La tragedia y el hombre común publicado en The New York Times el 27 de febrero de 1949

«En esta época se escriben pocas tragedias. Frecuentemente se dice que esto se debe a que existen pocos héroes en nuestro derredor, o que, debido al escepticismo de la ciencia, la sangre del hombre moderno ha sido vaciada de la posibilidad de la fe, y que una actitud de reserva y circunspección no pueden nutrir el surgimiento de un impulso heroico de la vida. Por la razón que fuere, generalmente, nos dicen que hoy somos seres que estamos muy por debajo de la tragedia o que la tragedia está muy por encima nuestro. La conclusión inevitable, por supuesto, será que el modelo trágico es arcaico, y que solo sirve para los que ocupan un nivel muy alto, los reyes o los que están relacionados con la realeza; esto es lo que se quiere decir generalmente, aunque no se lo exprese con tantas palabras. Creo que el hombre común, al igual que los reyes de antaño, es un sujeto apto para la tragedia, en su sentido más alto. Esto debería ser obvio a la luz de la psiquiatría moderna, que basa su análisis en formulaciones clásicas tales como los complejos de Edipo y de Orestes, por ejemplo, que fueron representados por seres pertenecientes a la realeza pero que se aplican a todos los hombres en situaciones emocionales similares.

Para decirlo con mayor simpleza, cuando hablamos de otros temas, fuera del tema de la tragedia en el arte, nunca dudamos en atribuir a los que ocupan rangos sociales altos o exaltados los mismos procesos mentales que a los que ocupan un lugar social menor. Y finalmente, si la exaltación de la acción trágica fuera realmente una cualidad que puede atribuirse solamente a los que han nacido de buena cuna, sería inconcebible que masas enteras de la humanidad pudieran preferir la tragedia sobre todas las demás formas de arte, ni qué decir que no podría aceptarse que la comprendieran.

Como regla general, que tal vez contenga muchas excepciones que yo no conozco, creo que el sentimiento trágico es evocado en nosotros cuando nos hallamos en presencia de un personaje que está dispuesto a dar su vida, se fuese necesario, para conservar una única cosa: su sentimiento de dignidad personal. Desde Orestes hasta Hamlet, desde Medea hasta Macbeth, la lucha subyacente consiste en que el individuo intenta ganar su posición “justa” en la sociedad en que vive.

A veces se trata de alguien que ha sido desplazado de ella, otras, de alguien que intenta lograrla por primera vez, pero la herida fatal de la cual surgen los acontecimientos inevitables es una herida a la dignidad, y su fuerza dominante es la indignación. Por lo tanto, la tragedia es la consecuencia de la total
compulsión que tiene el hombre de evaluarse a sí mismo con justicia.

Es el héroe mismo quien inicia la tragedia, y el relato siempre revela lo que ha sido denominado “la falta trágica”, una falta que no solamente poseen los personajes grandiosos o elevados. Ni siquiera se trata de una debilidad. La falta o el resquebrajamiento del personaje, no es más (y no es necesario que sea más) que su inherente renuencia a permanecer pasivo ante lo que él considera un desafío a su dignidad, a la imagen que él tiene de su propio lugar en la sociedad. Solamente los pasivos, solamente los que aceptan su porción en la vida sin vengarse activamente están “libres de faltas”. La mayoría de nosotros pertenecemos a esta categoría.
Pero existen personas, hoy, entre nosotros, que siempre se han opuesto al esquema de las cosas cuando éste los degrada, y en este proceso de oposición todo lo que hemos aceptado, ya sea por temor, por falta de sensibilidad o por ignorancia se deshace ante nosotros y es examinado. Y todo esto lo inicia un individuo que se opone al cosmos aparentemente estable que nos rodea, y de este análisis total del medio ambiente “estable”, proviene el terror y el miedo que son clásicamente asociados a la tragedia.

Y lo que es más importante aún, a partir de este cuestionamiento total de lo que previamente había permanecido incuestionado, surge el aprendizaje. Y esta clase de proceso no está fuera del alcance del hombre común. Durante los últimos treinta años, en todas las revoluciones que se han producido en el mundo, este hombre común ha demostrado , una y otra vez, esta dinámica interna de la tragedia.Creer que el rango del héroe trágico debe ser la “nobleza” de su carácter, implica que nos atenemos únicamente a las formas exteriores de la tragedia. Si el rango o la nobleza de carácter fuesen indispensables, sería necesario pensar que los problemas de aquellos que pertenecen a un rango social elevado tienen sus problemas particulares y que estos son los problemas de los que tratan las tragedias. Pero estoy seguro de que el derecho de un monarca de apropiarse de las tierras de otro no producen ninguna pasión en nosotros, ni tampoco los conceptos de justicia que nosotros tenemos son los que estaban en la mente de un rey de la época isabelina.

Sin embargo, la cualidad que nos sacude en las obras trágicas proviene del miedo subyacente que tenemos de ser desplazados, del desastre que significa que seamos arrancados de la imagen que hemos elegido para representarnos qué y quienes somos en este mundo. Entre nosotros, hoy en día este temor 
es tan fuerte, o tal vez más fuerte de lo que fue siempre. En realidad, es el hombre común quien conoce mejor que nadie este temor.

Si resulta cierto que la tragedia es la consecuencia de la compulsión total que tiene el hombre de evaluarse a sí mismo con justicia, el hecho de que se destruya a sí mismo cuando lo intenta, ubica el error o el mal en el entorno social. Y de esto, precisamente, trata la moral de las tragedias, y esto es lo que tratan de enseñarnos. El descubrimiento de la ley moral, que es lo que la tragedia intenta alumbrar, no se refiere al descubrimiento de un hecho abstracto o metafísico.

El derecho trágico es una condición de vida, una condición en la cual la personalidad humana puede florecer y realizarse a sí misma. Lo errado es la condición que suprime al hombre, que desvía el fluir de sus instintos amorosos y creativos. La tragedia es iluminadora y debe serlo ya que apunta con su dedo heroico al enemigo de la libertad humana. Lo que exalta en la tragedia es esa cualidad que le confiere el impulso hacia la libertad. El cuestionamiento revolucionario del entorno estable es lo que nos aterroriza. Y de ninguna manera esto está fuera del alcance del pensamiento y de las acciones del hombre común.

Vista bajo esta luz, la falta de tragedias hoy, puede deberse, parcialmente al giro que la literatura moderna ha dado hacia un punto de vista excesivamente psiquiátrico o puramente sociológico. Si todas nuestras miserias, nuestras indignidades nacen y se alimentan en nuestras propias mentes, entonces, toda acción, y mucho menos la acción heroica, es obviamente imposible.

Si únicamente la sociedad es responsable por el cercenamiento de nuestras vidas, entonces tendríamos un protagonista cuyas necesidades deben ser tan puras e impolutas que se anularía su validez como personaje. La tragedia no puede derivar de ninguno de estos puntos de vista, simplemente porque ninguno de ellos representa un concepto equilibrado sobre la vida. Por sobre todo, la tragedia necesita que el escritor tenga mucha precisión en la apreciación de las causas y sus efectos.

Por lo tanto ninguna tragedia puede surgir si el autor teme cuestionar absolutamente todo, o si el autor considera que las instituciones, los hábitos o las costumbres son imperecederas, inmutables o inevitables. En el punto de vista trágico la necesidad del hombre de realizarse totalmente es el único punto de vista fijo, y todo lo que desnaturaliza este desarrollo debe ser atacado y examinado. Pero esto no quiere decir que la tragedia deba alentar revoluciones.

Los griegos podían elevarse y probar el origen divino de sus costumbres y descender para confirmar si sus leyes son justas. Y Job podía enfrentar a Dios con enojo en reclamo de sus derechos y terminar sometido a sus designios. Pero, en algún momento preciso estos personajes someten todo a la crítica, nada se acepta. Esta manera de forzar y de rasgar el cosmos le confiere “estatura” trágica al personaje, cosa que generalmente y de manera espuria, se le asigna a los personajes de la realeza o de alta condición social. Pero el más común de los hombres puede alcanzar dicha estatura, siempre y cuando tenga el deseo de cuestionarse todo lo que posee en esta batalla para lograr el lugar que le corresponde en este mundo.

Hay un concepto tergiversado de la tragedia que he visto en todas las críticas, y también en muchas de las conversaciones que he sostenido con escritores y lectores. Y es que la tragedia necesariamente es pesimista. Incluso el diccionario dice únicamente que esta palabra significa una historia con un final triste o infeliz. Esta impresión está tan extendida que, aunque pleno de dudas, afirmo que, en realidad, un autor es mucho más optimista cuando escribe una tragedia que cuando crea una comedia, y que el resultado final significa que se refuerzan, en el observador, las opiniones más elevadas sobre el animal humano.

Porque es verdad que, en esencia, el héroe trágico está abocado a reclamar la parte que le toca como persona, y si la lucha es total y sin reservas, esto automáticamente demuestra que la voluntad del hombre para llegar a ser humano es indestructible.

La posibilidad de la victoria se encuentra allí, en la tragedia. En cambio, cuando rige el patetismo, cuando aparece el patetismo, esto implica que el personaje ha peleado una batalla que nunca podría haber ganado. Lo patético se logra cuando el protagonista, debido a su poca inteligencia, insensibilidad o mediante toda su figura, es presentado como incapaz de medirse con una fuerza muy superior a él.

Lo patético es la verdadera modalidad del pesimista. La tragedia, en cambio, necesita de un mejor equilibrio entre lo que es posible y lo imposible. Y curiosamente, aunque deberíamos decir que esto es lo que resulta edificante, las obras de teatro que hemos amado durante siglos y siglos son tragedias. Únicamente en las tragedias reside la creencia optimista en la posibilidad de perfeccionamiento del hombre.

Es tiempo, creo, de que nosotros que ya no tenemos reyes, retomemos este hilo de nuestra historia para llevarlo al único sitio posible en nuestra época: el corazón y el espíritu del hombre común».

Prefacio de "Al correr de los años. Ensayos reunidos" (1944-2001)

Prefacio de «Al correr de los años. Ensayos reunidos» (1944-2001)

«Al examinar los numerosos ensayos que he publicado en el transcurso del último medio siglo, me ha sorprendido constatar que muchos de ellos tratan de la vida política del momento. Lo cierto es que no me había fijado hasta ahora. No me refiero a la política en el sentido de elegir al candidato más idóneo para la presidencia del gobierno, sino más bien a la vida de la comunidad y al rumbo que ésta parece tomar. La preocupación que ello trasluce, y que vuelve a mí al revisar este conjunto de ensayos, me recuerda una vez más de qué manera cambian los supuestos de cada generación y cómo la tradición literaria dominante de una época deja de ser pertinente para otra.

Quienes alcanzamos la mayoría de edad en la década de los años treinta, nos encontramos con una nueva fuerza que impregnaba en gran medida el discurso cultural: por supuesto, el fracaso del capitalismo y la promesa del socialismo. La profundidad de aquel fracaso es ya casi inexpresable, y aún más el aroma que exhalaba el remedio. La idea del artista como activista era nueva y, al principio, emocionante. Uno miraba atrás con envidia no sólo hacia el realista social Zola y sus panfletos históricos, que cambiaron la conciencia política de Francia, sino también a la actividad panfletaria de Tolstói y Dostoievski, e incluso de Chéjov, a quien podría considerársele el cronista de un sector social muy particular, caracterizado por la sensibilidad y una serena nostalgia, pero que aún así encontró tiempo para efectuar su famoso viaje a través de Rusia, y nada menos que en un carruaje descubierto, para escribir un informe sobre las condiciones de los presos políticos en la isla de Sajalín. Y, naturalmente, estaba la larga e ilustre estirpe de los artistas políticos británicos e irlandeses, entre ellos Shaw, el más reciente, quien seguía escribiendo obras de teatro y tratando de comprender a la sociedad británica. […]

Así pues, los jóvenes de los años treinta alzaban con conocimiento de causa los estandartes de la protesta y el compromiso social, una orgullosa distinción que desafiaba a la torre de marfil en la que la mayoría de los escritores parecían haber vivido durante los encantadores y bastante tontos años veinte. Muy pocos escritos de aquel nuevo y estimulante estado de cosas han sobrevivido, pues se desvanecieron junto a los problemas a los que se hallaban tan fuertemente ligados. Las pocas grandes obras de arte que han resistido el paso del tiempo, como Llámalo sueño, de Henry Roth, si bien reflejaban con eficacia la pobreza y las miserables condiciones de vida de la clase trabajadora en la ciudad, de hecho apuntaban esencialmente en otra dirección: a las experiencias subjetivas del autor y su percepción personal de la vida en un tiempo y un lugar determinados.

Pero uno daba por sentado, y a decir verdad sin necesidad de pensar demasiado en ello, que incluso la idea de ‘escritor’ tenía poco que ver con alguien que proporciona entretenimiento (cosa en lo que básicamente se ha convertido); al contrario, se asociaba a alguien que se proponía rehacer a la humanidad (y, por supuesto, volverse famoso al mismo tiempo). Esto significaba activismo político y compromiso social, y tener una perspectiva bastante corta de las cosas, pero eso era inevitable cuando uno vivía como si se hallara en un estado de emergencia perpetuo, por así decirlo, pues era un periodo que acabaría o con el triunfo del fascismo o con la derrota de éste, incluido el fascismo anímico que nos rodeaba. Esa plaga ya se había apoderado de Alemania e Italia, dos de las grandes culturas europeas. Y en Estados Unidos, después de todo, los linchamientos no eran infrecuentes en el sur en esa época, una época en que la fábrica de Ford guardaba gas lacrimógeno en el sistema de extinción de incendios por si a los trabajadores se les ocurría hacer una sentada, y la policía privada de Ford tenía derecho a entrar en casa de cualquier empleado para ver si vivía como Ford consideraba que debía hacerlo; una época en que ante los hoteles de temporada en Nueva Jersey había discretos letreros que rezaban: ‘No se admiten perros ni judíos’, en que a un barco cargado de judíos a los que Hitler permitió abandonar Alemania no se le permitió tampoco atracar en un puerto estadounidense y se le obligó a regresar a Alemania, donde enviaron su carga humana a los hornos crematorios. No recuerdo haber visto entonces a un solo policía negro en Nueva York y, por supuesto, en el Ejército se daba una rígida segregación.

Comento todo esto para subrayar el hecho de que norteamericanos y europeos, judíos y gentiles, guardaron silencio, no quisieron protestar por lo que sabían que estaba sucediendo en Alemania. Los gentiles porque sin duda temían que su preocupación, en caso de que la tuvieran, expondría el país a una invasión de refugiados; los judíos por miedo a atraer la atención sobre sí mismos, lo que les habría convertido, incluso en su propio país, en mejores dianas de lo que ya eran. Pero entonces pocas personas se extrañaban de que un movimiento laboral reformista, con todo su idealismo social recién alumbrado, fuese también racista a carta cabal.

Tengo la sensación de que ahora todo esto ha sufrido un cambio radical, que la gente, sea cual fuere su ideología, tiende con facilidad a protestar ruidosamente contra lo que percibe como injusticias cometidas con ellos o contra otros. Los supuestos de este siglo que ahora comienza son de un orden por completo distinto al de los vigentes en la mayor parte del anterior. Y se han desplazado en diversas direcciones en los 60 años transcurridos desde la década de los años treinta.

Durante la II Guerra Mundial, tras las coléricas pendencias de los años de la Depresión, se dio una especie de alto el fuego implícito en la crítica social. (Escribí Todos eran mis hijos durante la guerra, y temí que me ocasionara no pocos conflictos, pero la guerra finalizó precisamente cuando yo terminaba la obra, y la paz despejó cierto espacio para que se pudiera expresar lo indecible, algo que todo el mundo sabía: que ciertas personas habían hecho fortunas por medios ilícitos, y a veces criminales, gracias a la guerra). Con los años cincuenta comenzó el silencio, impuesto religiosamente por la guerra fría, de toda crítica severa, por temor a que los comunistas se beneficiaran, y en los sesenta el tapón de los sentimientos reprimidos volvió a saltar por los aires con la cultura de la droga y el movimiento en contra de la guerra de Vietnam. No recuerdo que en los setenta sucediera nada, y en los ochenta sobrevino el estado hipnótico reaganiano y los escritores, me parece ahora, se sentían rodeados por unas cada vez más extensas ‘ciudades dormitorio’ de la mente que, a comienzos del nuevo siglo, momento en que escribo esto, han florecido y se han convertido en una cultura de la diversión que absorbe como una esponja cualquier cosa que caiga en ella, y que, en un estado de amortiguamiento general, lo mezcla todo más allá de cualquier definición posible. En una palabra, nunca como ahora se habían creado tantas obras dramáticas, sobre todo cinematográficas (las teatrales son mucho menos), que versen sobre temas de importancia social; sin embargo, ninguna de ellas parece capaz de aguantar la transformación que el público hace de toda la información, incluso de la más alarmante, convirtiéndola en diversión. Hubo un tiempo en que una novela, Las uvas de la ira, de John Steinbeck, estimuló al Congreso a aprobar una legislación destinada a mejorar las condiciones en los campamentos de trabajo transitorio del Oeste, algo inconcebible en nuestros días, cuando es improbable que los congresistas conozcan la existencia de una novela determinada, y no digamos que se la tomen en serio y la consideren un reflejo de la vida de personas reales y no las vidas de unos seres destinados a entretener.

Pero en mayor o menor grado, a lo largo de las décadas, la cultura popular, en cuyo seno se han representado mis obras, nunca ha sido proclive a tomarse la vida en serio, un fenómeno no exclusivamente norteamericano. A pesar de que Ibsen era un gran agitador intelectual, Bernard Shaw tardó muchos años en conseguir que las obras del dramaturgo noruego se representaran en Gran Bretaña, donde se le consideraba un loco; y puedo afirmar por experiencia propia que, incluso en los años cincuenta, el teatro británico ofreció una abrumadora resistencia a tratar en serio la vida contemporánea. En efecto, la vanguardia veía en el teatro norteamericano un ejemplo de lo que debía hacerse en Inglaterra, por escasas y distintas que fuesen aquellas obras de las producidas en Broadway.

Sea como fuere, en el transcurso de los años he perorado fuera del escenario tanto como en él, y este conjunto de trabajos forma parte de la serie de cosas sobre las que me ha interesado escribir en el último medio siglo».

 

Fuente | Edición impresa de El País del 14 de octubre de 2002 | Traducción de Jordi Fibla

Discurso al recibir el Premio Príncipe de Asturias de las Letras de 2002

«La concesión de este gran premio a mi obra, me trae a la memoria mis lazos con España y su cultura. Nunca he vivido aquí, ni he pasado, a lo largo de los años, más que unas pocas semanas en mis diversas visitas con mi mujer, Inge Morath, ya fallecida. Sin embargo, desde mi juventud, España ha ejercido sobre mi conciencia efectos especialmente importantes e incluso dramáticos.

Acababa de cumplir veinte años cuando estalló la Guerra Civil, con el alzamiento encabezado por Franco contra la República. No hubo ningún otro acontecimiento tan trascendental para mi generación en nuestra formación de la conciencia del mundo. Para muchos fue nuestro rito de iniciación al siglo veinte, probablemente el peor siglo de la historia. La agonía española se convirtió en clásica, el modelo de otros muchos gobiernos democráticos derrocados por fuerzas militares que predicaban la vuelta a los valores cristianos. Dos de mis compañeros universitarios marcharon para luchar con la Brigada Abraham Lincoln; uno, Ralph Neaphus, nunca volvió. Durante casi cuatro años lo primero que buscábamos en los periódicos de la mañana eran las noticias procedentes del frente español.

La palabra España en los años treinta era explosiva, el emblema esencial no sólo de la resistencia contra un retroceso obligado a un feudalismo eclesiástico mundial, sino también contra el dominio de la sinrazón y la muerte de la mente. Para muchos, incluso en aquel entonces, la Guerra Civil, con los nazis y las tropas de Mussolini apoyando abiertamente a Franco, fue la primera batalla de la Segunda Guerra Mundial.

A la vez, se asociaba España con Picasso y su Guernica. Sí, resultaba difícil creer que un piloto militar, aunque fuera de las fuerzas aéreas nazis, pudiese hacer vuelo rasante por encima de una plaza abierta y soleada y bombardear a civiles. Con el paso del tiempo, España pasaría a ser ejemplo de las luchas de muchos otros pueblos por alcanzar la modernidad, dejando atrás el oscurantismo y la inutilidad de contumaces instituciones feudales. A menudo se recordaba a España en China durante su lucha por librarse de hábitos y maneras de pensar feudales. España venía trágicamente a la mente en Chile, donde Pinochet había derrocado a otro gobierno surgido de las urnas.

Más recientemente, Inge Morath me reveló otra faceta muy diferente de España, la España que ella había llegado a querer, el país donde creo que más a gusto se encontraba. Era el país de grandes pintores y de su amigo Balenciaga, pero también de campesinos y gente del pueblo y toreros, a quienes le encantaba fotografiar. Veía en el carácter español cierta aspiración a la nobleza que yo creo que reflejaba la que ella misma tenía. A comienzos de los años cincuenta, cuando España despertaba poco interés en el mundo de la cultura, hacía fotografías del medio siglo con un amor y un respeto manifiestos por el alma de la gente, el verdadero tema de su obra.

Ante su dominio absoluto del idioma, de las costumbres y de la historia de España, yo no podía más que observarla maravillado.

Nuestra vivencia española llegó a su punto culminante hace aproximadamente año y medio, cuando la acompañé en una visita al pueblo de Navalcán. Había en aquel momento una exposición de sus fotografías en Madrid, entre ellas una serie que había sacado en los años cincuenta en un pueblo entonces remoto y apenas visitado.

Ahora, cincuenta años más tarde, había llegado a Navalcán la noticia de que el pueblo había adquirido cierta fama. Un autocar lleno de gente fue a Madrid para ver por sí mismos el aspecto que tenían hace tanto tiempo. Estaban en la galería, gente ya de mediana edad, supervivientes observándose jóvenes y lozanos en sus cumpleaños, bodas, sus campos y sus casas, rodeados de amigos ya ancianos o fallecidos. Volvieron a Navalcán e hicieron llegar a Inge una invitación, insistiendo para que volviera a visitarlos.

Viajábamos con nuestro amigo Derek Walcott, poeta laureado con el Nobel y un hombre de mundo con experiencia. Seguramente había salido a la calle más de un millar de personas para saludar a Inge y celebrar su vuelta. La policía y los bomberos enviaron a sus representantes y se sirvió una comida en el Ayuntamiento para sesenta personas. Walcott nos acompañaba en medio de la muchedumbre, que no cesaba de regalar a Inge ramilletes de flores, de ofrecerle con insistencia vasos de vino y bebés para besar, a la vez que recordaban a voces su visita de hace medio siglo. Ella no había hecho más que apreciarlos en un momento dado, y había otorgado un reconocimiento y un recuerdo público a sus vidas sencillas. El cariño en sus caras era palpable. Por casualidad miré hacia Walcott y vi lágrimas en sus ojos. «En mi vida he visto algo tan bonito», dijo. El momento culminante de la visita fue la presentación a Inge por parte del alcalde de una nueva placa que decía «Calle Inge Morath». Iban a cambiar el nombre de una calle en su honor.

Por lo tanto, no vengo a ustedes y a la España moderna y democrática con las manos vacías, sino con mis recuerdos personales, unos trágicos, otros felices. Es este el mismo espíritu con el cual quiero darles las gracias por su reconocimiento y este gran premio».

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