Discurso pronunciado al ingresar en la Real Academia Española de la Lengua el 16 de junio de 1996

Destierro y destiempo de Max Aub

«Sres. Académicos:

Dado que mi primera intervención en esta Academia va a versar sobre el autor de un discurso académico imaginario, no me parece impropio atestiguar mis sentimientos de gratitud hacia esta institución que hoy me acoge citando palabras del discurso de ingreso de un académico que sí fue elegido, pero que no llegó a tomar posesión, por culpa de una suma de infortunios y azares que tienen mucho que ver con los episodios más tristes de la historia contemporánea de España. En las primeras líneas de un borrador que nunca fue definitivo, don Antonio Machado declara: «Tengo muy alta idea de la Academia española por lo que ha sido, por lo que es y por lo que puede ser. Me habéis honrado mucho, demasiado, al elegirme académico, y los honores desmedidos perturban siempre el equilibrio psíquico de todo hombre medianamente reflexivo». Antonio Machado, que se pasó tantos años postergando la conclusión de su discurso de ingreso en la Academia, causó baja en ella y en la vida el 22 de febrero de 1939. En 1956, Max Aub, en su exilio de México, imaginó con menos sarcasmo que melancolía la ceremonia de su toma de posesión como académico, redactando un discurso que se titulaba «El teatro español sacado a la luz de las tinieblas de nuestro tiempo», y al que habría respondido otro académico tan imaginario como él, su amigo Juan Chabás, quien además en la fecha supuesta del discurso ya había muerto. En la Academia en la que Max Aub imaginó que ingresaba en diciembre de 1956 faltaba Antonio Machado, que no habría muerto en el invierno atroz de 1939, sino mucho después, serena y dignamente, en un futuro falso, pero muy razonable, tal vez a principios de los años cincuenta, después de haber sido director del Teatro Nacional. Un discurso no terminado nunca se corresponde con otro concluido, pero sólo en la imaginación. En la academia de Max Aub se sientan escritores que pertenecían de verdad a ella y otros que pudieron ser académicos pero no lo fueron, y también otros que tardarían muchos años aún en ingresar, con lo cual la ficción casi se convierte en profecía. Miguel Delibes, que es académico desde 1973, lo era ya para Aub desde 1954. En la España de 1952 pocas cosas había tan imposibles como que Francisco Ayala ocupara un sillón académico. Pero el que le asignó Aub acabaría siendo suyo en 1983, de modo que lo que parecía invención arbitraria resultó ser una verdad antes de tiempo.

El tiempo, que según Chaplin es el mejor autor, porque encuentra siempre el final adecuado, vuelve verdaderos algunos vaticinios e iguala en la muerte al académico que no llegó a tomar posesión y al que nunca fue elegido, y sus dos discursos, el no concluido y el imaginario, han sido igualados en la literatura: desde ella nos hablan las voces de Max Aub y de Antonio Machado, y también en ella, en la gran fraternidad de las palabras escritas, se unen por derecho propio a la corporación fantástica de los escritores del pasado que siguen contando en el presente y lo influyen y lo modifican con el influjo secreto y poderoso de sus palabras.

La etiqueta exige que todo nuevo académico comience su discurso haciendo el elogio del que lo precedió en el sillón que desde ahora él ocupará, pero como en mi caso el sillón «u minúscula» es de nueva creación, tal vez eso me permite la libertad de sentirme vinculado y agradecido no ai académico cuyo lugar yo voy a ocupar ahora, sino a todos aquellos que me han servido de ejemplo con sus personas y sus obras. La literatura, entre otras cosas, es la posibilidad de un diálogo maravilloso no sólo entre las generaciones, sino también entre los vivos y los muertos y entre los saberes y las artes, una alianza y una legión extranjera de desconocidos, como la llamó la novelista argentina Vlady Kociancick. Para mí, aparte del honor que se me ha hecho en elegirme, lo que significa pertenecer a esta Academia es tener el privilegio inmerecido de encontrarme en uno de los lugares donde más intensa y más fértil es la posibilidad de ese diálogo. Después de mi elección se me preguntó muchas veces qué pensaba yo que podía aportar a la Academia, y se conjeturó que la circunstancia casual de mi edad podría tener un efecto renovador o benéfico sobre la institución: pero a mí lo que me ilusionaba y lo que me ilusiona no es lo que yo puedo traer aquí, pues no tengo nada más que ías páginas que he escrito, sino todas las cosas que puedo aprender de las personas que hoy me reciben, y a las que aún me parece una presunción llamar mis compañeros.

Esta Real Academia es una institución a la que muchas personas «aman odiar» con inusitado ímpetu, y cada cierto tiempo parece de rigor que la sociedad literaria española se agite con un conato de polémica o de tormenta en torno a ella. Bien es verdad que en España las tormentas intelectuales suelen ser tormentas en un vaso de agua, pero algunas veces, cuando tienen que ver con la Academia, cobran un aire vehemente de cismas, y no faltan en ellas casi nunca amenazas cruzadas de excomunión. Cada vez que alguien es elegido académico, y sobre todo cada vez que alguien no es elegido, se alzan voces que enumeran los nombres de los grandes escritores que no llegaron a la Academia, y se concluye que la Academia es una institución lamentable, ajena al tiempo presente, anclada en polvorientas tradiciones, perfectamente inútil. Al ver tanta vehemencia, al escuchar los exabruptos de quien tal vez unos días antes se deshacía en elogios de los académicos cuyo voto esperaba y cortejaba, uno se pregunta cómo es que esas personas que resultan tener en tan poco a la Academia se desvivieron tanto por ingresar en ella, y cómo una institución tan anticuada y tan fuera del mundo despierta tales pasiones y agresividades.

Un escritor no se vuelve mejor al ser elegido académico, pero tampoco creo que se vuelva peor. El éxito público es mucho más dulce que el fracaso, pero ninguno de los dos resulta muy de fiar. El único galardón indudable en literatura es la maestría, y ésta, cuando se alcanza, a veces sucede sin testigos, o es advertida tan tarde que al escritor le llega el reconocimiento cuando ya nada le importa o cuando está muerto. La vara de medir en virtud de la cual Jacinto Benavente o Blasco Ibáñez eran escritores de éxito convertía a don Ramón del Valle-Inclán en un fracasado. Ni Stendhal ni Cervantes supieron nunca que la posteridad iba a calificarlos de maestros absolutos de la literatura.

Una institución de vida tan larga como la Academia no puede modificar retrospectivamente su pasado, así que igual que cuenta siempre con el patrimonio de sus méritos y de sus aciertos también deja una constancia indeleble de sus equivocaciones, que provienen en muchos casos de la dificultad que padecemos todos de percibir y comprender con plenitud lo que está ocurriendo en nuestro presente. A diferencia de los individuos particulares y de los políticos nacionalistas, la Academia no puede modificar el pasado según su capricho o reinventarlo de acuerdo a las expectativas inmediatas de la actualidad. Pero el tiempo de la literatura es mucho más largo que el de las vidas y las experiencias individuales, de modo que hay veces en las que un juicio equivocado se produce no por una falta de criterio, sino de simple óptica, porque la mirada de cada uno es mucho más prisionera de sus circunstancias personales e históricas de lo que nos gusta reconocer. Escuchando El amor brujo siempre extraña el contraste entre la novedad y la audacia de la música de Falla y el folclorismo de los versos de Martínez Sierra, o de María de Lejárraga, tal vez. ¿No nos parece increíble, desde nuestra perspectiva de hoy, que un escritor tan moderno como Valle-Inclán apreciara tanto una pintura can anacrónica en su propio tiempo como la de Romero de Torres?

A Valle-Inclán, por cierto, no le quita nada de su gloria el no haber sido académico, y a don Benito Pérez Galdós no le agregó nada a sus méritos, pero yo, que he aprendido de los dos con el mismo entusiasmo, me siento hoy más honrado porque entre mis predecesores en esta corporación esté el insigne don Benito, y con él otro de los escritores españoles que más merecen ser admirados y amados, don Pío Batoja, cuya sombra errante me gusta imaginar cuando paseo por este barrio espléndido de Madrid, cuando bajo hasta la cuesta de Moyano o camino por el Retiro, donde por cierto le erigieron a don Pío una estatua ignominiosa, indigna no sólo de tan gran novelista, sino de la población de estatuas de escritores y sabios que hay dispersas por aquellas arboledas.

Pero al menos don Pío tiene una estatua, y sus novelas son fácilmente accesibles para el lector común. De Max Aub, el escritor español cuyo discurso académico falso inspira el mío, no sólo no hay estatuas, que yo sepa, sino que además es muy difícil encontrar en nuestras librerías la mayor parte de sus obras. El, que inventó a tantos personajes que parecían reales, y que tantas veces invistió a las personas reales de la dignidad fantástica de la literatura, parece ahora en gran parte la invención de un novelista, porque su figura ha sido modelada sobre todo por la lejanía y el desconocimiento. Veinticuatro años después de la muerte en México de Max Aub, y cuarenta años justos después de su ingreso imaginario en la Academia Española, alguien que nació justo entonces invoca su figura y su obra en este mismo estrado que él nunca llegó a pisar, pero desde el que le habría correspondido dirigirse a ustedes con más justicia que a mí. Sin duda la literatura es un juego de voces que quiebran la lógica del tiempo: la de aquel desterrado a quien yo nunca vi y que estaba muerto cuando empecé a leer sus libros me acompaña y me guía ahora, y a mi voz se superpone el eco nunca escuchado de la suya.

Lo que él soñó me ocurre a mí. En cada uno de nosotros hay siempre un involuntario usurpador. Usurpamos el lugar de quienes nos precedieron en la vida, de quienes podrían haber obtenido con más mérito lo que el azar reservó para nosotros. Pero quizás mi usurpación será justificada en parte si la aprovecho hoy para recordar y vindicar la literatura de aquel novelista español que sentía haberse quedado, por culpa de la derrota y del exilio, sin patria y sin lectores. ¿Existe de verdad un ciudadano sin país, un escritor desconocido por su público? En La gallina ciega, el diario de su visita arisca y desengañada a la España de 1969, Max Aub constara con amargura que casi nadie aquí ha leído sus libros, y eso le hace sentirse irreal e invisible, no mucho más hipotético que el personaje de una novela. El destierro, ha señalado Claudio Guillén, es también y sobre todo un destiempo, un desfase que significa el peor de los castigos: «La expulsión del presente; y por lo tanto del futuro —lingüístico, cultural, político— del país de origen».

La sensación maxaubiana de irrealidad parcial que yo tengo ahora mismo se me acentúa por el hecho de que jamás se me ocurrió pensar que recibiría una distinción tan alejada de mis expectativas. No por nada, sino porque el oficio de la literatura me es tan querido que el simple hecho de dedicarme a ella, de publicar libros y tener lectores, ya me parece una recompensa, siempre inesperada y siempre bienvenida, a la que no acabo de acostumbrarme, y que nunca deja de despertar mi gratitud ni mi asombro. Hay personas que parecen haber nacido para tenerlo todo y que están siempre pidiendo cuentas y exigiéndole al mundo el pago de las deudas que tiene contraídas con ellos. Yo pertenezco al grupo contrario, y tiendo a sentirme siempre en deuda, lo mismo con la literatura que con mis lectores. Yo ya no creo, como Borges, que se nazca aristotélico o platónico. Al cabo de los años he ido dándome cuenta de que se nace acreedor o deudor. Hay personas que no teniendo casi nada sufren la afrenta de que se les eche en cara lo poco que poseen, y en las que parece cumplirse la atroz máxima de la Biblia: «A quien tiene le será añadido, a quien no tiene le será negado». Hay otras personas, en cambio, avasalladoras, temibles, que lo han recibido a manos llenas todo y siguen exigiendo más aún con una avidez devoradora, siempre agraviadas, siempre ofendidas, siempre reclamando un grado más de admiración, de reconocimiento, de dinero o poder. Nietzsche, que tanto habló del resentimiento de los débiles, no se ocupó sin embargo del resentimiento terrible de los más poderosos, de la apetencia insaciable de quien lo tiene todo por tener más aún. A los niños de antes lo primero que nos enseñaban nuestros mayores antes de una visita era a dar las gracias. Tal vez por eso, y aunque en estos tiempos parece que predomina la lógica de los acreedores, la extorsión pública y privada del ajuste de cuentas, yo me atrevo a vindicar aquí, dando las gracias a quienes me han elegido y me acogen hoy entre ellos, una cultura alternativa del agradecimiento.

Un ilustre novelista, miembro de esta Academia, Mario Vargas Llosa, habló hace años en uno de los libros suyos que me son más queridos de la literatura como pasión no correspondida. El se refería, para ser exactos, a su pasión personal e imposible por Emma Bovary, y también a la obsesiva dedicación ai trabajo literario de Gustave Flaubert, pero me parece que su trato con la literatura tiene tan poco de pasión no correspondida como el mío. Quien ha escrito La casa verde, La ciudad y los perros, La orgía perpetua mal podrá decir que la pasión que le llevó a inventar esos libros quedó sin recompensa. En cuanto a mí, es verdad que he dedicado una parte muy considerable del tiempo y de las energías de mi vida a las tareas literarias, es decir, a escribir y a leer, incluso a inventarme irresponsablemente cosas, pero esa dedicación, más que a vanidad, o que a orgullo, me mueve a agradecimiento. No cabe envanecerse ni condecorarse con un trabajo que uno ha hecho por gusto, con una afición a la que debe desde la infancia tantas horas de dicha; nadie que esté habituado a la lectura de los mejores maestros puede albergar otro sentimiento que no sea el de la emulación y la humildad; y la mayor parte de los bienes que nos concede la literatura son tan íntimos, tan secretos, tan irreductiblemente personales, que no necesitan de la luz pública para acrecentarse. Aunque yo no hubiera escrito nunca una línea, aún tendría que agradecer la inmensidad de las cosas que me ha dado la lectura. Incluso sin reconocimiento y sin lectores, seguiría teniendo dentro de mí la espléndida y modesta potestad de inventar cosas y de escribirlas. Como esos ensayistas anglosajones que ponen al principio de sus libros la lista exhaustiva de sus agradecimientos, yo podría redactar este discurso enumerando los nombres de quienes me hicieron lo que soy. Muchos son novelistas, pero hay otros que no lo son, porque un libro de versos, un ensayo histórico o un libro de memorias nos pueden estremecer tanto como una novela; algunos de ellos son o fueron reales, pero otros nacieron de ia imaginación de sus inventores; los hay también músicos, y directores de cine, y pintores. Los hay eruditos en varios idiomas y también casi analfabetos, porque algunas de las personas de las que más he aprendido en mi vida apenas sabían leer y escribir. Algunos de ellos pertenecen o han pertenecido a esta Academia.

Pero no quiero correr el peligro de que se me malentienda, y más en estos tiempos en que ha arraigado tanto el prestigio de los malos modos y del ajuste de cuentas: agradecimiento no significa reverencia ni conformidad, del mismo modo que ingratitud no equivale a rebeldía. Agradecer es examinarse a uno mismo y ver cuánto de lo que somos y de lo que tenemos más valioso procede de otros o no habría llegado a existir sin ellos. En la vida personal, lo mismo que en la historia de las sociedades humanas, hay períodos de arrogancia en los que uno se afirma a sí mismo negando cualquier influencia exterior. «No leo para que no me influyan», decía antes el artista adolescente: ahora, como los modales de la adolescencia se han prolongado enigmáticamente hasta más de los treinta años, esa jactancia del no saber se ha convertido en un rasgo habitual de los comportamientos literarios aceptados. No es desde luego un hecho excepcional, al menos en la vida española: pocos episodios más vergonzosos en nuestra historia intelectual que el desprecio que le profesaron a Pérez Galdós en su vejez la mayor parte de los escritores de la generación siguiente a la suya, que, sin embargo, tenían con él una deuda inconmensurable. El Ruedo Ibérico, de Valle-Inclán, y un grupo numeroso de las novelas de Batoja son, en la práctica, refutaciones de los Episodios Nacionales, pero también son, y en la misma medida, consecuencia de ellos, igual que una parte del mundo narrativo de Max Aub.

Hay una gratitud involuntaria, del mismo modo que hay un rechazo fértil, vital, imprescindible, y entre ambos polos se mueve siempre el trabajo personal del escritor. La única actitud que me parece por completo estéril es el desdén, que es, curiosamente, una de las posiciones intelectuales más cultivadas en España en las últimas décadas. Desde que tengo uso de razón, o desde que empecé a familiarizarme con la información cultural de los periódicos, he venido observando el prestigio del desdén, y lo he visto aplicado a casi todo, o más exactamente a casi todo lo mejor, porque lo peor suele tener la protección de la moda. Prácticamente nada de lo que a mí más me gusta de la cultura española ha quedado a salvo del desdén de los entendidos, que no son muchos, por fortuna, pero que parecen muchos más por las posiciones estratégicas que ocupan en la sociedad literaria. Digamos, incluso, que para llegar a algo ha sido y tal vez siga siendo imprescindible una bien calculada afectación de desdén, un graduarse en la ignorancia de lo más valioso. La cultura española más cosméticamente cosmopolita de las últimas décadas se ha construido sobre el desdén hacia Gaidós, hacia Baroja, hacia Antonio Machado, hacia Miguel Delibes. Yo debo confesar que empecé a leer a Gaidós por reacción contra la saña de un escritor que se pasaba la vida denigrándolo obsesivamente en cada uno de sus libros y de sus artículos. Se ha fomentado en nuestro país un señoritismo intelectual del que tienen mucha culpa los responsables de la crítica y de la información cultural, y cuyos efectos negativos son dos: por una parte, la aceptación entusiasta e incondicional de la ignorancia, convertida en una prueba de originalidad; por otra, la pérdida de una capacidad sólida de juicio y discernimiento, que hace que todo esté sujeto a los vaivenes y a las tonterías de la moda, y que sea muy difícil pararse a distinguir las voces verdaderas de los ecos cjue multiplica interesada y frívolamente la maquinaria de fabricación de la actualidad. Eso permite que pasen por nuevos y originales escritores que son epígonos de epígonos, y que se haga el silencio hacia obras valiosas de las que se escriben ahora mismo y se pierda en el desconocimiento una gran parte de la tradición literaria española. Más de un siglo después de ser formulado, el dictamen de Nietzsche es más cierto que nunca; «Reina en todas partes una originalidad basada en el olvido».

Olvido es ingratitud, conformidad fácilmente maquillada de irreverencia. Agradecimiento es memoria y diálogo, y, por lo tanto, también disputa y refutación. El valor de nuestra rebeldía depende en gran parte de la talla de los modelos contra los que la ejecutamos. Jacob estuvo peleando toda la noche contra el Ángel en la oscuridad, y al amanecer no supo si lo había vencido o había sido derrotado por él. La historia de la literatura y del arte en este siglo es, en sus mejores episodios, una lucha semejante, y en ella siempre se baten las fuerzas casi iguales del conocimiento de la tradición y del impulso de renovarla, no por esnobismo, sino por la simple necesidad expresiva de dar cuenta del tiempo en que uno vive. Tradición y vanguardia no son posiciones adversas: precisamente una de las lecciones que pueden aprenderse de la obra de Max Aub es su doble búsqueda de lo mejor del pasado y de lo más valioso y más útil del presente. Sin duda, por su origen familiar y su formación, era el intelectual español de su tiempo que se encontraba mejor situado para conocer de primera mano las vanguardias europeas. Pero, simultáneamente, es también el más cercano a lo castizo, a la vida y al habla popular, y en su obra la huella del cine y de las audacias estéticas de la modernidad es tan evidente como la de Valle-Inclán, Baroja, Gaidós y Arniches.

Dice Harold Bloom que el escritor progresa leyendo infielmente a sus maestros. Uno lee por gusto, pero también buscando, de manera intuitiva, muchas veces, instrumentos que le permitan contar su versión del mundo. Alguna vez yo he llamado a ese doble movimiento una dialéctica entre la tradición y la traición. Para llegar a ser quien uno es le son tan imprescindibles las lealtades como las traiciones, que muchas veces confluyen en una misma dirección. En mi caso, el rechazo juvenil de una parte de las cosas que me habían enseñado en la escuela y que se respiraban en el aire coincide con una búsqueda de lealtades en las que sostener mi propio aprendizaje, y en ese punto es donde el azar me permite descubrir a uno de los escritores que han formado parte durante mi vida adulta de mi tradición personal.

En la literatura, a diferencia de en la vida, no hay pasados obligatorios. Contra el pasado que fabricaba la cultura franquista uno quería elegir otro, y lo buscaba a tientas, y elegía por casualidad y por instinto nombres proscritos en los que reconocerse. Uno busca maestros, pero también busca héroes, héroes civiles e íntimos de la palabra escrita, que lo enaltecen y lo acompañan, que le ofrecen coraje en la rebelión y consuelo en la melancolía. Yo tuve la buena suerte de encontrarme enseguida con Max Aub.

Al mismo tiempo que un autor, Max Aub empezó siendo para mí una leyenda a la vez literaria y política: la del escritor republicano exiliado. Recuerdo el hallazgo de algunas de sus obras teatrales, en los tiempos en que yo pensaba que el teatro iba a ser mi romántica dedicación como escritor. En esa edad, una novela, una pieza teatral o un libro de poemas pueden arrasarnos como un mal amor; a mí la lectura de Morir por cerrar los ojos me daba a los diecisiete años una noción abrumadora de los apocalipsis de este siglo, y añadía a la cruda percepción de la angustia para la que tan dotado está uno a esa edad una conciencia muy precisa del devenir histórico en el que se inscriben los azares de las vidas humanas. Posteriormente, al mismo tiempo que el teatro como tarea literaria dejaba de interesarme, justo cuando me apasionaba el descubrimiento de las posibilidades expresivas de la novela, fue cuando encontré Jusep Torres Campalans, esa biografía falsa de un pintor cubista olvidado que es sin duda la más sólida y la más desvergonzada de las muchas bromas literarias de Aub. De aquella novela, y de un relato de otro de los grandes maestros en las sutilezas de la apariencia de las cosas, Henry James, nació sin duda la idea de la primera novela que llegué a escribir, que trata de un escritor olvidado de la generación del 27, un novelista republicano y vanguardista que había nacido justo el mismo año que Max Aub y que más de una vez se habría encontrado con él en los cafés y en las redacciones de los periódicos, pero que a diferencia de él no quiso o no pudo marcharse al exilio.

Recuerdo las fotos trucadas en las que Torres Campalans aparece conversando con Picasso, que a mí me dieron la idea para inventar una foto en la que mi novelista ficticio está retratado junto a Manuel Altolaguirre y Rafael Alberti en la redacción de la revista El mono azul. Después, para mi sorpresa, he sabido que algún erudito despistado llegó a buscar esa foto imposible en los volúmenes de las hemerotecas.

Jusep Torres Campalans no era una persona real, pero tampoco era un personaje puramente literario, aunque fuese una criatura de ficción: deambulaba entre un reino y el otro, aparecía en una foto en blanco y negro, conversaba con Max Aub, había pintado cuadros idénticos a ios cuadros de los pintores verdaderos. Su nombre incluso llegó a quedar registrado en alguna enciclopedia, en la nómina de los héroes menores del arte moderno. Posteriormente, cumplida la simulación, consumado el engaño, Max Aub restableció las líneas fronterizas entre la realidad y la literatura, pero ya era demasiado tarde, porque aquella magnífica mentira había puesto en evidencia la fragilidad de los saberes sobre el mundo real y también la insidiosa virtud que a veces tienen las criaturas de la imaginación de abandonar el espacio abstracto de los libros para surgir delante de nosotros en las tres dimensiones del mismo mundo que habitamos. En el fondo, ni el escritor ni el lector se conforman con la condición imaginaria de los personajes y de los hechos de los libros: quisiéramos siempre despertar y que sobre nuestra mesa de noche estuviera la flor que trajo del porvenir el Viajero del Tiempo, la prueba tangible de la verdad de su aventura. Como a Mario Vargas Llosa en su juventud de lector pasional, no nos basta con que Emma Bovary sea un personaje espléndido de una novela, querríamos hacerla nuestra amante.

A los veinte años, esa clase de invenciones lo deslumbran a uno por su pura cualidad de juego, y porque es el momento de creer en la primacía de lo literario sobre lo real, y en las potestades de la literatura para colonizar espacios en la vida. Sólo más tarde empieza uno a preguntarse seriamente el por qué de ciertas decisiones estéticas, o su sentido más profundo, el que se esconde detrás del juego literario legítimo y le concede su verdadera legitimidad. ¿Por qué Aub, en Jusep Torres Campalans, en vez de escribir abiertamente una novela, fingió escribir un ensayo de historia del arte, o un libro reportaje del mismo orden del que dejaría inacabado sobre su amigo Luis Buñuel? Se diría que ese tipo de escritura es parecida a esa pintura mural del barroco que simula puertas, composiciones arquitectónicas, incluso personajes reales que al aproximarnos a ellos revelan su condición de fantasmas bidimensionales. Porque además, Aub no se conforma con usar las palabras en beneficio de su impostura. Ya he hablado de las fotos en las que aparece Jusep Torres Campalans, y de los cuadros que se colgaron en las paredes de una galería mexicana de arte. En el caso del discurso de su ingreso apócrifo en la academia, Max Aub no se limitó a escribirlo: lo hizo imprimir y editar con una tipografía y un tipo de encuadernación y de papel que se parecen mucho a los de las ediciones de esta Academia, con un pie de imprenta falso, pero no inverosímil. El ejemplar que yo poseo lo encontró un amigo mío en un puesto de libros de segunda mano, en una calle de Ciudad de México: quien no conociera la impostura, quien comprara por simple curiosidad ese folleto, sin saber mucho de la historia contemporánea de España, podría leerlo sin caer en la cuenta de su falsedad. Y durante unas horas o tan sólo unos minutos ia suplantación sería completa, y un paréntesis de pasado imaginario se abriría en el tiempo de la realidad, idéntico al que se abre durante unos segundos cuando queremos empujar una puerta que fue pintada en un muro, o cuando en las iglesias antiguas veíamos en la penumbra a un monaguillo pálido y sólo al acercarnos comprobábamos con cierto escalofrío que estaba hecho de escayola.

En el blanco y negro de los documentales antiguos Woody Alien incluye la trampa de su héroe Zelig, que se mueve entre los figurones de la actualidad con un apocamiento de fantasma, con una verdad de desamparo humano que acaba siendo menos ficticia que las vidas impostoras de los personajes públicos. Borges imaginó un volumen apócrifo de la Enciclopedia Británica dedicado al estudio de un mundo llamado Tlon, exhaustivo en todos sus detalles, en sus mapas, en su arqueología, en su historia eclesiástica, en su flora y su fauna, en su mineralogía. En apariencia, ese tomo era igual que los otros, pero había sido perpetrado por una secta de falsificadores, y su misma presencia junto a los demás ya los contaminaba de sus invenciones fantásticas: si yo pongo mi ejemplar del discurso de Aub junto a los otros discursos académicos que tengo entre mis libros, enseguida se confunde con ellos, con la eficacia de un buen impostor, y pareciéndose tanto entre sí, no todo el mundo distinguirá a primera vista el discurso falso entre los verdaderos, y mientras dure el engaño será real aquella sesión académica de 1956 en la que fue leído. El folleto de Aub es el Zelig de los discursos académicos.

Se trata de un juego al que no cuesta nada atribuirle una coartada de legitimidad postmoderna: ¿no da igual una cosa real que un simulacro, no es lo rnismo la historia que la ficción? Si es así, si todo historiador construye un edifìcio de palabras en el que la coherencia interna importa más que la relación con lo real, y si además no es posible un conocimiento fehaciente de las cosas, ¿qué diferencia hay entre Jusep Torres Campalans y Picasso, entre los discursos académicos reales y el que falsificó en 1956 Max Aub, incluso entre el propio Aub y el novelista Jacinto Solana, inventado por mí? ¿Nos importa mucho, leyendo el Quijote, que Roque Guinart y Ginés de Pasamonte, a diferencia de Sancho Panza y de su lunático señor, hayan existido alguna vez de verdad?

Pero me parece que la intención y el efecto de las invenciones de Aub es justo lo contrario del juego postmoderno: la ideología tóxica y halagadora de la postmodernidad quiere convencernos de que no hay nada que no sea dudoso y trivial, lo cual nos concede en el fondo la posibilidad de no sentirnos nunca afectados por las cosas, responsables del mundo; si todo es un espectáculo más o menos virtual, asquearse por una de las matanzas que aparecen puntualmente en los telediarios es tan pueril, o tan anticuado, como no venerar los simulacros pornográficos de violencia y sadismo en que viene especializándose el cine norteamericano más celebrado por nuestras clases cultas. Lo que hace Aub, usando lo imaginario, es justo explicarnos el negativo o la sombra de lo real, mostrarnos su parte de azar, de mentira, de artificio. Dice Cervantes, aunque eso sí, por boca dei trapacero Sansón Carrasco, que el historiador escribe las cosas tal como fueron, y que el poeta las cuenta y las canta como pudieron o debieron ser. Al mezclar siempre, sistemáticamente, historia y ficción, personajes inventados con personas reales, Max Aub nos permite percibir lo histórico en los términos de una experiencia personal, y nos enseña que la historia, que sólo sucedió de una manera ya cerrada, pudo suceder de otro modo, contuvo posibilidades luego abolidas, hechos que estuvieron a punto de ocurrir, que pudieron o debieron haber sido reales. Con frecuencia el estudio de la historia nos lleva a la creencia implícita en el fatalismo, una de cuyas variantes fue la idea marxista de que los acontecimientos históricos obedecen a leyes tan inflexibles como las que rigen el mundo físico. Si algo ocurrió, es que tenía por fuerza que ocurrir, así que lo ocurrido se vuelve automáticamente legítimo.

Sin duda se trata de una creencia tan consoladora y tan narcotizadora como la ¡dea de la predestinación. Pero Max Aub tenía un espíritu demasiado disconforme como para someterse a ella. La guerra civil no tenía por qué haber estallado. Max Aub, que dedicó tantas energías de su voluntad, de su inteligencia y de su memoria a comprender lo que había sucedido en la guerra, no acataba su fatalidad hasta el punto de no vislumbrar las otras posibilidades mejores que no se cumplieron. Los seis volúmenes de El laberinto mágico, que vergonzosamente suelen ignorarse cuando se escribe la historia de la literatura española de postguerra, son un empeño narrativo cuya más próxima equivalencia sólo puedo encontrarla en la segunda o en la cuarta serie de los Episodios de Gaidós. Como don Benito, y sin duda siguiendo de cerca su ejemplo, Aub cuenta para comprender, se obstina en recordar para que la inteligencia y la memoria vuelvan inteligibles las desgracias del pasado español, y su indagación está llena de empuje épico y de melancolía, de una conciencia de pérdida y fracaso que Jaime Gil de Biedma resumió en poco más de dos versos: «De todas las historias de la historia/la más triste sin duda es la de España/porque termina mal». La historia de España vivida como experiencia personal y política por Max Aub termina, como su ciclo de novelas, en el espantoso callejón sin salida del puerto de Alicante, donde los últimos leales a la República se hacinan en multitudes desesperadas que aguardan la llegada de los barcos que los lleven al exilio y los salven así de la vocación exterminadora de sus compatriotas.

Pero Aub, tan consciente de los hechos de la historia como Gaidós, también sabe negarse al embuste del determinismo, revelando una actitud de disidencia hacia lo ocurrido que explicó mejor que nadie otro admirable y desterrado académico español, don Américo Castro: «La mejor historia de España en los últimos años está toda ella teñida, determinada, por una vieja tradición melancólica que en forma muy visible reaparece en los mayores historiadores del momento. A la contemplación de la historia se inyecta el deseo de que esa historia hubiese sido de modo algo distinto de como fue, no por capricho o sentimentalidad de esos sabios, sino porque la historia de España hace siglos que viene consistiendo —entre otras muchas cosas—, en un anhelo de desvivirse, de escapar a sí misma». Si leemos esa novela turbulenta y jovial que es La calle de Valverde, no sentimos que los acontecimientos que se relatan en ella o contra los que aparecen dibujados los personajes vayan a conducir obligatoriamente a un holocausto de crueldad y de sangre. La calle de Valverde está escrita en 1959, pero el estado de ánimo que respiran sus páginas es de una alegría en la que está borrada cualquier profecía retrospectiva de lo que iba a ocurrir diez años antes después de concluida la acción. Muchos escritores de ficción, igual que muchos historiadores, son especialistas en profetizar el pasado: así, hace años, estaba de moda decir, por ejemplo, que en los personajes de Chejov se adivinaba la sombra futura de la revolución bolchevique, o que cierto cuadro de Dalí es un vaticinio de la guerra española. Pero, como le oí yo asegurar a un experto militar durante la crisis del golfo, es muy difícil hacer predicciones, sobre todo con respecto al futuro. En La calle de Valverde, a diferencia de en las novelas históricas, el futuro de los personajes que viven en 1926 está tan sin escribir como el nuestro, y de ese modo el tiempo pasado adquiere el temblor y la incertidumbre del presente, es decir, de la vida real, de nuestra experiencia humana. En las páginas de esa novela, tan transidas de historia, no hay sin embargo ningún presagio embustero, ningún artificio de predestinación. Por eso tenemos al leerlas una sensación parecida a la de estar mirando fotografías de la vida diaria de aquella época: nosotros poseemos sobre aquellos desconocidos una información vital que ellos ignoran.

La guerra civil no era el porvenir obligatorio de los personajes de la calle de Valverde: simétricamente, en el falso discurso académico de Max Aub, la guerra civil no ha existido. El contrapunto entre la historia y la ficción se corresponde con la dialéctica de posibilidades y de imposibilidades, de necesidad y de azar de ia que están hechos por igual los acontecimientos públicos y las vidas íntimas de cada uno de nosotros. Por su formación intelectual y sus convicciones ideológicas Max Aub era en los años treinta uno entre la multitud espléndida de españoles que no consideraban que el futuro estuviese escrito según las normas del pasado. Como republicano y como socialista, Max Aub albergaba un entusiasmo de justicia y de racionalidad que era en sí mismo una rebelión contra el porvenir obligatorio en el que los poderes reaccionarios embalsamaban de antemano la vida y la política españolas. «No está el mañana —ni el ayer— escrito», dice Antonio Machado. Porque el mañana nunca está escrito los personajes de las novelas de Max Aub tienen esa presencia trémula de incertidumbre y verdad. Y porque tampoco estaban escritas las derrotas terribles de la vida civil española, quien ha sabido disentir del futuro también puede negarse a aceptar que las peores posibilidades de las cosas hubieran tenido obligatoriamente que cumplirse.

No es el sueño de un derrotado: es la persistencia en la dignidad de quien habiéndolo perdido todo no renuncia a la justicia o a la validez de su causa, ¿Y no es siempre la mejor literatura una vindicación de la palabra y del sueño, un disentir de las versiones obligatorias y unánimes de lo real? Vuelvo a Cervantes: las cosas como pudieron o debieron ser. Yo sospecho que en el fatalismo acerca del pasado se esconde siempre una conformidad idéntica sobre el presente y el porvenir. Conformarse con la desgracia o la sinrazón de ayer es un modo excelente de ir aceptando de antemano la desgracia y la sinrazón de mañana. Exiliado en México, Max Aub, tal vez para equilibrar instintivamente el agobio de las cosas que habían pasado, se complació en inventar las que pudieron o debieron pasar, del mismo modo que a Adolfo Bioy Casares le gusta especular sobre la existencia de mundos paralelos y simultáneos al nuestro en los que se van cumpliendo otros futuros.

En uno de esos mundos, la guerra civil española no ha tenido lugar, y un Max Aub de 53 años, director de los teatros nacionales, lee su discurso de ingreso en una Academia Española que por supuesto no lleva por delante el título de Real. Por razones políticas, desde luego, pero también literarias: la Academia de Max Aub no es Real, sino Irreal. En esa Irreal Academia Española, como en La calle de Valverde, en Jusep Torres Campalans y en las novelas populosas del Laberinto mágico, se mezclan los muertos y los vivos, y la verdad y la mentira se funden en una aleación que da el oro indudable de la literatura, de lo que pudo o debió ser y no alcanzó la existencia. Ei folleto del discurso falso, pero tangible, es una sola gota de ficción que provoca graduales modificaciones químicas en la realidad. Un solo día, el 12 de diciembre imaginario de 1956, cambia retrospectivamente los veinte años anteriores de la vida española. Algún detalle ya nos pone sobre aviso de la falsificación: el discurso, ya dije, está impreso a la manera de las publicaciones académicas, y lleva en su portada el escudo de la Academia, pero la corona de ese escudo, en la que un lector distraído no se habría fijado, no tiene las puntas heráldicas de una corona real, sino un perfil como de almenas que a muy pocas personas les resultará familiar ahora, porque es la corona mural de la II República. Según avanza la lectura, los efectos de esa gota de ficción se van haciendo mucho más visibles, y no hay cosa que no sea modificada y desmentida, no sólo la literatura española, sino nuestra historia entera, que por una vez no es la más triste de todas las historias.

Cronista amargo y minucioso de las cosas que en realidad habían ocurrido, Aub se toma la revancha contando las que merecieron ocurrir: en 1956, el jefe del Estado español no es el general Franco, sino don Fernando de los Ríos, sucesor de don Manuel Azaña en la presidencia de la República que acaba de cumplir veinticinco años; según la relación de académicos que viene al final del discurso, Federico García Lorca no fue asesinado en Granada en el verano de 1936: ahora, a los cincuenta y ocho años, académico desde 1942, escucha las palabras de Max Aub, sentado cerca de Miguel Hernández, que no murió de tuberculosis y de desolación en una cárcel dos años después del final de la guerra, porque no hubo ninguna guerra, y por lo tanto ni Jorge Guillén, ni Pedro Salinas ni Rafael Alberti ni Luis Cernuda tuvieron que marcharse al exilio, y él, Aub, mira sus caras atentas y serenas cuando levanta los ojos de las cuartillas que está leyendo en el mismo lugar donde yo leo hoy las mías, casi cuarenta años después de aquella fecha que no está en los calendarios: ve a los que en 1956 ya estaban muertos y a los que nunca volverían a España, pero como no hubo guerra y por lo tanto tampoco vencedores ni vencidos, cerca de Américo Castro está sentado José María Pemán, y Ramón J. Sender y Blas de Otero comparten su condición de académicos con Ernesto Giménez Caballero y con Pedro Sáinz Rodríguez. La fisura tremenda entre los que se fueron y los que se quedaron, la tierra de nadie del desconocimiento y el olvido, no han llegado a existir: Dámaso Alonso puede encontrarse habitualmente en la Academia con sus mejores amigos de la juventud, que no han tenido que marcharse a países lejanos; Miguel Delibes y Camilo José Cela conversan con los maestros de más edad, con Emilio Prados, con el sabio Moreno Villa, con el propio Max Aub, que tal vez ha entrado en la Academia más en su condición de director del Teatro Nacional que de novelista, pues, si no hubo guerra, si no tuvo que irse al exilio, si no sintió la necesidad rabiosa de contar lo que había vivido, ¿qué novelas había escrito este Max Aub en lugar del Laberinto mágico? ¿No había dicho él que fue el general Franco quien lo convirtió de verdad en novelista?

Escribir y recordar son actos de pura rebelión contra el tiempo: «Hubo un tajo y todo volvió a crecer, se curaron las heridas, lo destrozado se volvió a levantar, ni ruinas quedaron. La gente se acostumbró a no tener ideas acerca del pasado». Hace poco, en una revista norteamericana, supe la historia de un experto en informática y contabilidad que al jubilarse dedicó su vida a establecer el censo de todos los personajes que aparecen en las novelas de Charles Dickens, y que resultan ser en total trece mil cuatrocientos sesenta y ocho. A mí me gustaría que otro jubilado español, también experto apasionado en literatura y en ordenadores, hiciera la relación completa de los personajes de Max Aub, los inventados y los reales, los protagonistas y los episódicos, los que aparecen fugazmente en cierta página de una novela y nos olvidamos de ellos y luego los volvemos a encontrar varias novelas y varios años después, como esas personas con las que nos cruzamos varias veces en la vida, de más cerca o de más lejos, igual que aparecen y desaparecen los mismos personajes a lo largo de las novelas de Balzac o de Pérez Gaidós o en la novela única e infinita de Marcel Proust. Yo no sé cuántos nombres propios contabilizaría quien hiciese el registro los nombres indelebles de nuestra historia contemporánea
y también los nombres de los desconocidos que pasaron por el mundo sin dejar memoria de sus heroicidades y de sus desgracias. En Campo abierto, Max Aub logra unas páginas de épica insuperable sin más recurso que una lista de nombres propios, nombres de personas que existieron de verdad, la lista de los peluqueros de Madrid que en los primeros días de noviembre de 1936 decidieron organizar un batallón para defender un sector de la Casa de Campo por el que avanzaban hacia el interior de la ciudad las tropas del general Franco. Los peluqueros y barberos de Madrid, al constituirse en el batallón que llamaron de los Fígaros, adquieren una estatura colectiva de heroicidad popular: consignar uno por uno sus nombres en un libro es un modo de rescatarlos del olvido, de la injusticia del anonimato. Los nombres otorgan la suprema ciudadanía de la novela: Negrín, Azaña, el coronel Casado, son tan personajes de Max Aub como el peluquero de Lavapiés que resiste junto al lago de la Casa de Campo la embestida inmisericorde de los legionarios, o como ese médico, Carlos Riquelme, que se pasa los días y las noches de la guerra cuidando a los heridos en el hospital de San Carlos, y que cuando las tropas de Franco están entrando definitivamente en Madrid se niega a huir por no dejar abandonados a sus pacientes, aun sabiendo que lo más probable es que los vencedores lo fusilen. El propio Max surge fugazmente entre los personajes de un libro, en la terraza de un café de Valencia, y se pierde enseguida, como una cara conocida vista de lejos entre una multitud.

En La gallina ciega, cuando cuenta su regreso a una calle española que no había visto desde hacía treinta años, Aub se acuerda no sólo de sus amigos de juventud, sino de los protagonistas de sus propias novelas: en una esquina de Valencia el recuerdo de sus héroes jóvenes, Asunción y Vicente Calmases, lo conmueve tanto como acordarse de quienes vivieron de verdad, o de quien él mismo fue en otro tiempo, ya imaginario él también, Aub, más confuso en la fragilidad de la memoria que un personaje en la precisión de las palabras de un libro. El país entero al que vuelve le parece inventado, después de haberlo recordado y añorado tanto, de haberle dedicado tantas palabras escritas, obsesivamente detalladas en la exactitud de los hechos, de los lugares y los nombres: «Extraña sensación de pisar por primera vez la tierra que uno ha inventado, o mejor dicho, rehecho en el papel».

De modo que inventar es rehacer, no sustituir el mundo, sino restituirlo a la plenitud de lo real, en contra de la distancia y del paso del tiempo: aparte de Gaidós, no conozco otro escritor español en cuyos libros aparezcan tan minuciosamente los nombres de calles, de ciudades, de aldeas, los paisajes más plurales y más remotos de nuestra geografía. Esa ambición de imaginarlo y contarlo todo que revelan las páginas de Aub me trae a la memoria precisamente unas hermosas palabras de Gaidós sobre la novela, leídas justo aquí, hace noventa y nueve años, en un discurso de ingreso en esta Academia que sí fue leído de verdad: «Imagen de la vida es la Novela, y el arte de componerla estriba en reproducir los caracteres humanos, las pasiones, las debilidades, lo grande y lo pequeño, las almas y las fisonomías, todo lo espiritual y lo físico que nos constituye y nos rodea…»

Ahora que a todos nos quieren encerrar y subdividir en particularismos miserables, y que la palabra español es pronunciada en muchos lugares como un insulto o una acusación, creo que está bien acordarse de alguien que, como Max Aub, decidió ser español, un español demócrata y de izquierdas, sin más raíces que las elegidas por él mismo, sin otras lealtades que las de la convicción civil y la libertad. Ahora que en España crece cada día un delirio de pertenencias y genealogías, de atornillamientos ancestrales, me gusta admirar el ejemplo de este hijo de padre judío alemán y de madre francesa que vino por primera vez a España en 1914, a los once años, y se marchó de aquí en 1939, a los treinta y seis, y sin embargo contó y sintió como nadie la vida del país y la desgarradura del exilio.

Judío, alemán, francés, valenciano, apátrida, mexicano, peregrino en su patria, regresado al destierro y muerto en él en 1972, Max Aub me parece un ejemplo de ciudadanía y de inteligencia españolas, de esa clase de ciudadanía y de inteligencia que para nuestra desgracia acabó demasiadas veces en el infortunio y el exilio. La Academia conjetural a la que él se dirigió en su discurso de 1956 estaba compuesta parcialmente de muertos y de desterrados: ei linaje en que debe ser incluido su nombre es el de tantos españoles que debieron abandonar su país o que sufrieron la desgracia de no escapar a tiempo de él. Max Aub es heredero de Gaspar Melchor de Jovellanos, que fue miembro de esta Academia, y también de José María Blanco White, que hubo de renunciar no sólo a su nacionalidad, sino también a su idioma; la condición de académico no es incompatible con la de fugitivo, proscrito o exiliado. A Jovellanos su sillón «V» no le sirvió de talismán contra la crueldad de una prisión interminable. Como los judíos y los moriscos de varios siglos atrás y los liberales de 1814 y de 1823, como Antonio Machado y Manuel Azaña y Niceto Alcalá Zamora —que también fue académico, por cierto—, Aub huyó de su país para no ser ejecutado o encarcelado por sus compatriotas. Igual que muchos de ellos, pagó su lealtad con el destierro permanente, con la extrañeza sin remedio. «La verdad es que somos un puñado de gentes sin sitio en el mundo», escribe en La gallina ciega. «En México, a pesar de ser mexicanos, no nos consideran como tales. Aquí no podemos vivir más que mudos». Cuando leo esas palabras yo me acuerdo de las que le dice a Sancho Panza el morisco Ricote: «Doquiera que estamos lloramos por España; que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural; en ninguna parte hallamos el acogimiento que nuestra desventura desea…»

En ninguna parte, ni en España ni en México, encontró Max Aub el acogimiento que deseaba y merecía. La gallina ciega es el testimonio de una imposibilidad, de un trágico malentendido entre el desterrado que vuelve cargado de nostalgia, de dolor y recelo, y el país que ha cambiado hasta volverse irreconocible en los años de su ausencia. El mismo lo declara: «Soy un turista al revés; vengo a ver lo que ya no existe». Y es él también quien se deja llevar por el espejismo del tiempo: «No es que parece que fuera ayer: es ayer». Pero no podía serlo, y la memoria de lo que había existido y nadie más que él parecía recordar se íe vuelve tan inútil y tan dolorosa como la tentación del olvido: «Vinaroz, un minuto. Aquí fue la batalla del Ebro. Naranjos, olivos, riscos, ramblas plantadas de pedruscos, tierra rojiza, no de sangre, igual a sí misma. De aquello, nada. Unos libros, un mundo muerto, de cuerpo presente, para unos cuantos, poquísimos, en los que queda vivo».

Max Aub no podía olvidar y no podía volver, y su destiempo, su expulsión del presente, para usar de nuevo las palabras de Claudio Guillén, era más grave y amargo que el destierro. De esas imposibilidades está hecho lo mejor de su literatura. Y a pesar de todo, de tantos años y tanto desconocimiento, de aquel olvido que según él decía trepaba como una hiedra por España, sus libros vuelven poco a poco a recuperar su ciudadanía entre nosotros, al mismo tiempo que se han ido cumpliendo algunas invenciones tan fantásticas como las del discurso de 1956. Porque no están ni el mañana ni el ayer escritos, la imaginación puede corregir las cosas que han sido irremediables y vaticinar las que aún falta mucho para que sucedan, y hacerlas de ese modo menos imposibles. La muerte de Antonio Machado en Collioure no puede ser modificada, y su discurso de ingreso en esta Academia nunca se llegará a concluir, pero el destierro de Max Aub se alivia parcialmente cada vez que un editor recobra uno de sus libros y que un lector se encuentra con él. La lista de los académicos que hoy me honran tan desmedidamente recibiéndome no es menos diversa que la imaginada por Aub en 1956, o que el Parlamento que en 1977 restauró las libertades españolas, en el que por cierto se sentaban algunos personajes del Laberinto Mágico. Del mismo modo que el sistema político actual se legitima en la medida en que restaura las libertades de 1931 y con ellas la herencia progresista de las Cortes de Cádiz, yo no creo que la cultura española pueda lograr su verdadera plenitud si no recobra la tradición abolida en 1939, la herencia intelectual y cívica que representan con cal exactitud los escritores que compartieron la misma edad que Max Aub y un destino semejante al suyo, algunas veces más terrible, y otras no can definitivamente amargo. Dije al principio que la literatura era el diálogo entre los vivos y los muertos, el lugar donde se quiebran las leyes del tiempo. Don Quijote, en nuestra imaginación y en nuestra biblioteca, es contemporáneo de Aquiles y de Huckleberry Finn, y los versos de Dante y los de don Francisco de Quevedo nos hablan con una voz tan próxima como la de nuestra propia conciencia. En este salón uno siente la presencia de los académicos que hoy me escuchan a mí y de los que murieron hace mucho.tiempo, pero el diálogo no se detiene en esce recinto, y se prolonga en las voces de quienes nunca llegaron a ingresar aquí, pero pudieron o debieron haber ingresado. En Luces de bohemia, Rubén Darío comparte el diván de un café con el marqués de Bradomín, con Max Estrella y don Latino de Hispalis. En la ciudadanía de la literatura, donde ni el destiempo ni el destierro existen, el discurso académico de Max Aub y el de Antonio Machado son menos reales, pero no menos memorables, que el de don Benito Pérez Galdós o el de don Pío Baroja. Pero ya advertí al principio, con palabras de Machado, que los honores desmedidos perturban siempre el equilibrio psíquico de todo hombre medianamente reflexivo. A estas alturas, y a causa de la emoción, de los nervios, del aturdimiento, de ia gratitud, de ia extrañeza solemne y abrumadora de las ceremonias, yo no estoy muy seguro de que este discurso mío no sea también parcialmente, maxaubianamente imaginario.

Muchas gracias».

Discurso de aceptación del premio Jerusalén pronunciado en febrero de 2013

«Un escritor debe siempre subir con algo de reparo a una tribuna pública para dar un discurso, aunque sea en una ocasión como esta, en la que uno puede sentirse embargado por la gratitud. Quiero antes que nada expresar mi agradecimiento al jurado que me concedió el Premio Jerusalén, a mis editores israelíes y a mi traductora al hebreo. Una consecuencia paradójica de la calidad de una traducción es la invisibilidad, ya que si es muy buena el texto fluirá con la misma naturalidad que si hubiera sido escrito originalmente en esa lengua. Pero que una traducción aspire a ser invisible no significa que deba pasar inadvertida, y menos aún que no sea celebrada. Solo gracias al trabajo de mis traductores he tenido el privilegio de llegar a tantos buenos lectores en este país, cada uno de los cuales merece también su parte de agradecimiento.

Pero a lo que se dedica un escritor es a escribir, y esa tarea se hace en soledad y casi siempre en silencio, intentando encontrar una voz que llegue a resonar en otros, casi siempre perfectos extraños que muy probablemente nunca llegarán a verlo en persona ni escucharán sus palabras. La literatura tiene que ver con el negocio editorial, con los congresos de escritores, con las ferias del libro, incluso, de vez en cuando, con ocasiones como la de esta noche. Pero no debemos olvidar que, en último extremo, y despojada de toda añadidura, la literatura consiste en alguien que escribe y alguien que lee, los dos alojados en soledades paralelas, y al mismo tiempo conectados con muchos otros en una red invisible que se extiende más allá de los límites del espacio y del tiempo. Un gran poeta español del siglo xvii, Francisco de Quevedo, escribió en un soneto que gracias a la invención de la imprenta:

Vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.

Nunca deja de asombrarme lo fácilmente que damos por supuesta esa capacidad de conectarnos con los desconocidos y con los muertos más lejanos que está en el centro mismo de la experiencia de la literatura. Escuchar una voz y hacerla nuestra; suspender temporalmente no solo nuestra incredulidad sino también, hasta cierto punto, nuestra identidad personal, ver el mundo a través de los ojos de otro, entrar en la cámara sellada de otra conciencia.

En esta conversación privada no hay sitio para los rituales de los discursos, las proclamas, la cháchara de las relaciones públicas, la palabrería amplificada por altavoces y dirigida en masa a una multitud de espectadores, eso que llaman una “audiencia”, que puede ser contada y medida. La buena escritura sucede en la soledad y el silencio y, aunque en ella se distinga claramente una voz, nunca será una voz que hable a gritos o dé órdenes. Habla exactamente en el tono de la voz de un amigo muy cercano, de un extraño al que se ve que vale la pena prestar atención. En sus orígenes, mucho antes de la imprenta y de la alfabetización masiva, cuando los poemas y los cantos se transmitían oralmente, un grupo reducido de oyentes o incluso uno solo escuchaba la voz del narrador, que era el que podía cantar o recitar de memoria, o el que sabía leer. La atención se lograba no por la fuerza de los pulmones sino por el interés que el que contaba sabía despertar y sostener.

La literatura, como el flamenco y el jazz, se pierde en esos grandes espacios más adecuados para las estrellas de la música pop y los políticos populistas. Por eso siempre he pensado que hay dos tipos de escritores: los que parecen dirigirse siempre a un gran auditorio y los que hablan en voz baja; los que claman en un micrófono para asegurarse de que sus voces llegan a las últimas filas de un gran teatro y los que le hablan a cada lector como si fuera la única presencia en una habitación no mucho más grande que el estudio en el que el acto de escribir o el de leer suelen tener lugar.

La buena literatura habla bajo y no fuerza su voz. Más bien invita al lector a acercarse un poco más y prestar una atención más cuidadosa. Un padre o una madre le lee a un niño en la penumbra del dormitorio y la voz tiene un efecto hipnótico sobre la imaginación infantil, y poco a poco se disuelve junto a ella en el sueño. En una aula un profesor o un estudiante lee en voz alta un libro mientras los otros siguen la lectura en silencio. El libro es el mismo, pero cambia ligeramente cada vez que cambia la voz lectora y resuena de manera distinta en cada conciencia. Un par de amigos o de amantes leen en una habitación, cada uno absorto en su propio mundo privado. Uno de ellos levanta la cabeza del libro y le dice al otro, escucha esto; y en ese momento el solitario acto de leer se convierte en un regalo porque está siendo compartido. La buena literatura encuentra a sus lectores no gracias a grandes campañas de marketing sino de boca en boca, uno a uno, y sigue atrayéndolos muchas veces a través de fronteras, generaciones e idiomas, o venciendo obstáculos en apariencia imposibles.

Pienso en Vasili Grossman cuando escribía Vida y destino en la negrura de los peores años de Stalin, solo en una habitación que en cualquier momento podía ser asaltada por los esbirros de la policía secreta. Escribía sin saber si su manuscrito, cuando estuviera terminado, tendría alguna esperanza de publicación. Pienso en mi querida Emily Dickinson, escondida de las visitas en el piso de arriba en la casa familiar de Amherst, Massachusetts, copiando sus poemas y cosiéndolos en los pequeños folletos que enviaba luego a algunos conocidos, casi siempre parientes y amigos cercanos. Pienso en Miguel de Cervantes, a todos los efectos, viejo y fracasado, un dramaturgo que nunca estrenó una comedia, un antiguo soldado que nunca vio reconocidos sus servicios, sus años de cautividad ni sus heridas, un hombre de dudoso origen converso en un país obsesionado con la ortodoxia católica y la pureza de sangre: pero fue ese viejo fracasado el que escribió Don Quijote de la Mancha, una novela tan llena de inventiva, de risa, ironía y compasión, que al cabo de cuatro siglos permanece aún más viva y juvenil que cuando se publicó por primera vez. Pienso en el profesor Victor Klemperer, escribiendo cada día una nueva entrada en su diario a lo largo de cada uno de los años del nazismo, aterrado y serenamente valeroso al mismo tiempo, consciente de que, al ser un judío casado con una mujer “aria”, en cualquier momento podrían detenerlo y enviarlo a un campo, y entonces su diario sería otra prueba contra él.

El pasado septiembre, en Ámsterdam, mi esposa y yo fuimos a visitar la casa de Ana Frank. Llevábamos algún tiempo en la ciudad, pero yo tenía cierta resistencia a visitar la casa, no solo por la incomodidad de guardar la larga cola que había siempre a la entrada, sino también porque me perturbaba el ver que el lugar se hubiera convertido en una atracción turística, igual que los coffee shops, el barrio rojo o el mercado de los tulipanes. Era perturbador, y muy triste, ver a un turista sonriente tomándose fotos delante del cartel con el nombre de Ana Frank en la puerta. Pero a pesar de todo eso, cuando subí a las pequeñas habitaciones donde ella y su familia se habían escondido, y sobre todo al ver de cerca las páginas manuscritas de su diario, escritas con esa letra cuidadosa y ya nada infantil, comprendí cuánto me habría perdido si no hubiera visitado esa casa. Porque en ella había un ejemplo del acto de escribir como una forma de pura supervivencia, como el cumplimiento hasta el límite del instinto visceral de los seres humanos por dejar constancia de la experiencia vivida, sea como sea, y de la esperanza de encontrar un lector, de escapar gracias a las palabras de la prisión de una realidad brutal. Como ha dicho Joan Didion, nos contamos historias para seguir viviendo.

Y siempre pienso en Michel de Montaigne, que en un cierto momento de su vida tomó la decisión de abandonar todos sus compromisos públicos para dedicarse a la tarea gustosa de leer y de escribir acerca de sí mismo, sin esconder sus caprichos ni sus debilidades, de escribir sobre cualquier cosa que le pasara por la cabeza, sin someterse a la autoridad de la Iglesia o de los eruditos, sino dejándose llevar por sus propios impulsos, por el libre fluir de sus pensamientos y de sus apetitos. Me gusta imaginarme a Montaigne solo en su torre, rodeado por las estanterías de su biblioteca circular, y tan satisfecho como Emily Dickinson en su austera habitación de Nueva Inglaterra. Pero sería fácil olvidar que más allá de la torre de Montaigne había un país devastado por guerras civiles, por la brutalidad de bandas armadas de mercenarios y de fanáticos religiosos. La mayor parte de nuestras ideas actuales sobre la tolerancia, la ironía hacia el dogma y la disposición abierta hacia la novedad y el cambio nos vienen en línea recta de Montaigne, pero no debemos olvidar que él las estaba formulando en una época de derramamiento de sangre, cuando a la gente la quemaban en la hoguera bajo acusaciones de brujería o la asesinaban en nombre de fantasías teológicas católicas o protestantes.

El escritor, o al menos el que a mí más me emociona, es el que no cuadra, la mujer loca en el ático, el solitario, el patito feo; también la oveja negra, el hijo pródigo, incluso el chivo expiatorio; el que dice, con una cabezonería contenida pero inamovible, como el Bartleby de Melville, o como la muy real Rosa Parks, “preferiría no hacerlo”. Al mismo tiempo aislado y peligrosamente visible, raras veces propenso al espíritu de grupo y a la celebración colectiva, un escritor acaba representando a veces a aquellos que no se integran, los que quedan al margen, los que desfilan con el paso cambiado, los que no van al templo o van al templo menos conveniente, los que se quedan en la cama en las fiestas nacionales, los que se niegan a actuar de acuerdo con las reglas de su fe, de su sexo, de su origen, de su patria o de su raza. El pasado septiembre en Ámsterdam tuve la oportunidad de ver de cerca otro documento manuscrito, el decreto que expulsaba a Baruch Spinoza de la sinagoga y por lo tanto de la comunidad judía. Estaba escrito en portugués y daba algo de escalofrío leerlo. Aquellos que habían sido expulsados castigaban a su vez con la expulsión a uno de los suyos por el pecado de la herejía, por su defensa del libre pensamiento. Más tarde, en La Haya, completamente solo, tan extranjero entre los cristianos como entre los judíos, Baruch Spinoza se unió a la fraternidad fantasmal de los solitarios que escriben y leen en una habitación, la misma habitación propia que siglos más tarde Virginia Woolf iba a reivindicar justicieramente como el requisito necesario para que una mujer se pueda convertir en escritora.

Leemos algunas de las punzantes ironías de Emily Dickinson sobre la religión y puede que no tengamos en cuenta la atmósfera de frenética religiosidad que dominaba no solo la pequeña ciudad en la que vivía sino también su propia familia. Pero ella eligió tranquilamente quedarse a un lado, tan frágil en su presencia física y sin embargo tan valiente a la hora de defender su actitud. Me gustan estos dos versos al principio de uno de sus poemas: “Algunos guardan el sábado yendo a la iglesia / yo lo guardo quedándome en casa.” Nunca publicó un libro y nunca en su vida tuvo más de una docena de lectores, y sin embargo su voz suena tan soberana como si no tuviera ninguna duda acerca del valor de lo que hacía, del futuro en el que sus poemas encontrarían poco a poco el público lector que merecían.

Pero no debemos dejarnos engañar por los consuelos de la celebridad póstuma para convencernos a nosotros mismos de que a la larga acaba siempre habiendo alguna forma inevitable de justicia literaria. Visitantes siniestros pueden llamar a la puerta de la habitación en la que alguien escribe o alguien lee. El sistema soviético se hundió casi de la noche a la mañana y a Vasili Grossman se le ha reconocido el lugar que merece entre los mejores escritores del siglo pasado, pero cuando murió era un hombre enfermo y amargado, convencido de que su gran novela, cuyo manuscrito le había sido arrebatado por el kgb, que se llevó incluso la cinta de la máquina de escribir, se había perdido para siempre. Ana Frank murió en Auschwitz y la vida futura de su diario no suavizó ni abrevió un segundo de su tormento.

Millones de personas –entre ellas un pequeño número de escritores– son asesinadas a diario o sufren la injusticia, la pobreza, la opresión política, la ocupación militar, el fanatismo religioso. Escribir es a la vez un oficio y un don, pero hace falta más que inspiración y trabajo para terminar un libro; y esa habitación propia en la que las dos soledades paralelas del escritor y el lector coinciden, en la que se encuentran los extraños y en la que se escuchan con claridad las voces de los muertos, la existencia misma de esa habitación implica un privilegio que tristemente no está al alcance de la mayor parte de los que podrían disfrutar su refugio, sus muchos placeres de conocimiento, introspección, pura alegría. Tanto Montaigne como Dickinson pertenecían a una clase privilegiada y el número de sus lectores estaba gravemente limitado por el simple hecho de que la inmensa mayoría de sus contemporáneos nunca tendrían la oportunidad de pisar una escuela. La literatura es gente que escribe y gente que lee, pero también padres y maestros que transmiten a los niños el dominio de la lectura y la escritura y el amor por la palabra hablada o escrita, escuelas públicas para los que no pueden costearse una educación privada, bibliotecas públicas abiertas a todos. La literatura no puede desplegar la plenitud de sus posibilidades sin una atmósfera de libertad de expresión y de respeto por las diferencias de fe y de pensamiento, sin un cierto grado de paz y de justicia social.

Me encuentro hoy en una tribuna pública, no sentado en la habitación en la que está mi lugar, en la que suceden la escritura y la lectura, y por lo tanto tengo que tener cuidado de no abandonarme a las prestigiosas vaguedades sobre la literatura que este tipo de ocasiones parecen requerir. Un escritor no es un profeta, ni un vehículo para las voces ocultas de la comunidad, ni un sacerdote, ni siquiera un portavoz. A veces, casi siempre contra su voluntad, un escritor puede convertirse en un símbolo, incluso un síntoma: el canario en la mina que sin proponérselo advierte a otros de la cercanía o de la presencia de alguna venenosa epidemia política o social.

En una democracia liberal, un escritor es un ciudadano como cualquier otro, pero tampoco hay tantas democracias liberales, y nunca estamos libres de los peligros de la intolerancia o la barbarie, y mucho menos de volvernos nosotros mismos intolerantes o bárbaros en el caso de que nos convenzamos de que la razón absoluta está de nuestra parte o de que algunas personas no tienen los mismos derechos que nosotros, incluyendo entre ellos a veces el simple derecho a vivir. He sido ciudadano de una democracia durante la mayor parte de mi vida adulta, pero en mi infancia y en mi adolescencia fui súbdito de una dictadura, lo cual me aseguró una experiencia de primera mano del feo rostro de la sumisión colectiva a un líder, de la brutalidad policial y de la ortodoxia religiosa. Porque me quisieron educar en la escuela en una forma intolerante de catolicismo, desarrollé un rechazo precoz contra el poder de los extremistas religiosos sobre las vidas de los otros. Sus enseñanzas no cayeron en saco roto en mi caso, me hicieron tempranamente partidario del laicismo. Porque quinientos años después de la expulsión de los judíos y de los musulmanes el espíritu de la Inquisición y la satisfacción idiota por la pureza de la sangre española continuaban celebrándose, me hice refractario a cualquier alegato a favor de las identidades colectivas no contaminadas: nacionales, religiosas, ideológicas, culturales, de cualquier tipo. Cada vez que siento acercarse el peligro de la furia colectiva o del entusiasmo de masas, mi reacción es echarme a un lado y correr en busca de refugio, y me digo a mí mismo que con frecuencia la opción más decente puede ser encontrarse, como decía Cyril Connolly, en una minoría de uno solo. No me gustaría tanto la literatura si no viera encarnados en ella algunos de los valores específicos que he aprendido a valorar como ciudadano.

La literatura me enseña que ninguna vida es completamente igual a ninguna otra, que cada una merece respeto, y valdría la pena contarla; en la literatura, dijo Flannery O’Connor, lo universal se muestra a través de lo particular, lo cual puede ser un saludable antídoto para el brillo demasiado tentador de las abstracciones. Toneladas de dinero se gastan en el fácil empeño de persuadir a las personas de que son distintas de sus vecinos y mejores que ellos. La literatura me ha enseñado lo que también confirma la biología: que todos nosotros, aunque cada uno único, somos al mismo tiempo muy similares –y nos podemos ver como en un espejo en las páginas de una historia contada por un extraño que puede haber muerto o que escribió en una lengua tan lejana de la nuestra como el español del hebreo–. Nada tiene de raro que nos parezcamos tanto los unos a los otros: parece ser, según los expertos en genética, que todos descendemos de unos pocos miles de Homo Sapiens que sobrevivieron al peligro de la extinción hará unos 60,000 años. Las ideologías y las religiones establecen identidades fijas y separan a las personas detrás de impenetrables líneas rectas: cristiano, musulmán, judío, español, negro, blanco, salvado, condenado, ortodoxo, hereje, uno de los nuestros, uno de ellos, amigo, enemigo. Tanto los creyentes fanáticos como los oportunistas políticos gustan de alimentar y sacar provecho de lo que David Grossman ha llamado “los prejuicios, ansiedades mitológicas y crudas generalizaciones en las cuales nos dejamos atrapar nosotros mismos y encerramos a nuestros enemigos”. A lo que anima la buena literatura es exactamente a lo contrario. Leyendo literatura he aprendido a recelar de las certezas y a apreciar ambigüedades y matices, diferencias menores pero significativas, afinidades ocultas, lo muy similar que está debajo de lo extraño, lo misterioso que hay en lo familiar. Los mejores escritores son contrabandistas vocacionales que cruzan clandestinamente las fronteras siempre bien vigiladas de lo establecido y lo respetable, socavando la solemnidad con ironía y la conformidad colectiva con sarcasmo.

Pero sobre todo lo que hace un escritor es, desde luego, escribir. Palabra por palabra y una frase tras otra. En soledad y silencio, a la manera de un artesano, sentándose durante horas en un escritorio con la esperanza de que el trabajo llegará a terminarse, de que se publicará y encontrará algunos lectores que lo lleven consigo durante algún tiempo y que le permitan mezclarse temporalmente con sus recuerdos y con su imaginación. Algo completamente normal. Uno lo ve suceder cada día en un autobús, en un vagón del metro, en la playa. Alguien absorto por completo en un libro, en un artículo de una revista, algunas veces sonriendo abstraídamente, en una breve escapada del mundo exterior. En eso consiste la literatura. Me gusta que ese sea el trabajo con el que me gano la vida. Y ha sido el mejor de los motivos el que me ha llevado a dejar durante unos días mi cuarto de trabajo e incluso a atreverme a subirme aquí a una tribuna pública: para dar las gracias por este premio con el que ustedes me honran, gracias a los lectores que pueden haber encontrado algo acerca de sí mismos en mis libros, a pesar de que hayan sido escritos por un completo extraño, en un país lejano y en una lengua que no es la que ellos hablan».

Discurso al recibir el Premio Príncipe de Asturias de las Letras de 2013

«Escribir empieza siendo casi siempre un sueño o un capricho o una vocación imaginaria. Pero el sueño, el deseo, el capricho, no llegan a cuajar en nada si no se convierte en un oficio. Un oficio, cualquier oficio, requiere una inclinación poderosa y un largo aprendizaje. Un oficio es una tarea que unas veces resulta agotadora o tediosa por la paciencia y el esfuerzo sostenido que exige, pero que también depara, cuando las cosas salen bien, momentos de plenitud, y permite entonces la recompensa de un descanso que es más placentero porque se siente bien ganado, al menos hasta cierto punto. Digo hasta cierto punto porque todo el que se dedica plenamente a un oficio sabe que siempre hay una distancia grande entre las mejores posibilidades de un proyecto y su realización, igual que hay descubrimientos con los que no se contaba. Un oficio es una tarea práctica: uno hace algo que le gusta y que a costa de aprendizaje y empeño ha logrado hacer con cierta garantía de solvencia, pero no lo hace para sí mismo, por mucho que esa tarea la haga a solas y que en el simple hecho de llevarla a cabo haya una satisfacción privada. El resultado que se obtiene de ella alcanza una existencia objetiva, independiente de quien la realizó, y pasa a integrarse beneficiosamente en las vidas de sus destinatarios: un instrumento musical o una partitura, una herramienta, una mesa, una historia, un cuaderno, un cuadro, un cuenco de barro, una fotografía, un hallazgo científico, un paso de danza, la cura de una enfermedad, un prodigio deportivo, un plato bien cocinado, una pirámide de alcachofas en el escaparate de una frutería.

Hay algunas singularidades en el oficio de escribir, como las hay en cualquier otro. La primera es que la necesidad humana que satisface es una de las más intangibles, aunque también una de las más universales: la de saber historias y la de contarlas, es decir, dar una forma inteligible al mundo mendiante las palabras. Una historia, de ficción o no, propone un modelo universal de un cierto campo de la experiencia a partir de la observación de los datos particulares de la vida. Del mismo modo actúa el científico, elaborando modelos teóricos derivados de la observación y la experimentación, que sirvan, doblemente, para explicar y predecir. En las sociedades primitivas o antiguas el mito es el modelo de explicación y predicción de los comportamientos humanos. Nuestra variedad moderna del mito es la ficción, en todas sus variedades, desde las más banales, más toscas, más comerciales y efímeras, hasta las más hondas y exigentes, desde la telenovela y el videojuego a Don Quijote o Moby-Dick o a un cuento de mi querida Alice Munro.

Nos dedicamos, pues, a un oficio más antiguo y más útil de lo que parece. También a un oficio mucho más incierto. Porque en él, y esta es su segunda singularidad, la experiencia no ofrece ninguna garantía, y puede haber una divergencia escandalosa entre el mérito y el reconocimiento.

Quien escribe sabe que ha de dedicar a su oficio tantas horas y tantos años como un artesano al suyo, y que sin esa dedicación no logrará completar nada de valor. Pero también sabe que la entrega, por sí misma, no garantiza la calidad del resultado, porque la experiencia y la dedicación pueden conducirlo al amaneramiento anquilosado y a la parodia de sí mismo. Y también sabe que lo mejor unas veces es reconocido de inmediato y otras veces es ignorado, y que lo que parecía mejor a veces se desmorona al cabo de muy poco tiempo, y que una extraña justicia tardía alumbra mucho tiempo después, sin compensación posible, al talento verdadero que no brilló en vida.

El desaliento ante las incertidumbres del oficio se acentúa más en tiempos de incertidumbres tan amargas como estos. Es difícil hablar de la perseverancia y el gusto del trabajo en un país en el que tantos millones de personas carecen angustiosamente de él. Es casi frívolo divagar sobre la falta de correspondencia entre el mérito y el éxito en literatura en un mundo donde los que trabajan ven menguados sus salarios mientras los más pudientes aumentan obscenamente sus beneficios, en un país asolado por una crisis cuyos responsables quedan impunes mientras sus víctimas no reciben justicia, donde la rectitud y la tarea bien hecha tantas veces cuentan menos que la trampa o la conexión clientelar; un país donde las formas más contemporáneas de demagogia han reverdecido el antiguo desprecio por el trabajo intelectual y conocimiento.

Aun así, y dejando las responsabilidades de la ciudadanía en el lugar que les corresponde, el único remedio aceptable que conozco contra el desaliento del oficio es el oficio mismo. Escribir poniendo artesanalmente en cada palabra los cinco sentidos. Escribir sin concederse la menor indulgencia. Escribir aceptando y disfrutando la soledad y agradeciendo el entramado de otros oficios fundamentales que lo convierten en uno de los oficios menos solitarios y más colectivos del mundo, como es solitario y colectivo el del músico y el del científico; agradeciendo el oficio del editor, del corrector de pruebas, del traductor, del librero, del crítico, el de otros escritores de los que uno aprende admirándolos, el oficio del que enseña a leer y del que trasmite en un aula el amor por la literatura; agradeciendo el oficio más placentero de todos, que es el del lector. Escribir con el miedo a no tener lectores y con el miedo a perderlos, sobreponiéndose lo mismo a los elogios que a las heridas. Escribir porque a pesar de todas las negaciones y las imposibilidades la escritura, como cualquier oficio, es sobre todo un acto de afirmación. Escribir porque sí.

En 1981 se entregaron por primera vez estos premios y vuestra alteza presidió en ellos su primer acto público. Aún se vivía entonces bajo el trauma sombrío y reciente de una tentativa de golpe de estado. En su discurso de agradecimiento, el poeta José Hierro aludió con alegría y alivio, pero también con plena conciencia del peligro, al “aire de libertad que respiramos”. Ese aire, a pesar de todos los pesares, lo seguimos respirando 32 años después, que constituyen el período más largo de libertad que se ha conocido en la historia entera de nuestro país. Es importante recordar estas cosas ahora, cuando el porvenir parece en muchas cosas tan incierto como entonces. En este tiempo se ha hecho adulta la generación entera que nacía por entonces, que es la de mis hijos. Sus vidas son ya más difíciles de lo que imaginábamos hace sólo unos años, pero es importante recordar que también aquellos tiempos de 1981 nos parecían amenazadores cuando nosotros los vivíamos. Y sin embargo no hemos dejado de respirar el aire de libertad que celebraba José Hierro. Sin esa respiración no habría sido posible la generación literaria a la que yo pertenezco. Incluso nos hemos acostumbrado tanto a ella que corremos el peligro de no saber ya apreciarla. Es nuestra responsabilidad salvar lo que ganamos gracias a que muchas personas hicieron y hacen bien sus oficios, privados y públicos; y también reflexionar con urgencia sobre todos los errores, todas las inercias y descuidos que necesitamos corregir. En esa tarea los oficios de las palabras podrán ser más útiles que nunca».

Discurso Premio Liber 2014

Viniendo ayer a Barcelona pensaba en todos los viajes que he hecho a la ciudad en mi vida de escritor, y en algunas de las personas que directa o indirectamente me han ayudado en ella. Una editorial de Barcelona, Seix Barral, decidió publicar mi primera novela cuando yo era un desconocido sin conexiones ni referencias. Allí estaba, y por fortuna sigue estando, mi querido Pere Gimferrer, poeta, ensayista y novelista voluble en catalán y castellano. Y como Gimferrer siempre acaba tomándonos por sorpresa a los que creemos conocerlo, ahora resulta, acabo de enterarme, que también es poeta en italiano. La nuestra es una amistad improbable entre un barcelonés aficionado a los toros y un jienense refractario a cualquier forma de fiesta nacional.

Me acuerdo también de otro escritor y editor que me acogió en Seix, Mario Lacrux, novelista extraordinario, autor de dos de las mejores intrigas policiales escritas en español, El inocente y El ayudante del verdugo. Y no me olvido de Mónica Fainberg, la jefa de prensa de Seix, que se empeñó en difundir mis primeras novelas con un entusiasmo militante al que le debo mucho.

Siendo esta una feria profesional de los editores y los libreros, me importa resaltar todo lo que cualquier lector español y latinoamericano de literatura le debe a las empresas editoriales de Barcelona. Si me paro a pensarlo, mi vida entera la han alimentado ellas. De niño leía el Pulgarcito y el Tiovivo, de casi adolescente la colección Historias, en mi primera juventud las colecciones policiales de Barral editores y Bruguera, y aquella extraordinaria “Libro amigo” en la que lo mismo se encontraba a Dostoiewsky que a Juan Eduardo Zúñiga. Uno era lector de Bruguera, de Sopena, de Molino, de Mateu, y luego de Seix Barral y Anagrama. Toda la gran literatura del boom y una gran parte de las traducciones de narrativa internacional que educaron nuestra vocación se publicaron aquí. Y fue también aquí donde empresarios como José Manuel Lara ayudaron a construir una musculatura editorial y comercial para el libro.

Así ha seguido siendo hasta hoy mismo. Hace muy poco murió el que era sin duda uno de los grandes editores europeos, Jaume Vallcorba, que reunían los mejores valores del oficio de la edición: rigor intelectual, altura y anchura de miras, cuidado obsesivo por la calidad material de los libros, intuición para descubrir y recobrar obras muy valiosas. Y además un arraigo tan firme en la literatura en catalán como en la escrita en castellano, las dos alumbradas en su imaginación generosa por el conocimiento de otras lenguas, otras literaturas y otras artes.

Estamos viviendo una época de terribles simplificaciones, de abismos civiles abiertos por el sectarismo y el oportunismo político. A mí me gustaría vindicar la realidad de tantos entrecruzamientos literarios y editoriales como una prueba de que ha habido y hay mucho más que la crudeza del enfrentamiento obligatorio, que las mitologías tan seductoras pero tan dañinas de la opresión y el victimismo. En tiempos de simplezas, la literatura es una afirmación de la complejidad. La literatura resalta lo singular y al mismo tiempo lo vuelve universal haciéndolo inteligibles. En la literatura, como en la vida real, las identidades son porosas y cambiantes. La literatura celebra las voces individuales frente a los clamores colectivos, la irreverencia y la sátira contra las solemnidades oficiales, el matiz y lo sugerido frente a las proclamas rotundas: los tonos intermedios que no son ni el blanco ni el negro.

Los libros le ayudan a uno a descubrirse distinto a los que tiene alrededor y parecen los suyos y semejante a los designados como extraños. La literatura, para existir plenamente, necesita no solo de los escritores y los lectores: también de los editores, los correctores, los comerciales, los publicitarios, los distribuidores, los libreros, los periodistas. Los libros crean riqueza práctica y puestos de trabajo. En la Unión Europea las industrias y las instituciones de la cultura mantienen más empleos de calidad que la industria del coche.

Por eso ofende más aún la ceguera de los poderes públicos españoles, lo mismo el central que los autonómicos y los municipales, que solo parecen interesarse por la cultura si les da oportunidades de lucimiento personal o de adoctrinamiento ideológico, y que en los últimos años han desarbolado el sistema de bibliotecas públicas y han dejado a la intemperie a la industria editorial cuando más las acosaba la crisis. Y además nos han sumido en el descrédito internacional con su falta de coraje para defender los derechos de autor.

A mí me gusta explicar a mis amigos americanos la magnífica paradoja de que el centro de la industria editorial en español está en una tierra en la que se habla masivamente el catalán. Cuando parece que toca, según una vieja tradición muy hispánica, celebrar de nuevo las purezas de sangre, yo prefiero recordar las fértiles complejidades de la mezcla. Un catalán, Felip Pedrell, convenció a un gaditano, Manuel de Falla, de que buscara su inspiración como compositor en la música popular andaluza. Fue en Barcelona donde el granadino García Lorca conoció por primera vez el éxito de público para su teatro. Cuando yo era un aficionado primerizo a la música, pude descubrir en Granada la obra de Schoenberg, de Alban Berg y de Kurt Weill gracias a la orquesta de cámara del Teatre Lliure dirigida por Josep Pons, que años después revitalizó a la Orquesta Nacional en Madrid. Un pianista catalán, Tete Montoliu, me contagió el amor por una música que tenía su origen en los negros del Sur de los Estados Unidos. Siempre hay agravios, y quejas justas e injustas, y malentendidos dolorosos.Pero es importante recordar que, desde los años del final del franquismo, nunca han faltado escritores catalanes, directores teatrales, cantantes, actores, artistas de cualquier tipo, entre los más admirados por el público en toda España.

Sigo creyendo que a pesar de los pesares tenemos en común cosas fundamentales. Y creo que la literatura, su vocación de claridad y exactitud, su presencia en los libros, puede ser un antídoto muy saludable contra la omnipresencia tóxica de las consignas, contra la usurpación del debate público por parte de los profesiones de la gresca política».

Discurso pronunciado en el IV Congreso Internacional de la Lengua Española 2017

Ciudadanía hispánica de la literatura

«Si el primer impulso de la unidad europea fue la economía, el de la comunidad hispánica ha sido casi desde siempre la literatura. A principios de los años cincuenta del siglo pasado unos pocos europeos tomaron, para citar el poema de Jorge Luis Borges, la extraña decisión de ser razonables, y quizás desengañados por decenios de palabrerías tóxicas y utopías delirantes, decidieron empezar por lo más simple en apariencia, por lo menos poético. Para construir la fraternidad europea después de dos guerras genocidas, empezaron por poner en común el carbón y el acero. No es mala idea, desde luego. Me dedico a la literatura pero no tengo nada contra los comerciantes, porque vender y comprar y viajar de un lado a otro llevando mercancías es una de las tareas más nobles y civilizadoras que ha conocido el mundo. Es más: por dedicarme a la literatura dependo del comercio para que mis libros lleguen a sus posibles lectores, o para tener yo acceso a los libros que me gustan, muchos de ellos editados en lugares muy lejanos del mundo. Nosotros, los hablantes de español, hemos descubierto la anchura de los continentes a la vez físicos e imaginarios que habitamos gracias a un cierto número de libros, a la hermosa mercancía de las palabras impresas.

Las distancias inmensas de la geografía, los prejuicios mezquinos de la ignorancia, el amor por el sectarismo y las fronteras de nuestras clases políticas, se han hecho menores, y en ocasiones se han borrado por completo, gracias al efecto hermanador de la literatura. Si Europa cumple cincuenta años, en cierto sentido el espacio común que abarca a América Latina y a España está cumpliendo cuarenta, porque ese es el tiempo que ha pasado desde que se publicó por primera vez Cien años de soledad. Como señaló Marcel Proust, no hay un público que esté esperando ansiosamente lo nuevo, ya que lo nuevo, por definición, es desconocido: nadie espera lo que no sabe que existe.

En 1967 no había millones de lectores esperando la aparición de esa novela que no iba a parecerse a ninguna otra, y la prueba de ello es que sus editores fueron muy prudentes al publicarla, y que hasta algún importante editor, célebremente, prefirió no hacerlo. Es el libro el que crea a sus lectores: es su misma novedad lo que al deslumbrar a quienes se acercan a ella les revela un tesoro inusitado que jamás se habrían atrevido a concebir. Proust decía que los cuartetos últimos y más radicales de Beethoven no esperaron a que se creara un público para ellos después de la muerte de su autor: fueron los mismos cuartetos los que poco a poco crearon a ese público, y lo mismo podemos decir de la obra misma de Proust, o del éxito universal de Cien años de soledad, que resume y contiene también el éxito de la gran narrativa latinoamericana.

El número de lectores que nacieron gracias a esa literatura es incalculable: y no me olvido de los escritores que le deben la revelación definitiva de su vocación literaria, entre los cuales me cuento, a mucha honra. Pero me importa hoy resaltar sobre todo que esos libros crearon también un mundo, un espacio, un mapamundi que tiene mucho que ver con la idea misma de la ciudadanía. La influencia fue aún más decisiva entre quienes descubrimos la literatura de América Latina en esa época fervorosa de la adolescencia en la que nos estaba sucediendo el descubrimiento de la vocación de escribir. Si, como dice un personaje sinvergüenza de Cary Grant, el secreto del éxito es comenzar desde arriba, yo no puedo imaginar un comienzo mucho mejor para mi encuentro, hacia los quince años, con la literatura de mi época, que la lectura de Cien años de soledad. Yo no tenía a nadie que guiara mis lecturas, y si bien eso me hizo distraerme con muchos libros malos(que tampoco me hicieron daño, la verdad)también me permitió un encuentro en condiciones de perfecta inocencia con unos cuantos libros excepcionales.

Tuve la suerte de leer el Quijote sin que me lo mandara o me lo recomendara nadie y sin saber si quiera que era una obra maestra, de modo que lo leí con plena felicidad y sin ninguna reverencia, sin que me estropeara el deleite ni el menor rastro de imposición cultural. Exactamente lo mismo me sucedió con Cien años de soledad. Cayó en mis manos de una manera casual, y me puse a leerlo como leía casi cualquier cosa, con el mismo fervor indiscriminado con que leía novelas policiales o relatos de aventuras o incluso novelitas baratas de espías y del oeste, y hasta los papeles rotos de la calle, por citar al mejor de nuestros novelistas. Pero desde la primera línea me encontré sumergido en un mundo, en un idioma, en una manera de contar que no podían compararse a nada conocido por mí. Era the shock of the new, el sobresalto de lo nuevo, por decirlo con la expresión del crítico Robert Hugues: pero también era, paradójicamente, la sugestión de lo más antiguo, el hechizo de los cuentos primitivos y de las historias familiares que nos contaban los mayores.

Era un mundo del todo exótico para un chico que jamás había salido de su vida rural y su provincia española, con animales y plantas tan desconocidos como las palabras que los nombraban, como los nombres desmedidos de los personajes.

Pero detrás de ese exotismo estaba el reconocimiento de una vida rural de trabajo sin recompensa como la que mi familia vivía, y también el trauma de una historia de explotación y violencia no muy distinta de la que habían padecido las clases populares españolas. Hasta los nombres, a pesar de su rareza, eran familiares después de todo: ¿ no se parecían a los de los héroes y los países de las novelas de caballerías, a los que le trastornaron la cabeza con el retumbar de su sonoridad al pobre Alonso Quijano? Remedios la bella era parienta de la princesa Micomicona de Etiopía, y el gitano Melquíades tenía el mismo talento para las narraciones disparatadas y burlonas que Cide Hamete Benengeli, y dominaba las artes dudosas de la nigromancia como el mago Fritón o Frestón o como el mismo Merlín. Macondo era fantástico y real al mismo tiempo, pero también lo era la Mancha de los ejércitos de gigantes o ese paraje perfectamente literal en el que se abre la cueva de Montesinos.

Pero en esa novela no estaba roturada sólo la geografía de Macondo: estaba el ámbito entero del que de pronto nos sentíamos parte los que la leíamos, sin que contase para nada nuestro origen. Los españoles encerrados en nuestro país franquista emergíamos de pronto, a través de la lectura, a toda la anchura por la que resonaba la lengua en la que estaba escrita, y estoy seguro de que lo mismo pueden decir quienes la leyeron en cualquier país de América Latina. Nuestros territorios estancos eran traspasados e iluminados por el fulgor de un mismo meteoro. Y ese fue el espacio en el que desde entonces habitó nuestra imaginación, otorgándonos un derecho soberano de ciudadanía que se nos fue llenando, sin que nos diéramos cuenta, de un profundo sentido político.

Compartir un libro es formar parte de una fraternidad más allá de los vínculos mezquinos del parentesco o de la identificación inmediata. El libro que tenemos en común con un desconocido nos revela que hay vínculos y semejanzas que se sustentan sobre lo mejor y lo más universal de la naturaleza humana. En torno a Cien años de soledad siguieron llegándonos libros que nos alimentaban la imaginación y el conocimiento de América, y que nos hacían tomar conciencia de las dimensiones inusitadas de nuestro idioma. Fue una orgía perpetua que cambió en unos pocos años la literatura en español, una edad de oro que nos deslumbra menos porque nos hemos acostumbrado a ella. Qué mejor aprendizaje para un aspirante a escritor que leer, en rápida sucesión, la Ciudad y los perros, La casa verde, Conversación en la catedral, Boquitas pintadas, El beso de la mujer araña, El siglo de las Luces, El aleph, La invención de Morel, El astillero, Los adioses, El perseguidor, Pedro Páramo y no sigo enumerando porque el tiempo de esta intervención se me iría tan sólo en una lista de títulos.

La comunidad hispánica se fue haciendo en la lectura de cada uno de ellos: creando a sus lectores, esos libros crearon también un proyecto ciudadano supranacional y transatlántico que es el que ha hecho posible, entre muchas otras cosas, este congreso de la lengua. Pero ese impulso nacido de la literatura era mucho más antiguo, y había tenido en Rubén Darío a uno de sus héroes, quizás el primer escritor de nuestra lengua cuyo influjo coincide con la extensión total del español. Rubén, nicaragüense peregrino, escapa de las fronteras de su propio país y desde entonces y hasta su muerte vive en el reino fantástico de la lengua española. Viaja a España, se educa en los simbolistas franceses, traslada al español las músicas de esa poesía, y también nos trae con un poderío incluso mayor la respiración épica y terrenal de Walt Whitman. Su amor por la España desolada y vencida de 1898 es tan generoso como el que le lleva a levantarse en defensa de una América hispana amenazada por el avasallamiento de los Estados Unidos.

La Oda a Teddy Roosevelt es un poema magnífico y al mismo tiempo un manifiesto político, una celebración de la civilización en español y a la vez un reconocimiento, a través del homenaje a Whitman, de las virtudes fertilizadoras del cosmopolitismo. Trastornando la literatura escrita en español Rubén crea una tradición unitaria que hasta entonces no había existido. Rubén está en el origen de casi todos los nombres mayores de las primeras décadas del siglo XX. Sin la Oda a Teddy Roosevelt no existiría el Grito hacia Roma o la Oda a Walt Whitman de García Lorca, ni el Tirano Banderas de Valle-Inclán, ni quizás la vehemencia visionaria de José Martí. Pero sobre todo no existiría la trama que une la creación literaria a lo largo de América Latina y al otro lado del Atlántico, y que a partir de ella establece el territorio abierto de nuestra conciencia común.

Los profesores y los ideólogos, ha denunciado hace poco Milan Kundera, se obstinan en confinar la creación literaria en la camisa de fuerza de las tradiciones nacionales. Nosotros tenemos la buena fortuna, el valioso antídoto, de un idioma que atraviesa intacto las fronteras más lejanas, y que es a la vez profundamente unitario e inagotable en sus variedades. Por supuesto que ni siquiera ese territorio tan amplio es el único en el que nos movemos: cualquier patrioterismo es dañino, lo mismo el de una aldea que el de un continente, y del mismo modo que Rubén y Borges trajeron al español las prosodias de otros idiomas el impacto de la gran literatura de América Latina ha ido mucho más allá de los lectores y los escritores hispanohablantes. Kafka y William Faulkner están presentes en Gabriel García Márquez en la misma medida en que él influye en Salman Rushdie o Borges en Paul Auster o en Don de Lillo, o Whitman en Lorca, a través de Rubén y de las traducciones de León Felipe.

Y quienes escribimos ahora continuamos ese diálogo interminable con nuestros mayores, estemos en Bogotá, en Lima, en Buenos Aires, en Madrid, en Nueva York: es un diálogo hecho de amor y también de rechazo, de admiración y de rebeldía, porque uno se hace no sólo venerando a un maestro sino también enfureciéndose contra él, queriendo negarlo para marcar distancia y buscar el propio espacio. En la novela española, la generación de Valle-Inclán y de Pío Baroja se hizo, para bien y para mal, en una discordia con Galdós que era en el fondo un diálogo casi exasperado, por lo inevitable: los que hemos venido detrás de los escritores del boom, seguimos aprendiendo de ellos y peleando contra ellos, y como muchos, sin darnos mucha cuenta, hemos dejado de ser jóvenes en el curso de esta diatriba, ahora descubrimos que otros más jóvenes irrumpen con sus propias voces y conversan y disputan con nosotros.

Quisiéramos que ese diálogo fuese más intenso, y que el espacio común del idioma se volviera mucho más terrenal, más fácilmente transitable. Quizás porque nuestro mundo común ha sido creado por la literatura, y no por el comercio del carbón y el acero, notamos con frecuencia que nos sobran palabras y nos faltan hechos, y que los vapores de un idioma demasiado sonoro y demasiado meloso nos aletargan la conciencia, la capacidad de juzgar y actuar. Celebramos con euforia estadística lo cientos de millones de hablantes que tiene nuestra lengua, pero no advertimos que falta mucho aún para que nuestras mejores creaciones alcancen la visibilidad que merece en los repertorios de la cultura universal, en los cuales tenemos una presencia muy limitada, y muchas veces desfigurada también por la caricatura de lo exótico. Los idiomas no existen fuera de las personas que los hablan: el porvenir del español no puede estar en la demografía, sino en el progreso, en la justicia social y en la educación que mejorarán la vida y por lo tanto las capacidades expresivas de quienes lo hablan.

El enemigo del español no es el inglés, sino la pobreza. Lo que amenaza a la literatura y a los libros es la ignorancia y el abandono de la educación, no el Internet. La amplitud y la unidad de la lengua contrastan con la fragmentación de las literaturas que se escriben en ella, de la que sólo escapan unos pocos libros, unos pocos autores. Necesitamos mejores escuelas y mejores bibliotecas para tener más lectores: pero también necesitamos tejidos editoriales lo bastante vigorosos como para establecer de verdad un mercado común de los libros, no sólo entre España y América Latina, sino también en el interior de América, donde los libros son algunas de las mercancías que viajan más difícilmente. Necesitamos periódicos que informen con una perspectiva de verdad hispánica y revistas culturales que tengan esas virtudes que casi siempre nos faltan, rigor generoso, amplitud de miras, entusiasmo eficiente.

Necesitamos que ni los chantajes de la tiranía ni los del terrorismo pongan límites a la libertad de expresión. La mejor literatura en español la ha escrito gente que cruzaba fronteras, que escribía sobre Macondo en México o sobre la Amazonía peruana en Barcelona, sobre Cuba en Nueva York, o en Londres, sobre Benarés en Buenos Aires, sobre Santa María en Madrid. Necesitamos inocularnos contra la facilidad verbosa y la autoindulgencia del estilo con la disciplina de la sequedad expresiva. Son propósitos literarios, pero en el fondo son deseos políticos. Si tantos de nosotros nos hicimos lectores y algunos incluso llegamos a cumplir el sueño de hacernos escritores gracias al ejemplo de la generación de Gabriel García Márquez, también necesitamos que se haga práctica y tangible la ciudadanía por ahora quimérica que hemos podido soñar gracias a la literatura».