Discurso al recibir el Premio Príncipe de Asturias de las Letras del 1995
«Majestades,
Alteza Real,
Excmos. Sres. Ministros,
Excmo. Sr. Presidente del Principado,
Excmo. Sr. Presidente de la Fundación Príncipe de Asturias,
Excmos. Sres.,
Señoras y Señores,
Ante todo, debo agradecer públicamente el galardón que se nos otorga, en nombre de todos los que hemos sido premiados este año por la Fundación Príncipe de Asturias en sus diversas ramas.
No necesito decir, porque el hecho resulta indudable, el altísimo aprecio de que disfruta hoy, en España, pero también (quiero subrayarlo porque me consta) fuera de nuestras fronteras, este Premio que lleva, Alteza Real, vuestro nombre.
Entre los numerosos méritos de la Fundación que hoy nos ha reunido aquí, quiero destacar, como tal vez el más significativo, el carácter internacional de sus directrices, que junta en este teatro, cada año, los nombres literarios y científicos españoles, con los otros de la América que habla y escribe en nuestra misma lengua; y aún, fuera de esas ramas, los de personajes de todo el mundo: hoy, por ejemplo, están entre nosotros varios premiados extranjeros, como la atleta argelina Hassiba Boulmerka, junto a estadistas de la talla de Su Majestad el Rey Hussein de Jordania y de Mario Soares, Presidente de la República de Portugal, tan merecedores todos ellos del laurel que han conseguido.
Y el hecho de que este internacionalismo me parezca ser quizá una de las supremas virtudes de esta Fundación se debe a la evidencia de que el debilitamiento de las fronteras que separan a los distintos países resulta constituirse como la gran tarea que desde hace algunos años está comenzando en el mundo, y que ha de llegar acaso pronto a acentuar y extender su carácter fusionador, junto al otro movimiento que parece contrario y no lo es, pues responde, según pienso, a idéntico ímpetu esencial: el de reconocer asimismo, y hasta mimar, las diferencias de las distintas regiones de que cada nación, a su vez, consta. Por un lado, digamos, anda, en el mundo actual, la idea de una Europa unida; por otro, las autonomías lingüísticas y étnicas en España, Italia, Alemania, Bélgica, etc. Las dos cosas son necesarias y complementarias, como creo haber dicho a partir de 1958. Quisiera explicar brevemente las razones que, a mi juicio, actúan en tan trascendental asunto.
Remitiéndome, por lo pronto, únicamente a la tendencia hacia las grandes unidades que es lo que viene más al caso, el hecho se nos hace palmario en cuanto nos percatamos (aunque no sea ésta la causa del fenómeno, sino sólo su principal estímulo) de que el mundo de hoy está, de hecho, unificado ya en sus aspectos esenciales, económicos, científicos, técnicos y hasta en las modas del vestir, pensar o sentir.
Las comunicaciones instantáneas contribuyen con fuerza a la unión: aviones, teléfonos y telégrafos son cosas ya viejas, pero la televisión, el fax, los ordenadores, y tantos otros artilugios son asombros recientes. Y ahora preguntémonos: ¿no hay una verdadera contradicción, condenada como tal a su pronta desaparición entre esa manifiesta unidad sustantiva y la vigencia extrema de fronteras inexorables y radicalmente separadoras? Y aunque tampoco sea lo que voy a decir la verdadera causa de la tendencia opuesta a proteger las discrepancias de las partes (valones y flamencos, en Bélgica; gallegos, vascos o catalanes en España, etc. etc.) no hay duda de que un estímulo importante (repito: estímulo y no causa) de esa extraña paradoja aparente ha de ser el instinto a no destruir la riqueza de benéficas variaciones que la estandardización excesiva puede provocar. Pero, ¿cuál será entonces la causa única de ambos contrapuestos fenómenos: unión por arriba: Europa, etc., y aparente despedazamiento por abajo; o sea, poder de las partes y disminución del poder de los todos; o dicho aún de otro modo: disminución del poder de las grandes naciones y centros, a favor del aumento de éste en sus respectivas subordinaciones: «poder negro», «poder de las minorías», «poder de las regiones», poder de las mujeres -«feminismo»-, poder de las colonias -«descolonización»- etc.; en suma: descentralización, frente a la progresiva centralización política en que ha consistido la acción de los gobernantes, de un modo creciente, a partir de Luis VI el Gordo en Francia (comienzos del siglo XII) hasta hace sólo unos pocos años?
¿A qué se debe, en efecto, ese doble fenómeno, que nos desconcierta por su paradojismo? Como no puedo contestar a esto con la necesaria extensión, hablaré, haciendo una enorme síntesis. El crecimiento de la razón físico-matemática, sobre todo a fines del siglo XVII y a lo largo del siglo XVIII, razón que es, claro está, una razón generalizadora sin excepciones, trajo consigo, finalmente, las ideas de igualdad entre los hombres, la supresión de los privilegios de los nobles, amén de los derechos civiles y los derechos humanos, consagrado todo ello en la Revolución francesa. Llegado el Romanticismo, y asimilados tan altos logros, ese tipo de razón, que hasta el momento sólo había aportado beneficios, empezó a verse con desconfianza, pues, al generalizar, se olvidaba, (en un momento en que el individuo importaba ya mucho), precisamente del individuo, y, por tanto, de la vida, que es siempre individualísima. Se busca entonces una razón distinta que no resulte antivital. Tras los tanteos románticos y simbolistas, la razón vital orteguiana representa el triunfo de esta tendencia, pues se trata de una razón que generaliza (toda razón forzosamente ha de hacerlo), pero que tiene en cuenta las excepciones, las peculiaridades discrepantes de grupos e individuos. El crecimiento de la protesta, y por tanto de la crisis, de la razón físico-matemática o instrumental generalizadora sin excepciones, repito (Unamuno, Bergson, Spengler; Weber; Generación del 27; Ortega; Escuela de Francfort; rebelión estudiantil del 68), tiene como consecuencia la sustitución paulatina de ésta por la razón vital, la cual, al generalizar, lleva, como el otro tipo de razón repudiado, a la formación de grupos cada vez mayores (desde los políticos, la idea de Unión europea, por ejemplo, hasta los que pudieran parecer más triviales: la venta en tiendas de grandes superficies, digamos); pero que, al atender, esa razón vital, con idéntica fuerza a las partes, conduce igualmente a la descentralización de los viejos centros y naciones (en España, el Estado de las Autonomías), y al surgimiento de esos «poderes» menores o parciales, acallados antes, y que nombré hace sólo un instante.
Pues bien: ahí tenemos el motivo del gozo que me produce el hecho de que el Premio Príncipe de Asturias, en su reparto anual de distinciones, no haga distingos entre naciones y, sobre todo, entre naciones de la misma lengua, pues este internacionalismo supone el ajuste adecuado al tiempo en que vivimos, cosa que siempre es bueno y hasta obligatorio buscar. Hoy, más que nunca, debemos sentirnos orgullosos de pertenecer a esa estirpe desvalida y gloriosa que llamamos «el hombre», sin descuidar para nada, nuestro minucioso amor a Occidente, a Europa, a España, al País Vasco, a Cataluña, a Asturias, donde yo nací y, por mi parte, sin duda también a Oviedo, ciudad en que viví los diecinueve años primeros de mi existencia. ¡Cuántas veces he pasado a los cinco, a los diez, a los quince, a los dieciocho años por delante de este Teatro Campoamor! En Oviedo recibí yo, en efecto, las primeras emociones estéticas (tan virginales e intensas entonces como ahora mismo).
Majestades, Alteza, Excelentísimos señores, señoras y señores: ¡Ojalá el espíritu de fraternidad mundial, y el respeto a las diferencias entre las regiones, entre las diversas minorías, y las diversas razas, sexos y conciencias, vaya extendiéndose por todo el planeta! Y ojalá, también, ejemplos como el que representan estos generosos premios, abiertos a la literatura en español, y no sólo a la literatura de España, y abiertos asimismo, en otras direcciones, a la esfera aún más internacional, cunda y sirva para unir a todas las entrañables patrias, grandes y chicas, de las que nos sentimos, cada uno de nosotros, amorosos representantes.
En nombre de los premiados este año, insisto, que sabemos muy bien no ser los únicos que lo merecíamos, pues el mérito está mucho más extendido que sus afortunadas muestras, tomadas, haciendo un corte anual en el cuerpo cultural del mundo, muchas gracias. Y gracias también por escucharme, Majestades, Alteza, Excelentísimos señores, señoras y señores».
Claudio Rodríguez, ser y canto, 19 de julio del 2000
Los poetas más grandes no carecen de poemas sobrantes; incluso un poeta que escribió poquísimo verso, San Juan de la Cruz, incurre en esa misma deficiencia. Claudio, no. En Claudio es oro todo lo que reluce. Todo es joya: acabada, completa.
Se notará que no he metido a Guillén y a Salinas en la lista de los grandes del 27. Debo añadir que admiro máximamente a esos dos últimos poetas, los cuales no se hayan por debajo, en mi admiración, a los otros de su tiempo que si he mencionado. Y es que ambos, ni por sus fechas de nacimiento, ni por su visión del mundo, pertenecen a esa generación. Son poetas grandes, pero no del 27, e insisto en esto porque el error de afirmar como del 27 a esos dos nombres que pertenecen a mi entender a una generación anterior, introduce en el concepto generacional susodicho un caos evidente que impide delimitar lo que esa generación del 27 ha sido en realidad. (Aclarar por completo estas palabras mías exigiría un desarrollo que nos habría de arrancar del tema que se me ha encargado tratar aquí: la personalidad de Claudio Rodríguez).
¿En que consiste esa originalidad de la que hablo? Un momento histórico es una visión del mundo que ha sido originada por una intuición radical frente a éste, a la cual podríamos denominar también “la verdadera realidad” de tal instante, fuente de todas las notas que lo caracterizan. Esa realidad ha sido para las dos primeras generaciones de posguerra la misma, aunque con una diferencia que no importa para mi propósito señalar aquí. La fórmula de esa realidad verdadera rezaría así: la importancia del hombre concreto haciendo algo concreto en una sociedad concreta. Las consecuencias de esto habría que ser entonces, 1°, el realismo, puesto que hablar de cosas concretas es ser realista; 2°, la posibilidad de la “poesía social” ( ya que se habla del hombre en cuanto que vive en una concreta sociedad); 3° las relaciones del yo con el mundo. Y finalmente, 4°, lo que hace esa persona individual en la sociedad que le ha tocado en suerte. Ahora bien: el punto cuarto, el hecho de hacer algo solo admite expresión por medio de procedimientos narrativos, como lo que aparece, en efecto, en la posguerra, una forma muy original del lirismo: el lirismo narrativo.
Siempre ha habido poesía lírica y poesía narrativa como realidades separadas. Lo nuevo consiste en juntar en una esas dos cosas tan distintas, de forma que aparezca en el texto una poesía en que lo narrativo sea el medio y el lirismo constituya el fin. En tal caso, el canto se hace cuento, puesto que en un último termino se canta, pero donde la materia narrativa es lo que tenemos ante nuestros ojos, y lo otro, el canto, se nos oculta. Recuerdo que no hace muchas semanas un poeta de la misma generación que Claudio me decía: ¿no has observado que ahora los poetas no exclamamos, no decimos nunca oh?” Ahí está el meollo decisivo de esa poesía: no decir oh, ocultar, todo lo posible, el canto.
Pues bien: Claudio Rodríguez es el poeta de su generación (la segunda de posguerra, la de los nacidos entre 1924 y 1938) que, sin dejar de ser fiel a estos supuestos decisivos de su tiempo histórico, ha sabido superar la afonía lírica, y ofrecernos una obra donde el canto no rehuye su ser y precisamente por eso tal obra resulta, en efecto, de extrema originalidad, pues tampoco incurre ésta en aquel pasado que no pretendía el ocultamiento de que hablamos. O sea: Claudio Rodríguez canta, pero de otro modo, un modo según el cual el resultado, siendo canto, lleva dentro de sí el nuevo problema planteado, al cual supera sin negarlo. Y eso es lo difícil, lo genial, si se me permite la expresión. Rodríguez hace algo que nos da la impresión de que no se puede hacer. Y eso es lo que llamamos genialidad, a mi juicio.
Otra cosa sorprendente es la poesía que nos ocupa: la pude percibir cuando tuve que contestar en la Real Academia Española al discurso de ingreso de nuestro poeta en la Institución. Para preparar mi discurso hube de leer de un tirón todos los versos de Claudio y quede asombrado al ver que todos y cada uno de ellos se constituían como obras maestras, sin desfallecimiento alguno. Fijémonos bien en que esto de ninguna manera es normal. Los poetas más grandes no carecen de poemas sobrantes, a veces muchos, incluso un poeta que escribió poquísimo verso, San Juan de la Cruz, incurre en esa misma deficiencia. Claudio, no. En Claudio es oro todo lo que reluce. Todo es joya: acabada, completa.
Para terminar, quiero referirme a la persona del poeta. No recuerdo qué novelista, hablando de un personaje de una obra, decía: “fulano tenía esa pureza última, esa infancia insobrepasable y como en plenitud que suele darse en algunos poetas”. Al leer esto yo pensé en dos bien grandes a quienes tuve la fortuna de conocer: Vicente Aleixandre y Claudio Rodríguez.
Un pudor invencible impidió a Claudio confesar su tragedia a nadie. Cuatro días antes de la muerte, la mujer de Claudio, Clara, me pidió que fuese a su casa pues Claudio quería leerme un par de poemas que tenía escritos, pues le interesaba saber mi opinión acerca de ellos. Fui con cierto temor a que no me entusiasmasen y el autor lo notase. Afortunadamente me gustaron muchísimo y pude expresárselo con el calor que en efecto yo sentía. Fue para mí muy patético ver que dentro de la situación trágica en que nos hallábamos mi opinión sobre sus versos le produjo una gran alegría que el poeta no disimuló. Al cabo de unos minutos tuve que despedirme. Los ojos de Claudio estaban, entonces sí, llenos de lagrimas.
Según me dijo Clara, su marido en ningún instante le habló de su muerte ni pronunció ninguna queja en momento alguno.
Fuente | El Cultural (19/07/2000)
La pluralidad de Dámaso Alonso, 26 de enero de 1990
Dámaso Alonso es una de esas raras figuras que nos muestran con carácter eximio la multiplicidad del talento de un gran hombre.Desde muy joven aparece como un astro fulgurante en el terreno de la crítica literaria. Su edición de Las soledades de Góngora, con una traducción al lenguaje normal de lo que había sido, desde el siglo XVIII hasta entonces, un supuesto galimatías que nadie llegaba a descifrar, un curiosísimo enigma que llenaba de indignación o de frustración a los lectores incluso muy cultos que se acercaban a tan aparentemente ácido texto, representó una hazaña resonante, que otorgó máximo prestigio a su autor, porque esta traducción apareció, además, junto a otro libro del autor, La lengua poética de Góngora, que aclaraba, con muy precisa erudición y aparato científico, el porqué de ese estilo, su descripción y las razones estéticas de él. No puedo extenderme sobre los otros numerosos escritos de esta misma especie, y no menos importantes que ellos, de nuestro autor.
Como el límite que imponen los artículos periodísticos impide extenderse todo lo que uno quisiera sobre cada uno de los temas abarcados, paso ahora al comentario del otro costado de nuestro autor: el poético. Porque resulta que este riguroso científico de la lengua, este agudísimo crítico, este profesor de tanto mérito, se doblaba de una figura muy distinta, que otorgaba, además, a su persona humana la vivacidad, la alegría jocunda, la humanidad, la ingeniosidad y el humor que seducía a cuantos le han conocido de cerca.
¿Cuál ha sido, visto hoy con perspectiva, la gran aportación de Dámaso Alonso a la poesía española? Creo que aquello que quedará con valor histórico permanente como aportación suya es la introducción, con mayor valentía que ninguno de sus contemporáneos españoles, del lenguaje coloquial en la práctica de la poesía, en un tono que ya no es el de los ismos. Se trata de un cambio radical según el cual el tema poético no es ya el contenido de la conciencia con desprecio del yo concreto del hombre o del artista y de su entorno objetivo, como había ocurrido entre el Parnaso y el superrealismo, sino que ahora lo que importa es, de nuevo, como en el Romanticismo, el yo concreto, pero, a diferencia de este último movimiento, aparece ahora situado en una circunstancia o mundo sociales, a quien se concede idéntico valor que al primero, cosa que no sucedía en el momento romántico.
Lenguaje de todos
Por eso se vuelve al lenguaje que evidenciaba con mayor fuerza el elemento social del yo. Se quiere hablar ahora desde el verso en el lenguaje de todos. Y es aquí donde Dámaso, en Hijos de la ira (1944), lleva a su necesario extremo esta tendencia de la época, probablemente apoyándose para ello en el ejemplo de la poesía inglesa que, desde Wordsworth, Browning y T. S. Elliot, había acercado el verso a la prosa, con mucho más acierto que nuestro Campoamor, que también penosamente lo había intentado. Del mismo modo que al fin del siglo XIX la prosa aprendió del verso, ahora ocurría lo contrario, y ambas cosas han sido igualmente necesarias. Ahora bien: dentro de esta visión del mundo que es propia de la segunda posguerra (canto del yo concreto en la circunstancia concreta, otorgando el mismo valor a ambos términos), Dámaso inserta su visión personal del mundo, la cual consiste en la consideración de que él como hombre y los hombres todos con él se hallan en un mundo cuyo sentido último permanece, por lo menos, incógnito, indescifrable para la mente y el corazón de quienes ávidamente interroga. La vida humana circula «entre dos noches» de las que nada sabemos. De ahí, el horror, la angustia. Por eso, Mujer con alcuza,símbolo de la humanidad, está desconcertada en un mundo frío y oscuro, donde se siente perdida y sola.
Esta poesía es, pues, una poesía de fondo religioso, bien que torturada por el desnortamiento. El barco de los vivos tiene una brújula que no señala a ninguna parte. El hombre hace preguntas sin respuesta, y a veces habla de Dios con más necesidad que esperanza.
Si el mundo, y más aún la vida, son ininteligibles, si están privados de sentido, la realidad se vuelve absurda y, consecuentemente, monstruosa. Lo monstruoso, lo escandalosamente anormal, lo que hace excepción a un concierto donde cada parte se inserta y legitima en un ordenado todo. El monstruo, mirado de ese orden, carece de función, y, por tanto, de significado. Lo indescifrable ostentará así la cualidad fundamental de lo monstruoso. Y como Hijos de la ira considera indescifrable la realidad cósmica y humana, la considerará monstruosa también.
De este modo de entender la realidad nace lo que tal vez sea el más aparente leitmotiv del libro: la visión del ser humano como miseria y abyección, tema que ahora tiene un sentido muy distinto del tradicional. El tema de los monstruos no es así más que una compensación especialmente destacada y visible de esa concepción más genérica y abarcadora. Y de ahí nace también la tendencia al autoimproperio en nuestro autor y hasta la comicidad o la ternura que le caracterizan.
Un gran prosista, un gran lingüista, un gran profesor, un gran poeta: tal es Dámaso Alonso, nuestro querido Dámaso.
Fuente | El País
La variedad de Gerardo Diego, 6 de enero de 1990
Gerardo Diego no sólo fue un gran poeta; era también un gran técnico de la poesía que supo practicar con maestría la poesía tradicional y el vanguardismo. Se acaban de publicar en Aguilar, en dos volúmenes, las Obras completas de Gerardo Diego, que abarcan toda su poesía, los cuales, al igual que los que le seguirán de prosa, fueron preparados, antes de su muerte, por el propio autor, con un prólogo de éste, al que ahora se añade, una introducción de Javier Díez de Revenga.
Gerardo pudo muy bien llamar a uno de sus dos poetas -al creacionista, por ejemplo- Cendoya y al otro Diego, y tendríamos entonces perfectamente claro el paralelismo o fraternidad de este último heterónimo con los otros tres que he mencionado más arriba. Por tanto, resolver el problea del simultaneísmo gerardiano es resolver el curioso enigma heteronímico con el que lo hemos venido comparando.
Empezaríamos por aproximar el hecho de que hablamos al famoso dicho de Unamuno (otro autor, no por azar, del mismo estadio cronológico al de Pessoa y Machado acerca de las seis personas que entablan conversación cuando dos de ellas hablan el Juan y el Tomás reales (conocidos Dios) el Juan y el Tomás ideales de Tomás.
Unamos estas elucubraciones unamunescas y todo lo anteriormente recordado con lo que nos dice el poema XXXVII de las Poesías completas de Antonio Machado. El poeta dialoga con la noche (símbolo de la propia soledad y le hace una patética pregunta. «Dime / si son mías las lágrimas que vierte» o si, por el contrario «mis quejas» añade son sólo «la voz de un histrión grotesco» , La noche le responde: «No sé. Te busqué, en tu sueño y allí te vi vagando en un borroso / laberinto de espejos». Algo curiosamente semejante afirma Pessoa: «Soy como una habitación con múltiples espejos fantásticos que desvían en reflejos falsos una realidad anterior que no está en ninguna parte y está en todas». Álvaro de Campos (heterónimo de Pessoa, como sabemos) escribe en idéntico sentido: «Nem cei ben se sou eu quem en min sente». Exactamente lo mismo que dice Machado. No puede ser casualidad.
Saquemos una conclusión de estos hechos y citas: la época simbolista empieza a pensar que el yo concreto es algo de dificultosa determinación, algo en cierto modo incognoscible, del mismo modo y por el mismo motivo por el que en esas fechas se declara incognoscible a fondo Kant), el noúmenos, lo que las cosas son. La impresión aparecerá entonces como lo único que se nos ofrece, Io único que entonces importa.
Proceso
Añadiré para completar y dar acaso más transparencia a lo anterior que la visión poematica se va interiorizando de un modo extrañamente matematico, desde el romanticiasmo hasta el superrealismo. Este proceso cultural de adentramiento es, pues, lo que explica, desde la dictadura de la impresión, propia del simbolismo y el consiguiente desprecio del yo concreto, los heterónimos de Pessoa y los de Machado, los personajes Robartes y Aherne, de Yeats así como los otros fenómenos culturales que se les pueden acerca o equiparar. Pues si mi concreto yo es dudoso o inasible, el poeta se sentirá libre para no intentar expresar ese yo de tan escurridiza o fantasmal entidad, sino el yo de otro seres que, precisamente por ser imaginarios, acusar un bulto más fácilmente inteligible o precisable. E, incluso, cuando los poetas de ese tiempo hablan aparentemente, de ese sí mismo que dubitativamente consisten, eliminan, de tal si mismo o yo la concreción y lo que aparece entonces en un mero soporte de la impresiones o vivencias, que es lo único que en ese instante resultan decisivo, Un yo universal un yo abstracto o como, diría Husserl «conciencia pura». Tal es lo que vemos en la poesía entre el Parnaso y el surrealismo,
De impersonalización habla, justamente, el heterónimo, Álvaro de Campos. La poesía es para él escribe, «fijar un estado de alma en verso que Io traduzca impersonalmente». Y el propio Pessoa nos aclara. «Puse en Caeiro, todo mi poder de despersonalización». Lo mismo en T. S. Eliot. El fenómeno de interiorización e impersonalización prosigue después, y ésta es, creo, la explicación. de la famosa. versatilidad de Gerardo Diego.
Gerardo, poeta de la variedad, de la multipliclidad. De entre todas estas variaciones y distintos Gerardos (hay también un Gerardo realista posterior a la guerra), yo, personalmente, prefiero el Gerardo creacionista, pero me han emocionado siempre muchos de sus Versos humanos, tiernísimos a veces. Aparte de! celebrado Ciprés de Silos, bastantes de los sonetos de Alondra de verdad y de Ángeles de Compostela. Y otros muchos poemas, de contexturas discrepantes, en otros volúmenes.
El libro que comento muestra, hasta la saciedad, la riqueza, la intensidad y la variedad de este gran Gerardo, que es nuestro legítimo gran Gerardo: el que hoy lloramos y admiramos, el que recordamos intensa y carinosamente en su humanidad, tan naturalmente modesta, tan naturalmente generosa, tan auténtica. Él, inteligente como el que más, artista profundo y verdadero, pasaba silencioso, envuelto en una conmovedora timidez. Yo estimo mucho la timidez, sobre todo en los grandes hombres, porque está hecha siempre de buenas cualidades: valoración del prójimo, valoración genuina de cuantos rodean al poseedor de ese supuesto defecto, y, en el caso que nos ocupa, valoración por parte del nuestro de los otros poetas compañeros de su gran aventura en el mundo, amén de otras hermosas cualidades, como la humildad y la sencillez. Así aparece Gerardo en mi recuerdo y creo que en el de muchos otros: todos aquellos que le entendían en su mudo paso por el mundo, siempre muy cerca de nuestro corazón.
Fuente | El País
Felicidad pura, 19 de mayo de 1989
Alberti tiene varias cualidades que le convierten en un poeta de primer orden: en primer lugar, el desarrollo personal con que vive el elementalismo propio de su generación: canto de personajes próximos a la naturaleza. Si en Lorca es el gitano, y en Aleixandre el amante de amor-pasión y no sujeto a los cánones de la sociedad bien pensante, en el primer Alberti es también esto último, la amante, pero en visión muy distinta: canciones al modo popular y sin el aparato cósmico que caracteriza el verso libérrimo del autor de La destrucción o el amor. Por otra parte, está el ataque a la sociedad represiva, tan de la época, que le habrá de llevar con mucha coherencia a una militancia política a la que ha sido fiel.Los otros miembros de su generación también son conscientes de la represión social y de sus daños, aunque de otro modo. Anoto aquí que la filosofia, sin relación alguna con los poetas de los que hablo, es consciente de los mismos problemas. En España El tema de nuestro tiempo, de Ortega; fuera, la Escuela de Frankfurt.
Como se ve, en cada momento histórico no hay más que una sola visión del mundo, que afecta a toda la cultura y que se desarrolla con individualidad por cada autor, si éste es original, como lo es, claro está, Rafael Alberti.
Y en todo ese cúmulo de fecundidad riquísima y de capacidad de cambio, siempre nos ha sorprendido con piezas magistrales de las que quedan en la memoria, si no letra a letra, sí en cuanto a su aroma, en cuanto a su delicado o áspero perfume.
Todos los poetas de España debemos respeto, admiración y gratitud a este poeta que tantas horas de felicidad pura nos ha proporcionado.
Fuente | El País
Francisco Nieva, el más alto estilo, 19 de abril de 1986
Hacia fines de la década de los cuarenta hubo en nuestra patria un intento de realizar una literatura vanguardista, el postismo, cuyo revulsivo hubiese acaso podido renovar enriquecedoramente, por caminos de libertad e irracionalismo, el panorama de nuestras letras. Carlos Edmundo de Ory, en la poesía, y Nieva, en el teatro, son dos de los nombres de ese movimiento renovador que, de momento, quedó materalizado por el imperio del realismo social. Fue, pues, en ese instante, un impulso en cierto modo abortado o dejado de lado, no porque significase algo ajeno al espíritu del tiempo, sino por el encauzamiento, en cierto modo férreo, de la sensibilidad española por una sola vía (la social o política), a causa, paradójicamente, de la situación creada por la guerra civil española. Había que esperar a un nuevo tiempo para que pudiese desarrollarse con plenitud aquel brote que parecía disonante, y que, dada la disposición del medio español, resultaba, de hecho, prematuro.El reconocimiento del valor, a mi juicio evidentísimo, de la poesía de Carlos Edmundo de Ory (que es muy desigual, pero muy intensa en sus aciertos) va a ser, pues, tardía. Igual le ha ocurrido a Nieva -que anteayer fue elegido académico-, sólo que éste, aunque nunca abandonó la literatura, tuvo la suerte de poseer una versatilidad tan gmade de sus facultades que le fue permitido, en el ínterin, dedicarse, y por cierto con gran éxito, a otras actividades estéticas. Nieva ha sido eso que ya desaparece prácticamente del todo en el segundo Renacimiento: un artista universal (como lo fueron antes, en nuestro siglo, Cocteau y Lorca). En efecto: nuestro autor irrumpe de pronto como un escenógrafo de fama: su gran importaricia se reconació en España y fuera de España. Ha practicado, asimismo con aplauso, la dirección escénica. Dirigió, en efecto, numerosas óperas: una en Berlín, otra en Viena, tres en Palermo, cinco en España. Ha llevado, asimismo, la dirección de famosísimos solistas: Jeanne Rhodes, Eva Marton, Montserrat Caballé, Plácido Domingo, Claude Broussons, Joan Pons, José Carreras. Ha diseñado vestuarios. Ha sido esporádicamente actor de cine y, curiosamente, actor de gran presencia escénica. A más de esto, ha practicado con nota.ble fortuna la pintura, y alguna vez, la poesía. Es un maestro del artículo periodístico. Y no sólo se muestra, en la intimidad, como un pianista meritorio, sino que ha compuesto música, de muy preciso efecto, para algunas de sus obras de teatro.
Pero pasemos a la consideración de éstas. El teatro de Nieva, si sabemos abrimos a su ra,dical originalidad, resulta absolutamente deslumbrante. En un momento histórico en el que el teatro es, y cada vez más, espectáculo y escenografía, con rebajamiento o semiencubrimiento del texto, cuya existencia asoma, en cierta medida, en forma vergonzante y pidiendo disculpas, resulta que las obras teatrales de este gran escenógrafo significan una paradójica vuelta a la importancia decisiva del encanto textual. Pero no se trata de una vuelta cualquiera. El texto surge ahora con una fuerza que habría que llamar irradiante y que tiene carácter explosivo. Una imaginación luciferina pone dinamita en nuestro entendimiento y todo en él estalla. Hay tizones incesantemente renovados en el incendio de nuestra expectación. El verbo ostenta tonalidades satánicas y nos quema su maravilla. El mundo se destruye y con las piedras de las ruinas se levanta súbitamente un prodigioso palacio, absolutamente instantáneo, hecho de esplendideces, de fastos de la fantasía, palacio que de pronto, sin saber cómo, desaparece. Y asoma, tras un prolongado silencio, una campiña inocente, dulcísima, que, poco a poco, no obstante, sin que podamos percatarnos del todo, se va tornando amenazadora y siniestra.
Una montuosa sensualdiad curvilínea se ofrece, una seducción, un ambiente de ambigüedades de dicción, un coro de rebeldía contra el correoso convencionalismo y su maldad soterrada. Y, todo ello, en una fiesta orgiástica. Tal es, reducido a metáforas y símbolos, el teatro de Nieva.
Se trata de un teatro que con su regreso al lenguaje lleva a éste a su horizonte final, a los límites últimos de sus posibilidades, a su exasperación semántica. Los vocablos disparan, simultáneamente, una multiplicidad de sentidos, la escena se enriquece desde el centro mismo de¡ verbo. Y ocurre que este teatro, tan relacionado (y tan distinto) con la, mejor vanguardia europea, tan descendiente de Artaud como el propio Living Theater, o Grotowsky, pero tan personal y diferenciado de toda esta parentela filial que a Artaud le ha salido por esas otras tierras, ese teatro de Nieva, tan revolucionario y de hoy, se enraíza poderosamente en nuestra mejor literatura tradicional. Igual que la lírica lorquiana vino tanto de la línea que surgió de Baudelaire y el simbolismo y se prolongó en España a través de Machado y Juan Ramón, cuanto de la poesía popular española del siglo XV (Canciones y romances viejos), y ésa es su gloria, así también, aunque de otro modo, Nieva. Éste, tan metido en europeísmos renovadores de nuestro siglo, resulta que es, de otro lado, un descendiente directo de la corriente casticista que encabezó el arcipreste de Hita y que, a través del arcipreste de Talavera, estalla luego, gloriosamente, genialmente, en la Celestina y el Quijote, y, finalmente, mucho después, en los esperpentos de Valle-Inclán. Es la gran tradición del lenguaje popular, seleccionado, acrecido y perfeccionado por la imaginación artística. A esa tradición, últimamente popular, pero tambien culta, Valle-Inclán le añade algo decisivo, una gran novedad: el ensanchamiento de la noción de verosimilitud hacia el lenguaje mismo. El lenguaje, y, sobre todo, el lenguaje popular hablado por algunos personajes de Valle-Inclán, no es verdadero sino verosímil.
Nieva, en cierta propúrción, sale también de ahí y se corivierte, por su parte, en creador, personalísimo, de un idioma popular que, siendo supremamente verosímil, está inventado de raíz. Ahora bien, nuestro autor agrega a esta genérica herencia, a su vez, otra cosa que modifica por completo el complejo en el que entra: los elementos irreales que tanto sentido tienen en la literatura de nuestro tiempo: García Márquez, Torrente Ballester, Italo Calvino, Günter Grass. Y debo decir que esta presencia de lo irreal significativo se utiliza en las comedias de Nieva cronológicamente antes que en los otros autores, con la sola excepción de alguna obra de Italo Calvino. Hasta ese punto el teatro de nuestro coterráneo posee originalidad.
Si el más alto estilo es, como se ha dicho, aquel que junta a la máxima diferenciación la máxima tradicionalidad, el de Nieva puede, sin duda, ser calificado de esa manera.
Fuente | El País
Rostro muerto, 16 de diciembre de 1984
Ante el cuerpo muerto de Vicente Aleixandre, y desolado por su desaparición incomprensible, aturdido por el absurdo que es vivir y morir, escribo estas líneas para honrar su memoria.. Me resulta en cierto modo asombroso comprobar de súbito que a pesar de mi extraordinaria admiración por su magna obra, lo que se me impone en estos momentos es la grandeza de su figura moral, la dignidad única de su ser íntegro.
Y ocurre que esa dignidad, desde la que realizó todos sus actos a lo largo de un prolongado vivir, ha aparecido súbitamente, como con un recóndito resplandor, en su rostro final.
El rostro cadavérico de Vicente Aleixandre muestra con concentrada energía, en cierto modo artística, la gravedad señorial (en el mejor sentido de este adjetivo que tanto caracterizó a su persona.
La muerte ha esculpido algo así como una obra maestra en la faz de Vicente Aleixandre: ha buscado y hallado la esencia de su ser, nos ha dado de golpe su esencial biografía. Los años sucesivos de un vivir siempre moralmente elevado se han acumulado de pronto, expresivamente, en la nobilísima y activísima inmovilidad de su cara.
Volvió de pronto a ésta la juventud resplandeciente que tuvo antaño, la serenidad frente a las quietas catástrofes sucesivas de la experiencia largamente adquirida.
Y también el dolor, el dolor frente al mundo, frente a la maldad, un dolor retenido, aceptado, comprendido, hecho de inteligente tolerancia.
Nunca en sus labios habitó el reproche o la censura contra nadie: sabía. Sabía inocente al malvado. Y esa fue su gran lección para mí, lección que nunca olvidaré.
No hay condena donde hay conocimiento, y la tolerancia es siempre amor. Vicente, criatura amorosa, perdonador de todos y de todo, conocedor del corazón humano como nadie, del pobre corazón que a veces odia y mata sin saber. Danos a todos, desde tu muerte, la absolución final.
Fuente | El País
El más entusiasta, 8 de febrero de 1984
Se trataba de un poeta incesantemente contenido y, sobre sí. Pero lo paradójico resulta constatar que de todos los poetas de su tiempo y aun de toda la literatura española, Guillén se nos manifiesta como el más entusiasta. Y esta extraña mezcla de contrarios que parecen irreconciliables, arrebato extremoso y continuo, y continuo y extremoso ceñimiento y retención, le da al poeta un tono por completo inoído, algo sin par no sólo en el interior de nuestra poesía hispánica, sino en la de cualquier poesía de cualquier país. El entusiasmo máximo en las menos palabras posibles: eso es Cántico, al menos en su consideración central. Y ahí yace lo que más me maravilló de este enorme poeta. Aprendí en él, como en nadie, la eficacia de no decir las cosas, de darlas a entender solo, sin anécdota innecesaria; la elocuencia suprema de la sobriedad tensa, restallante.
Y, al mismo tiempo, el entusiasmo por la realidad y por la multiplicidad maravillosa de las cosas del mundo. La originalidad de Guillén en este punto es, asimismo, de difícil superación. ¿Qué poeta ha sabido sostener a lo largo de una obra tan caudalosa como ésta un himno tan alto y tan variado en honor de la vida? La vida en su excelsitud, pero sin olvido de todo lo demás. Pues en Cántico se hallan representados, además de la felicidad, todos o casi todos los otros sentimientos humanos: Guillén resulta un hombre como nosotros, pero en mayor tensión en normalidad, pero en «normalidad aguda». Nos habla de cosas que tropezamos a diario; mas sus observaciones sobre ellas son inesperadas, incisivas. Lo que dice y no sólo cómo lo dice, se nos muestra atractivo y lleno de un supremo interés. Hallamos en su libro un título (qué se yo: sobremesa, nene, etcétera) y nos lanzamos de inmediato a leer, porque nos seduce lo que Guillén pueda decirnos, de esas realidades concretas que el título promete.
En Jorge Guillén, el pensamiento y sobre todo el suyo, su estilo de pensar, importa e importamucho. En esto se adelantó, ya desde su juventud, a la poesía que había de venir. No nos asombra que, entre otras cosas más altas y esenciales, sea Guillén el gran renovador del madrigal y del epigrama. Diríamos que eleva estos géneros menores al plano mayor de la poesía grande.
Y es que todo objeto, por el mero hecho de existir, resulta, en interpretación guilleniana, seductor, pues que es. El tema general de Guillén, como nadie ignora, consiste en el cántico del ser. El madrigal accede así a consideración metafísica o la consideración metafísica se adentra, adelgazándose y moldeándose como en una de sus posibles formas, en el interior del madrigal o en el interior del epigrama, ahondándolos a ambos.
Pero la cosmovisión guilleniana, centrada en el ser, tiene otra consecuencia: la variedad. Como cuanto existe, por la razón dicha, se hace interesante, cualquier objeto puede aspirar a ser tema de Cántico y de los otros libros del poeta. Guillén se sale de sí mismo y mira el mundo en su infinita riqueza, como símbolo (y sólo como símbolo, a mi entender), digámoslo de paso, de una perfección anhelada, soñada más que hallada.
Guillén es, sin duda, con Juan Ramón, Aleixandre y Neruda, uno de los cuatro poetas de visión más extensa y compleja de toda nuestra literatura. Son incontables los objetos, actitudes, situaciones y hasta autores y lecturas sobre los cuales Guillén nos ha brindado una opinión, una interpretación, o simplemente una vista, bien panorámica, bien de enfoque más reducido. Y lo que nos dice suele ser sorprendente y sutil, con matizada concisión, donde pueden triunfar la gracia o la galanura, pero también, incluso, sentimientos más tiernos y adheridos. Estas cualidades se han dado poco en nuestra literatura. De ahí que Guillén haya enriquecido nuestro ser espiritual de españoles, haya abierto una puerta a la expresión de lo español, por donde irán en el futuro penetrando o deslizándose, acaso sin saberlo, otros artistas nuestros.
No vacilo en decir que sin Guillén le faltaría algo, y algo muy importante, a la expresión poética contemporánea española; a la expresión poética de lo español, y a la expresión poética de lo europeo, de lo universal y de lo humano.
Fuente | El País
La fuerza insólita de Miguel García de Sáez, 3 de abril de 1982
Lo que sorprendía de Miguel García de Sáez, fallecido recientemente, de un infarto de miocardio, en Madrid, era su tremenda vitalidad, que ejercía tanto para desarrollar su vida profesional como para cultivar su gran pasión por la amistad y por todas las facetas de la cultura. En este artículo se glosa su figura.De Alejandro Sawa dijo Manuel Machado en su epitafio algo que bien pudiera aplicarse, y acaso con mayor precisión, a Miguel García de Sáez, a quien unos cuantos amigos hemos enterrado, tristemente, hace muy pocos días, en el cementerio de la Almudena: «Jamás hombre tan nacido/ para el placer fue al dolor / tan derecho. / Jamás ninguno ha caído, / con facha de vencedor, / tan deshecho. Y es que él se daba a perder como otros a ganar. / Y su vida, / por la falta de querer / y sobra de regalar, / fue perdida».
Y es que había en Miguel una fuerza insólita, como de condotiero renacentista o de conquistador español, algo férreo y descomunal, indomeñable, capaz de las más grandes hazañas, un vigor de la voluntad que llamaríamos todopoderoso, pues parecía infatigable e infinitamente encarnizado. La palabra que acaso designase mejor el conjunto de sus extrañas cualidades sería la de grandeza. Sí. A eso tendía todo su ser, y por eso su figura ha sido irreemplazable en el corazón de sus amigos y también en la vida española. Grandeza para bien y para mal. Hizo muchas cosas importantes, en especial la organización, en la Feria Mundial de Nueva York, del Pabellón de España, triunfo tan espléndido y resonante que logró modificar totalmente, en su aspecto humano, la imagen de nuestro país en aquel ambiente tan poco propicio. La fiesta del 12 de Octubre, que hasta entonces había sido en Nueva York una fiesta italiana, pasó a ser una fiesta hispana. Y esto se debió a los buenos oficios de García de Sáez.
Por el Pabellón pasaron, fascinados por la personalidad y la labor de aquél, desde los Kennedy y Nixon hasta las grandes figuras de las letras, las artes, la economía, el cine, el teatro y la sociedad americanos, así como personalidades extranjeras del máximo relieve, entre ellas el sha. Como comisario del Pabellón Español, dio a conocer y promovió con eficacia mucha de la pintura, la artesanía y el folklore de nuestro país. LLevó para allá, entre otras cosas, tres grandes cuadros de Picasso, que el propio Miguel compró en París a buen precio para España. Al final de la feria pudieron haber sido vendidos (había comprador) por varias veces su valor inicial (aunque la Administración española prefirió guardar para el país tan magníficas obras).
Todo esto, y mucho más, fue posible por la inusitada mezcla que en García de Sáez se daba de las aceradas dotes de un político de raza con las otras, tan distintas, del artista de exquisito buen gusto, amén de las procedentes del entusiasmo que sentía, siempre vivo y palpitante, por todas las manifestaciones estéticas de España, sin excluir las populares. De política y de estética entendía, en efecto, desde dentro, como muy pocos. Las sucesivas residencias donde habitó eran siempre una sorpresa visual y un prodigio de refinamiento y de acierto creador sin fallos. He visto a muy escasas personas con tan honda comprensión de las artes plásticas y tanto conocimiento de los estilos y los méritos de los distintos artistas. Nadie diría, oyéndole hablar de pintura, que aquel hombre fuese un político de garra con un pasmoso olfato para adivinar lo que había que hacer a cada instante en vista de un futuro que él parecía adivinar.
Y al poseer como casi nadie eso que se llama don de gentes, tenía innumerables amigos en todas las esferas, y prueba de ello fue el heterogéneo grupo que se reunió el día de su entierro, donde había desde ministros y directores generales hasta actores de cine y de teatro, aristócratas, catedráticos, poetas y pintores. Y precisamente por esto, porque tenía muchos y variados amigos, destaca con más fuerza, hasta adquirir una dimensión trágica, la soledad total de que quiso rodearse, para morir, durante el último mes de su existencia.
Los que sabemos de la complejidad de su carácter nos hallamos acaso en condiciones de adivinar la causa de tan misterioso recato. Miguel unía, a la fuerza y a la entereza únicas de su temperamento, un orgullo inmenso que le impedía ofrecerse ante los demás disminuido y en calidad de objeto de conmiseración. Un tumor cerebral le iba dejando cojo, afónico y sin voz. Decidió entonces apartarse de la vista de todos. Se recluyó en su casa, y no abría la puerta a nadie, ni contestaba al teléfono, ni apenas comía. Por lo visto, sólo dos o tres veces por semana salía, casi furtivamente, a tomar algunos alimentos a un restaurante de la Ciudad Lineal. En su piso se pasaba las horas tirado en un diván, absolutamente solitario, sin consuelo de nadie, absorto ante su conciencia, esperando la muerte con la misma fortaleza de granito con la que había combatido en tantas bregas y sufrido tantas preocupaciones y dolores a lo largo de su vida, tan dura y combatida. Una vez más había que luchar y dar pecho a la terrible adversidad, solo, sin lágrimas.
Cuando le vi muerto me sorprendió el increíble espectáculo de su rostro: moreno del sol, parecía radiante, juvenil, sonrosado. La muerte no había podido vencerle sino a medias. Lo que nuestros ojos asombrados percibían era un rostro lleno de vida y unos labios levemente fruncidos en un ligero gesto en el que se insinuaba el desdén.
Fuente | El País
La originalidad de su poesía (de Claudio Rodríguez), 16 de noviembre de 2001
Recuerdo mi primera lectura de Claudio Rodríguez en 1952. Me hallaba frente a un poeta completamente desconocido y sumamente joven (tenía sólo 18 años) que aparecía ante nosotros con un arte maduro y enormemente personal. Me pasmaba, pues, a la par, la originalidad de su dicción y la perfección de ésta.
No recordaban los versos de Don de la ebriedad a los de ningún otro poeta español, y ello en un sentido, hasta donde tal cosa cabe, absoluto, pues no sólo no denotaban influjos en el sentido malo del vocablo, sino que, de algún modo, tampoco en ese otro sentido en que la palabra «influjo» no supone demérito. La voz de Don de la ebriedad parecía llegar de parte que no era la tradición hispana.
Claudio Rodríguez me confesó más tarde que por aquellas fechas no había leído todavía a ningún poeta contemporáneo de nuestra lengua, aunque sí a los clásicos, y que de la extranjera conocía sólo poesía francesa, en especial la obra de Rimbaud. Esto explica, en alguna parte, la sensación que yo experimenté en mi primer encuentro con Don de la ebriedad, pero no la explica por completo, pues a la vista está que el libro en cuestión tampoco evoca en nosotros la imagen de Rimbaud, ni la de los poetas franceses del siglo XIX, o, en todo caso, los evoca sólo muy vaga y remotamente, en la utilización a veces, por ejemplo, de ciertos materiales irracionales (símbolos, etcétera).
Por tanto, la originalidad de Claudio Rodríguez como poeta no procedía sustancialmente del hecho negativo de su falta de contacto, por aquellos años, con la tradición poética española; nacía, en lo esencial, de la personalidad misma de su autor, como sus siguientes libros han venido a proclamar: el acento de Claudio Rodríguez siguió siendo personalísimo, y ello cada vez más.
Y no sólo lo fue con respecto a los otros poetas, sino con respecto a sí mismo: cada uno de los libros que de él han aparecido significó, sucesivamente, un cambio importante en la modulación de su estilo.
Hago hincapié en esta cuestión de la originalidad, porque, aparte de lo que acabo de decir acerca de su primer libro y de su efecto en mí, la obra de Rodríguez es original en un sentido distinto y más radical en que lo son o pueden serlo la de todos los demás poetas de su promoción.
Estos, en efecto (y me refiero sólo a los que la poseen) nos ofrecen su originalidad de otro modo: desde dentro de una corriente literaria, perfectamente definida y enunciable, con la que se relacionan y a la que deben la dirección fundamental de su impulso poético, tanto como la fundamental configuración de su estilo.Recibirán de esa corriente, digamos, un género próximo, sobre el que cada poeta aportará unas diferencias específicas, encargadas de darnos el timbre diferenciador.
Cuando leemos la obra de Claudio Rodríguez nos cuesta trabajo, en cambio, reconocerla como llevada por la misma corriente que arrastra a la de los otros poetas; en todo caso, esa corriente le coge como a trasmano; no la arrebata, la salpica; o si se me tolera el artificio de prolongar la imagen, todo lo más diríamos que la humedece y ambienta.
El lenguaje poético de Rodríguez no sólo es inconfundible, sino extrañamente discrepante en algo que, al primer pronto, nos parece fundamental. Su originalidad se nos manifiesta, pues, como más sorprendente y radical. Su muerte ha sido por tanto una pérdida más dolorosa, para los amantes de la poesía, que la muerte de un amigo inolvidable. Con él ha muerto también esa otra parte de su obra que nunca conoceremos ya, bien que lo conocido sea tanto.
Fuente | El Mundo Libro . com