, a punto tal que las voces humanas de diecisiete países de Europa Oriental y del Lejano Oriente asiático no pueden perforarla. Sólo se terminará rompiendo por la inexorable palanca de los acontecimientos.
He mencionado algunos pocos rasgos de la vida occidental que sorprenden y asombran a un recién llegado a este mundo. El propósito y los alcances de esta disertación me impiden continuar con este examen, particularmente en lo relacionado con el impacto que estas características tienen sobre importantes aspectos de la vida de una nación, tales como la educación, tanto la elemental como la avanzada en artes y humanidades.

Socialismo
Está casi universalmente aceptado que Occidente le muestra al resto del mundo el camino hacia el desarrollo económico exitoso, aún cuando en los últimos años ha sido perturbado fuertemente por una caótica inflación. Con todo, muchas personas que viven en Occidente están insatisfechas con su propia sociedad. La desprecian o la acusan de no estar ya al nivel de lo que requiere la madurez de la humanidad. Y esto empuja a muchos a inclinarse por el socialismo, lo cual es una falsa y peligrosa tendencia.
Espero que ninguno de los presentes sospechara que expreso mi crítica parcial al sistema occidental a fin de sugerir al socialismo como una alternativa. No. Con la experiencia que tengo de un país en dónde el socialismo ha sido instituido, no hablaré de una alternativa así. El matemático Igor Shafarevich, miembro de la Academia Soviética de Ciencias, ha escrito un libro brillantemente argumentado titulado “Socialismo”, en el cual efectúa un penetrante análisis histórico y demuestra que el socialismo, de cualquier tipo o matiz, conduce a la destrucción total del espíritu humano y a la nivelación de la humanidad en la muerte. El libro de Shafarevich fue publicado en Francia hace ya casi dos años y hasta el presente no se ha encontrado a nadie capaz de refutarlo. Dentro de poco, se publicará en inglés en los Estados Unidos.

No es un modelo
Pero si alguien me preguntara, en cambio, si yo propondría a Occidente, tal como es en la actualidad, como modelo para mi país, francamente respondería en forma negativa. No. No recomendaría vuestra sociedad como un ideal para la transformación de la nuestra. A través de profundos sufrimientos, las personas en nuestro país han tenido un desarrollo espiritual de tal intensidad que el sistema occidental, en su presente estado de agotamiento, ya no aparece como atractivo. Incluso las características de vuestra vida que acabo de enumerar resultan extremadamente entristecedoras.
Un hecho que no puede ser cuestionado es el debilitamiento de la personalidad humana en Occidente mientras que en el Este esa personalidad se ha vuelto más firme y más fuerte. Seis décadas para nuestra gente y tres décadas para la de Europa Oriental; durante todo este tiempo hemos pasado por un entrenamiento espiritual que aventaja, de lejos, a lo experimentado por Occidente. La compleja y mortal presión de la vida cotidiana ha producido personalidades más fuertes, más profundas y más interesantes que las generadas por el bienestar estandardizado de Occidente. Por lo tanto, si nuestra sociedad hubiese de ser transformada en la vuestra, ello significaría una mejora en determinados aspectos, pero también un empeoramiento en algunos puntos particularmente significativos. Por supuesto, una sociedad no puede permanecer indefinidamente en un abismo de arbitrariedad legal como es el caso en nuestro país. Pero también le resultará denigrante elegir la automática suavidad legalista, como es vuestro caso. Después de décadas de sufrimiento, violencia y opresión, el alma humana anhela cosas más altas, más cálidas y más puras que las ofrecidas por los hábitos de convivencia masiva introducidos por la invasión repugnante de la publicidad, el aturdimiento televisivo y la música insoportable.Todo esto es visible para numerosos observadores de todos los mundos de nuestro planeta. Resulta cada vez menos probable que el estilo de vida occidental se convierta en el modelo a seguir.
Hay advertencias significativas de la historia para una sociedad amenazada de muerte. Tal es, por ejemplo, la decadencia del arte, o la carencia de grandes estadistas. Hay otras advertencias abiertas y evidentes, también. El centro de su democracia y de su cultura se lesiona tan sólo por la ausencia de energía eléctrica por algunas horas, pues repentinamente muchedumbres de ciudadanos americanos comienza a saquear y a causar estrago. La capa superficial de protección debe ser muy delgada, lo que indica que el sistema social resulta inestable y malsano.
Pero la lucha por nuestro planeta, en lo físico y en lo espiritual, esa lucha de proporciones cósmicas no es una vaga cuestión del futuro. Ya ha comenzado. Las fuerzas del mal ya han lanzado su ofensiva decisiva. Podríais sentir su presión pero vuestros monitores y vuestras publicaciones todavía están llenas de las obligatorias sonrisas y de los brindis con los vasos en alto. ¿A qué viene tanta alegría?

Miopía
Algunos representantes muy bien conocidos de su sociedad, tales como George Kennan, dicen: no podemos aplicar criterios morales a la política. Así mezclamos el bien y el mal, lo derecho y lo torcido y damos oportunidad para el triunfo absoluto del Mal en el mundo. Por el contrario, sólo los criterios morales puede ayudar a Occidente contra la estrategia bien prevista del mundo del comunismo. No hay otros criterios. Las consideraciones prácticas u ocasionales de cualquier clase serán barridas inevitablemente por la estrategia comunista. Después que se ha alcanzado un cierto nivel del problema, el pensamiento legalista induce a la parálisis; evita que uno vea el tamaño y significado de los acontecimientos reales.
A pesar de la abundancia de información, o quizá debido a ella, Occidente tiene dificultades para entender la realidad tal como es. Ha habido predicciones ingenuas por algunos expertos americanos que creyeron que Angola se convirtió en el Vietnam de la Unión Soviética o que la expedición cubana en África sería detenida por la especial atención de Estados Unidos a Cuba.­ El consejo de Kennan a su propio país – comenzar el desarme unilateral – pertenece a la misma categoría. ¡Si usted supiera cómo se ríen de sus magos políticos los funcionarios del Moscow Old Square. [1] En cuanto a Fidel Castro, él francamente desprecia a Estados Unidos, enviando a sus tropas a aventuras distantes estando su país junto al de ustedes.
Sin embargo, el error más cruel ocurrió con la incomprensión de la guerra de Vietnam. Algunos querían sinceramente que todas las guerras se detuvieran cuanto antes; otros creyeron que debería haber lugar para la autodeterminación en Vietnam, o en Camboya, como vemos hoy con claridad particular. Pero los miembros del movimiento pacifista de Estados Unidos participaron en la traición de lejanas naciones del Este, en un genocidio, y en el sufrimiento impuesto hoy a 30 millones de personas de aquellos países. ¿Esos pacifistas convencidos oyen los gemidos que vienen de allá? ¿Entienden su responsabilidad hoy? ¿O prefieren no oír? La CIA americana perdió su nervio y como consecuencia el peligro se ha acercado mucho más a los Estados Unidos. Pero no hay conocimiento de esto. La miopía de los políticos que firmaron una precipitada capitulación en Vietnam aparentemente dieron a América un respiro de despreocupación; sin embargo, un Vietnam multiplicado por cien asoma ahora sobre ustedes. Ese Vietnam pequeño había sido una advertencia y una ocasión para movilizar el valor de la nación. Pero si una América completamente apertrechada sufrió una verdadera derrota por un pequeño país comunista, ¿cómo puede Occidente esperar permanecer firme en el futuro?Ya he tenido ocasión de decir que en el siglo XX la democracia no ha ganado ninguna guerra importante sin la ayuda y protección de un aliado continental cuya filosofía e ideología no preguntó. En la Segunda Guerra Mundial contra Hitler, en vez de ganar esa guerra con sus propias fuerzas, que habrían sido ciertamente suficientes, la democracia occidental cultivó a otro enemigo con más poder todavía, pues Hitler nunca tuvo tantos recursos y tanta gente, ni ofreció ideas atractivas, ni tuvo una gran cantidad de partidarios en el oeste — una quinta columna potencial — como la Unión Soviética. Actualmente, algunas voces occidentales han hablado ya de obtener la protección de un tercer poder contra la agresión en el próximo conflicto mundial, si lo hay; en este caso el protector sería China. Pero no le desearía tal protector a ningún país en el mundo. Primero de todo, es otra vez una alianza con el Mal; además, concedería a Estados Unidos un plazo, pero cuando a última hora China con sus mil millones personas se volteara armada con las armas americanas, América misma caería presa de un genocidio similar al que se esta perpetrado en Camboya en nuestros días.

Pérdida de voluntad
Pero ningún arma, no importa cuál sea su poder, pueden ayudar a Occidente mientras no supere la pérdida de su fuerza de voluntad. En un estado de la debilidad psicológica, las armas se convierten en una carga para el lado de quienes capitulan. Para defenderse, uno debe también estar preparado para morir; esta preparación escasea en una sociedad educada en el culto del bienestar material. Nada queda entonces, solamente las concesiones, intentos de ganar tiempo y la traición. Así, en la vergonzosa conferencia de Belgrado los diplomáticos del Occidente libre entregaron en su debilidad la frontera donde los miembros de los Grupos Vigilantes de Helsinki están sacrificando sus vidas. El pensamiento occidental ha llegado a ser conservador: la situación del mundo debe permanecer como está a cualquier coste, allí no debe ser ningún cambio. Este sueño debilitante de un status quo irreformable es el síntoma de una sociedad que ha llegado al final de su desarrollo. Uno debe ser ciego para no ver que los océanos ya no pertenecen a Occidente, mientras que la tierra bajo su dominio sigue disminuyendo. Las dos llamadas guerras mundiales (en realidad todavía estaban lejos de tener esa escala mundial) han significado la autodestrucción interna del pequeño y progresivo Occidente que ha preparado así su propio final. La siguiente guerra (que no tiene que ser atómica y no creo que lo sea) puede quemar la civilización occidental para siempre. Enfrentando tales peligros, con tantos valores históricos en su pasado, con tan alto nivel de realización de la libertad y de devoción a la libertad, ¿cómo es posible perder en tal grado la voluntad para defenderse?

Humanismo y sus consecuencias
¿Cómo es que se ha producido esta adversa relación de fuerzas? ¿Cómo es que Occidente ha caído de su marcha triunfal hasta su debilidad presente? ¿Acaso han existido desvíos fatales y pérdidas de orientación en su desarrollo? No parece ser así. Occidente se mantuvo avanzando en forma constante de acuerdo a sus proclamadas intenciones sociales, a la par de su asombroso progreso tecnológico. Y súbitamente se ha encontrado en su posición actual de debilidad.Esto significa que el error debe estar en la raíz, en la misma base del pensamiento humano de los últimos siglos. Me refiero a la visión occidental que prevalece en el mundo de hoy, que nace del Renacimiento y encuentra su expresión política a partir de la Ilustración. Esta visión se convirtió en la base de todas las doctrinas políticas o sociales y podríamos llamarla humanismo racionalista o autarquía humanística. Es la autoproclamada y practicada autonomía del ser humano de cualquier fuerza superior. También podría ser llamado antropocentrismo, con el ser humano visto como ocupando el centro de todo lo que existe.
El punto de inflexión provocado por el Renacimiento probablemente fue inevitable desde el punto de vista histórico. La Edad Media había llegado a su término natural por agotamiento, convirtiéndose en una represión despótica intolerable de la naturaleza física del ser humano a favor de su naturaleza espiritual. Pero, después, nos retiramos de lo espiritual y fuimos abrazando todo lo que es material de un modo excesivo e ilimitado. La nueva forma humanística el pensamiento, que había sido proclamada nuestra guía, no admitía la existencia de una maldad intrínseca en el ser humano, ni entreveía una misión más elevada que el logro de la felicidad terrenal. Dio inicio a la civilización occidental con una peligrosa tendencia a idolatrar al hombre y a sus necesidades materiales. Todo lo que estaba más allá del bienestar físico y de la acumulación de bienes materiales; todas las demás necesidades y características humanas de una naturaleza superior y más sutil, quedaron fuera del área de atención de los sistemas sociales y estatales, como si la vida humana no tuviese un significado superior. Eso proporcionó su acceso al Mal, que en nuestros días fluye libre y constante. La simple libertad per se no resuelve en lo más mínimo todos los problemas de la vida humana y hasta agrega una buena cantidad de problemas nuevos.
Y aún así, en las primeras democracias, como en la democracia norteamericana por la época de su nacimiento, todos los derechos humanos fueron conferidos sobre la base de que el ser humano es una criatura de Dios. Esto es: la libertad le fue conferida al individuo en forma condicional, en la presunción de su constante responsabilidad religiosa. Esa era la tradición de los mil años precedentes. Hace doscientos y hasta hace cincuenta años atrás, hubiera sido casi inimaginable en los Estados Unidos que se le concediese la libertad ilimitada a un individuo simplemente para la satisfacción de sus caprichos personales.Después, sin embargo, todas estas limitaciones resultaron erosionadas en la totalidad de Occidente. Se produjo una emancipación absoluta de la herencia moral de los siglos cristianos con sus grandes reservas de misericordia y sacrificio. Los sistemas estatales se volvieron aun más materialistas. Finalmente, Occidente conquistó los derechos humanos, incluso en exceso, pero el sentido de responsabilidad del ser humano ante Dios y ante la sociedad se ha vuelto cada vez más débil. Durante las últimas décadas, el egoísmo legalista de la cosmovisión occidental ha llegado asu apogeo y el mundo se encuentra en una aguda crisis espiritual y en una transición política. Todos los celebrados logros tecnológicos del progreso, incluyendo la conquista del espacio exterior, no alcanzan para redimir la pobreza moral del Siglo XX, una pobreza que nadie hubiera imaginado incluso todavía hacia fines del Siglo XIX.

Un parentesco inesperado
En la medida en que el humanismo en su desarrollo se fue volviendo más y más materialista, progresivamente permitió conceptos que resultaron utilizados por el socialismo primero y por el comunismo después. De este modo, Carlos Marx pudo decir, en 1844, que el “comunismo es humanismo naturalizado”.Esta afirmación no es enteramente irracional. Uno puede detectar las mismas piedras fundamentales de un humanismo erosionado en cualquier tipo de socialismo: materialismo ilimitado; liberación de la religión y de la responsabilidad religiosa (algo que en los regímenes comunistas llega al estadio de la dictadura antirreligiosa); concentración de las estructuras sociales bajo un criterio supuestamente científico. (Esto último es típico tanto de la Ilustración como del marxismo). No es ninguna casualidad que las grandes promesas retóricas del comunismo giren alrededor del Hombre (con “H” mayúscula) y su felicidad terrenal. A primera vista parece un feo paralelismo: ¿Tendencias comunes en el pensamiento y en el estilo de vida del Occidente y del Este actuales? Pero ésa es la lógica del desarrollo materialista.
Más aún, la interrelación es tal que la corriente materialista que está más hacia la izquierda, siendo que de este modo es la más consistente, siempre demuestra ser la más fuerte, la más atractiva y victoriosa. El humanismo ha perdido su herencia cristiana y no puede prevalecer en esta competencia. De esta forma, durante los siglos pasados, y especialmente durante las décadas recientes, a medida en que el proceso se fue volviendo más agudo, el alineamiento de las fuerzas fue como sigue: el liberalismo resultó inevitablemente desplazado por el extremismo; el extremismo tuvo que rendirse ante el socialismo y el socialismo no pudo resistirse al comunismo.
El régimen comunista en el Este ha podido perdurar y crecer gracias al entusiasta apoyo de un enorme número de intelectuales occidentales quienes (¡sintiendo el parentesco!) se negaron a ver los crímenes de los comunistas y, cuando ya no pudieron seguir negándolos, intentaron justificarlos. El problema persiste: en nuestros Estados del Este el comunismo ha sufrido una derrota ideológica total; su prestigio es cero y aun menos que cero. Y a pesar de eso los intelectuales occidentales todavía lo miran con considerable interés y afinidad, siendo que es precisamente esto lo que le hace tan inmensamente difícil a Occidente el resistirse ante el Este.

Antes del cambio
No voy a examinar el caso de un desastre producido por una guerra mundial y los cambios que produciría en la sociedad. Mientras nos despertemos todas las mañanas bajo un pacífico sol, tendremos que llevar una vida cotidiana. Pero hay un desastre que ya está muy entre nosotros. Estoy refiriéndome a la calamidad de una conciencia desespiritualizada y de un humanismo irreligioso.Este criterio ha hecho del hombre la medida de todas las cosas que existen sobre la tierra; ese mismo ser humano imperfecto que nunca está libre de jactancia, egoísmo, envidia, vanidad y toda una docena de otros defectos. Estamos ahora pagando por los errores que no fueron apropiadamente evaluados al inicio de la jornada. Por el camino del Renacimiento hasta nuestros días hemos enriquecido nuestra experiencia pero hemos perdido el concepto de una Entidad Suprema Completa que solía limitar nuestras pasiones y nuestra irresponsabilidad. Hemos puesto demasiadas esperanzas en la política y en las reformas sociales, sólo para descubrir que terminamos despojados de nuestra posesión más preciada: nuestra vida espiritual, que está siendo pisoteada por la jauría partidaria en el Este y por la jauría comercial en Occidente. Esta es la esencia de la crisis: la escisión del mundo es menos aterradora que la similitud de la enfermedad que ataca a sus miembros principales.
Si, como pretende el humanismo, el ser humano naciese solamente para ser feliz, no nacería para morir. Desde el momento en que su cuerpo está condenado a muerte, su misión sobre la tierra evidentemente debe ser más espiritual y no sólo disfrutar incontrolablemente de la vida diaria; no la búsqueda de las mejores formas de obtener bienes materiales y su despreocupado consumo. Tiene que ser el cumplimiento de un serio y permanente deber, de modo tal que el paso de uno por la vida se convierta, por sobre todo, en una experiencia de crecimiento moral. Para dejar la vida siendo un ser humano mejor que el que entró en ella.
Es imperativo reconsiderar la escala de los valores humanos usuales; su presente tergiversación es pasmosa. No es posible que la evaluación del desempeño de un Presidente se reduzca a la cuestión de cuanta plata uno gana o a la disponibilidad de gasolina. Solamente alimentando voluntariamente en nosotros mismos un autocontrol sereno y libremente aceptado puede la humanidad erguirse por sobre la tendencia mundial al materialismo.Hoy sería retrógrado aferrarnos a las petrificadas fórmulas de la Ilustración. Un dogmatismo social de esa especie nos deja inermes frente a los desafíos de nuestros tiempos.
Aún si nos libramos de la destrucción por la guerra, la vida tendrá que cambiar bajo pena de perecer por si misma. No podemos evitar una reevaluación de las definiciones fundamentales de la vida y de la sociedad. ¿Es cierto que el ser humano está por encima de todas las cosas? ¿No hay un Espíritu Superior por encima de él? ¿Está bien que la vida de una persona y las actividades de una sociedad estén guiadas sobre todo por una expansión material? ¿Es permisible promover esa expansión a costa de la integridad de nuestra vida espiritual?Si el mundo no se ha acercado a su fin, al menos ha arribado a una importante divisoria de aguas en la Historia, igual en importancia al paso de la Edad Media al Renacimiento. Demandará de nosotros un fuego espiritual. Tendremos que alzarnos a la altura de una nueva visión, un nuevo nivel de vida, dónde nuestra naturaleza física no será anatematizada como en la Edad Media, pero, más centralmente aún, nuestro ser espiritual no será pisoteado como en la Edad Moderna.La ascensión es similar a un escalamiento hacia la próxima etapa antropológica. Nadie, en todo el mundo, tiene más salida que hacia un solo lado: hacia arriba».
Notas
[1] La Old Square en Moscú (Staraya Ploshchad) es la plaza donde reside el cuartel general del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética (CPSU); este es el verdadero nombre de lo que en Occidente es conocido como “El Kremlin.»

Discursos de Aleksandr Solzhenitsyn