Problemas de filosofía, 1912

El valor de la filosofía

«Habiendo llegado al final de nuestro breve resumen de los problemas de la filosofía, bueno será considerar, para concluir, cuál es el valor de la filosofía y por qué debe ser estudiada. Es tanto más necesario considerar esta cuestión, ante el hecho de que muchos, bajo la influencia de la ciencia o de los negocios prácticos, se inclinan a dudar que la filosofía sea algo más que una ocupación inocente, pero frívola e inútil, con distinciones que se quiebran de puro sutiles y controversias sobre materias cuyo conocimiento es imposible.

Esta opinión sobre la filosofía parece resultar, en parte, de una falsa concepción de los fines de la vida, y en parte de una falsa concepción de la especie de bienes que la filosofía se esfuerza en obtener. Las ciencias físicas, mediante sus invenciones, son útiles a innumerables personas que las ignoran totalmente: así, el estudio de las ciencias físicas no es sólo o principalmente recomendable por su efecto sobre el que las estudia, sino más bien por su efecto sobre los hombres en general. Esta utilidad no pertenece a la filosofía. Si el estudio de la filosofía tiene algún valor para los que no se dedican a ella, es sólo un efecto indirecto, por sus efectos sobre la vida de los que la estudian. Por consiguiente, en estos efectos hay que buscar primordialmente el valor de la filosofía, si es que en efecto lo tiene.

Pero ante todo, si no queremos fracasar en nuestro empeño, debemos liberar nuestro espíritu de los prejuicios de lo que se denomina equivocadamente «el hombre práctico». El hombre «práctico», en el uso corriente de la palabra, es el que sólo reconoce necesidades materiales, que comprende que el hombre necesita el alimento del cuerpo, pero olvida la necesidad de procurar un alimento al espíritu. Si todos los hombres vivieran bien, si la pobreza y la enfermedad hubiesen sido reducidas al mínimo posible, quedaría todavía mucho que hacer para producir una sociedad estimable; y aun en el mundo actual los bienes del espíritu son por lo menos tan importantes como los del cuerpo. El valor de la filosofía debe hallarse exclusivamente entre los bienes del espíritu, y sólo los que no son indiferentes a estos bienes pueden llegar a la persuasión de que estudiar filosofía no es perder el tiempo.

La filosofía, como todos los demás estudios, aspira primordialmente al conocimiento. El conocimiento a que aspira es aquella clase de conocimiento que nos da la unidad y el sistema del cuerpo de las ciencias, y el que resulta del examen crítico del fundamento de nuestras convicciones, prejuicios y creencias. Pero no se puede sostener que la filosofía haya obtenido un éxito realmente grande en su intento de proporcionar una respuesta concreta a estas cuestiones. Si preguntamos a un matemático, a un mineralogista, a un historiador, o a cualquier otro hombre de ciencia, qué conjunto de verdades concretas ha sido establecido por su ciencia, su respuesta durará tanto tiempo como estemos dispuestos a escuchar. Pero si hacemos la misma pregunta a un filósofo, y éste es sincero, tendrá que confesar que su estudio no ha llegado a resultados positivos comparables a los de las otras ciencias. Verdad es que esto se explica, en parte, por el hecho de que, desde el momento en que se hace posible el conocimiento preciso sobre una materia cualquiera, esta materia deja de ser denominada filosofía y se convierte en una ciencia separada. Todo el estudio del cielo, que pertenece hoy a la astronomía, antiguamente era incluido en la filosofía; la gran obra de Newton se denomina Principios matemáticos de la filosofía natural. De un modo análogo, el estudio del espíritu humano, que era, todavía recientemente, una parte de la filosofía, se ha separado actualmente de ella y se ha convertido en la ciencia psicológica. Así, la incertidumbre de la filosofía es, en una gran medida, más aparente que real; los problemas que son susceptibles de una respuesta precisa se han colocado en las ciencias, mientras que sólo los que no la consienten actualmente quedan formando el residuo que denominamos filosofía.

Sin embargo, esto es sólo una parte de la verdad en lo que se refiere a la incertidumbre de la filosofía. Hay muchos problemas —y entre ellos los que tienen un interés más profundo para nuestra vida espiritual— que, en los límites de lo que podemos ver, permanecerán necesariamente insolubles para el intelecto humano, salvo si su poder llega a ser de un orden totalmente diferente de lo que es hoy. ¿Tiene el Universo una unidad de plan o designio, o es una fortuita conjunción de átomos? ¿Es la conciencia una parte del Universo que da la esperanza de un crecimiento indefinido de la sabiduría, o es un accidente transitorio en un pequeño planeta en el cual la vida acabará por hacerse imposible? ¿El bien y el mal son de alguna importancia para el Universo, o solamente para el hombre? La filosofía plantea problemas de este género, y los diversos filósofos contestan a ellos de diversas maneras. Pero parece que, sea o no posible hallarles por otro lado una respuesta, las que propone la filosofía no pueden ser demostradas como verdaderas. Sin embargo, por muy débil que sea la esperanza de hallar una respuesta, es una parte de la tarea de la filosofía continuar la consideración de estos problemas, haciéndonos conscientes de su importancia, examinando todo lo que nos aproxima a ellos, y manteniendo vivo este interés especulativo por el Universo, que nos expondríamos a matar si nos limitáramos al conocimiento de lo que puede ser establecido mediante un conocimiento definitivo.

Verdad es que muchos filósofos han pretendido que la filosofía podía establecer la verdad de determinadas respuestas sobre estos problemas fundamentales. Han supuesto que lo más importante de las creencias religiosas podía ser probado como verdadero mediante una demostración estricta. Para juzgar sobre estas tentativas es necesario hacer un examen del conocimiento humano y formarse una opinión sobre sus métodos y limitaciones. Sería imprudente pronunciarse dogmáticamente sobre estas materias; pero si las investigaciones de nuestros capítulos anteriores no nos han extraviado, nos vemos forzados a renunciar a la esperanza de hallar una prueba filosófica de las creencias religiosas. Por lo tanto, no podemos alegar como una prueba del valor de la filosofía una serie de respuestas a estas cuestiones. Una vez más, el valor de la filosofía no puede depender de un supuesto cuerpo de conocimientos seguros y precisos que puedan adquirir los que la estudian.

De hecho, el valor de la filosofía debe ser buscado en una, larga medida en su real incertidumbre. El hombre que no tiene ningún barniz de filosofía, va por la vida prisionero de los prejuicios que derivan del sentido común, de las creencias habituales en su tiempo y en su país, y de las que se han desarrollado en su espíritu sin la cooperación ni el consentimiento deliberado de su razón. Para este hombre el mundo tiende a hácerse preciso, definido, obvio; los objetos habituales no le suscitan problema alguno, y las posibilidades no familiares son desdeñosamente rechazadas. Desde el momento en que empezamos a filosofar, hallamos, por el contrario, como hemos visto en nuestros primeros capítulos, que aun los objetos más ordinarios conducen a problemas a los cuales sólo podemos dar respuestas muy incompletas. La filosofía, aunque incapaz de decirnos con certeza cuál es la verdadera respuesta a las dudas que suscita, es capaz de sugerir diversas posibilidades que amplían nuestros pensamientos y nos liberan de la tiranía de la costumbre. Así, el disminuir nuestro sentimiento de certeza sobre lo que las cosas son, aumenta en alto grado nuestro conocimiento de lo que pueden ser; rechaza el dogmatismo algo arrogante de los que no se han introducido jamás en la región de la duda liberadora y guarda vivaz nuestro sentido de la admiración, presentando los objetos familiares en un aspecto no familiar.

Aparte esta utilidad de mostrarnos posibilidades insospechadas, la filosofía tiene un valor —tal vez su máximo valor— por la grandeza de los objetos que contempla, y la liberación de los intereses mezquinos y personales que resultan de aquella contemplación. La vida del hombre instintivo se halla encerrada en el círculo de sus intereses privados: la familia y los amigos pueden incluirse en ella, pero el resto del mundo no entra en consideración, salvo en lo que puede ayudar o entorpecer lo que forma parte del círculo de los deseos instintivos. Esta vida tiene algo de febril y limitada. En comparación con ella, la vida del filósofo es serena y libre. El mundo privado, de los intereses instintivos, es pequeño en medio de un mundo grande y poderoso que debe, tarde o temprano, arruinar nuestro mundo peculiar. Salvo si ensanchamos de tal modo nuestros intereses que incluyamos en ellos el mundo entero, permanecemos como una guarnición en una fortaleza sitiada, sabiendo que el enemigo nos impide escapar y que la rendición final es inevitable. Este género de vida no conoce la paz, sino una constante guerra entre la insistencia del deseo y la importancia del querer. Si nuestra vida ha de ser grande y libre, debemos escapar, de uno u otro modo, a esta prisión y a esta guerra.

Un modo de escapar a ello es la contemplación filosófica. La contemplación filosófica, cuando sus perspectivas son muy amplias, no divide el Universo en dos campos hostiles: los amigos y los enemigos, lo útil y lo adverso, lo bueno y lo malo; contempla el todo de un modo imparcial. La contemplación filosófica, cuando es pura, no intenta probar que el resto del Universo sea afín al hombre. Toda adquisición de conocimiento es una ampliación del yo, pero esta ampliación es alcanzada cuando no se busca directamente. Se adquiere cuando el deseo de conocer actúa por sí solo, mediante un estudio en el cual no se desea previamente que los objetos tengan tal o cual carácter, sino que el yo se adapta a los caracteres que halla en los objetos. Esta ampliación del yo no se obtiene, cuando, partiendo del yo tal cual es, tratamos de mostrar que el mundo es tan semejante a este yo, que su conocimiento es posible sin necesidad de admitir nada que parezca serle ajeno. El deseo de probar esto es una forma de la propia afirmación, y como toda forma de egoísmo, es un obstáculo para el crecimiento del yo que se desea y del cual conoce el yo que es capaz. El egoísmo, en la especulación filosófica como en todas partes, considera el mundo como un medio para sus propios fines; así, cuida menos del mundo que del yo, y el yo pone límites a la grandeza de sus propios bienes. En la contemplación, al contrario, partimos del no yo, y mediante su grandeza son ensanchados los límites del yo; por el infinito del Universo, el espíritu que lo contempla participa un poco del infinito.

Por esta razón, la grandeza del alma no es favorecida por esos filósofos que asimilan el Universo al hombre. El conocimiento es una forma de la unión del yo con el no yo; como a toda unión, el espíritu de dominación la altera y, por consiguiente, toda tentativa de forzar el Universo a conformarse con lo que hallamos en nosotros mismos. Es una tendencia filosófica muy extendida la que considera el hombre como la medida de todas las cosas, la verdad hecha para el hombre, el espacio y el tiempo, y los universales como propiedades del espíritu, y que, si hay algo que no ha sido creado por el espíritu, es algo incognoscible y que no cuenta para nosotros. Esta opinión, si son correctas nuestras anteriores discusiones, es falsa; pero además de ser falsa, tiene por efecto privar a la contemplación filosófica de todo lo que le da valor, puesto que encadena la contemplación al yo. Lo que denomina conocimiento no es una unión con el yo, sino una serie de prejuicios, hábitos y deseos que tejen un velo impenetrable entre nosotros y el mundo exterior. El hombre que halla complacencia en esta teoría del cono cimiento es como el que no abandona su círculo doméstico por temor a que su palabra no sea ley.

La verdadera contemplación filosófica, por el contrario, halla su satisfacción en toda ampliación del no yo, en todo lo que magnifica el objeto contemplado, y con ello el sujeto que lo contempla. En la contemplación, todo lo personal o privado, todo lo que depende del hábito, del interés propio o del deseo perturba el objeto, y, por consiguiente, la unión que busca el intelecto. Al construir una barrera entre el sujeto y el objeto, estas cosas personales y privadas llegan a ser una prisión para el intelecto. El espíritu libre verá, como Dios lo pudiera ver, sin aquí ni ahora, sin esperanza ni temor —fuera de las redes de las creencias habituales y de los prejuicios tradicionales —serena, desapasionadamente, y sin otro deseo que el del conocimiento, casi un conocimiento impersonal, tan puramente contemplativo como sea posible alcanzarlo para el hombre. Por esta razón también, el intelecto libre apreciará más el conocimiento abstracto y universal, en el cual no entran los accidentes de la historia particular, que el conocimiento aportado por los sentidos, y dependiente, como es forzoso en estos conocimientos, del punto de vista exclusivo y personal, y de un cuerpo cuyos órganos de los sentidos deforman más que revelan.

El espíritu acostumbrado a la libertad y a la imparcialidad de la contemplación filosófica, guardará algo de esta libertad y de esta imparcialidad en el mundo de la acción y de la emoción. Considerará. sus proyectos y sus deseos como una parte de un todo, con la ausencia de insistencia que resulta de ver que son fragmentos infinitesimales en un mundo en el cual permanece indiferente a las acciones de los hombres. La imparcialidad que en la contemplación es el puro deseo de la verdad, es la misma cualidad del espíritu que en la acción se denomina justicia, y en la emoción es este amor universal que puede ser dado a todos y no sólo a aquellos que juzgamos útiles o admirables. Así, la contemplación no sólo amplia los objetos de nuestro pensamiento, sino también los objetos de nuestras acciones y afecciones; nos hace ciudadanos del Universo, no sólo de una ciudad amurallada, en guerra con todo lo demás. En esta ciudadanía del Universo consiste la verdadera libertad del hombre, y su liberación del vasallaje de las esperanzas y los temores limitados.

Para resumir nuestro análisis sobre el valor de la filosofía: la filosofía debe ser estudiada, no por las respuestas concretas a los problemas que plantea, puesto que, por lo general, ninguna respuesta precisa puede ser conocida como verdadera, sino más bien por el valor de los problemas mismos; porque estos problemas amplían nuestra concepción de lo posible, enriquecen nuestra imaginación intelectual y disminuyen la seguridad dogmática que cierra el espíritu a la investigación; pero, ante todo, porque por la grandeza del Universo que la filosofía contempla, el espíritu se hace a su vez grande, y llega a ser capaz de la unión con el Universo que constituye su supremo bien».

Principios de reconstrucción social, 1916

Capítulo VIII. Lo que debemos hacer (fragmentos)

¿Qué podemos hacer en bien del mundo mientras vivimos?

Muchos hombres y mujeres desearían servir a la Humanidad, pero están perplejos y su poder parece infinitesimal. La desesperación se apodera de ellos; los que tienen las pasiones más fuertes sufren más por el sentido de su impotencia y están más propensos a la ruina espiritual por falta de esperanza.

En tanto que creamos solamente en el inmediato futuro, no es mucho lo que podemos hacer. Es probablemente imposible para nosotros terminar con la guerra. No podemos destruir el excesivo poder del Estado o de la propiedad privada. No podemos, en estos momentos y entre nosotros, llevar una nueva vida a la educación. En estas materias, aunque podemos ver el mal, no podemos curarle por entero por medio de ninguno de los métodos políticos ordinarios. Debemos reconocer que el mundo está gobernado con un espíritu erróneo y que un cambio de espíritu no puede venir de un día a otro. Debemos poner nuestras esperanzas en el mañana, tiempo en que lo que se piensa hoy por unos pocos sea el pensamiento común de muchos. Si tenemos valor y paciencia podemos pensar los pensamientos y sentir las esperanzas por que, más pronto o más tarde, serán inspirados los hombres, y la debilidad y el desaliento se convertirán en energía y ardor. Por esta razón, lo primero que debemos hacer es ser claros en nuestras propias mentes en cuanto a la clase de vida que creemos buena y a la clase del cambio que deseamos en el mundo.

El último Poder de aqueIlos cuyo pensamiento es vital resulta mucho mayor de lo que parece a los hombres que sufren de la irracionalidad de la política contemporánea. La tolerancia religiosa fue en un tiempo la especulación solitaria de unos pocos filósofos intrépidos. La democracia, como teoría, llevó una gran cantidad de hombres al ejército de Cromwell, quienes después de la restauración, la llevaron a América, donde dio sus frutos en la guerra de la independencia. Desde América, Lafayette y otros franceses que estuvieron combatiendo al lado de Washington i trajeron la teoría de la democracia a Francia, donde se unió a las enseñanzas de Rousseau e inspiró la revolución. El socialismo, sea lo que sea lo que pensemos de sus méritos, es un Poder grande y creciente que está transformando la vida política y económica, y el socialismo debe su origen a un número muy pequeño de teorizantes aislados. El movimiento contra la sujeción de la mujer, que se ha hecho irresistible y no está lejos de un completo triunfo, empezó por el mismo camino, con unos pocos idealistas impracticables – Mary Wollstonecraft, Shelley, John Stuart Mill. El Poder del pensamiento en el largo transcurso es mayor que ningún otro Poder humano. Los que tienen la facultad de pensar y la imaginación para pensar de acuerdo con las necesidades de los hombres realizarán quizá, más pronto o más tarde, el bien a que aspiran, aunque no probablemente mientras vivan todavía.

Pero los que quieren ganar el mundo por el pensamiento deben resignarse a perderle como sostén en el presente. La mayor parte de los hombres van a través de -la vida sin inquirir mucho, aceptando las creencias y las prácticas corrientes que encuentran, sintiendo que el mundo será su aliado si no se ponen en oposición con él. Un nuevo pensamiento sobre el mundo es incompatible con esta confortable aquiescencia; requiere cierto destacamento intelectual, cierta energía solitaria, un Poder de dominar interiormente el mundo y los modos de apreciar que el mundo engendra. Sin una voluntad para estar solitario no se puede realizar un nuevo pensamiento. Y no se realizara para ningún propósito si la soledad va acompañada del alejamiento o si el destacamento intelectual lleva al desprecio. Es a causa de que el estado mental requerido es sutil y difícil, porque es duro estar destacado intelectualmente y no alejado, por lo que el pensamiento sobre las cosas humanas no es común y los más de los teorizantes son o convencionales o estériles. La clase recta de pensamiento es rara y difícil, pero no es impotente. No es el temor a la impotencia lo que nos puede apartar del pensamiento, si tenemos el deseo de traer al mundo una nueva esperanza.

Buscando una teoría política que haya de ser útil en un momento dado, lo que se necesita no es: la invención de una Utopía, sino el descubrimiento de la mejor dirección del movimiento. La dirección que es buena en un tiempo es superficialmente muy diferente de la que es buena en otro tiempo. El pensamiento útil es el que indica la dirección recta para el tiempo presente. Mas para juzgar lo es la dirección recta hay dos principios generales que son aplicables siempre:

1. El progreso y vitalidad de los individuos y las colectividades han de ser promovidos en toda la extensión posible.

2. El progreso de un individuo o de una colectividad ha de ser lo menos possible a expensas de otro individuo u otra colectividad.

El segundo de estos principios, aplicado por un individuo en sus relaciones con los demás, es el principio de reverencia, por el que la vida de otro tiene la misma importancia que sentimos que tiene nuestra propia vida. Aplicado impersonalmente en la política, es el principio de libertad, o más bien comprende, como una parte de él, el principio de libertad. La libertad en sí misma es un principio negativo; nos dice que nos interpongamos, pero no nos da una base para la reconstrucción. Demuestra que muchas instituciones políticas y sociales son malas y que deben ser barridas, pero no nos muestra las que deben ser puestas en su lugar. Por esta razón se requiere un principio más avanzado para que nuestra teoría política no sea puramente destructiva.

La combinación de nuestros dos principios no es una materia fácil en la práctica. Muchas de las energías vitales del mundo van por canales opresivos. Los alemanes se han mostrado extraordinariamente llenos de
energía vital, pero desgraciadamente, en una forma que parece incompatible con la vitalidad de sus vecinos. Europa, en general, tiene más energía vital que África, pero ha empleado su energía en agotar en África, por medio del industrialismo, la poca vida que los negros poseían. La vitalidad de la Europa sudoriental está siendo agotada por el suministro de trabajo barato para las empresas de los millonarios americanos. La vitalidad de los hombres ha sido en el pasado un obstáculo para el desarrollo de las mujeres, y es posible que en un futuro próximo las mujeres se conviertan en un obstáculo similar para los hombres. Por estas razones, el principio de reverencia, aunque no suficiente en sí mismo es de una importancia muy grande y es apto para indicar muchos de los cambios políticos que requiere el mundo.

En orden a que ambos principios puedan ser satisfechos, lo que se necesita es una unificación o integración, primero, de nuestras vidas individuales, después, de la vida de la colectividad y del mundo, sin sacrificio de la individualidad. La vida de un individuo, la vida de una colectividad, y aun la vida de la Humanidad, deben ser no una cantidad de fragmentos separados, sino un todo en cierto sentido. Cuando esto sucede el progreso del individuo es alentado y no es incompatible con el progreso de los otros individuos. Por este camino se llega a la armonía de los dos principios.

Lo que integra una vida individual es un propósito creativo consistente o una dirección inconsciente. El instinto solitario no bastará para dar unidad a la vida de un hombre o de una mujer civilizados; debe haber algún objetivo dominante: una ambición, un deseo de una creación científica o artística, un principio religioso o afectos fuertes y duraderos. La unidad de vida es muy difícil para el hombre o la mujer que han sufrido descalabros de cierto género, esto es, por haber sido refrenado o abortado el impulso dominante. La mayor parte de las profesiones infligen, al fin, este género de derrota a un hombre. Si un hombre se hace periodista, probablemente tendrá que escribir para un periódico cuya política le disgusta; esto mata en él el orgullo de su trabajo y el sentido de la independencia. La mayor parte de los médicos encuentran verdaderamente penoso la obtención del éxito sin la charlatanería, por lo que queda destruida cualquier conciencia científica que pudieran haber tenido. Los políticos están obligados no solamente a tragarse el programa del partido, sino a pretender ser santos, en orden a estar a bien con las personas religiosas que los apoyan; difícilmente podrá entrar un hombre en el Parlamento sin hipocresía. En ninguna profesión hay respeto alguno para el orgullo nativo, sin el cual ningún hombre puede permanecer entero; en el mundo se le aplasta cruelmente, porque implica independencia, y los hombres, mas que ser libres ellos mismos, desean esclavizar a los otros. La libertad interna es infinitamente preciosa y una sociedad que la preserve es imnensamente deseable.

No se aplasta necesariamente el principio de progreso en un hombre para evitar que haga alguna cosa definida, sino que se aplasta en él, frecuentemente, para persuadirle a que haga alguna otra. Las cosas que aplastan el progreso son las que producen un sentido de impotencia en las direcciones en que los impulsos vitales desean ser efectivos. Las cosas peores son aquellas a que la voluntad da su asentimiento. Con frecuencia, principalmente después del fracaso del propio conocimiento, la voluntad del hombre está a un nivel más bajo que su impulso; su impulso va hacia algún género de creación, mientras que su voluntad va hacia un estadio convencional donde tenga una renta suficiente y el respeto de sus conciudadanos. El ejemplo estereotipado es el artista que produce un trabajo pedestre por complacer al público. Pero algunos de los impulsos definidos del artista existen en muchos hombres que no son artistas. Por ser el impulso profundo y mudo, por estar frecuentemente contra él lo que se llama sentido común, porque un joven únicamente puede seguirle si pone sus propios sentimientos oscuros por encima y en contra de las sabias y prudentes máximas de los más viejos y de los amigos, ocurre en el 99 por 100 de los casos que un impulso creativo sobre el cual pudo haber nacido una vida libre y vigorosa es estorbado y torcido en su iniciación primera; el joven consiente en hacerse un instrumento, no un trabajador independiente; un simple medio para el cumplimiento de los demás, no el artífice de lo que su propia naturaleza siente que es bueno. En el momento en que ejecuta este acto de consentimiento algo muere dentro de él. Nunca volverá a ser de nuevo un hombre total, nunca volverá a tener de nuevo ileso el respeto a sí mismo, el orgullo erguido, que pudo haberle mantenido feliz en su alma, a despecho de todas las perturbaciones y dificultades exteriores, excepto naturalmente, si se convierte y hace un cambio fundamental en el camino de su vida.

(…)

La integración de una vida individual requiere la incorporación de cualquier impulso creativo que el hombre pueda poseer, y que su educación haya sido encaminada a deducir y fortalecer ese impulso. La integración de una comunidad requiere que los diferentes impulsos creativos de los diferentes hombres y mujeres obren conjuntamente hacia una vida común, hacia un propósito común, no consciente de modo necesario, y que todos los miembros de la colectividad encuentren una ayuda para su realización individual. Las más de las actividades que brotan de los impulsos vitales consisten en dos partes: una creativa, que va más allá de la propia vida de uno y de los demás, con el mismo género de impulso o de circunstancias; y otra posesiva, que impide la vida de algún grupo con diferente género de impulso o circunstancias.

(…)

La guerra ha puesto en claro que es imposible producir una integración segura de la vida de una colectividad particular mientras las relaciones entre los países civilizados estén gobernadas por la agresividad y la suspicacia. A causa de esto, cualquier movimiento realmente poderoso de reforma tendrá que ser internacional. Un movimiento simplemente nacional fracasará seguramente ante el temor y el peligro del exterior. Los que desean un mundo mejor, o aunque sólo sea un mejoramiento radical del propio país, tendrán que cooperar con quienes tienen deseos similares en otros países, y consagrar gran parte de su energía a sobreponerse a la hostilidad ciega que la guerra ha intensificado. No es en las integraciones parciales, como las que produce el patriotismo solitario, en lo que se ha de buscar la última esperanza. El problema está tanto en las cuestiones nacionales e internacionales como en la vida individual, en mantener lo que es creativo en los impulsos vitales, y al mismo tiempo hacer que vaya por otros canales la parte que al presente es destructivo.

Los impulsos y deseos de los hombres se pueden dividir en creativos y posesivos. Algunas de nuestras actividades van dirigidas a crear lo que no existiría de otro modo; otras van dirigidas hacia la adquisición o la retención de lo que existe ya. El impulso creativo típico es el del artista; el impulso posesivo típico es el del propietario. La vida mejor es la que hace el papel mayor de los impulsos creativos y el menor de los posesivos. Las instituciones mejores serán las que produzcan la creatividad más grande posible y la posesividad menor,

(… )

El Estado y la Propiedad son las grandes incorporaciones de la posesividad; por esta razón es por lo que van contra la vida y hacen la guerra. La posesión significa tomar o conservar alguna cosa buena de cuyo disfrute se prive a otro; la creación significa poner en el mundo alguna cosa buena que de otro modo no pudiera disfrutar nadie. (…) El principio supremo en política y en la vida privada debe ser promover todo lo que sea creativo, y disminuir así los impulsos y deseos que se concentran alrededor de la posesión.

(…)

La educación, el matrimonio y la religión son esencialmente creativos, si bien han sido viciados por la intromisión de motores posesivos. La educación está tratada usualmente como un medio de prolongar el statu quo destilando prejuicios, más bien que de crear un pensamiento libre y una noble apreciación de las cosas por el ejemplo de sentimientos generosos y el estímulo de la aventura mental. En el matrimonio, el amor que es creativo, está encadenado por los celos, que son posesivos. La religión, que establecería libremente la visión creativa del espíritu, se atiene, generalmente, más a la represión de la vida del instinto y a combatir las sublevaciones del pensamiento. Por todos estos lados, el miedo que crece sobre la posesión precaria ha reemplazado a la esperanza inspirada por la fuerza creativa.

(…)

Pero aunque la diversión y la aventura deban tener su parte, es imposible crear una vida buena si son las que principalmente se desean. El subjetivismo, el hábito de dirigir el pensamiento y el deseo hacia nuestros propios estados mentales más bien que hacia algo objetivo, hace la vida inevitablemente fragmentaria y no progresiva. El hombre para quien la diversión es el fin de la vida tiende a desinteresarse gradualmente de las cosas fuera de las cuales está acostumbrado a obtener diversión, desde el momento en que no da valor a aquellas cosas por su propia aliento, sino a cuenta de los sentimientos que producen en él. Cuando ya no son divertidas el aburrimiento le arrastra a buscar estímulos nuevos, que decaen a su vez. La diversión consiste en una serie de momentos sin una continuidad esencial; un propósito que unifica la vida es de los que requieren una actividad prolongada, y es como construir un monumento y no un infantil castillo de arena.

El subjetivismo tiene otras formas además de la mera persecución de la diversión. Muchos hombres cuando están enamorados se interesan más en su propia emoción que en el objeto de su amor; este amor no lleva a ninguna unión esencial, sino que deja entera una separación fundamental. Tan pronto como la emoción se desarrolla con menos vida, la experiencia ha cumplido ya su propósito y no busca ya un motivo para prolongarla. En otro camino, el mismo mal del subjetivismo fue alentado por la religión y la moralidad protestantes por dirigir la atención hacia el pecado y el estado del alma más bien que al mundo exterior y a nuestras relaciones con él. ninguna de esas formas de subjetivismo puede evitar que la vida de un hombre sea fragmentaria y aislada. Solamente una vida que brota de los impulsos dominantes, dirigidos a fines objetivos, puede ser un todo satisfactorio o estar íntimamente unida a las vidas de los demás.

(…)

El mundo civilizado tiene necesidad de cambios fundamentales si ha de ser salvado de la decadencia; cambios en su estructura económica y en su filosofía de la vida. Aquellos de nosotros que sienten la necesidad del cambio no deben caer todavía en una desesperación estúpida: si los seleccionamos podemos tener una profunda influencia en el futuro. Podemos descubrir y predicar la clase de cambio que se requiere, la clase de cambio que preserve lo que es positivo en las creencias vitales de nuestro tiempo y por la eliminación de lo que es negativo y no esencial produzca una síntesis a la que pueda rendir homenaje todo lo que no es puramente reaccionario. Tan pronto como se haya puesto en claro la clase de cambio que se requiere, será posible trabajar sobre sus condiciones con más detalle. Pero hasta que la guerra haya terminado no hay por qué estudiar los detalles, desde el momento que no sabemos qué clase de mundo va a dejar la guerra. Lo único que parece indudable es que se requerirá mucho pensamiento nuevo en el mundo nuevo producido por la guerra. Los criterios tradicionales prestarán poca ayuda. Es claro que las acciones más importantes de los hombres no van guiadas por la especie de motivos que se alientan en las filosofías políticas tradicionales. Los impulsos merced a los cuales la guerra se ha producido y se ha sostenido vienen de una región más profunda que la mayoría de argumentos políticos.

(…)

Las filosofías de vida, cuando son ampliamente creídas, tienen también una influencia muy grande en la vitalidad de una colectividad. La filosofía de vida más ampliamente aceptada al presente es que lo que importa más para la felicidad de un hombre es su renta. Esta filosofía, aparte de otros deméritos, es dañosa porque conduce a los hombres a aspirar a un resultado más bien que a una actividad, a un disfrute de bienes materiales en el que no se diferencian los hombres más bien que a un impulso creativo que incorpore la individualidad de cada hombre. Las filosofías más refinadas, tal como la alta educación las instila, inducen a fijar la atención en el pasado más bien que en el futuro, y sobre el proceder correcto más bien que sobre la acción efectiva. No es en filosofías tales donde los hombres pueden encontrar la energía para llevar alegremente el peso de la tradición y los conocimientos siempre acumulados.

El mundo tiene necesidad de una filosofía o de una religión que promuevan la vida. Pero en orden a promover la vida es necesario dar valor a algo más que a la vida solamente. La vida consagrada solamente a la vida es animal, sin ningún real valor humano, incapaz de preservar a los hombres permanentemente del fastidio y del sentimiento de que todo es vanidad. Si la vida ha de ser plenamente humana debe servir a algún fin que parezca en cierto sentido fuera de la vida humana, algún fin que sea impersonal y esté sobre el género humano, tal como Dios, o la Verdad, o la Belleza. Los que mejor promueven la vida no tienen vida para su propósito. Aspiran más bien a lo que parece como una encarnación gradual, una introducción en nuestra existencia humana de algo eterno, algo que se aparece a la imaginación como viviendo en un ciclo remoto de las luchas y los fracasos y las devoradoras jaurías del Tiempo. El contacto con este mundo eterno, aunque sea solamente un mundo de nuestra imaginación, trae una fuerza y una paz fundamental que no pueden ser totalmente destruidas por los combates y aparentes derrotas de nuestra vida temporal. Esta feliz contemplación de lo eterno es lo que Spinoza llama el amor intelectual de Dios. Para aquellos que le han conocido una vez es la llave de la sabiduría.

Lo que debernos hacer, prácticamente es diferente en cada uno de nosotros, según nuestras capacidades y nuestras oportunidades. Pero si tenemos la vida del espíritu dentro de nosotros, lo que debemos hacer y lo que debemos evitar se nos hará visible.

Por el contacto con lo eterno, por la consagración de nuestra vida a traer algo de lo divino a este mundo perturbado, podemos hacer que nuestras propias vidas sean creativas aún hoy, incluso en medio de la crueldad y de la lucha y el odio que nos rodean por todas partes. Hacer creativa la vida individual es más duro en una comunidad basada en la posesión que lo sería en una colectividad como la que el esfuerzo humano podrá construir en el futuro. Los que han de empezar la regeneración del mundo deben hacer frente a la indiferencia, a la oposición, a la pobreza, a la murmuración. Deben poder vivir por la verdad y el amor con una racional esperanza inconquistable; deben ser honrados y sabios e ir guiados por un propósito consistente. Una corporación de hombres y mujeres inspirados así, conquistará primero las perplejidades y dificultades de sus vidas individuales; después, con el tiempo, quizá aun dentro de mucho tiempo solamente, al mundo exterior. Sabiduría y esperanza es lo que necesita el mundo; y aunque combate contra ellas, les concede su respeto al fin.

Cuando los bárbaros saquearon Roma, San Agustín escribía La ciudad de Dios, poniendo una esperanza espiritual en lugar de la realidad material que habla sido destruida. A través de los siglos que siguieron, la esperanza de San Agustín vivió y daba vida, mientras Roma descendía a ser una aldea de chozas. También nos es necesario a nosotros crear una nueva esperanza, construir en nuestro pensamiento un mundo mejor que el que se está impeliendo a la ruina. Por ser los tiempos malos se requiere más de nosotros de lo que se requeriría en tiempos normales. Solamente un supremo fuego de pensamiento y de espíritu puede salvar a las generaciones futuras de la muerte que ha sobrevenido sobre las generaciones que conocemos y amamos.

He tenido la buena fortuna de estar en contacto, como maestro, con jóvenes de muchas naciones diferentes, jóvenes en quienes estaba viva la esperanza, en los que existía la energía creativa que hubiera realizado en el mundo alguna parte al menos de la belleza imaginada por que vivían. Han ido a la guerra, unos de una parte, otros de otra. Algunos están todavía combatiendo, otros están mutilados para siempre, otros han muerto; de los que sobreviven, puede temerse que muchos hayan perdido la vida del espíritu, habrá muerto la esperanza, se habrá gastado la energía, y los años por venir serán para ellos solamente una jornada fatigante hacia la tumba. De esta tragedia, ni unos pocos de los que enseño parecen tener el sentimiento: con lógica crueldad prueban que aquellos jóvenes han sido sacrificados inevitablemente por algún fin fríamente abstracto; imperturbables, se deslizan apresuradamente en el placer tras un momentáneo asalto del sentimiento. En hombres así la vida del espíritu está muerta. Si estuviera viva subirían a unirse en espíritu con aquellos jóvenes con un amor tan penetrante como el amor del padre o de la madre. Si no hicieran aprecio de sus propios destinos, la tragedia de aquéllos hubiera sido su propia tragedia. Alguna vez gritarían: «No, esto no está bien hecho esto no es bueno; no es una causa sagrada ésta, en la que la flor de la juventud está siendo destruida y enturbiada. Nosotros los viejos somos los que hemos pecado; hemos enviado a los jóvenes a los campos de batalla por nuestras malas pasiones, nuestra muerte espiritual, nuestro fracaso de vivir generosamente sobre el ardor del espíritu y sobre la visión viva del espíritu. Dejadnos salir de nuestra muerte, porque nosotros somos los que hemos muerto, no los jóvenes que cayeron a causa de nuestro miedo a la vida. Sus espectros tienen más vida que nosotros: ellos nos exponen para siempre a la afrenta y a la vergüenza de las edades por venir. Sobre sus sombras debe llegar la vida, y somos nosotros los que debemos vivificarla.»

Introducción al Tractatus Logico-Philosophicus, mayo de 1922

«El Tractatus lógico-philosophicus del profesor Wittgenstein intenta, consígalo o no, llegar a la verdad última en las materias de que trata, y merece por su intento, objeto y profundidad que se le considere un acontecimiento de suma importancia en el mundo filosófico. Partiendo de los principios del simbolismo y de las relaciones necesarias entre las palabras y las cosas en cualquier lenguaje, aplica el resultado de esta investigación a las varias ramas de la filosofía tradicional, mostrando en cada caso cómo la filosofía tradicional y las soluciones tradicionales proceden de la ignorancia de los principios del simbolismo y del mal uso del lenguaje.

Trata en primer lugar de la estructura lógica de las proposiciones y de la naturaleza de la inferencia lógica. De aquí pasamos sucesivamente a la teoría del conocimiento, a los principios de la física, a la ética y, finalmente, a lo místico (das Mystische).

Para comprender el libro de Wittgenstein es preciso comprender el problema al que se enfrenta En la parte de su teoría que se refiere al simbolismo se ocupa de las condiciones que se requieren para conseguir un lenguaje lógicamente perfecto. Hay varios problemas con relación al lenguaje. En primer lugar está el problema de qué es lo que efectivamente ocurre en nuestra mente cuando empleamos el lenguaje con la intención de significar algo con él; este problema pertenece a la psicología. En segundo lugar está el problema de la relación existente entre pensamientos, palabra y proposiciones y aquello a lo que se refieren o significan; este problema pertenece a la epistemología. En tercer lugar está el problema de usar las proposiciones de tal modo que expresen la verdad más bien que la falsedad; esto pertenece a las ciencias especiales que tratan de las materias propias de las proposiciones en cuestión. En cuarto lugar está la cuestión siguiente: ¿Qué relación debe haber entre un hecho (una proposición, por ejemplo) y otro hecho para que el primero sea capaz de ser un símbolo del segundo? Esta última es una cuestión lógica y es precisamente aquélla de la que Wittgenstein se ocupa. Estudia las condiciones de un simbolismo correcto, es decir, un simbolismo en el cual una proposición «signifique» algo totalmente definido. En la práctica, el lenguaje es siempre más o menos vago, ya que lo que afirmamos no es nunca totalmente preciso. Así pues, la lógica ha de de dos problemas en relación con el simbolismo:

1.0 Las condiciones para que se dé el sentido más bien que el sinsentido en las combinaciones de símbolos;

2.0 Las condiciones para que exista unicidad de significado o referencia en los símbolos o en las combinaciones de símbolos.

Un lenguaje lógicamente perfecto tiene reglas de sintaxis que evitan los sinsentidos, y tiene símbolos particulares con un significado determinado y único. Wittgenstein estudia las condiciones necesarias para un lenguaje lógicamente perfecto. No es que haya lenguaje lógicamente perfecto, o que nosotros nos creamos aquí y ahora capaces de construir un lenguaje lógicamente perfecto, sino que toda la función del lenguaje consiste en tener significado y sólo cumple esta función satisfactoriamente en la medida en que se aproxima al lenguaje ideal que nosotros postulamos.

La tarea esencial del lenguaje es afirmar o negar los hechos. Dada la sintaxis de un lenguaje, el significado de una proposición está determinado tan pronto como se conozca el signíficado de las palabras que la componen. Para que una cierta proposición pueda afirmar un cierto hecho, debe haber, cualquiera que sea el modo como el lenguaje esté construido, algo en común entre la estructura de la proposición y la estructura del hecho. Esta es tal vez la tesis más fundamental de la teoría de Wittgenstein. Aquello que haya de común entre la proposición y el hecho, no puede, así lo afirma el autor, ser dicho a su vez en el lenguaje. Sólo puede ser, en la fraseología de Wittgenstein, mostrado, no dicho, pues cualquier caso que podamos decír tendrá siempre la misma estructura.

El primer requisito de un lenguaje ideal sería tener un solo nombre para cada elemento , y nunca el mismo nombre para dos elementos distintos. Un nombre es un símbolo simple en el sentido de que no posee partes que sean a su vez símbolos. En un lenguaje lógicamente perfecto, nada que no fuera un elemento tendría un símbolo simple. El símbolo para un compuesto sería un «complejo» que contuviera los símbolos de las partes. Al hablar de un «complejo» estamos, como veremos más adelante, pecando en contra de las reglas de la gramática filosófica, pero esto es inevitable al principio.

«La mayor parte de las proposiciones e interrogantes que se han escrito sobre materia filosófica no son falsas, sino sin sentido. No podemos, pues, responder a cuestiones de esta clase de ningún modo, sino sólo establecer su sin sentido. La mayor parte de las cuestiones y proposíciones de los filósofos proceden de que no comprendemos la lógica de nuestro lenguaje. Son del mismo tipo que la cuestión de si lo bueno es más o menos idéntico que lo bello» (4.003).

Lo que en el mundo es complejo es un hecho. Los hechos que no se componen de otros hechos son los que Wittgenstein llama Sachverhalte, mientras que a un hecho que conste de dos o más hechos se le llama Tatsache; así, por ejemplo: «Sócrates es sabio» es un Sachverhalt y también un Tatsache, mientras que «Sócrates es sabio y Platón es su discípulo» es un Tatsacbe, pero no un Sachverhalt.

Wittgenstein compara la expresión lingüística a la proyección en geometría. Una figura geométrica puede ser proyectada de varias maneras: cada una de éstas corresponde a un lenguaje diferente, pero las propiedades de proyección de la figura original permanecen inmutables, cualquiera que sea el modo de proyección que se adopte. Estas propiedades proyectivas corresponden a aquello que en la teoría de Wittgenstein tienen en común la proposición y el hecho, siempre que la proposición asevere el hecho.

En cierto nivel elemental esto desde luego es obvio. Es imposible, por ejemplo, establecer una afirmación sobre dos hombres (admitiendo por ahora que los hombres puedan ser tratados como elementos) sin emplear dos nombres, y si se quiere aseverar una relación entre los dos hombres será necesario que la proposición en la que hacemos la aseveración establezca una relación entre los dos nombres. Si decimos «Platón ama a Sócrates», la palabra «ama», que está entre la palabra «Platón» y la palabra «Sócrates», establece una relación entre estas dos palabras, y se debe a este hecho el que nuestra proposición sea capaz de aseverar una relación entre las personas representadas por las palabras «Platón y Sócrates».

«No: ‘El signo complejo aRb dice que a está en la relación R con b,, sino: Que a está en una cierta relación con b, dice que aRb» (3.1432).

Wittgenstein comienza su teoría del simbolismo con la siguiente afirmación: (2.1):

«Nos hacemos figuras de los hechos.» Una figura, dice, es un modelo de la realidad, y a los objetos en la realidad corresponden los elementos de la figura: la figura misma es un hecho. El hecho de que las cosas tengan una cierta relación entre sí se representa por el hecho de que en la figura sus elementos tienen también una cierta relación, unos con otros. «En la figura y en lo figurado debe haber algo idéntico para que una pueda ser figura siquiera de lo otro. Lo que la figura debe tener en común con la realidad para poder figurarla a su modo y manera -justa o falsamente- es su forma de figuración» (2.161, 2.17)

Hablamos de una figura lógica de una realidad cuando queremos indicar solamente tanta semejanza cuanta es esencial a su condición de ser una figura, y esto en algún sentido, es decir, cuando no deseamos implicar nada más que la identidad de la forma lógica. La figura lógica de un hecho, dice, es un Gedanke. Una figura puede corresponder o no corresponder al hecho y por consiguiente ser verdadera o falsa, pero en ambos casos tiene en común con el hecho la forma lógica. El sentido en el cual Wittgenstein habla de figuras puede ilustrarse por la siguiente afirmación:

«El disco gramofónico, el pensamiento musical, la notación musical, las ondas sonoras, están todos, unos respecto de otros, en aquella interna relación figurativa que se mantiene entre lenguaje y mundo. A todos ellos les es común la estructura lógica. (Como en la fábula, los dos jóvenes, sus dos caballos y sus lirios, son todos, en cierto sentido, la misma cosa)» (4.014).

La posibilidad de que una proposición represente a un hecho depende del hecho de que en ella los objetos estén representados por signos. Las llamadas «constantes» lógicas no están representadas por signos, sino que ellas mismas están presentes tanto en la proposición como en el hecho. La proposición y el hecho deben manifestar la misma «multiplicidad» lógica, que no puede ser a su vez representada, pues tiene que estar en común entre el hecho y la figura. Wittgenstein sostiene que todo aquello que es propiamente filosófico pertenece a lo que sólo se puede mostrar, es decir: a aquello que es común al hecho y a su figura lógica. Según este criterio se concluye que nada correcto puede decirse en filosofía. Toda proposición filosófica es mala gramática, y a lo más que podemos aspirar con la discusión filosófica es a mostrar a los demás que la discusión filosófica es un error.

«La filosofía no es una de las ciencias naturales. (La palabra ‘filosofía’ debe significar algo que esté sobre o bajo, pero no junto a las ciencias naturales.) El objeto de la filosofía es la aclaración lógica de pensamientos. La filosofía no es una teoría, sino una actividad. Una obra filosófica consiste esencialmente en elucidaciones. El resultado de la filosofía no son ‘proposiciones filosóficas’, sino el esclarecimiento de las proposiciones. La filosofía debe esclarecer y delimitar con precisión los pensamientos que de otro modo serian, por así decirlo, opacos y confusos» (4.111 y 4.112).

De acuerdo con este principio todas las cosas que haya que decir para que el lector comprenda la teoría de Wittgenstein son todas ellas cosas que la propia teoría condena como carentes de sentido. Teniendo en cuenta esto, intentaremos exponer la visión del mundo que parece que está al fondo de su sistema.

El mundo se compone de hechos: hechos que estrictamente no podemos definir; pero podemos explicar lo que queremos decir, admítiendo que los hechos son lo que hace a las proposiciones verdaderas o falsas. Los hechos pueden contener partes que sean hechos o pue den no contenerlas; «Sócrates era un sabio ateniense» se compone de dos hechos: «Sócrates era sabio» y «Sócrates era un ateniense». Un hecho que no tenga partes que sean hechos lo llama Wittgenstein Sachverhalt. Es lo mismo que aquello a lo que llama hecho atómico. Un hecho atomico, aunque no conste de parteá que son hechos, sin embargo consta de partes. Si consideramos «Sócrates es sabio» como un hecho atómico veremos que contiene dos constitutivos «Sócrates» y «sabio». Si se analiza un hecho atómico lo más completamente posible (posibilidad teórica, no práctica), las partes constitutivas que se obtengan al final pueden llamarse «simples» u «objetos». Wittgenstein no pretende que podamos realmente aislar el «simple» o que tengamos de él un conocimiento empírico. Es una necesidad lógica exigida por la teoría como el caso del electrón. Su fundamento para sostener que hay simples es que que cada complejo presupone un hecho. Esto no supone necesariamente que la complejidad de los hechos sea finita; aunque cada hecho constase de infinidad de hechos atómicos y cada hecho atómico se compusiese de un numero infinito de objetos, aun en este supuesto habría objetos y hechos atómicos (4.2211). La afirmación de que hay un cierto complejo se reduce a la aseveración de que sus elementos constitutivos están en una cierta relación, que es la aseveración de un hecho: así, pues, si damos un nombre al complejo, este nombre sólo tiene sentido en virtud de la verdad de una cierta proposición, a saber, la proposición que afirma la relación mutua de los componentes del complejo. Así, nombrar los complejos presupone proposiciones, mientras que las proposiciones presuponen que los simples tengan un nombre. Así, pues, se pone de manifiesto que nombrar los simples es lógicamente lo primero en lógica.

El mundo está totalmente descrito si todos los hechos atómicos se conocen, unido al hecho de que éstos son todos los hechos. El mundo no se describe por el mero nombrar de todos los objetos que están en él; es necesario también conocer los hechos atómicos de los cuales esos objetos son partes constitutivas. Dada la totalidad de hechos atómicos, cada proposición verdadera, aunque compleja, puede teóricamente ser inferida. A una proposición (verdadera o falsa) que asevera un hecho atómico se le llama una proposición atómica. Todas las proposiciones atómicas son lógicamente independientes unas de otras. Ninguna proposición atómica implica otra o es incompatible con otra. Así pues, todo el problema de la inferencia lógica se refiere a proposiciones que no son atómicas. Tales proposiciones pueden ser llamadas moleculares.

La teoría de Wittgenstein de las proposiciones moleculares se fundamenta sobre su teoría acerca de la construcción de las funciones de verdad.

Una función de verdad de una proposición p es una proposición contiene p, y tal que su verdad o falsedad depende sólo de la que verdad o falsedad de p; del mismo modo, una función de verdad de varias proposiciones p, q, r es una proposición que contiene p, q, r, y tal que su verdad o falsedad depende sólo de la verdad o de la falsedad de p, q, r… Pudiera parecer a primera vista que hay otras funciones de proposiciones además de las funciones de verdad, así, por ejemplo, sería «A cree p», ya que de modo general A creería algunas proposiciones verdaderas y algunas falsas; a menos que sea un individuo excepcionalmente dotado, no podemos colegir que p es verdadera por el hecho de que lo crea, o que p es falsa por el hecho de que no lo crea. Otras excepciones aparentes serían, por ejemplo, «p es una proposición muy compleja» o «p es una proposición referente a Sócrates». Wittgenstein sostiene, sin embargo, por razones que ya expondremos, que tales excepciones son sólo aparentes, y que cada función de una proposición es realmente una función de verdad. De aquí se sigue que si podemos definir las funciones de verdad de modo general, podremos obtener una definición general de todas las proposiciones en los términos del grupo primitivo de las proposiciones atómicas. De este modo procede Wittgenstein.

Ha sido demostrado por el doctor Sheffer (Trans. Am. Maht. Soc., vol, XIV, pp. 481-488) que todas las funciones de verdad de un grupo dado de proposiciones pueden construirse a partir de una de estas dos funciones: «no-p o no-q» o «no-p y no-q». Wittgenstein emplea la última, presuponiendo el conocimiento del trabajo del doctor Sheffer. Es fácil ver el modo en que se construyen otras funciones de verdad de «no-q». «No-p y no-p», es equivalente a «no-p», con lo que obtenemos una definición de la negación en los términos de nuestra función primitiva: por lo tanto, podemos definir «p o q», puesto que es la negación de «no-p y no-q», es decir, de nuestra función primitiva, El desarrollo de otras funciones de verdad de «no-p» y «p o q» se da detalladamente al comienzo de Principia Mathematíca. Con esto se logra todo lo que se necesita para el caso de que las proposiciones que son los argumentos de nuestras funciones de verdad sean dadas por enumeración. Wittgenstein, sin embargo, por un análisis realmente interesante, consigue extender el proceso a las proposiciones generales, es decir, a los casos en que las proposiciones que son argumentos de nuestras funciones de verdad no están dadas por enumeración, sino que se dan como todas las que cumplen cierta condición. Por ejemplo, sea fx una función proposicional (es decir, una función cuyos valores son proposiciones), como «x es humano» -entonces los diferentes valores de fx constituyen un grupo de proposiciones. Podemos extender la idea «no-p y no-q» tanto hasta aplicarla a la negación simultánea de todas las proposiciones que son valores de fx. De este modo llegamos a la proposición que de ordinario se representa en lógica matemática por las palabras «fx es falsa para todos los valores de x». La negación de esto sería la proposición «hay al menos una x para la cual fx es verdad» que está representada por «(3x).fx» [Nota edit.: por razones de tipografia reemplazamos el signo lógico existencial por un «3»]. Si en vez de fx hubiésemos partido de no-fx habríamos llegado a la proposición «fx es verdadera para todos los valores de x», que está representada por «(x).fx». El método de Wittgenstein para operar con las proposicíones generales [es decir, «(x).fx» y «(3x).fx»] difiere de los métodos precedentes por el hecho de que la generalidad interviene sólo en la específicación del grupo de proposiciones a que se refiere, y cuando esto se lleva a cabo, la construcción de las funciones de verdad procede exactamente como en el caso de un número finito de argumentos enumerados, p, q, r…

Sobre este punto, Wittgenstein no da en el texto una explicación suficiente de su simbolismo. El símbolo que emplea es (¬p, ¬!,N(¬!)) He aquí la explicación de este simbolismo:

¬p representa todas las proposiciones atómicas. ¬! representa cualquier grupo de proposiciones. N(¬!) representa la negación de todas las proposiciones que componen ! El símbolo completo (¬p, ¬!,N(¬!)) significa todo aquello que puede obtenerse formando una selección cualquiera de proposiciones atómicas, negándolas todas, seleccionando algunas del grupo de proposiciones nuevamente obtenido unidas con otras del grupo primitivo -y así indefinidamente. Esta es, dice, la función general de verdad y también la forma general de la proposición. Lo que esto significa es algo menos complicado de lo que parece. El símbolo intenta describir un proceso con la ayuda del cual, dadas las proposiciones atómicas, todas las demás pueden construirse. El proceso depende de:

(a) La prueba de Sheffer de que todas las funciones de verdad pueden obtenerse de la negacion simultánea, es decir, de «no-p y no-q»;

(b) La teoría de Wittgenstein de la derivación de las proposiciones generales de las conjunciones y disyuncíones;

(c) La aseveración de que una proposición puede aparecer en otra sólo como argumento de una función de verdad. Dados estos tres fundamentos, se sigue que todas las proposiciones que no son atómicas pueden derivarse de las que lo son por un proceso uniforme, y es este proceso el que Wittgenstein indica en su símbolo.

Por este método uniforme de construcción llegamos a una asombrosa simplificación de la teoría de la inferencia, lo mismo que a una definición del tipo de proposiciones que pertenecen a la lógica. El método de generación descrito autoriza a Wittgenstein a decir que todas las proposiciones pueden construirse del modo anteriormente indicado, partiendo de las proposiciones atómicas, y de este modo queda definida la totalidad de las proposiciones. (Las aparentes excepciones mencionadas más arriba son tratadas de un modo que consideraremos más adelante.) Wittgenstein puede, pues, afirmar que proposiciones son todo lo que se sigue de la totalidad de las proposiciones atómicas (unido al hecho de que ésta es la totalidad de ellas); que una proposición es siempre una función de verdad de las proposiciones atómicas; y que si p se sigue de q, el significado de p está contenido en el significado de q, de lo cual resulta, naturalmente, que nada puede deducirse de una proposición atómica. Todas las proposiciones de la lógica, afirma, son tautologías, como, por ejemplo, «p o no p».

El hecho de que nada puede deducirse de una proposición atómica tiene aplicaciones de interés, por ejemplo, a la causalidad. En la lógica de Wittgenstein no puede haber nada semejante al nexo causal. «Los acontecimientos del futuro», dice, «no podemos inferirlos de los del presente. Superstición es la creencia en el nexo causal.» Que el sol vaya a salir mañana es una hipótesis. No sabemos, realmente, si saldrá, ya que no hay necesidad alguna para que una cosa acaezca porque acaezca otra. Tomemos ahora otro tema el de los nombres. En el lenguaje lógico-teóríco de Wittgenstein, los nombres sólo son dados a los simples. No damos dos nombres a una sola cosa, o un nombre a dos cosas. No hay ningún medio, según el autor, para describir la totalidad de las cosas que pueden ser nombradas, en otras palabra, la totalidad de lo que hay en el mundo. Para poder hacer esto tendríamos que conocer alguna propiedad que perteneciese a cada cosa por necesidad lógica. Se ha intentado alguna vez encontrar tal propiedad en la autoidentidad, pero la concepción de la identidad está sometida por Wittgenstein a un criticismo destructor, del cual no parece posible escapar. Queda rechazada la definición de la identidad por medio de la identidad de lo indiscernible, porque la identidad de lo indiscernible parece que no es un principio lógico necesario. De acuerdo con este principio, x es idéntica a y si cada propiedad de x es una propiedad de y; pero, después de todo, sería lógicamente posible que dos cosas tuviesen exactamente las mismas propiedades. Que esto de hecho no ocurra, es una característica accidental del mundo, no una característica lógicamente necesaria, y las características accidentales del mundo no deben naturalmente ser admitidas en la estructura de la lógica. Wittgenstein, de acuerdo con esto, suprime la identidad y adopta la convención de que diferentes letras signifiquen diferentes cosas. En la práctica se necesita la indentidad, por ejemplo, entre un nombre y una descripción o entre dos descripciones. Se necesita para proposiciones tales como «Sócrates es el filósofo que bebió la cicuta» o «El primer número par es aquel que sigue inmediatamente a 1». Es fácil en el sistema de Wittgenstein proveer respecto de tales usos de la identidad.

El rechazo de la identidad excluye un método de hablar de la totalidad de las cosas, y se encontrará que cualquier otro método que se proponga ha de resultar igualmente engañoso; así, al menos, lo afirma Wittgenstein, y yo creo que con fundamento. Esto equivale a decir que «objeto» es un seudoconcepto. Decir que «x es un objeto» es no decir nada. Se sigue de esto que no podemos hacer juicios tales como «hay más de tres objetos en el mundo» o «hay un número infinito de objetos en el mundo». Los objetos sólo pueden mencionarse en conexión con alguna propiedad definida. Podemos decir «hay más de tres objetos que son humanos», o «hay más de tres objetos que son rojos», porque en estas afirmaciones la palabra «objeto» puede sustituirse en el lenguaje de la lógica por una variable que será en el primer caso la función «x es humano»; en el segundo, la función «x es rojo». Pero cuando intentamos decir «hay más de tres objetos», esta sustitución de la variable por la palabra «objeto» se hace imposible, y la proposición, por consiguiente, carece de sentido.

Henos, pues, aquí ante un ejemplo de una tesis fundamental de Wittgenstein, que es imposible decir nada sobre el mundo como un todo, y que cualquier cosa que pueda decirse ha de ser sobre partes delimitadas del mundo. Este punto de vista puede haber sido en principio sugerido por la notación, y si es así, esto dice mucho en su favor, pues una buena notación posee una penetración y una capacidad de sugerencia que la hace en ocasiones parecerse a un profesor vivo. Las irregularidades en la notación son con ftecuencia el primer signo de los errores filosóficos, y una notación perfecta llegaría a ser un sustitutivo del pensamiento. Pero aun cuando haya sido la notación la que haya sugerido al principio a Wittgenstein la limitación de la lógica a las cosas dentro del mundo, en contraposición al mundo como todo, no obstante, esta concepción, una vez sugerida, ha mostrado encerrar mucho más que la simple notación. Por mi parte, no pretendo saber si esta tesis es definitivamente cierta. En esta introducción, mi objeto es exponerla, no pronunciarme respecto de ella. De acuerdo con este criterio, sólo podríamos decir cosas sobre el mundo como un todo si pudiésemos salir fuera del mundo, es decir, si dejase para nosotros de ser el mundo entero. Pudiera ocurrir que nuestro mundo estuviese limitado por algún ser superior que lo vigilase sobre lo alto; pero para nosotros, por muy finito que pueda ser, no puede tener límites el mundo desde el momento en que no hay nada fuera de él. Wittgenstein emplea como analogía el campo visual. Nuestro campo visual no tiene para nosotros límites visuales, ya que no existen fuera de él, del mismo modo que en nuestro mundo lógico no hay límites lógicos, ya que nuestra lógica no conoce nada fuera de ella. Estas consideraciones le llevan a una discusión interesante sobre el solipsismo. La lógica, dice, llena el mundo. Los límites del mundo son también sus propios límites. En lógica, por consiguiente, no podemos decir: en el mundo hay esto y lo otro, pero no aquello; decir esto presupondría efectivamente excluir ciertas posibilidades, y esto no puede ser, ya que requeriría que la lógica fuera más allá de los límites del mundo, como si pudiera contemplar estos límites desde el otro lado. Lo que no podemos pensar, no podemos pensarlo; por consiguiente, tampoco podemos decir lo que no podemos pensar.

Esto, dice Wittgenstein, da la clave del solipsismo. Lo que el solipsismo pretende es ciertamente correcto; pero no puede decirse, sólo puede mostrarse. Que el mundo es mi mundo se muestra en el hecho de que los límites del lenguaje (el único lenguaje que yo entiendo) indican los límites de mi mundo. El sujeto metafísico no pertenece al mundo, es un límite del mundo.

Debemos tratar ahora la cuestión de las proposiciones moleculares que no son a primera vista funciones de verdad de las proposiciones que contienen; por ejemplo: «A cree p».

Wittgenstein introduce este argumento en defensa de su tesis; a saber: que todas las funciones moleculares son funciones de verdad. Dice (5.54):

«En la forma proposicional general la proposición aparece en otra sólo como base de las operaciones de verdad.»

A primera vista, continúa diciendo, parece como si una proposición pudiera aparecer de otra manera; por ejemplo:

«A cree p».

De manera superficial parece como si la proposición p estuviese en una especie de relación con el objeto A.

«Pero es claro que «A cree p», «A piensa p», «A dice p» son de la forma » ‘p’ dice p»; y aquí no se trata de la coordinación de un hecho con un objeto, sino de la coordinación de hechos por medio de la coordinación de sus objetos» (5.542).

Lo que Wittgenstein expone aquí, lo expone de modo tan breve que no queda bastantte claro para aquellas personas que desconocen las controversias a las cuales se refiere. La teoría con la cual se muestra en desacuerdo está expuesta en mis artículos sobre la naturaleza de la verdad y de la falsedad en Philosophical Essays y Proceedings of the Aristotelian Society, 1906-1907. El problema de que se trata es el problema de la forma lógica de la creencia, es decir, cuál es el esquema que representa lo que sucede cuando un hombre cree. Naturalmente, el problema se aplica no sólo a la creencia, sino también a una multitud de fenómenos mentales que se pueden llamar actitudes proposicionales: duda, consideración, deseo, etc. En todos estos casos parece natural expresar el fenómeno en la forma «A duda p», «A desea p», etc., lo que hace que esto aparezca como si existiese una relación entre una persona y una proposición. Este, naturalmente, no puede ser el último análisis, ya que las personas son ficciones lo mismo que las proposiciones, excepto en el sentido en que son hechos de por sí. Una proposición, considerada como un hecho de por sí, puede ser una serie de palabras que un hombre se repite a sí mismo, o una figura compleja, o una serie de figuras que pasan por su imaginación, o una serie de movimientos corporales incipientes. Puede ser una cualquiera de innumerables cosas diferentes. La proposición, en cuanto un hecho de por sí, por ejemplo, la serie actual de palabras que el hombre se dice a sí mismo, no es relevante para la lógica. Lo que es relevante para la lógica es el elemento común a todos estos hechos, que permite, como decimos, significar el hecho que la proposición asevera. Para la psicología, naturalmente, es mas interesante, pues un símbolo no significa aquello que simboliza sólo en virtud de una relación lógica, sino también en virtud de una relación psicológica de intención, de asociación o de cualquier otro cacarácter. La parte psicológica del significado no concierne, sin embargo, al lógico. Lo que le concierne en este problema de la creencia es el esquema lógico. Es claro que, cuando una persona cree una proposición, la persona, considerada como un sujeto metafísico, no debe ser tenida en cuenta en orden a explicar lo que está sucediendo. Lo que ha de explicarse es la relación existente entre la serie de palabras, que es la proposición considerada como un hecho de por sí, y el hecho «objetivo» que hace a la proposición verdadera o falsa. Todo esto se reduce en último término a la cuestión del significado de las proposiciones, y es tanto como decir que el signíficado de las proposiciones es la única parte no-psicológíca del problema implicada en el análisis de la creencia. Este problema es tan sólo el de la relación entre dos hechos, a saber: la relación entre las series de palabras empleadas por el creyente y el hecho que hace que estas palabras sean verdaderas o falsas. La serie de palabras es un hecho, tanto como pueda serlo aquello que hace que sea verdadera o falsa. La relación entre estos dos hechos no es inanalizable, puesto que el significado de una proposición resulta del significado de las palabras que la constituyen. El significado de la serie de palabras que es una proposición, es una función del significado de las palabras aisladas. Según esto, la proposición, como un todo, no entra realmente en aquello que ya se ha explicado al explicar el significado de la proposición. Ayudaría tal vez a comprender el punto de vista que estoy tratando de exponer, decir que en los casos ya tratados la proposición aparece como un hecho y no como una proposición. Tal afirmacion, sin embargo, no debe tomarse demasiado literalmente. El punto esencial es que en el acto de creer, de desear, etc., lo que lógicamente fundamental es la relación de una proposición considerada como hecho con el hecho que la hace verdadera o falsa, y que esta relación entre dos actos es reducible a la relación de sus componentes. Así, pues, la proposición aparece aquí de un modo completamente distinto al modo como aparece en una función de verdad.

Hay algunos aspectos, según mi opinión, en los que la teoría de Wittgenstein necesita un mayor desarrollo técnico. Esto puede aplicarse, concretamente, a su teoría del número (6.02 ss.), la cual, tal y como está, sólo puede aplicarse a los números finitos. Ninguna lógica puede considerarse satisfactoria hasta que se haya demostrado que es capaz de poder ser aplicada a los números transfinitos. No creo que haya nada en el sistema de Wittgenstein que le impida llenar esta laguna.

Más interesante que estas cuestiones de detalle comparativo es la actitud de Wittgenstein respecto de lo místico. Su actitud hacia ello nace de modo natural de su doctrina de la lógica pura, según la cual, la proposición lógica es una figura (verdadera o falsa) del hecho, y tiene en común con el hecho una cierta estructura. Es esta estructura común lo que la hace capaz de ser una figura del hecho; pero la estructura no puede, a su vez, ponerse en palabras, puesto que es una estructura de palabras, lo mismo que de los hechos a los cuales se refiere. Por consiguiente, todo cuanto quede envuelto en la idea de la expresividad del lenguaje, debe permanecer incapaz de ser expresado en el lenguaje, y es, por consiguiente, inexpresable en un sentido perfectamente preciso. Esto inexpresable contiene, según Wittgenstein, el conjunto de la lógica y de la filosofía. El verdadero método de enseñar filosofía, dice, sería limitarse a las proposiciones de las ciencias, establecidas con toda la claridad y exactitud posibles, dejando las afirmaciones filosóficas al discípulo, y haciéndole patente que cualquier cosa que se haga con ellas carece de significado. Es cierto que la misma suerte que le cupo a Sócrates podría caberle a cualquier hombre que intentase este método de enseñanza; pero no debemos atemorizarnos, pues éste es el único método justo. No es precisamente esto lo que hace dudar respecto de aceptar o no la posición de Wittgenstein, a pesar de los argumentos tan poderosos que ofrece para apoyarlo. Lo que ocasiona tal duda es el hecho de que después de todo, Wittgenstein encuentra el modo de decir una buena cantidad de cosas sobre aquello de lo que nada se puede decir, sugiriendo así al lector escéptico la posible existenciQ de una salida, bien a través de la jerarquía de lenguajes o bien de cualquier otro modo. Toda la ética, por ejemplo, la coloca Wittgenstein en la región mística inexpresable. A pesar de eso es capaz de comunicar sus opiniones éticas. Su defensa consistiría en decir que lo que él llama «místico» puede mostrarse, pero no decirse. Puede que esta defensa sea satisfactoria, pero por mi parte confieso que me produce una cierta sensación de disconformidad intelectual.

Hay un problema puramente lógico, con relación al cual esas dificultades son especialmente agudas. Me refiero al problema de la generalidad. En la teoría de la generalidad es necesario considerar todas las proposiciones de la forma Ix, donde Ix es una función proposicional dada. Esto pertenece a la parte de la lógica que puede expresarse de acuerdo con el sistema de Wittgenstein. Pero la totalidad de los posibles valores de x que puede parecer que están comprendidos en la totalidad de las proposiciones de la forma fx no está admitida por Wittgenstein entre aquellas cosas que pueden ser dichas, pues esto no es sino la totalidad de las cosas del mundo, y esto supone el intento de concebir el mundo como un todo; «el sentimiento del mundo como todo limitado es lo místico»; por lo tanto, la totalidad de los valores de x es lo místico (6.45). Esto está expresamente dicho cuando Wittgenstein niega que podamos construir proposiciones sobre el número de cosas que hay en el mundo, como, por ejejemplo, cuando decimos que hay más de tres.

Estas díficultades me sugieren la siguiente posibilidad: que todo lenguaje tiene, como Wittgenstein dice, una estructura de la cual nada puede decirse en el lenguaje, pero que puede haber otro lenguaje que trate de la estructura del primer lenguaje y que tenga una nueva estructura y que esta jerarquía de lenguajes no tenga límites. Wittgenstein puede responder que toda su teoría puede aplicarse sin cambiarla a la totalidad de estos lenguajes. La única réplica sería negar que exista tal totalidad. Las totalidades de las que Wittgenstein sostiene que es imposible hablar lógicamente, están, sin embargo, pensadas por él como existentes y constituyen el objeto de su misticismo. La totalidad resultante de nuestra jerarquía no sería sólo inexpresable lógicamente, sino una ficción, una ilusión, y en este sentido la supuesta esfera de lo místico quedaría abolida. Tal hipótesis es muy difícil y veo objeciones a las cuales, de momento, no sé cómo contestar, aunque no veo cómo una hipótesis más fácil pueda escaparse de las conclusiones de Wittgenstein. Aunque esta hipótesis tan difícil pudiera sostenerse, dejaría intacta una gran parte de la teoría de Wittgenstein, aunque posiblemente no aquella parte en la cual insiste más. Teniendo larga experiencia de las dificultades de la lógica y de lo ilusorio de las teorías que parecen irrefutables, no soy capaz de asegurar la exactitud de una teoría fundándome tan sólo en, que no veo ningún punto en que esté equivocada. Pero haber construido una teoría de la lógica, que no es en ningún punto manifiestamente errónea, significa haber logrado una obra de extraordinaria dificultad e importancia. Este mérito, en mi opinión, corresponde al libro de Wittgenstein y lo convierte en algo que ningún filósofo serio puede permitirse descuidar».

 

Primera Edición Inglesa. Traducción del alemán de C.K.Ogden. Routledge & Kegan. 1922. London. Traducción al español de Jacobo Muñoz e Isidoro Reguera. 1986

Conferencia pronunciada en la Escuela Rand de Ciencias Sociales, de Nueva York el 28 de mayo de 1924

«El tema del que debo hablarles esta noche es muy modesto y fácil: “Cómo ser libre y feliz”. No sé si puedo darles una receta, como la de un libro de cocina, que cada uno de ustedes pueda aplicar. En esta última ocasión que doy una charla pública en Estados Unidos, deseo decir algunas cosas en las que creo firmemente y considero, por mi propia experiencia, como muy importantes, cosas que en charlas anteriores en este país no he tenido muchas oportunidades de decir.

Tal vez alguno de ustedes, y desde luego muchas personas en todas partes, dirán que la respuesta a la cuestión “cómo ser libre y feliz” se resume en una sencilla frase: “¡Consigue unos buenos ingresos!”. Creo que es una respuesta generalmente aceptada, y si la propongo me habré ganado el asentimiento de todos los que no están aquí presentes. Sin embargo, creo que es un error imaginar que el dinero, los ingresos, tienen mucha más importancia para conseguir la felicidad de la que realmente tienen. Durante mi vida he conocido a muchas personas ricas y apenas recuerdo a alguna de ellas que pareciese feliz o rica. He conocido a muchas personas que eran pobres en extremo, y tampoco podía decirse que fuesen libres y felices. Pero en los escalones intermedios es donde se encuentra la mayor parte de la felicidad y la libertad. No es la gran riqueza o la gran pobreza lo que proporciona más felicidad.

He aquí mi impresión al respecto. Cuando hablamos de las condicioines externas de la felicidad (voy a referirme principalmente a las condiciones en la propia mente, las condiciones internas), no cabe duda de que una persona debe tener lo suficiente para alimentarse, cubiertas las necesidades básicas de la vida y lo necesario para cuidar de sus hijos. Cuando uno dispone de esas cosas, tiene todo lo que contribuye realmente a la felicidad. Más allá sólo se multiplican las preocupaciones y la ansiedad. Así pues, no creo que una enorme riqueza sea la solución. En cuanto a las condiciones externas de la felicidad, yo diría que en este país, por lo que respecta al problema material de la producción de bienes, lo tienen totalmente resuelto. Si los bienes producidos se distribuyeran con justicia, eso sería ciertamente una verdadera contribución hacia la felicidad. El problema que se plantea es doble. En primer lugar, se trata de un problema político: asegurar las ventajas de su producción sin rival para un círculo más amplio. Por otro lado, tenemos el gran problema psicológico de aprender a obtener el bien de estas condiciones materiales creadas por nuestra era industrial. Creo que ahí es donde más ha fallado la modernidad, en el lado psicológico, el de ser capaces de gozar de las oportunidades que hemos creado. Y creo que esto se debe a una serie de causas.

Atribuiría en parte esta situación al efecto del puritanismo en su decadencia. En sus buenos tiempos, el puritanismo fue una concepción de la vida que llenaba las mentes y hacía feliz a la gente. Cualquier cosa que llene la mente hace a la gente feliz. Pero ya no existe una creencia generalizada en los postulados del puritanismo. Se han retenido ciertos principios que están conectados con el puritanismo, aunque quizá no de una manera muy evidente. En primer lugar, existe cierta clase de actitud moral, es decir, una tendencia a buscar defectos en los demás y a pensar que es muy importante mantener ciertas formas de conducta. Hay una serie de antiguos tabúes y reglas heredadas en los que la gente no cree, pero que sigue obedeciendo porque siempre han estado ahí, pero esos tabúes y reglas no llegan al fondo del asunto. Lo que más ha sobrevivido del puritanismo es el desprecio de la felicidad, no del placer, sino ¡el desprecio de la felicidad! Entre los rebeldes existe un deseo muy grande de placer pero muy poca vivencia de la felicidad en contraste con el placer, y eso ha penetrado en nuestro concepto de placer y felicidad.

Durante mucho tiempo la actitud puritana consistió en hacer creer a la gente que el placer era algo infame, y debido a esa creencia quienes no eran infames se dedicaban a aproducir las mejores formas de placer como el arte, etcétera, y por consiguiente el placer llegó a ser tan infame como los puritanos decían que era. Sigue ocurriendo que las naciones, como la de ustedes y la mía, que han pasado por esa fase puritana son incapaces de obtener felicidad e incluso placer, es decir, un placer que no sea trivial. Sólo las formas menos valiosas de placer sobreviven a pesar de esa dominación puritana. Creo que ésa es quizá la razón principal por la que el puritanismo, dondquiera que haya existido, se ha revelado tan destructor del arte, porque el arte, al fin y al cabo, es la búsqueda de cierta clase, probablemente la mas suprema y perfecta, de placer. Y si uno cree que el placer es malo, el arte es malo. Ésa es una de las cosas que debemos al puritanismo.

Otra de las cosas que le debemos es la creencia en el trabajo. He dedicado la mayor parte del tiempo que he pasado en América a predicar la ociosidad. En mi juventud tomé la decisión de que no dejaría de predicar una doctrina simplemente porque yo no la he practicado. No he podido practicar la doctrina de la ociosidad porque predicarla requiere mucho tiempo. No me refiero a la ociosidad en el sentido literal, pues mucha gente, la inmensa mayoría de la raza blanca, no disfruta sentada al sol sin hacer nada. Nos gusta estar atareados. La ociosidad a que me refiero es simplemente un trabajo o actividad que no forma parte de su trabajo profesional regular. Bajo la influencia de este dogma, el puritanismo nos ha obligado a conservar entre nuestras creencias actuales la idea de que la parte importante de nuestra vida es el trabajo. Eso, en cualquier caso, es aplicable a la mayor parte de la humanidad: que la parte importante de lo que hacemos es la de perseverar en nuestros negocios y conseguir una fortuna que podamos legar a nuestros descendientes, y que ellos, a su vez, consigan una fortuna mayor para dejarla a los suyos. Este propósito ha ocupado el lugar que antes tenía vivir para alcanzar el cielo, pues en los viejos tiempos del puritanismo trátabamos de prescindir de los placeres a fin de ganar el cielo.

El cielo ha desaparecido, pero no así la idea de vivir de manera que dejemos una gran fortuna, y la clase de vida que se requiere para ese propósito es en gran manera la misma que se requería para el otro: prescindir el goce presente en favor de los beneficios futuros. Eso es lo que hemos conservado de la vieja actitud puritana, y creo que eso no es, en su forma moderna, una actitud muy bella o noble. En los viejos tiempos contenía algo espléndido, pero en esta forma moderna no es nada que debamos admirar en especial, y por conseguir ese propósito prescindimos de todo lo que haría la vida civilizada, libre y feliz.

Por cierto, permítanme decirles algo que he observado a menudo cuando viajo por el continente europeo, donde hay bellas obras de arte. He visto al hombre de negocios norteamericano de edad mediana arrastrado de un lado a otro por su mujer y su hija, en un estado de aburrimiento casi intolerable, porque estaba lejos de su despacho. Sería mejor que, en vez de concentrarse en el trabajo, la gente tuviera unos intereses más amplios. Si tuviéramos un buen sistema social, ninguno de nosotros tendría que trabajar más de cuatro horas al día (aplausos). Bien, me alegra mucho esa respuesta de ustedes, pero cuando hice esa observación a otros públicos norteamericanos, se estremecieron de horror y me preguntaron: “¿Qué diablos haríamos en las otras veinte horas?”. Entonces tuve la sensación de que es muy necesario predicar este evangelio.

Es realmente terrible que al ser humano, con todas sus capacidades, se le pongan anteojeras y tenga una perspectiva tan estrecha que sólo pueda avanzar por un estre sendero. Eso es una desfiguración del ser humano. Se está desarrollando una población de seres humanos mal desarrollados, privados de los placeres que comporta la compañía humana, los placeres del arte, el placer de todas las cosas que hacen la vida realmente digna de ser vivida. Porque, después de todo, luchar un día tras otro para amasar una fortuna no es una finalidad digna de nadie.

No quiero sugerir que el placer, el mero placer sea un fin en sí mismo. No creo que lo sea, y me parece que el efecto de la moralidad puritana ha sido el de realzar los placeres a expensas de la felicida, porque, como los bajos placeres pueden obtenerse más fácilmente, están menos controlados por la censura de la moral oficial. Por supuesto, todos sabemos de qué manera la persona ordinaria que no vive de acuerdo con la moralidad oficial de su tiempo hace tal cosa: busca los caminos que son más frívolos y que uno mismo valora menos. Ése será siempre el efecto de una moralidad que se predica pero no se practica.

Los chinos tienen una moralidad oficial que se puede practicar, y creo que así demuestran su sabiduría. Los occidentales que hemos adoptado el plan contrario nos enorgullecemos de la magnificencia extraordinaria de nuestra moralidad y creemos que eso nos excusa de practicarla. Creo que para tener una verdadera moralidad, para tener una actitud vital que haga la vida más rica, libre y feliz, es preciso eliminar el elemento restrictivo, evitar que esa actitud se base en cualquier clase de restricciones o prohibiciones. Debe ser una actitud basada en las cosas que amamos y no las que detestamos. Hay una serie de emociones que guían nuestra vida, y pueden dividirse aproximadamente en represivas y expansivas. Las emociones represivas son la crueldad, el miedo y los celos; las emociones expansivas son la esperanza, el amor al arte, el impulso constructivo, el amor, el afecto, la curiosidad intelectual y la bondad, todas las cuales intensifican la vida en vez de reducirla. Creo que la esencia de la verdadera moralidad consiste en vivir de acuerdo con los impulsos expansivos y no los represivos.

Me temo que lo que estoy diciendo tiene unas consecuencias muy revolucionarias y no puedo esperar que todo el mundo esté conforme. Muchas personas pensarán que mis deducciones no son aceptables. Por ejemplo, el amor es una emoción expansiva mientras que la emoción de los celos es represiva. Ahora bien, cuando sometemos a análisis psicológico nuestra moralidad tradicional y vemos de dónde ha salido, tenemos que admitir que los celos han sido la fuente principal, que han sido los celos la emoción originaria. No me parece muy probable que un código con esos antecedentes sea el mejor posible, más bien creo que un código basado en las emociones positivas sería mejor que uno basado en las negativas, y que las restricciones impuestas a la libertad deberían basarse en el afecto o bondad hacia el prójimo y no en la pura emoción represiva de los celos. Si se aplicara ese principio conduciría a un mejor desarrollo del carácter y a un tipo más sano de persona, una persona liberada de muchas de las crueldades que limitan al moralista convencional.

La moral tradicional contiene un elemento muy fuerte de crueldad, y parte de la satisfacción que todo moralista obtiene de su moralidad se debe a que le proporciona justificación para infligir dolor. Todos sabemos que castigar es un placer para muchas personas. Cierta vez, un primer ministro que viajaba de Constantinopla a Antioquía se pasó ocho horas contemplando cómo torturaban a su enemigo. Creo que el impulso hacia el placer en el sufrimiento ajeno surge en personas cuyas emociones naturales se han frustrado, que han sido incapaces de encontrar una salida libre para sus impulsos creativos.

No sé de manera categórica si esa es realmente la base de muchas crueldades, pero no puedo dejar de pensar que una enorme masa de la crueldad que vemos en el mundo se debe a una envidia inconsciente. Ése es un sentimiento muy arraigado en la naturaleza humana, y cuando existe un bonito y conveniente código que la encarna es, naturalmente, muy popular.

Me pregunto si podré explicarles con precisión de qué manera creo que uno puede vivir más feliz. En los Evangelios hay cosas que ilustran mi postura, no textos que se citen con frecuencia, sino po ejemplo “no pienses en la comida, la bebida o los medios con que te vestirás”. Si viviéramos de acuerdo con ese principio, que, por cierto, prohibe toda discusión de la ley Volstead, la vida nos parecería muy placentera. Hay cierta clase de liberación, de actitud despreocupada que, si uno es capaz de adquirirla, le permite ir por el mundo tranquilo, sin que le trastornen todas las pequeñas molestias que surgen. El meollo del asunto estriba en liberarse del miedo, una emoción muy arraigada en el corazón humano. El miedo ha estado en el origen de la mayoría de las religiones, el miedo ha sido la fuente de la mayoría de los códigos morales, el miedo conforma nuestros instintos, en nuestra juventud nos inculcan el miedo y, en definitiva, el miedo está en el fondo de todo lo que es malo en el mundo. Una vez nos hemos liberado del miedo, tenemos toda la libertad del universo. Todos ustedes conocen, por supuesto, las oscuras supersticiones de eras más bárbaras, cuando hombres, mujeres y niños eran sacrificados a los dioses por puro miedo. Consideramos esa superstición como oscura y absurda, pero no opinamos lo mismo de nuestras propias supersticiones. Pues bien, no puedo afirmar que ningún gran desastre vaya a sobrevenirnos jamás, pero sí afirmo que el miedo a las cosas que podrían sobrevenirnos es un mal mayor que las cosas en sí, y sería mucho mejor ir por la vida sin temor, y tropezar con algún desastre, que ir por la vida de puntillas, prudentes y cautos, con la carga del temor, sin haber gozado de la vida en ningún momento y, no obstante, muriendo apaciblemente en la cama.

Sin duda queremos que nuestras vidas sean expansivas y creativas, queremos vivir al máximo obedeciendo a los impulsos, y al decir impulso no me refiero al impulso transitorio de cada momento pasajero, sino a los grandes impulsos que realmente gobiernan nuestra vida. Ciertas personas tienen grandes impulsos artísticos, otras científicos y otras tal o cual forma de afecto o creatividad. Y si uno reprime esos impulsos, siempre que no infrinjan la libertad de otro, atrofia su desarrollo. Por ejemplo, conozco a muchos hombres que son socialistas y han dedicado su vida al periodismo, escribiendo para los periódicos más conservadores. Tales hombres pueden obtener placer de la vida, pero no creo que puedan obtener felicidad. La felicidad no está al alcance de quien reprime esos impulsos fundamentales con los que la vida debería desarrollarse.

Diría exactamente lo mismo de los afectos privados. Cuando existe un afecto realmente intenso o poderoso, el hombre o la mujer que se le opone sufre la misma clase de daño, es la misma clase de destrucción interior de algo precioso y valioso, algo que han dicho todos los poetas. Lo hemos aceptado cuando lo decían en verso, porque nadie se toma los versos en serio, pero si se dice en prosa y en público pensamos que es terrible.

No sé por qué se permite a todo el mundo decir una serie de cosas en privado que no se le permite decir en público. Creo que ya va siendo hora de que digamos en público lo mismo que decimos en privado. Walt Whitman dijo en alabanza de los animales: “No gruñen y sudan por su condición, ninguno de ellos es respetable o desdichado en todo el mundo”. Debe decir que siento un gran afecto por Walt Whitman, el cual ilustra lo que digo, cómo el hombre que vive expansivamente vive de una manera bondadosa, está libre de crueldad y el deseo de impedir a los demás que hagan lo que quieran.

Considero muy importante que nos cercioremos de que toda moral artificial significa crecimiento de la crueldad. Por supuesto, no podemos vivir como los animales de Walt Whitman, porque el hombre posee previsión y memoria y, al ser previsor, tiene que organizar su vida en una unidad. Es ahí donde desarrollamos nuestras supersticiones. Y saben ustedes muy bien que sería contraproducente obedecer cada capricho sin cierta disciplina. No deseo que lleguen a la conclusión errónea de que no hay necesidad de disciplina. Por el contrario, la hay, pero debe ser la disciplina que procede de dentro, de comprender las propias necesidades, de la sensación de algo que uno desea alcanzar. Nada de importancia se ha conseguido jamás sin disciplina. A veces no estoy totalmente de acuerdo con ciertos teóricos de la educación modernos, porque creo que subestiman el papel que representa la disciplina. Pero la disciplina que uno practica debe estar determinada por sus propios deseos y necesidades, no impuesta por la sociedad o la autoridad.

La autoridad procede del pasado y los viejos, y, puesto que me hallo en una Liga de la Juventud Libre, supongo que no es necesario que hable de la autoridad con el respeto que de mí podría esperarse, porque aunque se suponga que los viejos son sabios, no lo son necesariamente. Aprendemos mucho en la juventud y es mucho lo que olvidamos cuando somos mayores. El punto máximo está en los treinta años, cuando aprendemos a la misma velocidad que olvidamos. Luego empezamos a olvidar con más rapidez que aprendemos. Por lo tanto, si es necesaria una autoridad, debería ser un consejo formado por treintañeros, pero, en general, creo que es mucho mejor que no haya ninguna autoridad en aquellos aspectos que no afectan directamente al resto del mundo.

Naturalmente, si uno de ustedes asesina a alguien, es asunto suyo, pero también es asunto del muerto, por lo que no puede poner objeciones cuando otros le pidan cuentas de su acción. Ahora bien, con respecto a los actos que sólo nos afectan a nosotros mismos es absurdo que el Estado o la opinión pública tengan la menor intervención. La sociedad no debería ocuparse en absoluto de las relaciones privadas, que son cosa del individuo. Por supuesto, el bienestar de los niños interesa a la sociedad, y lo cierto es que en la actualidad no le interesa lo suficiente. En cuanto a los hijos, ha de haber suficientes, pero no demasiados, pues deseamos que estén sanos y se les eduque. Éstas son las cosas de las que el Estado debe ocuparse, pero hoy esa ocupación es parcial: afecta a unos sectores de la población y no a otros. Todas estas cosas deben ser competencia del Estado. Ahora bien, cuando no hay hijos me parece que toda interferencia es una impertinencia y que el Estado no tiene nada que ver en el asunto. Pero no quiero referirme solamente a ese problema, porque lo que acabo de decir es aplicable a otros muchos aspectos, sobre todo al lado estético de la vida. En nuestra civilización industrial hemos tomado del puritanismo y el cristianismo cierta actitud utilitaria, cierta creencia en que los actos que realizamos no deben estar limitados a sí mismos, sino tener alguna motivación ulterior, cierta finalidad distante. Las cosas se han de juzgar por sus usos y no por sus valores reales. Esto supone la muerte del lado estético de la vida, pues la belleza de cualquier cosa consiste en lo que la cosa es y no en sus usos.

Admito la esfera del utilitarismo, pero no para juzgar las cuestiones artísticas. Creo que hemos salido perdiendo no sólo en el mundo del arte, cosa generalmente admitida, sino también en compañía humana, en amistad, al no tener un sentido tan grande de la cualidad intrínseca como lo teníamos antes. Se tiende a juzgar a un hombre por lo que hace, y eso es algo totalmente distinto de la cualidad intrínseca de esa persona. Por eso acontece que cuando un hombre se ha convertido en una celebridad, todo el mundo sabe que lo que dice es maravilloso, mientras que en su juventud, cuando no se le reconocía como una celebridad, pudo haber dicho cosas más extraordinarias sin que nadie reparase en ellas. Debería reconocerse la excelencia de las observaciones de un hombre aunque no sea famoso, y viceversa.

En cuanto a las relaciones privadas, todos estamos tan atareados que no tenemos tiempo de cultivar afectos hacia otras personas que merecen ser cultivados. No tenemos tiempo para la solidaridad, la comprensión de todas esas cosas que constituyen la belleza de las relaciones humanas, porque todos estamos demasiado atareados, y cuando no, estamos cansados. Si los bienes producidos en este país se distribuyeran de una manera equitativa, habría mucho más de lo que cualquiera necesita para ser feliz y sería posible vivir trabajando mucho menos y, no obstante, tener lo suficiente. Entonces sería posible desarrollar y cultivar esas cosas que son necesarias para la felicidad. Por ejemplo, habría libertad. Un hombre carece de libertad si ha de pasarse el día entero ocupado en actividades que no le agradan. Eso es tan malo como estar uncido a una noria. No siempre podemos hacer cosas agradables, pero sí es posible hacerlas durante la mayor parte de la jornada, y creo que en las naciones industriales avanzadas probablemente lo que más se desea es un mejor ideal de felicidad privada. Realizar las cosas que realmente contribuyen a la felicidad humana es incluso más importante que las reconstrucciones políticas y económicas.

Si nuestras vidas fuesen más felices no estaríamos tan dispuestos a ir a la guerra. A mi modo de ver es asombroso ver la extraordinaria debilidad en el mundo moderno de lo que podríamos llamar la voluntad de vivir. Existe una voluntad de trabajar, pero no de vivir. No observamos que la perspectiva de una destrucción a gran escala se considere intolerable. No encontramos gente dispuesta a sacrificar el dinero y el poder para poder librarse de la amenaza de la guerra, porque en realidad no quieren librarse de ella. Una nación feliz no estaría dispuesta a sacrificar la vida, la salud y la felicidad por la vaga actividad de luchar y posiblemente ganar. Esto se debe a que nuestras vidas son demasiado colectivas y muy poco individuales. Forzados por el molde mecánico de nuestra civilización a parecernos cada vez más unos a otros, experimentamos cada vez más las emociones de las masas a expensas de las individuales, personales. De esa manera se sacrifica al individuo, y una vida en la que se impone ese sacrificio impedirá que el individuo sienta un amor intenso por la vida.

Imaginamos que queremos toda clase de cosas, tales como poder y riqueza, que no son las fuentes de la felicidad. Esas fuentes están mucho más fielmente expuestas en los Evangelios. Me refiero a lo que he citado hace un momento, a no pensar en el mañana. Si uno tiene un ser humano al que ama, un hijo, si tiene cualquier cosa que realmente le importa, la vida deriva de eso su significado, y es posible organizar todo un mundo de personas cuyas vidas importan. Pero si uno empieza con la nación: “Soy miembro de una nación y quiero que mi nación sea poderosa”, entonces está destruyendo al individuo. Uno se vuelve opresor, porque el poderío de su nación depende de una reglamentación estricta, y uno se dedica a imponer las reglas a su vecino.

Lo importante es el individuo. Tal vez piensen ustedes que resulta claro que un socialista diga tal cosa. Creo que el lado material de la vida ha de ser transferido a la organización socialista, pero lo creo así porque el lado material de la vida me parece el menos importante. Mientras uno no tenga lo suficiente para que su vida sea tolerable, las cosas materiales son las únicas que importan, y en la mayoría de los países europeos hay semejante pobreza que las cosas materiales son de la máxima importancia. Pero ahora, con nuestra capacidad de producción técnica, podemos abolir por completo el problema de la pobreza, que sigue existiendo porque somos unos perfectos asnos. Y cuando pensamos en el mundo que tendremos una vez eliminada la pobreza, vemos que en ese mundo las cosas materiales no serán las importantes. En una comunidad socialista habrá que determinar si la gente ha de trabajar una hora extra al día y cada miembro de la familia tener un coche. En semejante comunidad, como los bienes espirituales serán más importantes, valdrán más que las cosas que se obtienen por medio de la comunidad colectiva. Ésta proporcionará el pan y las tareas cotidianas. Uno podrá dedicar su ocio a otra actividad, al fútbol, el cine o lo que sea.

A veces me preguntan cómo puedo estar seguro de que la gente utilizará bien su ocio. No quiero asegurarlo. Cuando uno plantea ese problema es porque se encuentra todavía en la esfera de la moralidad excesiva, la presión excesiva de la comunidad sobre el individuo. Mientras el ocio no se emplee de ninguna manera nociva para el prójimo, es algo que atañe exclusivamente al individuo. Y afirmo que en el mundo espiritual deseamos individualismo. El socialismo lo queremos en el mundo material. Ahora tenemos socialismo en el mundo espiritual e individualismo en el material.

Se supone que lo que debemos pensar, la manera de controlar las emociones son cosas que competen al Estado, pero no tener suficiente para comer, no, eso no compete al Estado. Ahí es donde interviene el sagrado principio de la libertad, que ha sido colocado exactamente donde no se debía. Lo que les estoy diciendo es, al fin y al cabo, lo mismo que han dicho los dirigentes de todas las grandes religiones, que el alma del hombre es importante. Y ésa es la gran verdad que debemos aprender: sentir que el alma, el pensamiento, la comprensión y la simpatía es lo que importa, y que el decorado externo de la vida carece de importancia mientras uno tenga lo suficiente para vivir con dignidad. Debido a que estamos inmersos en la competencia no comprendemos una verdad tan sencilla.

Les he hablado bastante a la ligera, pero lo que quiero decir es algo rebosante de vida, una liberación auténtica: ser libres en este mundo, libres del univero, de modo que las cosas que nos ocurren dejen de preocuparnos, que los acontecimientos dejen de tener importancia. Ésa es la clase de fuego que puede existir en el alma de todo hombre y toda mujer, y cuando uno lo posee dejan de preocuparle las pequeñeces que tanto llenan nuestras vidas. Es posible vivir así, libre y expansivamente. Observarán que cuando hayan prescindidio de esos temores estarán más cerca del prójimo, podrán disfrutar de la amistad en un grado diferente. El mundo entero es más interesante, más vivo, hay algo en él que es infinitamente más valioso. Quien lo haya saboreado una vez sabe que es infinitamente mejor que las cosas logradas por otros metodos. Es un viejo secreto, enseñado por todos los maestros y olvidados por sus sacerdotes. Es el secreto de estar en íntimo contacto con el mundo, de no tener unas murallas del yo tan rígidas que le impidan ver lo que hay más allá. Al moralista el interesa pensar: “Qué virtuoso soy”, y también él es un eogista como los demás. No es en ese mundo de inmorales endurecidos donde encontrarán ustedes la vida que es feliz y libre. Cuando una ha perdido el temor a la vida porque vale la pena soportar un poco de dolor (debido al conocmiento de que hay algo mejor que la evitación del dolor), se asegura una intensa unión con el mundo, un amor intenso, algo brillante, cálido, como el afecto personal, pero que es universal. Si llegan ustedes a obtener eso, conocerán el secreto de una vida feliz».

El ensayo «Como ser libre y feliz» fue primero una conferencia pronunciada en la Escuela Rand de Ciencias Sociales, de Nueva York, bajo los auspicios de la Young People´s Socialist League, el 28 de mayo de 1924, y a fines de ese año fue publicada por la Escuela Rand.

Ícaro, o el futuro de la Ciencia, 1924

Índice

I. Introducción
II. Efectos derivados de las ciencias físicas
III. Aumento de la organización
IV. Ciencias antropológicas
V. Conclusión

 

I. Introducción
Pinta Haldane, en su obra Dédalo (1), un cuadro atractivo del futuro que pudiera sobrevenir si acaso los descubrimientos científicos son utilizados para promover la humana felicidad. Por mucho que me agradase coincidir con semejante predicción, mi larga experiencia (2) con estadistas y con gobiernos me ha tornado algo escéptico. He llegado a temer que la ciencia sea utilizada para promover el poder de los grupos dominantes, en vez de buscar la dicha y prosperidad de los hombres.

Habiendo enseñado Dédalo a volar a su hijo Ícaro, pereció éste por culpa de su imprudencia. Mucho me temo que pueda aguardarles la misma suerte a los conglomerados humanos a los que los científicos de hoy han enseñado a volar. En las páginas que siguen se exponen algunos de los peligros inherentes al progreso científico mientras subsistan las actuales instituciones políticas y económicas.

Apenas si puede esbozarse en sus aspectos esenciales tan vasto tema en un espacio tan limitado. El mundo en que vivimos ya nada tiene que ver con los tiempos de Maricastaña y la diferencia entre ambos débese principalmente al desarrollo de la ciencia. Es una forma de decir que la diferencia podría ser bastante menor si se exceptúan unos cuantos descubrimientos, pero es el resultado de la forma en que la humana naturaleza ha llevado a cabo sus descubrimientos. Los cambios introducidos han sido en parte buenos y en parte malos, pero el que, a la larga, pruebe la ciencia haber sido una bendición o una maldición para el género humano es algo que, a mi entender, aún está por verse.

La ciencia puede afectar a la vida humana de dos maneras diferentes. Por una parte, sin llegar a cambiar las pasiones del hombre o su perspectiva en general, pudiera aumentar el poder que éste posee para satisfacer sus deseos. Por otra parte, sus efectos pueden actuar sobre la imaginaria concepción del mundo que el hombre posea, esto es, la tecnología o la filosofía aceptadas en la práctica. Este último aspecto daría pie a un estudio fascinante, pero lo voy a ignorar casi totalmente a fin de poder restringir el tema a proporciones más manejables. Por lo tanto, me limitaré en lo posible al efecto que posee la ciencia para capacitarnos más libremente en la satisfacción de nuestras pasiones, algo que hasta el presente es de la mayor importancia.

Desde nuestro punto de vista, pueden dividirse las ciencias en tres grupos: ciencias físicas, biológicas y antropológicas (3). En el grupo físico incluyo a la química y, en términos generales, a cualquier ciencia que se relacione con las propiedades de la materia, a excepción de la vida. Incluyo en el grupo de ciencias antropológicas cuanto estudio se relacione específicamente con el hombre: fisiología y psicología humanas (entre las cuales resulta imposible trazar una frontera definida), antropología, historia, sociología y economía. Todos estos estudios tienen en común que pueden entenderse mejor a partir de consideraciones extraídas del campo de la biología (4); así, por ejemplo, Rivers ha esclarecido ciertos aspectos de la economía al manejar datos relativos a la posesión de la tierra que practican ciertos pájaros durante la temporada de cría. Pero, pese a su relación con la biología (relación que probablemente irá en aumento conforme pase el tiempo), son ciencias que se distinguen ampliamente de esa disciplina por sus métodos y por los datos que manejan, y sólo por eso merecen ser consideradas aparte, sobre todo en un trabajo de índole sociológica.

Hasta el presente ha sido mínimo el efecto producido por las ciencias biológicas. Qué duda cabe de que tanto el darwinismo como el concepto de evolución influyeron en su día en las concepciones filosóficas; de ambos salieron argumentos en favor tanto de la abierta competencia como del nacionalismo. Sin embargo, ése es el tipo de efecto que me propongo no tomar en consideración. Es probable que tarde o temprano surjan de estas ciencias muy importantes consecuencias. Así como el mendelismo puede haber revolucionado la agricultura, quién quita que alguna teoría similar haga lo mismo en cualquier momento. La bacteriología puede servirnos para exterminar las plagas que ocasionan enfermedades. Con el tiempo, el estudio del mecanismo de la herencia podrá hacer de la genética una ciencia exacta y quizá podamos más adelante estar en condiciones de determinar a voluntad el sexo de nuestros hijos, lo que probablemente nos llevaría a un exceso de varones, situación que significaría un vuelco completo en las instituciones familiares. Sólo que semejantes especulaciones pertenecen al futuro. Repito que no me propongo tratar acerca de los posibles efectos que en el futuro tenga la biología, en parte porque mi conocimiento de esta ciencia es muy limitado, pero también porque este punto ha sido admirablemente trabajado por Haldane.

De las ciencias antropológicas podríamos, a priori, haber esperado que produjeran mayores efectos en el orden social, pero hasta el momento no ha sido así, en parte porque han quedado como detenidas en la fase temprana de su desarrollo. Incluso la economía sigue sin alcanzar las consecuencias esperadas y donde parece haberlo logrado, débese a que ha propugnado lo que por lo demás se deseaba que sucediera. Hasta el presente, la más efectiva de las ciencias antropológicas ha sido la medicina, por su influencia en los programas de salubridad y salud pública, así como por el hecho. de haber descubierto la forma de tratar la malaria y la fiebre amarilla. Dentro de esta categoría, juega también un papel relevante el control de natalidad. Pero aunque las futuras consecuencias de las ciencias antropológicas (a las que volveré de inmediato) son ilimitadas, su efecto hasta el presente ha quedado confinado en muy estrechos límites.

De entrada, una observación de carácter general. La ciencia ha aumentado el control del hombre sobre la naturaleza, de donde pudiera inferirse que ello se va a traducir en un aumento proporcional de bienestar y mejoras. Así sería, en efecto, si los hombres fueran seres racionales, pero el hecho es que todos son un manojo de instintos y pasiones. Cualquier especie animal situada en un entorno estable, si no se extingue, llega a adquirir un perfecto equilibrio entre sus pasiones y las condiciones circundantes de vida. Si súbitamente cambian las condiciones, se altera ese equilibrio. En su estado natural, a los lobos les resulta difícil conseguir alimento, por lo que precisan del estímulo de una persistente voracidad. El resultado es que sus descendientes, los perros domésticos, comen en demasía si se les deja hacerlo. Cuando es útil determinada cantidad de algo y disminuye la dificultad por obtenerlo, por lo general, el instinto conduce a un animal a excederse en su nueva circunstancia. El súbito cambio que ha producido la ciencia ha alterado el equilibrio entre nuestros instintos y nuestras condiciones de vida, pero lo ha hecho en direcciones no suficientemente advertidas. La sobrealimentación no es un serio peligro, pero sí lo es la sobrelucha. Los instintos humanos de poder y rivalidad han de ser dominados, si es que el industrialismo quiere tener éxito, de modo similar a como se domina el apetito lobuno de los perros.

 

II. Efectos derivados de las ciencias físicas
La mayor parte de los cambios que ha introducido la ciencia en la vida social débense a las ciencias físicas, lo que resulta evidente si se piensa que son las que produjeron la revolución industrial. Es un tópico trillado acerca del cual sólo me explayaré en la medida en que el tema lo permita; existen, sin embargo, algunos aspectos que conviene subrayar.

En primer lugar, aún le queda al industrialismo por conquistar grandes extensiones del globo terráqueo, ya que tanto Rusia como la India están muy imperfectamente industrializadas; la China, nada en absoluto, y en Suramérica, aún hay lugar para un inmenso desarrollo. Uno de los efectos del industrialismo es el de unificar económicamente al mundo; sus últimas consecuencias se deberán grandemente a este hecho. Pero antes de que el mundo esté organizado en efecto como tal unidad, será probablemente necesario desarrollar industrialmente todas las regiones capaces de hacerlo, pero que en la actualidad se encuentran atrasadas. Conforme se generaliza y extiende el industrialismo.’ cambian sus efectos, y esto es algo que conviene recordar cada vez que se quiera tratar la transición del pasado al futuro.

El segundo punto acerca del industrialismo es que aumenta la productividad laboral, con lo que permite que cada vez existan más bien superfluos. Al comienzo, en Inglaterra, el principal lujo permitido fue que aumentara la población, aunque en realidad se mantuviera bajo el nivel de vida. Sobrevino luego un período de bonanza en que se aumentaron los salarios, disminuyeron las horas de trabajo y, al mismo tiempo, prosperó la clase media. Ello sucedió mientras todavía Gran Bretaña era una potencia. Al desarrollarse el industrialismo extranjero, comenzó una nueva época. Raras veces han logrado las organizaciones industriales desarrollarse a escala mundial, por lo que se han hecho eminentemente nacionales. Y así, la competencia que antes se entablaba entre empresas individuales, ahora se establece entre naciones, por lo que se lleva a cabo mediante métodos totalmente distintos a los considerados por los economistas clásicos.

El industrialismo moderno es una lucha entre naciones por el logro de dos objetivos: mercados y materias primas, aparte del puro placer derivado del hecho de dominar. El trabajo que queda libre como consecuencia de haber cubierto las necesidades primordiales tiende cada vez más a ser absorbido por las rivalidades nacionales. En primer lugar, las fuerzas armadas de cada país; le siguen, a continuación, los traficantes de armas, desde la materia prima hasta el producto acabado; también los servicios diplomáticos y consulares, así como los maestros que dan lecciones de patriotismo y, por último, la prensa. Claro que todos ellos también desempeñan otras funciones, pero su principal objetivo es alimentar la competencia internacional. A ello debemos agregar una considerable proporción de científicos, en tanto un grupo más cuyas tareas se encaminan al mismo fin. Son los hombres que se la pasan inventando métodos cada vez más elaborados para el ataque y la defensa. El resultado neto de sus desvelos es el de reducir la proporción de población que puede ser enviada a primera línea por ser mucho más necesaria en la producción de armamento, lo que a primera vista parecer una bendición, aunque hay que tener en cuenta que en nuestros días la guerra está dirigida primordialmente contra la población civil, por lo que en cualquier país derrotado los civiles sufrirán tanto o más que los propios soldados (5).

Fundamentalmente, es la ciencia la que ha determinado la importancia que tienen las materias p rimas en el cuadro de la competencia internacional. Especialmente, carbón¡ hierro y petróleo, que constituyen el principio del poder y, por consiguiente, de la riqueza. La nación que los posea y que disponga también de la capacidad industrial para emplearlos en la guerra, estará en condiciones de apoderarse de mercados por medio de sus ejércitos, así como – de imponer fuertes tributos a las naciones menos afortunadas. Los economistas han subestimado el papel que desempeñan las hazañas bélicas en la adquisición de riqueza. Las viejas aristocracias europeas fueron, en sus orígenes, invasores guerreros. Su derrota a manos de la burguesía surgida de la Revolución Francesa, así como el temor que tal suceso le inspirara al duque de Wellington, sirvieron para propiciar el surgimiento de la clase media. Las guerras del siglo XVIII ayudaron a hacer de Inglaterra un país más rico que Francia. Las normas establecidas por los economistas clásicos acerca de la distribución de la riqueza son válidas en el caso de que las acciones humanas se ajusten a leyes, es decir, cuando a la mayoría de la gente no le importen los resultados. Pero aquellos resultados que los pueblos han considerado vitales para sus intereses han sido todos decididos mediante guerras civiles o guerras entre Estados. Y en la actualidad, gracias a la ciencia, el arte de la guerra consiste en la posesión del carbón, el hierro, el petróleo y la capacidad industrial para aprovecharlos. Por razones de simplificación, omito otro tipo de materias primas, puesto que no afectan en nada el fondo del problema.

Podemos, por consiguiente, afirmar, en términos generales, que la humanidad ha utilizado el aumento de productividad, consecuencia de la ciencia, en tres principales propósitos, en este orden: en primer lugar, en aumentar la población; luego, en elevar el nivel de la calidad de vida, y por último, en dedicar más energías a la guerra. El último aspecto ha sido puesto de manifiesto en la competencia desatada por obtener mercados, que a su vez ha llevado a la competencia por apoderarse de las materias primas, especialmente las que sirven para fabricar armas.

 

III. Aumento de la organización
El estímulo que en los últimos tiempos ha recibido el nacionalismo débese en buena medida al aumento de organización (6), lo que viene a constituir la verdadera esencia del industrialismo. Siempre que se requiera un capital fijo importante, se necesitará ciertamente una organización de gran envergadura. También la organización es factor de considerable importancia en el tipo de economía que desarrolla una producción en gran escala. Para determinados propósitos, si no para todos, muchas de las industrias tienden a organizarse nacionalmente, en forma tal que llegan a ser grandes negocios de un solo país.

La ciencia, por su parte, no sólo ha traído consigo la exigencia de una gran organización, sino también la posibilidad técnica de su existencia. Sin ferrocarriles, telégrafos y teléfono, se dificultaría muchísimo el control a partir de un centro de operaciones. En los antiguos imperios, y hasta tiempos recientes en China, las provincias eran gobernadas en la práctica por sátrapas o procónsules, los cuales, aunque nombrados por el gobierno central, tenían amplio poder de decisión en la mayoría de las cuestiones de la administración. En caso de que llegaran a disgustar al soberano, sólo cabía intentar controlarlos mediante la fuerza, surgiendo una guerra civil cuyos resultados siempre eran difíciles de predecir. Hasta el invento del telégrafo, poseían los embajadores un alto grado de independencia, ya que en muchas ocasiones se veían obligados a actuar sin poder esperar a recibir órdenes procedentes de su país. Lo que comenzó a aplicarse en la política terminó aplicándose a los negocios: una organización controlada desde el centro operacional debía poseer suficiente flexibilidad como para permitir una relativa autonomía a muchos de sus subordinados. Pero tanto la opinión como la acción son difícilmente moldeables a partir de un centro, por lo que las variaciones locales venían a alterar la uniformidad de las doctrinas impartidas.

Todo esto ha cambiado en nuestros días. Tanto el telégrafo como el teléfono y la comunicación inalámbrica permiten transmitir fácilmente órdenes a partir de un centro operacional. Los ferrocarriles y los vapores facilitan asimismo el transporte de tropas en caso de que esas órdenes fueran desobedecidas. Los modernos métodos de impresión y publicidad hacen que resulte muchísimo más económico producir y distribuir un periódico de gran circulación en lugar de muchos con circulación limitada, por lo que, respecto del control de la opinión a través de la prensa, puede decirse que existe una gran uniformidad, sobre todo en lo atinente a las informaciones. La educación básica, con excepción de las variantes religiosas, llévase a efecto a partir de normas impartidas por el Estado, mediante maestros preparados por ese Estado con el fin de que, en la medida de lo posible, imiten la regularidad y mutua semejanza que poseen las máquinas que sirven para una producción uniforme. En esa forma, han aumentado pari passu las condiciones materiales y psicológicas que posibilitan una mayor organización, por más que el fundamento de todo este desarrollo sea la inventiva científica aplicada al dominio de lo meramente físico. El incremento de la productividad ha desempeñado su parte, al permitir disponer de más mano de obra destinada a labores de propaganda, sección que incluye la publicidad, el cine, la prensa, la educación, la política y la religión. La radio es un nuevo método muy apropiado para un espectacular avance tan pronto como la gente se convenza de que no es mera propaganda.

Como ha puesto de manifiesto Graham Wallas, los enfrentamientos o controversias de naturaleza política deberían llevarse a cabo en términos cuantitativos. Tal sería el caso si la sociología fuera una de las disciplinas que tienen influencia en las instituciones sociales, cosa que no sucede. La actual disputa entre anarquismo y burocracia tiende a presentarse como una lucha entre dos concepciones, una de las cuales sostiene que no necesitamos ningún tipo de organización, mientras la otra propugna mayor cantidad de organización. Quien esté imbuido del espíritu científico apenas si se molesta en tomar en cuenta semejantes posturas extremas. Hay quienes consideran que, desde el punto de vista de la salud, las habitaciones están demasiado calientes mientras que otros siempre sostendrán que están demasiado frías. Si se tratara de una cuestión política, existiría un partido que mantendría que la mejor temperatura es el cero absoluto y otro que afirmaría que lo es la temperatura de fusión del hierro. A quienes trataran de mantener una posición intermedia se les acusaría de ser unos timoratos y vulgares oportunistas, agentes disfrazados del otro bando, personas que sólo han arruinado el entusiasmo de una causa sagrada por echar mano de tímidos llamados a la razón y al sentido común. Cualquiera que tuviera valor suficiente para decir que las habitaciones no deberían estar ni muy calientes ni muy frías, sería denostado por los dos partidos en pugna y muy probablemente fusilado en tierra de nadie. Es posible que algún día los políticos lleguen a ser seres racionales, pero por los momentos no hay ni la más leve indicación de que su conducta vaya en esa dirección.

Para un espíritu racional, la cuestión no es si necesitamos o no necesitamos organización, sino cuánta organización se requiere, dónde, cuándo y qué tipo de organización. A pesar de cierta tendencia al anarquismo, estoy convencido de que el mundo industrial no podrá mantenerse frente a sus propias fuerzas destructoras si no genera mucha más organización de la que actualmente posee. Lo que crea las dificultades no es la cantidad de organización, sino su naturaleza y propósito. Pero antes de enfrentamos a ese punto, detengámonos un instante para preguntarnos cuál es la medida de la intensidad de organización que presenta una sociedad determinada.

Los actos humanos son, en parte, determinados por impulsos espontáneos y, en parte, por las consecuencias conscientes o inconscientes de pertenecer a determinado grupo social. Las acciones de una persona que trabaje, por ejemplo, en una compañía de ferrocarril o en una mina son totalmente determinadas por quienes dirigen el trabajo colectivo del que esa persona forma parte. Aun cuando decida ir a la huelga, su acto no es individual, sino que está determinado por el respectivo sindicato. Cuando ejerce el derecho al voto, ya las instancias superiores del partido han limitado su campo de elección a uno de entre dos o tres candidatos, y la propaganda del partido le ha inducido a aceptar in toto uno de los dos o tres paquetes de opiniones que constituyen el programa electoral. Puede que su elección entre un partido u otro sea individual, aunque también pudiera estar determinada por la acción de determinado grupo, como, por ejemplo, el sindicato que apoye en conjunto a uno de los partidos en pugna. Lo que lea en los periódicos lo expone a los efectos de fuerzas muy bien organizadas; igual le sucede con lo que vea en el cine, si es que va al cine. Es probable que sea espontánea su elección de mujer, exceptuando el hecho de que tiene que elegirla entre las de su misma clase social. Pero donde se encuentra totalmente impotente es en el aspecto relativo a la educación de sus hijos: tendrán la educación que se les proporcione. En esta forma, la organización determina muchos aspectos vitales de la existencia de este hombre. Compáresele CM un artesano o un propietario rural que no sepa leer y por consiguiente no eduque a sus hijos, y se verá claramente lo que se quiere decir cuando se afirma que el industrialismo ha aumentado la intensidad de organización. Pienso que, a a fin de definir semejante término, hay que excluir las consecuencias inconscientes de los grupos sociales, a menos que se las tome como causas que posibilitan la aparición de efectos conscientes. Podemos definir entonces la intensidad de organización a que se ve sometido determinado individuo como la proporción de sus actos que es determinada por órdenes o consejos procedentes de algún grupo social y que se expresan mediante una toma democrática de decisiones o mediante la acción de funcionarios ejecutivos. Puede también definirse la intensidad de organización en una sociedad como la intensidad de organización promedio existente entre sus diversos miembros.

No sólo aumenta la intensidad de organización cuando alguien pertenece a mayor número de grupos, sino también cuando las organizaciones a las que ya se pertenece adquieren una mayor participación en la vida de un individuo, como sucede, por ejemplo, con el Estado, que desempeña un papel más importante en tiempo de guerra que en la paz.

Otro aspecto que es menester considerar cuantitativamente es el relativo al grado de democracia, oligarquía o monarquía que existe en una organización. Ninguna organización se encuadra nítidamente en uno de los tres tipos mencionados. Han de existir en ella funcionarios ejecutivos que a menudo sean capaces de tomar decisiones en la práctica, por más que en teoría no deban hacerlo. Y aun en el caso de que su poder dependa de la persuasión, puede llegar a controlar tan completamente la correspondiente imagen pública que siempre están en condiciones de poder contar con una mayoría. Por ejemplo, los directores de una compañía de ferrocarril están libres de cualquier control por parte de los accionistas de la misma, para todos los efectos y propósitos; los accionistas no tienen posibilidad alguna de organizar una oposición, aun en el caso de que desearan hacerlo. En Norteamérica un presidente de una compañía ferrocarrilera es casi un monarca. Aunque en la política partidista el poder de los dirigentes depende de la persuasión, no deja de aumentar continuamente desde el momento en que la propaganda impresa se hace cada día más importante. Por tales razones, aun cuando aumenta la democracia formal, el grado real de control democrático tiende a disminuir, excepto en las pocas cuestiones que despiertan las pasiones populares.

Resultado de semejante estado de cosas es que, a consecuencia de los inventos científico! que facilitan la centralización y la propaganda, los grupos se hacen cada vez más organizados, más disciplinados, más conscientes de su papel y más dóciles ante los dirigentes. Ha aumentado la influencia de éstos sobre sus seguidores, por lo que resulta cada vez más evidente el control de la situación en manos de unas pocas y prominentes personalidades.

No habría en todo esto nada demasiado trágico a no ser por el hecho, con el cual nada tiene que ver la ciencia, de que esa organización es casi enteramente nacional. Si los hombres, como suponían los economistas clásicos, actuaran por amor a los beneficios, tal no sería el caso: las mismas causas que han permitido la creación de empresas nacionales posibilitarían la constitución de empresas internacionales. Es algo que ha ocurrido en algunos casos, pero no en una escala lo suficientemente amplia como para afectar vitalmente ni la política ni la economía. En el caso de la mayoría de las personas adineradas y enérgicas, la rivalidad es un motivo más poderoso que el amor al dinero. Pero para que la rivalidad triunfe se requiere la organización de In fuerzas que entran en pugna; en un negocio como el petróleo, por ejemplo, la tendencia es a organizarse en dos grupos rivales que entre ambos se repartan el mundo. Pero esa fusión de intereses acabaría con el placer del juego. Pudiera afirmarse que el objetivo de un equipo de fútbol es marcar goles. Si se fusionaran dos equipos rivales y manejaran el balón alternativamente, no cabe ninguna duda de que se anotarían más goles. Y sin embargo, a nadie se le ocurre proponerlo, ya que el objetivo de un equipo de fútbol no el hacer goles, sino ganar. En forma semejante, el objetivo de una gran empresa no es hacer dinero, sino ganar en su pelea con alguna otra empresa (7). Si no existieran empresas que derrotar, todo el trabajo resultaría de lo más aburrido. Semejante rivalidad se ha unido con el nacionalismo, con lo que ha ganado el apoyo de los ciudadanos comunes y corrientes de los países interesados; rara vez saben lo que están apoyando, pero al igual que los espectadores de un juego de fútbol, se entusiasman con su equipo. El daño que producen la ciencia y el industrialismo se debe por entero al hecho de que, aunque hayan probado ambos que poseen suficiente vigor como para crear una organización nacional de fuerzas económicas, no han probado tenerla para constituir una organización internacional. Resulta evidente que el internacionalismo político, tal como se supo que iba a establecerlo la Sociedad de las Naciones, jamás tendrá éxito a menos de que exista el internacionalismo económico (8), el cual exigiría, como mínimo, el acuerdo entre diversas organizaciones internacionales para repartirse entre ellas materias primas y mercados mundiales. Sin embargo, esto es algo que no podrá llevarse a cabo mientras los grandes negocios se encuentren controlados por hombres que son tan ricos como para haberse hecho indiferentes al dinero y que lo que quieren es arriesgar enormes pérdidas por el mero placer de la rivalidad.

Como consecuencia del aumento de organización en el mundo moderno, resultan absolutamente inaplicables los ideales del liberalismo. Desde Montesquieu al Presidente Wilson, suponía el liberalismo que existía un número de individuos o grupos que entre sí no presentaban diferencias tan importantes como para que estuvieran dispuestos a morir antes que Regar a algún acuerdo. Lo que se suponía es que iba a haber una libre competencia, tanto entre los individuos como entre las ideas. Sin embargo, la experiencia ha enseñado que el sistema económico existente es incompatible con toda forma de libre competencia, excepto cuando se trata de Estados que compiten entre sí por medio de las armas. En lo que a mí respecta, mucho me agradaría preservar la libre competencia en el terreno de las ideas, por más que no entre grupos e individuos, pero eso es algo que sólo resulta posible si se echa mano de lo que un liberal clásico consideraría como interferencia a la libertad personal. Mientras las fuentes del poder económico permanezcan en manos de los particulares, no habrá libertad alguna excepto para los pocos que controlan esas fuentes.

Aquellos ideales liberales del libre comercio, la prensa libre y la educación sin cortapisas, o bien pertenecen al pasado o lo harán en breve tiempo. En Inglaterra, uno de los triunfos del liberalismo clásico fue el establecimiento del control parlamentario sobre el ejército; tal fue el casus belli de la Guerra Civil, y es algo que quedó zanjado por la Revolución de 1688. Resultó efectivo mientras el Parlamento representaba a la misma clase de la que procedían los oficiales del ejército. Todavía sucedió así con el anterior Parlamento, pero bien puede dejar de funcionar con la llegada al poder de un gobierno laborista. Rusia, Hungría, Italia, España y Baviera han probado en fecha reciente cuán frágil puede resultar la democracia (9); al este del Rhin, sólo permanece en regiones aisladas. Por consiguiente, ha de considerarse que ese control constitucional sobre las armas es otro principio liberal que rápidamente declina.

Parecería probable que en los próximos cincuenta años o menos veamos un aumento aún mayor del poder gubernamental, así como una tendencia a que los gobiernos sean quienes controlen a su antojo armas y materias primas. En los países occidentales todavía subsistirán formas democráticas, ya que quienes poseen el poder militar y económico pueden perfectamente controlar la educación y la prensa y, por lo tanto, asegurarse una democracia sumisa y complaciente. Es posible que los grupos económicos rivales sigan asociándose con las naciones rivales, de modo tal que puedan acicatear el nacionalismo para así reclutar mejor sus equipos de fútbol.

Existe, no obstante, un elemento esperanzador en semejante cuadro. El planeta es de dimensiones finitas, mientras que no dejan de crecer continuamente, a través de los nuevos descubrimientos científicos, las dimensiones de las organizaciones a fin de alcanzar su máxima eficiencia. Cada día se convierte más el mundo en una unidad económica. No pasará mucho tiempo antes de que estén dadas las condiciones técnicas para que se organice como un todo en una sola unidad de producción y consumo. Si para cuando tal suceda, dos grupos rivales se disputan el dominio del mundo (10), el vencedor podrá introducir esa única organización de alcance mundial de la que se precisa a fin de prevenir el mutuo exterminio de las naciones civilizadas. Al principio, el mundo que así resulte será muy diferente del que soñaron liberales y socialistas, pero conforme pase el tiempo ira pareciendo menos distinto. En una primera época, habrá una tiranía económica y política de los vencedores, acompañada de la amenaza de nuevas sublevaciones, y por consiguiente, de la drástica supresión de la libertad. Pero si se reprime con éxito la primera media docena de rebeliones, los derrotados abandonarán toda esperanza y aceptarán el puesto subordinado que les asignen los vencedores en la gran corporación mundial. Tan pronto como los que detenten el poder se sientan seguros, se tornarán menos tiránicos y enérgicos. Eliminados los motivos de rivalidad, no trabajarán con tanto ahínco como lo hacen ahora, por lo que dejarán de exigir que los subordinados trabajen hasta el agotamiento. Al principio, la vida puede ser bien desagradable, pero al menos será posible, lo que ya es bastante para avalar un sistema tras un largo período de guerras. Dada una organización estable económico-política y de alcance mundial, aun si al principio sólo se apoya en la fuerza armada, irán desapareciendo gradualmente los males que ahora amenazan a la civilización, llegando a ser posible el establecimiento de una democracia más acabada de la que ahora existe. Creo que, a causa de la locura humana, el gobierno mundial sólo podrá establecerse por la fuerza, por lo que en un primer tiempo será cruel y despótico. Pero creo también que se trata de algo necesario si se quiere preservar una civilización de tipo científico; una vez logrado lo cual, se dará gradualmente paso a las restantes condiciones que hacen tolerable la existencia.

IV. Ciencias antropológicas
Algo queda por decir de los efectos que tendrán en el futuro las ciencias antropológicas. Trátase de un tema conjetural en extremo, desde el momento en que ignoramos los descubrimientos que puedan hacerse; puede que los efectos sean superiores a los que estamos en capacidad de imaginar, ya que se trata de ciencias que aún se encuentran en su infancia. Presentaré, no obstante, un par de puntos desde los cuales pueda intentarse formular algunas conjeturas. En modo alguno pretendo aparecer como profetizando nada: me limito únicamente a sugerir posibilidades que podría resultar instructivo considerar.

El control de natalidad es un tema de la mayor importancia, sobre todo en lo que se relaciona con la posibilidad de un tipo de gobierno mundial, que difícilmente sería estable si unas naciones se dedican a aumentar su población más rápidamente que otras. En la actualidad, en todos los países civilizados se incrementa el control de natalidad, aunque algunos gobiernos se sigan oponiendo. Oposición que, en parte, débese a mera superstición y al afán de congraciarse con los votantes católicos, pero también al deseo de disponer de grandes ejércitos y de excedentes de mano de obra con el fin de poder mantener bajos los salarios. De todos modos, pese a la oposición oficial, parece probable que la práctica del control de natalidad nos conduzca a una población estacionaria en la mayoría de las naciones de raza blanca durante los próximos cincuenta años. Sin embargo, no existe ninguna seguridad de que se detenga el ritmo de crecimiento poblacional en ese nivel de estabilidad: pudiera suceder que comenzara a disminuir la población.

El que haya aumentado la práctica del control de natalidad es un excelente ejemplo de lo que deberá de ser el industrialismo, ya que viene a representar una victoria de las pasiones individuales sobre las colectivas. Desde un punto de vista colectivo, los franceses aspiran a que Francia esté densamente poblada para así poder derrotar a sus enemigos en una posible guerra. Pero, en tanto individuos desean tener familias reducidas, para que aumenten las herencias y disminuyan los gastos educacionales. Las aspiraciones individuales han terminado por triunfar sobre las colectivas y aun, en muchos casos, sobre los mismos escrúpulos religiosos. En éste, como en muchos otros casos, los deseos individuales le resultan menos perjudiciales al mundo que los colectivos: la persona que actúa movida por puro egoísmo causa menos daño que la que lo hace imbuida del «espíritu de servicio». Desde el momento en que la medicina y la salud han hecho descender la tasa de mortalidad infantil, las únicas amenazas al peligro de sobrepoblación que persisten (aparte del control de natalidad) son la guerra y el hambre. Mientras las cosas se mantengan así, el mundo tendrá que elegir entre contentarse con una población estable o acudir a la guerra a fin de producir el hambre general. Este último procedimiento, que es el que favorecen los opositores del control de natalidad, fue el adoptado a gran escala a partir de 1916; resulta, no obstante, algo exagerado.

Necesitamos un determinado número de cabezas de ganado vacuno y lanar y procedemos a tomar medidas que aseguren el número deseado. Si actuáramos con el ganado con la misma indiferencia con que actuamos con los seres humanos, produciríamos en demasía y luego dejaríamos que el excedente muriera de enfermedades y mala alimentación. No hay la menor duda de que los campesinos considerarían extravagante semejante política y que los humanitaristas la denunciarían por cruel. Pero cuando se trata de seres humanos, se los deja a su libre desarrollo, procediendo a hacer confiscar por la policía las obras que propongan lo contrario, sobre todo si lo hacen de manera inteligible para las personas afectadas.

No obstante, menester es admitir que existen riesgos. No ha de pasar mucho tiempo sin que la población comience realmente a disminuir. Es algo que ya ha empezado a suceder en los sectores más inteligentes de las naciones más avanzadas; la oposición oficial a la propaganda en favor del control de natalidad le proporciona una ventaja ideológica al cretinismo, puesto que es a los más estúpidos a los que los gobiernos logran mantener en la peor de las ignorancias. Antes de que transcurra mucho tiempo, el control de natalidad será práctica universal entre las poblaciones de raza blanca; no servirá para deteriorar su calidad, sino únicamente para disminuir el número, en un momento en que las razas sin civilizar siguen siendo harto prolíficas, además de verse preservadas de una elevada mortalidad por los beneficios que les aporta la ciencia de los blancos.

Semejante situación creará una tendencia -ya manifestada en Francia- a emplear cada vez más razas prolíficas como mercenarios. Los gobiernos se opondrán a que se divulgue el control de natalidad entre los africanos por miedo a perder sus fuentes de reclutamiento. El resultado se traducirá en una inmensa inferioridad numérica de los blancos que podría desembocar en su exterminio a consecuencia de alguna sublevación por parte de los mercenarios utilizados. Pero sí llegara a establecerse un gobierno mundial, éste se daría cuenta de cuán conveniente resulta lograr que las razas sometidas sean también menos prolíficas, con lo que se le permitiría a la humanidad resolver la cuestión poblacional. He ahí una razón más para desear el establecimiento de ese gobierno mundial.

Si pasamos de la cantidad a la calidad de la población, toparemos con la cuestión eugenética. Podríamos aceptar que, en la medida en que la gente se tome menos supersticiosa, los gobiernos adquirirán el derecho a esterilizar a quienes no se considere que son progenitores deseables. Semejante recurso sería utilizado, en primer lugar, para disminuir la imbecilidad, propósito de lo más laudable, aunque es probable que, con el tiempo, se confundiera la oposición al gobierno con la imbecilidad, con lo que se esterilizaría a cualquiera que se rebelara contra algo. En ese proceso de esterilización, se incluiría a los epilépticos, a los tuberculosos, a los dipsómanos y similares; a la postre, la tendencia sería a incluir a cualquiera que no aprobara los más elementales exámenes escolares. Como resultado, es evidente que se lograría aumentar el promedio de inteligencia que, a la larga, recibiría un fuerte impulso. Sólo que sería muy probable que el efecto sobre la verdadera inteligencia resultara catastrófico. Mr. Micawber, que fue el padre de Dickens, difícilmente hubiera sido considerado un progenitor conveniente. Ignoro cuántos imbéciles habría que tomar en cuenta para dar la medida de un Dickens.

Desde luego que, en un futuro más lejano, la eugenética ofrece posibilidades más ambiciosas. Podría estar dirigida no sólo a la eliminación de los tipos humanos indeseables, sino al incremento de los deseables. Habría que cambiar las reglas de moralidad a fin de permitir que un mismo hombre fuera progenitor de una vasta descendencia habida con diferentes madres. Cuando se enfrenten los científicos a semejante posibilidad, pudieran ser víctimas de una falacia muy corriente en otros campos y que consiste en creer que una reforma propuesta por científicos ha de ser por éstos a la medida de sus deseos. De forma semejante, las mujeres que propugnaron el voto para la mujer solían imaginar que las votantes femeninas del futuro se parecerían a las ardorosas feministas que conquistaron el derecho al voto; así como los dirigentes socialistas tienden a imaginar que un Estado socialista estaría administrado por reformadores idealistas similares a ellos. Por supuesto que se trata de espejismos: una vez lograda, cualquier reforma pasa a ser manejada por el ciudadano promedio. Por lo mismo, si acaso la eugenética alcanzare el nivel que le permitiera aumentar el tipo de hombre deseado, no serían los tipos que actualmente desean los genetistas los que aumentarían, sino más bien los tipos que deseasen los funcionarios promedio. De este modo, vendrían a ser progenitores de la mitad de’ la siguiente generación los primeros ministros, los obispos y, en general, todos aquellos a los que el Estado considera deseables. No me toca a mí pronunciarme acerca de si eso significaría una mejora, ya que no albergo la más mínima esperanza de llegar a obispo o primer ministro.

Si supiéramos lo bastante acerca de la herencia como para determinar, dentro de ciertos límites, el tipo de población que tendríamos, la cuestión quedaría desde luego, en manos de los funcionarios del Estado, que muy probablemente serían unos médicos viejos. No estoy nada seguro de que el resultado fuese preferible al obtenido por el procedimiento natural. Sospecho que se dedicarían a criar una población obsecuente, a gusto de los gobernantes, aunque incapaz de toda iniciativa. Por más que también pudiera ser que yo soy demasiado escéptico acerca de la inteligencia de los funcionarios.

Con el tiempo pudieran llegar a ser notables los efectos de la psicología en la vida diaria. Ya los publicistas americanos emplean a eminentes psicólogos para que les aleccionen en las técnicas de producir inclinaciones irracionales en la gente; pudieran esas mismas personas, una vez que alcancen eficacia suficiente, resultar muy útiles para persuadir a la democracia de que los gobiernos sucesivos son todos buenos y prudentes. Y además, por supuesto, están las pruebas psicológicas de inteligencia, tal y como se aplicaron a los reclutas del ejército norteamericano durante la pasada guerra. Soy muy escéptico acerca de la posibilidad de probar nada con tales métodos, a excepción de la inteligencia promedio, y aun así pienso que, si se adoptaran a gran escala, probablemente conducirían a clasificar como retrasados mentales a muchas personas de elevada capacidad artística. Igual sucedería con algunos de los grandes matemáticos. No es infrecuente que la gran especialización se acompañe de una incapacidad general, aspecto que no puede registrar el tipo de pruebas que recomiendan los psicólogos al gobierno americano.

Aun más sensacional que las pruebas de inteligencia viene a ser la posibilidad de controlar las emociones por medio de las secreciones de ciertas glándulas endocrinas. Será posible lograr que alguien sea colérico o tímido, potente o débil sexual, y así por el estilo, según se desee en cada caso. Parece que las diferencias de los estados emotivos débense ante todo a las secreciones de las glándulas endocrinas, por lo que resultarían controlables con inyecciones o mediante un aumento o disminución de esas secreciones. Supóngase que se trata de una sociedad organizada oligárquicamente: entonces, el Estado podría proporcionar a los descendientes de los que detentan el poder la capacidad exigida para el mando, mientras que los hijos de los proletarios sólo recibirían la capacidad exigida para obedecer (11). De ese modo, la más elocuente de las oratorias socialistas resultaría impotente ante el poder de las inyecciones de los médicos oficiales. La única dificultad residiría en cómo lograr el espíritu de sumisión con la ferocidad necesaria que se habría de tener ante los enemigos de fuera. Pero no dudo de que la ciencia oficial encontraría la solución.

Sin embargo, al considerar las diversas consecuencias políticas, no es necesario aceptar ciegamente la particular teoría de las glándulas endocrinas, la cual, como muchas otras, podría resultar un fiasco. Lo que sí resulta esencial para nuestra hipótesis es creer que con el tiempo la fisiología llegará a encontrar formas de controlar las emociones, algo que difícilmente puede ponerse en duda. Cuando eso suceda, tendremos las emociones que deseen los gobernantes, y el propósito principal de la educación primaria será el de producir la deseada disposición anímica, que ya no se obtendrá ni por castigos ni por la preceptiva moral, sino por el método mucho más seguro de las inyecciones o la dieta. Quienes administren un sistema así poseerán un poder tal como no lo soñaron en su día los jesuitas, aunque no hay ninguna razón para suponer que habrán de ser más juiciosos que quienes en la actualidad controlan la educación. El conocimiento tecnológico no garantiza discernimiento de ánimo, por lo que es muy probable que los gobernantes del futuro no sean menos estúpidos y menos prejuiciados que los de hoy día.

V. Conclusión
Pudiera parecer lúgubre y a la vez frívolo en algunos de mis pronósticos. Concluiré, sin embargo, con la grave lección que me parece poder extraerse de todo esto.

Suelen pensar los humanos que el progreso científico tiene necesariamente que ser una bendición para la humanidad, pero mucho me temo que se trate de otra confortable ilusión del siglo XIX que nuestra época, bastante más realista, debería descartar. Sirve la ciencia para que los gobernantes lleven a cabo sus propósitos de manera más completa y cabal. Si esos propósitos fueran buenos, se obtendría, algún beneficio, pero si fueran perversos, estaríamos ante una amenaza. En la época actual, parece que los propósitos de quienes detentan el poder son fundamentalmente perversos, puesto que tienden en todo el mundo a eliminar aquello que hasta ahora la gente tenía por bueno. Por lo tanto, de momento, la ciencia es dañina por cuanto sirve para aumentar el poder de los gobernantes. La ciencia no reemplaza a la virtud; para una buena vida es tan necesario el corazón como la cabeza.

Si la conducta de los hombres fuera racional, esto es, si los hombres actuaran de modo tal que pudieran alcanzar los fines que se proponen, bastaría con la inteligencia para hacer de este mundo un paraíso. En general, lo que a la larga resulta ventajoso para unos es perjudicial para otros. Pero sucede que los hombres se mueven impulsados por pasiones que alteran su percepción de las cosas: si sienten el deseo de dañar a alguien, llegan a persuadirse de que redunda en su beneficio obrar de esa manera. Por consiguiente, no obran de modo tal que sus actos les resulten beneficiosos, a menos que lo hagan llevados de impulsos generosos que los tornan en indiferentes para con sus propios intereses. Por eso resulta ser el corazón tan importante como la cabeza. Por el momento, con lo de «corazón» me refiero a la suma total de impulsos bondadosos. Cuando tal sucede, la ciencia los convierte en efectivos, pero si están ausentes, la ciencia sólo sirve para que los hombres se comporten de manera ingeniosamente diabólica.

Con muy pocas excepciones, pudiera establecerse el principio general de que cuando la gente se equivoca en lo que les conviene, el camino que consideran acertado resulta ser más perjudicial para sus intereses que el que realmente lo es. Son innúmeros los ejemplos de quienes han hecho grandes fortunas sólo porque, a partir de supuestos morales, hicieron algo que creyeron contrario a sus mismos intereses. Por ejemplo, entre los primeros cuáqueros, había cierto número de comerciantes que adoptaron la práctica de no pedir por su mercancía más de lo que estaban dispuestos a aceptar, en lugar de regatear con el cliente, como es de uso general. Adoptaron aquella práctica porque creyeron que equivalía a mentir si pedían más de lo que necesitaban. Pero esto resultó tan ventajoso para los clientes que todo el mundo se precipitó a sus tiendas, con lo que terminaron por hacerse ricos. (He olvidado en dónde lo leí, pero si mi memoria no me engaña, trátase de una fuente confiable.) Obsérvese que pudiera haberse adoptado la misma filosofía de venta partiendo de la astucia, aunque el hecho es que ninguno de ellos era lo suficientemente astuto como para obrar así. Nuestro subconsciente es más malévolo de lo que seríamos si nos lo propusiéramos; por eso, la gente que más actúa en beneficio de sus intereses son en la práctica aquellos que, partiendo de consideraciones morales, hacen lo que creen que va en contra de esos mismos intereses.

Por la misma razón, es de suma importancia preguntarse si existe algún procedimiento para fortalecer los impulsos generosos que posee el ser humano. No me queda la menos duda de que su fuerza o su debilidad dependen de causas fisiológicas aún por descubrir; supongamos que se trata de las glándulas. De ser así, bien pudiera una sociedad secreta internacional de fisiólogos aportarnos el anhelado milenio mediante el rapto, en un solo día, de todos los gobernantes del globo, a los que se les inyectaría cierta sustancia que los colmaría de bondad y generosidad para con sus semejantes. De repente, Poincaré se abrazaría con los mineros del Ruhr, Lord Curzon lo haría con los nacionalistas hindúes, Smuts con los nativos de lo que fue el África Suroccidental ale mana y el gobierno norteamericano con sus prisioneros y víctimas políticas de Ellis Island (12) . Pero, desgraciadamente, primero deberían administrarse los fisiólogos ese filtro amoroso ellos mismos porque, si no, pudiera suceder que prefieran ganar fortunas y prebendas inyectando ferocidad militar a los pobres reclutas. Con lo que regresamos al viejo dilema: sólo la bondad puede salvar al mundo, y aunque supiéramos cómo producirla, no lo haríamos a no ser que ya fuéramos buenos. Al fallar eso, parece que la solución que los Houynhms adoptaron con los Yahoos, a saber, su exterminio, es la única que queda en pie; es obvio que ya los Yahoos comenzaron a aplicarla entre sí (13).

Todo lo cual puede resumirse en muy pocas palabras. La ciencia no le ha proporcionado al hombre más autocontrol, más bondad o más dominio para abandonar sus pasiones a la hora de tener que tomar decisiones. Lo que ha hecho ha sido proporcionar a la sociedad más poder para complacerse en sus pasiones colectivas, pero, al hacerse más orgánica la sociedad, ha disminuido el papel que desempeñan en ella las pasiones individuales. Las pasiones colectivas de los hombres en su mayoría son malignas; con mucho, las más poderosas son el odio y la rivalidad con otros grupos humanos. Por lo tanto, todo cuanto en la actualidad le proporcione al hombre poder para complacerse en sus pasiones colectivas es perjudicial. Tal es la razón por la que la ciencia amenaza con causar la destrucción de nuestra civilización. La única esperanza firme parece residir en la posibilidad de la dominación mundial a manos de un conglomerado humano, por ejemplo, los Estados Unidos, dominación que llevaría a la formación gradual de un gobierno mundial económica y políticamente ordenado. Por más que, si se tiene presente la esterilidad en que cayó el Imperio Romano, sería preferible en definitiva el colapso de nuestra civilización.

 

NOTAS

(1) Daedalus, or Science and Future, Londres, Kegan Paul, 1923. Trátase de John Burdon Sanderson Haldane (1892-1964), geneticista. Aunque estudió humanidades en Oxford, terminó trabajando como bioquímico en Cambridge. Fue el primero en calcular, en 1932, la frecuencia de mutación de un gen humano. Famoso por sus experimentos (Asimov asegura que a veces de carácter terrorífico), incluso realizados sobre sí mismo: pasó cuarenta y ocho horas en un minisubmarino para probar si funcionaba determinado sistema de purificación; se sometió a grados extremos de temperatura y de concentración de dióxido de carbono. Comunista confeso desde 1930, y aunque más tarde abandonara el partido, siguió siendo marxista convencido. De ahí, probablemente, su tendencia a las visiones radiantes y optimistas sobre el futuro de la ciencia.

(2) No es una frase hueca; téngase en cuenta que a sus cincuenta y dos años, ya Russell había pasado por procesos electorales (se seguía presentando, con constancia digna de mejores resultados, a la circunscripción de Chelsea), expulsiones, persecuciones y hasta la cárcel. Para no mencionar su frecuentación con los grandes políticos a consecuencia de sus relaciones familiares.

(3) Agudeza y novedad de Bertrand Russell; la tendencia de la época era a clasificarlas en físicas o en biológicas, por cuanto operaban en forma prácticamente irreconciliable ambos intentos de reduccionismo. Es decir, o Mach (y luego, Círculo de Viena, que termina en el fisicalismo) o Bergson (y de ahí, Spengler, Ortega y cuanto vitalismo se le! ocurriera). Pero hay más: Russell acepta lo que muchos no aceptaban o ni siquiera tomaban en cuenta: la especificidad de las ciencias humanas.

(4) No es exagerado decir que aquí Russell se adelanta a las tesis fundamentales de la sociobiología de Wilson, que subordinan el comportamiento colectivo y aun cultural de todos los seres vivos a las condiciones y propósitos genéticos de base.

(5) Esto fue escrito quince años antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, que fue cuando en realidad se verificaron las proféticas palabras de Russell; durante la Primera Guerra Mudial, la población civil sólo sufrió las consabidas huidas y ocupaciones, pero los bombardeos masivos de la retaguardia civil tuvieron su comienzo trágico con Guernica, que apenas si fue un abreboca

(6) Aquí a quien se adelanta Russell en cuando menos veinticinco años es a Burnham, Mills et alia .

(7) Quienes consideren démodé el planteamiento de Russell sólo porque las famosas «siete hermanas» hace mucho que se fusionaron en un cartel energético, deberían pensar en la lucha existente en este momento (1986) entre los productores de petróleo del mar del Norte y los de la OPEP . En efecto, como afirma allí Bertrand Russell, lo que está en juego no son únicamente los beneficios, sino ganarle al otro, aun sacrificando intereses y beneficios, y si fuera posible, destruirlo a la larga, esto es, sacarlo del mercado de petróleo.

(8) Acaso no sigue siendo políticamente impotente la Organización de las Naciones Unidas como lo fuera en su día la Liga o Sociedad de las Naciones? Que se deba a lo que apunta Russell (carencia de unidad económica) es algo que estaría por ver.

(9) En todos los países citados por Russell habían ocurrido o movimientos revolucionarios (Rusia, Hungría, Baviera), seguidos de regímenes fuertes y represivos, o golpes de estado de la derecha (Mussolini, en Italia; Primo de Rivera, en España). En cuanto al juicio negativo «al este del Rhin», conviene tener presente que Russell estaba de vuelta de su decepcionante viaje a la Unión Soviética

(10) Parece que aquí también vio justo. Por un lado, uniformidad comunista y control de producción; por otro, la reducción de las rivalidades políticas mundiales a dos grandes potencias. Y sólo dos, aunque no precisamente en lo económico, en la medida en que aún pueda hablarse de un Japón autónomo frente al Imperio USA

(11) Es exactamente lo que aplicó Huxley en su Brave New World, menos de diez años después

(12) Por supuesto que todos son ejemplos ceñidos a la época: el Presidente francés Raymond Poincaré se enfrentó en la inmediata postguerra a una oleada de huelgas mineras como consecuencia de la caída de la producción al finalizar el esfuerzo bélico. Georges Nathaniel Curzon había sido virrey de la India a comienzos de siglo y, para la época, era Ministro de Asuntos Exteriores de Gran Bretaña e Irlanda; era un viejo político conservador nada proclive a, conceder el más mínimo reclamo a los nacionalistas hindúes. En cuanto a Jan Smuts, era a la sazón Primer Ministro (más tarde, durante la Guerra, sería Presidente) de la Unión Sudafricana; en su condición de tal, se empeñó en anexar a la Unión la hasta entonces colonia alemana del África sudoccidental (actual Namibia), que todavía sigue siendo objeto de disputa por el mismo motivo. En cuanto a los prisioneros «políticos» de Ellis Island, la célebre isla frente a Nueva York en la que el gobierno norteamericano internaba a inmigrantes ilegales y a deportados, conviene no olvidar que la política inmigratoria de los Estados Unidos ya había comenzado a declinar y que, en consecuencia, los primeros discriminados eran anarquistas y socialistas; faltaba poco para la monstruosidad del proceso a Sacco y Vanzetti.

(13) En su referencia a los célebres caballos humanizados de Swift, Bertrand Russell no es más mordaz que el autor de Viajes de Gulliver, limítase a registrar la ferocidad humana de los Yahoos contra sus propios semejantes.

 

Fuente | Título original: Icarus, or the Future of Science | Presentación, traducción y notas: Juan Nuño | Traducción de Juan García-Puente | Editorial: Edhasa

 

Prefacio Sociedad humana: ética y política, 1945

PREFACIO

Los nueve primeros capítulos de este libro fueron escritos entre 1945 y 1946, el resto en 1953, excepto el capítulo II de la 2ª parte que fue la conferencia que di en Estocolmo con motivo de la entrega del Premio Nobel de Literatura. En un principio había pensado incluir la discusión sobre la ética en mi libro Human Knowledge (1), pero decidí no hacerlo porque no estaba seguro de en qué sentido la ética puede ser considerada como “conocimiento”.

Este libro tiene dos propósitos: primero, exponer una ética no dogmática; y segundo, aplicar esta ética a varios problemas políticos actuales. No hay nada de excesivamente original en el sistema ético desarrollado en la primera parte de este libro, y no estoy seguro de que hubiera pensado que valía la pena exponerlo de no ser por el hecho de que, cuando hago juicios éticos sobre cuestiónes políticas, los críticos me dicen constantemente que no tengo derecho a hacerlos, ya que no creo en la objetividad de los juicios éticos. No creo que esta crítica sea válida, pero demostrar que no es válida requiere un cierto desarrollo que en modo alguno puede ser breve.

La segunda parte de este libro no intenta ser una teoría política completa. He tratado varias partes de la teoría política en libros anteriores, y en este libro sólo trato aquellas partes que, además de estar íntimamente relacionadas con la ética, tienen una importancia práctica urgente en el momento actual. He pensado que, al colocar nuestros problemas actuales en un marco muy impersonal, puedo afrontarlos con menos calor, menos fanatismo y menos preocupación y enojo de lo que es frecuente cuando son considerados sólo en un contexto contemporáneo.

Espero también que este libro, que trata todo el tiempo de las pasiones humanas y de sus efectos sobre el destino humano, pueda ayudar a disipar un malentendido no sólo sobre lo que he escrito, sino sobre todo lo que han escrito aquellos con quienes estoy completamente de acuerdo. Los críticos tienen la costumbre de lanzar cierta acusación contra mí que me hace pensar que se acercan a mis obras con una idea preconcebida tan fuerte que son incapaces de darse cuenta de lo que digo en realidad. Se me dice una y otra vez que sobreestimo el pepel de la razón en los asuntos humanos. Esto puede significar que creo que la gente es o debería ser más racional de lo que mis críticos creen que es. Pero creo que hay un error previo por parte de mis críticos, y es que ellos, no yo, sobreestiman de forma irracional el papel que la razón es capaz de juzgar, y esto se produce, creo, por el hecho de que confunden totalmente lo que significa la palabra “razón”.

“Razón” tiene un significado perfectamente claro y preciso. Significa la elección de los medios adecuados para lograr un fin que se desea alcanzar. No tiene nada que ver con la elección de los fines. Pero los enemigos de la razón no se dan cuenta de esto, y piensan que los defensores de la racionalidad quieren que la razón dicte los fines al igual que los medios. En los escritos de los racionalistas no hay nada que justifique esta postura. Hay una frase famosa: “La razón es, y sólo debería ser, esclava de las pasiones.” Esta frase no procede de las obras de Rousseau, Dostoievsky o Sartre, sino de la de David Hume. Expresa una opinión que yo, como todo hombre que intenta ser racional, apruebo por completo. Cuando se me dice, como ocurre con frecuencia, que apenas tengo en cuenta el papel que juegan las emociones en los asuntos humanos, me pregunto qué fuerza motora supone el crítico que considero dominante. Los deseos, las emociones, las pasiones (se puede elegir la palabra que se desee) son las únicas causas posibles de la acción. La razón no es la causa de la acción, sino sólo un regulador. Si yo deseo ir a Nueva York en avión, la razón me dice que es mejor coger un avión que vaya a Nueva York, que uno que vaya a Constantinopla. Supongo que aquellos que me consideran excesivamente racional, creen que debería impacientarme tanto en el aeropuerto como para coger el primer avión que viera, y cuando éste aterrizara en Constantinopla debería maldecir a la gente que me encontrara por ser turcos en vez de americanos. Esta sería una forma de comportamiento adecuada y enérgica, y contaría, supongo, con el elogio de mis críticos.

Un crítico me objeta que digo que sólo las pasiones malas impiden la realización de un mundo mejor, y aún más, pregunta de modo triunfal: “¿son todas las emociones humanas necesariamente malas?” En el mismo libro en que el crítico me hace esta objeción, digo que lo que el mundo necesita es amor cristiano o compasión. Esto es seguramente una emoción, y al decir que esto es lo que necesita el mundo, no sugiero que la razón sea una fuerza conductora. Sólo puedo suponer que al no ser esta emoción ni cruel ni destructiva, no resulta atractiva para los apóstoles de la sinrazón.

¿Por qué se da entonces esta pasión violenta que hace que cuando la gente me lee sea incapaz de darse cuenta de la afirmación más evidente, y siga cómodamente pensando que digo exactamente lo contrario de lo que en realidad digo? Hay varios motivos que pueden llevar a la gente a odiar la razón. Se pueden tener deseos incompatibles y no querer darse cuenta de que son incompatibes. Se puede desear gastar más de lo que se posee y, sin embargo, quere seguir siendo solvente. Y esto puede hacer que odies a tus amigos cuando te muestran los fríos cálculos de la aritmética. Se puede, si eres un profesor a la antigua, desear creer que estás lleno de bondad universal, y al mismo tiempo sentir un gran placer en pegar a los chicos. Para reconciliar estos dos deseos tienes que convencerte de que el castigo físico tiene influiencia correctora. Hay un ejemplo formidable de este modelo en la furiosa diatriba del gran doctor Arnold de Rugby contra aquellos que estaban en contra de las palizas.

Existe otro motivo más siniestro para aprobar la irracionalidad. Si los hombres son suficientemente irracionales, se les puede inducir a que sirvan a tus intereses bajo la impresión de que están sirviendo a los suyos propios. Este caso es muy corriente en la política. La mayoría de los líderes políticos adquieren su posición al lograr que un gran número de personas crean que estos líderes se mueven por deseos altruistas. Es bien sabido que esta creencia se adopta con más facilidad bajo la influencia de la excitación. Las bandas, la oratoria de multitudes, el linchamiento y la guerra son etapas en el desarrollo de la excitación. Supongo que los que defienden la irracionalidad creen que hay una mayor oportunidad de engañar al pueblo provechosamente si lo mantienen en estado de efervescencica. Quizá sea mi aversión por ese tipo de procesos lo que hace que la gente diga que soy excesivamente racional.

Pero pondría a estos hombres ante un dilema: si la razón consiste en una justa adaptación de los medios a los fines, sólo pueden oponerse a ella aquellos que piensan que es bueno que la gente elija medios con los que no puedan lograr sus supuestos fines. Esto supone, o que deberían ser engañados sobre cómo lograr sus supuestos fines, o que sus fines reales no deberían ser aquellos que declaran. El primero es el caso de un pueblo engañado por un führer elocuente. El segundo es el del profesor que disfruta torturando niños, pero que desa seguir considerándose una persona bondadosa. No puedo creer que sea moralmente respetable oponerse a la razón basándose en niguno de estos dos motivos.

Hay otro motivo por el que algunas personas se oponen a lo que ellos creen que es la razón. Piensan que las emociones fuertes son deseables, y que nadie que sienta una emoción fuerte va a razonarla. Parecen pensar que el que tenga un sentimiento fuerte debe perder la cabeza y actuar de forma estúpida, que ellos aplauden porque les demuestra que es apasionado. Sin embargo, no piensan de ese modo cuando su propio engaño tiene consecuencias que a elllos no les gustan. Ninguno, por ejemplo, sostiene que un general debería odiar al enemigo tan encarnizadamente como para ponerse histérico y ser incapaz de actuar razonablemente. No es cuestión, en realidad, de que las pasiones fuertes impidan una apreciación justa de los medios. Hay gente, como el Conde de Montecristo, que tienen pasiones ardientes que conducen sin desviarse a la elección justa de los medios. Que no me digan que los fines de este hombre notable eran irracionales. No existe ningún fin irracional excepto en el sentido de uno que sea imposible de realizar. Los fríos calculadores no son siempre convencionalmente malos. Lincoln calculó friamente durante la Guerra Civil america y fue muy maltratado por los abolicionistas, quienes, como apóstoles de la pasión, deseaban que tomara medidas que parecieran enérgicas, pero que no habrían conducido a la emancipación.

Supongo que la esencia del tema es ésta: que yo no creo que sea bueno estar en ese estado de excitación demente en el que la gente hace cosas que tienen consecuencias totalmente opuestas a lo que desean, como por ejemplo, cuando son atropellados al cruzar una calle porque no pudieron detenerse a observar el tráfico. Aquellos que alababan tal comportamiento, probablemente, o desean ejercer la hipocresía con éxito o sin víctimas de un autoengaño que no son capaces de reconocer como tal. No me da vergüenza pensar mal de ambos casos, y si es por pensar mal de ellos por lo que soy acusado de una excesiva racionalidad, me confieso culpable. Pero si se supone que no apruebo una emoción fuerte, o que creo que todo menos la emoción puede ser causa de acción, entonces niego el cargo del modo más enérgico. El mundo que descarta ver es uno en que las emociones sean fuertes pero no destructivas, y donde, porque están reconocidas, no conduzcan al autoengaño, ya sea al propio o al de otros. Este mundo tendría lugar para el amor, la amistad, la búsqueda del arte y el conocimiento. No puedo esperar satisfacer a aquellos que quieren algo más violento.

 

(1). “ El conocimiento Humano , traducido por Antonio Tovar, Revista de Occidente , Madrid, 1950, 602 pags. (N. del T.)

 

 

Fuente | Título original: Human Society in Ethics and Politics | Editorial: Altaya, S.A. 1998

 

Por qué no soy cristiano (fragmento), 1945

Reflexiones en torno al cristianismo y el sexo

La actitud de la religión cristiana ante el sexo es tan morbosa y antinatural que sólo puede comprenderse si la relacionamos con la enfermedad que atacó el mundo civilizado cuando decayó el Imperio Romano. A veces se oye comentar que el cristianismo ha mejorado la condición de las mujeres; esta es una de las tergiversaciones de la historia más groseras que puedan hacerse. En una sociedad que considera de la máxima importancia que las mujeres sigan a rajatabla un código moral muy estricto, es muy difícil que puedan disfrutar de una posición tolerable. Los sacerdotes han considerado siempre a la mujer como la tentadora, la inspiradora de deseos impuros. La enseñanza tradicional de la Iglesia ha sido y sigue siendo que la castidad es lo mejor, aunque para quienes esto les resulte imposible dejan la posibilidad del matrimonio, porque «más vale casarse que abrasarse», como brutalmente afirma San Pablo. Haciendo indisoluble el matrimonio e imposibilitando todo conocimiento del “Ars Amandi”, la Iglesia logró que la única forma de sexualidad permitida fuera dolorosa, en vez de placentera. La oposición al control de la natalidad parece obedecer al mismo motivo: si una mujer tiene un hijo por año hasta que muere agotada, no es esperable que vaya a encontrar mucho placer en el matrimonio. El concepto de pecado, tal como lo presenta la ética cristiana, provoca un enorme daño: ofrece a la gente una vía de escape para su sadismo considerada legítima e incluso noble. Pongamos como ejemplo el asunto de la prevención de la sífilis. Se sabe que si se toman algunas precauciones el peligro de contraer la enfermedad es mínimo; sin embargo, los cristianos se oponen a la difusión de estos conocimientos médicos porque sostienen que los pecadores deben ser castigados. Mantienen su actitud hasta tal punto que están dispuestos a que el castigo se extienda a las esposas y a los hijos de los pecadores. Actualmente hay en el mundo muchos miles de niños con sífilis congénita que nunca deberían haber nacido, de no haber sido por ese deseo de los cristianos de ver castigados a los pecadores. No comprendo como este tipo de doctrinas promotoras de la más diabólica crueldad pueden ser consideradas moralmente beneficiosas. La actitud de los cristianos respecto al conocimiento de los temas sexuales es sumamente peligrosa para el bienestar humano. Toda persona que considere esta cuestión sin prejuicios sabe que la ignorancia artificial impuesta por los cristianos ortodoxos a los jóvenes es extremadamente dañina para su salud física y mental; además, la mayoría de los niños, cuya única posibilidad es informarse mediante conversaciones “indecentes” , acaba considerando la sexualidad como algo malo y ridículo. No se puede defender que ningún tipo de conocimiento sea indeseable; por eso, yo no pondría ninguna barrera a la libre adquisición de información sexual. Es probable que una persona actúe con menos prudencia cuando se mantiene en la ignorancia que cuando está instruida, por lo cual es absurdo despertar en los jóvenes una sensación de pecado cuando muestran su curiosidad natural acerca de un asunto tan importante. A todos los jóvenes, por ejemplo, les interesan los trenes. Vamos a suponer que se les dice que ese interés por los trenes es malo; imaginemos que se les venda los ojos cada vez que se encuentran en un tren o en una estación de ferrocarril; supongamos que se impide que se mencione la palabra «tren» en su presencia, y se crea un misterio impenetrable en torno a los medios de transporte. El resultado no sería hacer que disminuyera su interés por ellos, sino muy por el contrario, los trenes les atraerían más aún, pero con la morbosa sensación del pecado y de lo indecente. Todo muchacho de inteligencia despierta podría llegar a convertirse de ese modo en un neurasténico. Esto es lo que ocurre con la sexualidad, pero como el sexo es mucho más interesante que los trenes el resultado es aún peor. Casi todos los adultos que pertenecen a una comunidad cristiana tienen alguna enfermedad nerviosa que es el resultado del tabú que imperaba en torno al sexo cuando eran niños o adolescentes. Este sentimiento de pecado que les fue implantado artificialmente es una de las causas de la crueldad, la timidez y la estupidez que muestran en etapas posteriores de la vida. No existe ningún motivo racional para impedir a ningún niño que se informe de los asuntos que le interesan, sean sexuales o de cualquier otro tipo. No tendremos jamás una población sana hasta que esto no se lleve a la práctica, lo cual es imposible mientras las Iglesias dominen la política educativa. Es evidente que las doctrinas fundamentales del cristianismo exigen un elevado grado de perversión ética antes de poder ser aceptadas. El mundo, según nos dicen, fue creado por un Dios que es a la vez bueno y omnipotente. Un Dios que antes de crear el mundo previó todo el dolor y la miseria que iba a contener y que, por tanto, es responsable de ello. Es inútil pensar que el dolor del mundo se debe al pecado; esto simplemente no es cierto, ya que el pecado no produce ni las inundaciones ni las erupciones volcánicas, y aún cuando fuera verdad no serviría de nada. Si yo fuera a engendrar a un hijo sabiendo que iba a ser un maniaco violento, yo sería el responsable de sus crímenes. Si Dios sabía de antemano los crímenes que iban a cometer los seres humanos, y a pesar de todo decidió crearlos, Él es el responsable de las consecuencias negativas que han traído los pecados humanos. Lo que dicen habitualmente los cristianos es que el sufrimiento es un medio para purificarse del pecado, y que por tanto el sufrimiento es bueno. Esto es, evidentemente, una racionalización del sadismo, y en todo caso es un argumento muy pobre. Yo invitaría a cualquier cristiano a la sala para niños de algún hospital para que presenciara los sufrimientos que padecen allí, y luego le pediría que insistiera en su idea de que esos niños merecen sufrir. Para poder afirmar algo así, un hombre tiene que destruir todo sentimiento de piedad y de compasión, haciéndose, en suma, tan cruel como el Dios en el que cree. Nadie que piense que los sufrimientos de este mundo son por nuestro bien puede tener intactos sus valores éticos, porque siempre está tratando de hallar excusas para el dolor y la miseria.

La existencia de Dios , un debate entre Bertrand Russell y el padre F. C. Copleston, SJ. radiado en 1948 en el Tercer Programa de la BBC

COPLESTON: Como vamos a discutir aquí la existencia de Dios, quizás sería conveniente llegar a un acuerdo provisional en cuanto a lo que entendemos por el término «Dios». Presumo que entendemos un ser personal supremo, distinto del mundo y creador del mundo. ¿Está de acuerdo, al menos provisionalmente, en aceptar esta declaración como significado de la palabra «Dios»?

RUSSELL: Sí, acepto esa definición.

COPLESTON: Bien, mi posición es la posición afirmativa de que tal ser existe realmente y que Su existencia puede ser probada filosóficamente. Quizás podría decirme si su posición es la del agnosticismo o el ateísmo. Quiero decir, ¿cree que puede probarse la no existencia de Dios?

RUSSELL: No, yo no digo eso: mi posición es agnóstica.

COPLESTON: ¿Está de acuerdo conmigo en que el problema de Dios es un problema de gran importancia? Por ejemplo, ¿está de acuerdo en que si Dios no existe, los seres humanos y la historia humana pueden no tener otra finalidad que la finalidad que ellos decidan elegir, lo cual, en la práctica, significaría la finalidad que impusieran los que tienen poder para imponerla?

RUSSELL: Hablando en términos generales, sí, aunque tendría que poner alguna limitación a su última cláusula.

COPLESTON: ¿Cree que si no hay Dios, si no hay un Ser absoluto, puede haber valores absolutos? Quiero decir, ¿cree que, si no hay un bien absoluto, el resultado es la relatividad de los valores?

RUSSELL: No, creo que esas cuestiones son lógicamente distintas. Tome, por ejemplo, la obra de G. E. Moore, Principia Ethica , donde él sostiene que hay una diferencia entre bien y mal, que ambas cosas son conceptos definidos. Pero no saca a relucir la idea de Dios en apoyo de su afirmación.

COPLESTON: Bueno, dejemos para más tarde la cuestión del bien, hasta que lleguemos al argumento moral, y antes daré un argumento metafísico. Querría destacar principalmente el argumento metafísico basado en el argumento de Leibniz de la «contingencia», y luego discutiremos el argumento moral. ¿Quiere que haga una breve exposición sobre el argumento metafísico, y luego pasemos a discutirlo?

RUSSELL: Ése me parece un buen plan.

EL ARGUMENTO DE LA CONTINGENCIA

COPLESTON: Bien, para aclarar, dividiré el argumento en distintas fases. En primer lugar, diría, sabemos que hay, al menos, ciertos seres en el mundo que no contienen en sí mismos la razón de su existencia. Por ejemplo, yo dependo de mis padres, y ahora del aire, del alimento, etc.

Segundo, el mundo es simplemente la totalidad o el conjunto real o imaginado de objetos individuales, ninguno de los cuales contiene sólo en sí mismo la razón de su existencia. No hay ningún mundo distinto de los objetos que lo forman, así como la raza humana no es algo aparte de sus miembros. Por lo tanto, diría pues que existen objetos y acontecimientos, y como ningún objeto de experiencia contiene dentro de sí mismo la razón de su existencia, esta razón, la totalidad de los objetos, tiene que tener una razón fuera de sí misma. Esa razón tiene que ser un ser existente. Bien, ese ser es la razón de su propia existencia o no lo es. Si lo es, enhorabuena. Si no lo es, tenemos que seguir adelante. Pero si procedemos en este sentido hasta el infinito, entonces no hay explicación de la existencia. Así, diría, con el fin de explicar la existencia, tenemos que llegar a un ser que contiene en sí mismo la razón de su existencia, es decir que no puede no existir.

RUSSELL: Eso plantea muchas cuestiones y no es del todo fácil saber por dónde empezar, pero creo que, quizás, respondiendo a su argumento, el mejor modo de empezar es la cuestión del ser necesario. La palabra «necesario», a mi entender, sólo puede aplicarse significativamente a las proposiciones. Y, en realidad, sólo a las analíticas, es decir, a las proposiciones cuya negación supone una contradicción manifiesta. Yo sólo podría admitir un ser necesario si hubiera un ser cuya existencia sólo pudiere negarse mediante una contradicción manifiesta. Querría saber si usted acepta la división de Leibniz de las proposiciones en verdades de razón y verdades de hecho. Si acepta las primeras, las verdades de razón, como necesarias.

COPLESTON: Bien, yo, desde luego, no suscribo lo que parece ser la idea de Leibniz sobre las verdades de razón y las verdades de hecho, ya que al parecer, para él, a la larga, sólo hay proposiciones analíticas. Al parecer, para Leibniz, las verdades de hecho se pueden reducir en último término a verdades de razón. Es decir, a proposiciones analíticas, al menos para la mente omnisciente. Yo no estoy de acuerdo con eso. Por un lado, no se corresponde con los requisitos de la experiencia de la libertad. Yo no deseo apoyar toda la filosofía de Leibniz. Me he valido de su argumento de la contingencia para el ser necesario, basando el argumento en el principio de la razón suficiente, simplemente porque me parece una formulación breve y clara de lo que es, en mi opinión, el argumento metafísico fundamental de la existencia de Dios.

RUSSELL: Pero, a mi entender, «una proposición necesaria» tiene que ser analítica. No veo qué otra cosa puede significar. Y las proposiciones analíticas son siempre complejas y lógicamente algo lentas. «Los animales irracionales son animales» es una proposición analítica; pero una proposición como «Esto es un animal» no puede ser nunca analítica. En realidad, todas las proposiciones que pueden ser analíticas son un poco lentas en la construcción de proposiciones.

COPLESTON: Tomemos la proposición «Si hay un ser contingente, entonces hay un ser necesario». Considero que esa proposición, hipotéticamente expresada, es una proposición necesaria. Si va a llamar proposición analítica a toda proposición necesaria, entonces, para evitar una discusión sobre terminología, convendré en llamarla analítica, aunque no la considero una proposición tautológica. Pero la proposición es sólo una proposición necesaria en el supuesto de que exista un ser contingente. El que exista realmente un ser contingente tiene que ser descubierto por experiencia, y la proposición de que existe un ser contingente no es ciertamente una proposición analítica, aunque, como usted sabe, yo una vez sostuve que, si hay un ser contingente, necesariamente hay un ser necesario.

RUSSELL: La dificultad de esta discusión estriba en que yo no admito la idea de un ser necesario, y no admito que tenga ningún significado particular el llamar «contingentes» a otros seres. Estas frases no tienen para mí significado más que dentro de una lógica que yo rechazo.

COPLESTON: ¿Quiere decir que rechaza usted estos términos porque no encajan en lo que se denomina «lógica moderna»?

RUSSELL: Bien, no les encuentro significación. La palabra «necesario» me parece una palabra inútil, excepto cuando se aplica a proposiciones analíticas, no a cosas.

COPLESTON: En primer lugar, ¿qué entiende por «lógica moderna»? Que yo sepa, hay sistemas un poco diferentes. En segundo lugar, no todos los lógicos modernos reconocen seguramente la falta de sentido de la metafísica. De todos modos, ambos sabemos que había un pensador moderno muy eminente, cuyos conocimientos de lógica moderna eran bien profundos, que no pensaba ciertamente que la metafísica carece de sentido o, en particular, que el problema de Dios carece de sentido. De nuevo, aunque todos los lógicos modernos sostuvieran que los términos metafísicos carecen de sentido, eso no significaría que tuviesen razón. La proposición de que los términos metafísicos carecen de sentido me parece una proposición basada en una supuesta filosofía. La proposición dogmática que hay detrás de ella parece ser ésta: lo que no cabe dentro de mi máquina no existe, o carece de sentido; es la expresión de la emoción. Sencillamente, estoy tratando de destacar que cualquiera que afirma que un sistema particular de lógica moderna es el único criterio sensato, afirma algo superdogmático; insiste dogmáticamente en que una parte de la filosofía es toda la filosofía. Después de todo, un ser «contingente» es un ser que no tiene en sí mismo la completa razón de su existencia, que es lo que yo entiendo por ser contingente. Usted sabe, tan bien corno yo, que no puede ser explicada la existencia de ninguno de nosotros sin referencia a algo o alguien fuera de nosotros, nuestros padres, por ejemplo. Por el contrario, un ser «necesario» significa un ser que tiene que existir y no puede dejar de existir. Puede decir que no existe tal ser, pero le va a ser difícil convencerme de que no entiende los términos que uso. Si no los entiende, ¿qué motivos tiene entonces para decir que no existe ese ser, si es eso lo que dice?

RUSSELL: Bien, aquí hay puntos en los que no quiero profundizar. No sostengo en absoluto que la metafísica carezca de sentido en general. Sostengo la falta de sentido de ciertos términos particulares, no basándome en alguna razón general, sino simplemente porque no he sido capaz de ver una interpretación de esos términos particulares. No es un dogma general; es una cosa particular. Pero, por el momento, dejo esos puntos. Y diré que lo que ha dicho nos lleva, a mi entender, al argumento ontológico de que hay un ser cuya esencia implica existencia, de forma que Su existencia es analítica. A mí eso me parece imposible, y plantea, claro está, la cuestión de lo que uno entiende por existencia, y, en cuanto a esto, pienso que no puede decirse nunca que un sujeto nombrado existe significativamente, sino sólo un sujeto descrito. Y que la existencia, en realidad, no es, definitivamente, un predicado.

COPLESTON: Bien, usted dice, me parece, que es mala gramática o, mejor dicho, mala sintaxis el decir, por ejemplo, «T. S. Eliot existe»; debería decirse, por ejemplo, «El autor de Asesinato en la Catedral existe». ¿Va usted a decirme que la proposición «La causa del mundo existe» carece de significado? Puede decir que el mundo no tiene causa; pero yo no veo cómo puede decir que la proposición «La causa del mundo existe» no tiene sentido. Póngalo en forma de pregunta: «¿Tiene el mundo una causa?» «¿Existe la causa del mundo?» La mayoría de la gente entendería seguramente la pregunta, aun cuando no estén de acuerdo sobre la respuesta.

RUSSELL: Bien; realmente la pregunta «¿Existe la causa del mundo?» es una pregunta con significado. Pero si dice «Sí, Dios es la causa del mundo», emplea a Dios como nombre propio; luego «Dios existe» no será una afirmación con significado; ésa es la postura que yo defiendo. Porque, por lo tanto, se deduce que no puede nunca ser una proposición analítica decir que esto o aquello existe. Por ejemplo, supongamos que toma como tema «el círculo cuadrado existente»; parecería una proposición analítica decir «el círculo cuadrado existente existe», pero no existe.

COPLESTON: No, no existe, pero no se puede decir que no existe hasta que se tenga un concepto de lo que es la existencia. En cuanto a la frase «círculo cuadrado existente» yo diría que carece absolutamente de significado.

RUSSELL: Completamente de acuerdo. Entonces yo diría lo mismo en otro contexto en lo que respecta a un «ser necesario».

COPLESTON: Bien, parece que hemos llegado a un callejón sin salida. El decir que un ser necesario es un ser que tiene que existir y no puede dejar de existir tiene para mí un significado definido. Para usted carece de significado.

RUSSELL: Bien, podemos llevar el asunto un poco más lejos, me parece. Un ser que tiene que existir y que no puede dejar de existir sería, según usted, un ser cuya esencia supone existencia.

COPLESTON: Sí, un ser que es la esencia de lo que ha de existir. Pero yo no querría discutir la existencia de Dios simplemente partiendo de la idea de Su esencia, porque no creo que hasta ahora tengamos una clara intuición de la esencia de Dios. Creo que tenemos que discutir partiendo de la experiencia del mundo hasta llegar Dios.

RUSSELL: Sí, veo claramente la diferencia. Pero, al mismo tiempo, un ser con el conocimiento suficiente podría decir: «¡Aquí está este ser cuya esencia supone existencia!»

COPLESTON: Sí, ciertamente, si alguien viera a Dios, vería que Dios tiene que existir.

RUSSELL: Por eso digo que hay un ser cuya esencia supone existencia aunque no conozcamos esa esencia. Sólo sabemos que ese ser existe.

COPLESTON: Sí, yo añadiría que no conocemos la esencia a priori . Sólo a posteriori , a través de nuestra experiencia del mundo, llegamos a un conocimiento de la existencia de ese ser. Y entonces, uno se dice, la esencia y la existencia tienen que ser idénticas. Porque si la esencia de Dios y la existencia de Dios no son idénticas, entonces habría que buscar más allá de Dios alguna razón suficiente de esta existencia.

RUSSELL: Luego, todo gira en torno a la cuestión de la razón suficiente y tengo que declarar que no me ha definido aún la «razón suficiente» de un modo que yo pueda comprenderla. ¿Qué entiende por razón suficiente? ¿No quiere decir causal?

COPLESTON: No necesariamente. La causa es una especie de razón suficiente. Sólo un ser contingente puede tener una causa. Dios es Su propia razón suficiente; y Él no es la causa de Sí. Por razón suficiente, en sentido absoluto, entiendo una explicación adecuada de la existencia de algún ser particular.

RUSSELL: Pero ¿cuándo es adecuada una explicación? Supongamos que yo me dispongo a encender una cerilla. Usted puede decir que una explicación suficiente es que la frote contra la caja.

COPLESTON: Bien, en lo que respecta a la práctica, sí, pero teóricamente esa es sólo una explicación parcial. Una explicación adecuada tiene que ser en último término una explicación total, a la cual no se puede añadir nada más.

RUSSELL: Entonces sólo puedo decir que usted busca algo que no se puede conseguir, y que no debemos esperar conseguir.

COPLESTON: El decir que no se ha encontrado es una cosa; el decir que no debe buscarse me parece demasiado dogmático.

RUSSELL: Bien, no lo sé. Quiero decir que la explicación de una cosa es otra cosa que hace la otra cosa dependiente de otra cosa aún, y que hay que captar todo este lamentable sistema de cosas para hacer lo que usted quiere, y eso no lo podemos hacer.

COPLESTON: ¿Pero me va a decir que no podemos o que no deberíamos siquiera plantear la cuestión de la existencia de esta lamentable serie de cosas… de todo el universo?

RUSSELL: Sí. No creo que tenga ningún sentido. Creo que la palabra «universo» es una palabra útil con relación a algo, pero no creo que represente algo que tenga un significado.

COPLESTON: Si la palabra carece de significado, no puede ser tan útil. De todas maneras, no digo que el universo sea algo distinto de los objetos que lo componen (ya lo indiqué en mi breve resumen de la prueba); lo que hago es buscar la razón, en este caso la causa, de los objetos, cuya totalidad real o imaginada constituye lo que llamamos universo. ¿Usted dice: yo creo que el universo -o mi existencia si lo prefiere, o cualquier otra existencia- es ininteligible?

RUSSELL: Primero voy a rebatir el punto de que si una palabra carece de sentido no puede ser útil. Eso suena bien, pero no es verdad. Tomemos, por ejemplo, la palabra «el» o «que». Usted no puede indicarme ningún objeto con esos significados, pero son muy útiles; yo diría lo mismo de «universo». Pero dejando eso aparte, usted pregunta si creo que el universo es ininteligible. Yo no diría ininteligible; creo que no tiene explicación. Inteligible para mí es una cosa diferente. Se refiere a la cosa en sí, intrínsecamente, y no a sus relaciones.

COPLESTON: Bien, mi criterio es que lo que denominamos mundo es intrínsecamente ininteligible, aparte de la existencia de Dios. Verá, yo no creo que el carácter infinito de una serie de acontecimientos -me refiero a una serie horizontal, por así decirlo-, si ese carácter infinito pudiera ser probado, tenga alguna relevancia. Si usted suma chocolates, obtendrá chocolates y no una oveja. Si suma chocolates hasta el infinito, es presumible que obtendrá un número infinito de chocolates. Así, si suma seres contingentes hasta el infinito, seguirá obteniendo seres contingentes, no un ser necesario. Una serie infinita de seres contingentes será, de acuerdo con mi modo de pensar, igualmente incapaz de ser su causa, como un solo ser contingente. Sin embargo, usted dice, según creo, que no se puede plantear la cuestión de lo que explicaría la existencia de cualquier objeto particular, ¿no es así?

RUSSELL: Sí, si entiende que explicarla es simplemente hallar su causa.

COPLESTON: Bien, ¿por qué detenernos en un objeto particular? ¿Por qué no presentar la cuestión de la causa de la existencia de todos los objetos particulares?

RUSSELL: Porque no encuentro la razón para pensar que la hay. Todo concepto de causa está derivado de nuestra observación de cosas particulares; no encuentro ninguna razón para suponer que el total tenga una causa, cualquiera que sea.

COPLESTON: Bien, el decir que no hay causa no es lo mismo que decir que no debemos buscar una causa. La afirmación de que no hay causa debería venir, si viene, al final de la indagación, no al principio. En cualquier caso, si el total carece de causa, entonces, a mi manera de ver, tiene que ser su propia causa, lo que me parece imposible. Además, la afirmación de que el mundo existe, aunque sólo sea como respuesta a una pregunta, presupone que la pregunta tiene sentido.

RUSSELL: No, no necesita ser su propia causa; lo que digo es que el concepto de causa no es aplicable al total.

COPLESTON: Entonces, ¿está de acuerdo con Sartre en que el universo es lo que él llama «gratuito»?

RUSSEU: Bien, la palabra «gratuito» sugiere que podría haber algo más; yo digo que el universo simplemente existe, eso es todo.

COPLESTON: Bien, no comprendo cómo suprime la legitimidad de preguntar cómo el total, o cualquiera de las partes, ha adquirido existencia. ¿Por qué algo, mejor que nada? El hecho de que sostengamos nuestra noción de casualidad empíricamente de causas particulares no excluye la posibilidad de preguntar cuál es la causa de la serie. Si la palabra «causa» careciera de sentido, o si pudiera demostrarse que el criterio de Kant sobre la materia era el verdadero, la pregunta sería ilegítima; pero usted no parece sostener que la palabra «causa» carezca de sentido, ni creo que sea kantiano.

RUSSELL: Puedo ilustrar lo que me parece su falacia por excelencia. Todo hombre existente tiene una madre y me parece que su argumento es que, por lo tanto, la raza humana tiene una madre, pero evidentemente la raza humana no tiene una madre: ésa es una esfera lógica diferente.

COPLESTON: Bien, realmente no veo ninguna similitud. Si dijera «todo objeto tiene una causa fenoménica; por lo tanto, toda la serie tiene una causa fenoménica», habría una similitud; pero no digo eso; digo: todo objeto tiene una causa fenoménica si insiste en la infinidad de la serie, pero la serie de causas fenoménicas es una explicación insuficiente de la serie. Por lo tanto, la serie tiene, no una causa fenoménica, sino una causa trascendente.

RUSSELL: Eso, presuponiendo siempre que no sólo cada cosa particular del mundo sino el mundo globalmente tiene que tener una causa. No encuentro la razón para esa suposición. Si usted me la da, le escucharé.

COPLESTON: Bien, la serie de acontecimientos tiene causa o no tiene causa. Si la tiene, debe haber, evidentemente, una causa fuera de la serie. Si no tiene causa, entonces es suficiente por sí misma, y si lo es, es lo que yo llamo necesaria. Pero no puede ser necesaria ya que cada miembro es contingente, y hemos convenido en que el total no tiene realidad aparte de sus miembros, y por lo tanto no puede ser necesario. Por lo tanto, no puede carecer de causa, y tiene que tener una causa. Y me gustaría anotar, de pasada, que la afirmación «el mundo existe sencillamente y es inexplicable» no puede ser producto del análisis lógico.

RUSSELL: No quiero parecer arrogante, pero me parece que puedo concebir cosas que usted dice que la mente humana no puede concebir. En cuanto a que las cosas no tengan causa, los físicos nos aseguran que la transición del cuántum individual de los átomos carece de causa.

COPLESTON: Bien, yo me pregunto si eso no es simplemente una inferencia transitoria.

RUSSELL: Puede ser, pero demuestra que las mentes de los físicos pueden concebirlo.

COPLESTON: Sí, convengo en que algunos científicos -los físicos- están dispuestos a permitir la indeterminación dentro de un campo restringido. Pero hay muchos científicos que no están tan dispuestos. Creo que el profesor Dingle, de la Universidad de Londres, sostiene que el principio de la incertidumbre de Heisenberg nos dice algo sobre el éxito (o la falta de él) de la presente teoría atómica basada en observaciones correlativas, pero no sobre la naturaleza en sí, y muchos físicos comparten este criterio. Sea como sea, no comprendo cómo los físicos pueden no aceptar la teoría en la práctica, aunque no la acepten en teoría. No comprendo cómo puede hacerse ciencia, si no es basándose en la suposición del orden y la inteligibilidad de la naturaleza. El físico presupone, al menos tácitamente, que tiene cierto sentido investigar la naturaleza y buscar las causas de los acontecimientos, como el detective presupone que tiene un sentido el buscar la causa de un asesinato. El metafísico supone que tiene sentido buscar la razón o la causa de los fenómenos y, como no soy kantiano, considero que el metafísico está tan justificado en su suposición como el físico. Cuando Sartre, por ejemplo, dice que el mundo es gratuito, creo que no ha considerado suficientemente lo que implica «gratuito».

RUSSELL: Creo… me parece que de eso no podemos hablar por extensión; un físico busca causas; eso no significa necesariamente que haya causas por todas partes. Un hombre puede buscar oro sin suponer que haya oro en todas partes; si encuentra oro, enhorabuena; si no lo encuentra mala suerte. Lo mismo ocurre cuando los físicos buscan causas. En cuanto a Sartre, no sé exactamente lo que quiere decir, y no querría que pensasen que lo interpreto, pero, por mi parte, creo que la noción de que el mundo tiene una explicación es un error. No veo por qué uno debe esperar que la tenga, y creo que lo que dice sobre la justificación de la suposición del científico es una afirmación excesiva.

COPLESTON: Bien, me parece que el científico hace ciertas suposiciones. Cuando experimenta para averiguar alguna verdad particular, detrás del experimento se esconde la suposición de que el universo no es simplemente discontinuo. Existe la posibilidad de averiguar una verdad mediante el experimento. El experimento puede ser malo, puede no tener resultado, o no el resultado deseado, pero, de todas maneras existe la posibilidad de hallar la verdad que supone mediante el experimento. Y esto me parece que presupone un universo ordenado e inteligible.

RUSSELL: Creo que está generalizando más de lo necesario. Sin duda el científico supone que probablemente la hallará y con frecuencia es así. No da por supuesto que la hallará seguro y ése es un asunto muy importante en la física moderna,

COPLESTON: Bien, creo que lo da por supuesto, o está obligado a darlo tácitamente, en la práctica. Puede ocurrir, citando al profesor Haldane que «cuando encienda un gas bajo la marmita, parte de las moléculas de agua se evaporarán, y no habrá modo de averiguar cuáles serán», pero no hay que pensar necesariamente que la idea de la casualidad tenga que ser introducida excepto en relación con nuestros propios conocimientos.

RUSSELL: No, no es así, al menos si puedo creer en lo que él mismo dice. Descubre muchas cosas el científico; descubre muchas cosas que están sucediendo en el mundo, que son, al principio, comienzos de cadenas causales, primeras causas que no tienen causa en sí mismas. No supone que todo tiene una causa.

COPLESTON: Seguramente hay una primera causa dentro de un cierto campo elegido. Es una primera causa relativa.

RUSSELL: No creo que diga eso. Si existe un mundo en el cual la mayoría de los acontecimientos, pero no todos, tienen causas, el científico podrá describir las probabilidades e incertidumbres suponiendo que este acontecimiento particular en que uno está interesado, probablemente tiene una causa. Y como, en cualquier caso, no se tiene más que la probabilidad, con eso basta.

COPLESTON: Puede ocurrir que el científico no espere obtener más que la probabilidad, pero, al plantear la cuestión, supone que la cuestión de la explicación tiene un significado. Pero su criterio general es, entonces, Lord Russell, que no es siquiera legítimo plantear la cuestión de la causa del mundo, ¿no es así?

RuSSELL: Sí, ésa es mi postura.

COPLESTON: Si esa cuestión carece para usted de significado, es, claro está, muy difícil discutirla, ¿no es cierto?

RUSSELL: Sí, es muy difícil. ¿Qué le parece si pasamos a otros problemas?

LA EXPERIENCIA RELIGIOSA

COPLESTON: Muy bien. Voy a decir unas palabras sobre la experiencia religiosa, y luego pasaremos a la experiencia moral. Yo no considero la experiencia religiosa como una prueba estricta de la existencia de Dios, por lo que el carácter de la discusión cambia un poco, pero creo que puede decirse que su mejor aplicación es la existencia de Dios. Por experiencia religiosa no entiendo simplemente sentirse a gusto. Entiendo una apasionada, aunque oscura, conciencia de un objeto que irresistiblemente parece al sujeto de la experiencia algo que le trasciende, algo que trasciende todos los objetos normales de experiencia, algo que no puede ser imaginado, ni conceptualizado, pero cuya realidad es indudable, al menos durante la experiencia. Yo afirmaría que no puede explicarse adecuadamente y sin dejarse cosas en el tintero; sólo subjetivamente. La experiencia básica real, de todos modos, se explica fácilmente mediante la hipótesis de que existe realmente alguna causa objetiva de esa experiencia.

RUSSELL: Yo respondería a esa argumentación que todo el argumento que se derive de nuestros estados de conciencia con respecto a algo fuera de nosotros es un asunto muy peligroso. Aun cuando todos admitimos su validez, sólo nos sentimos justificados al hacerlo, me parece a mí, en virtud del consenso de la humanidad. Si hay una multitud en una habitación y en la habitación hay un reloj, todos pueden ver el reloj. El hecho de que todos puedan verlo tiende a hacerles pensar que no se trata de una alucinación: mientras que esas experiencias religiosas tienden a ser muy particulares.

COPLESTON: Sí, así es. Hablo estrictamente de la experiencia mística pura, y ciertamente no incluyo lo que se llaman visiones. Me refiero sencillamente a la experiencia, y admito plenamente que es inefable, del objeto trascendente o de lo que parece ser un objeto trascendente. Recuerdo que Julian Huxley dijo en una conferencia que la experiencia religiosa, o la experiencia mística, es una experiencia tan real como el enamorarse o el apreciar la poesía y el arte. Bien, yo creo que cuando apreciamos la poesía y el arte apreciamos poemas concretos o una obra de arte en concreto. Si nos enamoramos, nos enamoramos de alguien, no de nadie.

RUSSELL: Permítame interrumpirle un momento. Eso no sucede siempre así. Los novelistas japoneses nunca creen que han conseguido su objetivo hasta que gran cantidad de seres reales se han suicidado por amor a la heroína imaginaria.

COPLESTON: Bien, le creo lo que dice que sucede en el Japón. No me he suicidado, gracias a Dios, pero me vi fuertemente influido, al tomar dos importantes decisiones en mi vida, por dos biografías. Sin embargo, debo aclarar que encuentro poca semejanza entre la influencia real de esos libros sobre mí, y la experiencia mística pura, hasta el punto, entiéndase, en que alguien ajeno a ella puede tener una idea de tal experiencia.

RUSSELL: Bien, yo quiero decir que no debemos considerar a Dios al mismo nivel que los personajes de una obra de ficción. ¿Reconocerá que aquí hay una diferencia?

COPLESTON: Desde luego. Pero lo que yo diría es que la mejor explicación parece ser la explicación que no es puramente subjetiva. Claro que una explicación subjetiva es posible en el caso de cierta gente, en la que hay escasa relación entre la experiencia y la vida, como en el caso de los alucinados, etc. Pero cuando se llega al tipo puro, como por ejemplo San Francisco de Asís, cuando se obtiene una experiencia cuyo resultado es un desbordamiento de amor creativo y dinámico, la mejor explicación, a mi entender, es la existencia real de una causa objetiva de la experiencia.

RUSSELL: Bien, yo no afirmo dogmáticamente que no hay Dios. Lo que sostengo es que no sabemos que lo haya. Yo sólo puedo tener en cuenta lo que se registra, y encuentro que se registran muchas cosas, pero estoy seguro de que usted no acepta lo que se dice sobre los demonios, etc., aunque todas esas cosas se afirman exactamente con el mismo tono de voz y con la misma convicción. Y el místico, si su visión es verdadera, puede decir que él sabe que existen los demonios. Pero yo no sé que los haya.

COPLESTON: Seguramente en el caso de los demonios ha habido gente que ha hablado principalmente de visiones, apariciones, ángeles o diablos, etcétera. Yo excluiría las apariciones porque pueden ser explicadas con independencia de la existencia del sujeto supuestamente visto.

RUSSELL: Pero ¿no cree que hay suficientes casos registrados de personas que creen que han oído cómo Satán les hablaba dentro de su corazón, del mismo modo que los místicos afirman a Dios? Y ahora no hablo de una visión exterior, hablo de una experiencia puramente mental. Ésa parece ser una experiencia de la misma clase que la experiencia de Dios de los místicos, y no veo por qué, por lo que nos dicen los místicos, no se puede sostener el mismo argumento en favor de Satán.

COPLESTON: Estoy completamente de acuerdo en que hay gente que ha imaginado o pensado que ha visto u oído a Satán. Y de pasada, yo no tengo el menor deseo de negar la existencia de Satán. Pero no creo que la gente haya afirmado haber experimentado a Satán, del modo preciso en que los místicos afirman haber experimentado a Dios. Tomemos el caso de Plotino, que no era cristiano. Éste admite la experiencia de algo inexpresable, el objeto es un objeto de amor, y por lo tanto no un objeto que causa horror y disgusto. Y el efecto de esa experiencia está, diría, refrendado o, mejor dicho, la validez de la experiencia está refrendada por las crónicas de la vida de Plotino. De todas maneras, es más razonable suponer que tuvo esa experiencia, si hemos de aceptar el relato de Porfirio sobre la bondad y benevolencia de Plotino.

RUSSELL: El hecho de que una creencia tenga un buen efecto moral sobre un hombre no constituye ninguna evidencia en favor de su verdad.

COPLESTON: No, pero si pudiera probarse de verdad que la creencia era realmente la causa de un buen efecto en la vida de ese hombre, la consideraría una presunción en favor de alguna verdad; en todo caso, de la parte positiva de la creencia, no de su entera validez. Pero, sea como sea, utilizo el carácter de su vida como prueba en favor de la veracidad y la cordura del místico más que como prueba de la verdad de sus creencias.

RUSSELL: Pero incluso eso no lo considero como prueba. Yo he tenido experiencias que han alterado mi carácter profundamente. Y de todas maneras, en aquel momento pensé que fue alterado para bien. Aquellas experiencias eran importantes, pero no suponían la existencia de algo fuera de mí, y no creo que, si yo hubiere pensado que la suponían, el hecho de que tuvieran un efecto saludable constituiría una prueba de que yo tenía razón.

COPLESTON: No, pero creo que el buen efecto atestiguaría su veracidad en la descripción de la experiencia. Por favor, recuerde que no estoy diciendo que la mediación de un místico o la interpretación de su experiencia deban ser inmunes a la crítica o discusión.

RUSSELL: Evidentemente, el carácter de un joven puede verse, y con frecuencia se ve, inmensamente afectado para bien por las lecturas sobre un gran hombre de la historia, y puede ocurrir que el gran hombre sea un mito y no exista, pero el muchacho queda tan afectado para bien como si existiera. Ha habido gente así. En las Vidas de Plutarco encontramos el ejemplo de Licurgo, que no existió de verdad, pero se puede uno ver muy influido leyendo cosas sobre Licurgo, teniendo incluso la impresión de que ha existido. Entonces uno habrá recibido la influencia de un objeto que ha amado, pero no habrá objeto existente.

COPLESTON: En eso estoy de acuerdo con usted; un hombre puede sufrir la influencia de un personaje de ficción. Sin profundizar en la cuestión de qué es lo que precisamente le afecta (yo diría que un valor real), creo que la situación de ese hombre y del místico son diferentes. Después de todo, el hombre influido por Licurgo no ha tenido la irresistible impresión de que ha experimentado, en alguna forma, la última realidad.

RUSSELL: No creo que haya captado bien mi criterio sobre estos personajes históricos, estos personajes no históricos de la historia. No supongo lo que usted llama un efecto sobre la persona. Supongo que el joven, al leer sobre esa persona y creerla real, la ama, cosa que ocurre con mucha facilidad, pero, sin embargo, ama a un fantasma.

COPLESTON: En un sentido ama a un fantasma, eso es perfectamente cierto; en el sentido, quiero decir, que ama a X o Y que no existen. Pero, al mismo tiempo, creo que el muchacho no ama al fantasma como tal; percibe el valor real, una idea que reconoce como objetivamente válida, y eso es lo que despierta su amor.

RUSSELL: Sí, en el mismo sentido en que hablábamos antes de los personajes de ficción.

COPLESTON: Sí, en un sentido el hombre ama a un fantasma; perfectamente cierto. Pero, en otro, ama lo que percibe como un valor.

EL ARGUMENTO MORAL

RUSSELL: Pero ¿ahora no está diciendo, en efecto, que entiende por Dios todo cuanto es bueno, o la suma total de lo que es bueno, el sistema de lo que es bueno, y, por lo tanto, cuando un joven ama algo bueno, ama a Dios? ¿Es eso lo que dice? Porque, si lo es, hay que discutirlo.

COPLESTON: No digo, claro está, que Dios sea la suma total o el sistema de lo bueno en el sentido panteísta; no soy panteísta, pero sí creo que toda bondad refleja a Dios de alguna forma y procede de Él, de modo que el hombre que ama lo que es realmente bueno, ama a Dios, aun cuando no advierta a Dios. Pero convengo en que la validez de esta interpretación de la conducta de un hombre depende del reconocimiento de la existencia de Dios, evidentemente.

RUSSELL: Sí, pero ése es un punto que hay que probar.

COPLESTON: De acuerdo, pero yo considero que lo prueba el argumento metafísico y ahí diferimos.

RUSSELL: Verá, yo entiendo que hay cosas buenas y cosas malas. Yo amo las cosas que son buenas, que yo creo que son buenas, y odio las cosas que creo malas. No digo que las cosas buenas lo son porque participan de la divina bondad.

COPLESTON: Sí, pero ¿cuál es su justificación para distinguir entre lo bueno y lo malo, o cómo se las arregla para distinguir ambas cosas?

RUSSELL: No necesito justificación alguna, como no la necesito cuando distingo entre el azul y el amarillo. ¿Cuál es mi justificación para distinguir entre el azul y el amarillo? Veo que son diferentes.

COPLESTON: Estoy de acuerdo en que ésa es una excelente justificación. Usted distingue el amarillo del azul porque los ve, pero ¿cómo distingue lo bueno de lo malo?

RUSSELL: Por mis sentimientos.

COPLESTON: Por sus sentimientos. Bien, eso era lo que yo preguntaba. ¿Usted cree que el bien y el mal hacen referencia simplemente al sentimiento?

RUSSELL: Bien, ¿por qué un tipo de objeto parece amarillo y otro azul? Puedo darle una respuesta a eso gracias a los físicos, y en cuanto a que yo considere mala una cosa y otra buena, probablemente la respuesta es de la misma clase, pero no ha sido estudiada del mismo modo y no se la puedo dar.

COPLESTON: Bien, tomemos por ejemplo el comportamiento del comandante de Belsen. A usted le parece malo e indeseable, y a mí también. Para Adolfo Hitler, me figuro que sería algo bueno y deseable. Supongo que usted reconocerá que para Hitler era bueno y para usted malo.

RUSSELL: No, no voy a ir tan lejos. Quiero decir que hay gente que comete errores en eso, como puede cometerlos en otras cosas. Si tiene ictericia verá las cosas amarillas aun cuando no lo sean. En eso comete un error.

COPLESTON: Sí, uno puede cometer errores, pero ¿se puede cometer un error cuando se trata simplemente de una cuestión referida a un sentimiento o a una emoción? Seguramente Hitler sería el único juez posible en lo relativo a sus propias emociones.

RUSSELL: Tiene razón al decir eso, pero puede decir también varias cosas sobre los demás; por ejemplo, que si eso afectaba de tal manera las emociones de Hitler, entonces Hitler afecta de un modo totalmente distinto a mis emociones.

COPLESTON: Concedido. Pero ¿no hay criterio objetivo, aparte del sentimiento, para condenar la conducta del comandante de Belsen, según usted?

RUSSELL: No más que para una persona daltónica que se encuentra exactamente en la misma posición. ¿Por qué condenamos intelectualmente al daltónico? ¿Porque se trata de una minoría?

COPLESTON: Yo diría que es porque le falta algo que normalmente pertenece a la naturaleza humana.

RUSSELL: Sí, pero si se tratara de una mayoría, no diríamos eso.

COPI.ESTON: Entonces, usted diría que no hay criterio aparte del sentimiento que nos permita distinguir entre la conducta del comandante de Belsen y la conducta, por ejemplo, de Sir Strafford Cripps, o del Arzobispo de Canterbury.

RUSSELL: Lo del sentimiento es demasiado simple. Hay que tener en cuenta los efectos de los actos y los sentimientos hacia ésos efectos. Como verá, puede provocar una discusión, si usted dice que cierta clase de sucesos le agradan y que otros no le agradan. Entonces, tendría que tener en cuenta los efectos de las acciones. Puede decir muy bien que los efectos de las acciones del comandante de Belsen fueron dolorosos y desagradables.

COPLESTON: Indudablemente lo fueron, de acuerdo, para toda la gente del campo.

RUSSELL: Sí, pero no sólo para la gente del campo, sino también para los extraños que los contemplaban.

COPLESTON: Sí, completamente cierto. Pero ése es mi criterio. No apruebo esos actos, y sé que usted no los aprueba, pero no veo razón alguna para no aprobarlos, porque, después de todo, para el comandante de Belsen esos actos era agradables.

RUSSELL: Sí, pero ve que en este caso no necesito más razones que en el caso de la percepción de los colores. Hay personas que piensan que todo es amarillo, hay gentes que sufren de ictericia, y yo no estoy de acuerdo con ellas. No puedo probar que las cosas no son amarillas, no hay prueba de ello, pero la mayoría de la gente está de acuerdo conmigo en que el comandante de Belsen estaba cometiendo errores.

COPLESTON: Bien, ¿acepta alguna obligación moral?

RUSSELL: El responder a eso me obligaría a extenderme mucho. Hablando en términos prácticos, sí. Hablando teóricamente, tendría que definir la obligación moral muy cuidadosamente.

COPLESTON: Bien, ¿cree que la palabra «debo» tiene simplemente una connotación emocional?

RUSSELL: No, no lo creo, porque, como decía hace un momento, uno tiene que tener en cuenta los efectos, y yo opino que la buena conducta es la que probablemente produciría el mayor saldo posible en valor intrínseco de todos los actos posibles de acuerdo con las circunstancias, y hay que tener en cuenta los efectos probables de una acción al considerar lo que es bueno.

COPLESTON: Bien, yo traje a colación la obligación moral porque pienso que uno puede acercarse por ese camino a la cuestión de la existencia de Dios. La gran mayoría de la raza humana hará, y siempre ha hecho, alguna distinción entre el bien y el mal. La gran mayoría, a mi entender, tiene alguna conciencia de una obligación en la esfera moral. Yo opino que la percepción de valores y la conciencia de una ley y una obligación morales tienen su mejor aplicación en la hipótesis de una razón trascendente del valor y de un autor de la ley moral. No entiendo por «autor de la ley moral» un autor arbitrario de la ley moral. Creo, en realidad, que esos ateos modernos que han sostenido, a la inversa, «no hay Dios; por lo tanto, no hay valores absolutos ni ley absoluta» son completamente lógicos.

RUSSELL: No me gusta la palabra «absoluto». No creo que haya nada absoluto. La ley moral, por ejemplo, cambia constantemente. En un período del desarrollo de la raza humana casi todo el mundo pensaba que el canibalismo era un deber.

COPLESTON: Bien, no veo que las diferencias entre juicios morales particulares constituyan ningún argumento concluyente contra la universidad de la ley moral. Supongamos por el momento que hay valores morales absolutos; incluso manejando esta hipótesis sólo se puede esperar que diferentes individuos y diferentes grupos posean diversos grados de percepción de esos valores.

RUSSELL: Me siento inclinado a pensar que «debo», el sentimiento que uno tiene acerca de «debo», es un eco de lo que nos han dicho nuestros padres y nuestras ayas.

COPLESToN: Bien, yo me pregunto si se puede acabar con la idea del «debo» solamente en términos de ayas y de padres. Realmente no sé cómo puede ser transmitida a nadie en otros términos que los propios. Me parece que, si hay un orden moral que pesa sobre la conciencia humana, entonces ese orden moral es ininteligible sin la existencia de Dios.

RUSSELL: Entonces, tiene que elegir una de las dos cosas. O Dios sólo habla a un pequeño porcentaje de la humanidad -que da la casualidad que le comprende a usted-, o deliberadamente dice cosas que no son ciertas, cuando se dirige a la conciencia de los salvajes.

COPLESTON: Bien, yo no estoy sugiriendo que Dios dicte realmente los preceptos morales a la conciencia. Las ideas humanas del contenido de la ley moral dependen, desde luego, en gran parte de la educación y del medio, y un hombre tiene que usar su razón al estimar la validez de las ideas morales reales de su grupo social. Pero la posibilidad de criticar el código moral aceptado presupone que hay un patrón objetivo, que hay un orden moral ideal, que se impone (quiero decir, cuyo carácter obligatorio puede ser reconocido). Creo que el reconocimiento de este orden moral ideal es parte del reconocimiento de la contingencia. Implica la existencia de un fundamento real de Dios.

RUSSELL: Pero el legislador siempre ha sido, a mi parecer, los padres o alguien semejante. Hay muchos legisladores terrestres, lo que explica por qué las conciencias de la gente son tan extraordinariamente distintas en diferentes tiempos y lugares.

COPLESTON: Eso ayuda a explicar las diferencias de percepción de los valores morales particulares, diferencias que de lo contrario son inexplicables. Ayudará también a explicar los cambios en materia de ley moral, en el contenido de los preceptos aceptados por esta o aquella nación, o este o aquel individuo. Pero su forma, lo que Kant llama el imperativo categórico, el «debo», yo realmente no sé cómo puede ser inculcado a nadie por los padres o las ayas, porque no hay términos posibles, que yo sepa, con que se pueda explicar. No puede definirse con otros términos que los suyos propios, porque una vez que se le ha definido en otros términos que ésos, se ha terminado con él. Ya no es un deber moral. Ya es otra cosa.

RUSSsELL: Bien, yo creo que el sentimiento del deber es la consecuencia de la imaginaria reprobación de alguien; puede ser la imaginaria reprobación de Dios, pero es la reprobación imaginaria de alguien. Y eso es lo que yo entiendo por «deber».

COPLESTON: A mí me parece que todas las cosas externas, las costumbres y tabús, son las que pueden ser explicadas en base al medio y la educación, mas todo eso pertenece, a mi entender, a lo que llamo la materia de la ley, al contenido. La idea de «deber» es tal que no puede ser inculcada a un hombre por un jefe de tribu ni por nadie, porque no hay términos para ello. Me parece perfectamente… (Russell interrumpe).

RUSSELL: Pero no encuentro ninguna razón para decir eso. Todos sabemos algo sobre reflejos condicionados. Sabemos que un animal, si se le castiga habitualmente por un determinado acto, a1 cabo de un tiempo dejará de hacerlo. No creo que el animal deje de hacerlo porque se ha dicho «mi amo se enfadará si hago esto». Tiene la sensación de que no debe hacer aquello. Eso es lo que ocurre con nosotros y nada más.

COPLESTON: No veo ninguna razón que nos haga suponer que un animal tiene conciencia de la obligación moral; y la verdad es que no consideramos a un animal moralmente responsable por sus actos de desobediencia. Pero el hombre tiene conciencia de la obligación y de los valores morales. No creo que se pueda condicionar a los hombres, como se puede «condicionar» a un animal, ni supongo que usted quisiera hacerlo realmente, aun cuando se pudiera. Si el conductismo fuera cierto, no habría distinción moral objetiva entre el emperador Nerón y San Francisco de Asís. No puedo menos que pensar, Lord Russell, que usted considera la conducta del comandante de Belsen como moralmente reprensible, y que usted jamás, bajo la circunstancia que fuese, actuaría de ese modo, aun cuando pensase, o tuviera razones para pensar, que posiblemente el saldo de felicidad de la raza humana podría aumentarse si se tratase a algunas personas de esa manera abominable.

RUSSELL: No. Yo no imitaría la conducta de un perro rabioso. Pero el que no lo hiciera no incumbe a la cuestión que estamos discutiendo.

COPLESTON: No, pero si usted estuviera dando una explicación utilitaria del bien y del mal en términos de consecuencias, podría sostenerse, y yo supongo que algunos de los mejores nazis lo habrán sostenido, que, aunque es lamentable proceder de este modo, sin embargo, a la larga el saldo de felicidad es mayor. No creo que usted afirme eso, ¿verdad? Yo creo que usted dirá que esa acción es mala, en sí, aparte de que aumente o no la felicidad general. Entonces, si está dispuesto a decir esto, creo que debe de tener cierto criterio del bien y del mal, al margen del criterio del sentimiento. Para mí, ese reconocimiento tendría como último resultado el reconocimiento de Dios, como suprema razón de los valores existentes.

RUSSELL: Creo que nos estamos confundiendo. No es el sentimiento directo hacia el acto el que me sirve de juicio, sino más bien el sentimiento hacia sus efectos. Y no puedo reconocer circunstancia alguna en la cual ciertas clases de conducta como las que ha estado poniendo como ejemplo podrían causar un bien. No concibo circunstancias en las cuales pudieran tener un efecto beneficioso. Creo que las personas que lo creen se engañan. Pero si hubiera circunstancias en las que produjesen un efecto beneficioso, entonces podría verme obligado a decir, aunque de mala gana, «No me gustan esas cosas, pero las aceptaré», como acepto el Código Penal, aunque el castigo me molesta profundamente.

COPLESTON: Bien, quizás ha llegado el momento de que yo haga un resumen de mi postura. He discutido dos cosas. Primero, que la existencia de Dios puede ser probada filosóficamente, mediante un argumento metafísico; segundo, que sólo la existencia de Dios da sentido a la experiencia moral y a la experiencia religiosa del hombre. Personalmente, opino que su modo de explicar los juicios morales del hombre lleva inevitablemente a una contradicción entre lo que exige su teoría y sus juicios espontáneos. Además, su teoría da de lado a la obligación moral, y eso no es una explicación. Con respecto al argumento metafísico, aparentemente estamos de acuerdo en que lo que llamamos mundo consiste sencillamente en seres contingentes. Es decir, en seres carentes de razón para su propia existencia. Usted dice que la serie de acontecimientos no necesita explicación: yo digo que, si no hubiera un ser necesario, un ser que tuviera que existir y no pudiera dejar de existir, no existiría nada. El carácter infinito de la serie de seres contingentes, aun probado, no conduciría a nada. Hay algo que existe; por lo tanto tiene que haber algo que explique este hecho, un ser que esté al margen de la serie de seres contingentes. Si usted hubiera admitido esto, podríamos haber discutido si ese ser es personal, bueno, etc. En el punto sobre el que hemos realmente discutido, si hay o no un ser necesario, yo estoy de acuerdo con la gran mayoría de los filósofos clásicos.

Usted sostiene, según creo, que los seres existentes existen sencillamente, y que no hay justificación para plantear la cuestión de la explicación de su existencia. Pero yo querría indicar que esta posición no puede fundamentarse mediante el análisis lógico; expresa una filosofía que necesita pruebas. Creo que hemos llegado a un callejón sin salida porque nuestras ideas filosóficas son radicalmente diferentes; me parece que a lo que yo llamo una parte de la filosofía, usted lo llama el total, al menos en lo que tiene de racional la filosofía. Me parece, si me perdona que se lo diga, que además de su sistema lógico, que llama «moderno» por oposición a la lógica anticuada (un adjetivo tendencioso), defiende una filosofía que no puede ser verificada mediante el análisis lógico. Después de todo, el problema de la existencia de Dios es un problema existencial mientras que el análisis lógico no trata directamente los problemas de la existencia. Luego, a mi modo de ver, declarar que los términos que suponen una serie de problemas carecen de sentido, porque no son necesarios para tratar otra serie de problemas, es establecer desde un principio la naturaleza y la extensión de la filosofía, y esto en sí mismo es un acto filosófico que necesita justificación.

RUSSELL: Bien, también yo diré unas cuantas palabras como resumen. Primero, en cuanto al argumento metafísico: no admito las connotaciones del término «contingente» o la posibilidad de explicación en el sentido del padre Copleston. Creo que la palabra «contingente» inevitablemente sugiere la posibilidad de algo que no tendría lo que llamaría usted el carácter accidental de existir simplemente, y no creo que esto sea verdad excepto en el sentido puramente causal. A veces se puede dar una explicación causal de algo diciendo que es el efecto de otra cosa, pero esto es sólo referir una cosa a otra y no hay -a mi entender- explicación alguna en el sentido del padre Copleston, ni tiene sentido tampoco llamar «contingentes» a las cosas, porque no podrían ser de otra manera. Esto es lo que yo diría acerca de eso, pero querría decir unas palabras sobre la acusación del padre Copleston acerca de que considero la lógica como el total de la filosofía, lo que no es así. No considero en absoluto la lógica como el total de la filosofía. Creo que la lógica es una parte esencial de la filosofía y que la lógica tiene que ser usada en filosofía, y creo que en eso él y yo estamos de acuerdo. Cuando la lógica que él usa era nueva, a saber, en la época de Aristóteles, hubo que darle una gran importancia; Aristóteles le dio pues una gran importancia a la lógica. Ahora se ha hecho vieja y respetable y no hay que darle tanta importancia. La lógica en que yo creo es relativamente nueva y, por lo tanto, tengo que imitar a Aristóteles dándole mucha importancia; pero no es que yo crea que representa toda la filosofía, no lo creo. Creo que es una parte importante de la filosofía y, cuando digo eso, que no encuentro un significado para esta o la otra palabra, se trata de una apreciación basada en lo que he averiguado sobre esa palabra en particular, al pensar acerca de ella. No se trata de una postura general que implique que todas las palabras usadas en metafísica carezcan de sentido, o cosa semejante, que realmente yo no creo.

Con respecto al argumento moral advierto que cuando uno estudia antropología o historia se da cuenta de que hay personas que piensan que su deber consiste en realizar actos que yo considero abominables y, por lo tanto, no puedo atribuir origen divino a la materia de la obligación moral, cosa que el padre Copleston no me pide; pero creo que incluso la forma que toma la obligación moral, cuando se trata de ordenarle a uno que se coma a su padre, por ejemplo, no me parece una cosa muy noble y bella; y, por lo tanto, no puedo atribuir origen divino a la obligación moral en este sentido que creo que puede explicarse fácilmente de otras muchas maneras».

 

Este debate fue radiado originalmente en 1948 en el Tercer Programa de la BBC. Fue publicado en Humanitas en el otoño de 1948.

Discurso pronunciado al recoger el Premio Nobel de Literatura de 1950

«Su Alteza Real, damas y caballeros,
He elegido este tema para mi lectura de esta noche porque pienso que las más actuales discusiones en política y teoría política no toman suficientemente en cuenta la psicología. Hechos económicos, estadísticas demográficas, organización constitucional, etc., se exponen minuciosamente. No hay dificultad en saber cuántos surcoreanos o qué tantos norcoreanos habían cuando empezó la guerra de Corea. Si miran en los libros correctos, serán capaces de determinar cuál era su ingreso promedio por cabeza, y cuál era el tamaño de sus respectivos ejércitos. Pero si quieren conocer qué clase de persona es un coreano, y si hay alguna diferencia notable entre un norcoreano y un surcoreano; si desean saber qué quieren respectivamente de la vida, cuáles son sus descontentos, cuáles son sus esperanzas y sus miedos; en una palabra, qué es lo que, como dicen, «makes them tick»1, entonces buscarán a través de los libros referenciados, en vano. Y por lo tanto no podrán diferenciar si los surcoreanos son entusiastas sobre la ONU, o si prefieren la unión con sus primos en el norte. Ni tampoco pueden adivinar si ellos están dispuestos a renunciar a la reforma agraria por el privilegio de votar por algunos políticos de los cuales nunca han escuchado. Es la negligencia de tales preguntas hechas por los hombres eminentes que se sientan en las capitales remotas, las que frecuentemente causan decepción. Si la política se vuelve científica, y el acontecimiento no sorprende constantemente, es imperativo que nuestro pensamiento político deba penetrar más profundamente en los resortes de la acción humana. ¿Cuál es la influencia del hambre sobre los slogans? ¿cómo su eficacia fluctúa con el número de calorías en tu dieta? Si un hombre te ofrece democracia y otro te ofrece una bolsa de granos ¿en qué etapa de inanición estás si prefieres el grano al voto? Tales preguntas son demasiado poco consideradas. Sin embargo, por el momento, vamos a olvidar a los coreanos y considerar la raza humana.
Toda actividad humana es impulsada por el deseo. Hay una teoría avanzada completamente falaz propuesta por algunos moralistas fervientes en el sentido que es posible resistir al deseo en función del deber y el principio moral. Digo que esto es falaz, no porque ningún hombre actúe nunca desde un sentido del deber, sino porque el deber no tiene ninguna influencia sobre él a menos que desee ser obediente. Si desean saber qué harán los hombres, deben conocer no solo, o principalmente, sus circunstancias materiales, sino más bien todo el sistema de sus deseos con sus fuerzas relativas.
Hay algunos deseos que, aunque muy poderosos, no tienen como regla general, alguna importancia política relevante. La mayoría de los hombres en algún periodo de sus vidas desean casarse, pero por regla, ellos no pueden satisfacer este deseo sin tener que tomar alguna acción política. Hay, por supuesto, excepciones; la violación de las mujeres sabinas es un buen ejemplo. Y el desarrollo del norte de Australia está seriamente impedido por el hecho de que los jóvenes vigorosos quienes deben hacer el trabajo no les gusta estar totalmente privado de la sociedad femenina. Pero tales casos son inusuales, y, en general, el interés mutuo que comparten hombres y mujeres tienen poca influencia sobre la política.
Los deseos que son políticamente importantes pueden estar divididos en un grupo primario o un grupo secundario. En el grupo primario vienen las necesidades vitales: comida, protección y ropa. Cuando estas cosas se vuelven muy escasas, no hay límite para los esfuerzos que los hombres harán, o la violencia que ellos exhibirán en la esperanza de asegurarlos. Los estudiantes de la más temprana historia dicen que, en cuatro ocasiones diferentes, la sequía en Arabia causo que la población de ese país se derramara en las regiones circundantes, con inmensos efectos políticos, culturales y religiosos. La última de esas cuatro ocasiones fue el surgimiento del Islam. La expansión gradual de las tribus germánicas desde el sur de Rusia a Inglaterra, y desde allí a San Francisco, tuvo motivos similares. Sin duda alguna el deseo por la comida ha sido, y sigue siendo, una de las causas principales de los grandes acontecimientos políticos.
Pero el hombre difiere de otros animales en un muy importante aspecto, y ese es que él tiene algunos deseos que son, por decirlo de alguna manera, infinitos, que no pueden estar nunca gratamente satisfechos, y que lo mantienen inquieto incluso en el paraíso. La boa constrictor, cuando ha tenido una adecuada alimentación, se va a dormir y no se despierta hasta que necesita alimentarse de nuevo. Los seres humanos, en su mayor parte, no son así. cuando los árabes, quienes han estado acostumbrados a vivir con mesura en unas cuantas fechas, adquirieron la riqueza del Imperio Romano de Oriente, y vivieron en palacios de lujo casi increíbles, ellos no se volvieron inactivos en este sentido. El hambre ya no podía ser más un motivo, pues los esclavos griegos les suministraban exquisitas viandas con el ligero asentamiento. Pero oros deseos los mantuvieron activos: cuatro en particular que podemos etiquetar como la adquisición, la rivalidad, la vanidad y el amor al poder.
Adquisición – el deseo de poseer tantos bienes como sea posible, o el título de los bienes- es un motivo que, supongo, tiene su origen en una combinación entre el miedo y el deseo por cosas necesarias. Una vez fui amigo de dos pequeñas niñas de Estonia, quienes escaparon por poco de la muerte por inanición en una hambruna. Ellas vivían en mi familia, y por supuesto tenían mucho para comer. Pero ellas gastaban todo su tiempo libre visitando granjas vecinas y robando papas que luego acumulaban. Rockefeller, quien en su infancia experimentó gran pobreza, gastó toda su vida adulta de manera similar. Del mismo modo, los jefes árabes en sus sedosos divanes bizantinos no podían olvidar el desierto y acumularon riquezas más allá de cualquier posible necesidad física. Pero cualquiera que sea el psicoanálisis sobre la adquisición, nadie puede negar que es uno de los grandes motivos, especialmente entre los más poderosos, porque, como dije antes, es uno de los infinitos motivos. Por mucho que puedas adquirir, siempre vas a desear adquirir más; la saciedad es un sueño que siempre escapa de ti.
Pero la adquisición, aunque es el motor principal del sistema capitalista, no es de ninguna manera el más poderoso de los motivos que sobreviven a la conquista del hambre. La rivalidad es un motivo mucho más fuerte. Una y otra vez en la historia de los musulmanes, las dinastías han llegado a la pena a causa de hijos de un sultán cuyas diferentes madres no pudieron ponerse de acuerdo y en la consiguiente guerra civil universal resultó la ruina. La misma clase de cosas suceden en la Europa moderna. Cuando el gobierno británico, muy insensatamente, permitió al Kaiser estar presente en una revisión naval en Spithead, el pensamiento que surgió en su mente no fue el que nosotros habíamos querido. Lo que él pensaba era «debo tener una armada tan buena con la de mi abuela». Y a partir de este pensamiento han salido todos los subsecuentes problemas. El mundo sería un lugar más feliz si la adquisición fuera siempre tan fuerte como la rivalidad. Pero de hecho, un gran número de hombres se enfrentarán con alegría al empobrecimiento si pueden así asegurar la completa ruina de su rival. De ahí el nivel actual de tributación.
La vanidad es un motivo de inmensa potencia. Cualquiera que tenga mucho que ver con niños sabe cómo ellos están constantemente actuando alguna broma, y diciendo «mírenme». Ese «mírenme» es uno de los deseos más fundamentales del corazón humano. Puede tomar innumerables formas, desde la bufoneria hasta la búsqueda de la fama póstuma. Había un príncipe italiano del renacimiento a quien el sacerdote le preguntó si en su lecho de muerte tendría algo de lo cual arrepentirse. «Sí» dijo él. «Hay una cosa. En una ocasión tuve la visita del Emperador y del Papa al mismo mismo tiempo. Los tomé a ambos a la cima de mi torre para apreciar la vista, y descuide la oportunidad de arrojarlos a ambos, lo que me habría dado una fama inmortal». La historia no nos cuenta si el sacerdote le dio su absolución. Uno de los problemas de la vanidad es que crece cuando se le alimenta. Cuanto más se hable de ti, más desearás que hablen de ti. El asesino condenado a quién se le permite ver el relato de su juicio en la prensa se indigna si él encuentra en el periódico que han reportado la noticia inadecuadamente. Y cuanto más se encuentra en otros periódicos, más indignado estará con aquellos cuyos reportes son escasos. Los políticos y literatos están en la misma situación. Y mientras más famosos se conviertan, será más difícil para la prensa satisfacerlos. Es apenas posible exagerar la influencia de la vanidad durante toda la gama de la vida humana, desde el niño de tres hasta el monarca que hace temblar el mundo cuando frunce el ceño. La humanidad ha cometido incluso la impiedad de atribuir deseos similares a la Deidad, a quienes ellos imaginan ávido por la alabanza continua.
Pero grande como es la influencia que hemos estado considerando, hay uno que pesa más que todos los demás. Me refiero al amor al poder. El amor al poder es cercanamente parecido a la vanidad. Pero de ninguna manera esto significa que sean la misma cosa. Lo que la vanidad necesita para su satisfacción es gloria, y es fácil tener gloria sin poder. Las personas que gozan de mayor gloria en los Estados Unidos son las estrellas de cine, pero pueden ser colocadas en su sitio por el comité de actividades no americanas, que no goza de ninguna gloria. En Inglaterra, el Rey tiene más gloria que el primer ministro, pero el primer ministro tiene más poder que el Rey. Mucha gente prefiere la gloria al poder, pero en general, estas personas producen menos efectos sobre el transcurso de los acontecimientos que aquellas personas que prefieren el poder sobre la gloria. Cuando Blücher, en 1814, vio los palacios de Napoleón, él dijo, «Acaso no fue un tonto al tener todo esto y aún así ir corriendo por Moscú». Napoleón, quien ciertamente no estaba desprovisto de vanidad, prefería el poder cuando tenía que elegir. Para Blücher, esta elección parecía estúpida. El poder, de la misma manera que la vanidad, es insaciable. Nada menos que la omnipotencia puede satisfacerlo completamente. Y como es, especialmente, el vicio de los hombres enérgicos, la eficacia causal del amor al poder está por fuera de toda proporción por su frecuencia, Esto es, de hecho, por mucho, el más fuerte motivo en las vidas de los hombres importantes.
El amor al poder se incrementa mucho al experimentar el poder, y esto se aplica al poder mestizo como al de los potentados. In los días felices antes de 1914 cuando las señoras bien podían adquirir un montón de sirvientes, su placer en ejercer poder sobre los empleados domésticos aumentó constantemente con la edad. De la misma manera, en cualquier régimen autocrático, quienes tienen el poder se vuelven más tiránicos con la experiencia de los placeres que el poder pude permitirse. Dado que el poder sobre los seres humanos se manifiesta haciendo que hagan lo que preferirían no hacer, el hombre que actúa por amor al poder es más propenso a infligir dolor que a permitir placer. Si le piden a su jefe una licencia de la oficina en alguna ocasión legítima, su amor al poder obtendrá más satisfacción al negarla que al permitirla. Si ustedes requieren un permiso de construcción, el funcionario de menor importancia tendrá más placer al decir «No» que al decir «Sí». Es por este tipo de cosas que hacen que el amor al poder tan peligroso motivo.
Pero tiene otros lados que son más deseables. La búsqueda de conocimiento es, producida principalmente por el amor al poder. Y así son todos los avances en la técnica científica. En política, también un reformador puede tener el mismo amor al poder que el déspota. Sería un completo error desacreditar el amor al poder como únicamente un motivo. Si usted va a ser conducido por este motivo a acciones que son útiles, o a acciones que son perniciosas, depende del sistema social y de sus capacidades. Si sus capacidades son teoréticas o técnicas, entonces contribuirán al conocimiento o a la técnica, y, como regla general, su actividad será útil. Si ustedes son unos políticos tal vez actúen por amor al poder, pero por regla este motivo se unirá al deseo para ver algún estado de fantasías realizadas que, por alguna razón, prefieren el status quo. Un gran general, como Alcibiades, puede ser muy indiferente en relación al lado por el cual pelea, pero la mayoría de los generales prefieren luchar por su propio país, y tener, por lo tanto, otros motivos además del amor al poder. El político puede cambiar de lado tan frecuentemente para encontrarse siempre a sí mismo en la mayoría. pero la mayoría de los políticos tienen preferencia por un partido que por otro, y subordina su amor al poder por esta preferencia. El amor al poder más puro como es posible se ve en diferentes tipos de hombre. Un tipo es el soldado de la fortuna, de quien Napoleón es el ejemplo supremo. Pienso que Napoleón no tenía preferencia ideológica por Francia sobre Córcega, pero si se hubiera convertido en emperador de Córcega no habría sido un hombre tan grande como él se hizo al pretender ser un Francés. Tales hombres, sin embargo, no son muy puros ejemplos, ya que también obtienen inmensa satisfacción de la vanidad. El tipo más puro es el de la eminence grise, el poder detrás del trono que nunca aparece en público, y se limita a abrazarse con el pensamiento secreto: «Cuán poco saben esas marionetas sobre quién está controlando los hilos.» El Barón Holstein, quien controló la política exterior del Imperio Alemán desde 1890 a 1906, ilustra este tipo de perfección. Él vivía en un barrio bajo; nunca apareció en sociedad; evitaba encontrarse con el Emperador, excepto en una única ocasión cuando no pudo resistirse a lo inoportuno del Emperador; rechazó todas las invitaciones a las Funciones de la Corte alegando que él no poseyó ningún vestido del tribunal. Él había adquirido secretos que le permitían chantajear al Canciller y a muchos de los íntimos del Kaiser. Él usaba el poder del chantaje, no para adquirir riqueza, o fama, o alguna otra ventaja obvia, sino simplemente para adoptar la política extranjera que él quería. En el Este, no eran raros este tipo de personajes entre los Eunucos.
He llegado ahora a otros motivos que, aunque en un sentido menos fundamental que estos que hemos estado considerando, siguen siendo de considerable importancia. El primer motivo es el amor a lo emocionante. Los seres humanos muestran su superioridad sobre los brutos por su capacidad de aburrimiento, aunque yo a veces he pensado, examinando los simios en el zoológico, que ellos, tal vez, tengan los rudimentos de esta tediosa emoción. Sin embargo esto puede ser, la experiencia muestra que esa huida del aburrimiento es realmente uno de los más poderosos deseos de casi todos los seres humanos. Cuando los hombres blancos entran en contacto por primera vez con alguna raza impoluta de salvajes, les ofrecen todo tipo de beneficios desde la luz del evangelio hasta el pastel de calabaza. A los cuales, sin embargo, por mucho que podamos lamentarlo, la mayoría de los salvajes los reciben con indiferencia. Lo que ellos realmente valoran por encima de los regalos que nosotros les llevamos es el embriagador licor que les permite, por la primera vez en sus vidas, tener la ilusión por unos cuantos breves momentos que es mejor estar vivo que estar muerto. Los Indios Rojos, mientras ellos no eran aún afectados por el hombre blanco, fumaban sus pipas, no calmados como nosotros, sino orgiásticamente, inhalando tan profundo que se hundían en su desmayo. Y cuando la excitación por la nicotina fallaba, un orador patriótico los agitaba para atacar una tribu vecina, lo que les daría todo el regocijo que nosotros (de acuerdo a nuestro temperamento) derivamos de una carrera de caballos o una elección general. El placer por apostar consiste casi completamente en excitación. Monsieur Huc describe que los comerciantes chinos, en la Gran Muralla en invierno, apostaban hasta perder todo el dinero, luego procedían a perder toda su mercancía, y en las últimas apuestas perdían su ropa hasta quedar desnudos y luego morir de frío. Con los hombres civilizados, como con las primitivas tribus de los Indios Rojos, pienso que es principalmente el amor a lo emocionante lo que hace aplaudir al pueblo cuando estalla la guerra; la emoción es exactamente la misma que en un encuentro de fútbol, aunque los resultados son aveces más serios.
No es totalmente fácil decidir cuál es la raíz del amor a lo emocionante. Me inclino a pensar que nuestro maquillaje mental se adapta a la etapa en que los hombres vivían de la caza. Cuando un hombre gasta un largo día con armas muy primitivas en acechar a un ciervo con la esperanza de cenar, y cuando al final del día arrastra triunfalmente el cadáver a su cueva, se hunde en contenta fatiga, mientras su esposa se viste y cocina la carne. Él estaba somnoliento, con sus huesos adoloridos, y el olor de lo cocinado llenaba cada rincón y grieta de su consciencia. Al final, después de comer, se hunde en un profundo sueño. En tal vida no había ni tiempo ni energía para el aburrimiento. Pero cuando tomó la agricultura, e hizo que su esposa hiciera todo el trabajo duro en los campos, él tuvo tiempo para reflexionar sobre la vanidad de la vida humana, para inventar mitologías, sistemas filosóficos y soñar sobre la vida futura en la que podría cazar jabalíes eternamente en el Valhalla. Nuestro maquillaje mental se adapta a una vida de severa labor física. Solía, cuando era más joven, tomar mis días festivos para caminar. Cubría 25 millas por día, y cuando el anochecer llegaba no tenía necesidad alguna por mantenerme alejado del aburrimiento , puesto que el placer de sentarme era claramente suficiente. Pero la vida moderna no puede conducirse sobre estos principios físicamente agotadores. Una gran parte del trabajo es sedentario, y la mayor parte de los trabajos manuales ejercitan unos pocos músculos especializados. Cuando las multitudes se reúnen en Trafalgar Square para aclamar el eco de un anuncio en que el gobierno ha decidido matarlos, no lo harían si todos ellos hubieran caminado 25 millas ese día. Esta cura para la belicosidad es, sin embargo, impracticable, y si la raza humana debe sobrevivir (una cosa que es, quizás, indeseable) otros sentidos deben ser encontrados para asegurar una salida inocente para la inutilizada energía física que produce el amor a lo emocionante. Este es un asunto que que ha sido demasiado poco considerado, tanto por los moralistas como por los reformadores sociales. Los reformadores sociales son de la opinión que ellos tienen cosas más series por considerar. Los moralistas, por otra parte, están inmensamente impresionados con la seriedad de todas las salidas permitidas del amor lo emocionante; La seriedad, sin embargo, en sus mentes, es de ese pecado. Salones de baile, cinemas, esta época del jazz, son todas, si podemos creer a nuestros oídos, puertas de entrada al infierno, y deberíamos estar mejor sentados en casa empleando nuestro tiempo contemplando nuestros pecados. Me encuentro a mi mismo incapaz de estar completamente de acuerdo con los hombres graves que pronuncian estas advertencias. El diablo tiene muchas formas, algunas diseñadas para engañar a los jóvenes, y algunas diseñadas para engañar a los viejos y serios. Si es el Diablo quien tienta a los jóvenes a divertirse ¿no es, quizá, el mismo personaje que persuade a los viejos a condenar su regocijo? ¿y no es la condenación, quizá, simplemente una forma de excitación apropiada para la vejez? ¿y no es, quizás, una droga que, como el opio, tiene que ser tomada en continuas y fuertes dosis para producir el efecto deseado? ¿No es de temer que, a partir de la perversidad del cine, seamos conducidos paso a paso a condenar el partido político opuesto, latinos, italo-americanos, asiáticos, y, en pocas palabras, cualquiera exceptuando los pocos miembros de nuestro club? Y es justamente de esas condenas, cuando están extendidas, que la guerra procede. Nunca he escuchado una guerra proveniente de los salones de baile.
El asunto serio acerca de la excitación es que muchas de sus formas son destructivas. Es destructivo en aquellos quienes no pueden resistirse al exceso de alcohol o de juego. Es destructivo cuando toma la forma de violencia colectiva. Y sobre todo, es destructiva cuando conduce a la guerra. Es una necesidad tan profunda que encontrará salidas dañinas de este tipo, amenos que hayan salidas inocentes a la mano. Hay salidas tan inocentes que se presentan en los deportes, y en política siempre y cuando se mantenga dentro de límites constitucionales. Pero estos no son suficientes, especialmente porque el tipo de política que es más excitante es también el tipo de política que causa más daño. La vida civilizada ha madurado demasiado domesticada y, si ha de ser estable, debe proveer salidas no dañinas para los impulsos que nuestros remotos ancestros satisfacían cazando. En Australia, donde la gente es poca y los conejos son muchos, vi a toda una población satisfaciendo el impulso primitivo a la primitiva manera por la hábil matanza de muchos miles de conejos. Pero en Londres o en Nueva York deben ser encontrados otros medios para satisfacer el primitivo impulso. Pienso que cada gran ciudad debería contener cascadas artificiales para que la gente pueda descender en canoas, que puedan tener piscinas de baño llenas de tiburones mecánicos. Cualquier persona que busque defender una guerra preventiva debería enfrentarse a estos peligros dos horas al día con estos ingeniosos monstruos. Más seriamente, los dolores deben usarse para proveer salidas constructivas para el amor a lo emocionante. Nada en el mundo es más emocionante que el momento de repentino descubrimiento o invención, y muchas más personas son capaces de experimentar tales momentos de lo que a veces se piensa.
Entrelazado con muchos otros motivos políticos hay dos pasiones estrechamente relacionadas a las cuales los seres humanos son, lamentablemente, propensos: me refiero al odio y al miedo. Es normal odiar lo que tememos, y pasa frecuentemente, aunque no siempre, que tememos lo que odiamos. Pienso que esto puede ser tomado por regla sobre los primeros hombres, que ambos temen y odian lo que les resulta poco familiar. Ellos tienen su propia manada, originalmente una muy pequeña. Y dentro de una manada todos son amigos, a menos que exista alguna razón especial de enemistad. Otras manadas son potenciales o actuales enemigos; Un solo miembro que se aparte accidentalmente de su manada será asesinado. Una manada extranjera, como un todo, será evitada o combatida según las circunstancias. Es este mecanismo primitivo el que aún controla nuestra reacción instintiva a las naciones extranjeras. La persona que nunca ha viajado verá a todos los extranjeros como el salvaje considera un miembro de otra manada. Pero el hombre que ha viajado, o quién ha estudiado política internacional, habrá descubierto que, si su manada espera ser próspera, debe, en algún grado, convertirse en una amalgama con otras manadas. Si eres inglés y alguien te dice «los franceses son tus hermanos», tu primer sentimiento instintivo será «Tonterías, ellos encogen sus hombros y hablan francés. Y me han dicho que hasta comen ranas». Si te explica que podemos tener una pelea contra los rusos, que, si es así, será deseable defender la linea del Rin, y que si se quiere proteger la linea del Rin , la ayuda de los franceses es esencial, tú empezarás a ver lo que él quiso decir cuando te dijo que los franceses son tus hermanos. Pero si algún compañero de viaje quisiera decir que los rusos son también tus hermanos, no será capaz de persuadirte, a menos que él pueda mostrar que estamos en peligro a causa de los marcianos. Nosotros amamos aquellos a quienes odian nuestros enemigos, y si no tenemos enemigos, habrá muy poca gente a la que amemos.
Todo esto, sin embargo, solo es verdad mientras nos ocupemos únicamente de las actitudes hacia otros seres humanos. Puedes considerar el suelo como tu enemigo porque proporciona, y a regañadientes, una subsistencia mezquina. Puedes considerar a la Madre Naturaleza en general como tu enemigo y considerar la vida humana como una lucha para obtener lo mejor de la Madre Naturaleza. Si los hombres veían la vida de esta manera, la cooperación de toda la raza humana se volvería más fácil. Y los hombres podrían fácilmente ser enseñados a ver la vida de esta manera si las escuelas, los periódicos y los políticos se dedicaran a este fin. Pero las escuelas están dispuestas a enseñar patriotismo; los periódicos están para incrementar la excitación; y los políticos están para ser reelegidos. Ninguno de los tres, por lo tanto, puede hacer algo para salvar la raza humana del suicidio recíproco.
Hay dos maneras de lidiar con el miedo: una es disminuir con el peligro externo y la otra es cultivar la resistencia estoica. Esto último puede reforzarse, excepto cuando una acción inmediata es necesaria, apartando nuestros pensamientos lejos de la causa del miedo. La conquista del miedo es de gran importancia. El miedo es en sí mismo degradante; fácilmente se convierte en obsesión; genera el odio hacia aquello que es temido, y conlleva precipitadamente a excesos de crueldad. Nada tiene un efecto tan benéfico sobre los seres humanos como la felicidad. Si un sistema internacional pudiera establecer que se remueva el miedo a la guerra, la mejora de la mentalidad cotidiana de la gente del común sería enorme y muy veloz. El miedo, en la actualidad, eclipsa el mundo. La bomba atómica y la bomba bacteriana, empuñada por el perverso comunista o el perverso capitalista, según sea el caso, hacen temblar a Washington y al Kremlin, e impulsan a los hombres más allá del camino que lleva al abismo. Si los asuntos han de mejorar, el primer y esencial paso es encontrar un camino de disminuir el miedo, el mundo en la actualidad está obsesionado con el conflicto de ideologías rivales, y una de las causas aparentes del conflicto es el deseo por la victoria de nuestra propia ideología y la derrota de la enemiga. No pienso que el motivo fundamental tenga que ver con ideologías. Pienso que las ideologías son simplemente una manera de agrupar gente, y las pasiones que se involucran son simplemente aquellas que siempre surgen entre grupos rivales. Existen, por supuesto, varias razones para odiar a los comunistas. En primer lugar, creemos que desean quitarnos nuestra propiedad. Pero también lo hacen los ladrones, y aunque desaprobemos a los ladrones nuestra actitud hacia ellos es muy diferente , de hecho, a nuestra actitud hacia los comunistas, principalmente porque no inspiran el mismo grado de temor. En segundo lugar, odiamos a los comunistas porque ellos son irreligiosos. Pero los chinos han sido irreligiosos desde el siglo once, y solo empezamos a odiarlos cuando ellos abandonaron a Chiang Kai-shek. En tercer lugar, odiamos a los comunistas porque no creen en la democracia, pero no consideramos que esta sea razón para odiar a Franco. En cuarto lugar, los odiamos porque ellos no permiten la libertad; esto nos hace se sentir tan fuertemente que hemos decidido imitarlos. Es obvio que ninguna de ellas es la causa real de nuestro odio. Nosotros los odiamos porque les tememos y nos amenazan. Si los rusos seguían adheridos a la religión griega ortodoxa, si habían instituido el gobierno parlamentario , y si ellos tenían una prensa completamente libre que nos vituperaba diariamente, entonces (a condición de que ellos aún tuvieran fuerzas armadas tan poderosas como tienen ahora) deberíamos seguir odiándolos si nos dieron el terreno para pensar que eran hostiles. Hay, por supuesto, el odium theologicum, y puede ser causa de enemistad. Pero pienso que este es un vástago del sentimiento de la manada: el hombre que tiene una teología diferente se siente extraño; y cualquier cosa que sea extraña debe ser peligrosa. Las ideologías, de hecho, son uno de los métodos por los cuales las manadas son creadas, y la psicología es la misma, sin embargo la manada pudo haber sido generada.
Puede que hayan estado sintiendo que solo permití motivos malos, o, a lo mejor, éticamente neutrales. Me temo que son, como regla general, más poderosos que los motivos más altruistas, pero no niego que existan esos motivos altruistas, y que tal vez, pueden ser efectivos en ocasiones. La agitación contra la esclavitud en Inglaterra a principios del siglo XIX era, indudablemente, altruista y fue minuciosamente efectiva. Su altruismo fue demostrado por el hecho de que en 1833 los contribuyentes británicos pagaron muchos millones en compensación a los propietarios jamaiquinos por la liberación de sus esclavos, y también por el hecho de que en el Congreso de Viena el gobierno británico estaba preparado para hacer importantes concesiones con vistas a inducir a otras naciones al abandono del intercambio de esclavos. Esta es una instancia del pasado, pero la América actual ha ofrecido ejemplos igualmente notables. Sin embargo, no voy a entrar en esto, ya que no quiero embarcarme en controversias actuales.
No creo que pueda cuestionarse que la simpatía es un motivo genuino, y que algunas personas en algunas ocasiones se sienten algo incómodas por los sufrimientos de otras personas. Es la simpatía lo que ha producido que los muchos avances comunitarios de los últimos cien años. Quedamos sorprendidos cuando escuchamos las historias de malos tratos a los lunáticos, y hay, ahora, un buen número de asilos en lo que no son maltratados. No se supone que los prisioneros en los países occidentales sean torturados, y cuando lo son, hay una indignación si los hechos son descubiertos. Nosotros no aprobamos el tratamiento de los huérfanos de la misma manera que son tratados en Oliver Twist. Los países protestantes desaprueban la crueldad contra los animales. En todos estos sentidos la simpatía ha sido políticamente efectiva. Si el miedo a la guerra fuera removido, su eficacia sería mucho más grande. Tal vez la mejor esperanza por el futuro de la humanidad es que se encontrarán maneras de incrementar el alcance y la intensidad de la simpatía.
Ha llegado el momento de resumir nuestra discusión. La política trata más sobre las manadas que sobre los individuos, y las pasiones que son importantes en política son, por lo tanto, aquellas en que varios miembros de una horda dada pueden sentirse de la misma manera. El amplio mecanismo instintivo sobre el cual se construyen edificios políticos es aquel que se construye a partir de la cooperación con la propia manada y la hostilidad contra las otras. La cooperación con la manada nunca es perfecta. Hay miembros que no se conforman, que son, en el sentido etimológico «egregios», es decir, fuera de la manada. Estos miembros son quienes han caído hasta abajo, o subido por encima, del nivel ordinario. Ellos son: idiotas, criminales, profetas y descubridores. Una manada sabia aprende a tolerar la excentricidad de aquellos que se alzan por encima de la media y a tratar con un mínimo de ferocidad a aquellos que caen por debajo de ella.
En cuanto a la relación con otros rebaños la técnica moderna ha producido un conflicto entre el interés propio y el instinto. En días antiguos, cuando dos tribus iban a la guerra, una de ellas exterminaba a la otra y anexaba su territorio. Desde el punto de vista del vencedor, toda la operación fue completamente satisfactoria. El asesinato no era para nada caro, y la emoción era agradable. No es de extrañar que, en tales circunstancias, la guerra persista. Desafortunadamente, seguimos teniendo las emociones apropiadas para tal guerra primitiva, mientras las actuales operaciones de guerra han cambiado completamente. Matar a un enemigo en una guerra moderna es una operación muy costosa. Si consideran cuántos alemanes fueron asesinados en la última guerra y cuanto están pagando los victoriosos en impuestos, ustedes pueden, por suma y luego en una larga división, descubrir el costo de un alemán muerto y lo encontrará considerable. En oriente, es cierto, los enemigos de los alemanes han asegurado las antiguas ventajas de expulsar la población derrotada y ocupar sus tierras. Sin embargo, los vencedores occidentales, no han tenido tales ventajas. Es obvio que la guerra moderna no es buen negocio desde el punto de vista financiero. Aunque ganamos las dos guerras mundiales, deberíamos ser mucho más ricos si no hubieran ocurrido. Si los hombres actuaran por interés propio (exceptuando algunos pocos santos), toda la raza humana cooperaría. No habría más guerras, no más ejércitos, no más marina, no más bombas atómicas. No existirían ejércitos de propagandistas trabajando para envenenar las mentes de una nación A contra una nación B, y recíprocamente de una nación B a una nación A. No abrían ejércitos de funcionarios en las fronteras para prevenir la entrada de libros e ideas extranjeras, por excelentes que fueran. No existirían barreras aduaneras para garantizar la existencia de muchas pequeñas empresas en las que una gran empresa sería más económica. Todo esto podría ocurrir muy rápido si los hombres desearan su propia felicidad de manera tan fervorosa como desean la miseria de sus vecinos. Pero ustedes me dirán ¿cuál es el uso de estos sueños utópicos? Los moralistas se encargarán de que no nos convirtamos en completos egoístas, y aunque nosotros lo hagamos, el milenio será imposible.
No deseo terminar con una nota de cinismo. No niego que hay cosas mejores que el egoísmo, y que algunas personas logran estas cosas. Sostengo, sin embargo, en una mano, que hay pocas ocasiones en que los grandes cuerpos de los hombres, como le concierne a la política, puedan superar el egoísmo, mientras, en la otra mano, hay una gran cantidad de circunstancias en las que las poblaciones caerán por debajo del egoísmo, si el interés es interpretado como interés ilustrado por sí mismo.
Y entre aquellas ocasiones en las que las personas caen por debajo del interés personal, son más las ocasiones en que ellos están convencidos de que están actuando por motivos idealistas. Mucho de lo que pasa como idealismo está disfrazado de odio o de amor al poder. Cuando ustedes ven grandes masas de hombres que se inclinan por lo que aparentan ser motivos nobles, es como mirar, también, por debajo de la superficie y preguntarse a sí mismo qué es lo que hace que esos motivos sean efectivos. Esto sucede, en parte, porque es tan fácil ser tomado como una fachada de nobleza que como una investigación psicológica, tal y como he estado intentando, vale la pena hacer. Yo diría, en conclusión, que si lo que he dicho es correcto, lo principal para hacer al mundo feliz es inteligencia , y esto, después de todo, es una conclusión optimista porque la inteligencia puede ser fomentada a través de métodos ya conocidos de educación».

Pesadillas de personas eminentes, 1954

La pesadilla del teólogo

El eminente teólogo doctor Thaddeus soñó que estaba muerto y se dirigía al cielo, sus estudios le habían preparado y no tuvo ninguna dificultad para encontrar el camino. Llamó a la puerta del cielo y se encontró con un escrutinio más meticuloso de lo que esperaba. -Solicito la admisión -explicó- porque he sido un hombre de bien y he dedicado mi vida a la gloria de Dios.

-¿Hombre? -dijo el portero-. ¿Qué es eso? y ¿cómo es posible que una criatura tan ridícula como tú haga algo para promover la gloria de Nadie?

El doctor Thaddeus se quedó perplejo. -No es posible que desconozcas al hombre. Debes saber que el hombre es la obra suprema del Creador.

-Lamento herir tus sentimientos -dijo el portero- pero lo que dices es nuevo para mí. Dudo que nadie de los que estamos aquí haya oído jamás hablar de esa cosa que llamas «hombre». Sin embargo, puesto que pareces afligido, tendrás la oportunidad de consultar a nuestro bibliotecario. El bibliotecario, un ser globular con mil ojos y una boca, bajó algunos de sus ojos hacia el doctor Thaddeus.

-¿Qué es esto? -le preguntó al portero,

-Esto dice ser miembro de una especie llamada «hombre» que vive en un lugar de nombre «Tierra». Tiene la curiosa idea de que Alguien se interesa especialmente por ese lugar y esta especie. Pensé que quizá podrías ilustrarle.

-Bueno -dijo amablemente el bibliotecario al teólogo-, tal vez puedas decirme dónde está ese sitio que llamas «Tierra».

-Forma parte del Sistema Solar.

-¿Y qué es el Sistema Solar? -preguntó el bibliotecario.

-Pues.., -replicó el teólogo- mi campo era el conocimiento sagrado y lo que preguntas pertenece al conocimiento profano. No obstante, he aprendido lo suficiente de mis amigos astrónomos para poder decirte que el sistema solar forma parte de la Vía Láctea.

-¿Y qué es la Vía Láctea? -preguntó el bibliotecario.

-Es una de las galaxias, de las que, según me han dicho, existen unos cien millones.

-Bueno, bueno -dijo el bibliotecario-. No esperarás que recuerde una entre un número tan elevado. Pero sí recuerdo haber oído antes la palabra «galaxia». De hecho, creo que uno de nuestros bibliotecarios auxiliares está especializado en galaxias. Llamémosle y veamos si puede ayudarnos.

Poco después se presentó el bibliotecario auxiliar galáctico, que tenía la forma de un dodecaedro. Era evidente que en otro tiempo su superficie había sido brillante, pero el polvo de los estantes le había vuelto mortecino y opaco. El bibliotecario le dijo que el doctor Thaddeus, al esforzarse por explicar su origen, había mencionado las galaxias, y confiaban en que sería posible obtener información al respecto en la sección galáctica de la biblioteca.

-Bueno, -dijo el bibliotecario auxiliar-, supongo que sería posible con el tiempo, pero como hay cien millones de galaxias y a cada una le corresponde un volumen determinado. ¿Cuál desea esta extraña molécula?

-Es la galaxia llamada Vía Láctea -dijo titubeante el doctor Thaddeus.

-De acuerdo -concluyó el bibliotecario auxiliar-. Lo encontraré, si es que puedo. Unas tres semanas después regresó y dijo que el fichero extraordinariamente eficaz de la sección galáctica le había permitido localizar la galaxia como la número QX 321.762.

-Hemos empleado a los cinco mil funcionarios de la sección galáctica en esta investigación. ¿Desea ver al funcionario encargado especialmente de la galaxia en cuestión? Llamaron al funcionario, que resultó ser un octaedro con un ojo en cada superficie y una boca en una de ellas. Estaba sorprendido y deslumbrado al verse en una región tan brillante, lejos del umbrío limbo de sus estanterías. Se sobrepuso y preguntó con timidez: -¿Qué desean saber acerca de una galaxia?

El doctor Thaddeus se lo explicó: -Quiero informarme sobre el Sistema Solar, una serie de cuerpos celestes que giran alrededor de una de las estrellas de su galaxia. La estrella en cuestión se llama «Sol».

-Hum dijo el bibliotecario de la Vía Láctea-. Ha sido bastante difícil encontrar la galaxia precisa, pero encontrar la estrella precisa en la galaxia es mucho más difícil. Sé que hay unos trescientos mil millones de estrellas en la galaxia, pero mis conocimientos no me permiten distinguir una de otra. Creo, sin embargo, que cierta vez la Administración pidió la lista completa de los trescientos mil millones de estrellas y sigue guardada en el sótano. Si cree que merece la pena, emplearé a un grupo especial del Otro Lugar para que busquen esa estrella en particular. Convinieron que, como la cuestión se había planteado y era evidente que el doctor Thaddeus estaba angustiado, siendo en principio interesante que un ser tan rudimentario se presentase de improviso, sería lo mejor que podían hacer.

Varios años después, un tetraedro muy cansado y desalentado se presentó ante el bibliotecario auxiliar galáctico y le dijo: -Por fin he localizado esa estrella particular sobre la que se han pedido informes, pero no entiendo por qué ha despertado el menor interés. Tiene un gran parecido con muchas otras estrellas de la misma galaxia. Es de tamaño y temperatura medios y está rodeada por otros cuerpos mucho más pequeños llamados «planetas». Tras una minuciosa y microscópica investigación, he descubierto que por lo menos algunos de esos planetas tienen parásitos, y creo que esta cosa que ha solicitado los informes debe de ser uno de ellos.

Al llegar a este punto, el doctor Thaddeus rompió en un apasionado e indignado llanto: -¿Por qué, decidme, por qué el Creador nos ocultó a los pobres habitantes de la Tierra que no fuimos nosotros quienes le incitaron a crear los Cielos? Durante mi larga vida le he servido con diligencia, creyendo que se fijaría en mis servicios y me recompensaría con dicha eterna. Y ahora parece que ni siquiera tenía conocimiento de mi existencia. Me decís que soy un animalículo infinitesimal en un pequeño cuerpo que gira alrededor de un miembro insignificante de un grupo formado por trescientos mil millones de estrellas, que sólo es uno entre muchos millones de tales grupos. ¡No puedo soportarlo, y ya no me es posible adorar a mi Creador!.

-Muy bien -dijo el portero-.Porque no hay ningún Creador que adorar, ya que la ilimitada cavidad del Universo es eterna, nada la creó, y todo lo que ves no ha surgido más que de la combinación aleatoria entre los elementos primordiales. Aunque tú, triste homúnculo, en el Gran Libro de la Naturaleza, debes de ser una insignificante errata, con la que no deberíamos haber perdido ni un ápice de nuestra enorme duración temporal. En aquel momento se despertó el teólogo. -El poder de Satán sobre nuestra imaginación durante el sueño es aterrador musitó.

Mensaje para el futuro de Bertrand Russell, 1959

«Me gustaría decir dos cosas, una intelectual y otra moral.
Desde el punto de vista intelectual, me gustaría decir lo siguiente: cuando estás estudiando cualquier materia o considerando cualquier filosofía, pregúntate solamente cuáles son los hechos y cuál es la verdad que esos hechos muestran. Nunca te dejes influenciar por lo que tu deseas o por lo que crees, o por lo que crees que traería más beneficios sociales. Toma en cuenta única y solamente los hechos. Eso es el asunto intelectual que tengo que decir.
En cuanto a lo moral que tengo que decir es muy sencillo… debo decir que el amor es sabio y el odio es una tontería. En este mundo en que nos estamos interconectando más y más cercanamente debemos aprender a tolerarnos los unos a los otros, tenemos que aprender a aguantar el hecho de que algunas personas dirán cosas que no nos gustarán. Sólo podemos vivir juntos de esa manera, y si queremos vivir juntos y no morir juntos tenemos que aprender esa especie de caridad y tolerancia que es absolutamente vital para la continuación de vida en este planeta».

Discurso "Pasos hacia la Paz" pronunciado en el Congreso Mundial de la Paz, de Helsinki

«Desearía transmitir a este Congreso mi pesar, por no estar presente, y mi esperanza de que se llegue a resultados fructíferos.

La humanidad se enfrenta con una alternativa que no ha surgido nunca, antes de ahora, en la historia humana: o se renuncia a la guerra o se va al aniquilamiento de la raza humana. Eminentes hombres de ciencia y autoridades en estrategia militar han hecho muchas y serias advertencias. Ninguno de ellos dice que los peores resultados son inevitables.

Lo que creo que sí se puede tener por seguro es que ya no existe ninguna posibilidad de victoria para ningún bando, de victoria como se ha entendido ésta hasta ahora, y, casi seguro que, seguimos sin poner restricciones a los instrumentos científicos, de guerra, la próxima contienda no dejará ningún superviviente.

La serie de pasos que yo pretendo sugerir me parece que nos ayudarán a conseguir la alternativa más feliz. Sin duda, existen otras formas de alcanzar el mismo objetivo; pero, si queremos que no paralice nuestras actividades una desesperación apática, nos importa mucho pensar en un método, por lo menos bien definido, para llegar a una paz segura.

Antes de entrar en lo que se refiere a esos pasos, me gustaría discutir un punto de vista que han sostenido, erróneamente en mi opinión, verdaderos amigos de la paz que aseguran que lo que hace falta es un acuerdo entre las grandes potencias dc no utilizar nunca las armas nucleares. Me parece que el esfuerzo por conseguir semejante acuerdo lleva a un callejón sin salida, por dos razones. Una de ellas es que tales armas pueden ser ahora fabricadas con tal secreto, que puede ser eludida la inspección. De ello se sigue que, aunque se hubiese llegado a un acuerdo sobre la prohibición de tales armas, cada uno de los bandos pensaría que el otro las estaba fabricando secretamente y la desconfianza mutua haría que las relaciones fuesen aún más tirantes que ahora.

La otra razón es que, incluso si cada uno de los bandos renunciase a la fabricación de esas armas mientras durase la paz nominal, ninguno de ellos se considerarla ligado por el compromiso si la guerra estallase en realidad, y los dos bandos podrían fabricar muchas bombas H después de empezada la lucha.

Hay muchas personas que se engañan a sí mismas diciéndose que, en la guerra, no se emplearían realmente las bombas de hidrógeno. Esta convicción se basa en que los gases no fueron empleados durante la segunda guerra mundial. Temo que esto sea una completa ilusión. El gas no se empleó porque se suponía que las máscaras antigás servirían de protección. Las bombas H, por el contrario, son un arma decisiva contra la cual, hasta ahora, no se ha descubierto ninguna defensa. Si una de las partes emplease la bomba y otra no, la que la utilizase reduciría probablemente a la otra a la impotencia, sirviéndose solamente de un pequeño número dc bombas, de tal manera que, con alguna suerte, no se perjudicaría mucho a sí misma; pues los danos más terribles que hay que temer están determinados por la explosión de un gran número de bombas. Por lo tanto, creo que una guerra, en la que sólo un bando empleara las bombas H, podría terminar en algo que mereciese el nombre de victoria. No creo –y, en esto, estoy de acuerdo con todas las autoridades militares– que exista la más mínima probabilidad de que las bombas de hidrógeno no sean usadas en una guerra mundial. De ello, se sigue que debemos impedir la guerra en gran escala o perecer. Hacer que los gobiernos del mundo admitan esto, es un paso necesario, en el camino de la paz. En resumen: la abolición de las bombas de hidrógeno, que es algo que todos debemos desear, sólo puede llegar a ser provechosa después de que ambos bloques se hayan encontrado en el sincero esfuerzo de poner fin a las hostiles relaciones que existen entre los dos. ¿Cómo puede conseguirse esto?

Antes de que llegue a ser posible ninguna medida universal de acuerdo deben conseguirse dos cosas: primera, los Estados poderosos deben darse cuenta de que sus objetivos, de cualquier clase que sean, no pueden alcanzarse con la guerra; segunda, como consecuencia de la universalidad de. esa comprobación, la sospecha que cada bando tiene de que el otro prepara la guerra, debe aminorarse. A continuación se ofrecen algunas sugerencias a la consideración de ustedes, acerca de las medidas que se pueden tomar para llegar a esos dos objetivos.

La primera medida podría ser una declaración hecha por un reducido número de científicos eminentes en la que se expusiesen los efectos que resultarían de una guerra nuclear.

De esta declaración no debería desprenderse la existencia de ningún prejuicio, ni siquiera en forma velada, a favor de cualquiera de los dos bandos. Es de gran importancia que las autoridades científicas nos dijeran lo que nos puede ocurrir en un lenguaje sencillo y en varias formas: ofreciéndonos una información completamente definitiva, siempre que esto sea posible; y, en los casos para los que no existan aún conclusiones seguras, ofreciéndonos las hipótesis de mayor probabilidad La mayoría de los hechos pueden ya ser establecidos, en la medida en que los cono-cimientos existentes nos lo permiten, por los que deseen tomarse la gran molestia de reunir la necesaria información. Pero sería conveniente que los hechos se presentaran con la mayor sencillez posible, que fueran fácilmente accesibles y ampliamente publicados, y que se dispusiese de una declaración categórica, que pudieran alegar los que se encuentran empeñados en la tarea de. propagar los hechos.

Esa declaración aclararla, indudablemente, que una guerra nuclear no proporcionaría la victoria a ningún campo contendiente y que, de esa guerra, no saldría la clase de mundo que desean los comunistas, ni la clase de mundo que desean sus adversarios, ni la clase de mundo que desean las naciones independientes ambos bloques.

Los científicos de todo el mundo deberían ser invitados a firmar la declaración técnica, y confío que, como paso siguiente, dicho informe constituiría la base de acción de algún gobierno al margen de los dos bloques, o de varios. Dichos gobiernos podrían presentar el informe, o, silo preferían así, otro informe redactado por sus propios especialistas científicos, a todos los gobiernos de las grandes potencias mundiales, invitándoles a que dieran su opinión sobre él. El informe estaría cargado con un peso tal de autoridad científica, que le sería muy difícil a cualquier gobierno el atacar sus conclusiones. Los gobiernos situados a cada lado del telón de acero podrían, sin perder la cara, simultáneamente, admitir, frente a los gobiernos independientes, que la guerra ya no puede ser utilizada como una prolongación de la política. Entre los neutrales, la India se encuentra en una posición especialmente favorable debido a sus amistosas relaciones con los dos bandos, y, asimismo, a su experiencia en las mediaciones con resultado positivo de Corea e Indochina. Me gustaría ver a la India presentando la declaración a todas las grandes potencias, invitándolas a que manifestasen su opinión sobre ella. Confío en que todas ellas llegarían a comprender, de esa manera, que no tienen nada que ganar en una guerra nuclear.

Hasta que eso llegue, es necesario cierto reajuste de ideas en los que, hasta ahora, han sido vehementes partidarios del comunismo o del anticomunismo. Deben darse cuenta de que no sirve de nada el burdo engaño referente al enemigo, ni el insistir sobre los pecados que éste cometió en el pasado, ni el desconfiar de sus intenciones. No tienen por qué abandonar sus opiniones acerca del sistema que les parezca mejor, como no tienen por qué abandonar sus preferencias sobre la política de los partidos en su propio país. Lo que todos deben hacer es llegar a admitir que la propagación de las ideas que prefieren debe ser realizada mediante la persuasión, no mediante la fuerza.

Supongamos que las grandes potencias, gracias a los procedimientos que acabamos de sugerir, han llegado a admitir que ninguno de ellos puede conseguir sus pretensiones por medio de la guerra. Este es el paso más difícil. Consideremos ahora cuáles serían los pasos siguientes, una vez que se hubiese dado ése.
El paso siguiente, que debería darse en seguida, sería conseguir el cese temporal de todos los conflictos, fríos o calientes, hasta tanto se ideasen otras medidas más permanentes. Hasta que llegasen estas otras medidas, el armisticio temporal habría de llevarse a cabo sobre la base del statu quo, ya que no existe ninguna otra base que no lleve consigo complicadas negociaciones. Dichas negociaciones deberían llegar en el momento oportuno; pero, si se desea que sean fructíferas, no deben celebrarse en la atmósfera de hostilidad y desconfianza que existe en estos momentos. Por cierto período, durante el cual el odio y d miedo fueran aminorándose, debería existir un amortiguamiento de las invectivas periodísticas e, incluso las críticas que cada campo haga merecidamente al otro, deberían ser hechas con sordina. Se deberían facilitar los intercambios comerciales, y las visitas mutuas de delegaciones, especialmente de tipo cultural y educativo. Todo esto serviría para preparar el terreno propicio para una conferencia mundial y haría posible que esa conferencia fuera algo más que una áspera disputa de poder a poder.
Cuando, gracias a esos procedimientos, se hubiera creado una atmósfera relativamente amistosa, tendría lugar una conferencia mundial, con la finalidad de elaborar medios que sustituyesen a la guerra en la resolución de las discrepancias entre los Estados. Ésta es una enorme labor, no sólo por su amplitud y su dificultad, sino también por los mismos conflictos reales de intereses que puede hacer surgir. Yo no creo que se consiga, si no se prepara antes a la opinión de modo adecuado. Los delegados a la conferencia tendrán que estar convencidos de lo siguiente: en primer lugar, que la guerra significa el desastre total; en segundo, que la solución de una disputa, por medio de un acuerdo, es más ventajosa para los contendientes que la continuación de la disputa, incluso si la solución no es completamente satisfactoria para ninguna de las dos partes. Si los asistentes a la conferencia están imbuidos de ese espíritu, podrán dedicarse, con esperanza de éxito, a abordar los enormes problemas con que han de enfrentarse.

El primero de los problemas que es necesario afrontar debería ser la reducción de los armamentos nacionales. Mientras que éstos se mantengan en su nivel actual, resultará evidente que la renuncia a la guerra no es sincera.

Deberían restaurarse las libertades que existían antes de 1914, especialmente la libertad de viajar y la libertad de circulación de libros y periódicos, así como la desaparición de obstáculos a la libre propagación de las ideas a través de las fronteras nacionales. Estas diversas restauraciones de las antiguas libertades son pasos necesarios hacia el establecimiento de la convicción de que la humanidad forma una sola familia y de que las diferencias entre los gobiernos, cuando llegan a hacerse tan agudas como lo son en la actualidad, son difíciles obstáculos para llegar a la paz.

Si se llegase a conseguir lo que precede, la conferencia tendría que pasar a la creación de una Autoridad Mundial, lo cual ha sido ya intentado dos veces, primero, con la Sociedad de Naciones, y, después, con la O.N.U. No pretendo ahora entrar en ese problema; ‘pero si diré que, a menos que sea resuelto, el resto de las medidas que se tomen carecerá de valor permanente.

Desde 1914, el mundo ha estado siempre sometido a un terror cada vez más intenso. Un número inmenso de hombres, mujeres y niños ha perecido y los supervivientes, en una gran proporción, han experimentado el terror de la muerte inminente. Cuando la gente de Occidente piensa en los rusos y en los chinos y cuando los rusos y los chinos piensan en Occidente, lo hacen, principalmente, imaginándose el punto de partida de la destrucción y del desastre, no a seres normales, con su capacidad corriente y humana para el placer y el sufrimiento. Las apariencias indican que la frivolidad constituye, cada vez más, el único escape para la desesperación. La solución, que puede conseguirse a través de una firme confianza y de una política constructiva, ha llegado a parecer inalcanzable. Pero la desesperanza apática no es el único estado de ánimo racional del mundo en el que nos encontramos. En todo el mundo, casi todas las personas serían más felices y más prósperas si el Este y el Oeste abandonaran su querella. A nadie hay que pedirle que renuncie a nada, a no ser al sueño de la dominación mundial, que se ha convertido, en la actualidad, en algo mucho más imposible que la más descabellada de las utopías. Tenemos, como nunca hemos tenido antes, los medios de poseer la abundancia de bienes y comodidades que son necesarias para hacer la vida agradable. Rusia y China, si se asegurara la paz, podrían dedicar a la producción de bienes de consumo todas las energías dedicadas ahora al rearme. El inmenso saber científico que ha llegado a la producción de las armas nucleares podría fertilizar los desiertos y hacer que lloviese en el Sahara y en el Gobi. Con la desaparición del miedo, surgirían nuevas energías, el espíritu humano remontaría el vuelo para hacerse renovadamente creador y los viejos terrores sombríos que se ocultan en las profundidades de la conciencia de los hombres se desvanecerían.
En una guerra en la que se empleen las bombas de hidrógeno no puede haber nadie victorioso. Podemos vivir juntos o morir juntos. Estoy firmemente persuadido de que si los que nos damos cuenta de esto nos consagramos, con la suficiente energía, a la empresa, conseguiremos que también se dé cuenta el mundo de ello. Los comunistas y los anticomunistas prefieren, igualmente, la vida a la muerte y, si se les explica con claridad la alternativa, elegirán la adopción de las medidas necesarias para la conservación de la vida. Esta confianza requiere un ánimo esforzado, pues exige, de los que comprendemos el problema en toda su crudeza, el empleo de una energía inmensa en la labor de persuadir, teniendo siempre presentes el hecho negativo de que el tiempo es corto y la tentación permanente del histerismo que ocasiona la contemplación de los posibles abismos. Pero, a pesar de que esa esperanza implique una labor ardua, debe mantenerse viva. Debe ser mantenida firmemente, frente a cualquier desaliento. Debe inspirar las vidas, a lo primero, quizá, de un número relativamente escaso de personas, pero, poco a poco, de más, hasta que los hombres se congreguen, con un inmenso grito de alegría, para celebrar el fin de la muerte organizada y la inauguración de una era más feliz que cualquier otra que haya entrado nunca en el destino del hombre».

 

 

Fuente | Bertrand Russell, Retratos de memoria y otros ensayos, Traducción del inglés por Manuel Suárez, Aguilar, colección Literaria, Madrid, 1960, pp. 209-215.