Discurso pronunciado al recibir el premio Príncipe de Asturias de 1998

«Majestad,
Alteza,
Excmos. Señores,

Como titular del premio otorgado a las Letras por esta benemérita Fundación Príncipe de Asturias, me toca a mí el oneroso honor de dar las gracias en nombre de todos los favorecidos en el presente año con idénticos galardones, concedidos para poner de relieve el rendimiento superior de cada cual en muy diversos campos de la cultura.

Se supone, en efecto, que a quienes, más allá de cada especialización, nos aplicamos en particular al cultivo de las Letras, debe correspondernos la tarea de hablar por todos y para todos en un leguaje común. Pues Letras no lo son exclusivamente las que han solido calificarse de bellas, Belles Lettres, esto es, la Poesía, actividad creadora cuyo instrumento es la palabra y cuyo objeto consiste en dar expresión a una personal visión estética del mundo. Letras son también, y en sentido muy amplio, los esfuerzos de un escritor por proponer al público una interpretación racional de este mundo en que todos vivimos. Aparte de funciones ceremoniales tales o cuales, como la de agradecerle a esta prestigiosa institución el acierto con que viene cumpliendo sus fines, ¿cómo desempeñar, siquiera en manera mínima y ocasional, la misión que suele encomendar la sociedad al «intelectual», al escritor cuyas letras son de orden discursivo y explanatorio antes que artístico? Pues es el caso que este mundo de todos ha llegado en nuestros días a ser tan complejo, tan cambiante y tan confuso que, a decir verdad, induce a incertidumbre y más bien invitaría a una muda perplejidad. Si los especialistas en los diversos ámbitos del saber y del hacer pueden sentirse hoy bastante seguros en su trabajo, en cambio la especulación de conjunto acerca de perspectivas universales que, se supone, está a cargo de ese «intelectual» ha llegado a hacerse problemática en grado sumo, de modo que cualquier apreciación sobre el desarrollo alcanzado por la humanidad en este momento histórico, así como sobre sus perspectivas de futuro, debe ser cautelosa en extremo y formularse con toda clase de reservas.

Entiendo con esto que, en el acto de hoy, mejor que discurrir sobre la literatura y sus problemas particulares, según podría hacerlo, será más oportuno que me aventure a exponer algunas consideraciones, siquiera sumarias y desde luego muy tentativas, acerca del desconcierto en que cultura y sociedad se encuentran sumidas al llegar a estos finales de siglo; situación ésta que los sociólogos suelen describir bien y que a todos nos afecta; situación cuyo origen nadie deja de reconocer en la radical y cada vez más vertiginosa revolución tecnológica que ha venido a cambiar de arriba abajo los sistemas y los modos de conducta humana, haciendo incierta, vacilante o vana cualquier referencia a los valores tradicionales que no hace mucho tiempo eran todavía vigentes.

Fútil sería el denuesto o la lamentación ante situación tal, que algunos consideran intolerable, pero que, guste o no, constituye nuestra realidad actual, a la que es imposible sustraerse. Superando, pues, las actitudes negativas de quejumbrosa crítica, debemos reconocer que los fabulosos progresos aportados por la ciencia a la sociedad, y asumidos por ella, si bien han convulsionado y sumido en desconcierto el orden antes relativamente estable de la cultura, nos procuran sin duda un equipo inapreciable de nuevos recursos cuya disponibilidad promete al género humano una calidad de vida superior dentro de un mundo unificado, a condición siempre de que la humanidad misma sea capaz de manejar de una manera sensata y positiva esos formidables instrumentos que el progreso tecnológico pone en sus manos. Potencialidades tales se están usando actualmente -a la vista está- tanto para beneficio del hombre y de la naturaleza como para su destrucción. Y en el inmediato futuro, la dirección que se imponga a dicho uso dependerá del acierto en la gestión organizatoria de quienes manejan las palancas del poder; pues resulta demasiado evidente el peligro de que tan formidables recursos puedan caer bajo el dominio de mentes insanas o criminales; o simplemente, de que sean manipulados por inteligencias cortas y manos torpes. Cualquiera de nosotros que preste atención a los acontecimientos cotidianos en el panorama mundial, quien lea un periódico o vea un programa noticioso de la televisión se dará cuenta de que ese estremecedor peligro nos acecha a cada paso y muy de cerca.

No otro es el dilema ante el que hoy nos hallamos: o bien, un salto gigantesco hacia una ordenación superior de la vida común sobre el planeta, o si no, su hundimiento catastrófico en el caos… Se trata, insisto en ello, de una alternativa abierta, pues la marcha de la historia -lejos de cualquier determinismo- está dirigida por la conjunción de diversos factores, el azar entre otros, pero también en cierto grado por libres decisiones humanas. Pues la condición del homo sapiens, en cuanto que la especie ha superado en alguna medida las forzosidades del instinto animal, deja margen, en efecto, al cálculo y actuación racional en la búsqueda del bien. Y dentro del conjunto social, ese elemento de racionalidad se encuentra a cargo de aquellas personalidades empeñadas en hallar solución a los diversos problemas planteados hoy día por los desafíos del progreso tecnológico, con el designio de lograr que en el orden de la convivencia humana prevalezcan las tendencias constructivas.

Por eso es tanto de agradecer el desvelo con que la Fundación Príncipe de Asturias selecciona cada año de entre los distintos campos de la actividad cultural aquellos nombres de unas cuantas personalidades que se han distinguido en la labor creadora, gentes asignadas por su vocación y capacitadas por su preparación para llevar a cabo un trabajo fecundo en su respectivo terreno, proponiendo así dichos nombres como estimulante ejemplo vivo frente a un mundo desmoralizado, desorientado o abúlico.

Muchas gracias».

Discurso pronunciado al recibir el premio Cervantes de 1991

«Majestades; señores míos:

Por una coincidencia que no sabría cómo calificar, el mismo día en que se me otorgaba este galardón tan preciado y honroso que hoy recibo, me encontraba postrado a las puertas de la muerte. En versiones varias, corre por el mundo una leyenda folklórica según la cual, un moribundo obtiene por gracia especialísima un aplazamiento en el último trance, para que entre tanto pueda llevar a cabo aquello que su imprevisión le había hecho descuidar. Con implícita ironía, pretende la leyenda que casi siempre, al cumplirse el término prescrito, y una vez agotado ya el plazo, la tarea siga inconclusa, de modo que todo haya sido en vano. En mi caso, si en tal caso me pongo, una al menos de mis obligaciones pendientes queda solventada en este acto de hoy: la de hallarme aquí presente para recibir de tan suprema instancia el premio que tanto agradezco, y explicar de paso alguna de las particularísimas razones por la que debo estimarlo en el más alto grado.

Aunque, si bien se considera, tal explicación resulta innecesaria. ¿Cómo hubiera podido ser de otra manera? Para empezar, la advocación de Cervantes tenía que tener una resonancia de intensa simpatía en quien, como yo, ha dedicado muchas horas de su larga vida, y llenado muchas páginas, en continua aplicación al estudio de su obra; y, sobre todo, para un autor de ficciones literarias que, no menos que cualquier escritor de invenciones tales, ha debido moverse dentro del ámbito espiritual y trabajar mediante los recursos técnicos que, para universal magisterio, estableciera el autor del Quijote.

Esto, como digo, por cuanto significa para mí el premio que invoca su nombre. Pero es que éste -el premio mismo tal cual se encuentra instituido- presenta además rasgos peculiares que a juicio mío le prestan un carácter de especial relieve. He afirmado a veces, en conformidad con otros colegas, que la patria del escritor es su idioma. Pues bien, el Premio Miguel de Cervantes está dedicado a destacar los méritos de quienes cultivan las letras en lengua castellana, cualquiera sea la ciudadanía civil de cada uno.

Queda reconocida y sustantivada así la comunidad cultural cuya base sólida es el idioma, sobreponiéndose a los muchos equívocos ocasionados por la historia política del pasado siglo, cuando la ideología nacionalista, instrumento intelectual de que en su día se sirvieron los movimientos americanos de independencia, llevó a involucrar la creación poética con los sentimientos e intereses del patriotismo local. Pero los azares de la política, por mucho que apremien y condicionen y apasionen, no llegan sin embargo a erosionar seriamente el suelo firme de una comunidad idiomática.

Por lo demás -y éste es otro acierto complementario-, la administración del Premio ha sabido hacerse cargo sin embargo de lo arraigadas que todavía siguen estando confusiones tales de lo literario con lo político, y ha establecido sutilmente en consecuencia una especie de turno informal entre escritores nacidos a una u otra orilla del Atlántico, entre escritores españoles y escritores hispanoamericanos. Sería inoportuno, y por lo demás ocioso, discurrir ahora acerca del alcance y de la cuestionable validez de diferenciaciones tales, pero sí parece loable desde luego la discreción de haberlas tenido en cuenta.

Por cuanto a mí personalmente concierne, podría preguntarme, si hubieran de darse por válidas esas categorías, a cuál de ellas debo pertenecer yo -cuestión que en términos diversos cabría plantear también alrededor de otras biografías de literatos, y cuya más adecuada respuesta quizá fuese ésta: que propiamente y de lleno, quizá no pertenezco a ninguna; pues es lo cierto que en alguna manera se encuentra uno emplazado en tierra de nadie. Nacido en Andalucía, tomé parte desde Madrid, durante la época juvenil de mi vida en los movimientos literarios de vanguardia, que se desenvolvían en estrecha correspondencia con los simultáneos de Barcelona, Buenos Aires, México y La Habana.

Luego, las consecuencias de nuestra guerra civil, en la que actué como ciudadano (pero no por cierto como escritor) al lado de la República, me llevarían a reanudar mi producción literaria en varios países de América; hasta que por fin, veinte años más tarde, me fue dado reintegrarme (en puridad, casí reintegrarme) a España, el curso de cuya literatura había sido entre tanto -también a consecuencia de la guerra misma- un curso anómalo por relación al del resto de las letras castellanas. Así, una parte considerable de mi obra fue desconocida, o tardíamente reconocida, en este mi país natal, sin que aquellos críticos e historiadores que se ocupan de catalogar, ordenar y categorizar el cuerpo de la producción literaria sepan bien dónde colocar la de un
escritor exiliado, cuyo nombre por lo pronto se encontraba inserto ya en los cuadros de la vanguardia española, y que por otro lado, a partir de su regreso en los años sesenta, había vuelto a hacer acto de presencia cada vez más intensa en el ambiente intelectual madrileño, pero que durante la fase intermedia (un lapso de nada menos que un cuarto de siglo) debió actuar bajo la condición ambigua de «escritor español en América», tenido allí por propio y por ajeno a un tiempo mismo… Como bien se advierte, el intento y la práctica de encuadrar la literatura de lengua española dentro de marcos nacionales no está libre de perturbadoras dificultades. Por eso me parece muy laudable el hecho de que el Estado español mantenga, como mantiene, premios para galardonar obras literarias de sus ciudadanos escritas en cualquiera de los idiomas reconocidos como oficiales dentro del ámbito peninsular, pero que al mismo tiempo haya instituido también, bajo la advocación de Cervantes, este Premio singular que contempla el panorama entero de las letras castellanas, cualquiera sea la ciudadanía del escritor, un premio extendido, pues, a la gran patria espiritual que tantos pueblos comparten.

El que este hermoso y preciadísimo galardón me sea entregado en el presente año, cuando se está celebrando el Quinto Centenario del Descubrimiento de América, es circunstancia que añade a mis conmovidos sentimientos, junto al de una profunda gratitud por verme así tan honrado en mi país natal, también otro sentimiento que reafirma mi afinidad profunda con aquel mundo nuevo, con ese continente del que era nativa la madre de mi hija y donde había de nacer nuestra nieta; con la América fabulosa adonde Miguel de Cervantes intentó ir sin que su deseo pudiera verse cumplido.

Comencé refiriéndome a lo mucho que como escritor debo a Cervantes. Ya en la infancia, cuando apenas podía entender el significado de muchas de sus palabras, leí el Quijote y para escándalo de quienes pudieran oírme incorporé a mi vocabulario algunas de esas palabras, entonces malsonantes, cuyo significado ignoraba; más tarde, escritor novicio ya, los críticos lectores de mi primera novela pudieron señalar en ella algo que era bastante obvio: los ecos inconfundibles del Quijote; y por fin, ahora, escritor valetudinario, he dedicado mi última prosa, todavía inédita, a comentar y en alguna manera recrear cierto maravilloso pasaje del Quijote, el del encuentro de su protagonista con un caballero granadino. Todavía, en la presente ocasión, cuando debo recibir y agradecer el premio Cervantes, quisiera remitirme una vez más con breves palabras a otro pasaje del Libro fundamental. Es uno de esos episodios donde con arte único se mezclan en increíble mixtura el patetismo y la comicidad. Me refiero al capítulo que relata cómo las personas afectas a don Quijote han decidido, entre su primera y su segunda salida, expurgar piadosamente la biblioteca del hidalgo para quemar los malditos libros de caballerías. Después de haberlo hecho, tapiarán la pieza donde se guardaban, «porque cuando se levantase no los hallase»; y en efecto, «de allí a dos días
levantose don Quijote, y lo primero que hizo fue ir a ver sus libros: y como no hallaba el aposento donde le había dejado, andaba de una en otra parte buscándole. Llegaba a donde solía tener la puerta, y tentábala con las manos, y volvía y revolvía los ojos por todo, sin decir palabra … «.Mucho se ha especulado alrededor del significado que en la secreta intención del autor pudiera encerrar el famoso escrutinio y quema de los libros.

Sin necesidad de entrar en la cuestión, y dejándola aparte para atenerme a la mera y directa lectura del episodio, me parece a mí que esa búsqueda silenciosa de la condenada puerta es más penosa que todos los descalabros sufridos por el caballero en sus aventuras; que esa bien intencionada acción de quienes bien lo quieren, al prohibirle el acceso al lugar de la lectura, resulta más cruel que cuantos escarnios le fueron infligidos, pues cierra el paso al campo de la libre imaginación, al que se supone no pueden ponérsela puertas. La imagen de don Quijote tentando en vano el ciego muro que veda la entrada al paraíso de su fantasía me ha resultado, siempre que he vuelto a ella, patética en el más alto grado.

Ese pasaje del Quijote hace pensar desde luego en las condenaciones, trabas y vetos que tradicionalmente han solido imponer quienes se consideran autorizados para proteger al prójimo de los supuestos peligros de la lectura; pero hoy, cuando dichas restricciones pueden darse por desaparecidas en la sociedad actual, otros nuevos obstáculos, y de eficacia tanto mayor al no ser de índole coactiva, nos amenazan. Aludo, claro está, al progreso pujante e irresistible de los medios de comunicación audiovisual, cuyos servicios han sustituido, tanto para la información como para la recreación de las grandes masas, al recurso de la palabra escrita. Por su causa, las gentes abandonan la práctica de la lectura, y pierden la costumbre de sentarse con un libro en la mano para ejercitar la mente y cultivar la imaginación interpretando su contenido. Y así, el centro de la autoridad idiomática se desplaza desde la letra impresa hacia posiciones desde donde se difunde una oralidad desaliñada, regida por criterios de urgencia.

Creo oportuno, cuando nos hallamos reunidos para honrar la memoria de Cervantes, insistir sobre las indispensables virtudes del ejercicio literario, que no consiste tan sólo en escribir, sino también, por supuesto, en leer. La solemnidad de este acto, presidido por los reyes de España, en el que cada año se selecciona a un cultivador de las letras castellanas para distinguirlo de manera particular, constituye una reiterada afirmación del valor de la literatura misma, y sin duda contribuye de manera muy resuelta a darle el prestigio social que tanto necesita cuando diversos rasgos de la realidad contemporánea
muestran una tendencia a descuidar su estudio y a desestimar su importancia. Este año ha sido a mí a quien le ha tocado agradecer en nombre de todos esto que considero un servicio inestimable a la cultura general.

Muchas gracias, pues, Majestades; muchas gracias, señores y amigos».