Discurso pronunciado en la Academia de las Artes de Berlín el 5 de mayo de 1985

El 8 de mayo significó un corte en mi vida. Este corte se ha ido profundizando desde entonces, porque con el escaso entendimiento de mis 17 años sólo fui vagamente consciente de él. Aquel día de la capitulación sin condiciones del gran Reich alemán lo pasé en el hospital militar gracias a una herida de metralla leve, pero suficiente como para ser internado.Hasta entonces mi educación había transcurrido militarmente según los conceptos nacionalsocialistas. Es cierto que hacia el final de la guerra surgieron dudas difusas, pero no se puede hablar de resistencia. La crítica se dirigía como mucho al cinismo del mando militar, a los bonzos del partido, que eran considerados como holgazanes, y a la alimentación insuficiente. Aparte de la técnica militar de matar, había aprendido dos cosas: conocía el miedo y sabía que tan sólo había sobrevivido por casualidad. Dos conocimientos que hasta hoy no han desaparecido, que no necesito mantener despiertos, que una vez conseguidos -especialmente el conocimiento del miedo- son una ganancia.

Para mí, y para muchos que se encontraban tendidos en las camas vecinas del hospital militar, la capitulación sin condiciones significó -después de la certeza de haber sido los vencidos- la liberación del miedo. Con la destitución de los jefes militares, que sólo se notó paulatinamente, esa falta de libertad a que estábamos acostumbrados, en parte incluso aceptada, comenzó a desaparecer, sin que se manifestara esa gran desconocida: la libertad. Esta libertad como amplia perspectiva de existencia humana, tuvo que ser regalada a los alemanes vencidos, pero, sin duda, según el punto de vista de los vencedores, dividida. Es cierto que los alemanes habían hecho todo lo posible y no habían omitido esfuerzos sobrehumanos para quitar a otros pueblos su libertad, pero para la recuperación de la propia no aportaron mucho.

Para franceses y rusos, holandeses y polacos, checos y noruegos, supervivientes de los campos de concentración, prisioneros de guerra, condenados a trabajos forzados y emigrantes, que habían sufrido bajo la ocupación y los crímenes causados por los alemanes, el 8 de mayo de 1945 significó la victoria decisiva sobre el fascismo y la liberación de los alemanes. Para éstos, aquel día señaló en primer lugar la derrota militar e ideológica, porque moralmente y en sentido político y religioso ya habían capitulado sin condiciones el 30 de enero de 1933. Pienso que -hasta el día de hoy- estas distinciones no han sido ni comprendidas ni aceptadas suficientemente en ninguno de los dos Estados alemanes. El hecho de considerarse liberados fue y es demasiado tentador, y al mismo tiempo se reprimía el conocimiento penoso de que la masa del pueblo alemán había hecho todo lo posible por impedir la liberación, después de que la resistencia había sido expulsada del país o había sido eliminada dentro de él.

Vencido y liberado

Al menos así me veía a mí y a muchos de mi edad el día 8 de mayo de 1945: vencido, inferior, por un lado liberado del sargento, pero sin conocimiento de lo que la libertad es o podía ser. Con un vacío en la cabeza, ansioso de la comida de cada día, movido por sentimientos difusos y adolescentes que -entre tristeza y obstinación- permitían por primera vez el sentimiento de vergüenza. Escuchaba cifras inconcebibles, veía fotos en los periódicos que mostraban montañas de cadáveres y no lo quería creer. Los últimos campos de concentración fueron abiertos. Consternación y rechazo me marcaron. ¿Fueron los alemanes capaces de cometer tales crímenes? Esa fue la pregunta densa y terca que de momento no quería encontrar respuesta. Para hacer comprensible a los jóvenes de 17 años de hoy la falta de libertad de mi generación, que perduró más allá del 8 de mayo, cabe decir que, tan sólo con la confesión de nuestro ex jefe de las Juventudes Hitlerianas ante el Tribunal de Nurenberg, tal pregunta encontró una respuesta que anuló la obligación de cumplir órdenes, que permitió el shock y que, al mismo tiempo, era agravante: «Sí, fuimos capaces».La inocencia del canciller

Sé que incluso en los editoriales de nuestros días se extienden certificados de inocencia. En estos momentos nos permitimos el lujo de un canciller que, si bien no tiene la inocencia arraigada, la tiene innata. Rápidamente se apresuraron a sacar los certificados de inocencia. De los años cincuenta. ¿Pero qué significado tienen las repetidas afirmaciones solemnes de que la mayoría del pueblo alemán no tenía conocimiento sobre cámaras de gas, exterminación en masa y genocidio? El desconocimiento no puede absolver a nadie. El desconocimiento vino por culpa propia, ya que la mayoría sabía perfectamente que existían campos de concentración y quién iba a parar a ellos: por ejemplo, rojos y, naturalmente, judíos. Este conocimiento no tiene remedio a posterior¡. Ninguna absolución presuntuosa puede anular este conocimiento. Todos sabían, podían saber, tenían que haber sabido.

Desde que tenía 15 años supe que cerca de mi ciudad natal se hallaba el campo de concentración de Stutthof, entre el Báltico y el golfo de Koenigsberg, en medio de un paisaje pintoresco. No sólo Dachau y Buchenwald estaban cerca.

De 1.634 campos de concentración registrados, uno llevaba el nombre de Bergen-Belsen. Como símbolos de advertencia y amenaza, los nombres de los campos más próximos sonaban como frases hechas: la abreviatura de KZ (campo de concentración) era una palabra conocida. Sólo que no se hacían preguntas. ¿Con quién y hasta qué extremo? Yo tampoco he preguntado. Ni los curas ni los profesores preguntaron. Ni juristas ni cardenales quisieron saber más de lo que ya sabían. Se vivía en vecindad con el crimen diario, y, por cierto, no tan mal, aparte de la guerra y sus contragolpes.

Por eso, los alemanes no fueron liberados, sino vencidos el 8 de mayo. Por ello perdieron provincias. Yo perdí mi ciudad natal. Y lo que fue de mayor trascendencia hasta hoy: los alemanes perdieron su identidad. Desde entonces no pueden comprenderse a sí mismos. Les falta algo que, ni con todo el empeño posible, pudo ser reparado: ese vacío en su conciencia. Por eso se aferran a lo que debería haber sido. Érase una vez un país cuyo nombre era alemán.

Y quizá, a pesar de estar tan afectados por las pérdidas, no quisimos, por ello, abrir los ojos frente a la derrota, y menos frente a su incondicionalidad. Muy pronto fuimos en busca de nuevas palabras, de aquellas que, más que aclarar, ocultan. Lo que interesaba eran palabras moderadas. Hasta el día de hoy se mantiene la palabra derrumbamiento, sin querer explicar qué es lo que se derrumbó. Se habló de catástrofe, ¿pero de quién? El nombre final de guerra, que se las da de imparcial, ¿quiere decir que solamente terminó la guerra? Todavía se encuentra en circulación la perífrasis tan fluorescente de la hora cero. ¿Para quién sonó? No fue para los muertos. O sea, que fue para los supervivientes. ¿Quizá fue para los señores Krupp y Flick, que, después de una pequeña interrupción, continuaron como antes y después de 1933, cuando financiaban a su Hitler con métodos que no estaban marcados por la hora cero? La hora cero sigue siendo lo suficientemente vital como para corromper en la actualidad a políticos y para desacreditar a la democracia.

Todo eso se demostró: la hora cero no sonó para profesores y jueces, ni para un secretario de Estado llamado Globke, ni para ningún ministro llamado Oberlaender, ni para ninguno de los muchos Filbinger y más allá del 8 de mayo se salvaron las herramientas de destrucción y sus peones, gracias a los cuales se había podido destrozar la República de Weimar. Y esto fue así tanto aquí como allí, antes de que fueran creados los dos Estados alemanes. Si la RFA se creó a partir de una difamación bien ensayada en contra del comunismo, la RDA tuvo sus comienzos con la eliminación de todos los socialdemócratas que se opusieron a un partido unificado obligatorio.

Estas marcas tan tempranas les sentaron mal a los dos Estados alemanes. Siguen manifestándose los malos fundamentos de las dos estructuras. El 8 de mayo podría abrir la posibilidad de preguntar por las razones de un comienzo malogrado, pero temo que en todas partes se habrán celebrado -aunque con acentos opuestos- autoceremonias al estilo de una Alemania del Oeste y del Este. Por eso vale la pena perseverar y volver a consultar a la supuesta hora cero. Es verdad: muchos, yo también, teníamos por aquel entonces la ilusión de que se formaría algo nuevo, tanto aquí como allí. Ni el capital, ni el Estado, ni un partido debían asumir el poder solos. No se debía volver a empuñar un fusil. Había que aprovechar la hora cero. Hoy sabemos que sólo se restauraron pequeños fragmentos.

Podemos ver que aquí -fuera del control democrático- el capital impone la ley de los fuertes. Allí un solo partido determina todo y no tolera nada, aparte de a sí mismo. El Estado es cada vez más pretencioso. Y el fusil, que nunca más iba a ser empuñado, se ha convertido en un misil nuclear emplazado en las dos Alemanias.

Nuestros hijos se preguntarán cómo se pudo llegar a la liquidación rápida de los propósitos, cuya razón de ser sigue siendo tan evidente ahora que es demasiado tarde. Mi respuesta sólo puede ser desalentadora: la postura de protesta política de los años que siguieron a 1945 permitió a dos políticos con maña que hicieran fracasar la ficción de la hora cero a través de la realidad aplastante. La obra de Konrad Adenauer y de Walter Ulbricht, del rearme de los alemanes en los dos Estados, destruyó todo sueño de la otra Alemania. Con Adenauer y Ulbricht habían llegado al poder dos representantes de la República de Weimar, que incluso habían fomentado su desmoronamiento. El. uno, un separatista de Renania; el otro, un estalinista sajón. Los dos parecían haber sido escogidos para impedir la tan sonada otra Alemania y para sellar la división del país. Los dos estaban concebidos el uno para el otro.

Una división perfecta

Sus mentiras, su astucia, su gran disposición a difamar al contrario político mostraron la escuela de Weimar. A esto correspondió el instinto del poder de estos dos fundadores del Estado. Bien pronto Adenauer y Ulbricht presintieron la nueva situación. La división de Alemania en una parte del Este y otra del Oeste les vino de maravilla. La división de Alemania pasó a ser la división de Europa. Desde entonces, al campo socialista de la paz se enfrentó el Occidente llamado cristiano.

O sea, que a la ilusión o a la mentira de la hora cero se sumó otro fraude, que permanece hasta el día de hoy. El 8 de mayo los alemanes todavía eran los vencidos; a partir de los años cincuenta se aliaron a los enemigos los vencedores. Más aún, se autoengañaron adoptando posturas de vencedores y ganadores. Al mismo tiempo querían ser elogiados mostrándose como alumnos perfectos de los bloques. La imagen del enemigo funcionaba: los otros alemanes eran los malos, tanto en un sistema como en el opuesto. Había que señalarse mutuamente con el dedo. Se volvía a ser alguien, ya fuera allá en la zona de paz o aquí en la de a favor de la libertad

¿Pero quién éramos exactamente? La reflexión sobre la identidad perdida sólo fue un tema hasta la reforma monetaria. Después fue considerado un lujo, una pérdida de tiempo que fue a formar parte de los programas nocturnos de las emisoras de radio. Por eso, y para acortar el proceso de búsqueda de la identidad propia, tuvo que prestar su ayuda la guerra fría. Estaba bien visto seguir la tradición de ser un anticomunista rígido o recuperar una postura antifascista. Además se pudo llenar el vacío en la conciencia con virtudes secundarias, que habían superado ilesas la capitulación sin condiciones.

Por esta razón había que ser aplicado. ¿Qué eran los alemanes? Volvían a ser aplicados. Por eso se era fiel. ¿Qué se puede esperar de ellos? Que sean fieles a la Alianza. Y también se era puntual. A menudo se llegaba antes de hora. Ahora por ejemplo, apenas ha comenzado la discusión sobre el programa de la guerra de las galaxias, el Gobierno federal quiere demostrar una vez más que los alemanes son más que puntuales. Fuera de la responsabilidad por la paz de la nación dividida estaríamos ya lejos, a una distancia sideral, del 8 de mayo. Pero esta fecha es un peso para nosotros. Es nuestra carga. Y es el único beneficio que, en medio de tanta pérdida, tenemos que conservar.

Todavía están sobre la mesa las fotos de las montañas de cadáveres. No, más aún: el enorme crimen, bajo la denominación común de Auschwitz, hoy, 40 años después, es más incomprensible todavía que en los primeros momentos del schock, cuando vi y no quise creer. Insuperable, superior a nuestras fuerzas, el genocidio planeado, ejecutado, soportado, negado, reprimido y, al mismo tiempo, totalmente evidente, pesa enormemente sobre nosotros y nuestros hijos.Es significativo que, al mismo tiempo que se discute sobre la posibilidad de una huida hacia la locura de un rearme espacial, se lleve a cabo un debate en el que se habla de prohibir por vía , legal la negación de un genocidio, que costó la vida a millones de personas. Esta enorme tensión -por un lado, la huida lucrativa al espacio, y, por el otro, el estar atado a una culpa y responsabilidad imposible de reprimir- sólo recapitula aquello que en los años cincuenta fue una contradicción que quedó sin discutir.

Ahora están de moda. Las mesas en forma de riñón son modernas. También se cultiva la esfera privada, el rincón apacible y el neo-neo Biedermeier, aunque aquella época lo fue todo menos apacible y sólo la necedad de la moda permite entusiasmarse -retrospectivamente- con los falsos años cincuenta.

La década de las falsificaciones La década de las falsificaciones y de las falsas ilusiones, la década de la reconstrucción sin fundamento. La era de los grandes falsificadores, entre ellos estadistas. Los años de los más duros hechos: el rearme y al mismo tiempo la huida de la realidad.

En los años cincuenta, el pueblo alemán fingía haber estado -en un pasado lejano- deslumbrado y seducido. Con demasiada buena fe -se decía- habíamos creído a los cazadores de ratas (*). Pero al final teníamos la certeza de haber aprobado, aunque con dificultades, un examen duro. Las películas de aquellos días mostraban claramente la mentira: ya sólo eran los médicos los que seguían en la encrucijada. Lo que había ocurrido a plena luz del día, con plena aprobación y acompañado de júbilo, ahora era el espanto, la barbaridad, la sombra infernal que se atribuyó a demonios uniformados de negro que parecían ángeles caídos. Por lo demás, uno ya había estado, en secreto, siempre en contra desde Stalingrado. Al final resultó que hubo una resistencia poderosa. Uno de cada dos aseguraba no haber estado nunca en contra de los judíos. En armonía se celebró la victoria como producto propio. ¡Discursos dominicales en masa!

Naturalmente, hubo oposición y votos en contra. Con urgencia, pero en vano, se dirigió Karl Jaspers a los alemanes. Al principio de esos años cincuenta tan falsos -antes de que se entregara al Ejército los cascos, que parecían cascos de victoria-, Gustav Heinemann abandonó el Gobierno de Adenauer. Los discursos de Schumacher y Ollenhauer, que entonces parecían anacrónicos, se leen hoy como textos proféticos. La expresión «canciller de los aliados» era más real de lo que Kurt Schumacher podía imaginarse entonces. Cuando, en las elecciones de 1957, Konrad Adenauer consiguió la mayoría absoluta, el 8 de mayo de 1945 estaba más lejano de la consciencia de los alemanes de lo que está hoy: la transformación de la capitulación sin condiciones en una victoria, magistralmente enmascarada, fue celebrada incluso en el campo de los vencedores de antaño.

¿Miedo o milagro?

Si volvemos a preguntar ¿cómo pudo suceder aquello?, bastan explicaciones como «milagro económico o miedo a los rusos». Explicaciones suplementarias pueden haber sido decisivas en las elecciones, pero la condición para una represión tan enorme del pasado se encontró en un ambiente intelectual que en su más alto nivel no sólo permitía la represión, sino que celebró la huida de la realidad como un principio de estilo. El caso era no hablar claro. Poner en clave incluso lo insignificante. Las metáforas iban más baratas por kilos. Imágenes que más tarde inspirarían a la industria de empapelado de paredes. Y se construía como si Speer, el arquitecto de Hitler, hubiese sido uno de los fundadores de la Bauhaus. Cuando, en enero de 1953, llegué como joven escultor a Berlín, el arte corría el peligro de derivar hacia el descompromiso. Si en la literatura «susurrarle a las hierbas» era digno de elogio, y autores como Árno Schmidt y Wolfgang Koeppen eran quitados de en medio, en las artes plásticas lo moderno estaba en primera fila, mientras permaneciera abstracto. A ser posible, no se debía de reconocer todo lo feo que se creía haber dejado atrás. Claves, sí; ornamentos, no. También materiales, estructuras, masas, la forma pura. Todo lo que resultaba demasiado claro, no. Ninguna imagen que hiciera daño.

La gran disputa, que alcanzó incluso a la confederación de artistas, entre el pintor Carl Hofer, representante del arte figurativo, y Will Grohmann, el apologista del arte abstracto, significó a principios de los años cincuenta más que la polémica usual en los círculos artísticos. Se trataba o de percibir o de pasar por alto la realidad en un país derrotado, dividido, cuyo peso era la responsabilidad de un genocidio, y que a pesar de ello -o precisamente por eso- estaba a punto de reprimir todo, de volver abstracto todo lo que podía recordar al pasado o que podía impedir la huida hacia adelante. Se formó una vanguardia extraña, la del progreso técnico aerodinámico, motivada por el crecimiento económico, y la de los grandes formatos que se ahorraban todo tipo de realidad. Pronto colgaron en los despachos de dirección, allí donde un tríptico de Beckmann habría hecho saltar la banca, todo tipo de cosas pomposas, exentas de compromiso, que iban al compás de la arquitectura de la reconstrucción y del espíritu de la época. A pesar de que, paralelamente, en la República Democrática Alemana (RDA) el realismo socialista era todo menos realista, se pudo llegar a un consenso válido para las dos Alemanias. A pesar de las teorías contrarias, «venció lo abstracto». Quien -tanto aquí como allá- reflejara situaciones en los cuadros, quien mostrara la realidad, quedaba descalificado. Ni Carl Hofer ni Will Grohmann tuvieron la última palabra. Lo que hoy parece curioso, entonces era normal: mientras que en política interior hacía progresos la restauración del poder del Gobierno, una vanguardia sin capacidad crítica, que como mucho se exponía a contradicciones formales, se presentó al exterior como testimonio de la modernidad neoalemana y apertura hacia el mundo.

Años apestosos

Hay que leer los libros de Arno Schmidt Das Steinerne Herz (El corazón de piedra)y de Wolfgang Koeppen Das Treibhaus (El invernadero), al igual que las novelas tempranas de Heinrich Böll, para darse cuenta de cómo apestaban los años cincuenta, de lo corruptos y mentirosos que fueron para ver con qué astucia se presentaban ante nosotros los asesinos y cómo pesaba la hipocresía cristiana sobre la sociedad. Algunos escritores y sólo pocos pintores -entre ellos, Harald Duwe- afrontaron estas realidades. No eran abstractos. Sé que con mi queja rompo un tabú.

Pero ¿dónde queda lo positivo? Esta pregunta -como leivmotiv- erraba como un fantasma por la historia de la posguerra de los dos Estados alemanes. Sólo a éstos me refiero aquí. Si encima me endosaran Austria, tendría que desesperar.

¿Dónde queda, pues, lo positivo? Libertad regalada; regalada significa que no hubo que luchar por ella. Y libertad sigue siendo aquella en la que pensamos. Naturalmente -según escucho-, al hablar de libertad, sólo nos podemos referir a la democracia occidental. Pero ¿por qué? La libertad tiene sus límites, al menos para aquellos que quedan en la parte de los débile y que han ido a parar como parados al fuera de juego social en cuanto entra en juego el capital.

A la RDA, en cambio, le fue regalada por sus vencedores otro tipo de libertad, con otros límites: sin las presiones del capitalismo, se pretendía fundar un Estado de obreros y campesinos, del que huyen, naturalmente, hasta hoy sus ciudadanos por falta de libertades cívicas. Si aquí nos explican que hay que pagar el empobrecimiento social con la benevolencia de la economía libre de mercado, allá la crítica se interpreta como un comportamiento antiestatal. Por tanto, la libertad es relativa, tanto aquí como allá. En ninguno de los dos Estados fue posible crear un equilibrio de derechos cívicos y sociales, a pesar de lo mucho -y con ciertos éxitos- que se luchó por ello en los dos sistemas de sociedad. El fanatismo ideológico, que en el respectivo campo contrario sólo veía el sistema de opresión comunista o la explotación capitalista, y que no permitía otras imágenes que las del enemigo, dificultó la comparación objetiva. Los alumnos modelo obedecieron aplicadamente a todo cambio de reglas gramaticales por parte de sus respectivas potencias protectoras y se esforzaron en superar a sus profesores y bienhechores.

Fue en el transcurso de los años cincuenta -después de que se había levantado un monumento a los propios años cincuenta con la construcción del muro de Berlín cuando aquellas fuerzas políticas que más que formar habían soñado con una Alemania distinta, empezaron a tener una importancia considerable, sobretodo en la República Federal de Alemania (RFA). Este proceso, marcado por retrocesos, experimentó un cierto auge a finales de los años 60, con las protestas estudiantiles y los posteriores movimientos ciudadanos y todavía se mantiene, aunque debilitado. La coalición social-Iiberal, por su parte, intentaba aprovechar, con su escasa mayoría, el deseo universal de distensión y tomar en serio en su política alemana las realidades que hoy como antes se correspondían con la capitulación incondicional, a pesar de que habían sido reprimidas durante dos décadas.Yo participé activamente en política en este período, ya que mis experiencias en la más reciente historia alemana no me permitían la reclusión en los círculos reservados a las artes y a los artistas. Desde entonces conozco las penalidades del trabajo político cotidiano. Experimenté la necesidad y el desgaste de las campañas electorales. Era la utilización de la libertad regalada.Era la obligación de abrir la boca para decir sí o para decir no, es decir, para implicarse en la realidad. Por esto Siegfried Lenz y yo estuvimos en Varsovia, en diciembre de 1970, cuando Willy Brandt firmó el acuerdo germano-polaco. Conscientes de la pérdida, tanto el prusiano del este como el ciudadano de Danzig aprobaron el reconocimiento de la frontera oeste de Polonia. Es necesario subrayar esto, porque al actual canciller de la República Federal se le ocurrió recientemente poner de nuevo en entredicho el acuerdo con Polonia; por una estúpida astucia se congració con los funcionarios de los refugiados y perdió así toda credibilidad. A ello siguieron otros ejemplos de sus artes de estadista: su viaje a Israel ha quedado en el recuerdo como un hecho penoso; en su trato con el presidente americano se le ocurrió organizar un embrollo de celebración histórica para el 8 de mayo que, con la colaboración de los medios de comunicación, consiguió herir simultáneamente a judíos, americanos y alemanes. Por si no soportábamos suficiente peso, Kohl ha resultado un peso adicional para la historia alemana; peso este lastre también nos lo hemos merecido.

En otras palabras: la preocupación por la realidad política del Gobierno Brandt-Scheel y su intento de percibir y deshacer algunas de las consecuencias del período fatal entre 1933 y 1945, dejó de ser urgente, mientras que la coalición social-liberal bajo Schmidt aún creía ser activa. Cuando desapareció esta urgencia, el ambiente intelectual para el cambio proclamado volvió su rostro hacia el pasado.

Actualmente existe un equilibrio obligado que impide toda disputa intelectual. La libertad regalada está sometida a la censura intelectual, tantas veces evocada. El egoísmo de grupo de la sociedad pluralista actúa con toda tranquilidad. Es decir, un uso desvergonzado del abrirse paso a codazos a tenor de un libre darwinismo vulgar; desinterés absoluto por parte de los económicamente pudientes con respecto al incremento actual de la miseria social; y en las artes, el movimiento hacia la actual pero repetida falta de compromiso ofrecida impertinentemente como novedad. Rápidamente surgen frases que se pueden intercambiar y que se pueden resumir de la siguiente manera: la innovación multimedial de la nueva corporeidad se produce como mito escenificado de la autorrealización en escenas alternativas y bajo la marca de la posmodernidad neoliberal. Arquitectos que anteayer le atribuyeron calidad estética al hormigón visible, de repente se ofrecen a restaurar fachadas, y veteranos de la revolución de 1968 murmullan como finos oradores en los programas de los terceros canales de televisión. ¿Sólo porque en el largo recorrido del racionalismo se impidió todo progreso hay que tirar por la borda a un Adorno, a un Bloch, etcétera? ¿Para qué queremos intelecto si ya tenemos suficientes poetas que se van por los cerros de Úbeda? ¿Qué puede significar para nosotros el 8 de mayo si tantos datos de la historia alemana merecen ser piezas de museo? ¡Dios sabe que aquí, en Berlín, y en otras partes no nos faltan cimientos saturados de historia!.

¿Todavía más derrotismo? ¿No se puede hacer ninguna balanza sobre éxitos obtenidos ni aquí ni allá? Seguro que las virtudes secundarias que sobrevivieron el 8 de mayo, sobre todo la aplicación y el orden, han logrado cosas admirables. Los vencedores de entonces pudieron ver asombrados cómo aquel discípulo dividido empezó a crecer con su libertad regalada. Tanto la ley fundamental aquí, como la Constitución allí son bien presentables. Vale la pena tomar sus textos al pie de la letra.

Diez millones de expulsados emigrantes encontraron trabajo en los dos Estados, dieron impulso a los motores -más o menos fuertes- de la reconstrucción, que aquí fue precipitada, allí, algo de morada. Las brechas causadas por la guerra en la industria y el desmantelamiento consiguiente fueron superados con rapidez en la RFA y con retraso en la RDA; pero en cualquiera de los casos, con ayuda de instalaciones de la técnica moderna. En los años sesenta, los dos Estados ya pudieron considerarse potencias económicas, cada una dentro de su sistema de alianzas.

La exclamación del canciller Erhard «volvemos a ser alguien se refirió a las dos Alemanias. También en el campo de la cultura se trabajó duramente: óperas y teatros surgieron como si fueran irrevocables. No faltaba el hormigón.

El hecho de que en los dos Estados se destruyeran más edificios antiguos de valor que durante la guerra disminuye el mérito de la reconstrucción. Se podría hacer un balance de todo aquello que fue construido, almacenado, conseguido, duplicado y triplicado, y estoy seguro de que estos éxitos, cada uno tomado por su lado, son presentados en otra parte. ¿Quién quiso poner en duda que los dos Estados alemanes y sus ciudadanos eran de nuevo presentables 40 años más tarde? Y no,obstante, a pesar de todo el. esfuerzo, se puede ver traslucir la insatisfacción. Es como si la maldición de las víctimas pesara sobre los alemanes. Según el Antiguo Testamento, la mancha permanece hasta la tercera o cuarta generación, hagamos lo que hagamos. Tomo como ejemplo un territorio que no sólo está ligado por el trabajo de archivo a este lugar de ceremonia: el de la literatura de exilio.

La literatura del exilio

Lentamente, pero de forma continuada, se ha intentado hasta la actualidad volver a imprimir, al menos en parte, los libros prohibidos y quemados de aquellos autores que después de 1933 fueron obligados a emigrar. Tanto las grandes editoriales como las de menos renombre se esforzaron. Exposiciones y documentaciones serían una ayuda. El Estado estaba dispuesto a fomentarlo. Y no obstante, no podemos decir que la literatura de exilio haya vuelto, que haya sido aceptada, que el hueco haya sido cerrado. Naturalmente, leemos a un Thomas y Heinrich Mann. Con empeño se escenificó a un Brecht. Anna Seghers tiene su público. De Döblin se sabe, al fin y al cabo, que hubo una serie televisiva sobre una de sus novelas. Pero esta gran parte de la literatura parece estar expuesta en vitrinas, lejos, fuera; ha continuado siendo literatura de exilio. Si se hablara sobre los intentos vanos de algunos autores de regresar a casa, de echar raíces, las conclusiones serían vergonzosas. No hablemos de la miseria de los libros de lectura escolares, del permanente intento en la RFA de volver a encerrar la literatura de exilio y de reservar el sitio a la «literatura nacional». Y lo que todavía es lo fundamental es que la literatura en lengua alemana de la posguerra no ha conseguido construir el puente hacia el exilio. Como mucho, se han puesto, por interés individual, algunos acentos. Quizá se temía, o todavía se teme, a la norma. Pero lo más probable es que esta ruptura permanezca. También ésta nos recuerda al 8 de mayo y a la visión de la «Alemania distinta», que no tardó en decaer.

El corte. Sólo a partir de esta fecha se: puede ver, valorar, dar mérito o condenar todo aquello que surgió desde entonces. Quizá haya sido flivorable que la búsqueda de la libertad bajo los escombros se haya interpuesto durante 40 años, a la tendencia a reprimir todo. Nuestros hijos hacen preguntas. En casa no se acepta el silencio. Las mentiras oficiales del Gobierno,se topan con resistencias.

En este sentido, quiero -para finalizar- hablar de uty esfuerzo que puede máxima trascendencia para los alemanes. Afecta a los dos Estados. Otra vez, este esfuerzo, por ser sobrehumano, queda sometido a una lógica que convierte la renuncia como sacrificio en virtud. Un ejército que venció, más allá de Polonia, hasta el cabo Norte, a través de Holanda y Bélgica, por Francia, los Balcanes, hasta el norte de África, hasta cerca de Moscú, Leningrado, al Cáucaso y, por fin, hasta Stalingrado; una potencia militar cuyo radio de acción contó con más de 50 millones de muertos; un coloso mortal que acabó destrozado, comienza nuevamente a surgir tan sólo unos años después, dividido en dos Estados, o sea, dirigido contra sí mismo. Al principio lenta, después rápidamente, hasta formar ejércitos, cuyos potenciales acumulados se encuentran encajados en bloques que se amenazan e intimidan mutuamente en suelo alemán, donde, más que en ningún otro sitio, la mayor acumulación de sistemas de armamento y destrucción ha encontrado casa y aceptación; una locura que gusta llamarse perfecta.

La lección de la derrota

Esta decisión y logro de las dos Alemanias no quiso entender la lección de la capitulación sin condiciones. ¡Los vencedores tienen la culpa! Es la explicación. Puede ser o aparentar ser cierto que los vencedores fracasaron bajo el peso de la responsabilidad que les dio la victoria. Pero los perdedores, lbs alemanes vencidos, tendrían que haber sacado otro provecho de la derrota que el de la repetición de los hechos: ¿el rearme por partida doble?

El camino de las dos Alemanias en dirección catastrófica pesa justificadamente más sobre los ciudadanos de la RFA, ya que la libertad regalada occidental les habría permitido un no en varias ocasiones. Pero ellos siempre dieron su sí. El terrible mérito de ser el satélite más fiable de la potencia superior.respectiva desacredita el propósito de la frase «desde suelo alemán, jamás debe de volver a empezar una guerra». A no ser que estuviéramos dispuestos a tomarlo al pie de la letra.

Quien haya visto en la antesala de la Academias de las Artes los dibujos sobre los niños en Leningrado en tiempos de la ocupación, quien haya reconocido la guerra en estas imágenes urgentes, quien quiera recordar el 8 de mayo -o sea, el favor de una derrota-, no sólo oprimido, sino dispuesto a mostrarlo activamente como última lección, tendrá que rechazar todas las decisiones que conviertan a Alemania en un arsenal del terror, que la han convertido, en un lugar en donde la autodestrucción de la humanidad puede ocurrir mañana.

Sé cuántos expertos están preparados para relativizar este conocimiento, que llega tarde, quizá demasiado tarde. No obstante, queda en pie: después de haber sido vencidos y desarmados hace 40 años, nos llegó a los alemanes la hora de reflexionar sobre la supuesta hora cero, y esta vez, de forma voluntaria, desarinarnos paso a paso. Fuimos y seguimos siendo temidos. Nos temimos a nosotros mismos. Si nuestros vecinos, también la Unión Soviética, todos víctimas de la agresión y el crimen alemanes, recuerdan hoy el 8 de mayo, dirigirán por encima de las fronteras la vista hacia nosotros. Tenemos que desearles tanto a ellos como a nosotros, alemanes, que no quieran propagar el miedo y estén dispuestos a abandonar las armas antes que los otros pueblos.

 

Fuente | El País (15/05/1985)

Artículo El yo del autor y su vuInerabiIidad publicado el 3 de mayo de 1996

Los libros son más complejos y sin duda más ricos, cuando no más listos, que el autor, que sin duda ha participado en su nacimiento con perseverancia y a menudo gimiendo como un sometido a servidumbres físicas, y que no obstante recuerda que el manuscrito, especialmente cuando parece logrado, se cuenta a sí mismo y conoce impulsos más fuertes que la ambición del autor, motor que sólo sirve para tramos cortos.Por eso no diré nada muy profundo acerca de mis novelas, relatos o incluso poemas, pero sí quiero desnudar por un instante el yo del autor y su vulnerabilidad, esbozar sus movimientos evasivos, pero también decir algunas cosas sobre las condiciones de la escritura: por ejemplo, sobre un atril que va cambiando de lugar, y ello porque durante más de veinte años he visto Dinamarca, o más exactamente la isla de Mon, como un lugar maravillosamente hospitalario en cuya apartada ubicación se ha instalado, al principio improvisado sobre cajas, pero ahora ya de forma bastante estable, uno de mis tres atriles. Está en una habitación más bien diminuta, con vistas a una amplia pradera que da paso a las dunas de la playa, pradera sobre la que, aparte de un rebaño de terneras que rumian la hierba y el tiempo, grandes y pequeñas poblaciones de gansos salvajes ensayan su migración otoñal en incansables maniobras de despegue y aterrizaje.

Mon tiene mucho que ofrecer. Por una parte, esta isla tranquila me permite descansar verano tras verano de mi a veces agotada patria; por otra, aquí, entre el bosque, la pradera y las dunas de la playa, han nacido primeros esbozos de novelas, segundas y terceras versiones. Sin duda, en la capital de Mon, Stege, se anunciaba inmutable Udsalg año tras año, pero yo viajaba con distintos manuscritos: del Rodaballo a mi última novela, Un vasto campo, pasando por El encuentro en Telgte, Partos mentales, La rata y Malos presagios. He colocado allí mi atril, ya fuera como soporte de versiones manuscritas o de mi vieja portátil Olivetti, que, inquieta como yo, se adapta al clima de distintos lugares de escritura. No estamos apuntados a un ordenador ni conectados a Internet, pero probablemente sí al susurro de un imaginario manantial que sisea sílabas incesante, convierte los guijarros en palabras, gorgotea con acentos y mantiene así fluyendo el do del lenguaje.

¡Qué idílico cuadro, bendecido por las ranas y los mosquitos! ¡Qué torre de marfil en forma de casa nórdica con fachada de madera! Pero el verano pasado, cuando me había hartado de escribir y viajaba sin manuscrito, tan agotado como aliviado, nuestro lugar de refugio me deparó un favor especial. Desde una protectora distancia, mi esposa y yo vivimos desde Mon cómo en Alemania, manera gráfica y con gran tirada, se sometía mi novela literalmente a una prueba de resistencia antirrotura. Y también el autor, como un boxeador que ha de resistir los doce asaltos, era examinado en la jerga de los reporteros deportivos: ¿cuántos golpes puede encajar?, ¿muestra ya los efectos?, ¿hincará la rodilla pronto o en el penúltimo asalto?

 
 
 

Por suerte, la novela Un vasto campo resultó resistente. Por suerte, los lectores insistieron en seguir el hilo de mi narración por el laberinto inextricable de la historia. Y otro feliz azar: expectante, al terminar el trabajo en mi manuscrito, le había quitado el polvo a mi vieja caja de acuarelas. Hubo que buscarla porque desde los años sesenta no había seguido mi pasión de hacerme con pinturas solubles en agua y contra toda prohibición autoimpuesta-, imágenes de todo. Con unas transiciones fluidas y renunciando a todo adorno, la acuarela es la hermana de la lírica en la pintura. Como en un conjunto y para darme ánimos, susurraba: ocre claro, azul cobalto, siena tostada, amarillo de Nápoles, bermellón, sombra, índigo, verde savia… Un poco atemorizado, me pregunté si aún tendría valor de aplicar el cargado pincel sobre el papel húmedo, si me saldría bien este retorno como huida hacia adelante.

Por lo menos el primer impulso salió bien. Cambié de disciplina. Ya no era -aunque fuera sólo por unas horas- aprehensible, y por tanto era inmune, a los ataques en tinta fresca mientras, armado con agua suficiente en dos viejas botellas de Tuborg, pinceles, pintura y papel, me metía en la naturaleza; es decir, me esfumaba en un bosque y hallaba profusión de motivos. Si hace décadas Brecht tuvo que recluirse, en tiempos en los que, en vista de los abundantes crímenes políticos, una conversación acerca de árboles estaba sometida a prohibición, hace pocos años yo dibujé (en las montañas del Erzgebirge, en el Oberharz y también en el Ulfshaleskov) con carbón chisporroteante Madera muerta, mi libro sobre la extinción de los bosques, publicado en 1990. Una lúgubre visión que unas pocas palabras acentuaban.

Pero esta vez me premié con una naturaleza luminosa. Retraté árboles, sobre todo hayas. Son corpulentas, y capaces de grandes gestos. Ya consistan en un único tronco alzándose al cielo o les broten muchas ramas desde la raíz, siempre son conscientes de su belleza. A menudo parecen conversar entre ellas. Su lisa piel, apenas surcada de arrugas, se adueña de muchas tonalidades, desde el azul mate a un verde moho, incluso al violeta. Y cada haya que yo retrataba con humedad sobre humedad guardaba silencio. Pero también yo, mientras pintaba, estaba perdido para la lucha, de este mundo y sus ruidos adyacentes.

Es asombroso todo lo que me abandonaba tan pronto como desaparecía en el bosque con mis utensilios de pintura, acompañado únicamente por nuestro perro. Lo primero en palidecer fue el fárrago dé la escritura rápida de los suplementos literarios. Luego se esfumó esa sensación de asco con la que una compacta voluntad de aniquilación me había infectado.

Eso ya no era crítica, como la que estaba acostumbrado a ver, con su hermosa violencia, desde los días y años de El tambor de hojalata, no, esta vez había que quebrar el lomo del libro sobre la rodilla política. Como mi novela hablaba de la caída del muro de Berlín y sus consecuencias, fácil y maliciosamente se podían extraer de ella citas inexactas, es decir, falsas. Los que se consideraban vencedores dé la historia hicieron como si no la política, con todo su poder, sino el autor hubiera echado por tierra las posibilidades de la unidad alemana. Se puede decir que siempre fue costumbre castigar al mensajero que traía una mala noticia; pero aun así es cierto que ese castigo jamás ha refutado una mala noticia.

A los reporteros deportivos que creían estar en un ring de boxeo les confieso que quedé herido; pero los árboles, sobre todo las hayas con su savia, me curaban visiblemente. Con toda la resistencia que puede llegar a tener un autor, me decía como en los cuentos: menos mal que nadie sabe lo olvidado de todo que puedes pintar aquí. Qué suerte que nadie te vea y ningún papa infalible, por mísero que sea, sospeche lo resistentes que son los herejes.

Cierto, estaba y estoy acostumbrado, por placer y por necesidad, a cambiar de disciplina una y otra vez en el curso de mi trabajo, a oscilar entre el manuscrito en el atril y los dibujos en el caballete, a pasar del aguafuerte, con la seducción de la perfección, al riesgo de la puntaseca, a someterme, tras el derroche de palabras de la prosa narrativa, a la lírica como cura radical, a revisar dibujando el poema escrito, a limpiarme, tras la disputa política en el trajín de la democracia -es decir, contaminado por la basura del lenguaje secundario- con ayuda de ligeros dibujos a lápiz, a inventar con rápidos trazos un compló de personajes que después, en esta y aquella constelación, lentamente empiezan a conversar y se pierden activos y culpables en el terreno épico, más aún: esta alternancia de disciplinas y herramientas artísticas se alimenta de un único tintero; pero esta vez la cosa era y salió distinta. Me habían puesto entre la espada y la pared para mí inconfundiblemente alemanas. Si había de creer la primera engañosa impresión, no veía más que pulgares vueltos hacia abajo. No me quedaba, como en los cuentos, más que una salida, el bosque: así que me salvé huyendo a mis acuarelas.

Hoy, mirando hacia atrás, me pregunto: ¿qué era tan decisivamente distinto? ¿Qué había cambiado de forma tan fundamental e irritante? ¿Eran aún posibles cambios reconocibles en la época de la discrecionalidad elevada a programa?

Creo haber observado que desde la decadencia y desaparición del sistema de poder oriental, llamado comunista, el sistema de poder occidental, llamado democrático, se agota al perder sus propios valores fundamentales. Hemos visto cómo en el curso de unos pocos años el concepto de tolerancia transmitido por la Ilustración se ha desgastado. Estamos viendo cómo el capitalismo se libera de vínculos sociales y civilizatorios y se desfoga sin freno, como en sus comienzos. Somos testigos de un acelerado proceso en cuyo curso Europa, aunque ansiosa de mercados de consumo en todo el mundo, se protege contra los refugiados, inmigrantes y asilados, y se convierte indignamente: en una mera fortaleza. Aunque con la presencia apaciguadora, hemos permitido el genocidio en la antigua Yugoslavia, porque allí no hay petróleo. No hemos alzado lo bastante la voz cuando la hermosa palabra solidaridad, a menudo objeto de abuso, fue arrojada al cubo de basura de la historia. Hacemos como si la, política, y en yunta con ella la economía, pudiera sustraerse a todos los criterios éticos, porque, supuestamente, los reparos morales ponen en peligro puestos de trabajo; porque la economía de mercado sólo funciona más allá de toda moral; porque la corrupción es parte de este sistema, y, porque de todos modos han pasado los tiempos de las grandes decisiones, a más tardar desde que el comunismo -estar contra el cual. pasaba por ser una gran decisión- está muerto o tanto come, muerto.

Bien, yo -un poco pasado de moda, y rehuyendo el espíritu de los tiempos- sigo pensando de otra forma. Por ejemplo, en el ámbito. de la literatura y de los peligros que la acompañan, siguen siendo necesarias y posibles grandes decisiones: desde la antigüedad, se trata de tomar partido por Ovidio y ponerse frente a los poderosos que desterraron al poeta de la metarmofosis al mar Negro, donde murió; y así sigue siendo hoy día, porque desde hace siete años los escritores -no, todos aquellos para los que la tan repetida libertad de palabra no es un mero artículo de usar y tirar- estamos obligados a asistir a Salman Rushodie en su forzada soledad e interrumpir a aquellos que o bien relativizan por intereses económicos la criminal sentencia dictada sobre este escritor o bien le dan incienso, como sumos sacerdotes de la teología, con lamentadora comprensión.

Lo mismo vale para el escritor ningeriano Ken Saro-Wiwa, que fue ahorcado con otros nueve opositores mientras el consorcio mundial Shell se lavaba las manos en petróleo como antaño Pilatos en inocencia.

Si quisiéramos renunciar a esta toma de partido, ya fuera por cansancio, ya por conciencia de nuestra impotencia, tendríamos que renunciar a nosotros mismos; sólo se habría rendido tributo al espíritu de los tiempos. Y, a este espíritu responde el que recientemente -sobre todo en la prensa alemana- esté de moda un insulto extraído del cinismo: se habla despreciativamente de buenas personas en cuanto se alza la protesta contra la inhumanidad.

Los tres escritores que he citado como ejemplo eran y son víctimas de la política, ya se trate de El arte de amar de Ovidio, de Los versículos satánicos de Rushdie y finalmente de la protesta literaria de Ken Saro-Wiwa contra la destrucción ecológica de su patria, el delta del Nilo, y la represión del pueblo de los ogoni: en los tres casos, el poder político se vio amenazado, y golpeó.

Este conflicto es consustancial a la literatura; eludirlo significaría vaciar las estanterías de libros. Y con eso llegarnos a un tema inmenso, que se complace en llenar el hueco entre dos exigencias máximas, pero también en las directrices estrictas. Si en los años setenta el arte y la literatura tenían que emplearse -desoyendo la temprana advertencia de Trotski- como siervos de la revolución, desde principios de los años noventa el arte, y la literatura se han abstenido limpiamente de intervenir en cualquier clase de política. Por impertinentemente y sin conocimiento de la historia del arte y la literatura que se impartieran ambas directrices como instrucciones, y por válidamente que se vinieran abajo en su aspecto reductor a través de cuadros y libros -ya fuera el Guernica de Picasso, ya 1984 de Orwell-, aun así, las doctrinas sobrevivieron, y la elaboración de tablas de prohibición no parece tener fin.

Pero el artista y los escritores saben que tienen que seguir leyes y presiones muy distintas. Así yo, a pesar de intentos muy astutos, nunca he conseguido escapar al material narrativo que se atravesaba en mi camino, a los temas de mi tiempo. A quien nació en los años veinte de este siglo, a quien como yo sólo por casualidad sobrevivió al fin de la guerra, a quien a pesar de su juventud no puede excusar su complicidad en el enorme crimen, a quien sabe por su experiencia alemana que ningún presente, por ameno que sea, puede ocultar el pasado con su cháchara, el hilo narrativo le viene dado; no es Ubre en la elección de sus materiales; hay demasiados muertos que le miran mientras está escribiendo.

Los libros no surgen de la nada. Se vivió antes que ellos. Y la historia de su surgimiento es mucho más larga que el tiempo que se tarda en escribirlos. Lo que se presenta como una ocurrencia, supuestamente chispa desencadenante de una marea narrativa, se anula a menudo por sí misma, cae en el olvido, pero llama a nuestra puerta con otra vestimenta, se revela después del primer análisis una especulación hermosa, pero improductiva, y de pronto, porque ha ocurrido algo, porque las realidades se han modificado, se enciende de nuevo, y ahora, después de que hayan pasado años, pone en marcha un proceso de escritura en el que la ocurrencia de antaño ya no se limita a flotar, exquisita y como despegada, sino que encuentra con naturalidad su lugar, su época y su clima político; como mis últimos héroes, Fonty y Hoftaller, que se me pasaron por la cabeza hace diez años, muy lejos, en Calcuta, como una vaga idea. De repente, apenas cayó el muro, salieron a la luz paso a paso. Y sólo entonces pudo empezar el alegre esfuerzo de la escritura.

Pero de vez en cuando, cuando el corazón y la cabeza están vacíos de escritura, o en cuanto el ruido de la pugna literaria en mi país amenaza incluso con cruzar las fronteras de Dinamarca, me tomo vacaciones de estas presiones y me echo a un lado, en la espesura. Allí, en Ulfshaleskov, encuentro suficientes hayas que quieren ser llevadas al papel. Allí sólo cuenta el instante. No hay nada que recordar. No hay palabras que busquen su eco. Pero quedarse entre las hayas y su -como nos gustaría decir- «intemporal belleza» vuelve a ser una cuestión política que sólo puedo responder por escrito, aunque sea narrando prolijamente.

¿Un nuevo líbro? Quizá, si ha de ser. Pero eso significaría volver a cambiar de lugar de escritura, crear una distancia artificial de atril a atril. Tomar carrerilla desde muy lejos. Recuerdo haber escrito-en el sur, a la vista de unas montañas titilantes por el calor, que me decían poco- sobre el Báltico helado por el constante frío sudando, porque escribir es un esfuerzo. Esa libertad, que me es tan querida y a la vez impuesta, permite al autor -con independencia del lugar en el que el manuscrito yace abierto- seguir sus obsesiones, conjurar objetos desaparecidos, paisajes, la mayoría perdidos, y rodearse de homúnculos. Hombres en los que el autor está atomizado, en cuyas historias se disuelve y en los que su yo, ese tipo descarado, se encoge hasta apenas poder ser reconocido, o serlo en todo caso gracias a caprichos estilísticos. Este juego del escondite, ingenioso y que no descuida nada, es de gran ayuda. ¿Dónde se oculta el autor? Naturalmente, en el detalle. ¿Pero en cuál? ¿Quién es aquí el que cuenta? ¿Y con, permiso de quién? Hay que pensar mucho ante este jeroglífico. Se podría esperar que el yo se marchara por fin; que ya no se le pudiera localizar, herir, si no fuera por esos notorios sabuesos profesionales que creen oír al autor en una de cada dos subordinadas y que hace mucho que han pinchado su yo y lo han encerrado en cajitas junto a otras mariposas.

 

Fuente | El País (03/05/1996)

Artículo La soledad del Capitalista publicado el 8 de marzo de 1997

Hace año y medio se publicó mi novela Ein weites Feld. Si por un lado salía con ello al mundo un hijo inconfundible de este escritor, por otro no había duda de que el recién nacido era también un hijo de su tiempo. Yo, patriota constitucional declarado, había estimado que el proceso de la unificación alemana era lo suficientemente importante como para ocuparme de él durante más tiempo del que dura un periodo legislativo, cuanto más que en este proceso iba implícito un proceso de reestructuración social. Me propuse narrar la historia y las historias de la unidad alemana, la del año 1871, la de 1990, entrelazadas con la mayor amplitud y descritas hasta en sus más mínimos detalles.Cuando el resultado se mostró definitivamente en forma de libro, se vio que la tinta que yo había sudado también la tendría que sudar el lector. Sintiéndose retado, repelido y atraído de nuevo, el lector aceptaba la novela, bien como tocho pesado como un ladrillo, bien como yacimiento del que resultaba posible extraer las diversas capas de desechos de la historia.

De forma diferente reaccionó una gran parte de la crítica occidental. Lo que yo narraba y, narrándolo, agudizaba no parecía gustar demasiado a la ideología triunfante. Un poco asustado, me percaté de que se me estaba levantando el patíbulo. La perspectiva narrativa que elegí exigía contar desde el punto de vista de los afectados por el proceso de unificación, desde la perspectiva socialmente más baja: no se vio con buenos ojos.

Con la rapidez con que hoy transcurren las cosas parece que esto ocurrió hace mucho tiempo. Las voces críticas de ayer apenas abren ya las perezosas bocas u ofrecen, a lo sumo, un par de murmullos indiferentes. Mientras tanto han aparecido las primeras traducciones de mi novela. Y hete ahí que ahora se constata que fuera del lugar de producción Alemania, del Standort Alemania, existe algo tan anticuado como el que la crítica literaria se lea la obra antes de pasar a criticarla. Con un poco de orgullo me percato de que no se puede acabar con el escritor sin mandato, de que éste tiene más fuelle. Y hay otra constatación que me asombra y que se repite una y otra vez: los triunfadores de la historia no saben qué hacer con su supuesta victoria. Están sentados sobre ella como un tendero sobre un artículo que no acaba de encontrar salida.

 

Quien afine el oído puede captar los gritos roncos que la victoriosa ideología capitalista lanza ahora al vacío pidiendo la globalización absoluta. ¡Con qué ansia aguarda eco! Sin embargo, falta el enemigo, la voz potente del contrario. ¿Cómo mantener la partición del mundo en buenos y malos, si los malos, una vez vencidos, ya no juegan, si han desaparecido, si hasta parece que se los haya tragado la tierra, por lo menos de momento? Sin duda, está ahí el islam, el crimen organizado, sectas disparatadas. Pero con los musulmanes hay que hacer negocios, la Mafia resulta muy útil como lavandería de dinero y, por lo que se refiere a esa secta especialmente peligrosa, parece que en más de una ocasión se está en la misma onda. ¿Qué hace entonces un vencedor si su viejo y bien conocido enemigo, que al fin y al cabo mostró durante casi un siglo suficiente fuerza y sobrada peligrosidad como para llevar contra él guerras calientes y frías, brilla por su ausencia, incapaz ya de cualquier amenaza aprovechable?

Y con esto ya despierta en mí el escritor. El capitalismo ayer todavía victorioso me lo imagino, de forma nada marxista, como una persona que el destino dejó en la estacada: un señor de mediana edad, vestido de forma correcta, a no ser esa corbata que no acaba de estar del todo en su sitio. De esta guisa el capitalismo se encuentra sentado; no, pegado a un taburete; el capitalista solitario, abandonado. Es cierto que todavía se le teme y, me parece, odia, pero nadie quiere llevarle ya la contraria. Diga lo que diga, aunque sea la tontería más insulsa, como por ejemplo su fórmula estándar «el mercado lo regula todo», va a misa. En contra de su propia voluntad ha ido cayendo, como el Papa, bajo la sospecha de infalibilidad. Un pobre hombre, me digo sin sentir lástima de él, y comienzo a aprovecharlo literariamente. Como personaje de novela no sirve. Le falta el entorno conflictivo y contradictorio; resulta demasiado inequívoco. Pero sí podría imaginármelo sobre las tablas de un teatro, en una pieza con un solo personaje y escasa de acción, a lo Beckett. Esta pieza, un tanto breve para ocupar toda una velada, se titularía La soledad del capitalista.

A veces permanece sentado sobre el taburete, a veces va de aquí para allá. Un teléfono móvil lo une al mundo. Compra, vende, se hace con mayorías, fusiona, todo ello de forma global. Sus acciones suben. Y, sin embargo, podemos oír cómo se lamenta. Nada nuevo, el viejo disco: demasiados costes salariales, la protección contra el despido que dificulta cualquier proceso de modernización, la burocracia, por estatal enemiga de toda inversión, interferencias lamentables en la ley natural de la «oferta y la demanda». Al final acaba por lamentarse del lugar de producción, y puesto que mi pieza beckettiana se representa sobre un escenario alemán, las quejas afectan al Standort Alemania.

De pronto, sin embargo, el capitalista solitario adquiere un tono lírico. Dado que va muy por delante de los acontecimientos, se siente incomprendido. Se gusta en su papel trágico. Pero, aunque celebra su soledad, siente nostalgia del otro. Y comienza a alabar ese comunismo completamente vencido y como evaporado. ¡Ah, ésos sí que eran tiempos, cuando uno acechaba al otro y había una especie de comprensión familiar!, como entre hermanos gemelos en los que palpitase ininterrumpidamente la envidia. Sin embargo, cuando antaño llegó el momento de luchar contra un monstruo de origen también familiar, contra el fascismo, se llegó incluso a hacer causa común de esta lucha, si bien sólo circunstancialmente. También había acuerdo en cuanto a socialistas y trastornados semejantes: ¿un tercer camino? ¡Con nosotros, no! Y aunque ciertos parecidos de familia resultaban desde luego embarazosos, por ejemplo la manía de la propiedad, por lo cual uno no se cansaba de señalar al otro como enemigo, hoy hay que reconocer, piensa el capitalista, que falta algo que se le pueda comparar al comunismo, algo que sirva de estímulo. ¡Nada, nada, nada!, grita. Nada a la vista, todo yermo.

Ante esta situación cae en una crisis existencial. Sufre terribles pesadillas en las que su hermano gemelo le quiere arrastrar hacia la tumba: ven, hermanito, ven. ¿Qué haces ahí arriba? Estamos hechos para estar juntos. Sin mí eres tu propia perdición. Sólo juntos podríamos sobrevivir…

Él, el vitalista, el señor de los mercados, el artista de la supervivencia, se siente abandonado. Con una verdadera catarata de palabras, presagia para el capitalismo un «viernes negro» tras otro, la muerte monetaria por hartazgo, una crisis global, a no ser, naturalmente, que ocurra algo rápida, inmediatamente.

¿Pero qué es exactamente lo que desea, si se deja a un lado la cuestión del lugar de producción? ¿Dónde podría estar la salvación de un capitalista abandonado? De esto quizás hable un poco más tarde. Esta pieza teatral está aún inconclusa, y de nuevo tengo que traer aquí a colación la realidad extrateatral, que ameniza cualquier velada de

forma más completa de lo que pueda pretender cualquier pieza teatral en un solo acto.Hay que reconocerlo: la Constitución sufrió un grave daño cuando se le desgajó, con el asentimiento de los socialdemócratas, una piedra preciosa: el derecho constitucionalmente garantizado de asilo. Semejante violación tenía que provocar daños perennes. Desde que el artículo final de la vieja Constitución republicana, que garantizaba una nueva Constitución en caso de que se produjese la unificación, fue tachado, vivimos con esta violación de la Constitución. Y, al parecer, sin quejarnos.

Pero me olvido de que pretendía cantar alabanzas, o, por lo menos, aislar y señalar algo positivo. Va. Todavía sigue obligándonos el artículo 14, párrafo segundo: «La propiedad crea responsabilidades. El uso que de ella se haga debe redundar, al mismo tiempo, en beneficio de la generalidad». Los padres de la Constitución, que recordaban muy bien el hundimiento de la República de Weimar, se cuidaron mucho de incluir esta obligación. Y todos los partidos, siempre habían comprendido esta república federal como una «democracia social».¿Qué es lo que ha quedado de esta concepción? Poco, pero al fin y al cabo el artículo 14, párrafo segundo. Sin embargo, ¿se corresponde esta obligación, que es la vez una promesa, con la realidad constitucional? Me temo que no. Pues cuando en fechas cercanas se cumpla la voluntad de nuestros partidos profundamente cristianos y de su apéndice autodenominado liberal y desaparezca el impuesto sobre el patrimonio de las personas físicas, la propiedad puede llamar por fin a fiestas. Nunca más se verá «socialmente obligada».

Puesto que en el transcurso de mi exposición he ido a parar a cuestiones de impuestos y de justicia tributaria, el escritor que hay en mí siente la tentación de esbozar una segunda pieza de acto único para las tablas, un complemento, como quien dice, a la soledad del capitalista.

En esta ocasión se trata de una pieza para dos personajes, que pretende instruir a la vez que deleitar. No hay decorados. El escenario está casi vacío. En un primer plano se encuentra un hombre, anímicamente destrozado. En un monólogo se da a conocer como padre de una tenista mundialmente famosa. Y en este momento aparece su famosa hija bajo los focos. Al fondo del escenario, y de espaldas al público golpea con la raqueta pelotas contra una pared. Asombroso su revés, potente el saque.Su padre, por contra, está en prisión preventiva, si bien parece que lo van a poner pronto en libertad. Y ello a pesar de estar a la, espera de un juicio en el q ue tendrá que responder a la acusación de defraudar a Hacienda por un importe de millones y millones de marcos. Se trata de cantidades enormes. Y es que todo lo que su afanosa hijita ha ido ganando en Europa y en el resto de los continentes decidió no declararlo, preventivamente, como ganancias. Inteligentemente aconsejado y animado por el Ministerio de Hacienda a través del viejo método de hacer la vista gorda, los hermosos millones cruzaron la frontera lejos del Standort Alemania. Y ahora, de repente, eso que el padre había considerado un privilegio más que merecido en consideración de los éxitos de su hija es delictivo.

El padre lanza una súplica lastimosa pidiendo ayuda. Necesita consuelo y que le den ánimos. Sin embargo, la hija, que al fondo tiene que pelear duramente por cualquier punto, responde sólo de vez en Cuando, y cuando lo hace, malhumorada. En las pausas, sentada en un banquito, mientras se seca entre juego y juego el sudor, se acuerda de su papá encarcelado. Sí, claro que sí, va a ir a visitarlo pronto. Después de este torneo, o del próximo. Lamentablemente, sobre cuestiones de dinero ella no tiene mucho que decir. Lo único que sabe es ganarlo. Y es lo que va a seguir haciendo, esforzada, afanosa, no vaya a ser que algunos de los promotores se cabree. Y también por amor al padre.

Éste se queda solo con su miseria. Todavía espera que el ministro amigo de los deportistas diga una palabrita en su favor. Al fin y al cabo, fueron funcionarios suyos los que le animaron a hacer algo que ahora recibe la fea denominación de fraude fiscal. Sin embargo, el ministro y demás suabios declaran que no sabían ni palabra del asunto. Abandonado, el pobre padre purga sus pecados, hace cálculos, se equivoca y ya no sabe dónde depositó este o aquel millón, siempre lejos del Standort Alemania. Habrán notado ustedes que tampoco esta pieza en un solo acto permite la catarsis, ni mucho menos un final feliz. Y es que quien está. sentado en el banquillo de los acusados no es el Ministerio de Hacienda, sino únicamente un pobre defraudador que fomenta la fuga de capitales. Y así, también en esa pieza que habla de la soledad del capitalista, el capitalista sigue estando solo. Nadie quiere hacerle compañía. Sin un oponente, se convierte en víctima de su propia victoria sobre toda oposición. A no ser que…

Y ya estamos soñando y especulando según lo que nos piden nuestros sueños. Hay que imaginarse como un rumor que ahora recorre el país. Como en otros sitios, también aquí despierta ahora el sentido ciudadano. Gritos de «¡Despertad!» resuenan por doquier,incluso en aquellos partidos que, sedentarios, dormitan en el banco de la oposición, aferrados a su ego como un bebé a su pulgar. Como entonces -en el otoño del 89-, se puede escuchar, en el Este y el Oeste, el grito, razonablemente unísono, de «¡Somos un solo pueblo!». Hasta las jóvenes generaciones, que hasta entonces se habían mostrado tranquilas, marcharían acaloradas en primera fila. Los sesentayochistas, entrados ya en años, convendrían en desprenderse de sus estados emocionales, y también los carrozas como yo marcharíamos. No, no figura una revolución en el orden del día. No llevaríamos la biblia de Mao en la mano alzada, sino que, arma dos con nuestra ley fundamental -un arma, hay que reconocerlo, un tanto desvencijada ya-, intentaríamos borrar el concepto de «lugar de producción», ese Standort que todo lo nivela, para acercar así a la República Federal de nuevo a la justicia, para que se comprenda como social, para que. la propiedad se comprometa en favor de la generalidad.Esto no es una utopía, no, pero sí un bonito deseo con el que todavía es posible soñar. Lo cual no es poco. Y, sin embargo, la realidad no parece querer saber nada de sueños. Es cierto que en algunas ocasiones algunos grupos de trabajadores salieron a protestar a las calles. Pero el pueblo no se dejó ver. La juventud se esconde detrás de sus miedos. Los sesentayochistas corren con la lengua fuera detrás del espíritu de la época. Y los carrozas sólo se enfurecen en las tertulias. Se acepta sin objeción alguna el desastre de la unidad alemana, por mucho que la injusticia social abra de nuevo un abismo y vuelva a dividir el país.

Pronto hace ahora cincuenta años que surgieron en un paisaje de escombros, de ruinas, también humanas, y de una miseria de la que nosotros fuimos la causa, dos Estados alemanes. No fue algo que resultara exclusivamente de la imposición de los vencedores de entonces, sino también de la voluntad propia de mantenerse en dos lados. Al Estado del Este se le prescribió la camisa de fuerza de la dictadura estalinista, al del Oeste se le permitió desarrollarse como democracia. De uno y otro lado, los alumnos fueron modélicos. Aunque medidos por raseros distintos, hay algo que sí se compartió: en ambos Estados hubo que trabajar duramente, y fue ello lo que posibilitó ese bienestar dentro de sistemas diferentes. Sin embargo, la Unión Soviética le había impuesto al Estado oriental cargas productivas duras de cumplir. Del Plan Marshall pudo beneficiarse únicamente el Oeste. Además, las divergencias ideológicas entre los antaño aliados y vencedores de la Segunda Guerra Mundial desembocaron en unas lucubraciones militares tan agresivas que pronto se les permitió a los dos Estados el rearme. A partir de entonces el Ejército de la República Federal y el llamado Ejército Popular de la RDA se comprendieron siempre como avanzadilla de sus respectivos sistemas. En vista de la posibilidad de destruirse mutuamente, al final se hizo posible una política de distensión, la guerra fría perdió agresividad y los Gobiernos de ambos Estados comenzaron, aunque titubeantes, a dialogar. Hasta que por fin nos sonrió la suerte. No de repente, sino poco a poco se fue derrumbando el bloque oriental, el telón de acero que dividía Europa se hizo permeable, cayó el muro que separaba a los alemanes, y con el permiso de las fuerzas victoriosas de antaño pudimos proceder a unificamos. Más todavía: a partir de ahora podríamos actuar de forma soberana.

Son raras las veces en que la historia se muestra tan magnánima. A ello hay que añadir que este proceso acelerado transcurrió sin derramamiento de sangre. El Estado oriental se entregaba sin hacer uso de la violencia. Por muchas injusticias que se le quieran atribuir y por muy poco bueno que se pueda decir de la RDA, esta actitud final meritoria debería estar fuera de discusión: hay que agradecerle al ejército, a la policía, así como a los mandatarios de entonces, que no sonaran disparos. De ahí también que las gentes del Oeste y del Este gritaran por entonces «¡Increíble! ¡Esto es increíble!».

Sin embargo, muy pronto la historia nos quitó de nuevo lo que nos había dado. No, no fue la historia. Fuimos nosotros los que no supimos qué hacer con esa gracia que nos había sido concedida y los que no supimos aprovechar la oportunidad de una unificación alemana. Ahora estamos unificados y al mismo tiempo de nuevo separados, y todos con las manos vacías. Pues no sólo ha desaparecido completamente la RDA -que mucha gente conoció y soportó como su Estado-, no; tampoco la RFA -que dentro de las fronteras que le habían sido trazadas tenía su propia vida- existe ya. Dos experiencias de Estado han pasado a la historia sin que haya surgido algo que pudiera calificarse como unificación alemana verdaderamente vivida. Sin duda, sobre el papel existe. Y, sin embargo, la distancia permanece o aumenta, aun cuando un muro bárbaro ya no nos impida respetamos y respetar la forma en que esa historia compartida y a la vez propia nos ha marcado. La gran gracia que las viejas fuerzas aliadas nos concedieron ha sido desperdiciada míseramente. Y no era dinero lo que faltaba. Hubiera sido necesaria una fuerza política creativa para trazar, con esa libertad que se nos concedió, contornos duraderos.

Hemos tenido siete años para intentar . encontrarnos en esta nueva sociedad. Es cierto que no faltan proyectos arquitectónicos de cara al público. Sin embargo, el balance de los esfuerzos realizados y por realizar no es muy halagüeño: degradada a un lugar de producción se muestra Alemania al mundo, sufriendo bajo el peso de una capital a la que el Gobierno actual se trasladará únicamente bajo promesa de un plus de peligrosidad. Y ahí estamos ahora, de nuevo con los pies sobre la tierra, extraños los unos a los otros aunque conociéndonos muy bien, tiritando de frío ante la falta de consenso social.

Queda un pequeño consuelo. Los tiempos como éstos son muy buenos para la literatura. Allí donde apeste se persona rápidamente cualquier escritor que se tenga en cierta estima. Allí donde ,se abran abismos de corrupción el escritor se asoma a las profundidades. Y donde La soledad del capitalista y El defraudador, de impuestos prominente se ofrecen como personajes de teatro surgen piezas populares de dramaturgia local.

Por lo que toca al padre de nuestra estrella del tenis, el juez se ha mostrado benigno. Los funcionarios de Hacienda, los ministros correspondientes, el amigo suabio de los deportes, todos ellos, que asistieron sonrientes a la estafa usual, pueden seguir haciendo la vista gorda. La pieza de un solo acto finaliza sobre un escenario vacío. Únicamente los ruidos de un peloteo intenso parecen no querer cesar nunca.

¿Y nuestro capitalista solitario? Nada, el enemigo tan ansiado no aparece por ningún lado. Harto del triunfo sobre sus últimos oponentes y consumiéndose mientras tanto a sí mismo, espera a Godot o a un contrario todavía sin nombre, pero poderoso, que pudiera poner fin a su soledad.

Será cosa nuestra, de los ciudadanos, en el Oeste y en el Este, decidir si queremos seguir con este teatro.

 

Fuente | Traducción: Arturo Parada | El País (08/03/1997)

Discurso al recibir el Premio Príncipe de Asturias de las Letras del 1999

«Majestad,
Alteza,
señoras y señores,
distinguidos galardonados

Al agradecer, en nombre de los demás premiados y en el mío propio, el honor que se nos concede por el Príncipe de Asturias en presencia de Vuestra Majestad, trato de buscar, al principio a tientas, algo que pudiera unirnos, por el espacio de un breve discurso de agradecimiento, a los que nos dedicamos a las disciplinas más diversas. Y enseguida encuentro un acontecimiento inminente para el mundo entero: está acabando un siglo y, con él, un milenio. Como galardonados, somos, por decirlo así, las luces de cola de un período horrible, todavía hoy aferrado a los dogmas. Sin embargo, como, cualquiera que sea el país a que pertenecemos, el pasado se resiste a desaparecer y, una y otra vez quiere atraparnos, es de temer que todo lo reprimido o apresuradamente eliminado haga caso omiso del cambio de siglo. Lo que, como efecto 2000, podría llevar al desastre a los sistemas informáticos más complejos no puede inquietar a la Historia y sus repercusiones, que se burla de las cifras. Ella seguirá proyectando su sombra hasta muy entrado el próximo siglo. No podemos escapar a ella. Nos convierte en rumiantes. Y todo lo que -mal digerido- producimos, seguirá interponiéndose en el camino de la generación actual y de la futura: excrementos en cuya costra seca se podrá leer.

Y ya voy entrando en mi tema: Literatura e Historia. Desde que la escritura fue para mí un proceso consciente -entretanto han pasado ya cincuenta años- la Historia, sobre todo la alemana, se ha interpuesto en mi camino. No había forma de esquivarla. Hasta mis escapadas artísticas más audaces volvían a llevarme, una y otra vez, a su curso meándrico. Desde mi primera novela, El tambor de hojalata, hasta el último hijo de mi capricho, que lleva el posesivo título de Mi siglo, yo he sido su rebelde servidor. La destrucción y pérdida de Danzig, mi ciudad natal, liberaron una masa épica que, sin duda, estaba enturbiada hasta en sus más mínimos detalles narrativos por aquel ambiente pequeñoburgués y aquel aire católicamente viciado, pero sin cesar, ya fuera en el aburrimiento cotidiano o en las interminables fiestas familiares, la Historia se expresaba, al principio en partes de victoria y luego, a media voz, en retiradas reconocidas. Ningún idilio, por muy amablemente envuelto que estuviera, quedaba a salvo de las irrupciones del acontecer histórico. Lo privado sólo ocurría si se lo convocaba. Continuamente, la Historia fijaba retumbante sus fechas. Y sólo gracias a la astucia literaria era posible enfrentarse a sus dictados con un contratexto: aquí acelerando el tiempo, allá dilatando su duración, o aproximando acontecimientos simultáneos, cambiando de perspectiva o pelando ostensiblemente cebollas.

Así logra la Literatura dejar al descubierto el reverso de la Historia. Permite ver los acontecimientos triviales, pero destructores, que se producen tras la tribuna que soporta al Estado. Para la Literatura, lo elevado resulta ridículo, lo grande insignificante y, como en el cuento de Andersen El traje nuevo del Emperador, hace que el niño pueda ver desnuda a cualquier majestad. Me refiero a la perspectiva narrativa que va de abajo arriba pasando sobre el borde de la mesa; es la mirada, amoral por ingenua, que no se deja engañar. De ese modo, el curso supuestamente significativo de la Historia desemboca en las aguas residuales de las que se alimenta el mar sin orillas del absurdo.

Una forma de narrar tan maledicente tiene su tradición. Aquí, en España, en donde las culturas mora e ibérica se agotaron y vivificaron mutuamente en su amor-odio de siglos, se ensayó una forma de novela, por el antagonismo de aquellas realidades, que hizo del marginado un héroe y fue llamada luego por los eruditos de la Literatura, que dan nombre a todo, novela -picaresca-. El pícaro capturaba al mundo y su ajetreo en espejos cóncavos y convexos. Con mentiras, sacaba a la luz la verdad. No respetaba nada. Contra su mofa se desgastaba cualquier documento escolástico. Y provocaba carcajadas estruendosas que ponían en danza a los poderosos. De los muchos autores de aquella escuela, nada académica por no tener techo, que alternaba entre Marruecos y Andalucía, nació uno llamado Cervantes, cuyo héroe, Don Quijote, sigue hasta hoy echando al mundo hijos literarios, estrafalarios como él, que muestran el absurdo sentido oculto de la realidad y el auténtico olor del absurdo. Él es el padre de ese género novelesco europeo en cuyos cotos el Cándido de Voltaire deshojaba -el mejor de los mundos-; al que debe el Tristram Shandy de Sterne su pregunta sobre si han dado cuerda al reloj; en el que el Thyl Ulenspiegel de Charles de Coster, luchando por la libertad de los flamencos contra la potencia ocupante española, interpreta al bufón astuto; y en el que Grimmelshausen trata de que su héroe, de nombre Simplicissimus, sobreviva en distintos ejércitos. ¿Qué sabrían los alemanes de los horrores de la Guerra de los Treinta Años si Simplex, desde abajo, no nos hubiese narrado los acontecimientos que la diligencia de los historiadores, de forma tan muerta como exacta, han ordenado para nosotros en una Historia fechada?

Los testimonios presenciales de la Literatura tienen raíces más profundas. Dan la palabra a los perdedores: a todos aquellos que no hacen la Historia pero a los que inevitablemente la Historia les ocurre porque su dictado los convierte en culpables o víctimas, simpatizantes o perseguidos. Yo no sabría nada, o muy poco, de las complejas relaciones entre amigos y enemigos durante la guerra civil española si George Orwell no hubiera dado testimonio en su Homenaje a Cataluña del sistema de terror comunista, cuyos comisarios liquidaron a innumerables anarquistas y socialistas tras las líneas del frente. Escritores de todo el mundo acompañaron narrativamente la lucha y caída de la República, y es difícil encontrar otro acontecimiento de este siglo que haya sido reflejado por tantas voces en el espejo de la Literatura, aunque las de autores españoles, largo tiempo sofocadas por la censura, sólo pudieran escucharse en España con retraso. En este otoño literario, por cierto, ha empezado a publicarse en Alemania la epopeya novelesca en seis volúmenes El Laberinto Mágico, escrita en los decenios de la emigración por el español de origen germano-francés Max Aub. No, esa historia no puede acabar. Hay que volver a contarla una vez y otra. Y quizá algún autor español joven, nacido después en la tierra de la obsesión narrativa picaresca y que se revele como discípulo tardío del gran Unamuno, regale a su país una Danza de la Muerte de fuerza comparable a Los Desastres de la Guerra de Goya que tan permanentemente han quedado en nuestra memoria; como hizo Picasso, al exorcizar el espanto de la guerra civil española en su Gernika.

Una buena parte de la literatura que yo puedo escribir surge de las pérdidas. Cuando los sistemas, como recientemente el soviético, se rompen contra su propia historia; cuando las estructuras de poder se convierten en nada; cuando la estupidez de los vencedores clama al cielo; cuando con la libertad viene la miseria y se añaden las oleadas de refugiados de la más reciente emigración de los pueblos; cuando la Historia, nuevamente, zozobra de una forma catastrófica y el capitalismo, como única ideología restante, se desvanece en un irracionalismo mundial; cuando sólo la Bolsa tiene sentido y, con ella, todo puede resbalar; y cuando, finalmente, el gremio de los historiadores, cansados de pelearse por notas de pie de página, se extravía en la incertidumbre de la post-Historia, la Literatura se cotiza mucho. Vive de las crisis. Florece entre los escombros. Oye el ruidito de la carcoma. Su función es profanar cadáveres. Por un precio, o por nada, vela a los difuntos y cuenta a los supervivientes, siempre de nuevo, las viejas historias.

Sin embargo, si se hojean los suplementos literarios o se escucha el runruneo del mundo de la cultura, siempre que lo secundario desplaza impertinentemente a lo primario, la Literatura, según el curso de monedas, queda desplazada. En el mejor de los casos, sirve como acontecimiento, una vez acicalada, o para alimentar la Internet. Según dice la publicidad, incluso fomenta el consumo entre los grupos marginados.

Sin embargo, yo me niego a creerlo. Soy un ignorante confeso. Ese progreso que quiere meterme prisa no me dice nada. De forma pasada de moda, practico una profesión también pasada de moda, no tengo ordenador, no doy tumbos por la Internet, escribo aún mis manuscritos a mano, mecanografío la segunda y la tercera versión con ayuda de una máquina de escribir traqueteante, y lo hago a diario, de pie junto a un pupitre; mientras voy de un lado a otro, murmuro para mis adentros y mastico las frases hasta que, tanto habladas como escritas, adelgazan a fondo o se redondean en los extremos. Sin embargo, estoy seguro de que la Historia prosigue epiléptica y, siempre en contradicción con ella, la Literatura tiene futuro.

Empujado a un lado, el libro volverá a ser subversivo. Y se encontrarán lectores para los que los libros sean un medio de supervivencia. Veo ya niños, hartos de televisión y aburridos de juegos informáticos, que se aíslan con un libro y se abandonan a la atracción de la historia narrada, se imaginan más de cien páginas y leen algo muy distinto de lo que aparece en letras de imprenta. Porque eso es lo que caracteriza al ser humano. No hay espectáculo más hermoso que la mirada de un niño que lee. Totalmente perdido en ese contramundo metido entre dos tapas, sigue estando presente, pero no quiere que lo molesten.

Y si un día próximo o lejano la especie humana, porque entre tanto todo es posible, se aniquilara a sí misma de alguna forma sofisticada, estoy seguro -distinguidas damas y caballeros, querido Príncipe de Asturias- de que será el libro quien tenga la última palabra; aunque sólo sea en forma de octavilla».

 

 

Traducción de Miguel Sáenz

Discurso al recoger el Premio Nobel de Literatura de 1999

«Distinguidos miembros de la Academia Sueca, señoras y señores:

«Continuará…» En el siglo XIX, las obras en prosa se iban prorrogando con ese anuncio. Diarios y semanarios les ofrecían su sección especial. La novela por entregas florecía. Mientras se imprimía, negro sobre blanco, un capítulo tras otro en rápida sucesión, la parte central del relato acababa de ser manuscrita y la parte final no se había imaginado aún. Sin embargo, no eran sólo triviales historias de terror o pasiones arrebatadoras las que cautivaban a los lectores. Algunas novelas de Dickens se publicaron así, a bocaditos. La Ana Karenina de Tolstoi fue una novela por entregas. Es posible que la época en que Balzac era un diligente y continuado proveedor de productos de consumo perecederos le enseñara, cuando aún no tenía un nombre, cómo aumentar el interés poco antes de interrumpir la columna. Y también casi todas las novelas de Fontane aparecieron primero por entregas en periódicos y revistas, por ejemplo Errores y extravíos, que hizo exclamar indignado al propietario del «Vossische Zeitung»: «¿Es que no va a acabar nunca esa historia de putas?». Sin embargo, antes de que siga hilando mi discurso o destorciéndolo en hebras, tendría que mencionar que, desde el punto de vista puramente literario, esta sala y la Academia Sueca que me acoge no me son extrañas.

En mi novela La ratesa, desde cuya publicación pronto habrán transcurrido catorce años y de la que quizá algún lector recuerde su catastrófico desarrollo por niveles narrativos en pendiente, se pronuncia en Estocolmo una laudatio de la rata o, más exactamente, de la rata de laboratorio, ante un público igualmente heterogéneo. La rata ha recibido el premio Nobel. Por fin, habría que decir. Porque hacía tiempo que figuraba en la lista de candidatos. Se la consideraba favorita. Como representante de millones de animales de laboratorio, desde los conejillos de Indias hasta los macacos rhesus, se honra ahora a la rata, de pelo blanco y ojos rojos. Ella, sobre todo ella – afirma el narrador en mi novela – ha hecho posibles todas las investigaciones y hallazgos «nobelados» en la esfera de la medicina y, por lo que se refiere a los descubrimientos de Watson y Crick, también premios Nobel, en el campo, prácticamente ilimitado, de la manipulación genética.

Desde entonces se puede clonar, más o menos legalmente, maíz y verduras, pero también toda clase de animales. Por eso, las ratas-hombre que aparecen cada vez más dominantes hacia el final de esa novela, es decir en la época posthumana, se llaman watsoncricks. Reúnen lo mejor de ambas especies. Lo ratesco residen en lo humano y a la inversa. El mundo parece querer recobrar la salud gracias a ese cruce. Había llegado el momento en que, después del Big Bang, cuando sólo sobrevivieran ratas, cucarachas y moscardas, y un resto de huevos de peces y ranas, se pusiera otra vez orden en el caos, concretamente con ayuda de los watsoncricks, que salieron milagrosamente bien librados. Ahora bien, como ese hilo argumental podía tener un «continuará…» y la laudatio de la rata de laboratorio no termina la novela con una especie de final feliz, puedo en principio ocuparme ahora a fondo de la narración como forma de supervivencia y de arte.

Desde el principio mismo se narró. Mucho antes de que la especie humana se ejercitara en la escritura, alfabetizándose poco a poco, todos contaban cosas a todos y todos escuchaban a los demás. Pronto hubo, entre los que todavía no sabían escribir, quienes narraban más y mejor o sabían mentir de una forma más verosímil. Y entre ellos había a su vez quienes conseguían remansar la corriente de su relato después de un fluir tranquilo, para hacer luego que el caudal remansado rebasara la orilla y siguiera un curso ramificado, sin filtrarse sino encontrando, repentina y sorprendentemente, un cauce más ancho y arrastrando ahora, como es lógico, muchos restos, lo que daba lugar a tramas secundarias. Y como esos primerísimos narradores, que no dependían de la luz del día o de las lámparas y podían cuchichear hasta en la oscuridad, e incluso sabían crear una tensión especial con la oscuridad o el crepúsculo, no evitaban los trayectos de sequía ni la cascada atronadora y, a lo sumo, cuando los acometía un cansancio general, interrumpían el curso de su historia con la promesa «continuará…», aparecían muchos oyentes que sabían narrar también, aunque no de forma tan inagotable.

¿Qué era lo que se narraba cuando nadie sabía aún escribir, anotar? Desde el principio mismo, desde Caín y Abel, se habrá hablado mucho de asesinatos y homicidios. La venganza, especialmente la de sangre, ofrecía material. Y ya muy pronto el genocidio fue habitual. Pero también se podía hablar de inundaciones y sequías, de años de abundancia y escasez. No se retrocedía ante aburridas enumeraciones de hombres y animales propiedad de alguien. Ninguna narración, si quería ser considerada verosímil, podía renunciar a largas enumeraciones de estirpes: quién vino después de quién y antes de quién. Las historias de héroes se construían de una forma igualmente experta en estirpes. Incluso las historias de triángulos amorosos, populares hasta hoy, pero también las monstruosidades, en las que seres, mezcla de animal y hombre, reinaban en laberintos o acechaban desde los juncos de la orilla, debieron de ser ya entonces productos de consumo narrativos. Por no hablar de las leyendas de dioses e ídolos, ni de aventureros viajes por mar, que enriquecidos, pulidos, completados, variados o convertidos en lo opuesto al narrar, fueron escritos finalmente por un narrador, que al parecer se llamaba Homero o – en lo que a la Biblia se refiere -, por un colectivo de narradores. Desde entonces existe la literatura. En China, Persia, la India, en la altiplanicie peruana y en otros lugares, en todos los sitios en que apareció la escritura, hubo narradores que, aislada o colectivamente, se hicieron un nombre como literatos o permanecieron anónimos.

Nosotros, tan sumamente concentrados en lo escrito, hemos conservado el recuerdo de la narración verbal, del origen oral de la literatura. Sin embargo, si olvidáramos que todo lo narrado salió desde el principio de unos labios, unas veces mascullado, entrecortado, y otras apresurado, como impulsado por el miedo, o también susurrado, como si el secreto revelado debiera ser protegido de demasiados cómplices, y otras veces en voz alta, entre gritos de triunfo o preguntas que, doblando la trompa, olisqueaban las primeras o las últimas cosas…, si hubiéramos olvidado todo eso en aras de lo escrito, nuestra narración sería sólo seca como el papel y no algo transportado por un aliento húmedo.
Es una suerte que dispongamos de libros suficientes que, leídos en voz alta o baja, se conservan. Para mí fueron ejemplares. Maestros como Melville o Döblin, pero también el alemán bíblico de Lutero, me indujeron, cuando era joven y capaz de aprender, a escribir hablando, mezclando tinta y saliva. Y así seguí. Hasta este quinto decenio de mi servidumbre literaria, soportada con gusto, mastico frases fibrosas para hacer una papilla dócil, mascullo para mí en la más hermosas soledad literaria y sólo llevo al papel lo que, pronunciado, ha encontrado sus tonos cambiantes, demostrando su resonancia y su eco.

Sí, amo mi profesión. Me proporciona una compañía que se expresa con muchas voces y quiere ser llevada lo más fielmente posible a mis manuscritos. Lo que más me gusta es encontrarme con mis libros, hace años extraviados o expropiados por el lector, cuando leo en público lo que, escrito e impreso, encontró su reposo. Entonces, frente a un público joven, destetado pronto del lenguaje, o ante un público anciano, pero no harto todavía, la palabra escrita y expresada se convierte de nuevo en palabra hablada. Y ese hechizo se produce una y otra vez. De esa forma se gana el sustento el chamán que hay en todo escritor. A él, que escribe contra el tiempo que pasa, a él, que miente reuniendo verdades durables, a él le creen su promesa tácita: continuará…

Sin embargo, ¿cómo me convertí en escritor, poeta, dibujante… todo a un tiempo, sobre un papel espantosamente blanco? ¿Qué orgullo diletante y desmesurado pudo empujar a un niño a tal extravagancia? Porque sólo tenía unos doce años cuando supe con seguridad que quería ser artista. Eso fue cuando, en nuestra casa, muy cerca del suburbio de Danzig-Langfuhrt, comenzó la Segunda Guerra Mundial. Mi especialización profesional hacia la literatura sólo se produjo en el siguiente año de guerra, cuando la revista hitleriana «¡Colabora!» hizo una oferta atractiva: convocó un concurso de narraciones. Prometía premios. E, inmediatamente, comencé a escribir mi primera novela en un diario personal. Influida por el ambiente materno de mi madre, llevaba el título de Los cachubos, pero no se desarrollaba en la actualidad otra vez dolorosa de la mínima población cachuba, sino en el siglo XIII, en la época del Interregno, una época sin emperador y espantosa, en la que los salteadores de caminos y bandoleros dominaban las carreteras y los puentes, y los campesinos sólo podían recurrir a su propia justicia, la de los tribunales de la Santa Vehma.

Recuerdo que, tras una breve descripción de la situación económica en el país cachubo, comenzaba enseguida el pillaje y con él, los palos y cuchilladas. Se estrangulaba, apuñalaba, alanceaba y, en ejecución de sentencias de la Vehma, ajusticiaba por la horca o la espada con tal violencia, que hacia el final del primer capítulo todos los personajes principales y una buena parte de los secundarios habían sido muertos, enterrados o arrojados como pasto a los cuervos. Como mi sentido estilístico no me permitía dejar que los muertos amontonados actuaran como espíritus y que la novela prosiguiera en lo terrorífico, hube de considerar fracasado mi intento y el «continuará…» tuvo un final súbito; no para siempre jamás, pero aquel principiante quedó vacunado con la clara admonición de tratar de forma más cautelosa y económica en sus relatos futuros a su personal de ficción.

No obstante, antes me dediqué a leer. Leía de una forma especial: con los dedos índices en las orejas. Hay que explicar que mi hermana menor y yo nos criamos en condiciones estrechas, concretamente en una vivienda de dos habitaciones, es decir, que no teníamos un cuarto propio ni ningún otro refugio por diminuto que fuera. Considerado a largo plazo, aquello me fue provechoso, porque así aprendí pronto a concentrarme en medio de la gente y rodeado de ruidos. Como bajo una quesera, estaba tan absorto en mi libro y su mundo narrado, que mi madre, que tenía tendencia a gastar bromas, para probar a una vecina la distracción total de su hijo, me cambió un pan con mantequilla que yo tenía junto al libro y al que daba un mordisco de cuando en cuando por una pastilla de jabón – supongo que Palmolive – con lo que ambas mujeres – mi madre, no sin cierto orgullo -, fueron testigo de cómo, sin levantar la vista del papel, agarraba el jabón, lo mordía y, masticando, necesitaba un minuto largo para ser arrancado a la historia impresa.

Esos ejercicios tempranos de concentración me resultan todavía habituales; sin embargo, nunca he vuelto a leer tan obsesivamente. Los libros estaban en un pequeño armario, detrás de unos visillos azules. Mi madre era de un club del libro. Allí estaban las novelas de Dostoievsky y de Tolstoi al lado de y entre algunas de Hamsun, Raabe y Vicki Baum. También el Gösta Berling de Selma Lagerlöf quedaba a mano. Luego me alimentó la biblioteca municipal. Sin embargo, el primer impulso me lo dio sin duda el tesoro de libros de mi madre. A ella, mujer de negocios a quien le cuadraban las cuentas y que administraba su tienda de ultramarinos al servicio de una clientela a préstamo poco fiable, le gustaba lo hermoso, aprendía melodías de ópera y opereta de un receptor de radio popular, escuchaba de buena gana mis prometedoras historias, iba con frecuencia al teatro municipal y, a veces, me llevaba con ella.

Con todo, esas anécdotas sólo fugazmente esbozadas, vividas en la estrechez de unas condiciones pequeñoburguesas, que hace decenios describí amplia y épicamente en otro lugar y con personajes ficticios, me sirven únicamente para responder la pregunta: «¿Cómo me convertí en escritor?». La capacidad de soñar despierto durante largos ratos, el gusto por el chiste verbal y los juegos de palabras, la pasión por mentir sin ganar nada con ello, porque describir la verdad hubiera sido demasiado aburrido…, en pocas palabras, lo que de forma bastante vaga se llama talento, existía ya sin duda, pero fue la brusca irrupción de la política en el idilio familiar lo que dio a aquel talento que navegaba demasiado ligero un lastre permanente y cierto calado.

El primo favorito de mi madre, como ella de origen cachubo, era funcionario del correo polaco del Estado Libre de Danzig. Entraba y salía en nuestra casa y era visita bien acogida. Cuando, al comenzar la guerra, el edificio de correos de la plaza Hevelius fue defendido durante cierto tiempo de los ataques de la Milicia Nacional de las SS, mi tío estaba entre los que se rindieron, y todos fueron juzgados y fusilados marcialmente. De pronto me quedé sin tío. De pronto y de forma persistente, no se volvió a hablar de él. Se le omitió. Sin embargo, aunque estaba como desaparecido, debió de haberse asentado en mí sin que lo hubiera notado durante años, en los que, a los quince, me puse el uniforme, a los dieciséis aprendí a tener miedo, a los diecisiete fui hecho prisionero de guerra americano, a los dieciocho estaba libre y me dedicaba al estraperlo y, finalmente, aprendí la profesión de cantero y escultor, me ejercité en academias artísticas, escribía y dibujaba, dibujaba y escribía versos de pie ligero, hinchados por el viento y piezas de teatro grotescas. Y así siguió la cosa, hasta que a mí, en quien el placer estético era algo innato, me resultó demasiado voluminoso aquel cúmulo de material. Y bajo sus escombros estaba enterrado el primo favorito de mi madre, funcionario de correos fusilado, para ser encontrado y desenterrado por mí – ¿por quién si no? -, a fin de que volviera a la vida, con otro nombre y en otra figura, gracias a una respiración artificial narrativa; esta vez, sin embargo, en una novela cuyos personajes principales y secundarios, ansiosos de vivir, y efectivamente vivitos y coleando, sobrevivieron muchos capítulos, algunos incluso hasta el final, de forma que la permanente promesa del escritor, «continuará…» pudo cumplirse.

Y así sucesivamente. Con la publicación de mis dos primeras novelas El tambor de hojalata y Años de perro y de la novela corta intercalada El gato y el ratón aprendí pronto, siendo un escritor todavía relativamente joven, que los libros causan escándalo y pueden provocar cólera y odio. Lo que, por amor, no le había ahorrado a mi país, fue leído como si ensuciara mi propio nido. Desde entonces se me considera controvertido. Aquí me encuentro, por lo que se refiere a escritores malditos enviados a Siberia o a algún otro lado, en muy buena compañía. No deberíamos quejarnos de ello. Más bien deberíamos considerar estimulante ser permanentemente controvertidos y adecuado también al riesgo de la profesión que hemos elegido. Lo que ocurre es que los autores del simple acontecer verbal escupen de buena gana y con premeditación en la sopa de los poderosos que afirman constantemente su derecho a sentarse en el banco de los vencedores, por lo que la historia de la literatura se comporta de forma análoga al desarrollo y refinamiento de los métodos de censura.

El desfavor de los potentados obligó a Sócrates a apurar hasta las heces su copa de veneno, empujó a Ovidio al exilio, forzó a Séneca a abrirse las venas. Los más hermosos frutos literarios, obtenidos en los jardines de la cultura occidental, decoraron con sus nombres durante siglos, y hasta hoy mismo, el Índice de la iglesia católica. ¿Qué retraso sufrió la Ilustración europea por las medidas de censura de los príncipes reinantes absolutos? ¿A cuántos escritores alemanes, italianos, españoles y portugueses expulsó el fascismo de sus países, de sus espacios lingüísticos? ¿Cuántos escritores fueron víctimas del terror leninista-estalinista? ¿Y a qué coacciones están expuestos todavía hoy los escritores en China, Kenia o Croacia?

Yo soy del país de las quemas de libros. Sabemos que el placer de aniquilar el libro odiado de una forma u otra sigue siendo o vuelve a ser concorde con el espíritu del siglo y, ocasionalmente, encuentra su expresión telegénica, es decir, espectadores. Mucho peor es, sin embargo, la persecución de escritores, de forma que sus asesinatos, amenazados o consumados, aumentan en todo el mundo, y todo el mundo se ha acostumbrado ya a ese terror incesante. Es cierto que la parte del mundo que se llama a sí mismo libre levanta la voz indignada cuando en Nigeria, como ocurrió en 1995, el escritor Ken Saro-Wiwa, que denunciaba la contaminación de su patria, fue condenado a muerte con sus compañeros de lucha y se ejecutó la sentencia, pero luego vuelve a la normalidad, porque una protesta de base ecológica podría estorbar los negocios de la Shell, ese gigante del petróleo que reina en el mundo.

Ahora bien, ¿qué es lo que hace a los libros y, con ellos, a los escritores tan peligrosos que el Estado y la iglesia, los consorcios mediáticos y los politburós se ven obligados a tomar contramedidas? Rara vez se trata de atentados directos contra la ideología reinante, a los que siguen la orden de callarse o cosas peores. A menudo basta con la prueba literaria de que la verdad sólo existe en plural – lo mismo que no hay sólo una realidad, sino una multitud de realidades – para valorar ese resultado literario como un peligro, un peligro mortal para el respectivo guardián de la sola y única verdad. También el hecho de que los escritores – porque es parte de su profesión – no sepan dejar al pasado en paz, abran heridas demasiado rápidamente cicatrizadas, desentierren cadáveres en sótanos sellados, penetren en estancias prohibidas, coman vacas sagradas o, como hizo Jonathan Swift, recomienden niños irlandeses como asado para la cocina inglesa reinante, es decir, de que, en general, para ellos no haya nada sagrado, ni siquiera el capitalismo, los hace sospechosos, dignos de castigo. Sin embargo, su peor delito sigue siendo que, en sus libros, no quieren hacer causa común con el vencedor de turno en el acontecer histórico, sino que se mueven con deleite por donde los perdedores en esos procesos históricos se mantienen al margen y tienen mucho que contar aunque no sean escuchados. Quien les da la palabra pone la victoria en entredicho. Quien se rodea de perdedores es uno de ellos.

Sin duda, los poderosos, vestidos con un traje de época u otro, no tienen nada, en general, contra la literatura. Incluso les gusta tener una como adorno en su casa y están dispuestos a fomentarla. Actualmente la prefieren entretenida y útil para la cultura de la diversión, es decir, que no debe no ver sólo lo negativo sino dar al ser humano, en su miseria, una lucecita de esperanza. En el fondo, aunque no se pida tan explícitamente como en los tiempos del comunismo, se quiere un «héroe positivo». Hoy en día, ese héroe puede llegar a la jungla sin fronteras de la economía de mercado libre, como un Rambo y, riéndose, pavimentar de cadáveres su camino hacia el éxito; es un tronera que, entre tiroteo y tiroteo, está dispuesto a echar un polvo rápido, un triunfador que deja atrás a los simples perdedores, en resumen, un héroe que deja sus marcas de olor positivas en nuestro mundo gobalizado. Y el deseo de ese tentetieso empedernido se ve también satisfecho por esos medios de información siempre disponibles: James Bond ha empollado muchos hijos que se le parecen como ovejas dolly. A su estilo – cool – el Bien puede seguir triunfando sobre el Mal. Entonces, su contrafigura o contrincante, ¿sería el héroe negativo? No forzosamente.

Yo vengo, como habrán sabido leyendo, de la escuela morisco-española de la novela picaresca. En ella, la lucha contra los molinos de viento ha seguido siendo un modelo transmisible a través de los siglos. Por eso el pícaro vive de la comicidad del fracaso. Su ingenio se mea en las columnas del poder y sierra las patas de su sillas, pero al mismo tiempo sabe que no logrará que el templo se derrumbe ni que el trono se vuelque. Simplemente, en cuanto mi pícaro anda por ahí, lo majestuoso parece bastante sórdido y su trono bascula un tanto. El humor del pícaro surge de la desesperación. Mientras en Bayreuth El crepúsculo de los dioses se eterniza ante un público de muchos quilates, a él se le oye reírse, porque en su teatro comedia y tragedia van de la mano. Se burla de los héroes que entran fatídicamente en escena y les pone la zancadilla. Es cierto que su fracaso nos hace reír, pero las carcajadas que provoca son difíciles de manejar: se atragantan; hasta sus cinismos aguzados de la forma más ingeniosa son de corte trágico. Además, desde el punto de vista de unos críticos mezquinos, coloreados de rojo o de negro, es un formalista, sí, un manierista de primera: utiliza los prismáticos al revés. Ordena el tiempo como en una estación de maniobras ferroviaria. Por todas partes coloca espejos. Nunca se sabe de quién es ventrílocuo en un momento dado. Para utilizar sus atrayentes perspectivas, a veces tienen acceso al ruedo del pícaro hasta enanos y gigantes. Así, Rabelais, durante su vida activa, estuvo huido de la policía profana y de la Santa Inquisición, porque Gargantúa y Pantagruel, sus muchachos de tamaño mayor que el natural, ponían patas arriba el mundo ordenado de la escolástica. ¡Qué carcajadas más estrepitosas liberaban! Y cuando Gargantúa, con su ancho culo, se acurrucó en las torres de Notre-Dame y, meando desde allí, inundó todo París, el pueblo, si no se ahogaba, se reía. O, poniendo otra vez a Swift por testigo: su propuesta culinariamente sazonada de aliviar el hambre de Irlanda podría utilizarse con arreglo a estos tiempos, sirviendo en la próxima cumbre económica mundial sabrosamente condimentados, en cuanto los jefes de Estado estuvieran a la mesa, no a lo hijos de los irlandeses muertos de hambre, sino a los niños de la calle brasileños o del sur del Sudán. Sátira se llama la figura. Y sabido es que puede atreverse a todo, hasta a cosquillear el nervio de la risa con los espantoso.

Cuando Heinrich Böll, el 2 de mayo de 1973, pronunció aquí su discurso de recepción del premio Nobel, en el que contrapuso, delimitándolas cada vez más, las posiciones aparentemente tan contradictorias de la razón y la poesía. lamentó, en la última frase de su discurso, una omisión por falta de tiempo: «He tenido que pasar por alto el humor, que tampoco es privilegio de clase y al que, sin embargo, no se reconoce su poesía ni como escondrijo de la resistencia»… Ahora bien, Heinrich Böll sabía cómo, marginado y apenas leído hoy, Jean Paul tiene su puesto en el gabinete de figuras de cero de los genios alemanes y hasta qué punto la obra literaria de Thomas Mann, era en aquel tiempo, tanto desde la derecha como desde la izquierda, sospechosa de ironía; y yo añado: sigue siéndolo. Seguro que Böll no se refería al humor sonriente habitual, sino a la risa inaudible entre líneas, la crónica tendencia a la tristeza de su payaso y la comicidad desesperada de aquel coleccionista que archivaba silencios. Actividad, por cierto, que en los tantas veces citados medios, ha hecho escuela en el sentido de «continuará…» y, en calidad de «autocontrol voluntario» del Occidente libre, constituye un disfraz complaciente de la censura.

Al comienzo de los años cincuenta, cuando yo había empezado a escribir conscientemente, Heinrich Böll era ya conocido, aunque todavía no reconocido. Con Wolfgang Koeppen, Günter Eich y Arnno Schmidt estaba al margen del aparato de la cultura, entonces restaurador. La joven literatura de la posguerra no tenía facilidad para la lengua alemana, que bajo el dominio del nacionalsocialismo se había corrompido. Además, en el camino de la generación de Böll, pero también de los jóvenes autores entre los que yo me contaba, se interponía, como prohibición, una frase de Theodor Adorno. Cito: «Escribir un poema después de Auschwitz es algo bárbaro, y eso corroe también la conciencia de por qué se hizo imposible escribir hoy poemas…». De manera que nada de «continuará…». Nosotros escribíamos sin embargo. Evidentemente, teniendo que entender Auschwitz – como Adorno en su libro de 1951: Minima Moralia. Reflexiones desde la vida dañada – como cesura y ruptura irreparable de la historia de la civilización. Sólo así se podía esquivar aquella prohibición. Y, sin embargo, el fatídico presagio de Adorno ha tenido efectos hasta hoy. Contra él tropezaron los autores de mi generación, rechazándolo abiertamente. Nadie quería, podía callar. Porque había que sacar el idioma alemán del paso militar, hacerlo salir de lo idílico y las intimidades azuladas. Para nosotros, niños escaldados, de lo que se trataba era de renegar de las magnitudes absolutas, el blanco o el negro ideológicos. Nuestros padrinos eran la duda y el escepticismo; nos ofrecieron como regalo la gran variedad de grises. Por lo menos yo me impuse ese ascetismo, para descubrir entonces la riqueza de mi lengua declarada culpable de una forma demasiado global, su seductora delicadeza, su tendencia cavilosa hacia lo profundo, su dureza sorprendentemente flexible, sí, su encanto dialectal, su simplicidad y ambigüedad, sus extravagancias y su hermosura que florece en subjuntivos.

Aquel talento bíblico recuperado había que multiplicarlo, a pesar de Adorno o advertidos por el veredicto de Adorno. Sólo así se podía seguir escribiendo – poesía o prosa – después de Auschwitz. Sólo así, convirtiéndose en memoria y sin dejar que el pasado acabase, podía la literatura germanohablante de la posguerra justificar la norma literaria de validez universal «continuará…», para sí misma y ante los que nacerían después. Y
sólo así se pudo mantener abiertas las heridas y compensar el deseado y prescrito olvido con un tozudo «Érase una vez…».

Por muchas veces que estos o aquellos intereses pidieran un punto final, se reclamara la vuelta a la normalidad y se quisiera apartar como Historia el vergonzoso pasado, la literatura contradecía esos deseos, tan comprensibles como estúpidos. ¡Con razón! Porque siempre que en Alemania se anuncia la hora cero y
se proclama el fin de la posguerra – la última vez hace diez años, cuando el Muro había caído y se había logrado oficialmente la unidad – el pasado ha vuelto a alcanzarnos.En aquella época, febrero de 1990, pronuncié en Francfort del Meno ante estudiantes una conferencia con el título «Escribir después de Auschwitz». Hice balance y, libro tras libro, repasé las cuentas. Así llegué al Diario de un caracol, publicado en 1972, en el que el pasado y la actualidad se cruzan por muchas vías, pero transcurren también paralelamente y colisionan a veces. En ese libro, porque mis hijos me piden que defina mi profesión, está la respuesta: «Un escritor, hijos, es alguien que escribe contra el tiempo que pasa». A los estudiantes les dije: «Una postura de escritor así aceptada presupone que el autor no se considere despegado ni encapsulado en la intemporalidad, sino que se vea como contemporáneo, más aún, se exponga a las vicisitudes del tiempo que pasa, intervenga y tome partido. Los peligros de tales intervenciones y tomas de partido son conocidos: corre el riesgo de perder la distancia adecuada para un escritor: su lenguaje se siente tentado a vivir al día; la estrechez de las circunstancias del momento puede limitarlo también a él y limitar una imaginación, entrenada para correr libremente; corre el peligro de que le falte el aliento».

El riesgo entonces apuntado ha seguido siéndome fiel con el paso de los años. Sin embargo, ¿qué sería la profesión de escritor si no hubiera riesgo? Bueno, como funcionario de la literatura, podría considerarse protegido. Pero frente a la actualidad sería presa de sus miedos al contacto físico. Por miedo a perder la distancia, se perdería en lo distante, en donde sólo titilan los mitos y lo sublime se celebra a sí mismo. No, el presente, que continuamente se convierte en pasado, lo alcanzará y le pedirá explicaciones. Porque todo escritor ha nacido en su época, por muy violentamente que proteste por haber llegado demasiado pronto o demasiado tarde. No es él quien determina arbitrariamente el tema de su elección, sino que le viene predeterminado. Al menos yo no he podido decidir libremente. Porque si hubiera obrado sólo de acuerdo con mí mismo y mi impulso lúdico, hubiera experimentado sólo según leyes puramente estéticas y hubiera encontrado mi papel, tan despreocupado como inofensivo, en lo grotesco. Pero no podía ser. Había resistencias. Paridos por el embarazo histórico alemán, había a montones montañas de escombros y cadáveres. Ante aquella masa de materiales, que, cuando empecé a reducirla aumentaba, no era posible apartar la vista. Además, vengo de una familia de refugiados.

Por eso, además de todo lo que puede impulsar a un escritor de libro en libro – ambición corriente, miedo al aburrimiento, el motor del egocentrismo -, la conciencia de la pérdida irreparable de mi patria ha resultado ser una fuerza impulsora. Narrando, la ciudad destruida y perdida de Danzig tenía que…, no, no ser recuperada sino evocada. Esa obsesión de escribir me incitaba. No sin cierta terquedad, quería probarme y probar a mis lectores que lo perdido no tiene por qué hundirse en el olvido sin dejar huella, sino que, gracias al arte de la literatura, puede recuperar su contorno: en toda su grandeza y su lamentable mezquindad, con sus iglesias y cementerios, los ruidos de los astilleros y el olor al Báltico que golpea lánguidamente, con un idioma hace tiempo extinguido, con su rezongar de calor de establo, con pecados aptos para la confesión y sus crímenes tolerados y culpables a los que ninguna confesión puede dar la absolución ansiada.

Pérdidas de esa clase se han convertido también para otros escritores en capa de estiércol para narrar sin cesar y de una forma obsesiva. Al menos, hace años Salman Rushdie y yo estuvimos de acuerdo conversando en que para él, como para mí mi Danzig perdido, su perdido Bombay es fuente y basurero, punto de referencia y centro del mundo. Esa pretensión, esa extravagancia forma parte de la literatura. Es requisito para un narrar capaz de utilizar todos los registros. Con una orfebrería cincelada, una psicologización sutil o un realismo mal entendido como calco de lo natural no se puede abordar semejante masa monstruosa de materiales.

Por muy deudores que seamos de la tradición iluminadora de la razón, el curso absurdo de la Historia se burla de toda explicación razonable. Lo mismo que el premio Nobel, en cuanto lo desnudamos de toda solemnidad, se basa en el descubrimiento de la dinamita, que, como otros partos mentales del ser humano – sea la fisión del átomo, sea el igualmente «nobelado» desciframiento de los genes – ha alumbrado el bienestar y el dolor, la literatura demuestra fuerza explosiva, aunque las explosiones que provoca se demoren, se conviertan en acontecimiento y cambien el mundo, por decirlo así, a cámara lenta: a la vez como obra beneficiosa o como motivo de lamentaciones de la especie humana. Cuánto tiempo necesitó el proceso de la Ilustración europea desde Montaigne, pasando por Voltaire, Diderot, Kant, Lessing y Lichtenberg, para llevar la lámpara de la razón a los más oscuros rincones de las tinieblas escolásticas. Con frecuencia se extinguía la lucecita. La censura retrasó esa iluminación por la razón. Sin embargo, cuando ésta, luego, se instaló cómodamente a pleno día, era una razón enfriada, reducida a lo técnicamente viable y comprometida sólo con el progreso económico y social, que se hacía pasar por Ilustración y, a toda costa, inculcó a sus hijos, peleados desde el principio, el capitalismo y el socialismo, una jerga racionalizante y la vía respectiva adecuada hacia el progreso.

Hoy vemos adónde ha llevado la Ilustración a esos hijos genialmente malogrados. Podemos apreciar a qué peligrosa situación desequilibrada nos ha lanzado la explosión de efecto retardado provocada por palabras. Claro está, tratamos de reparar los daños con los medios – no tenemos otros – de la Ilustración. Vemos espantados que el capitalismo, desde que declararon difunto a su hermano el socialismo, se deja inspirar por la megalomanía y ha comenzado a desfogarse sin inhibiciones. Repite los errores de su hermano declarado muerto, dogmatizándose, proclamando como única verdad la economía de mercado libre, emborrachándose con sus posibilidades casi ilimitadas y se vuelve loco, es decir, realiza fusiones en todo el mundo que sólo maximizan los beneficios. No es de extrañar que el capitalismo, como el comunismo, que se ha asfixiado solo, resulte ser incapaz de reformas. Su dictado es la mundialización. Y otra vez se afirma, con la petulancia de la infalibilidad, que no hay alternativa.

Según eso, la Historia ha terminado. No cabe esperar con interés ningún «continuará…»¿O se puede confiar en que, si no a la política, que de todas formas ha cedido a la economía todo poder decisorio, se le ocurra al menos a la literatura algo que haga tambalearse al reciente dogmatismo? Sin embargo, ¿cómo podría ese narrar subversivo resultar una dinamita de calidad literaria? ¿Habría tiempo suficiente para aguardar el efecto de su encendido retardado? ¿Cabe imaginar un libro que diera salida a ese artículo escaso que es el futuro? ¿No ocurre hoy más bien que la literatura queda relegada al retiro de vejez y que a los jóvenes autores, a lo sumo, se les deja como terreno de juegos la Internet? Se instaura un estancamiento diligente, al que la engañosa palabra «comunicación» da cierto prestigio. Toda reserva de tiempo se ha agotado hasta llegar al colapso humanamente posible. Un valle de lágrimas cultural mantiene cautivo a Occidente. ¿Qué hacer?

En mi impiedad, sólo puedo doblar la rodilla ante el santo que, hasta hoy, me ha sido de más ayuda y ha hecho rodar los peñascos más pesados. Por eso imploro: ¡Santo Sísifo, «nobelado» por la gracia de Camus, te lo ruego, haz que la piedra no se quede arriba y podamos seguir haciéndola rodar, para que, como tú, podamos ser felices con nuestro peñasco, y la historia narrada de nuestra penosa existencia no tenga fin. ¿Se escuchará mi hondo suspiro? O, según los más recientes rumores, ¿será sólo el ser humano seleccionado producido por clonación el que será capaz de asegurar la continuación de la historia humana? Con ello he vuelto al principio de mi discurso y abro otra vez La ratesa, en cuyo capítulo quinto se habla de la concesión del premio Nobel a la rata de laboratorio, como representante de millones de millones de otros animales de experimentación al servicio de la ciencia investigadora. Y enseguida me resulta claro qué poco pudieron contribuir todos los méritos hasta ahora premiados a eliminar del mundo el hambre, ese azote de la Humanidad. Es verdad que se ha conseguido dar unos riñones nuevos a cualquiera que pueda pagarlos. Se puede trasplantar corazones. Telefoneamos de forma inalámbrica por el mundo. Los satélites y las estaciones espaciales giran solícitamente a nuestro alrededor. Se han inventado y fabricado sistemas de armas, como consecuencia de investigaciones premiadas, con cuya ayuda sus poseedores pueden protegerse de la muerte de muchas formas. Todo aquello de lo que es capaz el cerebro humano ha sido asombrosamente plasmado. Sólo el hambre sigue sin resolverse. Incluso aumenta. Allí donde el hambre era como hereditaria, se transforma en depauperación. Por todo el mundo se desplazan corrientes de refugiados; el hambre las acompaña. Y no hay voluntad política, acompañada de conocimientos científicos, decidida a poner fin a esa miseria que prolifera.

Cuando en 1973, en Chile, apoyado por la activa benevolencia de los Estados Unidos, golpeó el terror, Willy Brandt. como primer canciller federal alemán, pronunció su discurso de ingreso en las Naciones Unidas. Habló de la depauperación universal. Su grito de «¡También el hambre es una guerra!» fue tan convincente que se ahogó en un aplauso inmediato. Yo estaba presente cuando se pronunció ese discurso. En aquella época escribía mi novela El rodaballo, en la que se trata de la base primaria de la existencia humana, la alimentación, es decir de la carencia y la abundancia, de grandes comilones e innumerables hambrientos, del placer del gusto y de las migajas de la mesa del rico. Ese tema nos ha quedado. A la riqueza que se acumula responde la pobreza con mayores tasas de crecimiento. El norte y el oeste opulentos, ansiosos de seguridad, pueden seguir queriendo protegerse y afirmarse como fortaleza contra el sur pobre; las corrientes de refugiados los alcanzarán sin embargo y ninguna reja podrá contener la afluencia de hambrientos. De eso habrá que hablar en el futuro. En definitiva, la novela de todos nosotros debe continuar. E incluso aunque un día no se escriba o pueda escribirse o imprimirse ya, cuando no se disponga ya de libros como medios de supervivencia, habrá narradores que nos hablarán al oído, devanando otra vez las viejas historias: en voz alta o baja, jadeante o demorada, a veces próxima a la risa y a veces próxima al llanto».

 

Traducción de Miguel Sáenz

Artículo La injusticia del más fuerte publicado el 26 de marzo de 2003

Ha empezado una guerra, desde hace tiempo querida y planeada. Contra todos los reparos y advertencias de las Naciones Unidas, se ha dado a un prepotente aparato militar la orden, contraria al Derecho de Gentes, de lanzar un ataque preventivo. Se ha despreciado el voto del Consejo de Seguridad, al que se ha ridiculizado como irrelevante. Desde el 20 de marzo de 2003 sólo impera el derecho del más fuerte. Y, apoyado en esa injusticia, el más fuerte tiene poder para comprar y recompensar a los que quieren la guerra, y para despreciar o castigar incluso a los que no la quieren. Las palabras del actual presidente de los Estados Unidos, «Quien no está con nosotros está contra nosotros», reverberan desde tiempos bárbaros en todo el acontecer contemporáneo. Por eso no puede extrañar que el lenguaje del agresor se asemeje cada vez más al de su adversario. El fundamentalismo religioso autoriza a ambos bandos a abusar del concepto de «Dios» de todas las religiones, tomando por rehén a ese «Dios» según su propia interpretación fanática. Hasta la apasionada advertencia del Papa, que conoce bien la persistente desgracia que han producido la mentalidad y la práctica cristianas de cruzada, ha resultado inútil. Dispersos, impotentes, pero también coléricos, contemplamos la decadencia moral de la única potencia mundial dirigente y sospechamos que la locura organizada tendrá una consecuencia indudable: la motivación de un terrorismo creciente, de violencia y contraviolencia.

¿Son ésos todavía los Estados Unidos de América de los que, por muchos motivos, guardamos tan buen recuerdo? ¿Los generosos donantes del Plan Marshall? ¿Los longánimos maestros de la asignatura de la democracia? ¿Los sinceros críticos de sí mismos? ¿El país que, en otro tiempo, ayudó al proceso de la Ilustración europea, a superar el dominio colonial, se dio una Constitución modélica y consideró la libertad de expresión como derecho humano irrenunciable?

No sólo hemos visto cómo esa imagen, que con el paso de los años se ha ido haciendo cada vez más ilusoria, palidecía para convertirse en una imagen distorsionada de sí misma. También muchos ciudadanos de los Estados Unidos que aman a su país se sienten horrorizados por el derrumbamiento de los propios valores y por la altanería del poder que tienen en casa. Yo me siento unido a ellos. A su lado, soy proamericano confeso. Protesto con ellos contra la injusticia, brutalmente ejercida, del más fuerte, contra la limitación de la libertad de expresión, contra una política de información que, comparativamente, sólo se practica en los Estados totalitarios, y contra cualquier cálculo cínico que, después de morir miles de mujeres y niños, se considera aceptable si se trata de defender intereses económicos y políticos.

No, no es el antiamericanismo lo que daña la imagen de los Estados Unidos, no son el dictador Sadam Husein y su país, en gran medida desarmado, los que amenazan a la potencia más fuerte del mundo; son el presidente Bush y su Gobierno los que persiguen el derrumbamiento de los valores democráticos, los que perjudican a su país, los que hacen caso omiso de las Naciones Unidas y los que ahora, con una guerra contraria al derecho internacional, sumen al mundo entero en el espanto.

Con frecuencia nos han preguntado a los alemanes si estamos orgullosos de nuestro país. La respuesta no era fácil. Y había motivos para nuestros titubeos. Yo puedo decir que el rechazo de una guerra preventiva que hasta ahora se ha manifestado en la mayoría de los ciudadanos de mi país me ha hecho sentirme un tanto orgulloso de Alemania. Después de dos guerras mundiales con consecuencias criminales, de las que debemos responder, hemos aprendido de la Historia, lo que no ha sido fácil, y entendido las lecciones que se nos habían dado.

Desde 1990, la República Federal de Alemania es un Estado soberano. Por primera vez, el Gobierno ha utilizado esa soberanía y ha tenido el valor de contradecir a los poderosos aliados, impidiendo que Alemania recayera en un comportamiento inmaduro. Agradezco su firmeza al canciller federal, Gerhard Schröder, y a su ministro de Asuntos Exteriores, Joschka Fischer, los cuales, a pesar de todos los acosos y calumnias, tanto externos como internos, han seguido siendo siempre dignos de crédito.

Es posible que muchos se sientan desanimados. Hay razones para ello. Sin embargo, no debemos dejar que se extingan nuestro no a la guerra ni nuestro  a la paz. ¿Qué ha ocurrido? La piedra que hacíamos rodar montaña arriba está otra vez al pie de la montaña. Pero la haremos rodar nuevamente hacia arriba, aunque sospechemos que, apenas esté allí, volverá a aguardarnos al pie. Eso, al menos eso, es una protesta y una oposición inacabables, y es y seguirá siendo humanamente posible.

 

Fuente | Traducción Miguel Sáenz | El País (26/03/2003)

Artículo Alemania, 60 años después de Hitler publicado el 8 de mayo de 2005

Sesenta años después de la fecha fijada para la capitulación sin condiciones del Gran Imperio Alemán… tan lejos se remonta una vida dedicada al trabajo con miras a la jubilación. Tan atrás queda lo que la memoria, esa burda criba, amenaza dejar caer. Después de haber sido herido en Lusacia, en medio de caóticos combates de retirada, hace 60 años, con una herida profunda en el muslo derecho que cicatrizaba deprisa y un trozo de metralla en el hombro izquierdo, estaba en Marienbad, ciudad-hospital que pocos días antes había sido ocupada por los soldados americanos, lo mismo que la vecina Karlsbad por unidades soviéticas. En Marienbad viví aquel 8 de mayo, siendo un zoquete de 17 años que, hasta el último momento, había creído en la victoria final. Es decir, que para mí no llegó la hora de la liberación; más bien me invadió la vaga sensación de ser un vencido después de una derrota total. Como liberados podían sentirse, en el mejor de los casos, quienes habían sobrevivido a los asesinatos en masa de los campos de concentración alemanes, aunque se encontraban en un estado que volvió a limitar enseguida el ejercicio de esa libertad.

El 8 de mayo se celebra el Día de la Liberación, pero es una interpretación ‘a posteriori’, sobre todo porque los alemanes hicimos poco o nada por nuestra liberación

Las preguntas sobre las razones de la creciente brecha entre pobres y ricos se rechazan como «cochina envidia». Se burlan del deseo de justicia

Quince años después de la firma del Tratado de la Unidad de Alemania hay que reconocer que ésta ha fracasado en sus aspectos fundamentales

El Parlamento alemán no decide de forma soberana. Depende de las poderosas asociaciones económicas no sometidas a control democrático

Por eso, cuando llega una y otra vez el 8 de mayo y, con discursos bien hilvanados, se celebra como Día de la Liberación, sólo puede tratarse de una interpretación a posteriori, sobre todo porque los alemanes hicimos poco o nada por nuestra liberación. Durante los primeros años de la posguerra, el hambre y el frío, la miseria de los refugiados, desplazados y bombardeados determinaron la vida cotidiana. En las cuatro zonas de ocupación, la creciente afluencia de los, al fin y al cabo, más de 12 millones de alemanes que habían huido o habían sido expulsados de la Prusia oriental y occidental, Pomerania, Silesia y los Sudetes sólo pudo reglamentarse mediante su asentamiento forzoso en un espacio habitable limitado. Cuando, una y otra vez -obedeciendo siempre a la política de partido-, se formula la pregunta: «¿De qué podemos enorgullecernos los alemanes?», habría que nombrar ante todo ese logro impuesto por la necesidad. Apenas la libertad fue posible, hubo que utilizar la coacción: en ambos Estados alemanes se evitaron por ello los campamentos masivos para refugiados y desplazados. Así se conjuró el peligro de que rebrotaran sentimientos de odio, y también el de esa necesidad de venganza que se adquiere con una larga permanencia en campamentos y que -como enseña la actualidad- tiene como resultado el terror y contraterror.

Por consiguiente, un logro de carácter especial. Porque el asentamiento forzoso de refugiados y desplazados tenía que imponerse con harta frecuencia a la resistencia xenófoba de la población autónoma sedentaria; la idea de que todos los alemanes habían perdido la guerra, y no sólo los bombardeados y ahora sin hogar, se fue abriendo paso con vacilación; el comportamiento hasta hoy virulento hacia los extranjeros se ensayó muy pronto en el trato de los alemanes por los alemanes.

Retórica de la liberación

Ya entonces había portavoces de la retórica de la liberación. Aparecieron individualmente y en grupo. Había tantos antifascistas autodesignados que llevaban de pronto la voz cantante que había que preguntarse: ¿cómo pudo vencer Hitler una resistencia tan fuerte? Los chalecos con manchas eran lavados por procedimientos sumarios y se expedían los llamados «certificados de blanqueo». Procedentes del taller de los monederos falsos que vinieron, se pusieron en circulación otras acuñaciones verbales. La capitulación sin condiciones se convirtió en «derrumbamiento». Aunque desde la economía, pasando por la justicia, hasta las escuelas y universidades que pronto reanudaron la enseñanza, y luego hasta en el servicio diplomático -¿y en dónde no?-, muchos ex nacionalsocialistas conservaron sus posesiones heredadas, siguieron en su cargo, continuaron aferrados a su cátedra y prosiguieron pronto su carrera política… se proclamó la «hora cero». Hasta hoy se encuentra, en discursos y declaraciones, esa falsificación especialmente infame de los hechos, dado que los crímenes cometidos por alemanes se parafrasearon como «crímenes cometidos en nombre del pueblo alemán». Además, se anunció la futura división del país en dos usos lingüísticos: en la zona de ocupación soviética debía ser única y exclusivamente el Ejército Rojo quien había liberado a Alemania del terror fascista; en las zonas de ocupación occidentales, correspondía en exclusiva a americanos, ingleses y franceses la gloria de haber liberado del dominio nazi no sólo a Alemania, sino también a toda Europa.

En la guerra fría que comenzó enseguida, los Estados alemanes existentes desde 1949 fueron adjudicados a uno u otro bloque, y los Gobiernos de ambos se esforzaron por mostrarse como alumnos modelo de la respectiva potencia dominante. De forma irónica, 40 años más tarde fue la Unión Soviética la que, en la época de la glasnost, se deshizo de una RDA que le empezaba a resultar molesta. Esa obediencia casi incondicional a EE UU fue rehusada por primera vez cuando el Gobierno rojiverde decidió hacer un uso soberano de la libertad que se nos regaló hace sesenta años y denegar la participación de soldados alemanes en la guerra de Irak.

Libertad regalada se llamó un discurso que, el 8 de mayo de 1985, pronuncié en la Academia Berlinesa de las Artes. Por aquel entonces, el país estaba aún dividido, de manera que comparé los dos Estados, su necesidad de delimitación, sus diferentes dependencias, su respectivo materialismo marcadamente dogmático, su miedo a la unificación y su nostalgia de ella. La «libertad regalada» fue sólo para el Estado alemán occidental; los del Este se fueron con las manos vacías.

Veinte años más tarde y en vista de la situación de la República Federal, más grande ahora por la anexión, hay que preguntarse por el uso hecho de ese regalo. ¿Hemos manejado con cuidado la libertad que se nos regaló sin que la conquistáramos? ¿Nos hemos ocupado los ciudadanos de la Alemania occidental de compensar debidamente a los de la antigua RDA, que tuvieron que soportar la carga principal de la guerra iniciada y perdida por todos los alemanes? Y luego: ¿es aún nuestra democracia parlamentaria, como garante de una actuación liberal, suficientemente soberana para poder actuar frente a los problemas pendientes del siglo XXI?

Quince años después de la firma del tratado de la unidad hay que reconocer, o no se puede ya silenciar ni disimular, que la unidad de Alemania, a pesar de los logros financieros obtenidos, ha fracasado en sus aspectos fundamentales. Desde el principio. Un cálculo pusilánime impidió al Gobierno de entonces atender una exigencia previsoramente establecida en la Constitución, es decir, presentar a los ciudadanos de ambos Estados una nueva Constitución, elaborada con el esfuerzo de todos los alemanes. Por eso no es de extrañar que la gente, en los länder simplemente anexionados, se sintiera como alemanes de segunda. En lo que se refiere a propiedad de los medios de producción, abastecimiento de energía, periódicos y editoriales, la sustancia en otro tiempo «propiedad del pueblo» del desaparecido Estado fue liquidada y en definitiva expropiada, con la colaboración, ocasionalmente delictiva, de la Treuhandanstalt. El porcentaje de desempleados es allí dos veces mayor que en los länder occidentales. La arrogancia germano-occidental no permitió respetar la biografía de los alemanes orientales. El éxodo antes temido de la población -por lo que se introdujo precipitadamente y demasiado pronto el marco alemán- se produce hoy a diario: comarcas enteras, pueblos y ciudades se vacían. Después de haber hecho la Treuhand sus pingües negocios, la industria germano-occidental y también los bancos rehusaron las necesarias inversiones y créditos y, en consecuencia, la creación de puestos de trabajo; todos prefieren hablar machaconamente mal de Alemania como centro de producción y hacer su agosto en el extranjero. Los gritos de aliento no sirven de nada. Ante esa situación difícil, sólo puede ayudar, si es que puede alguien, el legislador, el Parlamento, con lo que se plantea otra vez la cuestión de la capacidad de la democracia parlamentaria para actuar.

Yo mantengo que nuestros representantes libremente elegidos no son ya libres al adoptar decisiones. Y lo decisivo no es la habitual disciplina de grupo parlamentario, para la que puede haber razones, sino el círculo de lobbistas e intereses diversos que limita, influye, presiona y fuerza su participación en la forma y el contenido de las leyes. Los servicios grandes o pequeños ayudan mucho. Maquinaciones punibles se pasan por alto como peccata minuta. A nadie choca ya seriamente un sistema entretanto perfeccionado cuya práctica se alimenta de favores recíprocos.

Renunciar al voto

Por consiguiente, el Parlamento no decide de forma soberana. Depende de las poderosas asociaciones económicas, bancos y consorcios, no sometidos a control democrático. De esa forma, el legislador se convierte en hazmerreír. De esa forma, el Parlamento degenera en filial de la Bolsa. De esa forma se somete a la democracia al dictado de un capital mundialmente en fuga. ¿A quién puede extrañar que, cada vez más, los ciudadanos indignados, asqueados y finalmente resignados se aparten de esas maquinaciones que se manifiestan abiertamente, consideren el proceso electoral como una simple farsa y renuncien a votar? Haría falta la voluntad democrática de proteger contra la afluencia de los grupos de presión, mediante una zona prohibida. Sin embargo, ¿son nuestros parlamentarios todavía suficientemente libres para tomar una decisión que tendría que ejercer una coerción democrática radical?

Otra vez se plantea la pregunta: ¿qué ha sido de la libertad que se nos regaló hace sesenta años? ¿Vale sólo la pena como ganancia en Bolsa? Nuestro mayor bien constitucional no protege ante todo los derechos civiles, sino que se ha vendido al precio más bajo, para, de una forma que agrada al espíritu del siglo neoliberal, ser útil sobre todo a la economía de mercado que se autodenomina «libre». Sin embargo, ese concepto tramposo convertido en fetiche oculta sólo con dificultad el comportamiento asocial de los bancos, asociaciones industriales y especuladores bursátiles. Todos somos testigos de que, cuando se está destruyendo capital en todo el mundo, cuando las llamadas absorciones amistosas u hostiles destruyen miles de puestos de trabajo, cuando el simple anuncio de medidas de racionalización se convierte en el despido de miles de trabajadores y empleados, las cotizaciones suben y todo ello se considera el precio que hay que aceptar por «vivir en libertad».

Desaparece el pleno empleo

Las consecuencias de esa evolución disfrazada de globalización saltan a la vista y pueden deducirse estadísticamente. Con la cifra de personas desempleadas, que anda por los cinco millones, constante desde hace años y la resistencia igualmente constante de los empresarios a crear nuevos puestos de trabajo, a pesar de unos réditos demostrablemente más altos, especialmente en el sector de las exportaciones, la esperanza del pleno empleo ha desaparecido. Trabajadores de edad se ven empujados a una jubilación anticipada. A los jóvenes que acaban su formación se les veda la entrada en el mundo del trabajo. Peor aún: sin dejar de quejarse de la amenaza de envejecimiento ni de repetir como un papagayo las reivindicaciones de hacer más por la juventud y la educación, la República Federal -un país que sigue siendo rico- tolera un crecimiento de proporciones vergonzosas: el de la «pobreza infantil».

Todo ello se acepta como si fuera la voluntad divina, y va acompañado en cualquier caso de los refunfuños habituales en este país. Las preguntas sobre la responsabilidad acaban directamente en la estación ferroviaria de maniobras, en donde son aparcadas en éste o aquel apartadero. Sin embargo, el futuro de más de un millón de niños que se crían en familias empobrecidas sigue siendo oscuro. Quien señala esa situación injusta y señala también a otras personas socialmente marginadas se ve ridiculizado por jóvenes periodistas listillos, en el mejor de los casos, como «romántico social» y difamado en general como «buena persona». Las preguntas sobre las razones de la creciente brecha entre pobres y ricos se rechazan como «cochina envidia». Se burlan del deseo de justicia, tildándolo de utopía. El concepto de «solidaridad» sólo se encuentra en la lista de «extranjerismos».

Aquí los Ackermann y los Esser

[altos directivos procesados por indemnizaciones de despido millonarias], allá los innominados que se refugian en la sopa popular. Aquí los estupendos, los que más ganan, allá los casos de asistencia social de las estadísticas. A pesar de todas las invocaciones de una sociedad civil, sin duda digna de ser ambicionada, en la RFA se está formando una sociedad de clases que se creía hace tiempo superada. No es ya una suposición, sino una afirmación: lo que se exhibe como neoliberal resulta ser, bien mirado, un retroceso a los métodos del capitalismo temprano, que despreciaba al hombre. Y la economía de mercado social -en otro tiempo modelo de éxito de una actuación económica y solidaria- degenera en una economía de mercado libre, para la que la función social de la propiedad, basada en la Constitución, resulta gravosa, y el deseo de obtener beneficios, sacrosanto.

Cuando, hace sesenta años, se nos regaló la libertad y los vencidos no supieron al principio lo que se les venía encima, empezaron a utilizar poco a poco aquel regalo. Aprendieron democracia y, al hacerlo, demostraron ser otra vez -porque eran irrevocablemente alemanes- alumnos modelo. Visto desde hoy, lo empollado tras las lecciones recibidas parece bastar al menos para conseguir unas notas satisfactorias. Practicamos la alternancia entre Gobierno y oposición, con lo que unos mandatos demasiado largos han resultado en definitiva travesías del desierto. La muy elogiada y vilipendiada generación del 68 trajo a otros la tolerancia y, finalmente, también a ellos mismos. Tuvimos que reconocer que lo que nos abrumaba no podía reprimirse, pasaba de padres a hijos y volvía a nosotros, una y otra vez, por mucho que viajáramos y exportáramos. Los neonazis nos dieron reiteradamente mala fama. Sin embargo, se podría decir que la democracia ha arraigado en este país. Tuvo que afrontar tres desafíos, y el cuarto la espera aún.

Después de haber derribado y apartado los escombros en ambos Estados alemanes, la reconstrucción del Este se hizo bajo la coacción del sistema estalinista; en el occidental, sin embargo, las condiciones fueron favorables. Pero lo que en retrospectiva se llama «milagro económico» no se debió a ninguna actuación aislada, sino que fue logrado entre muchos. Los desplazados y refugiados formaban parte de los que, en cuanto a posesiones materiales, tuvieron que empezar realmente desde cero. No hay que olvidar la participación de los trabajadores extranjeros, al principio cortésmente llamados «trabajadores invitados». Los empresarios de la fase de la construcción, por ejemplo, invirtieron cada marco contabilizado como beneficio en nuevos puestos de trabajo. Los sindicatos y empresarios, al parecer, tenían presente el desmoronamiento de la República de Weimar, de manera que se forzaron mutuamente a transacciones y se preocuparon por la equidad social. Sin embargo, con tanto esfuerzo y ansia de lucro se corría el peligro de olvidar el pasado.

Sólo en los años sesenta, primero los escritores y luego un movimiento juvenil que, para simplificar, se llamó «protesta estudiantil», formularon preguntas sobre todo aquello de lo que los mayores, la generación de la guerra, no quería hablar. El movimiento de protesta aspiraba de boquilla a la Revolución, pero luego se conformó con reformas para las que, a menudo involuntariamente, había preparado el terreno; sin ellos flotaría aún sobre nosotros el aire viciado de la época de Adenauer, sin ellos no hubiera sido realizable la nueva política alemana de coalición social-liberal como aproximación paulatina de ambos Estados.

El tercer desafío se produjo cuando el muro había caído y se eliminó en gran medida la división de Europa, al menos en cuanto a la política de poder. Durante cuarenta años los dos Estados alemanes coexistieron, más el uno contra el otro que el uno al lado del otro. Como la parte occidental no estaba dispuesta a reconocer al Este la igualdad de derechos, la unidad del país sólo puede encontrarse hasta ahora en un papel negociado con demasiada prisa y sin comprender las amplias consecuencias de esa prisa.

Estancamiento

Desde entonces el país, ahora mayor, se ha estancado. Ni el Gobierno de Kohl ni el de Schröder consiguieron remediar los errores cometidos al principio. Tarde, quizá demasiado tarde, nos damos cuenta de que no es la ultraderecha la que amenaza al Estado, y ni siquiera -como nos quieren hacer creer los partidarios de la prohibición- debe considerarse como el peligro mayor: lo es mucho más la impotencia de la política, que hace que el ciudadano quede expuesto sin protección al dictado de la economía. Cada vez con más frecuencia se chantajea a los trabajadores y empleados de los consorcios. No es el Bundestag, sino la industria farmacéutica y las asociaciones de médicos y farmacéuticos que dependen de ella quienes deciden a quién debe aprovechar la reforma de la salud y quién, desde su punto de vista, debe beneficiarse de ella. En lugar de la función social de la propiedad, el valor fundamental es la maximización de las ganancias. Los parlamentarios se someten a la presión, tanto interior como global, del gran capital. De esa forma lo que se hunde no es el Estado -el Estado aguanta mucho-, sino la democracia.

Cuando hace 60 años el Gran Imperio Alemán capituló sin condiciones, con él quedó destruido un sistema de poder y terror que sólo sembró el espanto en Europa durante 12 años, pero arroja su sombra hasta hoy. Los alemanes nos hemos enfrentado una y otra vez con esa vergüenza heredada y, cuando titubeábamos, tuvimos que hacerlo de todos modos. A lo largo de generaciones se ha mantenido despierto el recuerdo del sufrimiento que infligimos a otros y a nosotros mismos. A menudo hemos tenido que forzarnos para ello. En comparación con otros pueblos, culpables de otras vergüenzas -me refiero a Japón, Turquía, las antiguas potencias coloniales-, no nos hemos sacudido la carga de nuestro pasado, que ha seguido siendo parte de nuestra historia como desafío permanente. Sólo cabe esperar que estemos a la altura del peligro actual de ese nuevo totalitarismo que defiende la última ideología que queda en el mundo.

Como demócratas convencidos, debemos oponernos soberanamente al poder del capital, para el que el ser humano es sólo un material que se produce y consume. Quien contabilice equivocadamente la libertad regalada como ganancia en Bolsa, no habrá comprendido lo que, año tras año, nos enseña el 8 de mayo.

 

Fuente | Traducción: Arturo Parada | El País (08/05/2005)

Discurso en la inauguración del 72º Congreso del PEN Internacional pronunciado el 24 de mayo de 2006

«Quien escribe sabe que la duda ha de tender cables en el camino de la fe, para que tropiece y no nos anime esperanza alguna, porque sólo podría ser la esperanza de despeñarnos. Por eso hay que advertirlo de antemano: el lema de este congreso del PEN que se celebra en Berlín –Escribir en un mundo sin paz– podría hacer suponer o incluso pretender confirmar la piadosa patraña de que alguna vez hubo un mundo en paz. ¡No! Siempre ha habido, más cerca o más lejos, alguna guerra. A menudo se ha camuflado como «pacificación» o «normalización», pero mortífera ha sido siempre. Tampoco han faltado cantares de gesta ni sobrias descripciones de guerras gálicas o de otra índole. En nuestros tiempos nos entreteníamos, en la pantalla o en la tele, con películas de emoción intensificada por efectos especiales, inspiradas en las inevitables historias bélicas: héroes a montones otra vez.

Günter Grass El escritor alemán y premio Nobel de Literatura inauguró el pasado martes en Berlín el 72º Congreso del PEN Internacional con un discurso que se reproduce en este texto casi en su integridad. Unos 450 escritores se han reunido estos días y hasta hoy en la capital de Alemania para analizar la situación de la libertad de expresión en el mundo. El autor de ‘El tambor de hojalata’ y ‘El rodaballo’ acaba de publicar en España ‘Lírico botín: poemas y dibujos de cincuenta años’.

De manera ejemplar, el Gobierno francés y el alemán dijeron que no, y luego se les unió el español, rompiendo su complicidad en Irak con EE UU, esa gran potencia que actuaba de una forma criminal

Actualmente, lo que no ha resultado un beneficio, estamos entregados a la soberbia de una sola gran potencia, cuya búsqueda de un nuevo enemigo se ha visto coronada por el éxito

Orwell y Regler revelaron en sus libros la traición de los comunistas a la República Española y el terror de la policía secreta soviética (la GPU) en la época de Stalin

Europa, que a lo largo de los siglos ha demostrado ser impulsora permanente de la guerra, se ha permitido a veces treguas, aunque sólo en el continente. Sin embargo, para no perder la práctica o para salvaguardar los intereses de sus distintos Estados, por lo general enemistados entre sí, ha librado en todo el mundo guerras de conquista y colonización. Más aún: durante esas treguas, un sinnúmero de inventos pioneros, hasta cuando sus autores sólo ofrecían pacíficamente la técnica necesaria para el antiquísimo sueño del hombre de volar como Ícaro, han servido prioritariamente para la guerra, la guerra moderna. Lo mismo que, desde la antigüedad, se llamó concisamente al conflicto bélico «padre de todas las cosas».

Siempre ha habido guerra. Y los propios tratados de paz encerraban, consciente o inconscientemente, los gérmenes de guerras futuras, tanto si se negociaban en Versalles como en el westfálico Münster. Además, los preparativos para la guerra no dependen ni dependían sólo de sistemas de armas que rápidamente envejecen; la antigua forma de hacer a los pueblos obedientes y sumisos gracias a escaseces manipulables ha resultado eficaz desde los tiempos bíblicos hasta la globalizada actualidad. En su primer discurso en las Naciones Unidas, Willy Brandt lo llamó por su nombre: «¡También el hambre es una guerra!», dijo hace más de tres decenios, en la época de la guerra fría. Las pautas de mortalidad y las estadísticas del hambre siguen confirmando su diagnóstico. Quien domina el mercado de los productos de alimentación y, por consiguiente, regula mediante los precios la abundancia o la escasez no tiene necesidad de guerras convencionales.

Gritos sofocados

¿Qué pasa con la escritura en un mundo en donde la ausencia de paz es constante? Los literatos, es decir, todos los que escanden versos, desplazan acentos, crean palabras o repiten gritos sofocados, los poetas que riman compulsivamente y los que no riman, todos, hombres y mujeres del simple acontecer verbal, participaron y participan en la guerra, desde Troya hasta Bagdad: lamentándose métricamente, informando con objetividad, conjurando la paz unas veces, ansiosos de heroicidades otras. La manida frase «cuando las armas hablan, callan las musas» puede rebatirse fácilmente.

Para no salir de este país: los alemanes que, a falta de conquistas en ultramar, durante más de treinta años se permitieron hacer de una disputa religiosa una guerra civil, invitando a la carnicería a sus vecinos europeos, apenas se apercibieron durante aquella época asesina del renacer de una joven literatura que todavía buscaba a tientas, pero nos han quedado los poemas escritos en 1636 por el entonces veinteañero Andreas Gryphius (…)

Los escritores somos expoliadores de cadáveres. Vivimos de hallazgos, y por eso también de los oxidados despojos de la guerra. Recorremos los campos de batalla y las escombreras hace tiempo edificados y encontramos el botón de uniforme abandonado, la muñeca de celuloide milagrosamente intacta. Restos como ésos nos hablan de soldados despedazados, de niños sepultados.

Por mucho que nos guste situar el argumento en pacíficas campiñas, azulados paisajes ondulados o estados de ánimo sumamente íntimos, la guerra no cesa en nosotros. Hasta los autores nacidos después de mi generación, a los que, en los tiempos del rearme y los ensayos de primeros ataques nucleares, se les prometió la paz mediante la disuasión mutua, miran, en cuanto hojean los salvados álbumes de familia, muy serios y recién casados, la foto del bisabuelo o del abuelo: uno se desangró en la batalla de desgaste por Verdún, el otro reventó durante el combate de los carros de Kursk, y quieren ya ser recordados, es decir revividos, aunque sólo sea sobre el papel.

También los autores a los que las acreditadas penas de amor ayudan a escribir, y para los que sigue siendo digno de ser contado el eterno triángulo amoroso con sus variaciones -porque la pasión, la servidumbre sexual, los susurros de almohada y los celos, con asesinato o sin él, siguen siendo rentables-, se encuentran de pronto, durante la búsqueda del amante desaparecido, ante agujeros dejados por esta o aquella guerra y tienen que ponerse a balbucear, porque el padre de la amante no quiere dejar de ganar en la mesa las batallas hace tiempo perdidas. El amor transcurre entonces de una forma secundaria, y parece gracioso en comparación con tantas bajas en hilera.

¿Se puede narrar la guerra? ¿No acecha la anécdota, ofreciéndose enseguida en cuanto se ha superado el peligro? ¿Cómo se lee una trama bélica, cuando se incluye en el hilo narrativo de un superviviente que, necesariamente centrado en sí mismo, tiene que hablar continuamente en primera persona, esforzándose por recuperar sus defectuosos recuerdos? ¿Puede reflejarse con los medios de la literatura, aunque sólo sea aproximadamente, el caos organizado de una guerra? ¿O está el narrador en condiciones, en el mejor de los casos, de llenar las lagunas que le dejó el historiador abonado a la prueba documental? ¿Qué ocurrió entre las batallas fechadas? ¿Cómo transcurría la vida cotidiana tras el frente? ¿A quién hay que temer más: al enemigo o a la policía militar? ¿Qué es lo que no se encuentra en las estadísticas?

La Guerra Civil española

Cuando hace veinte años se celebró en Hamburgo el 49º Congreso del PEN Internacional, la reunión tuvo por tema La historia contemporánea en el espejo de la literatura internacional. También entonces me correspondió el honor de pronunciar el discurso inaugural, que llevaba por título El escritor como contemporáneo. Y en mi discurso puse como ejemplo la participación de escritores contemporáneos en la Guerra Civil española. Porque, como ningún otro acontecimiento, aquel ensayo para la segunda guerra mundial que pronto comenzaría se reflejó en testimonios literarios, en parte durante la contienda y en parte después de ella.

Por mencionar sólo algunos nombres: Neruda y Hemingway, Orwell y Malraux, Bernanos y Koestler, Kisch y Regler estuvieron allí como testigos presenciales. Cité la novela de Gustav Regler La oreja de Malco y el Homenaje a Cataluña de George Orwell, porque ambos autores revelaron en sus libros la traición de los comunistas a la República Española y el terror de la policía secreta soviética (la GPU) en la época de Stalin. Por ello, ambos autores quedaron proscritos en el campo comunista. Durante decenios. Porque cuando, hace veinte años, se habló en el congreso del PEN en Hamburgo de los libros de esos dos escritores -todavía se extendía el Muro, y Europa, como consecuencia de la guerra fría, seguía dividida en Este y Oeste-, los libros mencionados estaban aún prohibidos en el Este.

De forma igualmente impetuosa se desarrolló el debate que siguió a mi discurso. Todavía entonces, los testigos contemporáneos de la Guerra Civil española tuvieron en los ideólogos el efecto perturbador que Orwell y Regler, en su tiempo, habían provocado intencionadamente: en aras de la verdad, ¡quisieron esclarecer los hechos a toda costa!

¿Por qué esta mirada atrás? El lema de aquel congreso del PEN, que entretanto parece histórico, está próximo al de este congreso. También en el actual mundo sin paz continúa la contemporaneidad de los autores. La política de poder y el cinismo del poder fueron y siguen siendo determinantes. La única diferencia reside en que entonces las dos potencias mundiales, muy atómicamente armadas, se encontraban frente a frente, y cada una de ellas, considerándose potencia imperial, es decir, sin escrúpulos, hacía sus guerras, ya fuera en Vietnam, ya en Afganistán. Actualmente -lo que no ha resultado un beneficio- estamos entregados a la soberbia de una sola gran potencia, cuya búsqueda de un nuevo enemigo se ha visto coronada por el éxito. Quiere vencer por la fuerza al terrorismo, en parte causado por ella misma porque -véase Bin Laden- lo ha cultivado. Sin embargo, esa guerra querida por ella, que desprecia las leyes del mundo civilizado, fomenta el terror y no puede acabar nunca.

Con ello no me refiero sólo a la actual guerra con Irak, que dura ya tres años. Alternativamente, y al mismo tiempo, se llama a las dictaduras -y no falta donde elegir- Estados bribones, lo que normalmente consolida la estructura de poder fundamentalista en esos países fanfarronamente amenazados con ataques militares. Da igual que sean declaradas potencias del mal Irán, Corea del Norte o Siria, porque esa política no puede ser más estúpida y, por tanto, más peligrosa. Incluso se amenaza con repetir un crimen de guerra: el empleo de armas atómicas. Sin embargo, el mundo entero hace oídos sordos y se finge impotente. En el mejor de los casos, deniega su participación en otras guerras previsibles. De manera ejemplar, el Gobierno francés y el Gobierno alemán dijeron que no -y luego se les unió el español, rompiendo su complicidad con Estados Unidos, esa gran potencia que actuaba como compulsivamente de una forma criminal-, pero, a pesar de las mentiras descubiertas y de la vergüenza de la práctica evidente de torturas, el Gobierno inglés sigue haciéndose el sordo y actuando como si pudiera y debiera continuar la tradición del Imperio Británico, el despiadado dominio colonial… y eso bajo la dirección del Partido Laborista.

Esa obsequiosa fidelidad a la alianza provocó protestas: en diciembre del pasado año se dio publicidad al discurso del premio Nobel Harold Pinter. En su texto, ejemplarmente desprovisto de florituras, el dramaturgo se confesó primero escritor y luego ciudadano inglés. Cuando se pudo disponer de su amargo discurso, que no perdonaba a nadie, es decir, dejaba al descubierto todos nuestros fracasos y considerados encubrimientos, se desencadenaron en este país, hasta en el suplemento del Frankfurter Allgemeine Zeitung, ataques furiosos. Un crítico teatral llamado Stadelmaier trató de ridiculizar y descalificar a Pinter, llamándole viejo izquierdista cuyas obras de teatro habían pasado de moda hacía tiempo. Ante la revelación de verdades ocultas tras los aplacamientos y el tejido de mentiras, la gente se escandalizó. Alguien, un escritor, uno de nosotros, había hecho uso del derecho de acusar en un mundo sin paz. (…)

Cuestiones de Pinter

En su discurso, Harold Pinter formuló la pregunta: «¿Cuántas personas hay que matar para poder ser considerado asesino de masas y criminal de guerra?».

La pregunta no puede desecharse a la ligera como simple retórica, porque se refiere al acreditado e hipócrita comportamiento numérico de Occidente, al recuento de víctimas. Sin duda nos esforzamos contablemente por enumerar las víctimas de ataques terroristas -y su número es suficientemente aterrador-, pero nadie cuenta los cadáveres después de los ataques estadounidenses con bombas y misiles. Sea en la segunda o en la tercera guerra del Golfo -la primera la hizo Sadam Husein, apoyado por Estados Unidos de América, contra Irán-, unas estimaciones groseras permiten suponer que cientos de miles.

Sin duda, de los 2.400 soldados estadounidenses caídos en la actual guerra de Irak, cuidadosamente contados, hay que lamentar cada uno de ellos como un muerto innecesario, pero esa lista de bajas no puede justificar a posteriori una guerra iniciada contra derecho y criminalmente dirigida, ni, desde luego, compensar la enorme cifra de mujeres y niños muertos y mutilados, que desde el punto de vista occidental se trivializa con la bárbara expresión de daños colaterales. Así, según la valoración occidental, no sólo hay personas vivas, sino también personas muertas de primera, segunda o tercera clase; no obstante, todas ellas son víctimas de un terrorismo recíproco.

Harold Pinter dio nombre a la injusticia. De forma ejemplar demostró lo que puede lograrse al «escribir en un mundo sin paz». Nosotros los escritores estamos llamados a contar los muertos no sólo de otra manera, es decir, más allá de cualquier toma de partido, sino también, por razón de nuestro especial talento, separando cada muerto, sea amigo o enemigo, mujer o niño, de la masa de los sepultados sin nombre, a fin de que sea reconocible como víctima de un proceso que se llama guerra y tiene muchas causas.

¿Quién la quiso? ¿Qué mentiras velaron su objetivo? ¿Quién se beneficia de ella? ¿Qué valores bursátiles hace subir? ¿Quién suministró las armas que han causado tantas muertes? Y más aún que la cuestión judicial de a quién corresponde la culpa, debe preocuparnos saber desde cuándo nos convertimos también en culpables.

¿Cuando dijimos que no, sólo con desgana? ¿Cuando nos dejamos persuadir de que no era nuestra guerra? ¿Cuando creímos, al adaptar el proverbio «cuando hablan las armas, callan las musas», quedar bien con todos los que siempre opinaron que el escritor debía ocuparse del acontecer vulgar, es decir, mantenerse lejos de la sucia política y conservar limpio el arte? ¿Cuando nos refugiamos modosamente en el silencio? Hablo por experiencia. Tenía dieciséis años cuando fui soldado. A los diecisiete aprendí a tener miedo. Y sin embargo, creí hasta el fin, cuando hacía ya tiempo que todo estaba hecho añicos, en la victoria final.

Desde entonces, la guerra, ni siquiera durante esas treguas que se llaman paz, quiere cesar en mí. Es como un temblor posterior o un estremecimiento de aviso. Una comezón que vuelve. Los crímenes que corren parejos a sus huellas en el camino -sea al avanzar, sea al retroceder- no prescriben. Sobrevivir a la guerra se debió sólo a un capricho del destino. Desde entonces, sus ruidos retumban en mis oídos. Escribiera lo que escribiera, la guerra siempre insistía -aunque sólo fuera en frases subordinadas- en desarrollar su trama. La guerra se ríe de los acuerdos de paz. Se compara con sus iguales, se jacta del material que cada vez despliega, compensa muertos con muertos. Y a los escritores nos demuestra que las palabras, por acertadas que sean, no pueden pararla. Preguntada, se cuenta entre los derechos humanos. Tan sublime continúa. Sin embargo, su sublimidad se tambalea cada vez que las risas la dejan en evidencia. Quizá por eso nuestro barroco compañero Grimmelshausen puso como lema a su novela Simplicisimuslo que había comprendido cada vez mejor durante treinta años de guerra: «Me ha producido gran placer / con risas la verdad hacer saber».

Porque, por mucha cara seria que pongan, los partidarios de la guerra son ridículos. Siempre que sus mentiras carecen de atractivo, enganchan a Dios en el tiro. Sean Bush o Blair, llevan la hipocresía escrita en el rostro. Se parecen a aquellos sacerdotes y misioneros que, desde antiguo, bendecían las armas y, con la Biblia, llevaban la muerte a lejanos países. Como han sido caricaturizados con frecuencia, se han convertido en caricatura de ellos mismos. De manera que debemos reírnos de ellos. Quizá se podría, como en el cuento de Andersen en que al final queda el emperador desnudo, dejar al descubierto con una carcajada interminable al uno y al otro, a ambos fantoches, a fin de que desaparecieran con sus lacayos.

Fantoche con lacayos

Sin embargo -oigo ya reparos-, de qué sirve todo esto. Inmediatamente habrá otro fantoche con sus lacayos que, como enviado de Dios y ungido, justificará con mentiras la próxima guerra. Siempre ha sido así.

Sí. Siempre se decía, después de la última guerra: ¡nunca más! Se hacían juramentos. En una talla en madera de mi maestro Otto Pankok, Cristo rompía demostrativamente un fusil. Nos asegurábamos mutuamente que aprenderíamos de la historia. Las Naciones Unidas tomaban decisiones a favor de la paz, que, bajo la férula del derecho de veto de las grandes potencias, sólo tenían efecto en el papel. Nunca han faltado palabras de exhortación, movidas por las preocupaciones. Surgían movimientos por la paz, se disolvían, volvían a encontrar adeptos y volvían a disolverse. Ridiculizados como «buena gente», muchos se resignaban. Sólo la guerra seguía teniendo aliento. Y cuando descansaba un poco era sólo para inventarse nuevos enemigos, desarrollar nuevos sistemas de armas y ponerlos en el mercado libre: armas de más alcance aún, de más precisión, enriquecidas con uranio; armas que cubren amplias superficies y son despiadadamente letales.

Eso pasaba en un mundo sin paz. Los escritores estábamos presentes, en silencio o protestando. Escribir se ha escrito siempre: a favor o en contra. Lo sabemos por reiterada experiencia. Cuando la guerra de Irak que aún dura amenazaba comenzar como si fuese deseada por Estados Unidos, y cuando luego comenzó en la televisión, suciamente real y a la vez limpiamente enfocada , me manifesté en público también. Al principio y al final de un texto cité un poema que escribió el poeta alemán Matthias Claudius. En su lamento habla la impotencia. Una impotencia que debemos confesarnos, sin guardar silencio por ello. Lo mismo que no calló Matthias Claudius, dejándonos su Canción de guerra,que sigue siendo válida:

«¡Hay guerra! ¡Guerra! ¡Ángel de Dios y mío / defiéndenos, que tu voz se escuche! / Por desgracia hay guerra… y lo que ansío / ¡es no ser culpable de que se luche!».

 

 

Fuente | Traducción de Miguel Sáenz | El País (28/05/2006)

Carta al alcalde de Gdansk (Polonia) fechada en 2006

«Le agradezco su carta y la confianza que sigue demostrándome en la situación actual. Antes de que se pudiera conocer públicamente mi último libro, Pelando la cebolla, la información sobre un episodio ocurrido en mis años de juventud, sin duda, de peso, pero no predominante en el libro, ha provocado una controversia que ha desconcertado, entre otros, a los ciudadanos de Gdansk y que, al mismo tiempo, ha adquirido una dimensión existencialmente amenazadora.

En mi libro, que narra mi vida desde 1939, en que cumplí los 12 años, cuento cómo a los 15 años, con obcecación juvenil, quise ingresar en el Arma Submarina, pero no fui admitido. En cambio, en septiembre de 1944, sin intervención alguna por mi parte, fui alistado en las Waffen-SS cuando estaba a punto de cumplir los 17. Lo mismo ocurrió en aquella época a no pocos de mi quinta. Sólo por casualidad sobreviví yo a mis dos semanas de movilización militar, de principios a finales de abril de 1945.

Ese silencio puede calificarse y -como ha ocurrido ahora- condenarse como un error

En los años y decenios que siguieron a la guerra, cuando conocí las espantosas proporciones de los crímenes de guerra de las Waffen-SS, guardé para mí, por vergüenza, ese breve pero gravoso episodio de mis años jóvenes, aunque no lo reprimí. Sólo ahora, con la edad, he encontrado la forma de contarlo en un contexto más amplio. Ese silencio puede calificarse y -como ha ocurrido ahora- condenarse como un error. También tengo que aceptar que, por razón de mi comportamiento, muchos ciudadanos de Gdansk hayan cuestionado mi ciudadanía de honor. Dada la situación, no me corresponde señalar lo que durante cinco decenios ha constituido la labor de mi vida como escritor y ciudadano socialmente comprometido de la República Federal de Alemania, pero quisiera reivindicar que he aprendido las duras lecciones que recibí en mis años jóvenes: mis libros y mi actuación política son testimonio.

Lamento haber impuesto a usted y a los ciudadanos de Gdansk, ciudad a la que, por nacimiento, me siento profundamente unido, una decisión que, sin duda, hubiera sido posible adoptar más fácilmente y con mayor justicia si mi libro existiera ya en traducción polaca.

Para acabar esta carta, quiero agradecer a los ciudadanos de su ciudad, que es la mía, que sigan confiando en mí. Cuando en un momento temprano, al comienzo de los años cincuenta, hube de comprender que, por culpa alemana, tendría que padecer como definitiva la pérdida de mi ciudad natal de Danzig, expuse también públicamente mi dolorosa aceptación, sobre todo cuando en diciembre de 1970 acompañé a Varsovia al entonces canciller Federal Willy Brandt.

Desde entonces, esa pérdida ha sido aliviada con creces por la historia de la ciudad de Gdansk después de la guerra, porque de su ciudad, que es la mía, surgieron impulsos políticos que señalaron caminos, en forma de un movimiento obrero que luchó repetidas veces por la libertad y que, finalmente unido con el nombre de Solidaridad, y con Lech Walesa, pasó a la historia. En mis libros, ese proceso adoptó una forma narrativa, y en mis textos políticos califiqué de ejemplar el método de la «mesa redonda», utilizado en Gdansk por primera vez y capaz de impedir la violencia. Encontré muchos motivos para sentirme orgulloso de mi antigua patria, porque de ella surgió una actitud moral que tuvo repercusiones en toda Europa, cuando se trataba de poner fin sin violencia al poder dictatorial, contribuyendo así a la caída del Muro de Berlín y a las posibilidades de apertura de una auténtica democracia. Todo ello me animó a continuar el diálogo, una y otra vez interrumpido, entre polacos y alemanes, y alemanes y polacos, a fin de que todos saquemos de la Historia una lección, por dolorosa que sea, que permita nuestra mutua comprensión.

Saludos cordiales».

 

 

Fuente | Traducción de Miguel Sáenz | El País (24/08/2006)

Los fragmentos polémicos de "Pelando la cebolla", 2006

Me descubrí volviendo hojas atrás y vi cómo me saltaba páginas y, donde se abrían huecos, garabateaba adornos y monigotes. De mi mano fluían cosas accesorias, rápidamente narradas para distraer y ennegrecerse enseguida: ¡fuera!

Ahora faltan las articulaciones de un proceso que nadie detenía, cuyo desarrollo no podía invertirse y cuya huella era incapaz de borrar goma alguna. Y, sin embargo, en cuanto hay que recordar el paso fatal que dio aquel escolar quinceañero de uniforme, no me es posible pelar la cebolla ni interrogar a otro medio de ayuda. Lo cierto es que me presenté voluntariamente al servicio de las armas. ¿Cuándo? ¿Por qué?

Como no recuerdo fecha ni puedo acordarme del tiempo, ya entonces variable, ni enumerar lo que ocurría simultáneamente entre el Océano Glacial Ártico y el Cáucaso y en los restantes frentes, de momento sólo quieren convertirse en frases las presuntas circunstancias que alimentaron, empujaron mi decisión y finalmente me llevaron a seguir el conducto oficial. No se les puede agregar epítetos atenuantes. Lo que hice no puede minimizarse como tontería juvenil. No sentía ninguna opresión en la nuca, y ningún sentimiento de culpa autoinducido, por ejemplo por haber dudado de la infalibilidad del Führer, exigía ser compensado por un celo voluntario.

La afirmación de mi ignorancia no puede ocultar la conciencia de haber estado integrado en un sistema que aniquiló a millones de seres humanos

¿Fue el desbordamiento de un río de sentimientos, el placer de actuar por cuenta propia, el deseo de crecer muy deprisa, de ser un hombre entre hombres?

Sucedió en la época de mi servicio como ayudante de aviación, que no era voluntario pero, al terminar el día escolar, parecía una liberación que, con su instrucción suave, yo aceptaba. […]

El noticiario se proyectaba antes del documental de cultura y el largometraje. En los cinematógrafos del barrio de Langfuhr o en el «Ufa-Palast» de la Elisabethkirchengasse de la ciudad vieja, veía a Alemania rodeada de enemigos, ahora en una guerra defensiva, heroicamente librada en las estepas infinitas de Rusia, los arenales ardientes del desierto libio, el protector baluarte del Atlántico y, con submarinos, en todos los mares del mundo, y también en el frente patrio, en donde las mujeres torneaban granadas y los hombres ensamblaban tanques. Un bastión contra la marea roja. Un pueblo que luchaba por su destino. La fortaleza de Europa que resistía al imperialismo angloamericano; y sin duda con muchas pérdidas, porque en las Danziger Neueste Nachrichten aumentaban cada día las esquelas, con orla negra y adornadas por una cruz aspada, que daban testimonio de los soldados muertos por el Führer, el Pueblo y la Patria.

¿Iban en esa dirección mis deseos? ¿Se mezclaba a la confusión de mis ensoñaciones algo de nostalgia de muerte? ¿Quería ver mi nombre inmortalizado y rodeado de negro? Probablemente no. Sin duda habré sido egocéntricamente solitario, pero, por mi edad, no estaba harto de vivir. Entonces ¿fue sólo tontería?

Nada me ilustra sobre lo que piensa un muchacho de quince años que, por su propia voluntad, quiere ir por encima de todo a donde se lucha y -como puede suponer y sabe incluso por los libros- la Muerte hace su cosecha. Las suposiciones se relevan mutuamente: ¿fue el desbordamiento de un río de sentimientos, el placer de actuar por cuenta propia, el deseo de crecer muy deprisa, de ser un hombre entre hombres? […]

Encontré el centro de reclutamiento en un edificio bajo de la época polaca, en el que, tras puertas con letreros, se administraban, organizaban, tramitaban y archivaban en carpetas otros asuntos diferentes. Después de anunciarse, había que esperar a que te llamaran. Dos o tres chicos mayores, con los que no había mucho que hablar, pasaron antes que yo.

Un suboficial del ejército y otro de marina quisieron librarse de mí, por demasiado joven; todavía no le tocaba a mi quinta. Sin duda, la llamarían también a filas. No había razón para apresurarse. […]

Aquel auxiliar de aviación vestido de uniforme o de paisano, posiblemente con pantalones cortos y calcetines largos, ¿se cuadró a la debida distancia de la mesa -«¡Me presento voluntario para servir en el Arma Submarina!»-, con resuelta decisión, como se le había enseñado?

¿Se le dijo que tomara asiento?

¿Se sintió valiente y, de paso, se insinuó ya como un futuro héroe?

Sólo me responde una imagen borrosa, en la que no puedo leer ninguna idea.

En cualquier caso, debí de ser insistente, incluso cuando me dijeron que, de momento, no se necesitaban voluntarios para submarinos: el cupo se había cerrado.

Luego me dijeron que, como era sabido, la guerra no se hacía sólo bajo el agua, y por eso iban a tomar nota y comunicar la presentación a otros centros de reclutamiento. En las divisiones acorazadas cuya nueva creación estaba prevista, en cuanto le tocase a la quinta del veintisiete tendría sin duda probabilidades.

-No te impacientes, muchacho, os llamarán antes de lo que pensáis. […]

En algún momento, tanto el suboficial paternal del Ejército como el de Marina, bastante áspero, consideraron que habían oído ya lo suficiente. Mientras ponían fin claramente a la entrevista, me aseguraron que apoyarían mi solicitud. Bueno, dijeron, antes tendrá que hacer el servicio social. Ni siquiera los voluntarios para el frente se librarían… […]

Entonces pasó el tiempo. Nos acostumbramos a la vida en barracones con camas de dos pisos. Transcurrió lentamente un verano sin Mar Báltico ni temporada de baño… […]

Sólo entonces se convirtió en realidad lo que habría de reprimir muchos años, fechado y estampado: el llamamiento a filas. Sin embargo, ¿qué era lo que había allí impreso, en letra grande y pequeña?

Ninguna ayuda me vale. El encabezamiento de la carta sigue borroso. Como si hubiera sido degradado luego, no puede determinarse el grado militar del firmante. La memoria, normalmente una parlanchina que se complace en las anécdotas, me brinda una página en blanco; ¿o soy yo quien no quiere descifrar lo que está escrito en la piel de cebolla? […]

Cuando el tren, tras el viaje nocturno y repetidas paradas, llegó con retraso a la capital del Reich, iba tan despacio como si quisiera animar a los viajeros, si no a tomar apuntes, al menos a colmar previsoramente posteriores fallos de memoria.

Se me quedó esto: a ambos lados del terraplén de la vía ardían casas aisladas y manzanas. Por los agujeros de las ventanas de los pisos altos brotaban las llamas. Luego, otra vez, vistas sobre las oscurecidas gargantas de las calles y los patios traseros, en los que había árboles. Todo lo más vi siluetas aisladas de seres humanos. Ningún alboroto.

Los incendios se consideraban normales, porque Berlín estaba en un estado diario de destrucción progresiva. Tras el último bombardeo había cesado ya la alarma. El tren rodaba despacio y, como deliberadamente, me invitó a visitar la ciudad. […]

Estaba ante un número desconcertante de indicadores y puntos de encuentro, oficinas de inscripción y centros de organización. Dos policías militares, reconocibles por los escudos de metal que les colgaban del pecho -por lo que se los llamaba preventivamente «perros encadenados»- me indicaron el camino. En la nave de ventanillas de la estación de Berlín -¿cuál de las estaciones de Berlín?-, en donde los recién llamados de mi edad hacían cola, recibí, tras una breve espera, una orden de marcha que me ordenaba Dresde como próximo destino de viaje. […]

Mi siguiente orden de marcha decía claramente que el recluta que llevaba mi nombre debía ser adiestrado en la lucha de carros, en un lugar de entrenamiento militar de las Waffen-SS, para ser artillero de tanque: muy lejos, en los bosques de Bohemia…

La pregunta es: ¿me asustó lo que en la oficina de reclutamiento saltaba a la vista, lo mismo que todavía hoy, después de sesenta años, me resulta horrible esa «doble ese» en el momento en que escribo?

En la piel de cebolla no hay nada grabado que me permita leer signos de susto ni, mucho menos, de espanto. Más bien habré considerado a las Waffen-SS como una unidad de élite, que entraba en acción cada vez que había que contener una ruptura de frente, hacer saltar un cerco como el de Demyansk o reconquistar Jarkov. La doble runa del cuello de mi uniforme no me resultaba chocante. Para aquel joven, que se consideraba un hombre, lo importante era sobre todo, el Arma: si no podían ser en los submarinos, de los que apenas había ya noticias especiales, que fuera como artillero de tanque en una división que, como se podía saber en la central de Weisser Hirsch, iba a reorganizarse, concretamente la «Jörg von Frundsberg».

Conocía ese nombre por ser el del jefe de la Liga de Suabia en la época de las Guerras Campesinas y «padre de los lansquenetes». Alguien que luchó por la libertad y la liberación. Además, de las Waffen-SS se desprendía algo europeo: agrupados en divisiones, en el frente oriental luchaban voluntarios franceses, valones, flamencos y holandeses, muchos noruegos, daneses y hasta suecos neutrales, en una guerra defensiva que, según decían, salvaría a Occidente de la oleada bolchevique.

Había evasivas suficientes. Y, sin embargo, durante decenios me negué a admitir esa palabra y esas dos letras. Lo que había aceptado con el tonto orgullo de mis años jóvenes quise callarlo después de la guerra, por vergüenza siempre renovada. No obstante, la carga subsistía y nadie podía aligerarla.

Es verdad que durante mi adiestramiento en la lucha de tanques, que me embruteció durante el otoño y el invierno, no se supo nada de los crímenes de guerra que luego salieron a la luz, pero la afirmación de mi ignorancia no puede ocultar la conciencia de haber estado integrado en un sistema que planificó, organizó y llevó a cabo la aniquilación de millones de seres humanos. Aunque pudiera convencerme de no haber tenido una responsabilidad activa, siempre quedaba un resto, que hasta hoy no se ha borrado, que con demasiada frecuencia se llama responsabilidad compartida. Viviré con ella hasta el fin de mis días, eso es seguro.

 

 

Fuente | Traducción de Miguel Sáenz | El País (18/08/2006)

Conferencia pronunciada en Hamburgo en un acto con la asociación de periodistas alemana Netzwerk Recherche el 2 de julio de 2011

«Señoras y señores:

¿O quizá debiera solicitar su atención como colega, ya que todos pertenecemos al gremio de los escritores y fuimos bautizados con un tintero? Al fin y al cabo, esta asamblea está bajo la advocación de Albert Camus, escritor y filósofo, y, con el lema «Hombre feliz» ha elegido como santo patrón a quien, desde los años cincuenta del pasado siglo, es mi único santo. En él, que blasfemaba contra los dioses, yo podía confiar siempre: san Sísifo.

Camus nos lo interpretó, a él y a su mito, de una forma nueva. Simplemente el hecho de que su ensayo, tan conciso de contenido como largo de efectos, fuera escrito en medio de las tribulaciones de la ocupación alemana y publicado en 1942 en París por la Librairie Gallimard, es decir, llegara a los lectores en tiempo de guerra, cuando Francia vacilaba entre la resistencia y la colaboración, es una prueba más de lo que pudo inducir a Camus a convertir plásticamente en concepto lo absurdo del acontecer mundial: la piedra sin descanso.

El periodismo vive al día, se alimenta de sensaciones y no se toma tiempo suficiente para iluminar el trasfondo

La oleada de noticias cotidianas, reforzada por el desagüe de Internet, abruma a quien quiere estar informado

Veinte años después de la unificación de Alemania, lo previsible se ha hecho realidad: el Este es propiedad del Oeste

Si se desintegra el orden democrático, surgiría un vacío que podrían ocupar fuerzas que rebasan nuestra imaginación

Sin embargo, ¿no es cierto que hoy varias piedras nos mantienen en danza? Llama la atención, mirando la última mitad del año, cuántos acontecimientos importantes, uno tras otro, mundiales o regionales, engrosaron los titulares de los periódicos compitiendo mutua y simultáneamente por el primer puesto. Parecían haber perdido toda actualidad -como agua pasada- y, sin embargo, seguían determinando el acontecer político y económico.

Así, la ridiculez del asunto del plagio de Guttenberg desplazó las consecuencias, solo ahora en el punto de mira, de la liquidación del servicio militar obligatorio, de un plumazo, por ese actor ministerial y noble. Y no solo por esa actuación lo puso por las nubes el celo periodístico; de eso hablaré luego. Sin embargo, apenas había prometido la canciller dar crédito al Barón de la Castaña, terremotos y tsunamis provocaron en el lejano Japón una catástrofe nuclear, que inmediatamente nos recordó las ruinas del reactor de Chernóbil, hace tiempo apartadas de nuestra mente, y convirtieron las elecciones regionales en acontecimientos capitales. Y mientras todavía Fukushima nos servía, como se dice en la jerga periodística, para «abrir boca», las revueltas populares en el norte de África, desde Túnez y Egipto hasta Libia y Siria, reclamaban su lugar en las primeras páginas, mientras que las actuaciones de un ministro de Asuntos Exteriores ponían en apuros a los seguidores que aún quedaban en su partido. Y ahora es la crisis griega, que se cuece desde hace años, la que sobrevive a todo lo que ha pasado y que -lo que también se aplica a Fukushima- gravitará sobre el futuro, asfixiada por normas coercitivas y conjuras europeas.

Y todo lo demás que ha habido y seguirá habiendo: unos precios de la gasolina que compiten arbitrariamente, la miseria de los refugiados, bodas principescas, pescadores convertidos en piratas y un cambio climático que ha pasado a segundo plano, aunque viene produciéndose desde hace años, con sus fenómenos concomitantes, arrojando dudas fundadas sobre la continuación de la especie humana.

En resumen se puede decir que el periodismo, del que al fin y al cabo se trata hoy, y que -si entiendo bien el lema de esta reunión- se quiere poner en entredicho, vive al día, se alimenta de sensaciones y no tiene tiempo o no se toma tiempo suficiente para iluminar el trasfondo de todo lo que, con intervalos cada vez más breves, nos sume en crisis duraderas.

Sin embargo, ¿está el periodismo o -formulada la pregunta más directamente- están los periodistas dispuestos de verdad a examinarse críticamente? Como escritor podría decir muchas cosas al respecto. Mi vida y milagros han estado sometidos a examen permanente y con harta frecuencia he sido objeto de intromisiones masivas, expuesto a las jaurías del periodismo de campaña. Estoy acostumbrado a esos rituales y he sobrevivido a varias carnicerías, con cicatrices que solo de cuando en cuando me pican. Tal vez porque los escritores, de todas formas, nos criticamos mutuamente, algo que los periodistas no suelen hacer casi nunca. Todo lo más alguno, susceptible, frunce la nariz cuando las columnas del Bild Zeitung apestan excesivamente.

En cualquier caso hay excepciones. La verdad es que hace unos meses leí en el semanario Die Zeit un intento de análisis autocrítico en el que me llamó la atención que eran sobre todo periodistas especializados en temas económicos los que se reprochaban no haber advertido a tiempo la gran crisis económica, aunque había sido previsible. Sin embargo, como los periodistas aquí reunidos tienen al parecer la intención de concentrarse en su verdadera tarea, haciendo honor al citado Sísifo, «hombre feliz», y hacer rodar diversas piedras que han quedado, me considero invitado a llamar por su nombre a algunos pedruscos de diverso peso que descansan al pie de la montaña o que, a mitad de camino, han criado ya musgo.

Recientemente estuve en Greifswald, ciudad natal del escritor Wolfgang Koeppen. A lo largo de varios actos, su novela El invernadero, que trata del Bundestag alemán en los primeros años cincuenta del pasado siglo, dio motivo y combustible suficiente para tomar conciencia crítica de las representaciones de intereses, o sea, los lobbies, en una sociedad que se considera pluralista. Esos lobbies y su codicia existen, mirando solo a la República Federal, desde el principio mismo. Desde el asunto Flick, pasando por las maquinaciones de Kohl, el canciller de las donaciones, hasta las actividades chantajísticas del lobbynuclear, de los grupos de la industria farmacéutica, de las asociaciones de médicos y farmacéuticos y de los seguros de enfermedad, que hasta hoy impiden una reforma sanitaria socialmente sostenible.

No en último lugar figuran los todopoderosos bancos, cuya actividad extorsionadora toma entre tanto como rehén al Parlamento electo y al Gobierno. Los bancos hacen de destino, de destino inexorable. Tienen su propia vida. Sus juntas directivas y grandes accionistas se organizan en una sociedad paralela. Las repercusiones de su gestión financiera basada en el riesgo recaerán en definitiva sobre los ciudadanos como contribuyentes. Somos nosotros los que respondemos por los bancos, cuyas fosas de miles de millones están siempre hambrientas.

Naturalmente, también los diarios y semanarios, es decir, los periodistas, están expuestos a esa omnipotencia. No hace falta ya ninguna censura pasada de moda, basta la mera concesión o denegación de anuncios para chantajear a una prensa escrita cuya existencia peligra de todos modos. Sin embargo -a pesar de consignas de silencio subliminales-, será necesario, mediante un periodismo concienzudo, llegar al fondo de las cosas, informando a la opinión pública sobre el ejercicio ilegítimo del poder de los lobbies. Ese poder amenaza la democracia mucho más que los peligros histéricamente invocados que, al estilo de Thilo Sarrazin, difunden espanto y miedo. Resta credibilidad a los parlamentarios y al Gobierno. Contribuye a que aumente la abstención electoral. Y como no se puede eliminar, porque las representaciones de intereses tienen su razón de ser, hay que establecer límites severos, aunque sea en forma de una milla prohibida en torno al Bundestag, a fin de mantener al ejército de presionadores a una distancia razonable. Tampoco es de recibo que haya políticos, entre ellos de alto nivel, que apenas se han liberado de su cargo como de un fardo molesto, ocupan puestos generosamente dotados en la dirección de consorcios y de asociaciones de intereses. No hay remedio, hay que leer, como suelo hacer de buena gana, la sección de economía del Frankfurter Allgemeine Zeitung, para enterarse de que un tal señor Markus Kerber, que durante largo tiempo trabajó en el Ministerio Federal del Interior y luego en el Ministerio de Hacienda, atenderá a principios de julio de este año un llamamiento que lo convertirá en gerente de la Unión Federal de Industrias Alemanas. Allí, como revela elogiosamente el FAZ, sus conocimientos de insider beneficiarán a esa poderosa unión. Ese cambio de puesto y otros semejantes ilustran una situación que es claramente abusiva. Pero desde hace años habitual. Por eso hace falta -creo yo- un periodo de carencia legalmente establecido de por lo menos cinco años; a no ser que la opinión pública y, especialmente, los periodistas estimen que la política es de por sí venal y debe seguir siéndolo.

Otro ejemplo de opinión pública insuficientemente informada apareció ya al principio de mi intervención. Se trata del servicio militar obligatorio que liquidó por sorpresa el polifacético Guttenberg. Sin duda leo cada vez más artículos sobre lo difícil que es reclutar suficientes soldados profesionales y voluntarios a plazo, sin duda existe preocupación por qué juramento y en qué forma tendrán que prestarlo los mercenarios, sin duda tendrá que lamentar el ministro de Defensa haber recibido de su predecesor solo una chapuza, pero casi nadie se da o quiere darse cuenta de lo que significa despedirnos de los «ciudadanos de uniforme» y tratar en el futuro con unas fuerzas armadas que, como enseña la experiencia, tienen todas las probabilidades de convertirse, en calidad de ejército mercenario, en un Estado dentro del Estado. Esa recaída en las prácticas de reclutamiento de Wallenstein se produce en tiempos de crecientes intervenciones en el extranjero, casi sin oposición y mientras -de forma bastante delirante- se defiende nuestra libertad en el Hindukush.

Ante ese abismo evidente, séame permitido echar una ojeada al pasado. Como entre tanto he adquirido como los árboles anillos de edad suficientes, me acuerdo muy bien de la aparición de la Bundeswehr, de las artimañas de Konrad Adenauer, de la llamada Oficina Blank, de mi rechazo al rearme y mis ulteriores esfuerzos políticos como ciudadano para contribuir un poco a que el concepto de «ciudadanos de uniforme» pudiera ser aplicado, y también a que en el curso de los años, y venciendo tenaces resistencias, se reconociera legalmente a los objetores de conciencia el derecho de prestar un servicio supletorio. Sin embargo, en el futuro desaparecerán sus servicios sociales de atención a ancianos y enfermos. ¡Qué pérdida más imposible de compensar! Porque los mercenarios no se oponen a nada. A menos que les rebajen el sueldo.

Esa monstruosidad, que se nos quiere vender como reforma, cambiará la filosofía de la República Federal y de los ciudadanos de ese Estado de una forma dañina para la democracia. Considero un escándalo que no solo los partidos que están en el Gobierno, sino también los tres partidos de la oposición, y por consiguiente también el SPD, que desde Fritz Erler, pasando por Helmut Schmidt y Georg Leber, hasta Peter Struck, ha tenido excelentes políticos en asuntos de política de defensa, no tengan fuerzas para someter a debate una alternativa a esa evolución que resulta ya aberrante. Y fallan también todos los periodistas que aceptan lo que, con mucha sangre azul, nos quieren hacer tragar.

Aquí resulta ineludible citar otros ejemplos que evidencian lo que se está descuidando y, además de otras cosas, sigue siendo tarea de los periodistas: poner el dedo en la llaga mientras sigue abierta. Hablo de las consecuencias de la apresurada realización de la unidad alemana, exclusivamente con arreglo a intereses y criterios de la Alemania occidental. Han pasado más de veinte años y el autobombo fue seguido de las oportunas celebraciones. Sin embargo, quien se fije o esté dispuesto a fijarse podrá ver lo que ya entonces era previsible, pero ahora se ha hecho realidad en mayor grado: el Este es propiedad del Oeste. La degradación social de los ciudadanos de la antigua República Democrática Alemana y sus descendientes a alemanes de segunda se ha hecho tan real que, cada vez más, los jóvenes dejan sus comunidades y ciudades, grandes o pequeñas, para irse al Oeste. Algunas regiones comienzan a despoblarse. Y con harta frecuencia son los radicales de derechas los que se quedan, se enquistan en hordas y marcan el tono en las regiones abandonadas, de una forma inconfundible. La opinión pública sabe poco de ello, y cuando lo sabe, es sin llegar al fondo.

Un añadido de carácter literario: cuando recientemente se iba a conceder una vez más el Premio Alfred Döblin, que fundé a mediados de los setenta, algunos autores finalistas leyeron fragmentos de sus manuscritos, en el Literarisches Colloquium de Berlín. Entre ellos estaba una joven escritora, Judith Schalansky, que leyó pasajes de su novela El cuello de la jirafa, publicada en otoño del año pasado. El argumento se desarrolla en una pequeña ciudad de la Pomerania anterior, más o menos castigada por el éxodo de sus habitantes. Una profesora de biología de corte severo enseña a sus alumnos de número decreciente según el principio de selección darwiniano y sabiendo perfectamente que, por falta de escolares, su escuela dejará de existir dentro de tres o cuatro años. Pero además hay una naturaleza que se va apoderando de superficies en barbecho abandonadas y edificios en ruinas. Germina y brota de mil formas en la tierra sin cultivar. Plantas que se han vuelto raras proliferan. Con ellas triunfan palabras hace tiempo olvidadas. Lacónicamente, la narradora concluye esa victoria de la naturaleza aludiendo a los en otro tiempo prometidos «paisajes florecientes».

Ahora podría decirse: qué bien que todavía exista la literatura, ya que los escritores llenan de cuando en cuando las lagunas que dejan todos esos periodistas cuya tinta solo está al servicio de un acontecer diario rápidamente cambiante. Sin embargo, como en la actualidad, en relación con la persistente crisis de Grecia, se recomienda como panacea confiar a una Treuhand [agencia que supervisó la privatización de las empresas públicas del Este tras la caída del régimen comunista] propiedades del Estado griego y comercializarlas según las reglas de la privatización, debería merecerles la pena a ustedes, reunidos aquí como periodistas críticos, echar una ojeada retrospectiva a aquella Treuhand que hace veinte años, sin control parlamentario, liquidó, como empresa semicriminal, todo lo que llevaba el título de «propiedad del pueblo», vendiéndolo a cazadores de gangas del Oeste; las consecuencias se hacen sentir hasta hoy, pero, al parecer, se ignoran por consenso.

Sé que la oleada de noticias cotidianas, reforzada por el desagüe de Internet, abruma a quien quiere estar informado. Ya se ofrecen a unos consumidores saturados espacios de huida virtuales. Y sin embargo, nadie puede evitar preocuparse por el futuro de la democracia que nos regaló la voluntad de los vencedores y por los derechos a la libertad que la Constitución protege todavía.

No debo ni quiero recurrir al ejemplo aleccionador de Weimar, porque los fenómenos actuales de cansancio y desintegración en la estructura de nuestro Estado ofrecen motivos suficientes para dudar seriamente de que nuestra Constitución pueda seguir garantizando lo que promete. La deriva disgregadora hacia una sociedad de clases con una mayoría que se va empobreciendo y una clase alta y rica que se va separando, la montaña de deudas, cuya cumbre se ha cubierto entre tanto por una nube de ceros, la incapacidad e impotencia demostradas de los parlamentarios electos frente al poder concentrado de las asociaciones de intereses y, no en último lugar, el estrangulamiento por los bancos hacen urgente, en mi opinión, hacer algo hasta ahora impronunciable: poner en tela de juicio el sistema.

No teman. No voy a hacer un llamamiento a la revolución. En lo que a Europa se refiere, la revolución se produjo por última vez en el siglo XX, y por cierto en plural, con los resultados conocidos, entre los que estuvieron contrarrevoluciones y genocidios. Se trata más bien, desde el interior de toda la sociedad, de formular, como entre tanto hacen muchos ciudadanos, preguntas reivindicativas: ¿es asumible aún un sistema capitalista que se prescribe forzosamente a la democracia, en el que la economía financiera se ha separado en gran parte de la economía real, aunque la amenace una y otra vez con crisis de fabricación doméstica? ¿Deben seguir siendo válidos para nosotros artículos de fe como mercado, consumo y beneficio, sustitutivos de la religión?

Para mí, en cualquier caso, es evidente que el sistema capitalista, fomentado por el neoliberalismo y sin alternativa, tal como se nos presenta, ha degenerado en una maquinaria de destrucción del capital y, lejos de la economía social de mercado en otro tiempo exitosa, solo se complace en sí mismo; es un Moloc, asocial y no refrenado eficazmente por ninguna ley.

Por eso se plantea la pregunta: la forma de Estado que hemos elegido, es decir, la democracia parlamentaria, ¿tiene aún la voluntad y la fuerza necesarias para apartar esa desintegración que la invade? ¿O en lo sucesivo deberá relegarse al terreno de lo optativo cualquier intento de reforma, de someter a control a los bancos y su forma de manejar el capital -es decir, de obligarlos a trabajar para el bien común- con la frase hasta ahora habitual «eso, en el mejor de los casos, solo puede resolverse globalmente»?

Una cosa me parece segura: si las democracias occidentales demuestran ser incapaces de hacer frente con reformas fundamentales a los peligros reales inminentes y a los previsibles, no podrán soportar lo que en los próximos años resultará ineludible: crisis que empollarán otras crisis, el aumento irrefrenable de la población mundial, los flujos de refugiados desencadenados por la falta de agua, el hambre y el empobrecimiento, y el cambio climático fabricado por el hombre. Sin embargo, una desintegración del orden democrático haría surgir -de lo que hay suficientes ejemplos- un vacío que podrían ocupar fuerzas cuya descripción rebasa nuestra imaginación, por mucho que seamos gatos escaldados y estemos marcados por las consecuencias todavía visibles del fascismo y el estalinismo.

¿Exagero? Si lo hago, no lo suficiente. Con ayuda de solo algunos ejemplos había que hacer visibles los puntos ciegos. Que no faltan. Además habría que quejarse del poder de los consorcios en el ámbito de la prensa, de las inefables tertulias de la televisión pública y del oportunismo hoy socialmente aceptable, tal como se difunde a diario con la tinta fresca. Sin embargo, de eso ustedes, a quienes se recomienda más o menos insistentemente una «información equilibrada», como suavizante, pueden hablar con más precisión.

Más bien parece apropiado citar otra vez al santo patrón de esta conferencia. Cuando yo era joven, y durante los primeros años de la posguerra trataba de orientarme en un entorno destruido por el desvarío ideológico, se me presentó la variedad francesa del existencialismo. Estaba casi de moda dárselas de existencialista y vestirse de oscuro. Y especialmente era la disputa entre Sartre y Camus la que salpicaba por encima de la frontera, llegando a los talleres de la Academia de Bellas Artes de Düsseldorf, en la que yo aprendía mi primera profesión de escultor, y donde provocaba debates que, naturalmente, eran muy enconados. La ignorancia no impedía apasionarse y vociferar. Solo más tarde me decidí por Camus. Me impresionó su visión del hombre rebelde, es decir, su defensa de la oposición permanente. Cuando más o menos a mediados de los cincuenta apareció El mito de Sísifo en traducción alemana, fueron sus frases las que me mostraron el camino. Por ejemplo, la definición de felicidad: «Hace del destino un asunto del hombre, que debe ser resuelto por los hombres». A la que se añade la hermosa certeza: «Las verdades aplastantes perecen al ser reconocidas».

Supongo que esas ideas resultarán también adecuadas para determinar su trabajo de periodistas. Solo tenemos este mundo. Y como la existencia de la especie humana en el planeta azul es de fecha reciente y su duración depende de lo que hagamos o dejemos de hacer, somos responsables de su estado. Lo hemos desfigurado en gran medida, lo hemos sobreexplotado y dejaremos a nuestros descendientes una carga hereditaria inevitable. De forma que hay que reconocer y nombrar esas y otras verdades. Hay que hacer rodar las piedras. A ese trabajo forzado para toda la vida nos anima Albert Camus. Dice: «La lucha misma hacia las cimas basta para llenar el corazón de un hombre. Hay que imaginarse a Sísifo feliz».

 

Fuente | El País (24/07/2011) | © Günter Grass, 2011 | Traducción de Miguel Sáenz

Artículo Lo mismo entonces que ahora - Mi respuesta a decisiones recientes publicado el 11 de abril de 2012

Tres veces se me ha negado la entrada en un país. Comenzó la República Democrática Alemana, RDA en abreviatura, por orden del Ministro de Seguridad del Estado, llamado Mielke. Y fue él quien, años más tarde, retiró la prohibición, aunque ordenando una vigilancia reforzada de los viajes previstos de una persona clasificada como “elemento subversivo”.

Cuando mi mujer y yo, en 1986, pasamos varios meses en Calcuta, la capital de la Bengala occidental, se nos negó la entrada en Birmania como “indeseados”. En ambos casos se siguió la práctica habitual en las dictaduras.

Ahora es el Ministro del Interior de una democracia, el Estado de Israel, quien me ha sancionado negándome la entrada, y su justificación para la medida coercitiva impuesta recuerda –por su tono– el veredicto del ministro Mielke. Sin embargo, no podrá impedirme conservar mis vivos recuerdos de varios viajes a Israel. Todavía tengo presente el silencio del desierto judaico. Todavía me veo irremisiblemente unido a la tierra de Israel. Todavía me encuentro hablando con Erwin Lichtenstein, el último síndico de la comunidad judía de Danzig, mi ciudad natal. Y todavía guardo en mis oídos las interminables discusiones con amigos. Disputaban (después de una guerra victoriosa) sobre el futuro de su país como potencia ocupante pero estaban también llenos de una inquietud que, cuarenta años más tarde, se han convertido en un peligro amenazador.

No existe ya la RDA. Pero, como potencia nuclear de dimensión incontrolada, el gobierno de Israel se considera autolegitimado y, hasta ahora, inasequible a toda admonición… Solo Birmania permite que germine una pequeña esperanza.

 

 

Fuente | Traducción de Miguel Sáenz | El País (11/04/2012)