Discurso "No a la Guerra de Irak" pronunciado en octubre de 2002

«Buenas tardes.

Permítanme comenzar diciendo que, si bien esto ha sido anunciado como una manifestación contra la guerra, me presento ante ustedes como alguien que no se opone a la guerra en todas las circunstancias.

La Guerra Civil fue una de las más sangrientas de la historia, y sin embargo fue sólo por el crisol de la espada, el sacrificio de las multitudes, que pudimos empezar a perfeccionar esta nación y erradicar el flagelo de la esclavitud de nuestra tierra. No me opongo a todas las guerras.

Mi abuelo se alistó en una guerra el día después de que Pearl Harbor fue bombardeado, luchó en el ejército de Patton. Vio a los muertos y moribundos en los campos de Europa, oía las historias de compañeros de tropa que primero llegaron a Auschwitz y Treblinka. Luchó en el nombre de una libertad más amplia, parte de ese bastión de la democracia que triunfó sobre el mal, y él no luchó en vano.

No me opongo a todas las guerras.

Después del 11 de septiembre, después de presenciar la horrible matanza y destrucción, el polvo y las lágrimas, he apoyado el compromiso de esta Administración para perseguir y erradicar el terrorismo y la intolerancia, y yo de buena gana tomo las armas para evitar que semejante tragedia vuelva a suceder.

No me opongo a todas las guerras. Y sé que en esta multitud que nos acompaña hoy, no hay escasez de patriotas, o de patriotismo. A lo que me opongo es a una guerra estúpida. A lo que me opongo es que esta Administración siga su propia agenda ideológica independientemente de los costos en pérdida de vidas y en sufrimientos que tendría esa guerra.

A lo que me opongo es al intento por parte de politiqueros como Karl Rove para distraernos de un aumento en la tasa de pobreza, una caída en el ingreso medio, para distraernos de los escándalos corporativos y un mercado de valores que ha acaban de pasar por el peor mes desde la Gran Depresión.

Eso es a lo que me opongo. Una guerra estúpida. Una guerra basada no en la razón, sino en la pasión, no en principios, sino en la política.

Ahora permítanme ser claro, Saddam Hussein es un hombre brutal. Un hombre despiadado. Un hombre que masacra a su propio pueblo para asegurar su propio poder. En repetidas ocasiones ha desafiado las resoluciones de la ONU, frustrado a los equipos de inspección de la ONU de armas químicas y biológicas.

Él es un mal tipo. El mundo, y el pueblo iraquí, sería mejor sin él.

Pero también sé que Sadam no representa una amenaza inminente y directa para los Estados Unidos, o para sus vecinos, que la economía iraquí está en ruinas, que los militares iraquíes una fracción de su antigua fuerza, y que de manera concertada con la comunidad internacional que puede ser contenida, hasta que en el camino de todos los dictadores de poca monta, que cae en el basurero de la historia.

Sé que incluso una victoriosa guerra contra Irak requerirá una ocupación de EE.UU. de una duración indeterminada, a un costo indeterminado, con consecuencias indeterminadas. Sé que una invasión de Irak sin una justificación clara y sin un fuerte apoyo internacional sólo avivaría las llamas del odio en Medio Oriente, y alentaría a los peores, en lugar de los mejores impulsos del mundo árabe, y fortalecería a Al-Qaeda..

No me opongo a todas las guerras. Yo me opongo a las guerras sin sentido.

Así para aquellos de nosotros que buscamos un mundo más justo y seguro para nuestros hijos, vamos a enviar un claro mensaje al presidente de los Estados Unidos. ¿Desea una pelea, presidente Bush?

Vamos a terminar la pelea con Bin Laden y Al Qaeda, a través de eficaces y coordinadas acciones de nuestra inteligencia, y a un cierre de las redes financieras que apoyan el terrorismo, y a un programa de seguridad nacional.

¿Desea una pelea, presidente Bush? Vamos a luchar para asegurar que los inspectores de la ONU puedan hacer su trabajo, y que enérgicamente hacer respetar un tratado de no proliferación, y que los antiguos enemigos y aliados actuales como Rusia puedan salvaguardar y finalmente eliminar sus reservas de material nuclear, y que las naciones como Pakistán y India nunca usen las terribles armas que ya tienen en su poder, y que los comerciantes de armas en nuestro propio país dejar de alimentar las guerras innumerables que provocan la ira de todo el mundo.

¿Desea una pelea, presidente Bush? Vamos a luchar para asegurar que nuestros aliados en Oriente Medio, los saudíes y los egipcios, dejen de oprimir a su propio pueblo, y suprimir el disenso, y tolerar la corrupción y la desigualdad y la mala administración de sus economías para que sus jóvenes crezcan sin educación, sin perspectivas de futuro, sin esperanza.

¿Desea una pelea, presidente Bush? Vamos a luchar para dejar de depender del petróleo del Medio Oriente, a través de una política energética que no se limitará a servir a los intereses de Exxon y Mobil.

Esas son las batallas que tenemos que luchar. Esas son las batallas que estamos dispuestos a participar. Las batallas contra la ignorancia y la intolerancia. La corrupción y la codicia. La pobreza y la desesperación».

Discurso "¡Yes We Can!" tras su victoria en las primarias presidenciales demócratas de Carolina del Sur, el día 26 de Enero de 2008

«Hace unas dos semanas vimos a las gentes de Iowa proclamar que nuestra hora de cambiar ha llegado. Pero hubo quienes dudaron del deseo de este país de conseguir algo nuevo; aquellos que dijeron que Iowa fue sólo un espejismo que no se volvería a repetir.

Pues bien, esta noche, las buenas gentes de Carolina del Sur le han contado una historia muy diferente a los cínicos que creyeron que lo que empezó en la nieves de Iowa era sólo una ilusión.

Después de cuatro grandes contiendas en cada esquina de este país tenemos la mayoría de los votos, la mayoría de delegados y la coalición más diversa de estadounidenses que hemos visto en mucho, mucho tiempo.

Son jóvenes y viejos; ricos y pobres. Son negros y blancos; latinos, asiáticos e indios americanos. Son demócratas de Des Moines e independientes de Concord; republicanos de la Nevada rural y gente joven de todo el país que nunca había tenido una razón para participar hasta ahora. Y en nueve días, cerca de la mitad de la nación tendrá la oportunidad de unirse a nosotros para decir que estamos cansados de la forma de negociar de Washington, que tenemos hambre de cambio y que estamos preparados para volver a creer.

Pero si hay algo que se nos ha recordado desde lo de Iowa, es que el tipo de cambio que queremos no va a ocurrir fácilmente. En parte porque tenemos grandes candidatos en el terreno; fieros competidores que merecen respeto. Y por muy contenciosa que esta campaña se pueda poner, tenemos que acordarnos que esta es un carrera para conseguir la nominación demócrata, y que todos nosotros compartimos un deseo permanente de terminar con las desastrosas políticas de la administración actual.

Pero existen diferencias reales entre los candidatos. Queremos algo más que un cambio de partido en la Casa Blanca. Queremos fundamentalmente cambiar la realidad de Washinton, una realidad que trasciende a cualquier partido en particular. Y ahora esa realidad está contraatacando con todo lo que tiene. Con las mismas viejas tácticas que nos dividen y distraen a la hora de resolver los problemas que las gentes tienen que afrontar, ya sean la cobertura sanitaria que no pueden costearse o la hipoteca que no pueden pagar.

Así que esto no va a ser fácil. No subestimemos aquello a lo que nos estamos enfrentamos.

Nos enfrentamos a la creencia de que es normal que grupos poderosos dominen a los que nos gobiernan, que estos grupos son parte del sistema en Washington. Pero sabemos que la indebida influencia de estos es parte del problema; y estas elecciones son nuestra oportunidad para decir que no vamos a dejar más que se pongan en medio de nuestro camino.

Nos enfrentamos a la idea común de que tu habilidad para liderar como Presidente proviene de la longevidad en Washington o la proximidad a la Casa Blanca. Pero sabemos que el verdadero liderazgo es sinceridad, es buen juicio, y habilidad para convocar a todo tipo de estadounidenses alrededor de un mismo propósito; un propósito superior.

Nos enfrentamos a décadas de amargo partidismo que hacen que los políticos satanicen a sus oponentes en vez de unirse para hacer que las universidades sean mas accesibles económicamente o que la energía sea mas limpia; es el tipo de partidismo en el que ni siquiera se permite decir que un republicano ha tenido una idea, incluso una con la nunca estuviese de acuerdo. Ese tipo de política es mala para nuestro partido, es mala para nuestro país, y ahora llega nuestra oportunidad para para que esto termine de una vez y para siempre.

Nos enfrentamos a la idea de que se puede decir lo que sea o hacer lo que sea para ganar unas elecciones. Sabemos que es precisamente esto lo que no funciona en nuestro sistema político, esta es la razón de que la gente no se crea más lo que dicen sus lideres; es por esto por lo que no sintonizan con el pueblo. Y estas elecciones son nuestra oportunidad para darle a los estadounidenses una razón para creer de nuevo.

Y lo que también hemos visto en estas ultimas semanas es que nos enfrentamos a fuerzas ajenas a la campaña que alimentan los hábitos que nos impiden llegar ser ser lo que queremos como nación. Es el la política que utiliza la religión como muro separador y el patriotismo como maza. Una política que nos dice qué es lo que tenemos que pensar, cómo actuar, e incluso cómo votar en el marco de las categorías que supuestamente nos definen. La asunción de que los republicanos nunca votarían de otra forma. La asunción de que a los ricos no les importan nada los pobres, y que los pobres no votan. La asunción de que los afroamericanos no pueden apoyar a un candidato blanco, que los blancos no pueden apoyar a un afroamericano; que los negros y los latinos no pueden aunar fuerzas.

Pero aquí estamos esta noche para decir que estos no son los Estados Unidos en los que creemos. Yo no he viajado por este estado durante el año pasado para ver una Carolina del Sur blanca o negra. Yo vine a ver Carolina del Sur. Vi escuelas ruinosas que están robándole el futuro a niños negros y blancos. Vi talleres cerrados y casas en venta que una vez pertenecieron a gentes de todo tipo y hombres y mujeres de cualquier color o credo que sirvieron juntos, que combatieron juntos y sangraron juntos bajo la misma bandera. Vi en lo que se ha convertido este país, y creo en lo que esta nación puede llegar a ser.

Ese es el país que veo, ese es el país que veis. Pero ahora depende de nosotros el ayudar a la nación entera para que abrace esta visión. Porque al final, no sólo nos estamos enfrentando con los arraigados y destructivos hábitos de Washington sino también con nuestras propias dudas, nuestros miedos y nuestro cinismo. El cambio que buscamos siempre ha requerido gran lucha y sacrificio. Y así pues es esta una batalla en nuestros corazones y mentes sobre qué tipo de país queremos y cuánto estamos dispuestos a trabajar duro para conseguirlo.

Así que dejad que os recuerde esta noche que el cambio no sera fácil. Ese cambio necesita tiempo. Habrá contratiempos, falsos comienzos y a veces cometeremos errores. Pero tan difícil como pueda verse, no podemos perder la esperanza. Porque hay gentes a lo largo y ancho de esta gran nación que están contando con nosotros, que no se pueden permitir cuatro años mas sin seguro médico, buenas escuelas o salarios decentes porque nuestros lideres no se reunieron para conseguirlo.

Estas son las historias y las voces de Carolina del Sur que nosotros asumimos.

La madre que no puede conseguir asistencia médica para cubrir las necesidades de su niño enfermo; ella nos necesita para que se apruebe un plan sanitario que reduzca los costes y haga que la cobertura médica sea accesible para todos lo estadounidenses.

La maestra que tiene que trabajar de noche en una tienda de «Dunkin Donuts» después de la escuela para llegar a fin de mes; Nos necesita para que reformemos nuestro sistema educativo para que pueda recibir un mejor salario, más apoyo, y para que sus alumnos reciban los recursos que necesitan para hacer realidad sus sueños.

El trabajador de «Maytag» que tiene que competir con su hijo adolescente por un trabajo de $7 dolares a la hora en «Wal-Mart» porque la empresa a la que dedicó su vida tiene ahora que cerrar sus puertas; nos necesita para que paremos de darle beneficios fiscales las compañías que trasladan los empleos fuera del país.

La mujer que me dijo que no ha sido capaz de vivir desde el día en que su sobrino se fue para Irak, o el soldado que no conoce a su hijo porque está allí por tercera o cuarta vez; nos necesitan para que nos pongamos de acuerdo para parar una guerra que nunca se debió  autorizar ni proseguir.

La opción en estas elecciones no es entre regiones, religiones ni entre hombre o mujer. No es sobre ricos contra pobres, jóvenes contra viejos; y no es sobre negros contra blancos.

Es sobre el pasado contra el futuro.

Es sobre si nos conformamos con las mismas divisiones y drama que afectan a la política de hoy en día, o si alcanzamos políticas de sentido común e innovación; un sacrificio y una prosperidad compartida.

Están aquellos que continuaran diciéndonos que no podemos realizar esto. Que no podemos conseguir lo que queremos. Que estamos vendiendo falsas ilusiones.

Pero esto es lo que sé. Sé que cuando la gente dice que no podemos superar todo el capital y las influencias en Washington, yo pienso en la señora mayor que me envió una donación el otro día; un sobre con un cheque de $3,01 junto con un verso de las escrituras plegado dentro. Así que no nos digan que el cambio no es posible. Esa señora sabe que el cambio es posible.

Cuando escucho el cínico hablar de que los negros, blancos y latinos no pueden reunirse y trabajar juntos, me acuerdo de los hermanos y hermanas latinos con los que estuve organizando, resistiendo y luchando mano a mano para conseguir empleos y justicia en las calles de Chicago. Así que no nos digan que el cambio no puede ocurrir.

Cuando escucho que nunca podremos superar la división racial en nuestra política, pienso en la mujer republicana que trabajaba para Strom Thurmond, que se dedica ahora a educar a chicos y chicas de barrios marginales y que se fue a las calles de Carolina del Sur y estuvo llamando puerta a puerta en esta campaña. Que no me digan que no podemos cambiar.

Sí se puede. Sí podemos cambiar. (Yes we can. Yes we can change).

Sí se puede curar a esta nación (Yes we can heal this nation).

Sí podemos apoderarnos de nuestro futuro (Yes we can seize our future).

Y ahora dejamos este gran estado, empujados por un nuevo viento, y retomamos el camino a través de este país al que amamos con el mensaje que hemos llevado desde los llanos de Iowa a las colinas de New Hampshire, del desierto de Nevada a la costa de Carolina del Sur; el mismo mensaje que teníamos en los buenos y en los malos momentos. Que aun siendo muchos, somos uno, que mientras respiremos, tendremos esperanza, y que donde nos encontremos con el cinismo y la duda y con aquellos que nos dicen que no se puede, responderemos con ese símbolo eterno que expresa el espíritu de un pueblo en tres sencillas palabras:

Sí. Se. Puede. (Yes. We. Can.)».

(traducción: Matías M. Trejo De Dios)

Discurso como presidente de los Estados Unidos pronunciado en Chicago el 4 de noviembre de 2008

«¡Hola, Chicago!

Si todavía queda alguien por ahí que aún duda de que Estados Unidos es un lugar donde todo es posible, quien todavía se pregunta si el sueño de nuestros fundadores sigue vivo en nuestros tiempos, quien todavía cuestiona la fuerza de nuestra democracia, esta noche es su respuesta.

Es la respuesta dada por las colas que se extendieron alrededor de escuelas e iglesias en un número cómo esta nación jamás ha visto, por las personas que esperaron tres horas y cuatro horas, muchas de ellas por primera vez en sus vidas, porque creían que esta vez tenía que ser distinta, y que sus voces podrían suponer esa diferencia.

Es la respuesta pronunciada por los jóvenes y los ancianos, ricos y pobres, demócratas y republicanos, negros, blancos, hispanos, indígenas, homosexuales, heterosexuales, discapacitados o no discapacitados. Estadounidenses que transmitieron al mundo el mensaje de que nunca hemos sido simplemente una colección de individuos ni una colección de estados rojos y estados azules.

Somos, y siempre seremos, los Estados Unidos de América.

Es la respuesta que condujo a aquellos que durante tanto tiempo han sido aconsejados a ser escépticos y temerosos y dudosos sobre lo que podemos lograr, a poner manos al arco de la Historia y torcerlo una vez más hacia la esperanza en un día mejor.

Ha tardado tiempo en llegar, pero esta noche, debido a lo que hicimos en esta fecha, en estas elecciones, en este momento decisivo, el cambio ha venido a Estados Unidos.

Esta noche, recibí una llamada extraordinariamente cortés del senador McCain.

El senador McCain luchó larga y duramente en esta campaña. Y ha luchado aún más larga y duramente por el país que ama. Ha aguantado sacrificios por Estados Unidos que no podemos ni imaginar. Todos nos hemos beneficiado del servicio prestado por este líder valiente y abnegado.

Le felicito; felicito a la gobernadora Palin por todo lo que han logrado. Y estoy deseando colaborar con ellos para renovar la promesa de esa nación durante los próximos meses.

Quiero agradecer a mi socio en este viaje, un hombre que hizo campaña desde el corazón, e hizo de portavoz de los hombres y las mujeres con quienes se crío en las calles de Scranton y con quienes viajaba en tren de vuelta a su casa en Delaware, el vicepresidente electo de los Estados Unidos, Joe Biden.

Y no estaría aquí esta noche sin el respaldo infatigable de mi mejor amiga durante los últimos 16 años, la piedra de nuestra familia, el amor de mi vida, la próxima primera dama de la nación, Michelle Obama.

Sasha y Malia, os quiero a las dos más de lo que podéis imaginar. Y os habéis ganado el nuevo cachorro que nos acompañará hasta la nueva Casa Blanca. Y aunque ya no está con nosotros, sé que mi abuela nos está viendo, junto con la familia que hizo de mí lo que soy. Los echo en falta esta noche. Sé que mi deuda para con ellos es incalculable

A mi hermana Maya, mi hermana Alma, al resto de mis hermanos y hermanas, muchísimas gracias por todo el respaldo que me habéis aportado. Estoy agradecido a todos vosotros. Y a mi director de campaña, David Plouffe, el héroe no reconocido de esta campaña, quien construyó la mejor, la mejor campaña política, creo, en la Historia de los Estados Unidos de América.

A mi estratega en jefe, David Axelrod, quien ha sido un socio mío a cada paso del camino. Al mejor equipo de campaña que se ha compuesto en la historia de la política. Vosotros hicisteis realidad esto, y estoy agradecido para siempre por lo que habéis sacrificado para lograrlo.

Pero sobre todo, no olvidaré a quién pertenece de verdad esta victoria. Os pertenece a vosotros. Os pertenece a vosotros.

Nunca parecí el aspirante a este cargo con más posibilidades. No comenzamos con mucho dinero ni con muchos avales. Nuestra campaña no fue ideada en los pasillos de Washington. Se inició en los jardines traseros de Des Moines y en los cuartos de estar de Concord y en los porches de Charleston. Fue construida por los trabajadores y las trabajadoras que recurrieron a los pocos ahorros que tenían para donar a la causa cinco dólares y diez dólares y veinte dólares

Adquirió fuerza de los jóvenes que rechazaron el mito de la apatía de su generación, que dejaron atrás sus casas y sus familiares para hacer trabajos que les procuraron poco dinero y menos sueño.

Adquirió fuerza de las personas no tan jóvenes que hicieron frente al gélido frío y el ardiente calor para llamar a las puertas de desconocidos y de los millones de estadounidenses que se ofrecieron voluntarios y organizaron y demostraron que, más de dos siglos después, un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no se ha desvanecido de la Tierra.

Esta es vuestra victoria.

Y sé que no lo hicisteis sólo para ganar unas elecciones. Y sé que no lo hicisteis por mí. Lo hicisteis porque entendéis la magnitud de la tarea que queda por delante. Mientras celebramos esta noche, sabemos que los retos que nos traerá el día de mañana son los mayores de nuestras vidas -dos guerras, un planeta en peligro, la peor crisis financiera desde hace un siglo-.

Mientras estamos aquí esta noche, sabemos que hay estadounidenses valientes que se despiertan en los desiertos de Irak y las montañas de Afganistán para jugarse la vida por nosotros.

Hay madres y padres que se quedarán desvelados en la cama después de que los niños se hayan dormido y se preguntarán cómo pagarán la hipoteca o las facturas médicas o ahorrar lo suficiente para la educación universitaria de sus hijos.

Hay nueva energía por aprovechar, nuevos puestos de trabajo por crear, nuevas escuelas por construir, y amenazas por contestar, alianzas por reparar.

El camino por delante será largo. La subida será empinada. Puede que no lleguemos en un año ni en un mandato. Sin embargo, Estados Unidos, nunca he estado tan esperanzado como estoy esta noche de que llegaremos.

Os prometo que, nosotros, como pueblo, llegaremos.

Habrá percances y comienzos en falso. Hay muchos que no estarán de acuerdo con cada decisión o política mía cuando sea presidente. Y sabemos que el gobierno no puede solucionar todos los problemas.

Pero siempre seré sincero con vosotros sobre los retos que nos afrontan. Os escucharé, sobre todo cuando discrepamos. Y sobre todo, os pediré que participéis en la labor de reconstruir esta nación, de la única forma en que se ha hecho en Estados Unidos durante 221 años bloque por bloque, ladrillo por ladrillo, mano encallecida sobre mano encallecida.

Lo que comenzó hace 21 meses en pleno invierno no puede terminar en esta noche otoñal. Esta victoria en sí misma no es el cambio que buscamos. Es sólo la oportunidad para que hagamos ese cambio. Y eso no puede suceder si volvemos a como era antes. No puede suceder sin vosotros, sin un nuevo espíritu de sacrificio.

Así que hagamos un llamamiento a un nuevo espíritu del patriotismo, de responsabilidad, en que cada uno echa una mano y trabaja más y se preocupa no sólo de nosotros mismos sino el uno del otro.

Recordemos que, si esta crisis financiera nos ha enseñado algo, es que no puede haber un Wall Street (sector financiero) próspero mientras que Main Street (los comercios de a pie) sufren.

En este país, avanzamos o fracasamos como una sola nación, como un solo pueblo. Resistamos la tentación de recaer en el partidismo y mezquindad e inmadurez que han intoxicado nuestra vida política desde hace tanto tiempo.

Recordemos que fue un hombre de este estado quien llevó por primera vez a la Casa Blanca la bandera del Partido Republicano, un partido fundado sobre los valores de la autosuficiencia y la libertad del individuo y la unidad nacional.

Esos son valores que todos compartimos. Y mientras que el Partido Demócrata ha logrado una gran victoria esta noche, lo hacemos con cierta humildad y la decisión de curar las divisiones que han impedido nuestro progreso.

Como dijo Lincoln a una nación mucho más dividida que la nuestra, no somos enemigos sino amigos. Aunque las pasiones los hayan puesto bajo tensión, no deben romper nuestros lazos de afecto.

Y a aquellos estadounidenses cuyo respaldo me queda por ganar, puede que no haya obtenido vuestro voto esta noche, pero escucho vuestras voces. Necesito vuestra ayuda. Y seré vuestro presidente, también.

Y a todos aquellos que nos ven esta noche desde más allá de nuestras costas, desde parlamentos y palacios, a aquellos que se juntan alrededor de las radios en los rincones olvidados del mundo, nuestras historias son diversas, pero nuestro destino es compartido, y llega un nuevo amanecer de liderazgo estadounidense.

A aquellos, a aquellos que derrumbarían al mundo: os vamos a vencer. A aquellos que buscan la paz y la seguridad: os apoyamos. Y a aquellos que se preguntan si el faro de Estados Unidos todavía ilumina tan fuertemente: esta noche hemos demostrado una vez más que la fuerza auténtica de nuestra nación procede no del poderío de nuestras armas ni de la magnitud de nuestra riqueza sino del poder duradero de nuestros ideales; la democracia, la libertad, la oportunidad y la esperanza firme.

Allí está la verdadera genialidad de Estados Unidos: que Estados Unidos puede cambiar. Nuestra unión se puede perfeccionar. Lo que ya hemos logrado nos da esperanza con respecto a lo que podemos y tenemos que lograr mañana.

Estas elecciones contaron con muchas primicias y muchas historias que se contarán durante siglos. Pero una que tengo en mente esta noche trata de una mujer que emitió su papeleta en Atlanta. Ella se parece mucho a otros que guardaron cola para hacer oír su voz en estas elecciones, salvo por una cosa: Ann Nixon Cooper tiene 106 años.

Nació sólo una generación después de la esclavitud; en una era en que no había automóviles por las carreteras ni aviones por los cielos; cuando alguien como ella no podía votar por dos razones -porque era mujer y por el color de su piel. Y esta noche, pienso en todo lo que ella ha visto durante su siglo en Estados Unidos- la desolación y la esperanza, la lucha y el progreso; las veces que nos dijeron que no podíamos y la gente que se esforzó por continuar adelante con ese credo estadounidense: Sí podemos.

En tiempos en que las voces de las mujeres fueron acalladas y sus esperanzas descartadas, ella sobrevivió para verlas levantarse, expresarse y alargar la mano hacia la papeleta. Sí podemos. Cuando había desesperación y una depresión a lo largo del país, ella vio cómo una nación conquistó el propio miedo con un Nuevo Arreglo, nuevos empleos y un nuevo sentido de propósitos comunes.

Sí podemos

Cuando las bombas cayeron sobre nuestro puerto y la tiranía amenazó al mundo, ella estaba allí para ser testigo de cómo una generación respondió con grandeza y la democracia fue salvada.

Sí podemos.

Ella estaba allí para los autobuses de Montgomery, las mangas de riego en Birmingham, un puente en Selma y un predicador de Atlanta que dijo a un pueblo: «Lo superaremos».

Sí podemos.

Un hombre llegó a la luna, un muro cayó en Berlín y un mundo se interconectó a través de nuestra ciencia e imaginación.

Y este año, en estas elecciones, ella tocó una pantalla con el dedo y votó, porque después de 106 años en Estados Unidos, durante los tiempos mejores y las horas más negras, ella sabe cómo Estados Unidos puede cambiar.

Sí podemos.

Estados Unidos, hemos avanzado mucho. Hemos visto mucho. Pero queda mucho más por hacer. Así que, esta noche, preguntémonos -si nuestros hijos viven hasta ver el próximo siglo, si mis hijas tienen tanta suerte como para vivir tanto tiempo como Ann Nixon Cooper, ¿qué cambio verán? ¿Qué progreso habremos hecho?

Esta es nuestra oportunidad de responder a ese llamamiento. Este es nuestro momento. Estos son nuestros tiempos, para dar empleo a nuestro pueblo y abrir las puertas de la oportunidad para nuestros pequeños; para restaurar la prosperidad y fomentar la causa de la paz; para recuperar el sueño americano y reafirmar esa verdad fundamental, que, de muchos, somos uno; que mientras respiremos tenemos esperanza.

Y donde nos encontramos con escepticismo y dudas y aquellos que nos dicen que no podemos, contestaremos con ese credo eterno que resume el espíritu de un pueblo: Sí podemos.

Gracias. Que Dios os bendiga. Y que Dios bendiga a los Estados Unidos de América».

Primer discurso como presidente de los Estados Unidos pronunciado el 20 de Enero del 2009

«Me presento aquí hoy humildemente consciente de la tarea que nos aguarda, agradecido por la confianza que habéis depositado en mí, conocedor de los sacrificios que hicieron nuestros antepasados. Doy gracias al presidente Bush por su servicio a nuestra nación y por la generosidad y la cooperación que ha demostrado en esta transición.

Son ya 44 los estadounidenses que han prestado juramento como presidentes. Lo han hecho durante mareas de prosperidad y en aguas pacíficas y tranquilas. Sin embargo, en ocasiones, este juramento se ha prestado en medio de nubes y tormentas. En esos momentos, Estados Unidos ha seguido adelante, no sólo gracias a la pericia o la visión de quienes ocupaban el cargo, sino porque Nosotros, el Pueblo, hemos permanecido fieles a los ideales de nuestros antepasados y a nuestros documentos fundacionales. Así ha sido. Y así debe ser con esta generación de estadounidenses.

Es bien sabido que estamos en medio de una crisis. Nuestro país está en guerra contra una red de violencia y odio de gran alcance. Nuestra economía se ha debilitado enormemente, como consecuencia de la codicia y la irresponsabilidad de algunos, pero también por nuestra incapacidad colectiva de tomar decisiones difíciles y preparar a la nación para una nueva era. Se han perdido casas; se han eliminado empleos; se han cerrado empresas. Nuestra sanidad es muy cara; nuestras escuelas tienen demasiados fallos; y cada día trae nuevas pruebas de que nuestros usos de la energía fortalecen a nuestros adversarios y ponen en peligro el planeta.

Estos son indicadores de una crisis, sujetos a datos y estadísticas. Menos fácil de medir pero no menos profunda es la destrucción de la confianza en todo nuestro territorio, un temor persistente de que el declive de Estados Unidos es inevitable y la próxima generación tiene que rebajar sus miras. Hoy os digo que los problemas que nos aguardan son reales. Son graves y son numerosos. No será fácil resolverlos, ni podrá hacerse en poco tiempo. Pero debes tener clara una cosa, América: los resolveremos.

Hoy estamos reunidos aquí porque hemos escogido la esperanza por encima del miedo, el propósito común por encima del conflicto y la discordia. Hoy venimos a proclamar el fin de las disputas mezquinas y las falsas promesas, las recriminaciones y los dogmas gastados que durante tanto tiempo han sofocado nuestra política.

Seguimos siendo una nación joven, pero, como dicen las Escrituras, ha llegado la hora de dejar a un lado las cosas infantiles. Ha llegado la hora de reafirmar nuestro espíritu de resistencia; de escoger lo mejor que tiene nuestra historia; de llevar adelante ese precioso don, esa noble idea, transmitida de generación en generación: la promesa hecha por Dios de que todos somos iguales, todos somos libres, y todos merecemos una oportunidad de buscar toda la felicidad que nos sea posible.

Al reafirmar la grandeza de nuestra nación, sabemos que esa grandeza no es nunca un regalo. Hay que ganársela. Nuestro viaje nunca ha estado hecho de atajos ni se ha conformado con lo más fácil. No ha sido nunca un camino para los pusilánimes, para los que prefieren el ocio al trabajo, o no buscan más que los placeres de la riqueza y la fama. Han sido siempre los audaces, los más activos, los constructores de cosas -algunos reconocidos, pero, en su mayoría, hombres y mujeres cuyos esfuerzos permanecen en la oscuridad- los que nos han impulsado en el largo y arduo sendero hacia la prosperidad y la libertad.

Por nosotros empaquetaron sus escasas posesiones terrenales y cruzaron océanos en busca de una nueva vida. Por nosotros trabajaron en condiciones infrahumanas y colonizaron el Oeste; soportaron el látigo y labraron la dura tierra. Por nosotros combatieron y murieron en lugares como Concord y Gettysburg, Normandía y Khe Sahn. Una y otra vez, esos hombres y mujeres lucharon y se sacrificaron y trabajaron hasta tener las manos en carne viva, para que nosotros pudiéramos tener una vida mejor. Vieron que Estados Unidos era más grande que la suma de nuestras ambiciones individuales; más grande que todas las diferencias de origen, de riqueza, de partido.

Ése es el viaje que hoy continuamos. Seguimos siendo el país más próspero y poderoso de la Tierra. Nuestros trabajadores no son menos productivos que cuando comenzó esta crisis. Nuestras mentes no son menos imaginativas, nuestros bienes y servicios no son menos necesarios que la semana pasada, el mes pasado ni el año pasado. Nuestra capacidad no ha disminuido. Pero el periodo del inmovilismo, de proteger estrechos intereses y aplazar decisiones desagradables ha terminado; a partir de hoy, debemos levantarnos, sacudirnos el polvo y empezar a trabajar para reconstruir Estados Unidos.

Porque, miremos donde miremos, hay trabajo que hacer. El estado de la economía exige actuar con audacia y rapidez, y vamos a actuar; no sólo para crear nuevos puestos de trabajo, sino para sentar nuevas bases de crecimiento. Construiremos las carreteras y los puentes, las redes eléctricas y las líneas digitales que nutren nuestro comercio y nos unen a todos. Volveremos a situar la ciencia en el lugar que le corresponde y utilizaremos las maravillas de la tecnología para elevar la calidad de la atención sanitaria y rebajar sus costes. Aprovecharemos el sol, los vientos y la tierra para hacer funcionar nuestros coches y nuestras fábricas. Y transformaremos nuestras escuelas y nuestras universidades para que respondan a las necesidades de una nueva era. Podemos hacer todo eso. Y todo lo vamos a hacer.

Ya sé que hay quienes ponen en duda la dimensión de mis ambiciones, quienes sugieren que nuestro sistema no puede soportar demasiados grandes planes. Tienen mala memoria. Porque se han olvidado de lo que ya ha hecho este país; de lo que los hombres y mujeres libres pueden lograr cuando la imaginación se une a un propósito común y la necesidad al valor.

Lo que no entienden los escépticos es que el terreno que pisan ha cambiado, que las manidas discusiones políticas que nos han consumido durante tanto tiempo ya no sirven. La pregunta que nos hacemos hoy no es si nuestro gobierno interviene demasiado o demasiado poco, sino si sirve de algo: si ayuda a las familias a encontrar trabajo con un sueldo decente, una sanidad que puedan pagar, una jubilación digna. En los programas en los que la respuesta sea sí, seguiremos adelante. En los que la respuesta sea no, los programas se cancelarán. Y los que manejemos el dinero público tendremos que responder de ello -gastar con prudencia, cambiar malos hábitos y hacer nuestro trabajo a la luz del día-, porque sólo entonces podremos restablecer la crucial confianza entre el pueblo y su gobierno.

Tampoco nos planteamos si el mercado es una fuerza positiva o negativa. Su capacidad de generar riqueza y extender la libertad no tiene igual, pero esta crisis nos ha recordado que, sin un ojo atento, el mercado puede descontrolarse, y que un país no puede prosperar durante mucho tiempo cuando sólo favorece a los que ya son prósperos. El éxito de nuestra economía ha dependido siempre, no sólo del tamaño de nuestro producto interior bruto, sino del alcance de nuestra prosperidad; de nuestra capacidad de ofrecer oportunidades a todas las personas, no por caridad, sino porque es la vía más firme hacia nuestro bien común.

En cuanto a nuestra defensa común, rechazamos como falso que haya que elegir entre nuestra seguridad y nuestros ideales. Nuestros Padres Fundadores, enfrentados a peligros que apenas podemos imaginar, elaboraron una carta que garantizase el imperio de la ley y los derechos humanos, una carta que se ha perfeccionado con la sangre de generaciones. Esos ideales siguen iluminando el mundo, y no vamos a renunciar a ellos por conveniencia. Por eso, a todos los demás pueblos y gobiernos que hoy nos contemplan, desde las mayores capitales hasta la pequeña aldea en la que nació mi padre, os digo: sabed que Estados Unidos es amigo de todas las naciones y todos los hombres, mujeres y niños que buscan paz y dignidad, y que estamos dispuestos a asumir de nuevo el liderazgo.

Recordemos que generaciones anteriores se enfrentaron al fascismo y el comunismo no sólo con misiles y carros de combate, sino con alianzas sólidas y convicciones duraderas. Comprendieron que nuestro poder no puede protegernos por sí solo, ni nos da derecho a hacer lo que queramos. Al contrario, sabían que nuestro poder crece mediante su uso prudente; nuestra seguridad nace de la justicia de nuestra causa, la fuerza de nuestro ejemplo y la moderación que deriva de la humildad y la contención.

Somos los guardianes de este legado. Guiados otra vez por estos principios, podemos hacer frente a esas nuevas amenazas que exigen un esfuerzo aún mayor, más cooperación y más comprensión entre naciones. Empezaremos a dejar Irak, de manera responsable, en manos de su pueblo, y a forjar una merecida paz en Afganistán. Trabajaremos sin descanso con viejos amigos y antiguos enemigos para disminuir la amenaza nuclear y hacer retroceder el espectro del calentamiento del planeta. No pediremos perdón por nuestra forma de vida ni flaquearemos en su defensa, y a quienes pretendan conseguir sus objetivos provocando el terror y asesinando a inocentes les decimos que nuestro espíritu es más fuerte y no podéis romperlo; no duraréis más que nosotros, y os derrotaremos.

Porque sabemos que nuestra herencia multicolor es una ventaja, no una debilidad. Somos una nación de cristianos y musulmanes, judíos e hindúes, y no creyentes. Somos lo que somos por la influencia de todas las lenguas y todas las culturas de todos los rincones de la Tierra; y porque probamos el amargo sabor de la guerra civil y la segregación, y salimos de aquel oscuro capítulo más fuertes y más unidos, no tenemos más remedio que creer que los viejos odios desaparecerán algún día; que las líneas tribales pronto se disolverán; y que Estados Unidos debe desempeñar su papel y ayudar a iniciar una nueva era de paz.

Al mundo musulmán: buscamos un nuevo camino hacia adelante, basado en intereses mutuos y mutuo respeto. A esos líderes de todo el mundo que pretenden sembrar el conflicto o culpar de los males de su sociedad a Occidente: sabed que vuestro pueblo os juzgará por lo que seáis capaces de construir, no por lo que destruyáis. A quienes se aferran al poder mediante la corrupción y el engaño y acallando a los que disienten, tened claro que la historia no está de vuestra parte; pero estamos dispuestos a tender la mano si vosotros abrís el puño.

A los habitantes de los países pobres: nos comprometemos a trabajar a vuestro lado para conseguir que vuestras granjas florezcan y que fluyan aguas potables; para dar de comer a los cuerpos desnutridos y saciar las mentes sedientas. Y a esas naciones que, como la nuestra, disfrutan de una relativa riqueza, les decimos que no podemos seguir mostrando indiferencia ante el sufrimiento que existe más allá de nuestras fronteras, ni podemos consumir los recursos mundiales sin tener en cuenta las consecuencias. Porque el mundo ha cambiado, y nosotros debemos cambiar con él.

Mientras reflexionamos sobre el camino que nos espera, recordamos con humilde gratitud a esos valerosos estadounidenses que en este mismo instante patrullan desiertos lejanos y montañas remotas. Tienen cosas que decirnos, del mismo modo que los héroes caídos que yacen en Arlington nos susurran a través del tiempo. Les rendimos homenaje no sólo porque son guardianes de nuestra libertad, sino porque encarnan el espíritu de servicio, la voluntad de encontrar sentido en algo más grande que ellos mismos. Y sin embargo, en este momento -un momento que definirá a una generación-, ese espíritu es precisamente el que debe llenarnos a todos.

Porque, con todo lo que el gobierno puede y debe hacer, a la hora de la verdad, la fe y el empeño del pueblo norteamericano son el fundamento supremo sobre el que se apoya esta nación. La bondad de dar cobijo a un extraño cuando se rompen los diques, la generosidad de los trabajadores que prefieren reducir sus horas antes que ver cómo pierde su empleo un amigo: eso es lo que nos ayuda a sobrellevar los tiempos más difíciles. Es el valor del bombero que sube corriendo por una escalera llena de humo, pero también la voluntad de un padre de cuidar de su hijo; eso es lo que, al final, decide nuestro destino.

Nuestros retos pueden ser nuevos. Los instrumentos con los que los afrontamos pueden ser nuevos. Pero los valores de los que depende nuestro éxito -el esfuerzo y la honradez, el valor y el juego limpio, la tolerancia y la curiosidad, la lealtad y el patriotismo- son algo viejo. Son cosas reales. Han sido el callado motor de nuestro progreso a lo largo de la historia. Por eso, lo que se necesita es volver a estas verdades. Lo que se nos exige ahora es una nueva era de responsabilidad, un reconocimiento, por parte de cada estadounidense, de que tenemos obligaciones con nosotros mismos, nuestro país y el mundo; unas obligaciones que no aceptamos a regañadientes sino que asumimos de buen grado, con la firme convicción de que no existe nada tan satisfactorio para el espíritu, que defina tan bien nuestro carácter, como la entrega total a una tarea difícil.

Éste es el precio y la promesa de la ciudadanía.

Ésta es la fuente de nuestra confianza; la seguridad de que Dios nos pide que dejemos huella en un destino incierto.

Éste es el significado de nuestra libertad y nuestro credo, por lo que hombres, mujeres y niños de todas las razas y todas las creencias pueden unirse en celebración en este grandioso Mall y por lo que un hombre a cuyo padre, no hace ni 60 años, quizá no le habrían atendido en un restaurante local, puede estar ahora aquí, ante vosotros, y prestar el juramento más sagrado.

Marquemos, pues, este día con el recuerdo de quiénes somos y cuánto camino hemos recorrido. En el año del nacimiento de Estados Unidos, en el mes más frío, un pequeño grupo de patriotas se encontraba apiñado en torno a unas cuantas hogueras mortecinas a orillas de un río helado. La capital estaba abandonada. El enemigo avanzaba. La nieve estaba manchada de sangre. En un momento en el que el resultado de nuestra revolución era completamente incierto, el padre de nuestra nación ordenó que leyeran estas palabras:

«Que se cuente al mundo futuro… que en el más profundo invierno, cuando no podía sobrevivir nada más que la esperanza y la virtud… la ciudad y el campo, alarmados ante el peligro común, se apresuraron a hacerle frente».

América. Ante nuestros peligros comunes, en este invierno de nuestras dificultades, recordemos estas palabras eternas. Con esperanza y virtud, afrontemos una vez más las corrientes heladas y soportemos las tormentas que puedan venir. Que los hijos de nuestros hijos puedan decir que, cuando se nos puso a prueba, nos negamos a permitir que se interrumpiera este viaje, no nos dimos la vuelta ni flaqueamos; y que, con la mirada puesta en el horizonte y la gracia de Dios con nosotros, seguimos llevando hacia adelante el gran don de la libertad y lo entregamos a salvo a las generaciones futuras.

Gracias, que Dios os bendiga, que Dios bendiga a América».

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

Discurso sobre el Estado de la Unión pronunciado el 27 de enero de 2010

«Señora presidenta de la Cámara, vicepresidente Biden, miembros del Congreso, distinguidos invitados, conciudadanos:

Nuestra Constitución establece que, periódicamente, el presidente informe al Congreso del estado de nuestra Unión. Nuestros dirigentes han cumplido ese deber desde hace 220 años. Lo han hecho en periodos de prosperidad y tranquilidad. Y lo han hecho en medio de la guerra y la depresión; en momentos de grandes luchas y grandes esfuerzos.

Es tentador remontarnos a esos momentos y postular que nuestro progreso era inevitable, que Estados Unidos estaba destinado a triunfar. Pero, cuando el ejército de la Unión se vio rechazado en la batalla de Bull Run y cuando los aliados desembarcaron en la playa de Omaha, la victoria era muy dudosa. Cuando el mercado se hundió en el Martes Negro y cuando los manifestantes por los derechos civiles fueron apaleados en el Domingo Sangriento, el futuro era cualquier cosa menos seguro. Fueron instantes que pusieron a prueba el valor de nuestras convicciones y la fuerza de nuestra Unión. Y, a pesar de nuestras divisiones y nuestras diferencias, nuestras vacilaciones y nuestros miedos, Estados Unidos se impuso porque decidimos avanzar como una nación, como un pueblo.

Ahora, una vez más, nos enfrentamos a una prueba. Y una vez más, debemos responder a la llamada de la historia.

Hace un año, tomé posesión en medio de dos guerras, una economía sacudida por una grave recesión, un sistema financiero al borde del colapso y un gobierno profundamente endeudado. Expertos de todo el espectro político nos advirtieron de que, si no actuábamos, podíamos sufrir una segunda depresión. De modo que actuamos, de manera inmediata y agresiva. Y un año más tarde, lo peor de la tempestad ya ha pasado.

Pero la desolación sigue presente. Uno de cada diez estadounidenses sigue sin encontrar trabajo. Muchas empresas se han hundido. El valor de las viviendas ha descendido. Los pueblos y las comunidades rurales se han visto especialmente afectados. Para quienes ya habían conocido la pobreza, la vida se ha vuelto mucho más dura.

Esta recesión ha aumentado además las cargas que las familias estadounidenses soportan desde hace decenios: la carga de trabajar más y más tiempo por menos dinero; de no poder ahorrar lo suficiente para jubilarse ni enviar a los hijos a la universidad.

Es decir, conozco las angustias presentes en nuestras vidas. No son nuevas. Esas luchas son la razón por la que presenté mi candidatura a la presidencia. Esas luchas son las que he observado durante años en lugares como Elkhart, Indiana, y Galesburg, Illinois. Oigo hablar de ellas en las cartas que leo cada noche. Las más penosas de leer son las que están escritas por niños, en las que preguntan por qué tienen que irse de su casa o cuándo va a poder volver a trabajar su madre o su padre.

Para estos estadounidenses, y para muchos otros, el cambio no se ha producido con la suficiente rapidez. Algunos se sienten frustrados; algunos están indignados. No entienden por qué parece que la mala conducta en Wall Street se ve recompensada y el trabajo esforzado en la vida corriente, no; ni por qué Washington no ha sabido o no ha querido resolver ninguno de nuestros problemas. Están cansados de partidismos, de gritos, de mezquindades. Saben que no podemos permitírnoslos en estos momentos.

Nos enfrentamos, pues, a retos grandes y difíciles. Y lo que esperan los estadounidenses –lo que merecen– es que todos nosotros, demócratas y republicanos, resolvamos nuestras diferencias; que nos sobrepongamos al peso entorpecedor de nuestras disputas políticas. Porque, aunque quienes nos eligieron para nuestros puestos tienen distintos orígenes, distintas experiencias y distintas creencias, las angustias que sufren son las mismas. Las aspiraciones que tienen son comunes a todos. Un puesto de trabajo que permita pagar las facturas. Una oportunidad de progresar. Y, sobre todo, la capacidad de dar a nuestros hijos una vida mejor.

¿Y saben qué más tienen en común? Tienen en común la terca capacidad de resistencia ante las adversidades. Después de uno de los años más difíciles de nuestra historia, siguen trabajando, fabricando coches y enseñando a los niños, creando empresas y volviendo a estudiar, entrenando a los equipos de sus hijos y ayudando a sus vecinos. Como decía una mujer en una carta, “Estamos pasándolo mal pero llenos de esperanza, luchando pero animados”.

Ese espíritu, esa enorme decencia y esa gran fuerza, son los que hacen que nunca haya estado más esperanzado que esta noche sobre el futuro de Estados Unidos. A pesar de nuestras dificultades, nuestra Unión es fuerte. No nos rendimos. No abandonamos. No permitimos que el miedo ni las divisiones quiebren nuestro espíritu. En esta nueva década, ha llegado el momento de que el pueblo estadounidense tenga un gobierno que esté a la altura de su decencia, que encarne su fuerza.

Y esta noche me gustaría hablar sobre la forma de que, todos juntos, podamos hacer realidad esa promesa.

Ese camino empieza por la economía.

Nuestra tarea más urgente, al asumir el cargo, era apuntalar a los bancos que habían contribuido a esa crisis. No fue fácil hacerlo. Si hay algo que ha unido a demócratas y republicanos, fue que todos odiamos tener que rescatar a los bancos. Yo lo detesté. Ustedes lo detestaron. Fue una medida tan poco popular como una endodoncia.

Sin embargo, cuando presenté mi candidatura a la presidencia, prometí que no haría sólo lo que fuera popular; haría lo que fuera necesario. Y, si hubiéramos permitido la crisis del sistema financiero, el desempleo sería el doble del que es hoy. Desde luego, más empresas habrían cerrado. Seguro que se habrían perdido más hogares.

Así que apoyé los esfuerzos del gobierno anterior para crear el programa de rescate financiero. Y, cuando asumimos el programa, lo hicimos más transparente y responsable. Como consecuencia, hoy los mercados están estabilizados y hemos recuperado la mayor parte del dinero que gastamos en los bancos.

Para recuperar el resto, he propuesto una cuota a los grandes bancos. Ya sé que Wall Street no mira la idea con buenos ojos, pero, si esas empresas pueden permitirse el lujo de volver a repartir grandes primas, también pueden permitirse una cuota modesta para devolver el dinero a los contribuyentes que les rescataron cuando lo necesitaban.

Mientras estabilizábamos el sistema financiero, también tomamos medidas para hacer que nuestra economía volviera a crecer, salvar el mayor número posible de puestos de trabajo y ayudar a los estadounidenses que hubieran perdido su empleo.

Por ese motivo hemos prolongado o incrementado las prestaciones de desempleo para más de 18 millones de estadounidenses; hemos hecho que el seguro de salud sea un 65% más barato para las familias que obtienen su cobertura a través de la Ley de Reconciliación Presupuestaria (COBRA); y hemos aprobado 25 recortes fiscales.

Lo repito: hemos recortado impuestos. Hemos recortado impuestos para el 95% de las familias trabajadoras. Hemos recortado impuestos para las pequeñas empresas. Hemos recortado impuestos para los compradores de una primera vivienda. Hemos recortado impuestos para los padres que tratan de cuidar de sus hijos. Hemos recortado impuestos para ocho millones de estadounidenses que están pagando la universidad. Como consecuencia, millones de ciudadanos tienen más dinero para gastarlo en gasolina, alimentos y otras necesidades, y todo eso contribuye a mantener más puestos de trabajo. Y no hemos subido los impuestos sobre la renta ni un centavo a ninguna persona. Ni un solo centavo.

Gracias a las medidas que hemos tomado, hay unos dos millones de estadounidenses trabajando que, si no, estarían en el paro. De ellos, 200.000 trabajan en la construcción y las energías limpias, 300.000 son profesores y otros profesionales de la educación. Decenas de miles son policías, bomberos, funcionarios de prisiones y trabajadores de los servicios de emergencia. Y estamos camino de añadir un millón y medio más de empleos a ese total de aquí a final de año.

El plan que ha hecho posible todo esto, desde los recortes fiscales hasta los puestos de trabajo, es la Ley de Recuperación. Efectivamente, la Ley de Recuperación, también conocida como la Ley de Estímulo. Economistas de derechas y de izquierdas han asegurado que esta ley ha ayudado a salvar puestos de trabajo y a evitar la catástrofe. Pero no es verdad sólo porque lo digan ellos.

No hay más que hablar con la pequeña empresa de Phoenix que va a triplicar su plantilla gracias a la Ley de Recuperación. O con el fabricante de ventanas de Filadelfia que dice que antes era escéptico sobre esa ley, hasta que tuvo que añadir dos turnos más de trabajo por todo el negocio que había impulsado. O con la profesora que está sacando adelante a sus dos hijos por sí sola y a la que su director dijo la última semana que, gracias a la Ley de Recuperación, no la iban a despedir después de todo.

Hay historias de este tipo en todo el país. Y después de dos años de recesión, la economía está volviendo a crecer. Los fondos de pensiones han empezado a recuperar parte de su valor. Las empresas están empezando a invertir otra vez y algunas, poco a poco, a contratar más personal.

Sin embargo, soy consciente de que, por cada historia que termina bien, hay otras, de hombres y mujeres que se despiertan con la angustia de no saber de dónde va a salir su próximo sueldo; que envían currículums todas las semanas y no reciben ninguna respuesta. Por eso el empleo debe ser nuestra gran prioridad en 2010, y por eso hago esta noche un llamamiento a elaborar una nueva ley de empleo.

El verdadero motor de la creación de empleo en este país serán siempre sus empresas. Pero el gobierno puede sentar las condiciones necesarias para que las empresas se expandan y contraten a más trabajadores. Deberíamos empezar donde empiezan casi todos los nuevos puestos de trabajo: en las empresas pequeñas, las compañías que se ponen en marcha cuando un empresario se atreve a intentar hacer realidad un sueño, o un trabajador decid que ha llegado la hora de convertirse en su propio jefe.

Esas empresas han capeado el temporal de la recesión a base de valentía y empeño, y están listas para crecer. Sin embargo, cuando uno habla con los pequeños empresarios de sitios como Allentown, Pennsylvania, o Elyria, Ohio, resulta que, aunque los bancos de Wall Street están volviendo a prestar dinero, se lo prestan sobre todo a las grandes empresas. Para las pequeñas empresas de todo el país, la financiación sigue siendo difícil.

Por eso, esta noche, propongo que apartemos 30.000 millones de dólares del dinero que han devuelto los bancos de Wall Street y lo utilicemos para ayudar a los bancos locales a ofrecer a las pequeñas empresas los créditos que necesitan para mantenerse a flote. Propongo también un nuevo crédito fiscal para pequeñas empresas, destinado a más de un millón de pequeñas empresas siempre que contraten nuevos trabajadores o aumenten los salarios. Y, ya que estamos, vamos a eliminar también todos los impuestos sobre las ganancias de capital en las inversiones en pequeñas empresas y a ofrecer incentivos fiscales para todas las empresas, grandes o pequeñas, con el fin de que inviertan en nuevas plantas y nuevo equipamiento.

A continuación, vamos a hacer que los estadounidenses trabajen hoy construyendo las infraestructuras de mañana. Desde las primeras líneas de ferrocarril hasta el sistema de autopistas interestatales, nuestra nación siempre ha contado con construcciones competitivas. No hay razón para que Europa y China tengan los trenes más rápidos o las plantas nuevas capaces de fabricar productos con energías limpias.

Mañana visitaré Tampa, en Florida, donde pronto comenzarán las obras para la construcción de un nuevo tren de alta velocidad financiado por la Ley de Recuperación. Hay proyectos como ése en todo el país que crearán empleo y ayudarán a trasladar bienes, servicios e información por todo el país. Debemos poner a trabajar a más estadounidenses en la construcción de instalaciones de energías limpias y ofrecer descuentos a quienes conviertan sus viviendas en unos lugares con mayor eficacia energética, que proporciona empleo a más gente en el sector de las energías limpias. Para animar a esas empresas y otras semejantes a que no se vayan del país, ha llegado el momento de acabar con las desgravaciones fiscales para empresas que se llevan puestos de trabajo al extranjero y dárselas a las que creen empleo en Estados Unidos.

La Cámara de Representantes ha aprobado un proyecto de ley de empleo que incluye alguna de estas medidas. Insto al Senado a que, como primer punto en la agenda de este año, haga lo mismo. La gente está sin trabajo. Está pasándolo mal. Necesita nuestra ayuda. Y yo quiero tener una ley de empleo sobre mi mesa sin más tardar.

Pero la verdad es que estas medidas no van a compensar, de todas formas, los siete millones de puestos de trabajo que hemos perdido en los últimos dos años. La única forma de avanzar hacia el pleno empleo es sentar las bases de un crecimiento económico a largo plazo y abordar, por fin, los problemas que las familias estadounidenses afrontan desde hace años.

No podemos permitirnos otra supuesta “expansión” económica como la de la última década -la que algunos denominan “década perdida”-, en la que el empleo creció más despacio que durante ningún periodo de expansión anterior; en la que la renta de las familias norteamericanas cayó mientras el coste de la sanidad y la educación alcanzaba niveles sin precedentes; en la que la prosperidad se construyó sobre una burbuja inmobiliaria y la especulación financiera.

Desde el día en que tomé posesión, me han dicho que afrontar nuestros retos más amplios era demasiado ambicioso, que serían unos esfuerzos muy polémicos, que nuestro sistema político estaba demasiado paralizado y que era mejor esperar un tiempo.

Para quienes hacen esas afirmaciones, no tengo más que una pregunta:

¿Cuánto debemos esperar? ¿Cuánto tiempo debe aparcar Estados Unidos su futuro?

Washington lleva decenios diciéndonos que esperemos, mientras los problemas iban empeorando. Mientras tanto, China no ha esperado para modernizar su economía. Alemania no ha esperado. India no ha esperado. Esos países no están quietos. Esos países no se disputan la segunda plaza. Están dando más importancia a las matemáticas y las ciencias. Están reconstruyendo sus infraestructuras. Están haciendo grandes inversiones en energías limpias porque quieren esos puestos de trabajo.

Pues bien, yo no acepto una segunda plaza para Estados Unidos. Por difícil que resulte, por incómodos y polémicos que puedan ser los debates, ha llegado el momento de ponernos serios y empezar a arreglar los problemas que impiden nuestro crecimiento.

Un punto de partida es una seria reforma financiera. No estoy interesado en castigar a los bancos, estoy interesado en proteger nuestra economía. Un mercado financiero fuerte y saludable permite que las empresas accedan a los créditos y creen nuevos puestos de trabajo. Canaliza los ahorros de las familias hacia inversiones que elevan las rentas. Pero eso sólo puede ocurrir si nos protegemos frente a la temeridad que estuvo a punto de hundir toda nuestra economía.

Debemos asegurarnos de que los consumidores y las familias de clase media tengan la información que necesitan para tomar decisiones económicas. No podemos permitir que las instituciones financieras, incluidas las que se encargan de nuestros depósitos, corran riesgos que pongan en peligro toda la economía.

La Cámara ha aprobado ya una reforma financiera que incluye muchos de estos cambios. Y los grupos de presión ya están intentando eliminarla. No podemos dejar que ganen esta pelea. Y, si el proyecto de ley que acabe encima de mi mesa no cumple los requisitos de la verdadera reforma, lo devolveré.

Después, debemos estimular la innovación en Estados Unidos. El año pasado, hicimos la mayor inversión de la historia en investigación básica, una inversión que puede desembocar en las celdas solares más baratas del mundo o en un tratamiento que mate las células cancerígenas pero deje intactas las sanas. Y ningún sector está más maduro para esa innovación que la energía. Podemos ver los resultados de las inversiones del año pasado en la empresa de Carolina del Norte que va a crear 1.200 puestos de trabajo en todo el país para ayudar a fabricar baterías avanzadas; o en la de California que va a emplear a 1.000 personas para hacer paneles solares.

Ahora bien, para crear más empleo en el área de las energías limpias, necesitamos más producción, más eficacia y más incentivos. Eso significa construir una nueva generación de centrales nucleares limpias y seguras. Significa tomar decisiones difíciles como la de abrir nuevas zonas costeras para la extracción de gas y petróleo. Significa hacer una inversión continua en biocombustibles avanzados y tecnologías limpias del carbón. Y significa también aprobar un proyecto de ley integral sobre la energía y el clima con incentivos que hagan que la energía limpia sea la más rentable en Estados Unidos.

Agradezco a la Cámara que haya aprobado ese proyecto de ley. Este año, estoy deseando ayudar a mejorar la colaboración entre los dos partidos en el Senado. Sé que ha habido dudas sobre si nos podemos permitir esos cambios en una situación económica difícil; y sé que hay quienes no están de acuerdo con las abrumadoras pruebas científicas sobre el cambio climático. Pero, aunque uno tenga dudas, ofrecer incentivos a la eficacia energética y las energías limpias es lo mejor para nuestro futuro, porque el país que esté a la vanguardia de la economía de energías limpias será el país que estará a la vanguardia de la economía mundial. Y ese país debe ser Estados Unidos.

En tercer lugar, debemos exportar más bienes. Porque, cuantos más productos fabriquemos y vendamos a otros países, más puestos de trabajo tendremos aquí. Por tanto, esta noche, vamos a fijarnos un nuevo objetivo: duplicar nuestras exportaciones durante los próximos cinco años, un incremento que sostendrá dos millones de puestos de trabajo en Estados Unidos. Para facilitar esa meta, vamos a poner en marcha una Iniciativa Nacional de Exportaciones que ayudará a los agricultores y las pequeñas empresas a aumentar sus exportaciones, y reformará los controles de la exportación sin que eso afecte a la seguridad nacional.

Debemos buscar activamente nuevos mercados, como hacen nuestros competidores. Si Estados Unidos permanece al margen mientras otros países firman acuerdos comerciales, perderemos la oportunidad de crear empleo dentro de nuestras fronteras. Pero ser consciente de esas ventajas significa también garantizar el cumplimiento de esos acuerdos para que nuestros socios comerciales respeten las reglas. Y por eso vamos a intentar seguir elaborando un acuerdo comercial en Doha que abra los mercados mundiales y vamos a reforzar nuestras relaciones comerciales en Asia y con socios clave como Corea del Sur, Panamá y Colombia.

En cuarto lugar, debemos invertir en la capacidad y la educación de nuestra gente.

Este año, hemos roto el pulso entre la izquierda y la derecha con la puesta en marcha de un concurso nacional para mejorar nuestras escuelas. La idea es sencilla: en vez de recompensar el fracaso, sólo vamos a recompensar el éxito. En vez de financiar el statu quo, sólo vamos a invertir en reformas, unas reformas que incremente el triunfo escolar, inspire a los estudiantes a sacar buenas notas en matemáticas y ciencias y transforme las escuelas con más problemas que privan a demasiados jóvenes de su futuro, tanto en comunidades rurales como en los barrios más desfavorecidos de las ciudades. En el siglo XXI, uno de los mejores programas para luchar contra la pobreza es una educación de primera categoría. En este país, no puede ser que el éxito de nuestros hijos dependa más de dónde viven que de su talento.

Cuando renovemos la Ley de Educación Elemental y Secundaria, trabajaremos con el Congreso para extender estas reformas a los cincuenta estados. No obstante, en esta economía, un título de bachillerato ya no garantiza un buen trabajo. Insto al Senado a que haga como la Cámara y apruebe un proyecto de ley que revitalizará nuestras universidades públicas, que son una vía de posibilidades para muchos hijos de familias trabajadoras. Para que la universidad sea más asequible, esta ley acabará por fin con las subvenciones injustificadas a los contribuyentes que van a parar a los bancos por los préstamos estudiantiles. Es mejor que tomemos ese dinero y demos a las familias un crédito fiscal de 10.000 dólares para sufragar cuatro años de universidad y aumentemos las becas federales. Y vamos a decir a otro millón de estudiantes que, cuando se gradúen, no tendrán que pagar más que el 10% de su renta en préstamos estudiantiles, y que toda su deuda se perdonará al cabo de 20 años, 10 años si se meten a trabajar en el servicio público. Porque, en los Estados Unidos de América, nadie debería arruinarse porque ha querido ir a la universidad. Y ya es hora de que las universidades se tomen en serio el deber de recortar sus gastos, porque ellas también tienen que contribuir a resolver este problema.

Pero el precio de la universidad no es más que una de las cargas que afronta la clase media. Por eso, el año pasado, pedí al vicepresidente Biden que presidiera un grupo de trabajo sobre las Familias de Clase Media. Por eso estamos casi duplicando el crédito fiscal para cuidados infantiles, y estamos haciendo que sea más fácil ahorrar para la jubilación dando a todos los trabajadores acceso a una cuenta de pensiones y ampliando el crédito fiscal a quienes empiezan a ahorrar. Por eso estamos trabajando para elevar el valor de la mayor inversión de una familia: su casa. Las medidas que tomamos el año pasado para reforzar el mercado inmobiliario han permitido que millones de ciudadanos pidan nuevos préstamos y ahorren una media de 1.500 dólares en pagos de hipoteca. Este año, incrementaremos la refinanciación para que los propietarios de viviendas puedan pasarse a hipotecas más asequibles. Y para poder aliviar la deuda de las familias de clase media es precisamente para lo que seguimos necesitando una reforma del seguro de salud.

Que no haya equívocos: yo no decidí abordar este tema para apuntarme una victoria legislativa. Y a estas alturas debe de estar bastante claro que no decidí abordar la reforma sanitaria porque era políticamente conveniente.

Decidí ocuparme de la sanidad por las historias que he oído contar a ciudadanos con enfermedades preexistentes cuyas vidas dependen de que consigan cobertura; pacientes a los que se ha negado esa cobertura; y familias –incluso algunas con seguro– que, con una enfermedad más, corren peligro de caer en la ruina.

Después de casi un siglo de intentarlo, estamos más cerca que nunca de aportar más seguridad a las vidas de muchos estadounidenses. La estrategia que hemos adoptado protegería a todos los ciudadanos de las peores prácticas de las aseguradoras. Daría a las pequeñas empresas y a los ciudadanos sin seguro una oportunidad de escoger un plan de salud asequible en un mercado competitivo. Exigiría que todos los planes de seguros incluyeran los cuidados preventivos. Y, por cierto, quiero reconocer la labor de nuestra primera dama, Michelle Obama, que este año va a crear un movimiento nacional para abordar la epidemia de la obesidad infantil y hacer que nuestros hijos estén más sanos.

Nuestra estrategia protegería el derecho de los ciudadanos que tienen seguro a mantener su médico y su plan. Reduciría los costes y las primas de millones de familias y empresas. Y, según la Oficina de Presupuestos del Congreso -la organización independiente a la que todas las partes consideran asignan la tarea de llevar las cuentas del Congreso-, nuestra estrategia reduciría el déficit hasta en un billón de dólares durante las dos próximas décadas.

Aun así, ésta es una cuestión compleja y, cuanto más se debatía, más escepticismo despertaba. Asumo mi parte de responsabilidad por no explicarla con más claridad a los ciudadanos. Y sé que, con todas las presiones y todos los tira y aflojas, este proceso dejó a la mayoría de los estadounidenses sin saber en qué iba a ayudarles.

Pero también sé que este problema no va a desaparecer. Para cuando termine de hablar aquí esta noche, más estadounidenses habrán perdido su seguro. Este año lo perderán millones. Nuestro déficit aumentará. Las primas subirán. A algunos pacientes les negarán los cuidados que necesitan. Los pequeños empresarios seguirán eliminando los seguros por completo. Yo no voy a abandonar a estos estadounidenses, y tampoco deben hacerlo quienes están en esta Cámara.

Cuando se hayan enfriado los ánimos, quiero que todo el mundo vuelva a echar un vistazo al plan que hemos propuesto. Si muchos médicos, enfermeros y expertos en sanidad, que conocen nuestro sistema mejor que nadie, piensan que esta estrategia es una inmensa mejora respecto al statu quo, es por algo. Pero si alguien, del partido que sea, tiene una estrategia mejor, que disminuya las primas, reduzca el déficit, proteja a los que no tienen seguro, refuerce Medicare para los ancianos e impida los abusos de las compañías de seguros, que me lo haga saber. Lo que yo le pido al Congreso es lo siguiente: no deis la espalda a la reforma. No en este momento. No cuando estamos tan cerca. Vamos a encontrar una forma de colaborar y rematar la tarea por el bien del pueblo estadounidense.

Ahora bien, aunque la reforma de la sanidad redujera nuestro déficit, no basta para sacarnos del enorme agujero fiscal en el que nos encontramos. Ése es un problema que hace que los demás sean mucho más difíciles de resolver, y que ha sido objeto de muchos enfrentamientos políticos.

Empezaré a hablar de los gastos de gobierno con una aclaración. Al principio de la década pasada, Estados Unidos tenía un superávit presupuestario de más de 200.000 millones de dólares. Cuando yo tomé posesión, llevábamos un año con un déficit de más de 1 billón de dólares y unos déficits proyectados de 8 billones de dólares durante la próxima década. La mayor parte se debía a no haber pagado dos guerras, dos recortes fiscales y un carísimo programa de medicamentos con receta. Además, los efectos de la recesión habían contribuido con un agujero de 3 billones de dólares en nuestro presupuesto. Eso fue antes de que yo llegara.

Si hubiera asumido el cargo en una época normal, nada me habría gustado más que empezar a reducir el déficit. Pero llegamos en medio de una crisis, y nuestros esfuerzos para evitar una segunda Depresión han sumado otro billón de dólares más a nuestra deuda nacional.

Estoy totalmente convencido de que hicimos lo que había que hacer. Pero, en todo el país, las familias están apretándose el cinturón y tomando decisiones difíciles. El gobierno federal debería hacer lo mismo. Por tanto, esta noche, voy a proponer unas medidas concretas para devolver el billón de dólares que hizo falta el año pasado para rescatar la economía.

A partir de 2011, estamos preparados para congelar los gastos de gobierno durante tres años. Los gastos relacionados con nuestra seguridad nacional, Medicare, Medicaid y la Seguridad Social no se verán afectados. Pero todos los demás programas a discreción del gobierno, sí. Como cualquier familia que anda justa de dinero, nos atendremos a un presupuesto para invertir en lo que necesitamos y sacrificar lo que no. Y si tengo que hacer respetar esta disciplina mediante un decreto, lo haré.

Seguiremos repasando el presupuesto partida por partida para eliminar programas que no podemos permitirnos y no funcionan. Ya hemos identificado 20.000 millones de dólares en ahorros para el próximo año. Con el fin de ayudar a las familias trabajadoras, vamos a prolongar nuestros recortes fiscales para la clase media. Pero en una época de déficits sin precedentes, no vamos a seguir con los recortes fiscales para las compañías petrolíferas, los gestores de fondos de inversión ni quienes ganan más de 250.000 dólares al año. No podemos permitírnoslo.

Incluso aunque paguemos lo que hayamos gastado durante mi mandato, seguiremos teniendo que afrontar el enorme déficit que teníamos cuando llegué al cargo. Más importante, el coste de Medicare (la asistencia sanitaria a las personas mayores), Medicaid (la asistencia sanitaria de beneficencia) y la Seguridad Social (el sistema de pensiones) seguirá disparándose. Por eso he convocado una Comisión Fiscal, con participación de los dos partidos, inspirada en una propuesta del republicano Judd Gregg y el demócrata Kent Conrad. Éste no puede ser uno de esos trucos de Washington que nos permite hacer como si hubiéramos resuelto el problema. La Comisión tendrá que ofrecer una serie concreta de soluciones en un plazo fijo. Ayer, el Senado bloqueó un proyecto de ley que habría creado esa comisión. Por consiguiente, voy a firmar un decreto que nos permita seguir avanzando, porque me niego a pasar este problema a otra generación de estadounidenses. Y mañana, cuando llegue la votación, el Senado debería restablecer la ley de ingresos sobre la marcha, que fue uno de los motivos principales por los que tuvimos superávits sin precedentes en los años noventa.

Sé que, dentro de mi propio partido, algunos dirán que no podemos ocuparnos del déficit ni congelar el gasto de gobierno cuando tantos están pasándolo tan mal. Estoy de acuerdo, y por eso esta congelación no entrará en vigor hasta el año que viene, cuando la economía sea más fuerte. Pero quiero que quede clara una cosa: si no tomamos medidas significativas para contener nuestra deuda, podría hacer daño a nuestros mercados, aumentar el precio de los préstamos y poner en peligro nuestra recuperación; todo lo cual, a su vez, podría tener un efecto todavía peor en el crecimiento del empleo y las rentas familiares.

Desde algunos escaños de la derecha, supongo que oiremos un argumento diferente: que si invertimos menos en nuestro pueblo, prolongamos los recortes fiscales a los ricos, eliminamos más normas y mantenemos el statu quo en sanidad, nuestros déficits desaparecerán. Lo malo es que eso es lo que hicimios durante ocho años. Es lo que nos metió en esta crisis. Es lo que contribuyó a que tengamos estos déficits. Y no podemos volver a hacerlo.

En vez de librar las mismas batallas cansinas que llevan décadas dominando Washington, ha llegado el momento de que probemos algo nuevo. Invirtamos en nuestros ciudadanos sin dejarles inmersos en una montaña de deuda. Hagamos frente a nuestra responsabilidad con quienes nos han traído aquí. Probemos con el sentido común.

Para ello, debemos reconocer que nos enfrentamos a un déficit de algo más que unos dólares. Nos enfrentamos a un déficit de confianza, dudas profundas y corrosivas obre el funcionamiento de Washington que llevan años creciendo. Para recobrar esa credibilidad debemos actuar en los dos extremos de Pennsylvania Avenue con el fin de poner fin a la desmesurada influencia de los lobbies, hacer nuestro trabajo de manera abierta y dar a nuestro pueblo el gobierno que se merece.

A eso vine a Washington. Por eso, por primera vez en la historia, mi administración publica en la red el nombre de los que visitan la Casa Blanca. Y por eso hemos excluido a los lobbistas de cargos de responsabilidad estratégica y puestos en consejos y comisiones federales.

Pero no podemos quedarnos ahí. Ha llegado la hora de exigir a los grupos de presión que revelen cada contacto que hagan en nombre de un cliente con mi administración y con el Congreso. Y ha llegado la hora de fijar unos límites estrictos a las contribuciones que puedan hacer los lobbistas a los candidatos para puestos federales. La semana pasada, el Tribunal Supremo revocó un siglo de legislación para abrir la posibilidad de que los intereses especiales -incluidos extranjeros- puedan gastar sin límites en nuestras elecciones. No creo que las elecciones deban financiarse con dinero de los intereses más poderosos del país ni, peor aún, de entidades extranjeras. La decisión debe ser del pueblo estadounidense, y por eso insto a demócratas y republicanos a que aprueben un proyecto de ley que contribuya a remediar este problema.

Insto asimismo al Congreso a que prosiga el camino de la reforma de las partidas destinadas de antemano. Han recortado parte del gasto y han adoptado cambios importantes. Pero para restablecer la confianza del público son necesarias más cosas. Por ejemplo, algunos miembros del Congreso colocan en la red peticiones de asignaciones de partidas. Hoy pido al Congreso que publique todas las peticiones en una sola página web antes de cada votación, para que los estadounidenses sepan cómo se gasta su dinero.

Por supuesto, ninguna de estas reformas se llevará a cabo si no reformamos también nuestra forma de trabajar juntos.

No soy ingenuo. Nunca pensé que el mero hecho de elegirme fuera a a traer la paz, la armonía y una era de colaboración entre los dos partidos. Sabía que las dos formaciones habían alimentado divisiones profundamente arraigadas. Y, en ciertos temas, hay diferencias filosóficas que siempre nos harán discrepar. Esas diferencias, sobre el papel del gobierno en nuestras vidas, se producen desde hace más de 200 años. Son la esencia misma de nuestra democracia.

Lo que causa frustración al pueblo norteamericano es un Washington en el que cada día es un día de elecciones No podemos estar siempre en campaña, con el único objetivo de ver quién puede conseguir más titulares bochornosos sobre su rival, la convicción de que, si tú pierdes, yo salgo ganando. Ningún partido debe retrasar ni obstaculizar cada proyecto de ley simplemente porque puede hacerlo. La confirmación de personas muy cualificadas para ocupar cargos públicos no debe depender de proyectos o agravios de unos cuantos senadores. Washington puede pensar que decir algo del otro bando, por falso que sea, forma parte del juego. Pero ese tipo de politiqueo es precisamente el que ha hecho que los partidos hayan dejado de ayudar a los ciudadanos. Peor aún, está sembrando más divisiones entre nuestros ciudadanos y más desconfianza en el gobierno.

Por tanto, no, no voy a renunciar a cambiar el tono de nuestra política. Sé que es un año de elecciones. Y después de la semana pasada, está claro que la fiebre de la campaña ha llegado antes que nunca. Pero tenemos que gobernar. A los demócratas, les recuerdo que todavía tenemos la mayoría más grande en décadas, y la gente espera que resolvamos algunos problemas, no que vayamos a escondernos. Y si la dirección republicana va a insistir en que se necesitan sesenta votos en el Senado para hacer cualquier cosa, entonces la responsabilidad de gobernar también es de ellos. Decir que no a todo puede ser buena política a corto plazo, pero no es gobernar. Estamos aquí para servir a nuestros ciudadanos, no cultivar nuestras ambiciones. Vamos a demostrar al pueblo que podemos trabajar juntos. Esta semana voy a hablar ante una reunión de republicanos de la Cámara. Y me gustaría empezar a celebrar reuniones mensuales con las direcciones de los dos partidos. Sé que lo aguardan con impaciencia.

Durante toda nuestra historia, ningún problema ha unido más a nuestro país que la seguridad. Por desgracia, parte de la unidad que sentimos después del 11-S se ha disipado. Podemos discutir todo lo que se quiera sobre quién tiene la culpa de ello, pero no me interesa remover el pasado. Sé que todos amamos a este país. Todos estamos entregados a su defensa. Así que vamos a dejar de lado las bravatas de patio de colegio sobre quién puede más. Vamos a rechazar la falsa alternativa entre proteger a nuestra gente y hacer respetar nuestros valores. Vamos a dejar atrás el miedo y las divisiones, y a hacer lo que haga falta para defender nuestra nación y labrar un futuro más esperanzado, para Estados Unidos y para el mundo.

Ésa es la tarea que comenzamos el año pasado. Desde mi primer día en el puesto, hemos renovado nuestra atención a los terroristas que amenazan a nuestro país. Hemos hecho inversiones importantes en seguridad interior y hemos desbaratado planes que amenazaban con eliminar vidas de estadounidenses. Estamos solucionando los fallos imperdonables que han quedado al descubierto con el intento de atentado del día de Navidad, con más seguridad en las líneas aéreas y una actuación más rápida por parte de nuestros servicios de inteligencia. Hemos prohibido la tortura y reforzado las relaciones con otros países, desde el Pacífico hasta la Península Arábiga, pasando por el sur de Asia. Y en el último año, hemos capturado o matado a cientos de combatientes y afiliados de Al Qaeda, entre ellos muchos líderes; muchos más que en 2008.

En Afganistán, estamos aumentando nuestras tropas y entrenando a las Fuerzas de Seguridad afganas para que puedan empezar a hacerse cargo de la situación en julio de 2011 y nuestros soldados puedan empezar a volver a casa. Recompensaremos el buen gobierno, reduciremos la corrupción y apoyaremos los derechos de todos los afganos, hombres y mujeres. Contamos con el apoyo de socios y aliados que también han reforzado su presencia y que mañana se reunirán en Londres para reafirmar nuestro objetivo común. Nos aguardan tiempos difíciles. Pero estoy seguro de que triunfaremos.

Mientras orientamos la lucha hacia Al Qaeda, estamos dejando Irak a su pueblo, de manera responsable. Como candidato, prometí que acabaría esta guerra, y es lo que estoy haciendo como presidente. Todas nuestras tropas de combate estarán fuera de Irak para finales del próximo mes de agosto. Apoyaremos al gobierno iraquí durante la celebración de las elecciones y seguiremos colaborando con el pueblo iraquí para promover la paz y la prosperidad regional. Pero que quede claro que esta guerra está terminando, y todos nuestros soldados volverán a casa.

Esta noche, todos nuestros hombres y mujeres de uniforme -en Irak, Afganistán y todo el mundo- deben saber que cuentan con nuestro respeto, nuestra gratitud y todo nuestro apoyo. Y, así como ellos deben tener los recursos que necesitan en la guerra, todos tenemos la responsabilidad de apoyarles cuando vuelven a nuestro país. De ahí que hayamos hecho el mayor aumento de las inversiones para los veteranos en décadas. Por eso estamos construyendo un edificio del siglo XXI para la Administración de Veteranos. Y por eso Michelle se ha asociado con Jill Biden para orquestar un compromiso nacional de apoyo a las familias militares.

A la vez que libramos dos guerras, nos enfrentamos al que es tal vez el mayor peligro para el pueblo estadounidense: la amenaza de las armas nucleares. He asumido la visión de John F. Kennedy y Ronald Reagan con una estrategia que invierta la tendencia a la difusión de estas armas y busque un mundo sin ellas. Para reducir nuestras reservas y nuestros lanzamisiles, sin dejar de garantizar el elemento disuasorio, Estados Unidos y Rusia están completando unas negociaciones sobre el tratado de control de armas de más alcance en casi veinte años. Y, en la Cumbre de seguridad nuclear del mes de abril, reuniremos a 44 países con un claro objetivo: asegurar todos los materiales nucleares vulnerables del mundo en un plazo de cuatro años, para que nunca puedan caer en manos de terroristas.

Estos esfuerzos diplomáticos nos han dado asimismo más fuerza para tratar con los países que insisten en violar los acuerdos internacionales y en intentar adquirir esas armas. Por eso ahora Corea del Norte afronta un aislamiento cada vez mayor y unas sanciones más fuertes; sanciones que están aplicándose con toda energía. Por eso la comunidad internacional está más unida y la República Islámica de Irán más aislada. Y, mientras los líderes iraníes sigan ignorando sus obligaciones, no puede haber duda: ellos también tendrán que arrostrar unas consecuencias cada vez más graves.

Ése es el tipo de liderazgo que estamos ejerciendo: un compromiso que favorece la seguridad y la prosperidad de todo el mundo. Estamos trabajando, a través del G-20, para sostener una recuperación mundial duradera. Estamos colaborando con comunidades musulmanas de todo el mundo para fomentar la ciencia, la educación y la innovación. Hemos pasado de ser espectadores a estar en primera línea de la lucha contra el cambio climático. Ayudamos a países en vías de desarrollo a alimentarse por sí mismos y continuamos la lucha contra el sida. Y estamos poniendo en marcha una nueva iniciativa que nos dará la capacidad de reaccionar con más rapidez y más eficacia al bioterrorismo y las enfermedades infecciosas, un plan que luchará contra las amenazas en nuestro país y reforzará la salud pública en el extranjero.

Estados Unidos lleva a cabo estas acciones, como ocurre desde hace sesenta años, porque nuestro destino está unido al de otros. Pero también lo hacemos porque es lo debido. Por eso, esta noche, mientras estamos aquí reunidos, más de 10.000 estadounidenses trabajan con muchos países para ayudar al pueblo de Haití a recuperarse y reconstruir.

Por eso estamos con la niña que sueña con ir a la escuela en Afganistán; apoyamos los derechos humanos de las mujeres que se manifiestan por las calles de Irán; y defendemos al joven al que se le ha negado un trabajo por culpa de la corrupción en Guinea. Porque Estados Unidos siempre debe estar al lado de la libertad y la dignidad humana.

En el extranjero, nuestra mayor fuerza la han constituido siempre nuestros ideales. Lo mismo ocurre dentro de nuestras fronteras. Vemos unidad en nuestra increíble diversidad, aprovechamos la promesa consagrada en nuestra Constitución: la idea de que todos somos iguales, que no importa quién sea o qué aspecto tenga una persona, si respeta la ley debe estar protegida por ella; que, si se adhiere a nuestros valores comunes, debe recibir el mismo trato que cualquier otra.

Debemos renovar continuamente esta promesa. Mi gobierno cuenta con una División de Derechos Civiles que está volviendo a perseguir las violaciones de los derechos civiles y la discriminación laboral. Hemos reforzado, por fin, nuestras leyes para prevenir los crímenes impulsados por el odio. Este año, trabajaré con el Congreso y con el ejército para revocar la ley que niega a los ciudadanos homosexuales el derecho a servir al país que aman por ser quienes son. Vamos a atacar drásticamente las infracciones de la ley sobre igualdad de salario, de forma que las mujeres obtengan la misma remuneración por una jornada igual de trabajo. Y debemos continuar la tarea de arreglar nuestro defectuoso sistema de inmigración, asegurar nuestras fronteras, aplicar nuestras leyes y garantizar que cualquiera que se atenga a las reglas pueda contribuir a nuestra economía y enriquecer nuestra nación.

Al final, son nuestros ideales y nuestros valores los que construyeron Estados Unidos. Unos valores que nos permitieron crear una nación compuesta por inmigrantes de todos los rincones del planeta; unos valores que todavía impulsan a nuestros ciudadanos. Cada día, los estadounidenses cumplen sus responsabilidades con respecto a sus familias y sus empresas. Una y otra vez, echan una mano a sus vecinos y hacen su contribución a su país. Se enorgullecen de su trabajo y tienen un espíritu generoso. Éstos no son valores republicanos ni valores demócratas, valores de empresarios ni valores de trabajadores. Son valores americanos.

Por desgracia, son demasiados los ciudadanos que han perdido la fe en que nuestras principales instituciones -nuestras empresas, nuestros medios de comunicación y, por qué no, nuestro gobierno- sigan reflejando esos mismos valores. Cada una de esas instituciones está llena de hombres y mujeres honrados que hacen una labor importante para contribuir a la prosperidad de nuestro país. Pero, cada vez que un consejero delegado se premia por un fracaso o un banquero nos pone a todos en peligro por su propia condicia personal, las dudas de la gente aumentan. Cada vez que los lobbistas manipulan el sistema o los políticos se despedazan en vez de ayudar a levantar el país, perdemos la fe. Cuantas más veces reducen los “expertos” de las tertulias de televisión los debates serios a discusiones estúpidas y las grandes cuestiones a frases sonoras, más se alejan nuestros ciudadanos.

No es de extrañar que haya tanto cinismo.

No es de extrañar que haya tanta desilusión.

Yo hice campaña con la promesa de cambio; un cambio en el que podemos creer, decía el eslogan. Y ahora mismo sé que hay muchos estadounidenses que no están seguros de si todavía creen que podemos cambiar o, por lo menos, de si yo puedo conseguirlo.

Pero hay que recordar una cosa: yo nunca sugerí que el cambio sería fácil ni que yo podía hacerlo solo. La democracia, en una nación de 300 millones de personas, puede ser ruidosa, caótica y complicada. Y, cuando uno intenta llevar a cabo grandes cosas y grandes transformaciones, se despiertan las pasiones y la controversia. Las cosas son así.

Quienes ocupamos cargos públicos podemos reaccionar actuando con prudencia y evitando tener que contar verdades incómodas. Podemos hacer lo necesario para salir bien parados en las encuestas y superar la siguiente elección en vez de hacer lo más conveniente para la siguiente generación.

Pero también sé otra cosa: si la gente hubiera tomado esa decisión hace cincuenta años o hace cien años o hace doscientos años, hoy no estaríamos aquí. La única razón por la que estamos es que hubo generaciones anteriores que no tuvieron miedo de hacer lo difícil, de hacer o que era necesario incluso cuando no estaban seguros de tener éxito, de hacer lo que hiciera falta para mantener vivo el sueño para sus hijos y sus nietos.

Nuestro gobierno ha sufrido algunos reveses este año, y algunos de ellos fueron merecidos. Pero todos los días me despierto sabiendo que no son nada comparados con los reveses que han sufrido numerosas familias en todo el país. Y lo que me permite seguir adelante y con ganas de luchar es que, a pesar de todos esos reveses, el espíritu de determinación, de optimismo y de decencia esencial que siempre ha sido la base del pueblo estadounidense, sigue vivo.

Sigue vivo en el pequeño empresario que me escribió, hablando de su compañía: “Ninguno de nosotros… quiere pensar, ni por asomo, en que podamos fracasar”.

Sigue vivo en la mujer que dijo que, aunque tanto sus vecinos como ella han sufrido con la recesión, “somos fuertes. Somos resistentes. Somos americanos”.

Sigue vivo en el chico de ocho años de Louisiana que me envió su paga y me pidió que se la hiciera llegar al pueblo de Haití. Y sigue vivo en todos los estadounidenses que lo han dejado todo para ir a algún lugar en el que nunca habían estado a sacar a gente a la que no conocían de debajo de escombros, con gritos de “¡U.S.A.! ¡U.S.A.! ¡U.S.A!” cada vez que se salvaba otra vida.

Ese espíritu que ha sostenido esta nación durante más de dos siglos sigue vivo en vosotros, su gente.

Hemos terminado un año difícil. Hemos superado un decenio difícil. Pero ahora empieza un nuevo año. Comienza una nueva década. No nos rendimos. No me rindo. Aprovechemos el instante para empezar de nuevo, llevar adelante el sueño y volver a fortalecer nuestra unión.

Gracias. Dios les bendiga. Y Dios bendiga a los Estados Unidos de América».

Discurso "Muerte de Osama Bin Laden" pronunciado el 2 de mayo de 2011

«Buenas noches.

Esta noche, puedo informar al pueblo estadounidense y al mundo que Estados Unidos ha llevado a cabo una operación en la que ha resultado muerto Osama bin Laden, el líder de Al Qaeda, y terrorista responsable del asesinato de miles de hombres inocentes, mujeres y niños.

Hace casi 10 años, un brillante día de septiembre se oscureció por el peor ataque que el pueblo de Estados Unidos ha sufrido en su historia.

Las imágenes del 11-S se han grabado a fuego en nuestra memoria colectiva. Los aviones secuestrados sobrevolando el cielo sin nubes de aquel día, las Torres Gemelas derrumbándose en el suelo, humo negro en el Pentágono, los restos del vuelo 93 en Shanksville, Pensilvania, donde las acciones heroicas de los ciudadanos evitaron mayor destrucción…

Y sin embargo, sabemos que las peores imágenes son aquellas que fueron invisibles para el mundo. El asiento vacío en la mesa. Los niños que se vieron forzados a crecer sin su madre o su padre. Los padres que nunca volverán a sentir el abrazo de un hijo.

Cerca de 3.000 ciudadanos se marcharon lejos de nosotros, dejando un enorme agujero en nuestros corazones. El 11 de septiembre de 2001, en un gran momento de dolor, el pueblo estadounidense se unió. Tendimos nuestra mano a nuestros vecinos, y ofrecimos a los heridos nuestra sangre.

Reafirmamos nuestros lazos entre sí y nuestro amor por la comunidad y nuestro país. Aquel día, no importaba de dónde veníamos, a qué Dios orábamos, o de qué raza o grupo étnico éramos.

Nos unimos como una familia americana. Estuvimos unidos también en nuestra determinación de proteger a nuestra nación y para llevar ante la justicia a quienes cometieron este brutal ataque. Supimos rápidamente que el 11-S fue perpetrado por Al Qaeda, una organización encabezada por Osama Bin Laden, que había declarado abiertamente la guerra a Estados Unidos y se había comprometido a matar inocentes en nuestro país y en todo el mundo.

Y así nos fuimos a la guerra contra Al Qaeda para proteger a nuestros ciudadanos, a nuestros amigos y a nuestros aliados. En los últimos 10 años, gracias al trabajo incansable y heroico de nuestro ejército y nuestros profesionales de la lucha contra el terrorismo, hemos dado grandes pasos en ese esfuerzo.

Hemos detenido los ataques terroristas y fortalecido nuestra defensa de la patria. En Afganistán, eliminamos al gobierno talibán, que había dado a Bin Laden y a Al Qaeda un refugio seguro y un gran apoyo. Y en todo el mundo, trabajamos con nuestros amigos y aliados para capturar o matar a decenas de terroristas de Al Qaeda, entre ellos varios que formaron parte del 11-S.

Sin embargo, Osama Bin Laden no fue capturado y escapó a través de la frontera afgana a Pakistán. Mientras tanto, Al Qaeda continuaba operando y traspasando esa frontera mediante células repartidas por todo el mundo.

Y así, poco después de asumir el cargo me dirigí a Leon Panetta, director de la CIA, para pedirle que la captura o muerte de Bin Laden fuera la principal prioridad de nuestra guerra contra Al Qaeda, aún manteniendo nuestros esfuerzos para desbaratar, desmantelar y derrotar toda su red.

Después, en agosto del año pasado, tras dos de años de arduo trabajo desarrollado por nuestro servicio de inteligencia, creímos encontrar la pista de Bin Laden. No estaba nada claro y ha costado muchos meses llevar a cabo esta operación.

Me reuní varias veces con mi equipo de seguridad nacional y ampliamos nuestra información sobre la posibilidad de que Bin Laden estuviera escondido en algún lugar recóndito del interior de Pakistán.

Por último, la semana pasada, decidí que nuestro servicio de inteligencia tenía suficientes datos disponibles y autoricé una operación para atrapar a Osama bin Laden y llevarlo ante la justicia.

Hoy, bajo mi dirección, Estados Unidos ejecutó una operación en Abbottabad, Pakistán. Un pequeño grupo de estadounidenses llevó a cabo la operación con extraordinario coraje y capacidad. Ningún estadounidense resultó herido. Se tuvo especial cuidado en evitar víctimas civiles.

Después de un tiroteo, mataron a Osama Bin Laden y tomaron su cuerpo. Durante más de dos décadas, Bin Laden ha sido el líder de Al Qaeda y su símbolo, y ha continuado planeando ataques contra nuestro país y nuestros amigos y aliados. La muerte de Bin Laden marca el logro más significativo hasta la fecha en el esfuerzo de nuestra nación por derrotar a Al Qaeda.

Sin embargo, su muerte no significa el fin de nuestro trabajo. No hay duda de que Al Qaeda continuará con sus ataques en contra de nosotros. Debemos permanecer en alerta en nuestro país y en el extranjero.

Al hacerlo, también debemos reafirmar que los Estados Unidos no está – y nunca lo estará – en guerra con el Islam. He dejado claro, al igual que el presidente Bush hizo poco después del 11-S, que nuestra guerra no es contra el Islam.

Bin Laden no era un líder musulmán, era un asesino en masa de musulmanes. De hecho, Al Qaeda ha matado a decenas de musulmanes en muchos países, incluyendo la nuestra. Así que su desaparición debe ser bienvenida por todos los que creen en la paz y la dignidad humana.

Con los años, he manifestado en repetidas ocasiones que íbamos a ejecutar operaciones militares dentro de Pakistán si sabíamos que Bin Laden se encontraba allí. Eso es lo que hemos hecho. Pero es importante señalar que nuestra cooperación antiterrorista con Pakistán nos ayudó a saber dónde se escondía. De hecho, Bin Laden declaró la guerra a Pakistán y ordenó ataques contra el pueblo paquistaní.

Esta noche, yo llamé al presidente Zardari, y mi equipo también ha hablado con sus homólogos paquistaníes. Están de acuerdo en que este es un día histórico para nuestras dos naciones. Y en el futuro, es esencial que Pakistán continúe unido a nosotros en la lucha contra Al Qaida.

El pueblo estadounidense no eligió esta lucha. Llegó a nosotros, y comenzó con la masacre sin sentido de nuestros ciudadanos. Después de casi 10 años de servicio, lucha y sacrificio, conocemos muy bien los costes de la guerra.

Estos esfuerzos pesan sobre mí cada vez que, como Comandante Jefe, tengo que firmar una carta dirigida a una familia que ha perdido a un ser querido, o mirar a los ojos de alguien que ha sido gravemente herido durante nuestra lucha.

Así que los estadounidenses conocemos los costes de la guerra. Sin embargo, como país, nunca vamos a tolerar que nuestra seguridad esté amenazada, ni permanecer de brazos cruzados cuando nuestra gente ha sido asesinada. Seremos implacables en la defensa de nuestros ciudadanos y nuestros amigos y aliados.

Vamos a ser fieles a los valores que nos hacen ser quienes somos. Y en noches como ésta, podemos decir a las familias que han perdido a sus seres queridos por culpa del terror de Al Qaeda: Se ha hecho justicia.

Esta noche, damos gracias a nuestro servicio de inteligencia y a un sinnúmero de profesionales de la lucha contra el terrorismo que han trabajado incansablemente para lograr este resultado. El pueblo estadounidense no ve su trabajo, ni saben sus nombres.

Pero esta noche, sienten la satisfacción de su trabajo y el resultado de su búsqueda de la justicia. Damos gracias por los hombres que llevaron a cabo esta operación, ya que ejemplifican el profesionalismo, el patriotismo y una valentía sin igual de los que sirven a nuestro país.

Por último, quisiera decir a las familias que perdieron a uno o varios seres queridos el 11-S que nunca hemos olvidado su pérdida, ni vaciló nuestro compromiso de evitar nuevos ataques en nuestro territorio. Y esta noche, vamos a pensar de nuevo en la sensación de unidad que prevaleció aquel 11 de septiembre.

Sé que a veces no parece posible. Sin embargo, el logro de hoy es un testimonio de la grandeza de nuestro país y de la determinación del pueblo estadounidense. La garantía de seguridad en nuestro país aún no se ha completado.

Pero esta noche, volvemos a recordar que Estados Unidos puede hacer lo que se propone. Esa es la historia de nuestra historia; ya sea la búsqueda de prosperidad de nuestro pueblo, la lucha por la igualdad para todos nuestros ciudadanos, nuestro compromiso de defender nuestros valores en el extranjero, o nuestros sacrificios para hacer del mundo un lugar más seguro.

Recordemos que podemos hacer estas cosas no sólo por la riqueza o el poder, sino por quienes somos: una nación, bajo Dios, indivisible, con libertad y justicia para todos.

Gracias. Que Dios los bendiga.

Y que Dios bendiga a los Estados Unidos de América».

Discurso pronunciado en el Teatro Nacional de La Habana el 22 de marzo de 2016

«Gracias. Muchas gracias. Muchas gracias. Muchas gracias.

Presidente Castro, el pueblo cubano, muchas gracias por la cálida bienvenida que he recibido, que mi familia ha recibido, y que nuestra delegación ha recibido. Es un extraordinario honor estar hoy aquí.

Antes de comenzar, si me lo permiten, quiero mencionar los ataques terroristas que han sucedido en Bruselas. El pueblo estadounidense está pensando y rezando por el pueblo belga. Nos solidarizamos con ellos y condenamos estos ataques atroces contra personas inocentes. Haremos lo que sea necesario para apoyar a nuestra amiga y aliada, Bélgica, para llevar a la justicia a aquellos que sean responsables. Y este es otro recordatorio de que el mundo debe unirse, debemos estar juntos, independientemente de su nacionalidad o raza, o la fe, en la lucha contra el flagelo del terrorismo. Podemos y debemos derrotar a los que amenazan la seguridad y la protección de las personas en todo el mundo.

Al gobierno y al pueblo de Cuba, les doy las gracias por la bondad que me han demostrado a mí y a Michelle, Malia, Sasha y a mi suegra, Marian.

 

El presidente Barack Obama da un discurso histórico en el Gran Teatro de La Habana, en donde aboga por la reconciliación de todos los cubanos y un futuro democrático para Cuba.

 

Al igual que tantas personas en nuestros dos países, mi vida abarca un periodo de aislamiento entre nosotros. La revolución cubana ocurrió el mismo año que mi padre llegó a Estados Unidos desde Kenya. Bahía de los Cerdos ocurrió en el año en que yo nací. Al año siguiente el mundo entero quedó en suspenso observando a nuestros dos países mientras la Humanidad se acercaba más que nunca antes al horror de una guerra nuclear. Con el paso de las décadas, nuestros gobiernos se estancaron en un enfrentamiento sin fin, luchando batallas por medio de representantes. En un mundo que se ha reinventado una y otra vez, una constante ha sido el conflicto entre Estados Unidos y Cuba.

He venido aquí para enterrar el último resquicio de la Guerra Fría en el continente americano. He venido aquí para extender una mano de amistad al pueblo cubano.

Quiero dejar una cosa clara: Las diferencias entre nuestros gobiernos en todos estos años son reales y son importantes. Estoy seguro de que el Presidente Castro diría lo mismo. Lo sé porque le he oído hablar sobre esas diferencias largo y tendido. Pero antes de hablar sobre esos temas, también es nuestro deber reconocer cuánto tenemos en común. Porque en muchos sentidos, Estados Unidos y Cuba son como dos hermanos que han estado incomunicados durante años, incluso cuando compartimos la misma sangre.

Ambos vivimos en un nuevo mundo, colonizado por europeos. Cuba, como Estados Unidos, fue construida en parte por esclavos que trajeron aquí desde África. Al igual que en Estados Unidos, el pueblo cubano puede encontrar sus orígenes tanto en los esclavos como en los dueños de los esclavos. Ambos hemos abierto nuestras puertas a inmigrantes que recorrieron grandes distancias para empezar vidas nuevas en el continente americano.

Con el paso de los años, nuestras culturas se han mezclado. El trabajo del Dr. Carlos Finlay en Cuba abrió el camino a generaciones de doctores, incluyendo a Walter Reed, que se basó en el trabajo del Dr. Finlay para ayudar a luchar contra la fiebre amarilla. Al igual que Martí escribió algunas de sus palabras más conocidas en Nueva York, Ernest Hemingway hizo su hogar en Cuba, y encontró la inspiración en las aguas de sus costas. Compartimos un pasatiempos nacional, La Pelota, y esta misma tarde nuestros jugadores competirán en el mismo campo de La Habana donde jugó Jackie Robinson antes de hacer su debut en las Grandes Ligas. Se dice que nuestro mejor boxeador, Muhammad Ali, hizo un tributo una vez a un cubano con quien nunca podría luchar, diciendo que solo podría empatar contra el gran cubano Teófilo Stevenson.

Incluso mientras nuestros gobiernos se convertían en adversarios, nuestros pueblos siguieron compartiendo estas pasiones comunes, sobre todo puesto que tantos cubanos vinieron a Estados Unidos. En Miami y en La Habana se pueden encontrar lugares para bailar el chachachá o la salsa y comer ropa vieja. La gente de nuestros dos países ha cantado las canciones de Celia Cruz y de Gloria Estefan y ahora escuchan reguetón y a Pitbull. Millones de personas de nuestros países tienen una religión en común, una fe a la que di homenaje en el Santuario de Nuestra Señora de la Caridad en Miami, una paz que los cubanos encuentran en La Cachita.

Con todas nuestras diferencias, el pueblo estadounidense y el pueblo cubano comparten los mismos valores en sus propias vidas. Un sentido de patriotismo y de orgullo… mucho orgullo. Un amor profundo por la familia. Una pasión por nuestros hijos y un compromiso con su educación. Ese es el motivo por el que creo que nuestros nietos mirarán atrás a este periodo de aislamiento como una aberración; como solo un capítulo en una historia más larga de familia y amistad.

Pero no podemos y no debemos pasar por alto las diferencias muy reales que existen entre nosotros, sobre cómo organizamos nuestros gobiernos, nuestras economías y nuestras sociedades. Cuba tiene un sistema de un solo partido; Estados Unidos es una democracia de múltiples partidos. Cuba tiene un modelo económico socialista; Estados Unidos es un mercado libre. Cuba ha reforzado el papel y los derechos del estado; Estados Unidos está fundado sobre los derechos individuales.

A pesar de esas diferencias, el 17 de diciembre de 2014, el Presidente Castro y yo anunciamos que Estados Unidos y Cuba iniciarían un proceso para normalizar las relaciones entre nuestros países. Desde entonces, hemos entablado relaciones diplomáticas e inaugurado embajadas. Hemos lanzado iniciativas para cooperar en temas de salud y agricultura, educación y autoridades del orden público. Hemos llegado a acuerdos para recobrar vuelos directos y servicios de correo. Hemos expandido los lazos comerciales y aumentando las opciones de los estadounidenses para viajar y hacer negocios en Cuba.

Estos cambios han sido bien recibidos, a pesar de que aún hay personas que se oponen a estas políticas. No obstante, muchas personas en ambos lados del debate han preguntado: ¿por qué ahora?

La respuesta es sencilla: lo que estaba haciendo Estados Unidos no funcionaba. Debemos tener el valor de reconocer esa verdad. Una política de aislamiento diseñada para la Guerra Fría no tenía mucho sentido en el siglo XXI. El embargo solo hacía daño al pueblo cubano en lugar de ayudarlo. Y siempre he creído en lo que Martin Luther King, Jr. llamaba “la urgencia feroz de ahora”. No debemos temer el cambio, debemos acogerlo.

Eso me lleva a la razón más grande e importante de estos cambios: Creo en el pueblo cubano. Creo en el pueblo cubano. Esto no es solo una política de normalizar relaciones con el gobierno cubano; Los Estados Unidos de América está normalizando relaciones con el pueblo cubano.

Y hoy quiero compartir con ustedes mi visión de cómo puede ser nuestro futuro. Y quiero que el pueblo cubano, sobre todo la gente joven, entienda por qué creo que deben mirar al futuro con esperanza; no la falsa promesa que insiste en que las cosas están mejor de lo que realmente están ni el optimismo ciego que dice que todos sus problemas desaparecerán mañana. Esperanza que tiene una base en el futuro que ustedes pueden elegir; que ustedes pueden moldear; que ustedes pueden construir para su país.

Yo tengo esperanzas porque creo que el pueblo cubano es tan innovador como cualquier otro pueblo en el mundo entero.

En una economía global, potenciada por ideas e información, el valor más importante de un país es su gente. En Estados Unidos tenemos un monumento claro de lo que pueden construir los cubanos: se llama Miami. Aquí en La Habana, vemos ese mismo talento en cuentapropistas, cooperativas y autos viejos que aún funcionan: el cubano inventa del aire.

Cuba tiene un recurso extraordinario; un sistema de educación que valora cada niño y cada niña. Y en años recientes, el gobierno cubano ha empezado a abrirse al mundo, y a abrir más espacios para que ese talento prospere. En tan solo unos años, hemos visto como los cuentapropistaspueden prosperar mientras mantienen un espíritu decididamente cubano. Ser trabajador autónomo no se trata de ser más como Estados Unidos, sino de ser ustedes mismos.

Miren a Sandra Lídice Aldama, que eligió abrir un pequeño negocio. Los cubanos, dijo, podemos “innovar y adaptarnos sin perder nuestra identidad… nuestro secreto es no copiar ni imitar pero simplemente ser nosotros mismos”.

Miren a Papito Valladares, un barbero, cuyo éxito le permitió mejorar las condiciones en su vecindario. “Me doy cuenta de que no voy a resolver todos los problemas del mundo”, dijo. “Pero si puedo resolver los problemas en el pequeño pedazo de mundo en el que vivo, puede expandirse por La Habana”.

Ese es el principio de la esperanza; la habilidad de ganarse uno la vida y de construir algo de lo que se pueda sentir orgulloso. Por eso nuestras políticas están enfocadas en apoyar a los cubanos, en lugar de hacerles daño. Por eso pusimos fin a los límites en los giros, para que los cubanos de a pie tuvieran más recursos. Por eso estamos animando a la gente a viajar, para construir puentes entre nuestros pueblos y generar más ingresos para los pequeños negocios cubanos. Por eso hemos abierto más espacios para comercio e intercambios, para que los estadounidenses y los cubanos puedan trabajar juntos para encontrar curas, crear empleos y abrir la puerta a más oportunidad para el pueblo cubano.

Como Presidente de Estados Unidos, he hecho un llamado al Congreso para levantar el embargo. Es una carga anticuada que lleva a cuestas el pueblo cubano. Es una carga para el pueblo estadounidense que quiere trabajar y hacer negocios o invertir en Cuba. Es hora de que levantemos el embargo. Pero aunque levantáramos el embargo mañana, los cubanos no podrían alcanzar su potencial sin hacer los cambios necesarios aquí, en Cuba. Debería de ser más fácil abrir un negocio aquí, en Cuba. Un trabajador debería de poder conseguir trabajo directamente con las compañías que inviertan aquí. Dos divisas no deberían separar el tipo de salarios que pueden ganar los cubanos. Debería de haber Internet disponible en toda la isla, para que los cubanos se puedan conectar con el mundo entero y a uno de los motores de crecimiento más fuertes en la historia de la humanidad.

No hay límite impuesto por Estados Unidos para que Cuba pueda dar estos pasos. Eso es cosa suya. Y les puedo decir, como amigo, que la prosperidad sustentable en el siglo XXI depende de la educación, la sanidad y la protección del medio ambiente. Pero también depende del intercambio libre y abierto de ideas. Si no pueden acceder a información en Internet; si no pueden estar expuestos a diferentes puntos de vista; entonces no alcanzarán su pleno potencial. Y con el tiempo, la juventud va a perder la esperanza.

Sé que estos temas son sensibles, sobre todo cuando vienen de un presidente estadounidense. Y desde 1959, algunos estadounidenses veían Cuba como un lugar del que se podían aprovechar, ignoraron la pobreza y permitieron la corrupción. Desde 1959, hemos sido como boxeadores con un contrincante imaginario en esta batalla de geopolítica y personalidades. Conozco la historia, pero me niego a verme atrapado por ella.

He dejado claro que Estados Unidos no tiene ni la capacidad ni la intención de imponer cambios en Cuba. Lo que cambie dependerá del pueblo cubano. No vamos a imponerles nuestro sistema político ni económico. Reconocemos que cada país, cada pueblo, debe trazar su propio camino, y darle forma a su propio modelo. Pero ahora que hemos quitado la sombra de la historia de nuestra relación, debo hablar honestamente sobre las cosas en las que yo creo – las cosas en las que nosotros, como estadounidenses, creemos. Como dijo Martí: “La libertad es el derecho de todo hombre a ser honesto, pensar y hablar sin hipocresía”.

Así que déjeme decirles lo que yo creo. No los puedo obligar a estar de acuerdo, pero deben saber lo que pienso. Creo que cada persona debe ser igual bajo la ley. Cada niño se merece la dignidad que viene con la educación, la sanidad y los alimentos que tiene sobre la mesa y un techo sobre sus cabezas. Yo creo que los ciudadanos deberían ser libres de expresar sus ideas sin miedo, de organizarse, y de criticar a su gobierno y protestar pacíficamente, y que el estado de derecho no debería incluir detenciones aleatorias de las personas que hacen uso de esos derechos. Yo creo que cada persona debería tener la libertad de practicar su fe de forma pacífica y pública. Y, sí, yo creo que los votantes deberían de elegir sus gobiernos en elecciones libres y democráticas.

No todo el mundo está de acuerdo conmigo sobre esto. No todo el mundo está de acuerdo con el pueblo estadounidense sobre esto. Pero creo que estos derechos son universales. Creo que son los derechos del pueblo estadounidense, del pueblo cubano y de todo el mundo.

Ahora, no es un secreto que nuestros gobiernos estén en desacuerdo con muchos de estos temas. He tenido discusiones sinceras con el Presidente Castro. Durante muchos años, ha señalado los fallos del sistema estadounidense: la desigualdad económica; la pena de muerte; la discriminación racial; las guerras en el extranjero. Eso es solo un ejemplo. Él tiene una lista mucho más larga. Pero esto es lo que tiene que entender el pueblo cubano: estoy dispuesto a tener este debate y diálogo abierto. Es bueno. Es saludable. No le tengo miedo.

Sí que hay demasiado dinero en la política estadounidense. Pero en EEUU, todavía es posible que alguien como yo, un niño que fue criado por una madre soltera, un niño de raza mixta que no tenía mucho dinero, pueda ir atrás de y conseguir el cargo más alto del país. Eso es lo que es posible en EEUU.

Sí que hay dificultades de discriminación racial en nuestras comunidades, en nuestro sistema penal, en nuestra sociedad – el legado de esclavitud y segregación. Pero el hecho de que tengamos debates abiertos dentro de la propia democracia estadounidense es lo que da lugar a que mejoremos. En 1959, el año en que mi padre se mudó a Estados Unidos, era ilegal para él casarse con mi madre, quien era blanca, en muchos estados del país. Cuando empecé a ir a la escuela todavía estábamos luchando por eliminar la segregación en las escuelas del sur de Estados Unidos. Pero la gente se organizó; protestaron; debatieron estos temas; desafiaron a los oficiales del gobierno. Y gracias a esas protestas y debates y la movilización del pueblo, puedo alzarme aquí hoy, como afroamericano, y como Presidente de Estados Unidos. Eso fue por las libertades otorgadas en los Estado Unidos que pudimos traer el cambio.

No digo que sea fácil. Todavía hay problemas enormes en nuestra sociedad. Pero la democracia es la forma de cambiarlos. Es como conseguimos servicios de salud para una mayor cantidad de personas del país. Es como hicimos grandes avances en los derechos de las mujeres y de los homosexuales. Es como hablamos de la desigualdad que concentra tanta riqueza en la cima de nuestra sociedad. Puesto que los trabajadores se pueden organizar y la gente de a pie tiene una voz, la democracia estadounidense le ha dado a nuestro pueblo la oportunidad de perseguir sus sueños y disfrutar de un alto nivel de vida.

Ahora, aún quedan luchas difíciles y no siempre es bonito, el proceso de la democracia. Muchas veces es frustrante. Lo podemos apreciar en las elecciones que están en curso ahora mismo en mi país. Pero párense y piensen en este hecho sobre la campaña de Estados Unidos que se está llevando acabo ahora: habían dos cubanos-americanos en el partido republicano, haciendo campaña contra el legado de un hombre de raza negra que es el Presidente, mientras discuten que cada uno tiene más posibilidades de derrotar al candidato demócrata que será una mujer o un social-demócrata. ¿Quién habría apostado por eso en 1959? Esa es la medida de nuestro progreso.

Este es mi mensaje para el gobierno y pueblo de Cuba: Los ideales que son el punto de partida de toda revolución – la revolución de Estados Unidos, la revolución de Cuba, de los movimientos de liberación de todo el mundo– encuentran su expresión más verdadera, yo pienso, en la democracia. No porque pienso que la democracia en Estados Unidos sea perfecta, sino precisamente porque no lo somos. Y nosotros –al igual que todos los países– necesitamos el espacio que la democracia nos da para cambiar. Les da a los individuos la capacidad de ser catalizadores para pensar en nuevas maneras, y re-imaginar cómo nuestra sociedad debe ser, y hacerlas mejor.

Ya hay una evolución que se está llevando a cabo dentro de Cuba, un cambio generacional. Muchos han sugerido que vengo aquí para pedir al pueblo cubano que destruya algo; pero yo me dirijo a los jóvenes de Cuba quienes alzarán y construirán algo nuevo. El futuro de Cuba tiene que estar en las manos del pueblo cubano.

Y al presidente Castro –a quien le agradezco que esté aquí hoy─ quiero que sepa, creo que mi visita demuestra que no tiene por qué temer una amenaza de los Estados Unidos. Teniendo en cuenta su compromiso con la soberanía y la autodeterminación de Cuba, también estoy seguro de que no tiene que temer las diferentes voces del pueblo cubano –y su capacidad para hablar, y reunirse, y votar por sus líderes. De hecho, tengo la esperanza para el futuro porque confío en que el pueblo cubano tomará las decisiones correctas.

Y mientras las toman, también estoy seguro de que Cuba podrá seguir desempeñando un papel importante en el hemisferio y en todo el mundo – y mi esperanza es que ustedes pueden hacerlo como un socio de Estados Unidos.

Hemos desempeñado papeles muy diferentes en el mundo. Pero nadie debe negar el servicio que miles de médicos cubanos han prestado a los pobres y a los que sufren. El año pasado, los trabajadores sanitarios estadounidenses –y las fuerzas militares de EE. UU.– trabajaron hombro a hombro con los cubanos para salvar vidas y acabar con el ébola en África Occidental. Creo que deberíamos continuar con ese tipo de cooperación en otros países.

Hemos estado en el lado contrario de muchos conflictos en el continente americano. Pero hoy día, los estadounidenses y los cubanos están sentados juntos en la mesa de negociación, y estamos ayudando a los colombianos a resolver una guerra civil que se arrastra desde hace décadas. Ese tipo de cooperación es bueno para todos. Le brinda esperanza a todos en este hemisferio.

Tomamos diferentes pasos en nuestro apoyo al pueblo de Sudáfrica para acabar con el apartheid. Pero el presidente Castro y yo pudimos estar allí en Johannesburgo para rendir homenaje al legado de gran Nelson Mandela. Y al examinar su vida y sus palabras, estoy seguro de que ambos nos damos cuenta de que tenemos mucho trabajo por hacer – para reducir la discriminación basada en la raza en ambos países. Y en Cuba, queremos que nuestro compromiso ayude a animar los cubanos que son de ascendencia africana, que han demostrado que no hay nada que no puedan lograr cuando se les da la oportunidad.

Hemos sido parte de diferentes bloques de naciones en el hemisferio, y seguiremos teniendo profundas diferencias sobre la manera de promover la paz, la seguridad, la oportunidad y los derechos humanos. Pero a medida que se normalizan nuestras relaciones, creo que eso puede ayudar a fomentar un mayor sentido de unidad en el continente americano –todos somos americanos.

Desde el inicio de mi mandato, he instado a los pueblos del continente americano a dejar atrás las batallas ideológicas del pasado. Vivimos en una nueva era. Sé que muchos de los problemas de los que he hablado carecen del drama del pasado. Sé que parte de la identidad de Cuba es su orgullo de ser una nación isleña pequeña que podría luchar por sus derechos y agitar el mundo.

Pero también sé que Cuba siempre destacará por el talento, el trabajo duro y el orgullo del pueblo cubano. Ese es su fortaleza. Cuba no tiene que ser definido por estar en contra de los Estados Unidos, al igual que los Estados Unidos no tiene que ser definido por estar en contra de Cuba. Tengo esperanza para el futuro debido a la reconciliación que está teniendo lugar entre el pueblo cubano.

Sé que para algunos cubanos de la isla, puede existir la sensación de que los que se fueron de alguna manera apoyaban el viejo orden en Cuba. Estoy seguro de que hay una narrativa persistente cual sugiere que los exiliados cubanos ignoraron los problemas de la Cuba pre-revolucionaria y rechazaron la lucha de construir un nuevo futuro. Pero les puedo decir hoy que muchos exiliados cubanos llevan consigo el recuerdo de una dolorosa y, a veces, violenta separación. Aman a Cuba. Una parte de ellos aun considera este su verdadero hogar. Es por eso que su pasión es tan fuerte. Es por eso que la pena en sus corazones tan grande. Y para la comunidad cubano-americana que he llegado a conocer, esto no se trata solo de política. Se trata de la familia: el recuerdo de una casa que se ha perdido; el deseo de reconstruir un lazo roto; la esperanza de un futuro mejor, la esperanza del regreso y la reconciliación.

Por toda la política, las personas son personas; y los cubanos son cubanos. Y he venido aquí –he viajado esta distancia– sobre un puente construido por los cubanos a ambos lados del Estrecho de la Florida. Primero llegué a conocer el talento y la pasión de los cubanos de Estados Unidos. Y sé que han sufrido más que el dolor del exilio: saben lo que se siente al ser un extraño, al luchar, al trabajar más duro para asegurarse de que sus hijos puedan llegar más lejos en los Estados Unidos.

Así que la reconciliación de los cubanos –los hijos y nietos de la revolución, y los hijos y nietos del exilio– es fundamental para el futuro de Cuba.

Se puede ver en Gloria González, que viajó aquí en 2013, por primera vez después de 61 años de separación, y fue recibida por su hermana Llorca. “Tú me reconociste, pero yo no te reconocí”, le dijo Gloria a su hermana después de abrazarla. Imagínense, después de 61 años.

Se puede ver en Melinda López, que vino a la vieja casa de su familia. Y mientras caminaba por las calles, una anciana la reconoció como la hija de su madre, y se puso a llorar. La llevó a su casa y le mostró un montón de fotos que incluían la foto de bebé de Melinda, que su madre le había enviado hacía 50 años. Melinda comentó más tarde: “Tantos de nosotros estamos recibiendo tanto ahora”.

Se puede ver en Cristian Miguel Soler, un joven que fue el primero de su familia en viajar aquí después de cincuenta años. Al conocer a sus parientes por primera vez, comentó: “Me di cuenta de que la familia es la familia sin importar la distancia que exista entre nosotros”.

A veces los cambios más importantes comienzan en lugares pequeños. Las mareas de la historia pueden dejar a las personas en situaciones de conflicto, exilio y pobreza; se necesita tiempo para que esas circunstancias cambien. Sin embargo, el reconocimiento de una humanidad común, la reconciliación de las personas unidas por lazos de sangre y una creencia del uno en el otro –ahí es donde comienza el progreso. Entendiendo, escuchando, y perdonando. Y si el pueblo cubano se enfrenta junto al futuro, será más probable que los jóvenes de hoy puedan vivir con dignidad y alcanzar sus sueños aquí mismo en Cuba.

La historia de Estados Unidos y Cuba abarca revolución y conflicto; lucha y sacrificio; retribución y ahora reconciliación. Ha llegado el momento de que dejemos atrás el pasado. Ha llegado el momento de que juntos miremos hacia el futuro –un futuro de esperanza.

Y no será fácil, y habrá reveses. Tomará tiempo. Pero mi visita aquí a Cuba renueva mi esperanza y mi confianza en lo que hará el pueblo cubano. Podemos hacer este viaje como amigos, y como vecinos, y como familia – juntos. Sí se puede. Muchas gracias».

Discurso de despedida de la presidencia pronunciado el 10 de enero de 2017

«Es bueno estar en casa. Mis conciudadanos, Michelle y yo nos sentimos conmovidos por todos los buenos deseos que hemos recibido en las últimas semanas. Pero esta noche, es mi turno para decir gracias. Ya sea cuando nuestras posturas hayan coincidido o cuando no hayamos estado de acuerdo en lo absoluto, mis conversaciones con ustedes, el pueblo estadounidense – en salones y escuelas; en las granjas y en las fábricas; en los comedores y en puestos avanzados – son lo que me han mantenido honesto, inspirado, y motivado. Cada día, aprendí de ustedes. Ustedes me hicieron un mejor presidente, me hicieron un mejor hombre.

Vine por primera vez a Chicago poco después de cumplir 20 años, cuando aún intentaba averiguar quién era; buscando un propósito para mi vida. Fue en los barrios no lejos de aquí donde empecé a trabajar con grupos de la iglesia a las sombras de los molinos de acero cerrados. Fue en estas calles donde fui testigo de la fuerza de la fe y la dignidad tranquila de los trabajadores ante las dificultades y la pérdida. Aquí es donde aprendí que el cambio sólo ocurre cuando la gente se involucra, se compromete y se une para exigirlo.

Después de ocho años como Presidente, sigo creyendo eso. Y no es sólo mi opinión. Es el corazón de nuestra idea estadounidense – nuestro osado experimento de autonomía.

 

Es la insistencia en que estos derechos, aunque son evidentes, nunca se han aplicado de forma automática; que nosotros, el pueblo, mediante el instrumento de nuestra democracia, podemos formar una unión más perfecta.

Este es el gran don que nuestros fundadores nos dieron. La libertad de perseguir nuestros sueños individuales a través de nuestro sudor, trabajo e imaginación, y el imperativo de luchar juntos para lograr un bien mayor.

Durante 240 años, el llamado de nuestra nación a la ciudadanía le ha dado trabajo y propósito a cada nueva generación. Es lo que llevó a los patriotas a elegir la república sobre la tiranía, a los pioneros a irse al oeste, a los esclavos a desafiar aquel precario ferrocarril para conseguir la libertad. Es lo que atrajo a inmigrantes y refugiados desde más allá de los océanos y el Río Bravo, impulsó a las mujeres a luchar por el voto, estimuló a los trabajadores a organizarse. Por eso nuestros soldados dieron sus vidas en la playa Omaha y en Iwo Jima; en Irak y Afganistán – y es por eso que hombres y mujeres desde Selma hasta Stonewall estaban preparados para dar las suyas.

Eso es lo que queremos decir cuando decimos que Estados Unidos es excepcional. No es que nuestra nación haya sido impecable desde el inicio, sino que hemos demostrado la capacidad de cambiar y mejorar la vida de aquellos que vienen después.

Es cierto, nuestro progreso ha sido desigual. La labor de la democracia siempre ha sido difícil, polémica y a veces sangrienta. Por cada dos pasos adelante, a menudo se siente que damos un paso atrás. Pero el largo recorrido de Estados Unidos ha sido definido por el movimiento de avance, por una constante ampliación de nuestro credo constitucional para aceptar a todos, y no sólo a unos cuantos.

Si les hubiera dicho hace ocho años que Estados Unidos saldría de una gran recesión, restablecería nuestra industria automotriz, y daría pie al período más largo de creación de empleos en nuestra historia… si les hubiera dicho que abriríamos un nuevo capítulo con el pueblo cubano, cerraríamos el programa nuclear de Irán sin disparar un tiro y eliminaríamos al cerebro de los atentados del 11 de septiembre…si les hubiera dicho que íbamos a conseguir la igualdad en el matrimonio y garantizaríamos el derecho al seguro de salud para otros 20 millones de nuestros conciudadanos – ustedes podrían haber dicho que estábamos apuntando demasiado alto.

Pero eso es lo que hicimos. Eso es lo que ustedes hicieron. Ustedes fueron el cambio. Ustedes respondieron a las esperanzas de las personas y, por ustedes, en casi todos los aspectos, Estados Unidos es un lugar mejor, más fuerte de lo que era cuando empezamos.

En diez días, el mundo será testigo de un sello distintivo de nuestra democracia: la transferencia pacífica del poder de un presidente elegido libremente al siguiente. Le prometí al presidente electo Trump que mi administración garantizaría una transición sin problemas, los mismo que el presidente Bush hizo por mí. Porque a todos nos corresponde asegurarnos de que nuestro gobierno pueda ayudarnos a superar los numerosos desafíos que enfrentamos.

Tenemos lo que necesitamos para hacerlo. Después de todo, seguimos siendo la nación más rica, más poderosa, y más respetada del mundo. Nuestra juventud y nuestro ímpetu, nuestra diversidad y apertura, nuestra ilimitada capacidad de riesgo y reinvención significan que el futuro debe ser nuestro.

Pero este potencial sólo se hará realidad si nuestra democracia funciona. Sólo si nuestra política refleja la decencia de nuestro pueblo. Sólo si todos nosotros, independientemente de nuestra afiliación política o interés particular, ayudamos a restaurar el sentido de propósito común que tanto necesitamos en este momento.

Eso es en lo que quiero enfocarme esta noche – el estado de nuestra democracia.

Debemos entender que la democracia no exige la uniformidad. Nuestros fundadores discutieron y se comprometieron, y esperaban que nosotros hiciéramos lo mismo. Pero sabían que la democracia sí exige un sentido básico de la solidaridad – la idea de que, a pesar de todas nuestras diferencias externas, estamos todos juntos en esto; que avanzamos o fracasamos como uno sólo.

Ha habido momentos a lo largo de nuestra historia que amenazaron con romper esa solidaridad. El comienzo de este siglo fue uno de esos momentos. Un mundo cada vez más pequeño, la creciente desigualdad; el cambio demográfico y el fantasma del terrorismo – estas fuerzas no sólo han puesto a prueba nuestra seguridad y prosperidad, sino nuestra democracia. Y la forma en que enfrentemos estos desafíos para nuestra democracia determinará nuestra capacidad para educar a nuestros hijos, crear buenos empleos y proteger nuestra patria.

En otras palabras, determinará nuestro futuro.

Nuestra democracia no funcionará sin el conocimiento de que todo el mundo tiene oportunidades económicas. Hoy en día, la economía está creciendo nuevamente; los salarios, los ingresos, los valores de las viviendas, y las cuentas de jubilación están aumentando de nuevo; la pobreza está disminuyendo de nuevo. Los ricos están pagando una parte más justa de los impuestos, incluso en momentos en que el mercado de valores está rompiendo récords. La tasa de desempleo está cerca de su nivel más bajo en diez años. La tasa de no asegurados nunca ha sido menor. Los costos del cuidado de la salud están aumentando al ritmo más lento en 50 años. Y si alguien puede idear un plan que sea manifiestamente mejor que las mejoras que le hemos hecho a nuestro sistema de atención de la salud – que cubre a tantas personas a un menor costo – voy a apoyarlo públicamente.

Después de todo, ése es el motivo por el cual servimos – para mejorar la vida de las personas, no empeorarla.

Pero a pesar de todo el verdadero progreso que hemos logrado, sabemos que no es suficiente. Nuestra economía no funciona tan bien o crecen tan rápidamente cuando unos pocos prosperan a costa de una creciente clase media. Pero la cruda desigualdad también es corrosiva para nuestros principios democráticos. Mientras que el uno por ciento superior ha amasado una parte mayor de la riqueza y los ingresos, muchas familias, en el interior de las ciudades y condados rurales, han quedado atrás – el trabajador despedido de la fábrica; la camarera y trabajador de la salud que luchan para pagar las cuentas – convencidos de que el juego está amañado en contra de ellos, que su gobierno sólo sirve a los intereses de los poderosos – una receta para más cinismo y polarización en nuestra política.

No hay soluciones rápidas a esta tendencia de largo plazo. Estoy de acuerdo en que nuestro comercio debe ser justa y no sólo libre. Pero la próxima ola de desarticulación económica no vendrá del extranjero. Vendrá del ritmo trepidante de la automatización que volverá obsoletos muchos buenos empleos de clase media.

Y, entonces, debemos forjar un nuevo pacto social – para garantizarles a todos nuestros hijos la educación que necesitan; para darles a los trabajadores la facultad de sindicalizarse por mejores salarios; para actualizar la red de seguridad social para reflejar la manera en que vivimos ahora y hacer más reformas al código tributario para que las empresas y los individuos que obtienen el máximo provecho de la nueva economía no eludan sus obligaciones para con el país que hizo posible su éxito. Podemos discutir sobre la mejor manera de lograr estos objetivos. Pero no podemos descuidarnos respecto a los objetivos en sí mismos. Si no creamos oportunidades para todos, el descontento y la división que han obstaculizado nuestro progreso se agudizarán en los años venideros.

Hay una segunda amenaza para nuestra democracia – una que es tan antigua como nuestra propia nación. Después de mi elección, se hablaba de una nación post-racial. Esa visión, por bien intencionada que haya sido, nunca fue realista. La raza sigue siendo una fuerza potente y a menudo divisoria en nuestra sociedad. He vivido el tiempo suficiente para saber que las relaciones raciales son mejores que lo que eran diez o veinte o treinta años atrás – se puede ver no sólo en las estadísticas, sino en las actitudes de los jóvenes estadounidenses de todo el espectro político.

Pero no estamos donde debemos estar. Todos tenemos más trabajo que hacer. Después de todo, si cada cuestión económica se enmarca como una lucha entre una clase media blanca trabajadora y las minorías indignas, entonces los trabajadores de la más diversa índole terminarán luchando por migajas mientras los ricos se retiran aún más en sus enclaves privados. Si nos abstenemos de invertir en los hijos de inmigrantes, sólo porque no se parecen a nosotros, disminuyen las perspectivas de nuestros propios hijos – porque esos niños morenos representarán una mayor proporción de la fuerza laboral de Estados Unidos. Y nuestra economía no tiene que ser un juego de suma cero. El año pasado, los ingresos aumentaron para todas las razas, todas las edades, tanto para los hombres como para las mujeres.

En lo adelante, debemos respetar las leyes contra la discriminación – en la contratación, en la vivienda, en la educación y en el sistema de justicia penal. Eso es lo que nuestra Constitución y nuestros más altos ideales requieren. Pero las leyes por sí solas no serán suficientes. Los corazones deben cambiar. Si queremos que nuestra democracia funcione en esta nación cada vez más diversa, cada uno de nosotros debe tratar de seguir los consejos de uno de los grandes personajes de la ficción estadounidense, Atticus Finch, quien dijo que «uno no entiende a los demás hasta que no considera las cosas desde su punto de vista … hasta que no se mete bajo su piel y camina con ella por la vida».

Para los negros y otras minorías, que significa unir nuestras propias luchas por justicia a los desafíos que mucha gente en este país enfrenta – los refugiados, los inmigrantes, los pobres de las zonas rurales, las personas transgénero, Americana y también el hombre blanco de mediana edad quien desde el exterior puede parecer que tiene todas las ventajas, pero quien ha visto su mundo trastocado por los cambios económicos, culturales, y tecnológicos.

Para los norteamericanos blancos, significa reconocer que los efectos de la esclavitud y Jim Crow no desaparecieron repentinamente en los años 60; que cuando los grupos minoritarios expresan descontento, no están simplemente practicando el racismo inverso o la corrección política; que cuando protestan de forma pacífica, no están exigiendo un trato especial, sino la igualdad de trato que nuestros fundadores prometieron.

Para los estadounidenses nativos, significa recordar que los estereotipos acerca de los inmigrantes de hoy se dijeron, casi palabra por palabra, sobre los irlandeses, italianos y polacos. Estados Unidos no se debilitó por la presencia de estos recién llegados; ellos adoptaron el credo de esta nación, y éste se fortaleció.

 

Así que, independientemente del lugar que ocupemos; tenemos que esforzarnos más; empezar con la premisa de que cada uno de nuestros conciudadanos ama a este país tanto como nosotros; que valora el trabajo y la familia como nosotros; que sus hijos son tan curiosos, ilusionados y dignos de amor como los nuestros.

Nada de esto es fácil. Para muchos de nosotros, es más seguro refugiarnos en nuestras propias burbujas, ya sea en nuestros barrios o campus universitarios o lugares de culto o nuestros medios sociales, rodeados de personas que son como nosotros y comparten la misma perspectiva política y nunca rebaten nuestros supuestos. El aumento del partidismo manifiesto, el aumento de la estratificación económica y regional, la fragmentación de nuestros medios de comunicación en canales para todos los gustos – todo esto hace que esta gran separación parezca natural, incluso inevitable. Y cada vez más, estamos tan seguros en nuestras burbujas que sólo aceptamos información, ya sea verdadera o no, que se adapte a nuestras opiniones, en lugar de basar nuestras opiniones sobre las pruebas que existen.

Esta tendencia representa una tercera amenaza para nuestra democracia. La política es una batalla de ideas; en el curso de un debate saludable, priorizamos objetivos diferentes, y los distintos medios para alcanzarlos. Pero sin una base común de hechos; sin la voluntad de admitir nueva información y reconocer que el oponente tiene razón, y que la ciencia y la razón son importantes, seguiremos hablando sin entendernos, haciendo que los puntos en común y el compromiso sean imposibles.

¿No es eso parte de lo que hace la política tan desmoralizante? ¿Cómo pueden los funcionarios electos debatir tan apasionadamente sobre los déficits cuando nos proponemos gastar dinero en la educación preescolar para los niños, pero no cuando estamos reduciendo los impuestos a las empresas? ¿Cómo podemos excusar los lapsos éticos en nuestro propio partido, pero saltar cuando el otro partido hace lo mismo? No es solo deshonesto, esta separación selectiva de los hechos es contraproducente. Porque como mi madre me decía, la realidad siempre te alcanza.

Tomemos, por ejemplo, el desafío del cambio climático. En apenas ocho años, hemos reducido nuestra dependencia del petróleo extranjero, duplicado nuestra energía renovable, y llevado al mundo a un acuerdo que tiene la promesa de salvar este planeta. Pero sin medidas más audaces, nuestros niños no tienen tiempo para debatir la existencia del cambio climático; estarán ocupados luchando contra sus efectos: desastres ambientales y económicos, y oleadas de refugiados climáticos que buscan refugio.

Ahora, podemos y debemos discutir sobre el mejor enfoque hacia el problema. Pero simplemente negar el problema no sólo traiciona a las generaciones futuras; traiciona el espíritu esencial de la innovación y la solución práctica de problemas que guió a nuestros Fundadores.

 

Es ese espíritu, nacido de la Ilustración, el que nos convirtió en una potencia económica – el espíritu que tomó vuelo en el Kitty Hawk y en Cabo Cañaveral; el espíritu que cura las enfermedades y pone una computadora en cada bolsillo.

Es ese espíritu – la fe en la razón, y la empresa, y la primacía del derecho sobre la fuerza, lo que nos permitió resistir la atracción del fascismo y la tiranía durante la Gran Depresión, y construir un orden posterior a la 2ª Guerra Mundial con otras democracias, un orden basado no sólo en el poder militar o las afiliaciones nacionales, sino en principios – el estado de derecho, los derechos humanos, las libertades de religión, expresión, reunión, y una prensa independiente.

Ese orden ahora está siendo desafiado – primero por violentos fanáticos que dicen hablar en nombre del islam; más recientemente por autócratas en capitales extranjeras que ven en los mercados libres, las democracias abiertas, y la propia sociedad civil una amenaza para su poder. El peligro que cada uno plantea a nuestra democracia va más allá de la explosión de un coche bomba o un misil. Representa el miedo al cambio, el temor de las personas que ven o hablan u oran de manera diferente; un desprecio al estado de derecho que les exigen cuentas a los dirigentes responsables; una intolerancia contra la disensión y el pensamiento libre; la creencia de que la espada o la pistola o la bomba o la maquinaria de propaganda es el árbitro supremo de lo que es verdadero y lo que es correcto.

Debido a la extraordinaria valentía de nuestros hombres y mujeres en uniforme, y los oficiales de inteligencia, autoridades policiales y diplomáticos que los apoyan, ninguna organización terrorista extranjera ha planificado y ejecutado con éxito un ataque contra nuestra patria en estos últimos ocho años; y aunque Boston y Orlando nos recuerdan cuán peligrosa puede ser la radicalización, nuestros organismos encargados de hacer cumplir la ley son más eficaces y vigilantes que nunca. Hemos eliminado a decenas de miles de terroristas, incluido Osama bin Laden. La coalición mundial que encabezamos contra el Estado Islámico ha eliminado a sus líderes, y les ha arrebatado cerca de la mitad de su territorio. El Estado Islámico será destruido, y nadie que amenace a Estados Unidos jamás estará seguro. A todos los que sirven en nuestro ejército, ha sido el honor de mi vida ser su Comandante en Jefe.

Pero la protección de nuestra forma de vida requiere de más que nuestros militares. La democracia puede debilitarse cuando cedemos ante el miedo. Por lo tanto, al igual que, como ciudadanos, debemos permanecer vigilantes contra la agresión externa, debemos estar en guardia contra un debilitamiento de los valores que nos hacen ser quienes somos. Por eso, durante los últimos ocho años, he trabajado para darle a la lucha contra el terrorismo una firme base jurídica. Por eso hemos terminado la tortura, trabajado para cerrar Gitmo, y reformar nuestras leyes que rigen la vigilancia para proteger la privacidad y las libertades civiles. Es por eso que rechazo la discriminación contra los estadounidenses musulmanes. Es por eso que no podemos retirarnos del combate mundial – para expandir la democracia y los derechos humanos, los derechos de la mujer, y los derechos de las personas LGBT – no importa cuán imperfectos sean nuestros esfuerzos, no importa cuán oportuno pueda parecer hacer caso omiso a esos valores. Pues la lucha contra el extremismo, la intolerancia y el sectarismo son parte de la lucha contra el autoritarismo y la agresión nacionalista. Si el alcance de la libertad y el respeto al estado de derecho se reducen en todo el mundo, la posibilidad de una guerra dentro y entre las naciones aumenta, y nuestras propias libertades eventualmente se verán amenazadas.

Así que debemos estar alertas, pero no debemos tener miedo. El Estado Islámico intentará matar a personas inocentes. Pero no puede derrotar a Estados Unidos a menos que traicionemos nuestra Constitución y nuestros principios en la lucha. Rivales como Rusia o China no pueden igualar nuestra influencia en todo el mundo – a menos que renunciemos lo que representamos, y nos convirtamos en un país grande que intimida a sus vecinos más pequeños.

Lo que me lleva a mi último punto – nuestra democracia se ve amenazada cada vez que damos por sentada su existencia. Todos nosotros, independientemente del partido, deberíamos darnos a la tarea de reconstruir nuestras instituciones democráticas. Cuando las tasas de votación están entre las más bajas entre las democracias avanzadas, deberíamos simplificar, no dificultar, el voto. Cuando la confianza en nuestras instituciones es baja, debemos reducir la influencia corrosiva del dinero en nuestra política, e insistir en los principios de transparencia y ética en el servicio público. Cuando el Congreso es disfuncional, debemos hacer que nuestros distritos alienten a los políticos a satisfacer el sentido común y no los extremos rígidos.

Y todo ello depende de nuestra participación; de cada uno de nosotros acepte la responsabilidad de la ciudadanía, independientemente de la forma en que se mueva el péndulo del poder.

Nuestra Constitución es un importante y hermoso regalo. Pero realmente es sólo un pedazo de pergamino. No tiene ningún poder por sí mismo. Nosotros, el pueblo, le damos el poder – con nuestra participación, y las decisiones que tomamos. Si defendemos o no nuestras libertades. Si respetamos o no el estado de derecho. Estados Unidos no es frágil. Pero los logros de nuestro largo camino hacia la libertad no están garantizados.

En su discurso de despedida, George Washington escribió que la autonomía es la base de nuestra seguridad, prosperidad y libertad, pero «por diferentes causas y desde diferentes sectores se habrá de poner mucho empeño y emplear muchos artificios… para debilitar en vuestras mentes el convencimiento de esta verdad»; que debemos conservarlo con «celoso afán»; que debemos rechazar «la primera insinuación de toda tentativa para separar cualquier parte del país de las demás; o para debilitar los lazos sagrados» que nos hacen uno solo.

Debilitamos esos lazos cuando permitimos que nuestro diálogo político se vuelva tan corrosivo que personas de buen carácter se alejan del servicio público; tan áspero y lleno de rencor que los estadounidenses con quienes no estamos de acuerdo no sólo están equivocados, sino que son, de alguna manera, malvados. Debilitamos esos lazos cuando nos definimos como más estadounidenses que otros; cuando desechamos todo el sistema como inevitablemente corrupto, y culpamos a los dirigentes que elegimos sin examinar nuestro propio papel en su elección.

Corresponde a cada uno de nosotros para ser esos celosos guardianes de nuestra democracia; abrazar la gozosa tarea que nos ha sido dada para tratar constantemente de mejorar esta gran nación nuestra. Porque a pesar de todas nuestras diferencias externas, todos compartimos el mismo orgulloso título: Ciudadano.

En última instancia, eso es lo que nuestra democracia exige. Los necesita a ustedes. No sólo cuando hay una elección, no sólo cuando nuestros propios y estrechos intereses están en juego, sino toda una vida. Si están cansados de discutir con extraños en el Internet, intenten hablar con uno en la vida real. Si se necesita reparar algo, átense los zapatos y organicen algo. Si están decepcionados por sus funcionarios electos, agarren un portapapeles, consigan algunas firmas y postúlense para un cargo ustedes mismos. Preséntense. Involúcrense. Perseveren. Algunas veces ganarán. Otras veces perderán. Asumir que los demás poseen bondad puede ser un riesgo, y habrá momentos en los que el proceso los decepcionará. Pero para aquellos de nosotros lo suficientemente afortunados de haber sido parte de esta labor, de verla de cerca, déjenme decirles, puede energizar e inspirar. Y no pocas veces, su fe en Estados Unidos – y en los estadounidenses – se verá confirmada.

La mía sin dudas se ha visto confirmada. En el transcurso de estos ocho años, he visto los rostros esperanzados de los jóvenes graduados y de nuestros nuevos oficiales militares. He llorado con las familias enlutadas buscando respuestas, y he hallado gracia en la iglesia de Charleston. He visto a nuestros científicos ayudar a un hombre paralizado a recuperar su sentido del tacto, y a nuestros guerreros heridos a caminar de nuevo. He visto a nuestros médicos y voluntarios reconstruir después de terremotos y detener pandemias. He visto al más joven de los niños recordarnos nuestras obligaciones de atender a los refugiados, trabajar en paz y, sobre todo, cuidar de los demás.

La fe que puse hace todos esos años, no muy lejos de aquí, en el poder de los estadounidenses ordinarios para lograr el cambio – esa fe se ha visto recompensada de formas que probablemente no podría haber imaginado. Espero que la suya también. Algunos de ustedes aquí esta noche o viendo desde sus casas estuvieron con nosotros en 2004, en 2008, en 2012 – y tal vez aún no pueden creer que hayamos logrado todo esto.

Ustedes no son los únicos. Michelle – durante los últimos veinticinco años, has sido no sólo mi esposa y madre de mis hijos, sino mi mejor amiga. Asumiste un papel que no pediste y lo hiciste propio con gracia y garra y estilo y buen humor. Hiciste de la Casa Blanca un lugar que pertenece a todos. Y una nueva generación aspira a mucho más porque te tiene como ejemplo. Me has hecho sentir orgulloso. Has hecho que el país se sienta orgulloso.

Sasha y Malia, bajo las circunstancias más extrañas, se han convertido en dos increíbles mujeres jóvenes, inteligentes y hermosas, pero más importante aún, amables y consideradas y llenas de pasión. Ustedes soportaron tan fácilmente el peso de los años siendo el foco de atención. De todo lo que he hecho en mi vida, lo que más me enorgullece es ser su papá.

A Joe Biden, el aguerrido chico de Scranton, que se convirtió en el hijo predilecto de Delaware: tú fuiste la primera decisión que tomé como candidato, y la mejor. No sólo porque has sido un gran Vicepresidente, sino porque en este trato, he ganado un hermano. Te queremos a ti y a Jill como familia, y tu amistad ha sido una de las grandes alegrías de nuestra vida.

A mis extraordinarios empleados: Durante ocho años – y algunos de ustedes, mucho más tiempo – he bebido de su energía, y he tratado de reflejar lo que mostraron cada día: corazón y carácter, e idealismo. Los he visto crecer, casarse, tener hijos, e iniciar nuevos e increíbles viajes propios. Incluso durante los momentos duros y frustrantes, no dejaron que Washington les quitara lo mejor de ustedes. Lo única que me hace sentir más orgulloso que todo lo bueno que hemos hecho es saber todas las cosas extraordinarias que lograrán a partir de ahora.

Y a todos ustedes por ahí – cada organizador que se mudó a una ciudad desconocida y las amables familias que los acogieron, cada voluntario que llamó a las puertas, cada joven que votó por primera vez, cada estadounidense que vivió y respiró el arduo trabajo del cambio – son los mejores defensores y organizadores que cualquiera podría desear, y voy a estarles eternamente agradecido. Porque sí, ustedes cambiaron el mundo.

 

Es por eso que dejo esta etapa esta noche aún más optimista sobre este país que cuando comenzamos. Porque sé que nuestra labor no sólo ha ayudado a tantos estadounidenses; ha inspirado a tantos estadounidenses – especialmente a tantos jóvenes – a creer que pueden marcar la diferencia; a unirse a algo más grande que ustedes mismos. Esta próxima generación – desinteresada, altruista, creativa y patriótica – la he visto en todos los rincones del país. Ustedes creen en unos Estados Unidos justos e incluyentes; ustedes saben que el cambio constante ha sido el sello distintivo de Estados Unidos, algo que no hay que temer, sino adoptar, y están dispuestos a llevar adelante este difícil trabajo de la democracia. Muy pronto nos superarán en número a cualquiera de nosotros, y creo que como resultado el futuro está en buenas manos.

Mis conciudadanos, ha sido el honor de mi vida servirles. No me detendré; de hecho, voy a estar ahí con ustedes, como ciudadano, para todos los días que me queden por vivir. Por ahora, si ustedes son jóvenes o jóvenes de corazón, tengo que periles una última cosa como su Presidente – lo mismo que les pedí cuando me dieron la oportunidad hace ocho años.

Les pido que crean. No en mi capacidad para lograr el cambio, sino en la suya.

Les pido que se aferren a esa fe escrita en nuestros documentos constitucionales; esa idea susurrada por esclavos y abolicionistas; ese espíritu cantado por inmigrantes y colonos y aquellos que marcharon por la justicia; ese credo reafirmado por quienes plantaron banderas en campos de batalla extranjeros y en la superficie de la luna; un credo en el núcleo de cada estadounidense cuya historia aún no está escrita: Sí podemos.

Sí lo logramos.

Sí podemos.

Muchas gracias. Que Dios los bendiga. Y que Dios continúe bendiciendo a Estados Unidos de América».

Discurso pronunciado en la Conferencia Anual sobre Nelson Mandela, en Johanesburgo el 17 de julio de 2018

«Gracias a Mama Graça Machel, a los miembros de la familia Mandela, la familia Machel, el presidente Ramaphosa, que ha dado una nueva esperanza a este gran país, distinguidos invitados, Mama Sisulu y la familia Sisulu, el pueblo de Sudáfrica. Es un honor especial para mí estar aquí con todos ustedes, reunidos para celebrar el nacimiento y la vida de uno de los auténticos gigantes de la historia. Empezaré con una pequeña corrección (risas) y unas cuantas confesiones. La corrección es que bailo muy bien (risas). Quiero que quede claro. Michelle baila un poco mejor. Empecemos ahora con las confesiones:

Sin embargo, dados los extraños e inciertos tiempos en los que vivimos —que son extraños, y son inciertos-, en los que las noticias de cada día generan nuevos titulares confusos e inquietantes, he pensado que tal vez sería útil retroceder un instante y tratar de ver las cosas con cierta perspectiva. Por eso les pido que me disculpen, a pesar de que hace algo de frío, si dedico gran parte de esta conferencia a recordar dónde hemos estado y cómo hemos llegado hasta aquí, con la esperanza de que esta reflexión nos sirva de guía para saber cuál es el camino a seguir.

 

Hace 100 años Madiba nació en la aldea de M —vaya, siempre me pasa lo mismo (risas), tengo que aprender a pronunciar bien la M cuando estoy en Sudáfrica— Mvezo, eso es. En realidad, es porque hace tanto frío que se me pegan los labios (risas). En su autobiografía, él habla de una infancia feliz: cuidaba del ganado, jugaba con otros niños, y luego fue a una escuela donde una maestra le puso el nombre inglés de Nelson. Como muchos de ustedes saben, Madiba decía que “no tenía ni idea” de por qué lo llamó así.

No había ninguna razón para creer que un niño negro en esa época, en este lugar, iba a cambiar la historia. Sudáfrica no llevaba ni una década liberada del dominio británico. En ese momento ya se estaban elaborando las leyes para poner en práctica la segregación y la opresión racial, lo que se conocería luego como el Apartheid. La mayor parte de África, incluida la tierra natal de mi padre, vivía bajo el poder colonial. Las potencias europeas, que habían puesto fin a una horrible guerra mundial pocos meses antes de que naciera Madiba, decidieron que este continente y sus habitantes eran, sobre todo, el botín de una disputa por el territorio, por sus abundantes recursos naturales y su mano de obra barata. La inferioridad de la raza negra se daba por descontada, así como la indiferencia hacia la cultura, los intereses y las aspiraciones de la gente de color.

Esta visión del mundo —que defiende que ciertas razas, naciones y grupos son superiores al resto, que fomenta la violencia y la coacción como la base fundamental para gobernar, basada en la ley del más fuerte y cimentada en la idea de que la riqueza se obtiene sobre todo por la fuerza— no se limitaba a las relaciones entre Europa y África ni entre blancos y negros. Los blancos también explotaban a otros blancos cuando podían. Y, por cierto, los negros también estaban muchas veces dispuestos a hacer lo mismo con otros negros. En todo el mundo, la mayoría de la gente tenía una vida de subsistencia, sin voz ni voto en la política ni en la economía. A menudo estaban sometidos al capricho y la crueldad de unos líderes ajenos a la realidad de sus países. Una persona corriente no tenía posibilidades de cambiar las circunstancias que determinaban su lugar de nacimiento. Las mujeres estaban supeditadas a los hombres. El privilegio y el estatus estaban rígidamente vinculados a la casta y al color de la piel, el origen étnico y la religión. Incluso en mi propio país, en una democracia como Estados Unidos, basada en la declaración de que todos los hombres son iguales, la segregación racial y la discriminación sistemática eran legales en casi la mitad del país y habituales en todo el resto.

Así era el mundo hace solo 100 años. Hoy todavía siguen vivas muchas de las personas que vieron aquella realidad. Por eso no es ninguna exageración calificar de extraordinarias las transformaciones que han tenido lugar desde entonces. Una Segunda Guerra Mundial, todavía más terrible que la primera, y una cascada de movimientos de liberación en África, Asia, Latinoamérica, Oriente medio, acabaron, por fin, con el poder colonial. Cada vez más pueblos, que habían sido testigos de los horrores del totalitarismo, las matanzas masivas del siglo XX, empezaron a adoptar una nueva visión para la humanidad, una nueva idea basada no solo en el principio de autodeterminación de los pueblos, sino en la democracia, el Estado de derecho, los derechos civiles y la dignidad de cada persona.

En los países con economías de mercado surgieron movimientos sindicales, se instituyeron normas comerciales y de salud e higiene. Se amplió el acceso a la enseñanza pública, nacieron los sistemas de bienestar social para contener los excesos del capitalismo y reforzar su capacidad de ofrecer oportunidades, no a unos pocos, sino a todo el mundo. El resultado fue un crecimiento económico sin precedentes. La expansión de la clase media. En mi país, la fuerza moral del movimiento de los derechos civiles no solo acabó con las leyes de Jim Crow, sino que abrió las puertas para que las mujeres y los grupos históricamente marginados encontraran su espacio público y reclamaran sus derechos de plena ciudadanía.

Nelson Mandela dedicó su vida a este largo camino hacia la libertad, la justicia y la igualdad de oportunidades. Al principio luchó por este lugar, su país, para terminar con el Apartheid y garantizar la igualdad política, social y económica de los ciudadanos no blancos y sin derechos de Sudáfrica. Sin embargo, gracias a su sacrificio, su liderazgo infatigable y, sobre todo, a su ejemplo moral, Mandela y el movimiento que encabezaba cruzó fronteras. Su figura encarnó las aspiraciones universales de las personas más desfavorecidas. Les insufló esperanza y les hizo ver que era posible una transformación moral en la conducta de los seres humanos.

La luz de Madiba era tan brillante que incluso desde su estrecha celda de Robben Island llegó a inspirar a un joven estudiante que vivía en el otro extremo del planeta a finales de los setenta. Fue capaz de hacerme pensar en cómo podría contribuir a hacer del mundo un lugar más justo, me ayudó a cuestionarme mis prioridades. Más tarde, cuando estudiaba Derecho, vi a Madiba salir de prisión, sólo unos meses después de la caída del muro de Berlín. Sentí la ola de esperanza que recorrió los corazones de todo el planeta. ¿Recuerdan ese sentimiento? Parecía que las fuerzas del progreso eran imparables. Con cada paso que daba Madiba, uno sentía que ese era el instante en el que las viejas estructuras de violencia y represión y los antiguos odios que durante tanto tiempo habían cercenado las vidas de la gente y reprimido el espíritu humano, estaban derrumbándose ante nuestros ojos.

Y luego, cuando Madiba condujo a esta nación a través de las laboriosas negociaciones, la reconciliación, las primeras elecciones libres y democráticas, cuando todos presenciamos la delicadeza y la generosidad con la que aceptó a sus antiguos enemigos y la sabiduría que demostró al apartarse del poder cuando pensó que su labor estaba hecha, comprendimos (aplausos) que los subyugados y los oprimidos no eran los únicos que estaban liberándose de los grilletes del pasado. Madiba estaba ofreciendo al opresor un regalo, la oportunidad de ver la realidad de otra manera, de participar en la construcción de un mundo mejor.

Durante las últimas décadas del siglo XX, la visión progresista y democrática que representaba Nelson Mandela estableció, en muchos sentidos, los términos del debate político internacional. Eso no quiere decir que su manera de hacer política fuera siempre la triunfadora, pero sí que fijó las condiciones, los parámetros; nos enseñó una forma de reflexionar sobre el significado del progreso y siguió empujando el mundo hacia adelante. Todavía hubo tragedias, sangrientas guerras civiles, desde los Balcanes hasta el Congo. Sin embargo, a pesar de las luchas étnicas y sectarias que siguieron estallando con una frecuencia desgarradora, la persistencia de la disuasión nuclear, la existencia de un Japón próspero y pacífico, de una Europa unificada y afianzada en la OTAN y de la entrada de China en el sistema comercial mundial redujeron enormemente la posibilidad de una guerra entre las grandes potencias. En Europa, África, Latinoamérica y el sudeste de Asia las dictaduras empezaron a dejar paso a las democracias. El mundo fue a mejor. El respeto a los derechos humanos y el principio de legalidad, plasmado en una declaración de Naciones Unidas, se convirtieron en la norma básica para la mayoría de los países, incluso en los sitios en los que la realidad estaba muy alejada de todos esos ideales. Incluso cuando se violaban los derechos humanos, los culpables empezaron a tener que estar a la defensiva.

Todos estos cambios geopolíticos llegaron acompañados de transformaciones económicas. Las economías que habían estado cerradas se abrieron, y eso, unido a la integración mundial impulsada por las nuevas tecnologías, permitió que se pusiera en marcha el talento emprendedor entre quienes habían permanecido al margen de la economía mundial. De pronto, empezaron a ser importantes. Tenían poder y la posibilidad de hacer cosas. Después llegaron los avances científicos, las nuevas infraestructuras y la disminución de los conflictos armados. De pronto, salieron de la pobreza mil millones de personas. Algunos de los países que siempre habían pasado hambre fueron capaces de alimentarse, y las tasas de mortalidad infantil cayeron en picado. Mientras tanto, la difusión de Internet permitió que la gente de todos los continentes se conectara. Las culturas y los continentes se unieron de forma inmediata. Surgió la posibilidad de que un niño pudiera tener a su alcance todos los conocimientos del mundo incluso en la aldea más remota.

Esto sucedió en solo unas décadas. Todos esos avances son reales, amplios y profundos, y se produjeron, si tenemos en cuenta toda la historia de la humanidad, en un abrir y cerrar de ojos. Hoy existe una generación que ha crecido en un mundo que, en la mayoría de los aspectos, es cada vez más libre, más saludable, más rico, menos violento y más tolerante.

Todo esto debería darnos esperanzas. Pero, aunque no podemos negar los grandes avances que ha hecho nuestro mundo desde que Madiba salió de prisión, también debemos ser conscientes de todos los aspectos en los que el orden internacional no ha estado a la altura de las expectativas. El hecho de que los gobiernos y los poderosos no hayan afrontado verdaderamente los fallos y las contradicciones de ese orden internacional es una de las razones por las que gran parte del mundo corre hoy el peligro de volver a una vieja forma de actuar más brutal y peligrosa.

Por eso tenemos que empezar por reconocer que, por más leyes que existan sobre el papel, por más declaraciones maravillosas que figuren en las constituciones, por más bellas palabras que se hayan pronunciado en las últimas décadas en las cumbres internacionales o en los pasillos de Naciones Unidas, las viejas estructuras de poder y privilegio, de injusticia y explotación nunca desaparecieron del todo. Nunca se desmantelaron por completo (aplausos). Las diferencias entre castas siguen determinando la vida de los habitantes del subcontinente indio. Las diferencias étnicas y religiosas siguen influyendo en las oportunidades de la gente, ya sea en Europa central o en el Golfo. Es innegable que la discriminación racial sigue presente tanto en Estados Unidos como en Sudáfrica (aplausos y aclamaciones). Y también es innegable que las desigualdades acumuladas durante años de opresión institucional han creado inmensas diferencias de rentas, riqueza, educación, sanidad, seguridad personal y acceso al crédito. En todo el mundo, a las mujeres y las niñas se les sigue obstaculizando el acceso a posiciones de poder y autoridad (aplausos y aclamaciones). Se les sigue impidiendo el acceso a una educación básica. Son víctimas, en una proporción abrumadora, de violencia y malos tratos. Se les paga menos que a los hombres por el mismo trabajo. Todo eso sigue ocurriendo (aplausos y aclamaciones). Hay barrios, ciudades, regiones, países enteros a los que las oportunidades no han llegado, a pesar de las maravillas de la economía globalizada y los rascacielos relucientes que han transformado paisajes en todo el mundo.

En otras palabras, existen demasiadas personas para las que, cuanto más han cambiado las cosas, más han seguido siendo iguales (aplausos).

Y, si bien la globalización y la tecnología han abierto nuevas oportunidades, han impulsado un crecimiento económico extraordinario en zonas del mundo que antes malvivían, también han trastocado los sectores agrarios e industriales de muchos países. Han reducido enormemente la demanda de ciertos tipos de trabajadores y han contribuido a debilitar a los sindicatos y la capacidad de negociación de los trabajadores. Han permitido que al capital le resulte más fácil eludir las leyes y los reglamentos fiscales de las naciones-Estado y transferir millones, miles de millones de dólares con solo tocar una tecla de un ordenador.

La consecuencia de todas estas tendencias ha sido el estallido de las desigualdades económicas. Unas cuantas docenas de personas tienen tanta riqueza como la mitad más pobre de la humanidad (aplausos). Esta no es una exageración, es pura estadística. En muchos países de rentas medias y en vías de desarrollo, la nueva riqueza ha seguido empeorando la situación de la gente, porque ha reforzado y aumentado los modelos de desigualdad existentes, y la única diferencia es que ha creado todavía más oportunidades de corrupción a una escala gigantesca. Para las familias de clase media en economías avanzadas como Estados Unidos, que antes disfrutaban de una situación estable, estas tendencias han significado más inseguridad económica, especialmente para las personas que no tienen una especialización laboral, que trabajaban en el sector industrial, en fábricas, en agricultura.

Prácticamente en todos los países, el desproporcionado poder económico de los que están en la cima les ha otorgado una influencia desmedida en la vida política y los medios de comunicación, la capacidad de decidir qué políticas son prioritarias y qué intereses acaban menospreciados. Hay que señalar que esta nueva élite internacional y la clase profesional que la sostiene son diferentes de las viejas aristocracias gobernantes. Muchos de sus miembros se han hecho a sí mismos. Entre ellos hay defensores de la meritocracia. Y, aunque en su mayoría siguen siendo varones blancos, como grupo, reflejan una diversidad de nacionalidades y etnias imposible de imaginar hace 100 años. Muchos de ellos se consideran de ideas políticas progresistas, cosmopolitas y modernos. No caen en el provincianismo ni el nacionalismo, en el prejuicio racista descarado ni en un sentimiento religioso demasiado fuerte, están igual de cómodos en Nueva York como en Londres, Shanghái, Nairobi, Buenos Aires o Johannesburgo. Muchos ejercen un humanitarismo sincero. Para algunos, Nelson Mandela es uno de sus héroes. Algunos incluso apoyaron a Barack Obama en las elecciones presidenciales de Estados Unidos y, gracias a mi condición de antiguo jefe de Estado, me consideran miembro honorario de su club (risas). Y me invitan a todo tipo de actos (risas), me pagan el billete.

Aun así, en sus negocios, muchos titanes de la industria y las finanzas están cada vez más al margen de un lugar concreto, de una nación-Estado, tienen vidas cada vez más aisladas de las penalidades que sufre la gente en sus respectivos países (aplausos). Y sus decisiones —la de cerrar una fábrica, la de intentar pagar los mínimos impuestos a base de trasladar sus beneficios a un paraíso fiscal con la ayuda de contables o abogados muy bien remunerados, la de emplear a trabajadores inmigrantes, más baratos, la de pagar un soborno—, muchas veces, no tienen motivos perversos; no son más que la respuesta racional, dicen, a las exigencias de sus hojas de balance, sus accionistas y las presiones de la competencia.

Pero esas decisiones se toman demasiadas veces sin tener en cuenta la solidaridad humana, ninguna comprensión básica de las consecuencias que esas decisiones van a tener para personas concretas en comunidades concretas. Desde sus salas de juntas y sus retiros, los que toman las decisiones que repercuten en el mundo entero no tienen la oportunidad de ver el dolor en el rostro de un trabajador despedido. Sus hijos no sufren cuando se hacen recortes en educación y sanidad porque hay menos ingresos fiscales debido a la evasión de impuestos. No pueden oír el resentimiento de un viejo obrero cuando se queja de que el recién llegado al lugar en el que él trabajaba no habla el mismo idioma que él. No sufren la incomodidad y el desplazamiento que pueden sentir otros ciudadanos cuando la globalización provoca un vuelco, no solo de las estructuras económicas, sino también de las costumbres sociales y religiosas.

Por eso hubo tanta gente que, al acabar el siglo XX, mientras varios comentaristas occidentales estaban proclamando el fin de la historia y el triunfo inevitable de la democracia liberal y las virtudes de la cadena de suministro mundial, no supo ver las señales de la reacción que estaba fraguándose, una reacción que adoptó muchas formas. Se anunció de manera violenta con el 11-S y la aparición de las redes terroristas internacionalesalimentadas por una ideología que tergiversaba una de las grandes religiones mundiales y proclamaba una lucha entre el islam y Occidente y entre el islam y la modernidad, y la desafortunada decisión de Estados Unidos de invadir Irak no contribuyó a mejorar las cosas, sino que aceleró un conflicto sectario (aplausos). Rusia, humillada por la pérdida de influencia desde la caída de la Unión Soviética y amenazada por los movimientos democráticos junto a sus fronteras, empezó de pronto a reafirmar un control autoritario y, en ciertos casos, a interferir en los asuntos de sus vecinos. China, envalentonada por sus éxitos económicos, empezó a enfurecerse por las críticas a su actuación en materia de derechos humanos y dijo que la defensa de los valores universales no era más que una injerencia extranjera, el viejo imperialismo con un nombre nuevo. Dentro de Estados Unidos, y la Unión Europea, los retos a la globalización surgieron primero en la izquierda pero luego adquirieron más fuerza en la derecha, y empezamos a ver movimientos populistas —por cierto, a menudo cínicamente financiados por multimillonarios de derechas que solo quieren reducir las restricciones oficiales a sus intereses económicos— que conectaron con el malestar que sentían muchas personas apartadas de los centros urbanos, el temor a perder su seguridad económica, a que se erosionasen su estatus social y sus privilegios, a que su identidad cultural estuviera amenazada por unos extranjeros, unas personas que no tenían su mismo aspecto ni hablaban ni rezaban como ellas.

Lo peor fue seguramente el devastador efecto de la crisis financiera de 2008, el comportamiento irresponsable de unas élites que provocó años de dificultades para la gente corriente de todo el mundo y que dejó sin contenido todas las garantías anteriores de los expertos, todas esas afirmaciones de que los reguladores financieros sabían lo que hacían, que había gente supervisando, que la integración económica mundial era algo indiscutiblemente bueno. Gracias a las medidas tomadas por los gobiernos durante la crisis y las enérgicas medidas aprobadas por mi gobierno, la economía mundial ha recuperado un firme crecimiento. Pero la credibilidad del sistema internacional, la fe en los expertos en sitios como Washington y Bruselas, quedó dañada.

Y entonces empezó a aparecer una política del miedo, del resentimiento y la trinchera, y ese tipo de política está hoy progresando. Está progresando a un ritmo inimaginable hace unos años. No soy alarmista, me limito a exponer los hechos. No hay más que mirar alrededor (aplausos). De pronto está en ascenso la política del hombre fuerte, que conserva las elecciones y una pseudodemocracia —solo en la forma— mientras que los que ocupan el poder tratan de socavar todas las instituciones y las normas que dotan a la democracia de significado (aplausos). En occidente tenemos partidos de extrema derecha que a menudo no solo presentan programas proteccionistas y de cierre de fronteras sino también un nacionalismo racista apenas oculto. Muchos países en desarrollo se fijan hoy en el modelo de control autoritario y capitalismo mercantilista de China y lo consideran preferible a las complicaciones de la democracia. ¿Qué más da tener o no libertad de expresión mientras la economía vaya bien? Se ataca la libertad de prensa. La censura y el control estatal de los medios son cada vez mayores. Las redes sociales, que se consideraban un mecanismo para promover el conocimiento, la comprensión y la solidaridad, han demostrado su eficacia a la hora de fomentar el odio, la paranoia, la propaganda y las teorías de la conspiración (aplausos).

Por consiguiente, ahora que conmemoramos el 100 aniversario de Madiba, nos encontramos en una encrucijada, un momento en el que dos visiones muy distintas del futuro de la humanidad compiten para conquistar a los ciudadanos de todo el mundo. Dos relatos diferentes sobre quiénes somos y quiénes debemos ser. ¿Cómo debemos reaccionar?

¿Debemos pensar que la ola de esperanza que sentimos cuando Madiba salió de la cárcel y cayó el Muro de Berlín era una esperanza ingenua y equivocada? ¿Debemos interpretar los últimos 25 años de integración mundial como un mero desvío del inevitable ciclo de la historia en el que el fuerte siempre tiene la razón y la política es una rivalidad hostil entre tribus, razas y religiones, en el que los países compiten en un juego de suma cero y están constantemente al borde del conflicto hasta que estalla una guerra total? ¿Es eso lo que pensamos?

Les voy a decir lo que creo yo. Creo en la visión de Nelson Mandela. Creo en una visión que era también la de Gandhi, Martin Luther King y Abraham Lincoln. Creo en una idea de igualdad, justicia, libertad y democracia multirracial, construida sobre la premisa de que todas las personas son iguales y nuestro creador dio a todas unos derechos inalienables (vítores y aplausos). Y creo que un mundo regido por esos principios es posible y puede lograr más paz y más cooperación en busca del bien común. Eso es lo que creo.

Y creo que no tenemos más remedio que seguir adelante; que quienes creemos en la democracia, los derechos civiles y una humanidad común, tenemos un relato mejor que contar. Y pienso que no es una opinión basada en sentimientos, sino en hechos irrefutables.

El hecho de que las sociedades más prósperas y triunfadoras del mundo, las que tienen el mayor nivel de vida y el mayor grado de satisfacción entre su población, sean precisamente las que más cerca están de ese ideal progresista y liberal y las que han fomentado el talento y las contribuciones de todos sus ciudadanos.

El hecho de que se ha demostrado, una y otra vez, que los gobiernos autoritarios generan corrupción, porque no rinden cuentas ante nadie; que reprimen a su pueblo, acaban perdiendo el contacto con la realidad, cuentan cada vez más mentiras y, al final, provocan el estancamiento económico, político, cultural y científico. Comprobadlo en la historia. En los datos.

El hecho de que los países que se apoyan en el nacionalismo desatado y la xenofobia y en doctrinas de superioridad tribal, racial o religiosa, en los que ese es el principio que mantiene unidos a los ciudadanos, acaban por consumirse en guerras civiles o externas. No hay más que ver los libros de historia.

El hecho de que la tecnología no es un genio que pueda volver a la lámpara, por lo que ahora tenemos que acostumbrarnos a la idea de que estamos más conectados, las poblaciones van a seguir desplazándose y los retos medioambientales no van a desaparecer por sí solos, de modo que la única manera eficaz de abordar problemas como el cambio climático, las migraciones de masas y las enfermedades pandémicas será desarrollar sistemas que aseguren más cooperación internacional, no que la reduzcan (aplausos).

Nosotros tenemos un relato mejor. Pero decir que nuestra visión del futuro es mejor no significa que vaya a ganar inevitablemente. Porque la historia también demuestra el poder del miedo. La historia demuestra cómo la codicia y el deseo de dominar a otros se apodera de las mentes de los hombres. Especialmente de los hombres (risas y aplausos). La historia demuestra lo fácil que es convencer a la gente de que se vuelva en contra de los que tienen un aspecto distinto o rezan a Dios de otra forma. Por eso, si verdaderamente queremos continuar el largo camino de Madiba hacia la libertad, vamos a tener que esforzarnos más y vamos a tener que ser más inteligentes. Vamos a tener que aprender de los errores del pasado reciente. De modo que, en el breve tiempo que me queda, quiero sugerirles unas cuantas pautas para seguir de ahora en adelante, unas pautas sacadas de la labor de Madiba, sus palabras y las enseñanzas de su vida.

En primer lugar, Madiba nos enseña, a quienes creemos en la libertad y la democracia, que vamos a tener que luchar más para reducir las desigualdades y promover unas oportunidades económicas duraderas para todos (aplausos).

Yo no creo en el determinismo económico. No solo de pan vive el ser humano. Pero sí necesita pan. Y la historia nos enseña que las sociedades que toleran grandes diferencias de riqueza dan pie a resentimientos, disminuyen la solidaridad y crecen más despacio; y que, cuando la gente alcanza un nivel que va más allá de la mera subsistencia, empieza a medir su bienestar en comparación con sus vecinos y en función de si sus hijos tendrán una vida mejor. Y la historia demuestra también que, cuando el poder económico está concentrado en manos de unos pocos, detrás va el poder político, y esa es una dinámica que socava la democracia. A veces puede tratarse de abierta corrupción, pero a veces puede no tener nada que ver con el intercambio de dinero, sino solo consistir en que los ricos consigan todo lo que quieren, que es una situación que erosiona la libertad.

Madiba lo comprendió. No es nada nuevo. Nos lo advirtió. Dijo: “Cuando la globalización significa, como ocurre tantas veces, que los ricos y los poderosos tienen nuevos medios para enriquecerse más y dotarse de más poder a expensas de los pobres y los débiles, [entonces] tenemos la responsabilidad de protestar en nombre de la libertad universal”. Eso es lo que dijo (aplausos). Por eso, si hoy nos tomamos en serio la libertad universal, si nos preocupa la justicia social, tenemos la responsabilidad de hacer algo al respecto. Y, con todos los respetos, quiero corregir lo que dijo Madiba. No suelo hacerlo, pero creo que no basta con que protestemos; tenemos que construir, tenemos que innovar, tenemos que averiguar cómo cerrar esas diferencias de riqueza y oportunidades que son cada vez más amplias dentro de cada país y entre unos países y otros (aplausos).

La forma de lograrlo será distinta según cada país, y sé que su nuevo presidente está muy dispuesto a remangarse para intentarlo. Los últimos 70 años nos han enseñado que no debe ser un capitalismo descontrolado, inmoral y sin regular, y tampoco un socialismo de vieja escuela en el que se controle todo desde arriba. Esas cosas ya se probaron y no dieron muy buenos resultados. En casi todos los países, el progreso dependerá de un sistema de mercado integrador, que asegure la educación a todos los niños, que proteja la negociación colectiva y garantice los derechos de todos los trabajadores (aplausos), que rompa los monopolios para fomentar la competencia en las pequeñas y medianas empresas, y que tenga unas leyes que acaben con la corrupción y garantice el juego limpio en los negociosque mantenga cierto tipo de fiscalidad progresiva para que los ricos sigan siendo ricos pero devuelvan algo a la sociedad, de modo que todos los demás ciudadanos tengan dinero para financiar la sanidad universal y la jubilación, y sea posible invertir en infraestructuras e investigación científica con el fin de construir plataformas para la innovación.

Tengo que añadir, por cierto, que estoy sorprendido por el dinero que he cobrado, y no tengo ni la mitad que esa gente, ni la décima parte, ni la centésima parte. Hay un límite a lo que uno puede comer o la casa que se puede comprar (vítores y aplausos). Hay un límite a los viajes que se pueden hacer. Basta ya (risas). No hace falta hacer un voto de pobreza para decir: “Voy a ayudar un poco a otra gente, voy a atender a ese niño que no tiene suficiente para comer o necesita dinero para la escuela, voy a ayudarle. Voy a pagar un poco más de impuestos. No pasa nada. Puedo permitírmelo”. (Vítores y aplausos.) Me refiero a que es poco ambicioso no querer más que tener cada vez más , en vez de decir “Cuántas cosas tengo. ¿A quién puedo ayudar? ¿Cómo puedo dar cada vez más?” Porque esa es la verdadera ambición, las ganas de influir. Qué regalo tan maravilloso es poder ayudar a la gente, y no solo a uno mismo (aplausos). ¿Dónde estaba? Me he distraído (risas). Ya me entienden.

Se trata de promover un capitalismo integrador dentro de cada país y entre unos países y otros. Por ejemplo, mientras trabajamos para alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible, debemos superar la mentalidad de obras benéficas. Tenemos que llevar más recursos a las bolsas más olvidadas del mundo mediante inversiones y acciones emprendedoras, porque en todo el mundo existe el talento, si se le da una oportunidad (vítores y aplausos).

En el sistema internacional de comercio, es legítimo que los países más pobres busquen acceso a los mercados más ricos. Y, por cierto, a los mercados más ricos les digo que su gran problema no es un pequeño país africano que vende té y flores. Ese no es su mayor obstáculo económico. También es normal que las economías avanzadas como Estados Unidos demanden reciprocidad a países como China, que ya no son países exclusivamente pobres, que exijan el acceso a sus mercados y que dejen de robar la propiedad intelectual y piratear nuestros servidores (risas).

No obstante, aunque haya cosas que discutir sobre las relaciones económicas y comerciales, es importante reconocer esta realidad: por más que la deslocalización de los puestos de trabajo del Norte hacia el Sur y de Occidente hacia Oriente fuera una tendencia dominante a finales del siglo XX, hoy, el mayor reto para los trabajadores en países como el mío es la tecnología. Y el mayor reto para su presidente, cuando piense en cómo aumentar el empleo, también va a ser la tecnología, porque la inteligencia artificial ya está aquí y es cada vez más poderosa, y van a tener coches sin conductor, y cada vez más servicios automatizados, y eso va a hacer más difícil dar empleo de calidad a la gente, y vamos a tener que ser más imaginativos y reconcebir por completo nuestra organización social y política, para proteger la seguridad económica y la dignidad que van asociadas al empleo. Un trabajo no solo da dinero; da también dignidad, y estructura, y una posición en el mundo, y un propósito (aplausos). Por eso vamos a tener que pensar en nuevas formas de reflexionar sobre estos problemas, como la renta universal, la revisión de nuestra jornada semanal, cómo reconvertir a nuestros jóvenes, cómo hacer que todo el mundo sea, en cierto modo, emprendedor. Y vamos a tener que preocuparnos por la economía para restablecer verdaderamente la democracia.

En segundo lugar, Madiba nos enseña que ciertos principios son auténticamente universales. El más importante es el principio de que estamos unidos por una humanidad común y que cada persona tiene una dignidad y un valor intrínsecos. Es increíble que tengamos que seguir reivindicando esto hoy día. Más de un cuarto de siglo después de que Madiba saliera de la cárcel, todavía tengo que estar aquí y dedicar tiempo a decir que los negros, y los blancos, y los asiáticos, y los latinoamericanos, y las mujeres, y los hombres y los gays, y los heterosexuales somos todos seres humanos, que nuestras diferencias son superficiales, y que debemos tratarnos unos a otros con atención y respeto. Me parece que a estas alturas ya deberíamos saberlo. Pero resulta que ahora estamos presenciando la reciente deriva hacia la política reaccionaria, que la lucha por una justicia fundamental nunca termina. Tenemos que estar constantemente alerta y luchar contra la gente que intenta ascender a base de aplastar a los demás. Tenemos que ofrecer una resistencia activa, y este es un aspecto importante, especialmente en algunos países africanos como la tierra natal de mi padre. Ya he hablado en otras ocasiones de esto; debemos resistirnos a la idea de que los derechos humanos esenciales, como la libertad de discrepar, el derecho de las mujeres a participar plenamente en la sociedad, el derecho de las minorías a la igualdad de trato y el de las personas a no ser atacadas ni encarceladas por su orientación sexual no son cosa nuestra, debemos tener cuidado de no caer en ello, de no decir que son unos conceptos occidentales, y no unos imperativos universales (aplausos).

Una vez más, Madiba lo había previsto. Sabía de lo que hablaba. En 1964, antes de que lo condenaran a cadena perpetua, explicó desde el banquillo de los acusados que “la Carta Magna, la Petición de Derechos, la carta de derechos son documentos venerados por los demócratas de todo el mundo”. En otras palabras, no dijo: “Esos textos no los escribieron unos sudafricanos, así que no puedo hacerlos míos”. Lo que dijo fue: “Esos textos son parte de mi patrimonio. Son parte del patrimonio de la humanidad. Tienen que ver con este país, conmigo, contigo. Y ese fue uno de los elementos que le dieron la autoridad moral que nunca logró tener el régimen del Apartheid, porque Madiba estaba más familiarizado con estas ideas que los responsables de aquel sistema (risas). Había leído sus documentos con más atención que ellos. Y por eso dijo después: “La división política basada en el color de la piel es completamente artificial y, cuando desaparezca, desaparecerá también la dominación de un grupo sobre otro”. Así hablaba Nelson Mandela en 1964, cuando yo tenía tres años (aplausos).

Lo que era cierto entonces sigue siendo cierto hoy. Las verdades esenciales no cambian. Y esta es una verdad que pueden adoptar los ingleses, los indios, los mexicanos, los bantúes, los lúos, los estadounidenses. Es una verdad que reside en el centro de todas las religiones del mundo: que debemos tratar a los demás como nos gustaría que nos tratasen a nosotros (aplausos). Que nos reflejamos en otras personas. Que podemos reconocer sueños y esperanzas comunes. Y esa es una verdad incompatible con cualquier forma de discriminación basada en la raza, la religión, el sexo o la orientación sexual. Es una verdad que produce beneficios prácticos, porque garantiza que cada sociedad aproveche el talento, la energía y las aptitudes de todos sus miembros. Y si tienen alguna duda, pregúntenselo a la selección francesa de fútbol que acaba de ganar el Mundial (aclamaciones y aplausos). Porque no me parece a mí que todos esos jugadores tengan aspecto de galos (risas). Y, sin embargo, son franceses. Son franceses (risas).

Asumir nuestra naturaleza humana no significa que tengamos que renunciar a nuestras identidades étnicas, nacionales y religiosas. Madiba nunca dejó de estar orgulloso de su origen tribal. Nunca dejó de estar orgulloso de ser un hombre negro, ni de ser sudafricano. Pero creía, como yo, que uno puede estar orgulloso de su origen sin denigrar a los que tienen otro origen distinto(aplausos). Es más, eso es deshonrar los propios orígenes. Si alguien tiene que denigrar los orígenes de otra persona, yo tendría la impresión de que se siente un poco inseguro sobre su propia herencia (risas). Claro que sí (risas). ¿No tienen a veces la sensación —y estoy volviendo a improvisar— de que esas personas que hacen todo lo posible para aplastar a otros y son tan vanidosas, en realidad, son personas amedrentadas, muertas de miedo? Madiba sabía que no podemos exigir justicia para nosotros, si solo se ofrece justicia a algunos. Madiba sabía que no podemos decir que tenemos una sociedad justa, si nos limitamos a sustituir en la cima del sistema a una persona de un color por otra de un color distinto y quedarnos tranquilos porque la persona nueva se parece más a nosotros, aunque siga haciendo las mismas cosas de siempre. No se trata de eso (vítores y aplausos). La justicia no consiste en que la persona nueva que llega a la cima haga con los anteriores lo mismo que los anteriores hacían con ella. Eso no es justicia. “Detesto el racismo”, decía, “tanto si procede de un negro como de un blanco”.

Tenemos que ser conscientes de que hay una desorientación lógica, derivada de la velocidad de los cambios y la modernización y del hecho de que el mundo se ha empequeñecido, y vamos a tener que encontrar formas de atenuar los miedos de quienes se sienten amenazados. Por ejemplo, en el debate que está desarrollándose actualmente en Occidente sobre la inmigración, no está mal insistir en que las fronteras nacionales son importantes, en que el hecho de que uno tenga o no la nacionalidad es importante para un gobierno, en que las leyes deben respetarse y en que, en el ámbito público, los recién llegados deben hacer un esfuerzo para adaptarse al idioma y las costumbres de su nuevo hogar. Son preocupaciones legítimas y debemos ser capaces de dialogar con las personas que sienten que las cosas no marchan como es debido. Pero eso no puede servir de excusa para unas políticas migratorias basadas en la raza, en el origen étnico y en la religión. Es necesario que haya cierta coherencia. Podemos hacer respetar la ley y, al mismo tiempo, respetar la condición humana de quienes luchan para tener una vida mejor (vítores y aplausos). Cuando vemos a una madre con su hijo en brazos, debemos pensar que esa madre podría ser alguien de nuestra familia, que ese podría ser nuestro hijo.

En tercer lugar, Madiba nos recuerda que la democracia no consiste solo en celebrar elecciones.

Cuando Madiba salió de prisión, su popularidad tenía unos niveles… imposibles de medir. Habría podido ser presidente vitalicio. ¿Acaso no tengo razón? (risas) ¿Quién iba a presentarse contra él? (risas) Quiero decir, Ramaphosa era popular, pero seamos serios (risas). Además, era joven, demasiado joven. Si hubiera querido, Madiba habría podido gobernar por decreto, sin molestarse en votaciones ni controles. Sin embargo, condujo Sudáfrica a través de la redacción de una nueva Constitución, para la que se inspiró en todas las prácticas institucionales y los ideales democráticos que habían demostrado más solidez, sin olvidarse de que ninguna persona individual posee el monopolio de la sabiduría. Nadie —ni Mandela, ni Obama— es totalmente inmune a la capacidad de corrupción del poder absoluto, cuando puede hacer todo lo que quiere y todos los que le rodean tienen demasiado miedo para decirle que está cometiendo un error. Nadie es inmune a ese peligro.

Mandela lo comprendió. Dijo: “La democracia se basa en el principio de mayoría. Sobre todo, en un país como el nuestro, en el que la gran mayoría se ha visto sistemáticamente desposeída de sus derechos. Al mismo tiempo, la democracia exige que se protejan los derechos de las minorías políticas y de otro tipo”. Madiba comprendía que no se trata solo de saber quién tiene más votos. Se trata de la cultura cívica que construimos y que hace que la democracia funcione.

Por consiguiente, debemos dejar de fingir que los países que celebran elecciones en las que, por arte de magia, el ganador obtiene el 90% de los votos, porque toda la oposición está en la cárcel (risas) o no puede aparecer en televisión, son democracias. La democracia necesita unas instituciones fuertes, y la protección de los derechos de las minorías, y un sistema de controles y equilibrios, y libertad de expresión, y libertad de prensa, y el derecho a protestar y a reclamar al gobierno, y un aparato judicial independiente, y que todo el mundo tenga la obligación de respetar la ley.

Y es verdad que la democracia puede ser caótica, puede ser lenta, puede ser frustrante. Les aseguro que lo sé (risas). Pero la eficiencia que ofrece un autócrata es una falsa promesa. No hay que hacerle caso, porque conduce de manera inevitable a una mayor consolidación de la riqueza y el poder en la cima y hace que sea más fácil ocultar la corrupción y los abusos. A pesar de todas sus imperfecciones, una democracia genuina es el sistema que mejor defiende la idea de que el gobierno está para servir al individuo, y no al revés (aplausos). Y es la única forma de gobierno que tiene la posibilidad de hacer realidad esa idea.

De modo que los que estamos interesados en fortalecer la democracia debemos dejar de prestar toda nuestra atención a las capitales del mundo y los centros de poder y empezar a pensar más en las bases, porque ahí nace la verdadera legitimidad democrática. No en la cima, no en teorías abstractas, no en los expertos, sino en las bases. En las vidas de los que luchan para salir adelante.

Cuando era organizador comunitario en Chicago, descubrí que aprendía tanto de un trabajador metalúrgico despedido o de una madre soltera en un barrio pobre como de los mejores economistas del Despacho Oval. La democracia significa estar en contacto y en sintonía con la vida de nuestras comunidades, y eso es lo que debemos exigir a nuestros líderes, y será posible si desde la base cultivamos unos líderes que sean capaces de introducir cambios sobre el terreno y decir a las autoridades, en sus elegantes despachos, que sus ideas no funcionan en la calle.

Madiba nos enseña que, para que la democracia funcione, además, debemos enseñar constantemente a nuestros hijos —y a nosotros mismos— algo muy difícil, a dialogar con personas que no solo tengan un aspecto distinto sino también opiniones distintas. Es muy difícil (aplausos).

En general, todos preferimos rodearnos de opiniones que den validez a lo que ya pensamos. Uno suele pensar que las personas a las que considera inteligentes son las que están de acuerdo con él (risas). Es curioso. Pero la democracia exige que seamos capaces también de introducirnos en la realidad de otros que son distintos a nosotros, para comprender su punto de vista. Quizá podemos hacerles cambiar de opinión, pero quizá sean ellos los que nos hagan cambiar de opinión a nosotros. Y es imposible hacerlo si, para empezar, despreciamos lo que quieren decir los adversarios. Es imposible si insistimos en que los que no son como nosotros —porque son blancos o porque son hombres— no pueden entender de ninguna manera nuestros sentimientos, que, en cierto modo, carecen de autoridad para hablar de ciertos temas.

Madiba vivió esta complejidad. En la cárcel estudió afrikáans para entender mejor a sus carceleros. Y al salir, tendió la mano a los que le habían encarcelado, porque sabía que debían formar parte de la Sudáfrica democrática que deseaba construir. “Para hacer las paces con un enemigo”, escribió, “hay que trabajar con ese enemigo, y entonces el enemigo se convierte en nuestro socio”.

Por tanto, quienes manejan ideas absolutas en política, ya sean de izquierdas o de derechas, hacen imposible la democracia. Uno no puede aspirar a obtener el 100% de lo que quiere todas las veces; a veces tiene que hacer concesiones. Eso no significa abandonar nuestros principios, sino aferrarse a esos principios y tener la confianza suficiente para pensar que pueden soportar un debate democrático serio. Es lo que quisieron los Padres Fundadores para Estados Unidos: un sistema en el que, a base de someter a examen las ideas, utilizar la razón y recurrir a las pruebas, fuera posible alcanzar una base común de entendimiento.

Y me gustaría añadir que, para que eso sea así, necesitamos creer en una realidad objetiva. Esta es otra de esas cosas sobre las que no debería ni tener que hablar. Debemos creer en los hechos (risas). Sin hechos objetivos, no existe ninguna base para la colaboración. Si yo digo que esto es un podio y ustedes dicen que es un elefante, será difícil que podamos trabajar juntos (risas). Si puedo encontrar un denominador común con quienes se oponen a los Acuerdos de París porque, por ejemplo, ellos dicen que va a ser imposible conseguir que todo el mundo coopere, o que es más importante proporcionar energía barata a los pobres, aunque a corto plazo eso signifique más contaminación, entonces, por lo menos, podré discutir con ellos y tratar de demostrarles por qué creo que las energías limpias son una alternativa mejor, en particular para los países pobres, y es posible superar las tecnologías anticuadas (vítores). Con quien no puedo encontrar ningún punto de acuerdo es con el que dice que el cambio climático no se está produciendo, cuando casi todos los científicos mundiales nos dicen que sí. Con esa persona, no sé ni por dónde empezar a hablar (risas). Si dice que todo es un sofisticado engaño, ¿de qué vamos a hablar? (risas)

Por desgracia, gran parte de la política actual parece rechazar el concepto de verdad objetiva. La gente se inventa cosas. Lo vemos en la propaganda de Estado, en las noticias inventadas que corren por internet, en el desdibujamiento de los límites entre información y espectáculo, en la absoluta pérdida del pudor entre los líderes políticos cuando se descubre que han mentido: insisten y mienten un poco más. Los políticos siempre han mentido, pero, normalmente, cuando se les pillaba, se mostraban contritos. Ahora siguen mintiendo.

Por cierto, creo que a esto se refería Mama Graça al hablar de la humildad que sentía Madiba, a algo muy básico; no mentir a la gente me parece fundamental, uno no se cree un gran líder solo porque no se está inventando cosas todo el rato. Eso debería ser evidente. Sin embargo, hoy vemos las actitudes anti-intelectuales y el rechazo a la ciencia por parte de unos dirigentes que parecen pensar que el pensamiento crítico y los datos resultan políticamente incómodos. Como sucede con la negación de los derechos, la negación de la realidad es contraria a la democracia e incluso puede destruirla, por lo que es crucial que protejamos celosamente a los medios de comunicación independientes: y debemos estar alerta ante la tendencia a que las redes sociales se conviertan en una plataforma para el espectáculo, la indignación y la desinformación; debemos insistir en que nuestras escuelas enseñen pensamiento crítico a nuestros jóvenes, en lugar de una obediencia ciega.

Lo cual —y estoy seguro de que me lo agradecerán— me lleva a mi último argumento: tenemos que seguir el ejemplo de persistencia y esperanza de Madiba.

Es tentador ceder al cinismo, creer que los cambios recientes en la política mundial son demasiado fuertes para oponerse a ellos y esta oscilación del péndulo es permanente. Igual que se hablaba del triunfo de la democracia en los años noventa, ahora se oye hablar del fin de la democracia y el triunfo del tribalismo y el hombre fuerte. Debemos resistirnos a caer en ese cinismo.

Porque hemos vivido épocas más oscuras, hemos atravesado valles más bajos y más profundos. Es verdad que, en la última etapa de su vida, Mandela representó el triunfo de la lucha por los derechos humanos, pero el recorrido no fue fácil, no fue predeterminado. Madiba estuvo en la cárcel durante casi tres décadas. Partió piedra caliza bajo el sol, durmió en una estrecha celda y estuvo sometido al régimen de aislamiento en varias ocasiones. Y recuerdo que, cuando hablé con varios de sus antiguos colegas, me dijeron que, al salir en libertad, no se habían dado cuenta de hasta qué punto ver a un niño, pensar en tener a un niño en brazos, les iba a hacer pensar en todo lo que se habían perdido durante décadas.

Aun así, durante esos años, su poder aumentó, y el de sus carceleros disminuyó, porque sabía que, si uno se aferra a la verdad, si sabe de verdad lo que siente en su corazón y está dispuesto a sacrificarse por ello, incluso con todo en contra, incluso sabiendo que puede no conseguirlo mañana ni la semana que viene, quizá incluso en toda su vida, al final, aunque haya retrocesos provisionales, la razón acaba venciendo, el mejor relato puede triunfar. Por muy fuerte que fuera el espíritu de Madiba, no habría mantenido la esperanza si hubiera estado solo en su lucha. Parte de lo que le sostenía era saber que, año tras año, las filas de los combatientes por la libertad se iban poblando de hombres y mujeres jóvenes que, en Sudáfrica, en el Congreso Nacional Africano y en otros lugares, negros, indios y blancos, en todo el país, todo el continente y todo el mundo, siguieron trabajando para hacer realidad su visión.

Eso es lo que necesitamos ahora, no solo un líder, sino, sobre todo, ese espíritu colectivo. Y sé que en todo el mundo están reuniéndose esos jóvenes portadores de esperanzas. Porque la historia demuestra que, cuando el progreso está amenazado y se ponen en tela de juicio las cosas que más nos importan, debemos hacer caso de lo que dijo Robert Kennedy aquí, en Sudáfrica: “Nuestra respuesta es la esperanza del mundo: confiar en los jóvenes. Confiar en el espíritu de los jóvenes”.

Así, pues, jóvenes, los jóvenes que estéis entre el público, los que estéis escuchando, mi mensaje es sencillo: seguid creyendo, seguid avanzando, seguid construyendo, seguid alzando la voz. Cada generación tiene la oportunidad de rehacer el mundo. Mandela dijo: “Cuando despiertan, los jóvenes son capaces de derribar las torres de la opresión y levantar las banderas de la libertad”. Este es un buen momento para despertar. Es un buen momento para ponerse en marcha.

Los que valoramos el legado al que hoy estamos rindiendo homenaje —un legado de igualdad, dignidad, democracia, solidaridad, bondad—, los que seguimos siendo jóvenes de corazón, aunque no de cuerpo, tenemos la obligación de ayudar a nuestros jóvenes a triunfar. Algunos de ustedes saben que mi Fundación va a reunirse en los próximos días aquí, en Sudáfrica, con 200 jóvenes de todo el continente que están trabajando duro para transformar sus comunidades, que reflejan los valores de Madiba y van a ser los próximos líderes.

Personas como Abaas Mpindi, un periodista de Uganda que fundó la Media Challenge Initiative, para ayudar a otros jóvenes a obtener la formación necesaria para que aprendan a contar las historias que el mundo necesita saber.

Personas como Caren Wakoli, una emprendedora de Kenia que fundó la Emerging Leaders Foundation, para lograr que los jóvenes se impliquen en la lucha contra la pobreza y la defensa de la dignidad humana.

Personas como Enock Nkulanga, director de la misión de African Children, que ayuda a niños en Uganda y Kenia a recibir la educación que necesitan y, en sus horas libres, defiende los derechos de los niños en todo el mundo. Fundó una organización llamada LeadMinds Africa, para formar a la próxima generación de líderes.

Cuando uno habla con ellos, sale lleno de esperanza. Ellos están tomando el testigo. Saben que no pueden conformarse con los logros del pasado, ni siquiera unos logros tan trascendentales como los de Nelson Mandela. Se apoyan en la experiencia de quienes los precedieron, incluido aquel chico negro nacido hace 100 años, pero saben que ahora les corresponde trabajar a ellos.

Madiba nos recuerda: “Nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel, sus orígenes o su religión. La gente tiene que aprender a odiar, y si puede aprender a odiar, también puede aprender a amar, porque el amor es algo más consustancial al corazón humano”. El amor es consustancial al corazón humano, recordemos esta verdad. Que esa sea nuestra estrella polar y nuestra guía, alegrémonos de nuestra lucha para poner esa verdad de manifiesto, de manera que, dentro de 100 años, las generaciones futuras puedan recordar y decir: “Siguieron avanzando y, gracias a ellos, hoy vivimos con nuevas banderas de libertad”.

Muchas gracias, Sudáfrica, gracias».

Discursos de Barack Obama