Discurso "Vieja y nueva política" pronunciado en el Teatro de la Comedia (Madrid) en mayo de 1914
«Introducción
Antes de comenzar a decir lo que he de deciros tengo que empezar dándoos gracias por la benévola curiosidad con que habéis acudido a esta cita de difusa esperanza española, y pediros que, dilatando un poco más vuestra benevolencia, suspendáis un momento los juicios previos que hayáis formado sobre lo que este acto, como todo acto, tiene de personal. Porque antes de que las palabras vuelquen su sentido sobre los que escuchan, llegan a la audición como sones timbrados por una voz de un individuo, y pudiera ocurrir que el haber juzgado previamente inmodesto y excesivo que ese individuo levante su voz dañe a la comprensión seria de los pensamientos que van a conducir las palabras sobre sus alas sonoras.
Harto conozco no ser uso en nuestro país que a quien no ha entrado en un cierto gremio formado por gentes que ejercen un equívoco oficio bajo el nombre de políticos se le repute como un normal derecho venir a hablar en público de los grandes temas nacionales. Al político, sí; a éste le es permitido hablar de medicina en la apertura de una Academia, de agricultura en una Sociedad campesina, de poesía en un Ateneo; estoy por decir que de teología en todas partes; pero a quien no es político, ¡hablar de política! Esto es hacer usos nuevos, y nada arguye tan grande inmodestia como el intento de nuevos usos. Por eso, yo os ruego que con generosidad desarticuléis de vuestro estado de espíritu actual estas opiniones, tal vez justas, contra mi persona, y siento no encontrar en este instante fórmula ni modo para decir en una sola frase hondamente cordial, en que ambas cosas quedaran por igual acentuadas, que os pido perdón por lo que acaso es mi osadía, pero que no tengo derecho en el resto de mi conferencia a renunciar, por pareceros humilde, a la energía y hasta la acritud propia a algunas ideas que voy a exponer. Escuchadme, pues, como una voz anónima y sin timbre individual que viniera a sonar entre vosotros.
Porque, en verdad, no se trata de mí ni de unas ideas mías. Yo vengo a hablaros en nombre de la Liga de Educación Política Española, una Asociación hace poco nacida, compuesta de hombres que, como yo y buena parte de los que me escucháis, se hallan en el medio del camino de su vida. No se trata, por consiguiente, de ideas originales que puedan haber sobrevenido al que está hablando en una buena tarde; se trata de todo lo contrario: de ideas, de sentimientos, de energías, de resoluciones comunes, por fuerza, a todos los que hemos vivido sometidos a un mismo régimen de amarguras históricas, de toda una ideología y toda una sensibilidad yacente, de seguro, en el alma colectiva de una generación que se caracteriza por no haber manifestado apresuramientos personales; que, falta tal vez de brillantez, ha sabido vivir con severidad y con tristeza, que no habiendo tenido maestros, por culpa ajena, ha tenido que rehacerse las bases mismas de su espíritu; que nació a la atención reflexiva en la terrible fecha de 1898, y desde entonces no ha presenciado en torno suyo, no ya un día de gloria ni de plenitud, pero ni siquiera una hora de suficiencia. Y , por encima de todo esto, una generación, acaso la primera, que no ha negociado nunca con los tópicos del patriotismo y que, como tuve ocasión de escribir no hace mucho, al escuchar la palabra España no recuerda a Calderón ni a Lepanto, no piensa en las victorias de la Cruz, no suscita la imagen de un cielo azul y bajo él un esplendor, sino que meramente siente, y esto que siente es dolor.
Quisiera gritar lo menos posible. Decía Leonardo de Vinci que dove si grida non è vera scienza, donde se grita no hay buen conocimiento. La Liga de Educación Política se propone mover mi poco de guerra a esas políticas tejidas exclusivamente de alaridos, y por eso, aun cuando cree que sólo hay política donde intervienen las grandes masas sociales, que sólo para ellas, con ellas y por ellas existe toda política, comienza dirigiéndose primero a aquellas minorías que gozan en la actual organización de la sociedad del privilegio de ser más cultas, más reflexivas, más responsables, y a éstas pide su colaboración para inmediatamente transmitir su entusiasmo, sus pensamientos, su solicitud, su coraje, sobre esas pobres grandes muchedumbres dolientes.
En las épocas de crisis (2)
Al hablaros, frente a la vieja, de una nueva política, no aspiro, por consiguiente, a inventar ningún nuevo mundo. Acercándose a la política es cuestión de honradez para el ideólogo torcer el cuello a sus pretensiones de pensador original. Un principio, nuevo como idea, no puede mover a las gentes. Nueva política es nueva declaración y voluntad de pensamientos, que, más o menos claros, se encuentran ya viviendo en las conciencias de nuestros ciudadanos.
Decía genialmente Fichte que el secreto de la política de Napoleón, y en general el secreto de toda política, consiste simplemente en esto: declarar lo que es, donde por lo que es entendía aquella realidad de subsuelo que viene a constituir en cada época, en cada instante, la opinión verdadera e íntima de una parte de la sociedad.
Todos habréis experimentado hasta qué punto es difícil saber cuáles son nuestras verdaderas, íntimas, decisivas opiniones sobre la mayor parte de las cosas: hablamos de ellas, opinamos sobre ellas, porque el trato o la utilidad nos obligan a decir algo, a tomar alguna posición. Pero bien notamos que algo en nosotros se resiste a reconocer en esas opiniones emitidas por nuestros labios nuestras verdaderas opiniones: no daríamos por ellas ni una sola hora de sueño. Y no es que mintamos: esto supondría que decimos una cosa y pensamos claramente otra. Lo único de que sinceramente nos percatamos es de que allá el fondo oscuro e íntimo de nuestra personalidad no se siente ligado integralmente a esas opiniones que dicen nuestros labios o que hace como que piensa nuestra mente; no son opiniones sentidas; no son, por tanto, nuestras opiniones. Son los tópicos recibidos y ambientes, son las fórmulas de uso mostrenco que flotan en el aire público y que se van depositando sobre el haz de nuestra personalidad como una costra de opiniones muertas y sin dinamismo.
La política es tanto como obra de pensamiento obra de voluntad; no basta con que unas ideas pasen galopando por unas cabezas; es menester que socialmente se realicen, y para ello que se pongan resueltamente a su servicio las energías más decididas de anchos grupos sociales.
Y para esto, para que las ideas sean impetuosamente servidas, es menester que sean antes plenamente queridas, sin reservas, sin excepticismo, que hinchen totalmente el volumen de los corazones.
Mas ocurre que las gentes, unas por falta de cultura, otras por falta de poder reflexivo, otras porque no han tenido solaz, otras por falta de valor (ya veremos que también hace falta algún valor para pensar lealmente consigo mismo), no han podido ver claro, formularse claramente ese su íntimo hondo sentir. De aquí la misión que, según Fichte, compete al político, al verdadero político: declarar lo que es, desprenderse de los tópicos ambientes y sin virtud, de los motes viejos y, penetrando en el fondo del alma colectiva, tratar de sacar a luz en fórmulas claras, evidentes, esas opiniones inexpresas, íntimas de un grupo social, de una generación, por ejemplo. Sólo entonces será fecunda la labor de esa generación: cuando vea claramente qué es lo que quiere.
En épocas críticas puede una generación condenarse a histórica esterilidad por no haber tenido el valor de licenciar las palabras recibidas, los credos agónicos, y hacer en su lugar la enérgica afirmación de sus propios, nuevos sentimientos. Como cada individuo, cada generación, si quiere ser útil a la humanidad, ha de comenzar por ser fiel a sí misma.
Comprenderéis que el empeño parece en tal punto excesivo, que tomarlo alguien sobre sí, y, sobre todo, alguien como yo, sería sencillamente intolerable, si no estuviéramos todos y cada uno obligados a ensayarlo en todos los momentos, cada cual a su manera.
Nuestra generación parece un poco remisa a acudir a una brecha donde es menester que ponga su cuerpo. Y esto no sería tan absolutamente grave como es si no trajera consigo y significara el fracaso de nuestra generación, y si este fracaso de nuestra generación no fuera, tal vez, según los momentos que llegan, posible anuncio del fracaso definitivo de nuestro pueblo.
Es una ilusión pueril creer que está garantizada en alguna parte la eternidad de los pueblos; de la historia, que es una arena toda de ferocidades, han desaparecido muchas razas como entidades independientes. En historia, vivir no es dejarse vivir; en historia, vivir es ocuparse muy seriamente, muy conscientemente del vivir, como si fuera un oficio. Por esto es menester que nuestra generación se preocupe con toda consciência, premeditadamente, orgánicamente, del porvenir nacional. Es preciso, en suma, hacer una llamada enérgica a nuestra generación, y si no la llama quien tenga positivos títulos para llamarla, es forzoso que la llame cualquiera, por ejemplo, yo.
La España oficial y la España vital (3)
Casi diría que los pensamientos más urgentes que tenemos que comunicarnos unos a otros podrían nacer todos de la meditación de este hecho: que sea preciso llamar a las nuevas generaciones. Esto quiere decir, por lo pronto, que no están ahí, en su puesto de honor.
Naturalmente, por nuevas generaciones no se ha de entender sólo esos pocos individuos que gozan de privilegios sociales por el nacimiento o por el personal esfuerzo, sino igualmente a las muchedumbres coetáneas. Más aún; las muchedumbres, para los efectos políticos, tienen siempre como una media edad: el pueblo ni es nunca viejo ni es nunca infantil: goza de una perpetua juventud. De modo, que decir que las generaciones nuevas no han acudido a la política es como decir que el pueblo, en general, vive una falta de fe y de esperanzas políticas gravísima.
Con todos sus terribles defectos, señores, habían, hasta no hace mucho, los partidos políticos, los partidos parlamentarios, subsistido como inmersos en la fluencia general de la vida española; nunca había faltado por completo una actividad de osmosis y endósmosis entre la España parlamentaria y la España no parlamentaria, entre los organismos siempre un poco artificiales de los partidos y el organismo espontáneo, difuso, envolvente, de la nación. Merced a esto pudieron ir renovando, evolutivamente, de una manera normal y continua, sus elementos conforme los perdían. Cuando la muerte barría de un partido los miembros más antiguos, los huecos se llenaban automáticamente por hombres un poco más jóvenes, que, incorporando al tesoro ideal de principios del partido algo de esa su poca novedad, dotaban al programa, y lo que es más importante, a la fisonomía moral del grupo, de poderes atractivos sobre las nuevas generaciones. Pero desde hace algún tiempo esa función de pequeñas renovaciones continuas en el espíritu, en lo intelectual y moral de los partidos, ha venido a faltar, y privados de esa actividad — que es la mínima operación orgánica —, esa actividad de osmosis y endósmosis con el ambiente, los partidos se han ido anquilosando, petrificando, y, consecuentemente, han ido perdiendo toda intimidad con la nación.
Estas expresiones mías, sin embargo, no aciertan a declarar con evidencia la enorme gravedad de la situación: parecen, poco más o menos, como esa frase estereotipada de que usan los periódicos cuando suelen anunciar que tal Gobierno se ha apartado de la opinión. Pero yo me refiero a una cosa más grave. No se trata de que un Gobierno se haya apartado en un asunto transitorio de legislación o de ejercicio autoritario, de la opinión pública, no; es que los partidos íntegros de que esos Gobiernos salieron y salen, es que el Parlamento entero, es que todas aquellas Corporaciones sobre que influye o es directamente influido el mundo de los políticos, más aún, los periódicos mismos, que son como los aparatos productores del ambiente que ese mundo respira, todo ello, de la derecha a la izquierda, de arriba abajo, está situado fuera y aparte de las corrientes centrales del alma española actual. Yo no digo que esas corrientes de la vitalidad nacional sean muy vigorosas (dentro de poco veremos que no lo son), pero, robustas o débiles, son las únicas fuentes de energía y posible renacer. Lo que sí afirmo es que todos esos organismos de nuestra sociedad — que van del Parlamento al periódico y de la escuela rural a la Universidad —, todo eso que, aunándolo en un nombre, llamaremos la España oficial, es el inmenso esqueleto de un organismo evaporado, desvanecido, que queda en pie por el equilibrio material de su mole, como dicen que después de muertos continúan en pie los elefantes.
Esto es lo grave, lo gravísimo.
Se ha dicho que todas las épocas son épocas de transición ¿Quién lo duda? Así es. En todas las épocas la sustancia histórica, es decir, la sensibilidad íntima de cada pueblo, se encuentra en transformación. De la misma suerte que, como ya decía el antiquísimo pensador de Jonia, no podemos bañarnos dos veces en el mismo río, porque éste es algo fluyente y variable de momento o momento, así cada nuevo lustro, al llegar, encuentra la sensibilidad del pueblo, de la nación, un poco variada. Unas cuantas palabras han caído en desuso y otras se han puesto en circulación; han cambiado un poco los gustos estéticos y los programas políticos han trastrocado algunas de sus tildes. Esto es lo que suele acontecer. Pero es un error creer que todas las épocas son en este sentido épocas de transición. No, no; hay épocas de brinco y crisis subitánea, en que una multitud de pequeñas variaciones acumuladas en lo inconsciente brotan de pronto, originando una desviación radical y momentánea en el centro de gravedad de la conciencia pública.
Y entonces sobreviene lo que hoy en nuestra nación presenciamos: dos Españas que viven juntas y que son perfectamente extrañas: una España oficial que se obstina en prolongar los gestos de una edad fenecida, y otra España aspirante, germinal, una España vital, tal vez no muy fuerte, pero vital, sincera, honrada, la cual, estorbada por la otra, no acierta a entrar de lleno en la historia.
Este es, señores, el hecho máximo de la España actual, y todos los demás no son sino detalles que necesitan ser interpretados bajo la luz por aquél proyectada.
Lo que antes decíamos de que las nuevas generaciones no entran en la política, no es más que una vista parcial de las muchas que pueden tomarse sobre este hecho típico: las nuevas generaciones advierten que son extrañas totalmente a los principios, a los usos, a las ideas y hasta al vocabulario de los que hoy rigen los organismos oficiales de la vida española. ¿Con qué derecho se va a pedir que lleven, que traspasen su energía, mucha o poca, a esos odres tan caducos, si es imposible toda comunidad de transmisión, si es imposible toda inteligencia?
En esto es menester que hablemos con toda claridad. No nos entendemos la España oficial y la España nueva, que, repito, será modesta, será pequeña, será pobre, pero que es otra cosa que aquélla; no nos entendemos. Una misma palabra pronunciada por unos o por otros significa cosas distintas, porque va, por decirlo así, transida de emociones antagónicas.
Tal vez alguien diga que son estas afirmaciones gratuitas del sesgo acostumbrado siempre y conocido a la vanidad de los ideólogos.
Creo que para obviar este juicio bastaría con que nos volviéramos a algunas cosas concretas de lo que está pasando.
Ahora se van a abrir unas Cortes; estas Cortes no creo que las haya inventado precisamente un ideólogo; todo lo contrario; ¿no es cierto? Pues bien; salvo Pablo Iglesias y algunos otros elementos, componen esas Cortes partidos que por sus títulos, por sus maneras, por sus hombres, por sus principios y por sus procedimientos podrían considerarse como continuación de cualesquiera de las Cortes de 1875 acá. Y esos partidos tienen a su clientela en los altos puestos administrativos, gubernativos, seudotécnicos, inundando los Consejos de Administración de todas las grandes Compañías, usufructuando todo lo que en España hay de instrumento de Estado. Todavía más; esos partidos encuentran en la mejor Prensa los más amplios y más fieles resonadores. ¿Qué les falta? Todo lo que en, España hay de propiamente público, de estructura social, está en sus manos, y, sin embargo, ¿qué ocurre? ¿Ocurre que estas Cortes que ahora comienzan no van a poder legislar sobre ningún tema de algún momento, no van a poder preparar porvenir? No ya eso. Ocurre, sencillamente, que no pueden vivir porque para un organismo de esta naturaleza vivir al día, en continuo susto, sin poder tomar una trayectoria un poco amplia, equivale a no poder vivir. De suerte que no necesitan esos partidos viejos que vengan nuevos enemigos a romperles, sino que ellos mismos, abandonados a sí mismos, aun dentro de su vida convencional, no tienen los elementos necesarios para poder ir tirando. ¿Veis cómo es una España que por sí misma se derrumba?
Lo mismo podría decirse de todas las demás estructuras sociales que conviven con esos partidos: de los periódicos, de las Academias, de los Ministerios, de las Universidades, etc., etc. No hay ninguno de ellos hoy en España que sea respetado, y exceptuando el Ejército no hay ninguno que sea temido.
La España oficial consiste, pues, en una especie de partidos fantasmas que defienden los fantasmas de unas ideas y que, apoyados por las sombras de unos periódicos, hacen marchar unos Ministerios de alucinación.
Conste, pues, que no he hecho aquí la crítica, cien veces repetida, de los abusos y errores que unos partidos, unos periódicos, unos Ministerios vengan cometiendo. Sus abusos me traen sin cuidado para los efectos de la nueva orientación política que busco y de que hoy os ofrezco, como la previa cuadrícula, la pauta de conceptos generales donde habrá de irse encontrando en sus detalles. Los abusos no constituyen nunca, nunca, sino enfermedades localizadas a quienes se puede hacer frente con el resto sano del organismo. Por eso no pienso como Costa, que atribuía la mengua de España a los pecados de las clases gobernantes, por tanto, a errores puramente políticos. No; las clases gobernantes durante siglos — salvas breves épocas — han gobernado mal no por casualidad, sino porque la España gobernada estaba tan enferma como ellas. Y o sostengo un punto de vista más duro, como juicio del pasado, pero más optimista en lo que afecta al porvenir. Toda una España — con sus gobernantes y sus gobernados —, con sus abusos y con sus usos, está acabando de morir.
Y como son sus usos, y no sólo sus abusos, a quienes ha llegado la hora de fenecer, no necesita de crítica ni de grandes enemigos y terribles luchas para sucumbir.
Mis palabras, pues, no son otra cosa sino la declaración de que la nueva política ha de partir de este hecho: cuanto ocupa la superficie y es la apariencia y caparazón de la España de hoy, la España oficial, está muerto. La nueva política no necesita, en consecuencia, criticar la vieja ni darle grandes batallas; necesita sólo tomar la filiación de sus cadavéricos rasgos, obligarla a ocupar su sepulcro en todos los lugares y formas donde la encuentre y pensar en nuevos principios afirmativos y constructores.
No he de insistir, naturalmente, en traer pruebas para esto. Yo no pretendo hoy demostrar nada; vengo simplemente a dirigir algunas alusiones al fondo de vuestras conciencias. Allí es donde podréis lealmente buscar la confirmación de mis aseveraciones. No vengo a traeros silogismos, sino a proponeros simples intuiciones de realidad.
Pero, además, no es sino muy natural que acontezca en España esto que acontece; y si lo que voy a decir ahora es en cierta manera nuevo, que no lo es, pero nuevo para un público un poco amplio, es porque no se quiere pensar seriamente en política.
Qué significa para nosotros política (4)
La nueva política, todo eso que, en forma de proyecto y de aspiración, late vagamente dentro de todos nosotros, tiene que comenzar por ampliar sumamente los contornos del concepto politico. Y es menester que signifique muchas otras actividades sobre la electoral, parlamentaria y gubernativa; es preciso que, trasponiendo el recinto de las relaciones jurídicas, incluya en sí todas las formas, principios e instintos de socialización. La nueva política es menester que comience a diferenciarse de la vieja política en no ser para ella lo más importante, en ser para ella casi lo menos importante la captación del gobierno de España, y ser, en cambio, lo único importante el aumento y fomento de la vitalidad de España. De suerte que llegará un día (¿quién lo duda?) en que, con unos u otros hombres, la nueva política ganará sus elecciones y tendrán gentes de su espíritu las varas de alcaldes; pero esto no pesará en su satisfacción ni un adarme más que el haber conseguido, por ejemplo, que se publique un buen libro de anatomía o de electricidad, o haber hecho que se forme por los labriegos perdidos en el áspero rincón de una montaña una Sociedad agrícola de resistencia.
Con esto está dicho que el Estado español, es decir, el buen compás jurídico, el formalismo oficial, el orden público, en una palabra, no es precisamente a quien nosotros deseamos servir en última instancia. Es más: si el Estado español fuera el que se hallara enfermo por errores de esto que se ha llamado política, entonces probablemente no tendríamos por qué considerarnos obligados moralmente a seguir en la vida pública. Lo malo es que no es el Estado español quien está enfermo por externos errores de política sólo; que quien está enferma, casi moribunda, es la raza, la sustancia nacional, y que, por tanto, la política no es la solución suficiente del problema nacional porque es éste un problema histórico. Por tanto, esta nueva política tiene que tener conciencia de sí misma y comprender que no puede reducirse a unos cuantos ratos de frivola peroración ni a unos cuantos asuntos jurídicos, sino que la nueva política tiene que ser toda una actitud histórica. Esta es una diferencia esencial.
El Estado español y la sociedad española no pueden valernos igualmente lo mismo, porque es posible que entren en conflicto, y cuando entren en conflicto es menester que estemos preparados para servir a la sociedad frente a ese Estado, que es sólo como el caparazón jurídico, como el formalismo externo de su vida. Y si fuera, como es para el Estado español, como para todo Estado, lo más importante el orden público, es menester que declaremos con lealtad que no es para nosotros lo más importante el orden público, que antes del orden público hay la vitalidad nacional.
Diferencia radical entre la Liga y los partidos actuales (5)
Si tenéis algún deseo de entender bien nuestras aspiraciones y queréis, desde luego, ser justos con aquello que hay de pretensión de novedad en nuestros propósitos — no esperando a que hasta los ciegos lo tengan que reconocer —, es necesario que toméis completamente en serio esa ampliación del concepto «política» que yo acabo de exigir; que la realicéis en vuestro pensamiento y advirtáis las consecuencias a que lleva.
Todas las labores que hasta ahora realizan todos los partidos se reducen a preparar, conquistar y ejercer la actuación de gobierno. Política es, hasta ahora, sólo gobierno y táctica para la captación de gobierno. Sólo en parte, y en parte sólo, habremos de considerar como excepciones el partido socialista y el movimiento sindical; que por esto son las únicas potencias de modernidad que existen hoy en la vida pública española, y con las cuales nosotros nos confundiríamos si no se limitaran, sobre todo el socialismo, a credos dogmáticos con todos los inconvenientes para la libeftad que tiene una religión doctrinal.
Consideramos el Gobierno, el Estado, como uno de los órganos de la vida nacional; pero no como el único ni siquiera el decisivo. Hay que exigir a la máquina Estado mayor, mucho mayor rendimiento de utilidades sociales que ha dado hasta aquí; pero aunque diera cuanto idealmente le es posible dar, queda por exigir mucho más a los otros órganos nacionales que no son el Estado, que no es el Gobierno, que es la libre espontaneidad de la sociedad.
De modo que nuestra actuación política ha de tener constantemente dos dimensiones: la de hacer eficaz la máquina Estado y la de suscitar, estructurar y aumentar la vida nacional en lo que es independiente del Estado. Nosotros iremos a las villas y a las aldeas, no sólo a pedir votos para obtener actas de legisladores y poder de gobernantes, sino que nuestras propagandas serán a la vez creadoras de órganos de socialidad, de cultura, de técnica, de mutualismo, de vida, en fin, humana en todos sus sentidos: de energía pública que se levante sin gestos precarios frente a la tendencia fatal en todo Estado de asumir en sí la vida entera de una sociedad.
Por esto es, en nuestra opinión, «política» toda una actitud histórica. La Historia, según hoy se entiende, no es, en primer término, la historia de las batallas, ni de los jefes de Gobierno, ni de los Parlamentos; no es la historia de los Estados, que es el cauce o estuario, sino de las vitalidades nacionales, que son los torrentes.
Esto de que con tanta insistencia aparezca, no sólo en mis palabras, que es lo de menos, sino en el fondo de las conciencias de esa España no oficial, el término y la idea de la vitalidad nacional y su oposición a eso que se llama el orden público, indica que deben significar cosa distinta de lo que a primera vista aparece. Pues es natural, es evidente: nadie está dispuesto a defender que sea la Nación para el Estado y no el Estado para la Nación, que sea la vida para el orden público y no el orden público para la vida. Algo, pues, debe haber latente, y es la convicción de que hay motivos para que sea de especial urgencia entender por política el conjunto de labores cuyo fin sea el aumento del pulso vital de España, especialmente aquellas que signifiquen el violento acoso de esta raza valetudinaria hacia una enérgica existencia.
La lealtad puede decirse que es el camino más corto entre dos corazones, y yo ahora no hago sino dirigirme al fondo leal de los vuestros y preguntaros si allá, en ese fondo insobornable que no se deja desorientar nunca por completo, al comparar la época actual con la que queda del otro lado — por lo menos en el pleno dominio de la conciencia española —, del otro lado del 98, si no notáis que es característica de la actual la sospecha recia y trágica de que no ha sido sólo este o el otro Gobierno, tal institución o tal otra, quien ha llegado por sus errores y sus faltas a desvirtuar la energía nacional al punto a que ha llegado; y estoy seguro de que en ese fondo leal de vosotros a que antes me refería, si recordáis lo que os pasara siempre que hayáis pensado en un tema político con un poco de atención, habréis sorprendido en vosotros la sospecha previa de que las soluciones políticas no son bastantes; de que, bajo las presentes o posibles texturas legales, la raza se halla como exánime; de que no se puede contar, por lo menos de antemano y como han contado y cuentan otros pueblos, con una abundancia de energías que sólo aguardan cauce; que sólo le quedan como unos hilillos de vitalidad histórica, y que, por tanto, toda solución meramente política es insuficiente.
Por esta trágica convicción, señores, nos preocupa tanto afirmar la necesidad de anteponer el salvamento de nuestra vida étnica a toda jurídica delicadeza, porque estamos en el fondo convencidos de que tenemos muy poca vida, de que urge acudir a salvar esos últimos restos de potencialidad española.
Y es claro que, bajo esta trágica convicción, el orden público, la paz jurídica no perderán el carácter de cosas respetables, pero francamente se convertirán en respetables nimiedades. Nuestro problema es mucho más grande, mucho más hondo; no es vivir con orden, es vivir primero.
La muerte de la restauración (6)
Estas dos emociones radicales, la de abrigar vivas sospechas sobre el positivo vigor histórico de nuestra raza y, en consecuencia, la de estar dispuestos a anteponer todos aquellos medios que sean necesarios para avivarlas a las meras ficciones y apariencias de buen gobierno, significa que ha entrado España en una época de la pública sensibilidad incompatible e incomunicante con otra época que se conoce en la historia con el nombre de Restauración, la cual gravitaba sobre las dos ideas más opuestas a éstas que cabe imaginar. Y como el ser toda una actitud histórica es el carácter que tiene que tener la nueva política, antes de comenzar la actividad conviene que tomemos una clara orientación histórica.
Aquel apartamiento de la política de las nuevas generaciones, esa senilidad, esa desintegración fatal de los partidos vigentes, esa conducta de fantasmas que llevan los organismos de la España oficial frente a la nueva, debían recibir una sencilla denominación histórica; eso tiene un nombre, hay que ponérselo: es que asistimos al fin de la crisis de la Restauración, crisis de sus hombres, de sus partidos, de sus periódicos, de sus procedimientos, de sus ideas, de sus gustos y hasta de su vocabulario; en estos años, en estos meses concluye la Restauración la liquidación de su ajuar; y si se obstina en no morir definitivamente, yo os diría a vosotros — de quienes tengo derecho a suponer exigencias de reflexión y conciencia elevadamente culta —, yo os diría que nuestra bandera tendría que ser ésta: «la muerte de la Restauración»: «Hay que matar bien a los muertos».
¿Qué es la Restauración, señores? Según Cánovas, la continuación de la historia de España. ¡Mal año para la historia de España si legítimamente valiera la Restauración como su secuencia! Afortunadamente, es todo lo contrario. La Restauración significa la detención de la vida nacional. No había habido en los españoles, durante los primeros cincuenta años del siglo XIX, complejidad, reflexión, plenitud de intelecto, pero había habido coraje, esfuerzo, dinamismo. Si se quemaran los discursos y los libros compuestos en ese medio siglo y fueran sustituidos por las biografías de sus autores, saldríamos ganando ciento por uno. Riego y Narváez, por ejemplo, son, como pensadores, ¡la verdad!, un par de desventuras; pero son como seres vivos dos altas llamaradas de esfuerzo.
Hacia el año 1854 — que es donde en lo soterraño se inicia la Restauración — comienzan a apagarse sobre este haz triste de España los esplendores de ese incendio de energías; los dinamismos van viniendo luego a tierra como proyectiles que han cumplido su parábola; la vida española se repliega sobre sí misma, se hace hueco de sí misma. Este vivir el hueco de la propia vida fue la Restauración.
En pueblos de ánimo más completo y armónico que el nuestro puede, a una época de dinamismo, suceder fecundamente una época de tranquilidad, de quietud, de éxtasis. El intelecto es el encargado de suscitar y organizar los intereses tranquilos y estáticos, como son el buen gobierno, la economía, el aumento de los medios, de la técnica. Pero ha sido la característica de nuestro pueblo haber brillado más como esforzado que como inteligente.
Vida española, digámoslo lealmente, señores, vida española, hasta ahora, ha sido posible sólo como dinamismo.
Cuando nuestra nación deja de ser dinámica cae de golpe en un hondísimo letargo y no ejerce más función vital que la de soñar que vive.
Así parece como que en la Restauración nada falta. Hay allí grandes estadistas, grandes pensadores, grandes generales, grandes partidos, grandes aprestos, grandes luchas: nuestro ejército en Tetuán combate con los moros lo mismo que en tiempo de Gonzalo de Córdoba; en busca del Norte enemigo hienden la espalda del mar nuestras carenas, como en tiempos de Felipe II; Pereda es Hurtado de Mendoza, y en Echegaray retoña Calderón. Pero todo esto acontece dentro de la órbita de un sueño; es la imagen de una vida donde sólo hay de real el acto que la imagina.
La Restauración, señores, fue un panorama de fantasmas, y Cánovas el gran empresario de la fantasmagoría.
«No llamé Restauración a la contrarrevolución — dice Cánovas —, sino conciliación». «No haya vencedores ni vencidos» — dice otra vez —. ¿No son sospechosas, no os suenan como propósitos turbios estas palabras? Esta premeditada renuncia a la lucha, ¿se ha realizado alguna vez y en alguna parte en otra forma que no sea la complicidad y el amigable reparto? «Orden», «orden público», «paz»…, es la única voz que se escucha de un cabo a otro de la Restauración. Y para que no se altere el orden público se renuncia a atacar ninguno de los problemas vitales de España, porque, naturalmente, si se ataca un problema visceral, la raza, si no está muerta del todo, responde dando una embestida, levantando sus dos brazos, su derecha y su izquierda, en fuerte contienda saludable.
Y para que sea imposible hasta el intento de atacarlos, el partido conservador, y Cánovas haciendo de buen Dios, construye, fabrica un partido liberal domesticado, una especie de buen diablo o de pobre diablo, con que se complete este cuadro paradisíaco.
Y todo intento de eficaz liberalismo es aplastado, es agostado. Recordad si no la izquierda dinástica, que se parece tanto a ciertas evoluciones de nuestros días.
Para que puedan vivir tranquilamente estas estructuras convencionales es forzoso que todo lo que haya en torno de ellas se vuelva convención; en el momento en que introduzcáis un germen de vida, la convención explota.
Y aquí tenéis que Cánovas sólo en una cosa aprieta — ya es esto para ponernos en guardia —, una cosa que va a servir como de suprema convención, encargada de dar seguridad a todas las demás. Esta cosa es la lealtad monárquica, de que en breve hablaremos. Se hace del monarquismo un dogma sobrenatural indiscutible, rígido. Y eso, eso es lo único que antepone Cánovas al orden público y que identifica con España. Sus palabras fueron: «Sobre la paz está la Monarquía». Frase verdaderamente sospechosa para quien sobre todo, incluso sobre la vitalidad nacional, estaba la paz. Pero Cánovas, señores, no era una criatura inocente; yo respeto sinceramente su enorme talento, tal vez el más grande de su siglo en España para cuestiones ideológicas, si hubiera podido dedicar a ellas su vida; mas por encima de ser un gran erudito, y un gran orador, y un gran pensador, fue Cánovas, señores, un gran corruptor; como diríamos ahora, un profesor de corrupción. Corrompió hasta lo incorruptible. Porque esa frase «sobre la paz está la Monarquía» produjo el efecto de convertir a su vez en dogma rígido, esquemático, inflexible, ineficaz, extranacional, a la idea republicana.
La frase de Cánovas fue al punto contestada por la extrema izquierda de este modo: «Para nosotros, sobre la paz está la República». Y he aquí dos esquemas simplistas. Monarquía y República, puestos sobre todas las cosas nacionales, y he aquí España girando sobre dos polos, que son dos duros vocablos. Medio país ocupado en garantir el orden público en nombre de la Monarquía y el otro medio país ocupado en subvertirle en nombre de la República. Y como el orden público se pedía en beneficio de una palabra y no de nada sustancial, y como la revolución se demandaba en servicio de algo bien poco inminente y positivo, no había sino una ficción y cascara de orden, no había más que revoluciones oratorias. De este modo se embotó el sistema nervioso de las clases acomodadas, acostumbrándolas a la ineficacia y a la desconfianza, y los republicanos enrudecieron todavía más a las muchedumbres con sus simplismos. Los hombres que entonces quisieron iniciar en España el movimiento socialista, que era una política mucho más compleja, mucho más sabia y mucho más real, saben muy bien cómo fue para ellos una muralla granítica el republicanismo restaurador.
Me es imposible seguir con detalle, porque el tiempo corre muy de prisa, los distintos rasgos característicos de la Restauración: y lo siento verdaderamente porque forman un cuadro cuya contraposición exacta hallaríais en el fondo de vuestras conciencias. Sólo mentaré los nombres de estos rasgos fisonómicos. Es, por lo pronto, el amor a la ficción jurídica (este orden público a que antes me refería), a la pomposidad, a la exterioridad, a contentarse con la apariencia. Es el seguir hablando de la tradición nacional, lo cual es grave, señores, porque no es sino otro nombre con que se indica el desconocimiento del caso España, de lo que es España como peculiar problema histórico y político. Porque lo que representa España, a diferencia de los demás pueblos actuales de Europa, es ser el pueblo en que no han fracasado estos o los otros hombres, estas o las otras instituciones, sino algo más hondo; es que en nuestra historia tenemos como un rompimiento de la eficacia de los principios más íntimos e inalienables del pueblo, de la tradición; en España, pues, es donde (aun aparte de cuestiones de ética y de derecho) el tradicionalismo no puede ser nunca un punto de partida para la política. Podrá tal vez, ser útil para ciertas labores complementarias; pero centrar la política en la tradición, conservar los nombres huecos del pasado y con eso querer resolver las lacras del presente, esto no es más que un desconocimiento de la realidad española; es decir, convencionalismo, simplismo, caracteres de la Restauración.
Pero, además de esto, fue la Restauración, como hemos visto, la corrupción organizada, y el turno de los partidos, como manivela de ese sistema de corrupción.
Por fin, yo casi estoy por decir que, como más característico que todo esto, como más pernicioso, como raíz y origen de todo lo dicho, el fomento de la incompetencia.
Yo os pido que si queréis tomar una postura fundada ante los problemas actuales de la nación releáis, de cuando en cuando, libros en que se cuente esta historia restauradora, por ejemplo, entre los que se ocupan de los últimos años de esta etapa, los veinte tomos del Año político, de Soldevilla, donde están los gérmenes puros, ingenuamente depositados sobre el papel, de los hechos nacionales en aquel período. Y yo os digo que de esa galería oscura de años inertes, de años trágicos, porque la inercia puede tomar en ocasiones el vuelo de una trágica condición, de aquel movimiento de generales que van y vienen y se suceden, de Comisiones que se reúnen y se desunen sin haber resuelto nada, de temas que se suscitan y a los cuales no piensa nadie dar cima ni llegar a la fórmula más elemental de su solución, de todo ese fondo no os quedarán, sin embargo, como lo más característico, flotando en la memoria, grandes crímenes constitucionales, ni, tal vez, demasiado grandes y súbitos descubrimientos de defraudaciones al Erario; pero lo que sí emana de todos esos años oscuros y terribles es una omnímoda, horrible, densísima incompetencia.
¿A dónde podía conducir todo esto? Al 98. ¿Cómo dudar de la existencia de esas dos Españas incomunicantes e incompatibles a que yo antes me refería? Deben ser un poco enfermos de la memoria quienes lo niegan, cuando olvidan que entre esa época y nosotros hay una fecha terrible, fatal: el 98. Podrá satisfacerse el que encuentre en ello gusto, haciendo notar, insistiendo en que la época del 98 acá no ha producido hombres de cualidades brillantes; pero es que la convivencia nacional no es una reunión escolar en la que se trate de dar premio al mérito de unos cuantos. Por bajo la falta de brillantez en este o aquel individuo está el acervo positivo de la gran modestia nacional, de la espléndida sacra anonimidad, y allí, sin ruido, lentamente, ocultamente, se viene preparando un momento fieramente justiciero. Es natural.
Tardará más o menos en venir; pero el más humilde de vosotros tiene derecho a levantarse delante de esos hombres que quieren perpetuar la Restauración y que asumen su responsabilidad, y decirles: «No me habéis dado maestros, ni libros, ni ideales, ni holgura económica, ni amplitud saludable humana; soy vuestro acreedor, yo os exijo que me deis cuenta de todo lo que en mí hubiera sido posible de seriedad, de nobleza, de unidad nacional, de vida armoniosa, y no se ha realizado, quedando sepulto en mí antes de nacer; que ha fracasado porque no me disteis lo que tiene derecho a recibir todo ser que nace en latitudes europeas».
Y aun habíamos de avergonzarnos de ser nosotros quienes viniéramos con estas exigencias, al fin y al cabo hemos nacido en las capas superiores de la sociedad española; pero ¿qué no tendría derecho a decir el obrero en la vida cruda de su ciudad y el labriego en su campiña desértica y áspera?
Todo español lleva dentro, como un hombre muerto, un hombre que pudo nacer y no nació, y claro está que vendrá un día, no nos importa cuál, en que esos hombres muertos escogerán una hora para levantarse e ir a pediros cuenta sañudamente de ese vuestro innumerable asesinato.
Yo necesitaba extenderme en estos puntos de vista, y al solicitar a la acción pública, a las nuevas generaciones y especialmente a las minorías que viven en ocupaciones intelectuales, no quiero decir que se dejen las exigencias y la fuerza de su intelectualidad en casa; es menester que, si van a la política, no se avergüencen de su oficio y no renuncien a la dignidad de sus hábitos mentales; es preciso que vayan a ella como médicos y economistas, como ingenieros y como profesores, como poetas y como industriales. Y la dignidad del hábito mental, adquirido por quien vive en obra de intelección, es moverse no sólo en cosas concretas, sino saber que para llegar a ellas fina y acertadamente hay que tomar la vuelta de las orientaciones generales. Lo general no es más que un instrumento, un órgano para ver claramente lo concreto; en lo concreto está su fin, pero él es necesario. Mientras sean para los españoles sinónimos la idea general y lo irreal, lo vago, todo empeño de renacer fracasará. Porque cultura no es otra cosa sino esa premeditada, astuta, vuelta que se toma con el pensamiento — que es generalizador — para echar bien la cadena al cuello de lo concreto.
Desconfianza ante los programas simples (7)
Yo quisiera ahora, rápidamente, puesto que el tiempo no me deja más, explicar cuáles son algunas de las posiciones de la Liga de Educación Política frente a algunos temas presentes e ineludibles de la política española.
Pero conste que yo no voy a hacer un programa. La «Liga de Educación Política Española» no es hoy un partido parlamentario preocupado de captar el Poder y a quien sea urgente la posesión de esas ganzúas de gobierno que algunos llaman programas. ¡Ojalá que existieran hoy, como en otros tiempos, breves y sencillos ideales políticos, capaces de encender en llama de fe viva los corazones de todo un pueblo, así de los privilegiados intelectuales como de las muchedumbres pasionales! Mas precisamente porque hoy no los hay se ha fundado la «Liga de Educación Política Española», a fin de que mañana, en un mañana muy próximo, los haya. Porque, como al principio os decía, y luego he insistido en decir y ahora reitero, se trata de un instante crítico, en que las fórmulas recibidas y gritadas públicamente no satisfacen íntegramente a nadie y urge renovar los principios mismos de toda la batalla política, tejer nuevas banderas, modular nuevos himnos y forjar nuevas interjecciones políticas que no se pierdan en el aire, como meros sonidos, que acierten a poner tensión duradera en los músculos de legiones de brazos.
Por ser de inminencia que alguien tocara a rebato solicitando a la actuación política las nuevas generaciones, me he atrevido a hablaros hoy desde aquí; pero — claro está — mi atrevimiento no llega a más que a enunciar aquellas convicciones primarias y genéricas dentro de las que evidentemente han de formarse los nuevos usos. No he de tener la avilantez de exponeros mi programa. Experimento demasiado amor, tengo demasiada fe y conozco demasiado las dificultades que se encierran en esta frase: «nueva política». ¿Lo oís bien? Nueva — por tanto, desde sus bases hasta sus cimas, desde sus axiomas a sus últimos corolarios, desde sus emociones hasta sus términos —, nueva. ¿Y voy a tener la avilantez de venir aquí, sin autoridad y en un breve rato, a pretender vuestra súbita conversión? No; yo no puedo daros hoy otro programa que éste, compuesto de dos proposiciones: los programas usaderos son caducos e inútiles — venid a trabajar en un nuevo edificio de ideas y pasiones políticas —. Yo ahora no pido votos; yo ahora no hablo a las masas; me dirijo a los nuevos hombres privilegiados de la injusta sociedad — a los médicos e ingenieros, profesores y comerciantes, industriales y técnicos —; me dirijo a ellos y les pido su colaboración.
Más acción nacional que fórmulas políticas (8)
Cualquiera que sea el contenido particular de nuestro programa, sé de antemano que se caracterizará por exigir con el mismo vigor estas dos cualidades: justicia y eficacia. Mirad cómo en toda Europa comienzan nuevos fervores de luchas liberales, y mirad cómo no encienden esa pasionalidad política modernísima, utopías más o menos remozadas, sino el ideal de la eficacia.
Vamos a inundar con nuestra curiosidad y nuestro entusiasmo los últimos rincones de España: vamos a ver España y a sembrarla de amor y de indignación. Vamos a recorrer los campos en apostólica algarada, a vivir en las aldeas, a escuchar las quejas desesperadas allí donde manan; vamos a ser primero amigos de quienes luego vamos a ser conductores. Vamos a crear entre ellos fuertes lazos de socialidad — cooperativas, círculos de mutua educación; centros de observación y de protesta. Vamos a impulsar hacia un imperioso levantamiento espiritual los hombres mejores de cada capital, que hoy están prisioneros del gravamen terrible de la España oficial, más pesado en provincias que en Madrid. Vamos a hacerles saber a esos espíritus fraternos, perdidos en la inercia provincial, que tienen en nosotros auxiliares y defensores. Vamos a tender una red de nudos de esfuerzo por todos los ámbitos españoles, red que a la vez será órgano de propaganda y órgano de estudio del hecho nacional; red, en fin, que forme un sistema nervioso por el que corran vitales oleadas de sensibilidad y automáticas, poderosas corrientes de protesta.
¡El programa! Si se entiende por tal algo hondo y vivaz, tiene que ser creado tema a tema, en esa convivencia a que os invito. Tengamos el valor de esa misma novedad que pretendemos y no comencemos, como han hecho y hacen los otros partidos, por el fin. Nosotros no tenemos prisa: prisa es lo único que suelen tener los ambiciosos.
Odiemos las puras palabras: ¿Qué ganaríamos con que yo ahora incluyera aquí un párrafo diciendo que es uno de los cuatro ángulos de nuestro programa la demanda de la moralidad en los poderes? Eso no se dice; eso es para hecho. En lugar de decirlo, hagámoslo; organicémonos en línea de agresión contra la inmoralidad; que lleguen a saber los ofendidos y maltrechos que hay una colectividad dispuesta y pertrechada en todo instante para defenderlos.
Sólo por la necesidad en que estamos — conforme tejemos esa nueva acción política, que será lo nuestro genuino — de dar cara a los sucesos de la política momentánea, de intervenir, desde luego, en la contienda, diré algo que ha de valer más bien como ejemplo de nuestra orientación que como definitiva aclaración, salvo en un asunto a que luego me he de referir.
¿Qué actitud tomar entre las direcciones genéricas de la política al uso? Señores, si yo ahora declaro que los que formamos parte de la Liga de Educación Política somos liberales, no diría nada, porque el vocabulario político está infestado y todos sus términos tienen que ser sometidos a lazareto. Las cosas claras. Y o desearía poderme llamar aquí radical. No creo, es cierto, que todas las labores hechas por los radicales españoles hayan sido inútiles; ha habido algunos — que yo llamaría buenos demagogos —, en cuya vida particular yo no tengo para qué meterme, que han ejercido una función necesaria en la sociedad: han producido como una primera estructura histórica en las masas; y ésos son realmente respetables. Pero esto ocurre a alguno que otro. Los radicales, así, en general, son unas gentes que van gritando por esas reuniones de Dios, y nuestra política es todo lo contrario que el grito, todo lo contrario que el simplismo. Si las cosas son complejas, nuestra conducta tendrá que ser compleja. No hay nada más absurdo que, por ejemplo, pedir que en el espectro de los colores se nos indique dónde exactamente acaba el anaranjado y dónde empieza el amarillo, porque es esencial a los colores puros el fundirse unos con otros en transición suavísima, el no acabar aquí o allí. Lo complejo tiene que ser reflejado, en los programas políticos, complejamente; y una de las cosas más graves que ocurren en España es que sólo se dirigen a la multitud esos simplismos radicales o reaccionarios, esos grandes gritos, que convierten la política en un sicofantismo, en obra de denostación y de insulto. Por consiguiente, yo necesitaría mucho tiempo para explicar en qué sentido nosotros deseamos ser radicales, es decir, extremadamente liberales, mucho más liberales que cuantos partidos tienen hoy representación en nuestro Parlamento. Pero es que hay cosas que, a lo mejor, pasan como no radicales y lo son. Y o no puedo olvidar que uno de los intentos de reformas más positivamente avanzados que se ha intentado en la Hacienda fue una ley de impuestos sobre las cédulas personales: y los republicanos fueron los primeros en oponerse a ella. Mientras las cosas no se pongan claras no podremos, sin incurrir en falta de seriedad, declararnos, sin más ni más, radicales. ¿Para qué? ¿Para pedir la limosna de un aplauso?
Las formas de gobierno (9)
Esto nos lleva a una de las cuestiones más graves del momento, sobre la que es forzoso tomar una postura digna, seria, evidente, inequívoca; la cuestión de las formas de gobierno.
No vamos a ocultar nuestra gran simpatía por un movimiento reciente que ha puesto a muchos republicanos españoles en ruta hacia la Monarquía. Sin embargo, la mayor parte de los que hasta ahora componen la Liga de Educación Política no hemos sido nunca republicanos, o lo hemos sido, como muchos compatriotas nuestros, pasajeramente, en una hora de mal humor. Con esto quiero decir que la cuestión de Monarquía no puede significar para nosotros lo mismo que para aquellos que van lanzados en un viaje siempre azaroso hacia ella. En un país donde las masas están pervertidas por esos simplismos de los gritadores a que antes me refería, harto tienen los que hacen la evolución con decir que van de la República a la Monarquía. Pero en esto hay un inconveniente: porque vienen de una república que es la lunática república de la Restauración, y al anunciar su proximidad a la Monarquía, las gentes literalmente entienden por Monarquía lo que ha significado esta palabra en la Restauración, y tienen razón a resistirse, y los que evolucionan tendrán fatalmente que retroceder con gran violencia, si ser monárquico va a seguir significando lo que ha significado hasta aquí.
Esto requiere, por consiguiente, una extremada precisión, es algo en que, por fuerza, ha de quedar claro el campo.
Aun cuando acepte la intención con que las palabras éstas han sido frecuentemente dichas, no puedo aceptar la forma, no puedo aceptar los términos, según los cuales se dice que las formas de gobierno son accidentales.
¿Qué se quiere declarar con su accidentalidad? Sin duda se quiere decir que hay en nuestra conciencia política ciertas ideas a las cuales sentimos indisolublemente adscrito el eje moral de nuestra persona, y, en cambio, otras de las cuales, con más o menos facilidad, podríamos prescindir. Y , efectivamente, si somos leales con nosotros, las formas de gobierno nos aparecerán como de aquellas cosas de que en algún caso podríamos prescindir o que podríamos trasmudar la una por la otra. Pero ¿cuáles son las imprescindibles? ¿Cuáles son las que van atadas a ese fondo inalienable de nuestra conciencia política?
No es ciertamente la Monarquía, no es ciertamente la República. Las extremas izquierdas de todo el mundo, hoy los sindicalistas, con quien en cierto sentido simpatizamos, consideran a la República cosa tan reaccionaria como la Monarquía y piden un Estado espontáneo, difuso, sin poder gubernativo. Pero también los radicales de muchos países combaten el régimen parlamentario y el sufragio universal por juzgarlos antidemocráticos.
De suerte que, en resolución, lo único que queda como inmutable e imprescindible son los ideales genéricos, eternos, de la democracia; y todo lo demás, todo lo que sea medio para realizar y dar eficacia en cada momento a esos ideales democráticos es transitorio.
Estos medios reales y transitorios para cumplir los ideales, los fines políticos, son los que se llaman instituciones; no conviene, pues, decir especialmente que las formas de gobierno son accidentales, porque toda institución lo es; toda institución es un mero instrumento que, a fuer de tal, sólo puede ser justificado por su eficacia. Abandonamos, pues, esta terminología escolástica en que se nos habla de lo accidental y de lo sustancial; es menester que traigamos la cuestión a su terreno propio, que es el de los medios y fines; los medios, es decir, las instituciones, y los fines, es decir, la justicia humana y la plenitud vital de la sociedad.
Puesto el tema en este campo, que es el suyo, ¿cómo puede decirse que la institución máxima, de la que depende la buena marcha de todas las demás, es cosa de menor cuantía? No, esto quiere decir que se simpatiza con instituciones evanescentes y evaporadas, cuya única misión es ésta, siendo así que quien tiene una noción y un deseo de la política como de algo plenamente vivo en todos sus actos y órganos, no puede lealmente pedir estas instituciones holgazanas.
Esto nos huele demasiado a siglo XIX, que es para nosotros tan pasado como el X.
Bien está que los republicanos de la Restauración, contaminados por la política abstracta, irreal, de esta época; hombres que no sentían con la misma fe y con la misma fuerza que el imperativo de la justicia el imperativo de la eficacia, creyeran encontrar en no sé qué razones de no sé qué teorías motivos para decidirse por una de estas formas de gobierno. Para nosotros, el problema de toda institución nace y muere dentro de la órbita experimental de la historia. No entendemos, pues, qué puede quererse decir con que la República es mejor en teoría; no hay más teoría que una teoría de una práctica, y una teoría que no es esto, no es teoría, sino simplemente una inepcia.
Se trata de estructurar la vida española, se trata de obrar enérgicamente sobre esos últimos restos de vitalidad nacional. Para esto, nosotros empezamos a trabajar en la España que encontramos. Somos monárquicos, no tanto porque hagamos hincapié en serlo, sino porque ella — España — lo es. No vemos en la Restauración el fracaso de la Monarquía, sino también el de los republicanos.
Convencidos de que a nadie en particular, sino a todos en general, correspondió el fracaso, esperamos de la Monarquía, en lo sucesivo, no sólo que haga posible el derecho y que se recluya dentro de la Constitución, sino mucho más: que haga posible el aumento de la vitalidad nacional. No somos, pues, monárquicos porque dejemos de ser republicanos; no somos, no podemos ser, no entendemos que se pueda ser definitivamente lo uno ni lo otro. En esta materia no es decorosa al siglo XX otra postura que la experimental.
Como Renán decía que una nación es un plebiscito de todos los días, así la Monarquía tiene que justificar cada día su legitimidad, no sólo negativamente, cuidando de no faltar al derecho, sino positivamente, impulsando la vida nacional. Pues por encima de la corrección jurídica piden los pueblos a sus instituciones una imponderable justificación de su fecundidad histórica, y si no la dan, un día antes o un día después, las instituciones son tronchadas. Mas para esto es preciso que él pueblo vea bien claro que quien no ha cumplido es esa institución, y para esto hace falta que vea a sus hombres mejores, a aquellos en quienes más confía, trabajar dentro de ella.
En España, señores, mientras no hubo republicanos hubo revoluciones; desde que hay republicanos no hay revoluciones. Esa actividad republicana enorme, ubicua, verdaderamente incansable durante cuarenta años, ha consistido en una abundantísima producción oral, y con ser tan tenues, tan leves los cuerpos de las palabras, han sido tantas las pronunciadas por los republicanos, que se han condensado en un recio muro, puesto en torno a la Monarquía, a la Monarquía tradicional, a la Monarquía lealista y extranacional, de tal manera que la defensa más poderosa que hasta ahora ha tenido la Monarquía ha sido esa muralla china de la oratoria republicana.
Señores: conviene que Monarquía y República dejen de ser dos convenciones sin tránsito fácil y vivo de la una a la otra; que no sea el declararse monárquico o republicano algo que, como el nacimiento o la muerte, no se puede hacer más que una sola vez en la vida. Nada viviente manifiesta estas rigideces; son propias sólo de los esquemas.
La Monarquía, en tanto, puede, si quiere, hacerse solidaria de las esperanzas españolas y entretejerse hondamente con ellas; mas para esto es preciso, repito, que ser monárquico signifique otra cosa de lo que significó para los dos partidos restauradores.
Hay un momento famoso, en el año 1878, en que Cánovas, habiendo oprimido oratoriamente a Sagasta para que pronunciara la palabra fatal, la que le ligaba por siempre al convencionalismo de la Restauración, tuvo la satisfacción de oír que Sagasta la pronunciaba, y entonces, recogiéndola y remachándola, pronunció estas otras, verdaderamente interesantes:
«La lealtad, cuando se trata de Monarquía y cuando la frase se completa llamándola lealtad monárquica —no la lealtad de las relaciones particulares—, tiene un sentido histórico, y este sentido histórico es estar con la Monarquía sin condiciones, de todas maneras, bien o mal, como la Monarquía se conduzca, de todas suertes apegado a ella[1]. Este es el sentido histórico de la frase; esto es lo que hasta aquí se ha llamado lealtad monárquica; por lo cual tampoco el señor ministro de la Gobernación (Romero Robledo) ha dudado ni por un instante de la lealtad del partido constitucional».[Así en el Diario de las Sesiones]
…El cual era el partido liberal de la Restauración.
Sin embargo, no creáis que esto ha pasado por completo. Si no en fórmula tan extrema ni tan solemne, yo tengo aquí unas palabras del señor Maura en 1907, donde viene a decir lo mismo: «Así como una mujer, para elevar sus plegarias a la Virgen, necesita de una imagen para formarse una idea de ella, así la idea de la Patria no está concebida sin el Rey».
Si se quiere una fórmula, tal vez ruda, pero la única que juzgamos digna y seria y patriótica, para expresar nuestra posición, diríamos que vamos a actuar en la política como monárquicos sin leaüsmo. La Monarquía es una institución y no puede pedirnos que adscribamos a ella el fondo inalienable, el eje moral de nuestra conciencia política. Sobre la Monarquía hay, por lo menos, dos cosas: la justicia y España. Necesario es nacionalizar la Monarquía.
La organización nacional (10)
Junto con aquel impulso genérico del liberalismo, es el ansia por la organización de España lo que lleva nuestros esfuerzos a agruparse. No se debe olvidar que formamos parte de una generación iniciada en la vida a la hora del desastre postrero, cuando los últimos valores morales se quebraron en el aire, hiriéndonos con su caída. Nuestra mocedad se ha deslizado en un ambiente ruinoso y sórdido. No hemos tenido maestros ni se nos ha enseñado la disciplina de la esperanza. Hemos visto en torno, año tras año, la miseria cruel del campesino, la tribulación del urbano, el fracaso sucesivo de todas las instituciones, sin que llegara hasta nosotros rumor alguno de reviviscencia. Sólo viniendo a tiempos más próximos parecen notarse ciertos impulsos de resurgimiento en algunos parajes de la raza, en algunos grupos, en algunos medrosos ensayos. Sin embargo, los Poderes públicos permanecen tan ajenos a aquel dolor y mengua como a estos comienzos de vida. Diríase que la España oficial, en todas sus manifestaciones, es un personaje aparecido, de otra edad y condición, que no entiende el vocabulario ni los gestos del presente. Cuanto hace o dice tiene el dejo de lo inactual y la ineficacia de los exangües fantasmas.
No creemos que sea una vanidad la resolución de dedicar buena porción de nuestras energías — cuyos estrechos límites nos son harto conocidos — a impedir que los españoles futuros se encuentren, como nosotros, con una nación volatilizada. Por otra parte, no nos sentimos de temperamento fatalista: al contrario, pensamos que los pueblos renacen y se constituyen cuando tienen de ello la indómita voluntad. Todavía más: cuando una parte de ese pueblo se niega reciamente a fenecer. El brillo histórico, la supremacía, acaso dependan de factores extraños al querer. Pero ahora no se trata de semejantes ornamentos. Nuestra preocupación nacional es incompatible con cualquier nacionalismo. Nos avergonzaría desear una España imperante, tanto como no querer imperiosamente una España en buena salud, nada más que una España vertebrada y en pie.
Para este acto de incorporarse, necesita la España vivaz una ideología política muy clara y plenamente actual. Tenemos que adquirir un pensamiento firme de lo que es el Estado, de qué puede pedírsele y qué no debe esperarse de él. Pero no basta con un principio político evidente. La organización nacional es una labor concretísima; no consiste en un problema genérico, sino en cien cuestiones de detalle: en esta institución y aquella comarca, este pueblo y aquella persona, esta ley y aquel artículo. La organización nacional nos parece justo lo contrario de la retórica. No puede fundarse más que en la competencia.
Maura (11)
Hay un hombre en la política española que se diferencia de estos partidos, y frente al cual no hay otro remedio sino reconocer que lleva tras él una realidad. Es el señor Maura. Pero esta realidad que está tras él es, señores, la más terrible de España, es el peso inerte que lleva España desde hace siglos; es lo que ha ido quedando sobre el organismo de la raza de resultas de sus fracasos y de sus dolores; es toda esa parte inculta, apegada a las palabras más viejas, a las emociones más extremas; es todo ese trozo de la raza que yo llamaría el trozo histérico de España. Pero es una realidad; eso está ahí y con el señor Maura, y es lástima que no podamos decir que estando detrás de él una realidad es él una realidad.
Yo, sinceramente, señores, pensando en las fórmulas que podrían darse de la política del señor Maura, me he encontrado siempre con que tendría que presentarle como una figura típica de esa política restauradora.
El señor Maura (y dejemos las páginas oscuras de 1909) es el que ha afirmado siempre que España es una cuestión de orden público, que el gran problema de España es el Ministerio de la Gobernación, precisamente en lo que tiene de Ministerio de represión. Además, el señor Maura, cuando el señor Cambó en las Cortes últimas pedía que se rompiera para siempre el turno de los partidos, fue el defensor del turno de los partidos, síntoma típico de la Restauración; el señor Maura no ha defendido la competencia; el señor Maura cree en los jesuítas. Y hoy, aun en un momento de renovación por los dolores, deja que, más o menos en su nombre, se hable de «Dios, Patria y Rey», el lema de los carlistas. ¿Es que vamos a poder ir con la Divinidad como jefe de nuestros muñidores electorales?
La afirmación que hoy se hace de la política de 1909 consiste curiosamente en una operación de hacer entrar en lo que era muy poco muchas cosas que allí no estaban; la política de 1909 nos suena a los españoles normales, corrientes, vulgares, simplemente a un movimiento guerrero en África, a una revolución, ¿qué digo revolución?, a un conato de motín en Barcelona y a una represión. No nos suena a más.
Para la cuestión marroquí pedimos un poco de seriedad (12)
Con esto llegamos a un problema del cual no puedo menos de decir algo, por la enorme significación que tiene dentro de la atención española, y que, sin embargo, no puedo tocar de una manera suficiente por la absoluta escasez de tiempo: el problema de Marruecos.
Orientando como hemos orientado todos los temas de esta conferencia en la oposición de una época restauradora y una época que parece como que quiere venir, yo os diría que el problema de Marruecos se presenta, ante todo, como un síntoma ejemplar de cosas que ocurrieron en la Restauración: generales que van y vienen; victorias que lo son, pero que a algunos les parecen derrotas; una lluvia áurea de recompensas que el cordón de cierta real orden trae y lleva de lo más alto al último sargento.
El caso es que también la gente, como entonces, como en tiempos de Cuba, no sabe lo que pasa, no se forma esa noción modesta que hay que preparar, aun para las mínimas fortunas intelectuales del pueblo, de qué es lo que allí se hace.
Me es enojoso el empleo de palabras duras y excesivas; pero yo diría que es un poco escandalosa la ignorancia en que estamos de todo lo que se ha hecho, se puede hacer y conviene hacer en el problema de Marruecos. Por lo pronto, fuimos sin saber por qué fuimos. Esto puede tener dos sentidos: sin saberlo nosotros, los subditos españoles, o sin saberlo los que nos llevaron; y no es saber por qué fuimos que se nos cite un texto o que se nos aluda a un posible texto de un Tratado internacional. Pero, además — ante un público reflexivo —, puedo advertir cómo esta frase de que fuimos sin saber por qué íbamos tiene otro tercer sentido. Se pone el problema y parece muy claro, en estos términos: ¿debimos ir o no a Marruecos, es decir, España a Marruecos? Todas las cavilaciones gravitan sobre el problema del deber ir o no deber ir, y se olvidan de que antes de resolver esta cuestión parcial es menester que sepamos bien si sabemos qué es España y qué es Marruecos, señores, porque la ignorancia de la realidad nacional, de sus posibilidades actuales, de los medios para poder organizar una mayor potencialidad histórica, y, de otro lado, el grado de ignorancia de lo que constituye nuestro problema marroquí, más aún, de lo que es Marruecos, hasta como problema científico, hasta en su conocimiento más abstracto, es verdaderamente increíble. Yo leí, y me produjo un gran pesar, en un rapport de un famoso geógrafo, publicado hace unos cuantos años, que sólo dos manchas hay desconocidas en el globo: una, Tebesti — un rinconcito del centro de Africa —, y la otra — ¿creéis que era allá por Groenlandia?; no —, la otra era eso que está a la vera de España desde que el mundo es mundo, el Rif. De suerte que después de conocido todo el mundo, después que las otras razas han cumplido con su misión enviando a veces al otro extremo de la tierra sus exploradores, no hemos tenido la curiosidad de conquistar para Europa el conocimiento geográfico de esto que está junto a España, a dos dedos de España. De manera que, aparte de la ignorancia política y guerrera que podamos tener, es decir, la ignorancia de si nos conviene o no la guerra, etcétera, tenemos esta ignorancia mucho más básica, la ignorancia de lo que es Marruecos.
¿Y vamos a colonizarlo? Yo no digo que sí ni que no. Lo único que advierto es que, antes de resolver nada, es preciso conocer seriamente la situación, es preciso que nos propongamos estudiarla de un modo profundo y serio. Es muy fácil, para halagar a la muchedumbre exaltada, decir que se reembarquen las tropas, que vengan las tropas. Esta es una idea que anda por el aire, y hay una porción de políticos que van a la carrera a ver si la atrapan y la pueden poner en su solapa para hacer de ella su programa político. Claro es; cualquiera puede recogerla; ¡es tan simple, supone tan pocos quebraderos de cabeza, está ahí!
¿Veis en qué dirección va mi odio a eso que llaman problemas políticos? Y o sostengo que en el mejor caso se trata de inicuas explotaciones en beneficio particular de pasiones inconscientes de las pobres ciegas muchedumbres hermanas.
Yo siento profunda aversión hacia toda guerra, simplemente por lo que tiene de guerra. Pero no voy a repetir en este asunto la postura ineficaz, soi-disant teórica, que censuraba en los republicanos cuanto a la forma de gobierno. Aspiraciones escatológicas, proyectos para un futuro ideal humano son las normas que han de orientar nuestras afirmaciones de política; pero no pueden nunca confundirse con éstas. Un ideal étnico no es un ideal político. Mientras esto no se vea claro y no se reconozca su evidencia, la política será una hipocresía vergonzosa y un perpetuo engaño del prójimo y de nosotros mismos. Hay que deslindar ambos campos.
Que no haya guerras de ninguna clase es un tema santo de propaganda social, de humana religión, de cultura, pero no una posición política con sentido. En política sólo cabe oponerse a esta guerra, a aquella guerra, y, consecuentemente, oponerse por las razones concretas que en cada caso se den, no por la razón abstracta que existe y que yo íntegramente reconozco y defiendo, contra toda guerra. Creo que es innecesario repetir por milésima vez, en esta coyuntura, las palabras célebres de Bebel en el Congreso Socialista de Essen.
Concluyase, pues, la guerra ésta; pero dígasenos por qué. Tal vez declarar los motivos que llevamos dentro contra esta guerra sea más útil para España que la conquista de medio continente. Pero no se concluya la guerra por la misma razón que se comenzó: porque sí. Y a que no sabíamos por qué fuimos, sepamos por qué volvemos.
Acaso muchas de las razones corrientes contra esta guerra no sean tales razones contra esta guerra, sino manifestaciones de un cierto estado de espíritu, innegablemente muy generalizado, en relación con nuestro ejército. No tenemos fe en la buena organización de nuestro ejército; y de que no salgamos de estas dudas tienen, a no dudarlo, parte de la culpa los que por un torpe, insincero radicalismo han impedido que los españoles civiles entren en mayor intimidad con los españoles militares, produciéndose una mutua y penosísima suspicacia.
No son ellos, sin embargo, los únicos culpables.
En todos los demás organismos nacionales ha habido individuos de los que rinden en ellos funciones de servicio, y entierran en ellos sus esfuerzos, pertenecientes en su mayoría a las nuevas generaciones, que han tenido el valor, que han cumplido el deber de declarar los defectos fundamentales de esos organismos. En cambio, hasta hoy no conocemos críticas amplias y severas de la organización del ejército, y esto es un deber que se haga, éste es un asunto en que nosotros debemos estar decididos a conseguir esclarecimiento.
Tanto como me sería repugnante cualquiera adulación al ejército, me parecería sin sentido no entrar con los militares en el mismo pie de fraternidad que con los demás españoles.
Por eso, no creo herir ningún mandamiento ni ninguna prescripción, si solicito a los militares jóvenes, a los que son en el ejército también una nueva generación, para un cierto género de colaboración ideal y teórica, para una como comunión personal con los demás españoles de su tiempo que se preocupan de los grandes problemas de la patria.
De todas suertes, hay que recordar, frente a los simplismos de los gritadores, que el problema de la guerra supone la solución previa al problema de Marruecos. Y esta es la hora, señores, ¡vergüenza da decirlo!, en que no se ha oído ninguna voz clara, articulada, que muestre reflexión, conocimiento ni astucia sobre este asunto. ¡Ved cómo el programa, este programa, digno de una nueva política, no puede inventarse en la soledad de un gabinete! Sin una múltiple colaboración, sin medios abundantes, ¿quién puede pretender ideas claras sobre esto que España en cinco siglos no ha conseguido fabricar?
En fin, señores, habíamos de decidir el punto de la guerra y el abandono absoluto de Marruecos, incluso de esos viejos peñones calvos donde está agarrada secularmente España, como un águila herida, y todavía continuábamos forzados a tener pensada una política africana. Pero de esto no podemos hoy hablar con oportunidad.
Estos días toma un cariz nuevo este problema de Marruecos, un cariz de política interior, un cariz nuevo del que va a ser difícil tratar con discreción. Alguien, presentándose noblemente como guerrilla avanzada de quien no aparece todavía, ha disparado un venablo…, no sé cómo decir esto, ha disparado un venablo en dirección cenital. Y ha habido en muchos periódicos esta exclamación: «Eso es quebrantar secretos». Señores, vayamos claros: nos pasamos la vida diciendo que no sabemos nada de Marruecos, y cuando se nos presenta alguien que nos declara un secreto, ¿vamos a negarle la audición? No; eso tenemos que recibirlo con simpatía, con honda simpatía. Ahora, una cosa es eso y otra es que nos parezcan tan simpáticos los que pueden ser móviles de esa declaración de secretos. Porque son cosas que pasaron en 1909 y ha corrido el tiempo hasta 1914. ¿Qué ha pasado entre medias de nuevo que justifique la nueva actitud de un hombre? Nada nacional: sólo un asunto particular. Y, además, de esos secretos ahora presentados, resulta que hubo un momento en que los gobernantes de 1909 estaban plenamente convencidos de que no se debía realizar una cierta campaña en una cierta manera, y eso trajo consigo el que una porción de españoles pensaran próximamente lo mismo que el Gobierno, y eso produjo un movimiento de inquietud en Barcelona, que tuvo como consecuencia una represión por el mismo Gobierno que pensaba lo mismo que aquéllos que protestaban.
Conclusión (Vieja u Nueva Política) (13)
Liberalismo y nacionalización propondría yo como lemas a nuestro movimiento. Pero ¡cuánto no habrá que hablar, que escribir, que disputar hasta que estas palabras den a luz todo el inmenso significado de que están encintas!
Nacionalización del ejército, nacionalización de la monarquía, nacionalización del clero (no puedo en esto detenerme), nacionalización del obrero; yo diría que hasta nacionalización de esas damas que de cuando en cuando ponen sus firmas detrás de unas peticiones cuya importancia y trascendencia ignoran, peticiones que, a veces, van a herir la posibilidad de que se realice una función vital, imprescindible en España.
Yo pido la colaboración principalmente a las gentes jóvenes de mi país para esta labor tranquila, continua, a sus horas enérgica, violenta cuando fuere menester, dedicada al estudio de los problemas nacionales, a la articulación detallada de una porción de masa nacional a la cual no ha llegado todavía la acción de los partidos políticos — de las villas y lugares, sobre todo, de los labriegos. España, que sólo tiene unas cuantas capitales, capitales que por cierto no son suficientes para responder a lo que significa el concepto de capitalidad en el mundo europeo moderno, tiene todo el resto expandido por sus campos y nadie se acuerda de él, y eso es menester llegar a dotarlo de una gran vigorosidad política, para que pueda ser una esperanza y una amenaza, las dos cosas tienen que ir unidas, para los que se preocupan ante todo de la vitalidad nacional. Para todo esto, que más en alusión que en exposición os he dicho, yo solicito la colaboración de los hombres de buena voluntad.
No se entienda, por lo frecuente que ha sido en este mi discurso el uso de la palabra nacional, nada que tenga que ver con el nacionalismo. Nacionalismo supone el deseo de que una nación impere sobre las otras, lo cual supone, por lo menos, que aquella nación vive. ¡Si nosotros no vivimos! Nuestra pretensión es muy distinta: nosotros, como se dice en el prospecto de nuestra Sociedad, nos avergonzaríamos tanto de querer una España imperante como de no querer una España en buena salud, nada más que una España vertebrada y en pie.
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Prospecto De La Liga De Educación Política Española (1914) de José Ortega y Gasset
Actuación social de la Liga
Por esto, la obra característica de nuestra Asociación ha de ser el estudio al detalle de la vida española y la articulación, al pormenor, de la sociedad patria con la propaganda, con la crítica, con la defensa, con la protesta y con el fomento inmediato de órganos educativos, económicos, técnicos, etc.
Para ello procuraremos reunir todos aquellos grupos de compatriotas que viven en las provincias alimentando deseos y propósitos análogos a los nuestros, pero que, esparcidos y sin cohesión, no podrán, como no podríamos nosotros, dar cima a empeño alguno positivo. Y nos conviene hacer constar, por cierto, que no consideramos a Madrid sino a la manera de una provincia central, cuya más levantada misión en la hora presente acaso sea hostigar hacia una vida propia a las provincias valetudinarias y recoger, de las que han despertado, enseñanzas, sugestiones y emulaciones. Viviendo todos en continuo trato, iremos reuniendo noticias intuitivas de la existencia nacional, asistiremos a las amarguras de la vida aldeana, recorreremos los campos, intentaremos la elaboración de estadísticas y encuestas fidedignas por medio de consultas circulares a nuestros asociados y personas que nos merezcan crédito. Encargaremos a conocedores especiales proyectos de solución a las cuestiones técnicas, administrativas, agrícolas, pedagógicas, etc. De ese modo aspiramos a poseer como un almacén de hechos españoles que sirvan de cimiento para mejoras reales y de arsenal para la crítica y la propaganda. Por el periódico, el folleto, el mitin, la conferencia y la privada plática haremos penetrar en las masas nuestras convicciones e intentaremos que se disparen corrientes de voluntad.
Nuestra actuación política
Huelga advertir a quien sea maligno que no pretendemos hacer todo esto, sino que vamos meramente a ensayarlo de todas veras.
Tales el perfil de nuestros propósitos.
¿Cuál puede ser la manera de irlo llenando con realizaciones? Pensemos que la ideología política sólo puede crecer robusta en la actuación inmediata. Ciertas convicciones, unas de tema general, otras sumamente concretas, hallamos ya formadas en nosotros. Según hemos dicho, no las consideramos bastantes para satisfacernos; pero son sobradas y de evidencia asaz victoriosa para que creamos obligatorio esforzarnos en su próximo triunfo. En consecuencia, comenzaremos, desde luego, a intervenir en la batalla política.
La escasez de nuestras presentes fuerzas remueve hasta una discreta lontananza la posibilidad de que aparezcamos como lo que es uso llamar un partido. Somos un grupo nacional y todavía extraparlamentario, formado por gentes de oficio conocido y libres de apresuramientos personales — siempre que esta declaración no signifique que vamos a cultivar una aérea teología y renunciar a la conquista de los órganos políticos y de gobierno —. Los fines de nuestra Asociación, más nuevos en su espíritu que en su letra, necesitan abrirse vías nuevas y distintas de las acostumbradas por nuestra vieja política. Pero al lado de esta actuación lenta y peculiar, hemos de buscar, en todo momento, las brechas que nos ofrezca la política vigente para insertar nuestro influjo, sea éste mínimo. Nos aproximaremos, pues, como contingente auxiliar a aquellos partidos de gobierno que circunstancialmente coincidan con nuestras opiniones o que menos las contradigan. Dispuestos a no divinizar vocablos, vemos en la eficacia la norma de la acción pública.
Por malaventura, la situación en que hoy yacen los partidos españoles dificulta sobremanera nuestros primeros movimientos. No podemos acercarnos al cuerpo liberal; exento de ideas y aun del respeto a ellas, presenciamos estos días su caída, que es la de un cuerpo muerto. Ningún síntoma de los que hallamos en él lo califica de aficionado a las cosas que aspiran a vivir sanamente. Esto es para nosotros esencial. El partido que ahora gobierna patrocina la incompetencia, fabrica inercias y discute jefaturas. Como españoles, sólo podemos desearle una muerte feliz.
El republicanismo tradicional plantea ante nosotros una cuestión previa — la de la forma de gobierno —, que resolvemos en sentido opuesto a su venerable dogma. Ninguna institución histórica es para nosotros rigurosamente consustancial con el liberalismo. Decide de su valor su eficiencia. Y aquella forma de gobierno sería, a nuestro juicio, opima, que hiciera posibles estas dos cosas: democracia y España. Por entenderlo de otro modo han vivido los republicanos en un Aventino sempiterno, haciendo de una posada su casa solariega y negándose a colaborar positivamente en lo que es para nosotros substancial: la organización española.
Menos que ningún otro de los grandes partidos, puede el conservador atraernos. Aunque olvidáramos algo, su última etapa gubernativa representa la exacta contradicción de nuestra sensibilidad. Prefiere el pasado al futuro. Se apoya en las fuerzas menos ágiles de la nación y más culpables del fracaso. Enaltece la ficción legal. No quiere ensayar, sino hacer palingenesias. Prolonga el culto insincero de los valores más falsos y arcaicos. Fía todo del principio de autoridad en un pueblo que tiene derecho exuberante a quejarse. Procede con un temple de odiosidad, cuando ha de ser España obra de amor, de aquel amor que no rehuye la lucha, antes en ella da su manifestación. Y , sobre esto, en fin, muestra una excesiva tendencia al aspaviento.
La colaboración de la juventud
Estas palabras de solicitación dirigimos hoy a los españoles que por dedicarse al trabajo científico y literario, a la industria, a la técnica administrativa y comercial, están más obligados a tener una idea serena y grave de los problemas nacionales. No quieren ser un manifiesto destinado al gran público y huyen de formular un programa circunstanciado.
A los jóvenes, sobre todo, quisiéramos incitar. Las nuevas generaciones han aprendido en la justa desconfianza, en el hábito insustituible de la crítica más acerba, pretextos para la inacción. Han abandonado la política. ¿Es esto beneficioso? Creemos que no, ni para la nación ni para ellos, que no conseguirán dar a su vida individual la máxima intensidad. Nos plazca o nos disguste, no existe en nuestro país otro órgano de socialización fuera de la política. En Francia tienen los valores literarios una eficacia social tan grande como los políticos. Cosa análoga ocurre en Alemania con la ciencia y la industria, en Inglaterra con el comercio y la técnica. En España, por el contrario, son los políticos los únicos valores dotados de plena energía social.
Además, el resultado de la crisis ideológica que atravesamos se anuncia claramente como un anhelo de vida enérgica y entusiasta. Harto de sí propio se aleja el escepticismo. Renace violenta la fe en el poder que el hombre tiene sobre sus personales destinos. La nueva manera de pensar conduce a un afán de dinamismo y a la exigencia de intervenir con nuestra voluntad en el contorno».
Artículo "El error Berenguer", diario El Sol, 15 de noviembre de 1930
«No, no es una errata. Es probable que en los libros futuros de historia de España se encuentre un capítulo con el mismo título que este artículo. El buen lector, que es el cauteloso y alerta, habrá advertido que en esa expresión el señor Berenguer no es el sujeto del error, sino el objeto. No se dice que el error sea de Berenguer, sino más bien lo contrario -que Berenguer es del error, que Berenguer es un error-. Son otros, pues, quienes lo han cometido y cometen; otros toda una porción de España, aunque, a mi juicio, no muy grande. Por ello trasciende ese error los límites de la equivocación individual y quedará inscrito en la historia de nuestro país.
Estos párrafos pretenden dibujar, con los menos aspavientos posibles, en qué consiste desliz tan importante, tan histórico.
Para esto necesitamos proceder magnánimamente, acomodando el aparato ocular a lo esencial y cuantioso, retrayendo la vista de toda cuestión personal y de detalle. Por eso, yo voy a suponer aquí que ni el presidente del gobierno ni ninguno de sus ministros han cometido error alguno en su actuación concreta y particular. Después de todo, no está esto muy lejos de la pura verdad. Esos hombres no habrán hecho ninguna cosa positiva de grueso calibre; pero es justo reconocer que han ejecutado pocas indiscreciones. Algunos de ellos han hecho más. El señor Tormo, por ejemplo, ha conseguido lo que parecía imposible: que a estas fechas la situación estudiantil no se haya convertido en un conflicto grave. Es mucho menos fácil de lo que la gente puede suponer que exista, rebus sic stantibus, y dentro del régimen actual, otra persona, sea cual fuere, que hubiera podido lograr tan inverosímil cosa. Las llamadas «derechas» no se lo agradecen porque la especie humana es demasiado estúpida para agradecer que alguien le evite una enfermedad. Es preciso que la enfermedad llegue, que el ciudadano se retuerza de dolor y de angustia: entonces siente «generosamente» exquisita gratitud hacia quien le quita le enfermedad que le ha martirizado. Pero así, en seco, sin martirio previo, el hombre, sobre todo el feliz hombre de la «derecha», es profundamente ingrato.
Es probable también que la labor del señor Wais para retener la ruina de la moneda merezca un especial aplauso. Pero, sin que yo lo ponga en duda, no estoy tan seguro como de lo anterior, porque entiendo muy poco de materias económicas, y eso poquísimo que entiendo me hace disentir de la opinión general, que concede tanta importancia al problema de nuestro cambio. Creo que, por desgracia, no es la moneda lo que constituye el problema verdaderamente grave, catastrófico y sustancial de la economía española -nótese bien, de la española-. Pero, repito, estoy dispuesto a suponer lo contrario y que el Sr. Wals ha sido el Cid de la peseta. Tanto mejor para España, y tanto mejor para lo que voy a decir, pues cuantos menos errores haya cometido este Gobierno, tanto mejor se verá el error que es.
Un Gobierno es, ante todo, la política que viene a presentar. En nuestro caso se trata de una política sencillísima. Es un monomio. Se reduce a un tema. Cien veces lo ha repetido el señor Berenguer. La política de este Gobierno consiste en cumplir la resolución adoptada por la Corona de volver a la normalidad por los medios normales. Aunque la cosa es clara como «¡buenos días!», conviene que el lector se fije. El fin de la política es la normalidad. Sus medios son… los normales.
Yo no recuerdo haber oído hablar nunca de una política más sencilla que ésta. Esta vez, el Poder público, el Régimen, se ha hartado de ser sencillo.
Bien. Pero ¿a qué hechos, a qué situación de la vida pública responde el Régimen con una política tan simple y unicelular? ¡Ah!, eso todos lo sabemos. La situación histórica a que tal política responde era también muy sencilla. Era ésta: España, una nación de sobre veinte millones de habitantes, que venía ya de antiguo arrastrando una existencia política bastante poco normal, ha sufrido durante siete años un régimen de absoluta anormalidad en el Poder público, el cual ha usado medios de tal modo anormales, que nadie, así, de pronto, podrá recordar haber sido usados nunca ni dentro ni fuera de España, ni en este ni en cualquier otro siglo. Lo cual anda muy lejos de ser una frase. Desde mi rincón sigo estupefacto ante el hecho de que todavía ningún sabedor de historia jurídica se haya ocupado en hacer notar a los españoles minuciosamente y con pruebas exuberantes esta estricta verdad: que no es imposible, pero sí sumamente difícil, hablando en serio y con todo rigor, encontrar un régimen de Poder público como el que ha sido de hecho nuestra Dictadura en todo al ámbito de la historia, incluyendo los pueblos salvajes. Sólo el que tiene una idea completamente errónea de lo que son los pueblos salvajes puede ignorar que la situación de derecho público en que hemos vivido es más salvaje todavía, y no sólo es anormal con respecto a España y al siglo XX, sino que posee el rango de una insólita anormalidad en la historia humana. Hay quien cree poder controvertir esto sin más que hacer constar el hecho de que la Dictadura no ha matado; pero eso, precisamente eso -creer que el derecho se reduce a no asesinar-, es una idea del derecho inferior a la que han solido tener los pueblos salvajes.
La Dictadura ha sido un poder omnímodo y sin límites, que no sólo ha operado sin ley ni responsabilidad, sin norma no ya establecida, pero ni aun conocida, sino que no se ha circunscrito a la órbita de lo público, antes bien ha penetrado en el orden privadísimo brutal y soezmente. Colmo de todo ello es que no se ha contentado con mandar a pleno y frenético arbitrio, «sino que aún le ha sobrado holgura de Poder para insultar líricamente a personas y cosas colectivas e individuales. No hay punto de la vida española en que la Dictadura no haya puesto su innoble mano de sayón. Esa mano ha hecho saltar las puertas de las cajas de los Bancos, y esa misma mano, de paso, se ha entretenido en escribir todo género de opiniones estultísimas, hasta sobre la literatura que los poetas españoles. Claro que esto último no es de importancia sustantiva, entre otras cosas porque a los poetas los traían sin cuidado las opiniones literarias de los dictadores y sus criados; pero lo cito precisamente como un colmo para que conste y recuerde y simbolice la abracadabrante y sin par situación por que hemos pasado. Yo ahora no pretendo agitar la opinión, sino, al contrario, definir y razonar, que es mi primario deber y oficio. Por eso eludo recordar aquí, con sus espeluznantes pelos y señales, los actos más graves de la Dictadura. Quiero, muy deliberadamente, evitar lo patético. Aspiro hoy a persuadir y no a conmover. Pero he tenido que evocar con un mínimum de evidencia lo que la Dictadura fue. Hoy parece un cuento. Yo necesitaba recordar que no es un cuento, sino que fue un hecho.
Y que a ese hecho responde el Régimen con el Gobierno Berenguer, cuya política significa: volvamos tranquilamente a la normalidad por los medios más normales, hagamos «como si» aquí no hubiese pasado nada radicalmente nuevo, sustancialmente anormal.
Eso, eso es todo lo que el Régimen puede ofrecer, en este momento tan difícil para Europa entera, a los veinte millones de hombres ya maltraídos de antiguo, después de haberlos vejado, pisoteado, envilecido y esquilmado durante siete años. Y, no obstante, pretende, impávido, seguir al frente de los destinos históricos de esos españoles y de esta España.
Pero no es eso lo peor. Lo peor son los motivos por los que cree poderse contentar con ofrecer tan insolente ficción.
El Estado tradicional, es decir, la Monarquía, se ha ido formando un surtido de ideas sobre el modo de ser de los españoles. Piensa, por ejemplo, que moralmente pertenecen a la familia de los óvidos, que en política son gente mansurrona y lanar, que lo aguantan y lo sufren todo sin rechistar, que no tienen sentido de los deberes civiles, que son informales, que a las cuestiones de derecho y, en general, públicas, presentan una epidermis córnea. Como mi única misión en esta vida es decir lo que creo verdad, -y, por supuesto, desdecirme tan pronto como alguien me demuestre que padecía equivocación-, no puedo ocultar que esas ideas sociológicas sobre el español tenidas por su Estado son, en dosis considerable, ciertas. Bien está, pues, que la Monarquía piense eso, que lo sepa y cuente con ello; pero es intolerable que se prevalga de ello. Cuanta mayor verdad sean, razón de más para que la Monarquía, responsable ante el Altísimo de nuestros últimos destinos históricos, se hubiese extenuado, hora por hora, en corregir tales defectos, excitando la vitalidad política persiguiendo cuanto fomentase su modorra moral y su propensión lanuda. No obstante, ha hecho todo lo contrario. Desde Sagunto, la Monarquía no ha hecho más que especular sobre los vicios españoles, y su política ha consistido en aprovecharlos para su exclusiva comodidad. La frase que en los edificios del Estado español se ha repetido más veces ésta: «¡En España no pasa nada!» La cosa es repugnante, repugnante como para vomitar entera la historia española de los últimos sesenta años; pero nadie honradamente podrá negar que la frecuencia de esa frase es un hecho.
He aquí los motivos por los cuales el Régimen ha creído posible también en esta ocasión superlativa responder, no más que decretando esta ficción: Aquí no ha pasado nada. Esta ficción es el Gobierno Berenguer.
Pero esta vez se ha equivocado. Se trataba de dar largas. Se contaba con que pocos meses de gobierno emoliente bastarían para hacer olvidar a la amnesia celtíbera de los siete años de Dictadura. Por otra parte, del anuncio de elecciones se esperaba mucho. Entre las ideas sociológicas, nada equivocadas, que sobre España posee el Régimen actual, está esa de que los españoles se compran con actas. Por eso ha usado siempre los comicios -función suprema y como sacramental de la convivencia civil- con instintos simonianos. Desde que mi generación asiste a la vida pública no ha visto en el Estado otro comportamiento que esa especulación sobre los vicios nacionales. Ese comportamiento se llama en latín y en buen castellano: indecencia, indecoro. El Estado en vez de ser inexorable educador de nuestra raza desmoralizada, no ha hecho más que arrellanarse en la indecencia nacional.
Pero esta vez se ha equivocado. Este es el error Berenguer. Al cabo de diez meses, la opinión pública está menos resuelta que nunca a olvidar la «gran vilt`» que fue la Dictadura. El Régimen sigue solitario, acordonado como leproso en lazareto. No hay un hombre hábil que quiera acercarse a él; actas, carteras, promesas -las cuentas de vidrio perpetuas-, no han servido esta vez de nada. Al contrario: esta última ficción colma el vaso. La reacción indignada de España empieza ahora, precisamente ahora, y no hace diez meses. España se toma siempre tiempo, el suyo.
Y no vale oponer a lo dicho que el advenimiento de la Dictadura fue inevitable y, en consecuencia, irresponsable. No discutamos ahora las causas de la Dictadura. Ya hablaremos de ellas otro día, porque, en verdad, está aún hoy el asunto aproximadamente intacto. Para el razonamiento presentado antes la cuestión es indiferente. Supongamos un instante que el advenimiento de la dictadura fue inevitable. Pero esto, ni que decir tiene, no vela lo más mínimo el hecho de que sus actos después de advenir fueron una creciente y monumental injuria, un crimen de lesa patria, de lesa historia, de lesa dignidad pública y privada. Por tanto, si el Régimen la aceptó obligado, razón de más para que al terminar se hubiese dicho: Hemos padecido una incalculable desdicha. La normalidad que constituía la unión civil de los españoles se ha roto. La continuidad de la historia legal se ha quebrado. No existe el Estado español. ¡Españoles: reconstruid vuestro Estado!
Pero no ha hecho esto, que era lo congruente con la desastrosa situación, sino todo lo contrario. Quiere una vez más salir del paso, como si los veinte millones de españoles estuviésemos ahí para que él saliese del paso. Busca a alguien que se encargue de la ficción, que realice la política del «aquí no ha pasado nada». Encuentra sólo un general amnistiado.
Este es el error Berenguer de que la historia hablará.
Y como es irremediablemente un error, somos nosotros, y no el Régimen mismo; nosotros gente de la calle, de tres al cuarto y nada revolucionarios, quienes tenemos que decir a nuestro conciudadanos: ¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo!
Delenda est Monarchia.- José Ortega y Gasset».
Manifiesto de la Agrupación al Servicio de la República firmado por Marañón, Pérez de Ayala y Ortega y Gasset del 10 de febrero de 1931
«Cuando la historia de un pueblo fluye dentro de su normalidad cotidiana, parece lícito que cada cual viva atento sólo a su oficio y entregado a su vocación. Pero cuando llegan tiempos de crisis profunda, en que, rota o caduca toda normalidad, van a decidirse los nuevos destinos nacionales, es obligatorio para todos salir de su profesión y ponerse sin reservas al servicio de la necesidad pública. Es tan notorio, tan evidente, hallarse hoy España en una situación extrema de esta índole, que estorbaría encarecerlo con procedimientos de inoportuna grandilocuencia. En los meses, casi diríamos en las semanas, que sobrevienen, tienen los españoles que tomar sobre sí, quieran o no, la responsabilidad de una de esas grandes decisiones colectivas en que los pueblos crean irrevocablemente su propio futuro. Esta convicción nos impulsa a dirigirnos hoy a nuestros conciudadanos, especialmente a los que se dedican a profesiones afines con las nuestras. No hemos sido nunca hombres políticos, pero nos hemos presentado en las filas de la contienda pública siempre que el tamaño del peligro lo hacía inexcusable. Ahora son superlativas la urgencia y la gravedad de la circunstancia. Esto, y no pretensión alguna de entender mejor que cualesquiera otros españoles los asuntos nacionales, nos mueve a iniciar con máxima actividad una amplia campaña política. Debieran ser personas mejor dotadas que nosotros para empresas de esta índole quienes iniciasen y dirigiesen la labor. Pero hemos esperado en vano su llamamiento, y como el caso no permite demora ni evasiva, nos vemos forzados a hacerlo nosotros, muy a sabiendas de nuestras limitaciones.
»El Estado español tradicional llega ahora al grado postrero de su descomposición. No procede ésta de que encontrase frente a sí la hostilidad de fuerzas poderosas, sino que sucumbe corrompido por sus propios vicios sustantivos. La Monarquía de Sagunto no ha sabido convertirse en una institución nacionalizada, es decir, en un sistema de Poder público que se supeditase a las exigencias profundas de la nación y viviese solidarizado con ellas, sino que ha sido una asociación de grupos particulares, que vivió parasitariamente sobre el organismo español, usando del Poder público para la defensa de los intereses parciales que representaba. Nunca se ha sacrificado aceptando con generosidad las necesidades vitales de nuestro pueblo, sino que, por el contrario, ha impedido siempre su marcha natural por las rutas históricas, fomentando sus defectos inveterados y desalentando toda buena inspiración. De aquí que día por día se haya ido quedando sola la Monarquía y concluyese por mostrar a la intemperie su verdadero carácter, que no es el de un Estado nacional, sino el de un Poder público convertido fraudulentamente en parcialidad y en facción.
»Nosotros creemos que ese viejo Estado tiene que ser sustituido por otro auténticamente nacional. Esta palabra «nacional» no es vana; antes bien, designa una manera de entender la vida pública, que lo acontecido en el mundo durante los últimos años de nuevo corrobora. Ensayos como el fascismo y el bolchevismo marcan la vía por donde los pueblos van a parar en callejones sin salida: por eso apenas nacidos padecen ya la falta de claras perspectivas. Se quiso en ambos olvidar que, hoy más que nunca, un pueblo es una gigantesca empresa histórica, la cual sólo puede llevarse a cabo o sostenerse mediante la entusiasta y libre colaboración de todos los ciudadanos unidos bajo una disciplina, más de espontáneo fervor que de rigor impuesto. La tarea enorme e inaplazable de remozamiento técnico, económico, social e intelectual que España tiene ante sí no se puede acometer si no se logra que cada español dé su máximo rendimiento vital. Pero esto no es posible si no se instaura un Estado que, por la amplitud de su base jurídica y administrativa, permita a todos los ciudadanos solidarizarse con él y participar en su alta gestión. Por eso creemos que la Monarquía de Sagunto ha de ser sustituida por una República que despierte en todos los españoles, a un tiempo, dinamismo y disciplina, llamándolos a la soberana empresa de resucitar la historia de España, renovando la vida peninsular en todas sus dimensiones, atrayendo todas las capacidades, imponiendo un orden de limpia y enérgica ley, dando a la Justicia plena transparencia, exigiendo mucho a cada ciudadano, trabajo, destreza, eficacia, formalidad y la resolución de levantar nuestro país hasta la plena altitud de los tiempos.
»Pero es ilusorio imaginar que la Monarquía va a ceder galantemente el paso a un sistema de Poder público tan opuesto a sus malos usos, a sus privilegios y egoísmos. Sólo se rendirá ante una formidable presión de la opinión pública. Es, pues, urgentísimo organizar esa presión, haciendo que sobre el capricho monárquico pese con suma energía la voluntad republicana de nuestro pueblo. Esta es la labor ingente que el momento reclama. Nosotros nos ponemos a su servicio. No se trata de formar un partido político. No es razón de partir, sino de unificar. Nos proponemos suscitar una amplísima agrupación al servicio de la República, cuyos esfuerzos tenderán a lo siguiente:
»1.: Movilizar a todos los españoles de oficio intelectual para que formen un copioso contingente de propagandistas y defensores de la República española. Llamaremos a todo el profesorado y Magisterio, a los escritores y artistas, a los médicos, a los ingenieros, arquitectos y técnicos de toda clase, a los abogados, notarios y demás hombres de ley. Muy especialmente necesitamos la colaboración de la juventud. Tratándose de decidir el futuro de España, es imprescindible la presencia activa y sincera de una generación en cuya sangre fermenta sustancia del porvenir. De corazón ampliaríamos a los sacerdotes y religiosos este llamamiento, que, a fuer de nacional, preferiría no excluir a nadie, pero nos cohibe la presunción de que nuestras personas carecen de influjo suficiente sobre esas respetables clases sociales.
Como la agrupación al servicio de la República no va a modelarse un partido, sino a hacer una leva general de fuerzas que combatan a la Monarquía, no es inconveniente para alistarse en ella hallarse adscrito a los partidos o grupos que afirman la República, con los cuales procuraremos mantener contacto permanente.
»2.: Con este organismo de avanzada bien disciplinado y extendido sobre toda España actuaremos apasionadamente sobre el resto del cuerpo nacional, exaltando la grande promesa histórica que es la República española y preparando su triunfo en unas elecciones constituyentes ejecutadas con las máximas garantías de pulcritud civil.
»3.: Pero, al mismo tiempo, nuestra Agrupación irá organizando, desde la capital hasta la aldea y el caserío, la nueva vida pública de España en todos sus haces, a fin de lograr la sólida instauración y el ejemplar funcionamiento del nuevo Estado republicano.
Importa mucho que España cuente pronto con un Estado eficazmente constituido, que sea como una buena máquina en punto, porque, bajo las inquietudes políticas de estos años, late algo todavía más hondo y decisivo: el despertar de nuestro pueblo a una existencia más enérgica, su renaciente afán de hacerse respetar e intervenir en la historia del mundo. Se oye con frecuencia, más allá de nuestras fronteras, proclamar como el nuevo hecho de grandes proporciones que apunta en el horizonte y modificará el porvenir, el germinante resurgir ibérico a ambos lados del Atlántico. Nos alienta tan magnífico ag|ero, pero su realización supone que las almas españolas queden liberadas de la domesticidad y el envilecimiento en que las ha mantenido la Monarquía. Incapaz de altas empresas y de construir un orden que, a la vez, impere y dignifique. La República será el símbolo de que los españoles se han resuelto por fin a tomar briosamente un sus manos propias su propio e intransferible destino.
Gregorio Marañón, Ramón Pérez de Ayala y José Ortega y Gasset».
Artículo "Un aldabonazo" publicado en El Crisol el 9 de septiembre de 1931
«Desde que sobrevino el nuevo régimen no he escrito una sola palabra que no fuese para decir directa o indirectamente esto: ¡No falsifiquéis la República! ¡guardad su originalidad! ¡No olvidéis ni un instante cómo y por qué advino! En suma: autenticidad, autenticidad…
Con esta predicación no proponía yo a los republicanos ninguna virtud superflua y de ornamento. Es decir, que no se trata de dos Repúblicas igualmente posibles -una, la auténtica española, otra, imaginaria y falsificada- entre las cuales cupiese elegir. No: la República en España, o es la que triunfó, la auténtica, o no será. Así, sin duda ni remisión.
¿Cuál es la República auténtica y cuál la falsificada? ¿La de «derecha», la de «izquierda»? Siempre he protestado contra la vaguedad esterilizadora de estas palabras, que no responden al estilo vital del presente -ni en España ni fuera de España. (….) No es cuestión de «derecha» ni de «izquierda» la autenticidad de nuestra República, porque no es cuestión de contenido en los programas. El tiempo presente, y muy especialmente en España, tolera el programa más avanzado. Todo depende del modo y del tono. Lo que España no tolera ni ha tolerado nunca es el «radicalismo» -es decir, el modo tajante de imponer un programa-. Por muchas razones, pero entre ellas una que las resume todas. El radicalismo sólo es posible cuando hay un absoluto vencedor y un absoluto vencido. Sólo entonces puede aquél proceder perentoriamente y sin miramiento a operar sobre el cuerpo de éste. Pero es el caso que España -compárese su historia con cualquier otra- no acepta que haya ni absoluto vencedor ni absoluto vencido.
(… ) Pero en esta hora de nuestro destino acontece, además, que ni siquiera ha habido vencedores ni vencidos en sentido propio, por la sencilla razón de que no ha habido lucha, sino sólo conato de ella. Y es grotesco el aire triunfal de algunas gentes cuando pretenden fundar la ejecutividad de sus propósitos en la revolución. Mientras no se destierre de discursos y artículos esa «revolución» de que tanto se reclaman y que, como los impuestos en Roma, ha comenzado por no existir, la República, no habrá recobrado su tono limpio, su son de buena ley. Nada más ridículo que querer cobrar cómodamente una revolución que no nos ha hecho padecer ni nos ha costado duros y largos esfuerzos. Son muy pocos los que, de verdad, han sufrido por ella, y la escasez de su número subraya la inasistencia de los demás. Una cosa es respetar y venerar la noble energía con que algunos prepararon una revolución y otra suponer que ésta se ha ejecutado. Llamar revolución al cambio de régimen acontecido en España es la tergiversación más grave y desorientadora que puede cometerse. Lo digo así, taxativamente, porque es ya excesiva la tardanza de muchas gentes en reconocer su error, y no es cosa de que sigan confundidos lo ciegos con los que ven claro. Se hace urgentísima una división de actitudes para que cada cual lleve sobre sus hombros la responsabilidad que le corresponde y no se le cargue la ajena.
Las Cortes constituyentes deben ir sin vacilación a una reforma, pero sin radicalismo -esto es, sin violencia y arbitrariedad partidista-. En un Estado sólidamente constituido pueden, sin riesgo último, comportarse los grupos con cierta dosis de espíritu propagandista; pero en una hora constituyente eso sería mortal. Significaría prisa por aprovechar el resquicio de una situación inestable, y el pueblo español acaba por escupir de sí a todo el que «se aprovecha». Lo que ha desprestigiado más a la Monarquía fue que se «aprovechase» de los resortes del Poder público puestos en su mano. Una jornada magnífica como ésta, en que puede colocarse holgadamente y sin dejar la deuda de graves heridas y hondas acritudes, al pueblo español frente a su destino claro y abierto, puede ser anulada por la torpeza del propagandismo.
Yo confío en que los partidos (…) no pretenderán hacer triunfar a quemarropa, sin lentas y sólidas propagandas en el país, lo peculiar de sus programas. La falsa victoria que hoy, por un azar parlamentario, pudieran conseguir caería sobre la propia cabeza. La historia no se deja fácilmente sorprender. A veces lo finge, pero es para tragarse más absolutamente a los estupradores.
Una cantidad inmensa de españoles que colaboraron con el advenimiento de la República con su acción, con su voto o con lo que es más eficaz que todo esto, con su esperanza, se dicen ahora entre desasosegados y descontentos: «¡No es esto, no es esto!»
La República es una cosa. El «radicalismo» es otra. Si no, al tiempo.
Discurso "Es preciso rectificar el perfil de la República" pronunciado el 8 de noviembre de 1931
«Señoras, señores: En estos días, con la aprobación del texto constitucional y la elección de Presidente, queda establecida jurídicamente la República española. Tenemos ya un cauce legal por donde pueda fluir fecundamente nuestra vida colectiva; tenemos ya bajo nuestras planteas un suelo de Derecho donde hincar los talones e iniciar la marcha histórica. Termina, pues, en estos días el primer acto de la implantación de la forma republicana en nuestra vieja, en nuestra viejísima España. No es el momento excelente. (Se promueve un incidente porque se quejan de lo deficientemente que se oye.) Perdonen ustedes, pero no estoy acostumbrado a hablar con altavoz, y acontece que mientras voy pronunciando las palabras las escucho yo mismo, y esto es demasiado: hablar y encima escucharse. (Risas.) Decía, pues, si no es el momento excelente para que hagamos un alto y recogiendo bien las riendas de la atención, miremos en rededor, percibamos claramente la situación interna de nuestro país; analicemos el próximo sábado, y sobre todo, proyectemos en grande la arquitectura de nuestro porvenir. No todo esto, porque sería demasiada tarea; pero sí algo de eso, un comienzo de esto, quisiera yo hacer ante vosotros.
Van transcurridos siete meses de vida republicana, y es hora ya de hacer un primer balance y algunas cosas más que un balance. Durante esos siete meses la República ha estado entregada a unos cuantos grupos de personas, que han hecho de ella lo que les recomendaba su espontánea inspiración. Tenían derecho a ello porque fueron la avanzada del movimiento republicano en la hora de máximo peligro. Era justo que los demás quedásemos, por de pronto, a la vera, procurando no estorbar; más aún, formando un círculo defensivo, dentro del cual esos hombres, sobre los cuales el destino había hecho caer la tremenda carga de enseñar a una República recién nacida sus primeros pasos, pudiesen actuar en plena holgura, con plena calma. Lo único que además podía exigírsenos era que si desde el principio jugábamos algo erróneo esos primeros, cuidásemos de expresar nuestra discrepancia en forma mesurada y cordial. Por mi parte, creo haber cumplido con todo rigor este complejo deber, porque durante estos meses he evitado estorbar, porque he defendido desde mi puesto excéntrico a los que gobernaban y, en fin, porque a los quince días de sobrevenida la República comencé yo a hacer señas (que éstas venían a ser mis tenues palabras en artículos periodísticos y en discursos parlamentarios), comencé a hacer señas a los de arriba para insinuarles que en mi humildísima opinión tomaban vía muerta. (Muy bien.)
Era, señores, de superior urgencia que lo antes posible existiese una ley, una figura de Estado, más o menos imperfecta, que permitiese iniciar la vida política normal, y a esta urgencia convenía supeditar todo lo demás. Pero esa ley, la Constitución, existe ya; hay ya un Estado, y ahora nuestro deber cambia de signo y nos impele precisamente a lo contrario que hasta aquí. Ahora es preciso que cada cual diga claramente lo que piensa sobre la situación histórica de nuestro país; que declare su opinión sobre el modo como ha sido planteada la vida republicana. Ya no es necesario, y, por lo mismo, no es lícito que sigan más o menos confundidas las actitudes políticas. Es preciso que se deslinden los juicios y los programas, porque es preciso también que se deslinden las responsabilidades. (Muy bien.)
Cuando la historia de un pueblo marcha ya sobre carriles añejos, sólidamente instalados, puede impunemente el individuo o el grupo concederse un margen de distracción, y aun de frivolidad en la conducta, pensando que sus actos públicos no tendrán consecuencias ni muy importantes ni muy graves; pero en una hora como ésta, en que nace para España un nuevo destino, cuando lo estatuido es algo tan tierno, tan débil, que no podemos apoyarnos en ello, sino que, al revés, el Estado tiene que ser sostenido y alimentado por nuestros propios actos, es preciso que cada uno de éstos, los míos como los vuestros, vayan inspirados por un sentido casi patético de responsabilidad. Notad que nuestra vida ahora no consiste en repetir una vez más lo que veníamos haciendo ayer o anteayer, que no vamos cómodamente embarcados en usos antiguos, sino que, por el contrario, queramos o no, estamos iniciando nuevas formas y modos de vida pública, nuevas normas y propósitos y hasta vocabulario de convivencia; en suma; señores, que estamos creando historia con cada una de las palabras, gestos y movimientos que hacemos. Es preciso que el pueblo español se dé plena cuenta de esto; que se percate del rango que para los destinos de España tienen estos meses, semanas y días, porque sólo así podrán esas palabras, esos gestos y esos movimientos nacer como rezumando sobre aquel fondo de dignidad, de elevación moral, que requiere una tarea tan enorme como ésta en que estamos sumergidos. Por eso el crimen mayor que hoy se puede cometer en España es empequeñecer el momento. (Muy bien. Varios espectadores: No se oye.) Yo ruego que me digan las personas que ocupan las localidades más remotas de mí si me oyen, porque de otra manera, con los escasos medios de mi voz, yo intentaría tomar cada palabra en la honda y lanzarla a las alturas. (Risas.)
Son, pues, instantes de rango sublime, o ¿es que creéis que podemos entrar en tan soberana faena como es organizar una nación, edificar un fuerte Estado, si seguimos los españoles como hasta aquí, con un temple de ánimo chabacano, flojas las mentes y el albedrío sin una formidable tensión de disciplina?
Diatriba contra la chabacanería y elogio de la pasión
¿De dónde va a venir el tono y calidad a nuestra historia, sino del tono y calidad que logren alcanzar nuestras vidas individuales? Como en el deporte es necesario un especial entrenamiento y hace falta seguir un régimen de vida que mantenga el cuerpo en forma, asegurando la plena elasticidad de sus facultades, para hacer historia es menester que el ciudadano, el simple ciudadano, se halle moralmente en forma, tenso el ciudadano, el simple ciudadano, se halle moralmente en forma, tenso como un arco que va a disparar su flecha hacia lo alto. Sin eso no habrá nada. Y uno de los crímenes más insistentes de la Monarquía fue el fomentar continuamente nuestra propensión a la chocarrería, el chiste envilecedor, a las ridículas disputas de casinillo. Bajo atmósfera tal, estad seguros de que las almas no pueden querer lo grande; antes bien, minusculizadas, encanalladas, miopes como ratones se perderán en el laberinto miserable de las querellas de rincón, y no podrán ver las líneas sencillas, pero gigantes, que orientan al pueblo en sus renacimientos. (Aplausos.)
Yo, señores, soy un pobre hombre, con muchas menos pretensiones de las que algunos suponen; simplemente un pequeño ser que ha ligado siempre su microscópico destino individual al ancho macroscópico destino de su raza. Y que por eso, cuando ve que España va a cometer un error o, por el contrario, que puede hacer algo grande, arrostra el ser tachado de pretencioso y abandonando su habitual oscuridad, da al viento la poca cosa de su voz y lanza a sus conciudadanos una advertencia o una indicación. Nada más. Así, yo ahora, en este momento decisivo, comienzo por decir: hermanos españoles, no toleréis en vosotros ni en vuestro alrededor el triunfo de la chabacanería; mirad que por ese punto se ha ido siempre la media toda de las posibilidades españolas; ni consintáis tampoco que domine la vida pública el falso apasionamiento atropellado y pueblerino. Decía Hegel que nada importante se ha hecho nunca en el mundo si no lo ha hecho la pasión. Pero bien entendido, añade, la pasión… fría. La otra, el fácil apasionamiento que nos arrebata un momento, no ha servido nunca para nada estimable. La auténtica pasión creadora de historia es un fervor recóndito, tan seguro de sí mismo, tan firme en su designio, que no teme perder calorías por buscar el auxilio de las dos cosas más gélidas que hay en el mundo: la clara reflexión y la firme voluntad.
Por eso os pido que, juntos en este rato y cualesquiera que sean vuestras opiniones, me dejéis razonar sencillamente sobre los destinos nacionales. (Aplausos.)
La ocasión es magnífica para hacer de España un pueblo de vida contenta y plenaria, respetado por todos los extraños. ¿No es una enorme pena que se desvirtúe esta ocasión para dejar que triunfen las pequeñeces, las manías, las palabras hueras y, sobre todo, la angostura de visión histórica?
Y es evidente que algo de esto está aconteciendo. Conviene que yo evite toda exageración en el diagnóstico y hasta que me oponga a ella. Para exagerar, para desorbitar las cosas, se bastan y se sobran las mesas de café, en torno a las cuales veinte mil tertulias, desde hace cincuenta años, se complacen en desmesurar todos los hechos y descoyuntar todas las opiniones. (Muy bien.)
Nada grave, por fortuna, ni irremediable ha acontecido; pero es evidente que si se compara nuestra República en la hora feliz de su natividad con el ambiente que ahora la rodea, el balance arroja una pérdida, y no, como debiera, una ganancia. No disputemos sobre la cuantía de la pérdida, no disputemos sobre el más o el menos de esta pérdida. Lo que tenemos que hacer es reconocerla. No se han sumado nuevos quilates al entusiasmo republicano; al contrario, le han sido restados. Y si esto es indiscutible, lo será también extraer la inmediata e inexcusable consecuencia: que es preciso rectificar el perfil de la República. (Muy bien. Grandes aplausos.)
Nació esta República nuestra en forma tan ejemplar que produjo la respetuosa sorpresa de todo el mundo. Caso insólito y envidiable; acontecía un cambio de régimen, no por manejos, ni por golpes de mano, ni por subversiones parciales, sino de la manera inevitable, exuberante y sencilla, como brota la fruta en el frutal. Este modo, diríamos espontáneo, de nacer la República, nos garantiza que el grave cambio no era una ligereza, no era un capricho, no era un ataque histérico, ni era una anécdota, sino que había sido una necesidad profunda de la nación española, que se sentía forzada a sacudir de sobre sí el cuerpo extraño de la Monarquía.
Lo que no se comprende es que habiendo sobrevenido la República con tanta plenitud y tan poca discordia, sin apenas herida, ni apenas dolores, hayan bastado siete meses para que empiece a cundir por el país desazón y descontento, desánimo; en suma, tristeza. ¿Por qué nos han hecho una República triste y agria bajo la joven constelación de una República naciente? (Muy bien.)
No voy a acusar a nadie, no sólo porque repugno faena tal, sino porque además sería injusto. Conozco esos hombres que hoy dirigen la vida pública española -y me refiero no sólo a los Gobiernos, sino a muchos que militan próximos a ellos-; conozco a esos hombres y sé que la política peninsular no ha encontrado nunca tesoro mayor de buena fe y de prontitud al sacrificio. Lo que pasa es que se han equivocado, que han cometido un amplio error en el modo de plantear la vida republicana. Y aún, si luego tuviera tiempo, me atrevería a demostrar que en buena porción ese error cometido no les es imputable, sino que más bien son de él responsables las clases representantes del antiguo régimen que ahora tan enconadamente combaten a esos hombres. ¿Pues qué? ¿Se quería que después de haberlos mantenido en permanente oposición, más aún, en virtual destierro de los negocios públicos, pudiesen esos hombres de la noche a la mañana improvisar la destreza, la soltura de mano y la óptica del gobernante?
No; hay una porción de error en la actuación de esos hombres, en la de todos nosotros, que no debe avergonzarnos, porque nos viene impuesto por una realidad histórica profunda. No somos culpables de que se haya roto de modo tan total la continuidad de las fuerzas políticas españolas.
Hace diecisiete años, en 1914, en una conferencia juvenil, titulada «Vieja y nueva política», anunciaba yo que esa discontinuidad se produciría por el torpe hermetismo del régimen monárquico, que no permitía la convivencia de todas las fuerzas nacionales, sino que establecía una valla, más allá de la cual quedaban desterrados de los asuntos de España la mayor parte de los españoles.
Parecerá extraño, señores, que comience por defender a los mismos que tengo el deber de criticar; pero la República debe hacer usos nuevos, y sobre todo, nadie espere que por actuar yo ahora políticamente abandone ninguno de los imperativos que han gobernado mi vida, ni renuncie a una sola de las facetas de mi verdad. Quien busque, pues, palabras más desaforadas, o más simplistas, o más injustas, puede, como en el juego de las cuatro esquinas, ir a buscar candela en otra parte donde reluzca. (Aplausos.)
Pero digo que aun restando la dosis de error que, por ser inevitable, no se puede imputar, queda una porción, la más grave y la más sustancial.
¿Por qué? ¿Por qué en torno a la República hay hoy menos fervor que hace siete meses? Esto es lo inadmisible, lo injustificable.
Para ver claro en qué consiste ese enorme error conviene retrotraernos a aquellos días en que se preparaba el movimiento revolucionario. En esas horas de lucha, en esos instantes de batalla, las almas se hacen un poco agudas, porque se hacen un poco espadas; las potencias adquieren máxima tensión, y alerta el oído, alerta la pupila, se percibe con gran exactitud la situación histórica de la realidad política. Por eso, porque se acierta en la visión, se logra la victoria; pero luego viene el triunfo, y el triunfo es a veces un alcohol nocivo que obnubila la mente de los triunfadores.
República conservadora y República burguesa
Cuando preparaban la revolución, los hombres que han aparecido al frente de la República veían con plena claridad lo que ésta tenía que ser durante la primera etapa de su historia, durante el tiempo de su consolidación. «La República que ahora triunfe, decían -notad bien: lo decían ellos entonces, no lo digo yo ahora-, la República que ahora triunfe tiene que ser una República conservadora, una República burguesa.» Algún ministro recordará los atronadores aplausos que estas palabras pronunciadas por él disparaban en el auditorio; pero yo aproveché la primera ocasión para hacer notar que ambas expresiones eran poco o nada felices.
¿Conservadora? Señores, hablemos un poco en serio, libertándonos de la tiranía que sobre nuestras mentes ejercen las palabras, las denominaciones. ¿Hay hoy en toda la anchura del mundo movimiento alguno de dimensiones apreciables que pueda calificarse de conservado, de auténticamente conservador? Podrá este o el otro individuo, en el secreto de su temperamento, allá en la intimidad de sus nostalgias, ser conservador; pero hoy no es posible en parte alguna una política conservadora. Los problemas que encuentra ante sí hoy el Estado son de tal gravedad y profundidad, que ningún pretérito puede servir de norma para atacarlos. La sustancia misma del hombre medio se ha hecho hoy tan distinta de lo tradicional, que nos obliga, ni más ni menos, como si dijéramos, a brincar de una época a otra, a abandonar todo el mundo político conocido e ingresar medrosos, atemorizados, en un mundo completamente nuevo y totalmente incógnito.
No creo que haya hoy en Europa nadie que se haga ilusiones de lo contrario: poco, muy poco y muy condicionalmente, puede conservarse del pasado, y por eso los ingleses, al acudir a unas elecciones recientes en extraña coalición jamás sospechada en sus islas, puestos a conservar no han podido conservar -ya lo veréis- más que el nombre de conservadores. (Muy bien. Aplausos.)
No hay más que un pueblo maestro en inquietudes, gran doctor en convulsiones: Francia, que por la convergencia de una serie de azares ha podido intentar hasta la fecha el sostenimiento del statu quo, que es cosa muy distinta de una política conservadora. Se trata de un equilibrio inestable, en cuya perduración nadie confía, y que en definitiva se nutre de demorar sine die las grandes cuestiones del tiempo. Inexorablemente, en una u otra jornada, llegará a ese admirable país la marea viva de los problemas actuales: el statu quo zozobrará y se disparará en él un proceso parejo al que acude a todos los demás países.
Decir, pues, que la República española debía ser una República conservadora equivale a no decir nada. Menos aún: equivale a desorientar el porvenir de nuestra República.
Pero menos afortunada todavía me parece la otra expresión: ¡República burguesa! ¡Como si no consistiese la máxima peculiaridad de nuestra historia en la relativa inexistencia, por lo menos en la anormal debilidad, de la burguesía en esta Península! Cualquiera diría que se trata de una simple anécdota, cuando es el hecho básico causante de la decadencia que ha padecido España durante toda la Edad Moderna. Porque una edad, una época, es un clima moral que vive del predominio de ciertos principios disueltos en el aire. La época moderna vivió impulsada por el racionalismo y el capitalismo, dos principios emanados de cierto tipo de hombre que ya en el siglo XV se llamaba «el burgués». Y si España se apagó al entrar en ese clima como una bujía se apaga por sí misma al ser sumergida en el aire denso de una cueva, fue sencillamente porque ese tipo de hombre era en nuestra raza escaso y endeble, y el alma racional se ahogaba en la atmósfera de aquellos principios. Y si no ha gozado España de salud durante la Edad Moderna porque era insuficientemente burguesa, ¿va a dar la casualidad de que ahora, cuando la modernidad sucumbe, y con ella la burguesía pierde la plenitud de su mando; vaya a dar la casualidad, digo, de que al renacer un Estado, este Estado se edifique como Estado propiamente burgués? No hay, ciertamente, grandes probabilidades de ello.
El magnífico movimiento ascensional de las clases obreras
Importa, pues, mucho en materias graves, como ésta, cuando se trata nada menos que de empujar a todo un pueblo en cierta dirección hacia la línea azul de su horizonte, que cuidemos el uso de las palabras, porque son los déspotas más duros que la humanidad padece. El vocablo que se ha apoderado de nosotros, que en nosotros prende, nos lleva ya luego al estricote hasta sus últimas consecuencias; consecuencias que son las suyas, pero que no son las nuestras. Se reconocerá no haber grandes probabilidades de que en el mundo actual, al acontecer un cambio de régimen, el nuevo Estado que nazca sea, hablando con propiedad, un Estado burgués. Y como yo voy ha hacer un llamamiento a todas las fuerzas eficaces del país, entre ellas a las llamadas burguesas, especialmente a las capitalistas, y quiero que este llamamiento mío sea entusiasta, pero a la vez serio y riguroso, me interesa que quedan claras ciertas cosas elementales. Una de ellas, ésta: cualesquiera que sean las diferencias políticas que existen o puedan existir mañana en nuestra vida pública, es preciso que nadie cometa la estupidez de desconocer que desde hace sesenta años el más enérgico factor de la historia universal es el magnífico movimiento ascensional de las clases obreras. Se trata de una corriente tan profunda y sustancial, que tiene la grandeza e incoercibilidad de los hechos geológicos. Toda política, pues, inspírela uno u otro temperamento, tendrá que ir a la postre inscrita dentro de este formidable influjo. Tiene que contar con él y aceptarlo, como se acepta el avance de nuestro sistema solar hacia la constelación de Hércules. (Muy bien. Aplausos.)
No se hable, pues, de ningún rincón planetario de política burguesa; pero, viceversa, no cabe tampoco confundir ese movimiento ascensional de la humanidad obrera con el laborismo, socialismo, sindicalismo o comunismo, que son meras fórmulas, propagandas, ensayos, todo lo importantes que se quiera, pero que a la postre no representan sino interpretaciones transitorias y relativamente superficiales de aquella realidad, mucho más profunda e inexorable. (Aplausos.)
De modo que no es hoy posible, imaginable, política alguna que en una de sus dimensiones no sea política obrerista, que en su sesgo no acompañe a esa tremenda corriente marina que empuja a la historia actual. Pero, a la par, ningún credo o partido obrerista puede pretender significar la modulación única, definitiva e infalible de esa realidad sustantiva de nuestro tiempo. Bastará comparar la situación del socialismo o sindicalismo en Europa veinte años hace y hoy para convencerse de ello.
Para no desorientarnos evitemos, pues, hablar de política conservadora y de política burguesa. Pero si yo rechazo ambas fórmulas en cuanto que pretendan tener un significado preciso, reconozco, en cambio, que cuando fueron pronunciadas en la hora de preparar la revolución, los que las emitían querían decir con ellas otra cosa mucho más certera y completamente oportuna; ésta, sencillamente ésta: que la República, durante su primera etapa, debía ser sólo República, radical cambio en la forma del Estado, una liberación del Poder público, detentado por unos cuantos grupos; en suma: que el triunfo de la República no podía ser el triunfo de ningún determinado partido o combinación de ellos, sino la entrega del Poder público a la totalidad cordial de los españoles. (Grandes aplausos.)
Lo que significó el cambio de régimen
Porque no se ha hecho eso, o para hablar con más cautela y tal vez con más justicia, porque se ha dado la impresión de que no se hacía eso, sino que se aprovechaba ese triunfo espontáneo y nacional de la República para arropar en él propósitos, preferencias, credos políticos particulares, que no eran coincidencia nacional, es por lo que resulta que al cabo de siete meses ha caído la temperatura del entusiasmo republicano y trota España, entristecida, por ruta a la deriva. Y eso es lo que hay que rectificar.
Apenas sobrevenido su triunfo comienza ya a falsearse. Gentes atropelladas comenzaron a decir: ¿Cómo? ¿No se ha hecho más que cambiar la forma de gobierno? Con lo cual no hacían sino descubrir su inconsciencia y revelar que no tenían una idea clara de lo que era la Monarquía en España, cuando su simple ausencia y su sustitución por un régimen opuesto se les antojaba a esos señores parva mutación. Les parecía poco el cambio de régimen, y en cambio les parecía mucho media docena de reformas verbalistas que habían capturado en los archivos de una vetusta y agotada democracia. (Muy bien.) Esta agitación formó un círculo de inquietud en torno a los gobernantes, la mayor parte de los cuales -estoy seguro- no simpatizaba con ella, veía perfectamente su vanidad, pero no acertó a recibirla.
Ahí es nada que España haya dejado de vivir bajo la Monarquía de Sagunto y aliente hoy bajo la figura de una República. ¿Es que se sabe, se sabe lo que esa Monarquía significaba más allá de todo detalle, más allá de todos los abusos particulares, por su esencia misma, lo que significaba para los destinos españoles?
La Monarquía era una Sociedad de socorros mutuos
España es el país, entre todos los conocidos, donde el Poder público, una vez afirmado, tiene mayor influjo, tiene un influjo incontrastable, porque, desgraciadamente, nuestra espontaneidad social ha sido siempre increíblemente débil frente a él. Pues bien: la Monarquía era una Sociedad de socorros mutuos que habían formado unos cuantos grupos para usar del Poder público. Esos grupos representaban una porción mínima de la nación: eran los grandes capitales, la alta jerarquía del Ejército, la aristocracia de sangre, la Iglesia.
No voy a proferir ninguna palabra enojosa para las personas que integraban estos grupos, dueños hasta hace poco del Poder y hoy en derrota. Digo de ellos aquí lo mismo que no pocas veces les he dicho a ellos mismos, lo propio que me comprometería a decir ante una academia de historiadores y sociólogos, donde mis palabras fuesen con todo rigor científico oídas, interpretadas y juzgadas; en realidad lo he hecho constar hace tiempo en lugares del extranjero muy exigentes por lo que toca a la precisión de las ideas, y donde, por tanto, exponía la seriedad de mi oficio intelectual. Mi idea es ésta: no entro a juzgar ni a suponer intenciones buenas o malas, que no importa al caso; pero el hecho es que esa realidad histórica llamada Monarquía de Sagunto, y que llena sesenta años de la existencia española, consistía en la asociación de aquellos mínimos grupos para uso del Poder público. El Monarca era el gerente de esa Sociedad, nada más, pero tampoco nada menos. Cuando el interés real o aparente del país coincidía con el de esos grupos, hacían éstos grandes gesticulaciones de patriotismo; pero si la necesidad nacional entraba en colisión con la conveniencia de algunos de ellos, acudían al socorro todos los demás, y era la nación quien tenía que ceder, padecer y anularse para que el grupo amenazado no sufriera erosión.
Dicho en otra forma: los grandes capitales, el alto ejército, la vieja aristocracia, la Iglesia, no se sentían nunca supeditados a la nación, fundidos con ella en radical comunidad de destinos, sino que era la nación quien, en hora decisiva, tenía que concluir por supeditarse a sus intereses particulares. ¿Resultado? Que el pueblo español, el alto, medio o ínfimo, parte de esos exiguos grupos, no ha podido nunca vivir de sí mismo y por sí mismo, no se le ha dejado franquía a su propio intransferible destino; no ha podido hacer la historia que germinaba en su interior, sino que era una y otra vez y siempre frenado, deformado, paralizado por ese poder público, no fundido con él, yuxtapuesto constantemente; ha estado sobre él o sobrepuesto a la nación por intereses divergentes de los sagrados intereses españoles, y les llamo sagrados porque la historia de un pueblo, su misterioso destino y emigración por el tiempo, señores, es siempre historia sagrada. En ello va algo tan profundo, tan imprevisible y tan respetable, que trasciende de la voluntad y del criterio de los individuos. Por eso los grandes hechos claros de un pueblo tienen que ser profundamente respetados y nunca desvirtuados. Esta es la tesis principal de mi discurso. De un lado, señores, iba, mejor dicho, pugnaba por ir a la nación; del otro, marchaba a su ventaja el Poder público. En suma, que la Monarquía era el Poder pública desnacionalizado, que irremediablemente falsificaba la vida de nuestro pueblo, desviándola sin cesar de su espontánea trayectoria. El caso más claro de esta desfiguración a que era sometida la realidad española nos la ofrece la Iglesia. Colocada por el Estado en situación de superlativo favor, gozando de extemporáneos privilegios, aparecía poseyendo un enorme poder social sobre nuestro pueblo; pero ese poderío no era, en verdad, suyo, suscitado y mantenido exclusivamente por sus fuerzas, que entonces sería absolutamente respetable, sino que la venía del Estado como un regalo que el Poder público le había puesto a su servicio. Con lo cual se falsificaba la efectiva ecuación de las fuerzas sociales de España, y de paso la Iglesia, viviendo en falso, y esto es lo triste, viviendo en falso, se desmoralizaba ella misma gravemente. (Grandes aplausos.)
No concibo que ningún católico consciente pueda desear la perduración de régimen parejo, en que el uso mismo era ya un abuso, con lo cual no está dicho, ni mucho menos, que la situación recientemente creada me parezca en su detalle n perfecta ni deseable. Mas, por lo tanto, hay que acatarla sin más. El Estado tiene que ser perfectamente y rigurosamente laico; tal vez ha debido detenerse en esto y no hacer ningún gesto de agresión. Yo no soy católico, y desde mi mocedad he procurado que hasta los humildes detalles oficiales de mi vida privada queden formalizados acatólicamente; pero no estoy dispuesto a dejarme imponer por los mascarones de proa de un arcaico anticlericalismo. (Aplausos.)
¿Cómo iban a marchar así bien las cosas? El Estado contemporáneo exige una constante y omnímoda colaboración de todos sus individuos, y esto, no por razones de justicia política, sino por ineludible forzosidad. Las necesidades del Estado actual son de tal cuantía y tan varias, que necesita la permanente prestación de todos sus miembros, y por eso, en la actualidad, gobernar es contar con todos. Por tal necesidad, que inexorablemente imponen las condiciones de la vida moderna, Estado y nación tienen que estar fundidos en uno; esta fusión se llama democracia. Es decir, que la democracia ha dejado de ser una teoría y un credo político que unos cuantos agitan para convertirse en la anatomía inevitable de la época actual. Por tanto, es inútil discutir sobre ella; la democracia es el presente, no es que en el presente haya demócratas. (Aplausos.)
Es necesario nacionalizar la República
Pues bien, señores: la República significa nada menos que la posibilidad de nacionalizar el Poder público, de fundirlo con la nación, de que nuestro pueblo vague libremente a su destino, de dejarlo fare da se, que se organice a su gusto; que elija su camino sobre el área imprevisible del futuro, que viva a su modo y según su interna inspiración. Yo he venido a la República, como otros muchos, movido por la entusiasta esperanza de que, por fin, al cabo de centurias se iba a permitir a nuestro pueblo, a la espontaneidad nacional, corregir su propia fortuna, regularse a sí mismo, como hace todo organismo sano; rearticular sus impulsos en plena holgura, sin violencia de nadie, de suerte, que en nuestra sociedad cada individuo y cada grupo fuesen auténticamente lo que son, sin quedar, por la presión o el favor, deformada su sincera realidad.
Eso es lo que significaba para mí eso que algunos llaman «simple cambio de forma de gobierno», y que es, a mi juicio, transformación mucho más honda y sustanciosa que todos los aditamentos espectaculares que quieran añadirle los arbitrarios y angostos programas de angostísimos partidos.
Y el error que en estos meses se ha cometido, ignoro por culpa de quién, tal vez sin culpa de nadie, pero que se ha cometido, es que al cabo de ellos, cuando debíamos todos sentirnos embalados en un alegre y ascendente destino común, sea preciso reclamar la nacionalización de la República, que la República cuente con todos y que todos se acojan a la República. Al día siguiente de sobrevenido el triunfo (no se olvide que en unas elecciones, no en una barricada) puedo elegir el Gobierno, en pleno albedrío, entre una de estas dos cosas: o seguir siendo el antiguo Comité revolucionario o declararse representante de una nueva y rigurosa legalidad que iniciaba su constitución. Al preferir lo primero, por lo menos al preferirlo más bien que lo otro, quedó ya en su raíz desvirtuada la originalidad del cambio de régimen, de ese hecho histórico esencial que ha emanado directamente de nuestro pueblo entero como un acto de su colectiva aspiración: ese hecho que no es de ningún grupo, ni grande ni pequeño, sino de la totalidad del pueblo español, hecho al cual debiera volver su atención y debiera atenerse todo el que no quiera equivocarse en el próximo porvenir. Este hecho es la verdad de España, superior a todo capricho, y que aplastará cualquier frívola intención de interpretarlo arbitrariamente. Aquella conducta del pueblo español es el texto fundamental de que nuestra política tiene que ser el pulcro y fiel comentario. Y esa conducta significaba un ansia de orden nuevo y un asco del desorden en que había ido cayendo la Monarquía: primero, el desorden pícaro de los viejos partidos, sin fe en el futuro de España; luego, el desorden petulante y sin unción de la Dictadura. (Aplausos.)
Los perturbadores de la República
A esa unidad de la voluntad nacional que la República tiene que significar es preciso que volvamos, porque hay a la puerta de la República, instalados en hilera, unos hombres que perturban la obra de los gobernantes e impiden el ingreso en la República del buen español, pacífico y mesurado. Hacen ellos grandes aspavientos de revolución, la cual podrá en alguno ser sentimiento sincero; pero revolución que hoy en España sería no buena o mala, sino algo más definitivo: históricamente falsa. Exigen esos hombres pruebas de pureza de sangre republicana y se dedican a recitar sin parar las más decrépitas antífonas de la caduca beatería democrática. Urge salvar a la República de esa vieja democracia que amenaza arrastrarla cien años atrás; urge salvarla en nombre de una nueva democracia más sobria y magra, más constructiva y eficaz; en suma: la democracia de la juventud. Esta tenemos que constituirla.
La composición del Gobierno provisional era un documento de carne y hueso que acreditaba y simbolizaba el carácter nacional, y no particular o partidista, del cambio de régimen. Era natural que existiesen elementos dispuestos a tergiversar su sentido y pretender que eran ellos quienes habían traído la República, y en consecuencia, que la República había venido en beneficio de ellos. El Gobierno no debió tolerar ni un minuto este falseamiento del gran hecho nacional.
Muy pocas veces acontece, señores, que la voluntad prácticamente integral de un pueblo se concentre en unánime decisión para dar una embestida sobre el horizonte, abriendo en él ancho portillo hacia al futuro. Por lo mismo, cuando esto acontece, es un radical deber impedir por todos los medios que esa unificación maravillosa de la vida colectiva quede sin fértil aprovechamiento y recaiga demasiado pronto en la habitual disociación. Es menester conservar este tesoro de unidad, y a los quince días del triunfo, dueño de los resortes más imprescindibles del Poder público, debió el Gobierno declarar que empezaba a constituirse un Estado integral superior a todo partidismo, riguroso frente a toda ambición arbitraria. Hubiera podido hacerlo perfectamente; hubiera podido, aprovechando la mágica ocasión, lanzar al país, en mole solidaria, hacia un plan de sistemáticas reformas dirigido desde arriba, el cual ofrecería a cada uno la ilusión de un nuevo quehacer. Por ejemplo, para no referirme sino al orden de la vida pública, que es el más agudo en todas partes, pudo crear, desde luego, un Consejo de Economía, que rápidamente dictaminase ante el país sobre la situación de nuestra riqueza, sobre los peligros o dificultades probables, sobre lo que se podía esperar y lo que se debía evitar. De esta suerte, cobrando el país conciencia de su situación material, se evitaban muchos apetitos parciales e inconexos, que han deprimido, no diré que gravemente, pero sí en dosis injustificadas, la economía española. (Muy bien.)
En vez de una política unitaria, nacional, dejó el Gobierno que cada ministro saliese por la mañana, la escopeta al brazo, resuelto a cazar al revuelo algún decreto vistoso, como un faisán, con el cual contentar la apetencia de su grupo, de su partido o de su masa cliente. (Muy bien. Grandes aplausos y bravos.)
No es razón que abone esta conducta decir que los decretos fulminados por el Gobierno provisional habían sido convenidos de antemano, cuando se preparaba la revolución, porque entre el uno y el otro hecho se había intercalado aquella magnífica reacción de nuestro pueblo, que anulaba las previsiones revolucionarias. (Nuevos y prolongados aplausos.)
De esta suerte quedó la República a merced de demandas particulares, y a veces del chantaje que sobre ella quisiera ejercer cualquier grupo díscolo; es decir, que se esfumó la supremacía del Estado, representante de la nación frente y contra todo partidismo.
Por fortuna, el daño no ha sido excesivo, porque existía dentro del Gobierno una calidad intelectual y moral en las personas que condensaba en parte las consecuencias de ese error cometido al plantear la vida republicana. Porque no se hagan ilusiones las fuerzas antirrepublicanas, que acostumbradas a mandar sobre España tascan el freno de su soberbia derrocada… (Muy bien. Grandes aplausos.) No se hagan ilusiones cuando tan acerbamente combaten a esos ministros. Una cosa es que hayan cometido un error genérico en esta hora difícil, y otra, que no posean muchos de ellos excelentes condiciones de gobernantes, que aun al través de su error trasparecen. La verdad aquí, como muchas veces, tiene dos vertientes, y es verdad que parcialmente se han equivocado; pero es verdad también que no pocos de ellos ofrecen para España, en lo futuro, grandes posibilidades de dotes de hombres de gobierno. (Muy bien. Grandes aplausos.)
Rectificación necesaria. La creación de un gran partido nacional
Mas lo que no queda dudoso, señores, es que es preciso rectificar el perfil y el tono de la República, y para ello es menester que surja un gran movimiento político en el país, un partido gigante que anude de la manera más expresa con aquel ejemplar hecho de solidaridad nacional portador de la República, que interprete ésta como un instrumento de todos y de nadie para forjar una nueva nación, haciendo de ella un cuerpo ágil, diestro, solidario, actualísimo, capaz de dar su buen brinco sobre las grupas de la Fortuna histórica, animal fabuloso que pasa ante los pueblos siempre muy a la carrera. En suma, señores, que frente a los particularismos de todo jaez urge suscitar un partido de amplitud nacional; de otro modo, el Estado naciente vivirá en continuo peligro y a merced de que cualquiera banda de aventureros le amedrente e imponga su capricho.
¿Qué puede entenderse por un partido de amplitud nacional? ¿Qué principio puede inspirarlo? Muy sencillo; éste: la nación es el punto de vista en el cual queda integrada la vida colectiva por encima de todos los intereses parciales de clase, de grupo o de individuo; es la afirmación del Estado nacionalizado, frente a las tiranías de todo género y frente a las insolencias de toda catadura; es el principio que en todas partes está haciendo triunfar la joven democracia; es la nación, en suma, algo que está más allá de los individuos, de los grupos y de las clases; es la obra gigantesca que tenemos que hacer, que fabricar, con nuestras voluntades y con nuestras manos; es, en fin, la unidad de nuestro destino y de nuestro porvenir. Tiene ella sus exigencias, tiene sus imperativos propios, que se imponen al arbitrio privado, frente a todo afán exclusivo de esta o de la otra clase.
El mejor ejemplo de ese partido de amplitud nacional se dibuja en el orden económico. De ordinario, no se ve de la economía sino una pululación de intereses múltiples que divergen y que se contraponen: se habla del interés del capitalista, del interés obrero, del industrial, del comerciante; pero no se advierte que todos esos intereses viven espumando una realidad más amplia que hay tras ellos, distinta de cada uno de ellos: la realidad objetiva de la economía nacional; es decir, el sistema de la riqueza efectiva y posible de un país, dados su clima y su suelo, dadas las condiciones de saber técnico de sus habitantes, las virtudes y los vicios de su carácter.
Los partidos socialistas de Alemania e Inglaterra han creído que podrían intentar impunemente i sin límites sangrar en beneficio del obrero ese cuerpo objetivo de la economía nacional. El ensayo ha concluido con la derrota de ambos partidos, cuya política contribuía a dispara la terrible crisis mundial; pero no canten victoria los capitalistas, porque esa crisis mundial no procede sólo -ni mucho menos- de la política obrera, sino que alarga una de sus más gruesas raíces hasta la gran guerra europea, que fue una operación capitalista. Por tanto, la terrible experiencia de Europa marca hoy el fracaso parejo del capitalismo y colectivismo, y se resume en una invitación e evadirnos de todos los «ismos» y a reconocer que la economía nacional tiene su estructura y su ley propia, que todo interés parcial necesita respetar, so pena de ser él mismo el aplastado. (Aplausos.)
El beneficio del obrero no puede venir de la renta del capitalismo
Por eso en mis primeras palabras en el Parlamento pedía yo al partido socialista español, que es sin duda un excelente, un admirable educador de multitudes, aunque a veces las excite sin mesura, como, por ejemplo, en la última propaganda electoral; pedía yo al partido socialista español que enseñase a los obreros algo que es perogrullesco, una verdad incontrovertible: que para ser ellos menos pobres tenían que ayudar a hacer una España más rica. (Muy bien.)
El beneficio del obrero no puede venir de la renta del capitalismo. Así lo proclamaba el socialista Wissel, que fue ministro de Trabajo en Alemania. «La participación de los obreros no puede crecer -decía- sino en la medida en que crezca el rendimiento total de la economía nacional.» (Muy bien.) Por eso añado yo: un partido de amplitud nacional que acepte ese movimiento ascendente de la humanidad jornalera y que cuide de que sus empresas tengan la seriedad que garantiza el cumplimiento llevará en su programa el máximo aventajamiento del obrero, pero sólo el compatible con la integridad de la economía nacional. (Grandes aplausos.)
Para colaborar en el engrandecimiento de esta economía bajo el régimen republicano se llama desde aquí a las clases productoras españolas. Todo el mundo advierte que, habida cuenta de las condiciones de nuestro suelo, del retraso de nuestra técnica, es nuestro país el que en más breve tiempo y con más facilidad puede lograr un progreso relativo mayor. Todo está por hacer: en la técnica de la producción y en la técnica de la administración.
No hace muchos días me refería alguien que en más de una provincia española el modo de recaudar la contribución territorial es éste tiene que ir el propietario con el recaudador a casa del herrero, para que éste haga constar cuántas calzas de arado ha vendido al labrador. Es decir, la Administración a ojo de buen cubero más extremada que se pueda imaginar, tan ruda, tan primigenia, que a no hablarse en la anécdota de hierro y de agricultura habría que pensar en la época neolítica.
Está, pues, todo por hacer. Tarea posible es para encender la ilusión de todo el que no sea un inerte, sobre todo si la República consigue contaminar a los españoles de entusiasmo por la técnica.
Para esa gran obra de enriquecimiento nacional se llama desde aquí a los capitalistas españoles. Pero este llamamiento, que es hecho con toda efusión, tiene que ir perfilado con estricta severidad. Se llama al capitalista para que denodadamente sirva a la nación, y no al revés.
No se le llama para poner un partido al servicio del particular de la clase capitalista; se le llama como una forma de trabajo, para trabajar en la planificación de España. Quede claro, pues, que hoy el capitalista en España tiene que aprender una disciplina de sacrificio; pero bien entendido que también es menester que se le tranquilice sobre el sentido, límites y fertilidad en ese sacrificio. De aquí que sea de extrema urgencia un magno proyecto, un plan íntegro de reformas en la economía nacional. Yo no sé si los capitalistas españoles acudirán a este llamamiento. Confieso sinceramente que a mí mismo me sorprende un poco que tenga que ser hecho. No debía ser necesario llamarlos, sino que debían estar ya ahí, desde el primer instante, y sin llamamiento alguno. Porque no tiene sentido condicionar la adhesión a un Estado nacional; otra cosa equivale a moralmente desterrarse, a salirse de la nación, a enajenarse. Si ellos se creían injustamente vejados, pudieron, reuniéndose en fuerza política, acometer al Gobierno, pero sin dejar ni durante una fracción de segundo de actuar según su deber y su ser de capitalistas en la vida nacional, impidiendo en lo posible la paralización de la producción y del crédito.
Lo que pasa es que los capitalistas españoles no están bien acostumbrados. Yo, que ahora los llamo a colaborar, quiero lealmente hacerles esta advertencia. Si se exceptúan los propietarios andaluces y de alguna otra gleba, que han sido, preciso es reconocerlo, insoportablemente tratados, los demás capitalistas españoles no tienen derecho a quejarse de la República. Y si dan una vuelta por el planeta traerán algo que contar (Aplausos.)
Lo que ocurre es que estaban mal acostumbrados; no estaban hechos a luchar por sí mismos, como acontece a sus parejos en las otras naciones, sino que se habían habituado, como la iglesia, a vivir bajo el amparo y el mimo del Estado. Esto explica que habiendo padecido tan poco de la política social, el capitalismo español, sólo con unos cuantos gestos y unos cuantos vocablos ariscos de los gobernantes, ha caído en el pavor. Recuerdo a este propósito una ingenua anécdota que hace muchos años leí en las memorias de una princesa rusa. Había gran fiesta en la Corte, y toda ella bajaba la escalinata de palacio. De pronto se oyen gritos de ¡fuego! Prodúcese la natural confusión, todo el mundo desaparece, vacando cada cual a su salvación. Queda la pobre princesa sola en medio de la escalinata y ante un terrible conflicto: tener que bajar sola la escalera, cosa que no había hecho en su vida, porque siempre había encontrado el oportuno apoyo del brazo de un gentilhombre o de la mano de un chambelán. Es decir, que lo que para cualquiera de nosotros es la operación más sencilla descender una escalera, era para esta pobre criatura atrofiada por privilegios un conflicto casi trágico. (Risas.)
Las dos potencias de la humana actividad
Es preciso, pues, que sin desánimo, las fuerzas favorecidas antes por el Estado se acostumbren a vivir bravamente a la intemperie; creedme que la intemperie es cosa sana: tonifica el músculo y aligera la cabeza. (Grandes aplausos.)
Si vienen a este movimiento político, sepan que lo van a hallar previamente constituido por la gente del trabajo, trabajadores de la mente y trabajadores de la mano, que con ellos ha de colaborar; que a esos trabajadores se llama aquí a concurso antes que a nadie, porque la vida de un pueblo es sustancialmente esas dos cosas: manufactura y mentefactura. Esas dos potencias de humana actividad tienen que dar el tono en el nuevo partido posible. Esas dos y esta tercera: la juventud.
Pero a este llamamiento puede dirigirse una objeción justísima, fundada en la escasa capacidad de acción política que padece quien lo hace. Sin embargo, pienso que la tarea a emprender es tan integral, que en ella pueden aprovecharse no sólo las virtudes, sino también los vicios, y yo creo que algunos de los míos son explotables, y que ellos precisamente indican que sea yo quien levante ante el país esta bandera. Pero repito que la objeción es justísima, y como quiero cuentas limpias con mis conciudadanos, advierto desde ahora que no consideraré como existente el movimiento si no acuden a él hombres dinámicos, políticos en el sentido más estricto, que se hallen ya en la brecha, aptos para todo combate, y que compensen con su eficacia lo inválido de mi persona.
Palabras finales
Yo quisiera convencerlos de que van a hacer muy poco si extenúan su esfuerzo, como hasta ahora, en pura dispersión. La República nueva necesita un nuevo partido de dimensión enorme, de rigurosa disciplina, que sea capaz de imponerse, de defenderse frente a todo partido partidista. Por eso me da pena ver cómo en este mismo Parlamento actual pierden la mayor parte de su energía viviendo en grupos dislocados, cuando no en singularidad solitaria, atractiva y grácil, sin duda, pero inoperante.
Hay algún grupo compuesto por hombres excelentes, dirigido por personas que han dado ya pruebas de sus dones de mando, de su aptitud para la política más difícil, que es la política quirúrgica, y que no podrá dar todo su rendimiento al país si no acude a colaborar en un gran partido de rigurosa disciplina, como el que yo he venido aquí a postular. Hay también alguna personalidad, hoy señera, todo brío y nervio, en quien todos ven una admirable vocación de político, y a quien tanto debe la República, que sólo con rasparse los residuos de un vocabulario extemporáneo derechista, incompatible con su temperamento y el estilo actual de su figura, podría destacar sobre el fondo de este partido y cuajar en gran gobernante.
(Gran ovación, que se hace extensiva a D. Miguel Maura, que ocupa uno de los palcos.)
Piensen, les digo, que la obra por hacer es ingente, y tiene que serla también el instrumento; se trata de tomar a la República en la mano para que sirva de cincel con el cual labrar la estatua de esta nueva España; para urdir la nueva nación, no sólo en sus líneas e hilos mayores, sino en el amoroso detalle de cada villa y de cada aldea. Se trata, señores, de innumerables cosas egregias que podríamos hacer juntos y que se resumen todas ellas en esto: organizar la alegría de la República española. (Grande y prolongada ovación)».
Discurso sobre el Estatuto de Cataluña pronunciado en la Sesión de las Cortes del 13 de mayo de 1932
"La misión del bibliotecario", discurso inaugural en el 2° Congreso Internacional de IFLA pronunciado el 20 de mayo de 1935
«Quisiera hoy prolongar en mi conducta la tradición de una virtud que unánimemente reconocían ya a los españoles los antiguos griegos y romanos: la hospitalidad. Ahora bien, en la presente circunstancia el mejor rito hospitalario me parece consistir en que al llegar el extranjero a mi casa yo abandone ésta y me haga un poco extranjero. En esta ocasión de dirigiros la palabra, mi casa solariega es la lengua española, para muchos de vosotros poco habitual. Y he pensado que si había de buscar contacto eficaz con vuestras almas y no haceros perder por completo una hora de vuestras vidas, que las tienen tan contadas, yo debía hacer un esfuerzo y exponerme a la aventura de hablaros en una lengua que conozco muy poco, en que tendré que balbucir y tropezar muchas veces, que ni siquiera pronuncio bien, pero en que a la postre creo que me haré entender. Lo demás lo espero de vuestra benevolencia, que no me delatará a la policía por las erosiones que voy a producir en la sutil gramática francesa.
Y ante todo yo quisiera advertiros que lo que vais a oír no coincide propiamente con el título dado a mi discurso, título con el cual yo me he encontrado, como vosotros, al leer el programa de este Congreso. Lo hago constar porque ese título —“Misión del bibliotecario”— es enorme y pavoroso, y aceptarlo sin más fuera una pretensión abrumadora. No puedo intentar enseñaros nada sobre las técnicas complejísimas que integran vuestro trabajo, las cuales vosotros conocéis tan bien y que son para mí hermético misterio. Debo, pues, recluirme en el más breve rincón del ámbito gigante que ese título anuncia.
Ya la palabra “misión”, por sí sola, me asusta un poco si me veo obligado a emplearla con todo el vigor de su significado. Por supuesto, que lo mismo acontece con innumerables palabras de las que hacemos un uso cotidiano. Si de pronto hiciesen funcionar con plenitud lo que verdaderamente significan, si al pronunciarlas u oírlas nuestra mente entendiese bien y de un golpe su sentido íntegro, nos sentiríamos atemorizados, por lo menos sobrecogidos ante el esencial dramatismo que encierran. Por fortuna, nuestro ordinario lenguaje las usa sumaria y mecánicamente, sin entenderlas apenas, con un sentido depotenciado, adormecido, borroso; las manejamos por de fuera, resbalando sobre ellas velozmente, sin sumergirnos en su interior abismo. En suma, que al hablar hacemos saltar los vocablos como los domadores de circo a los tigres y a los leones, después de haber rebajado su fiereza con la morfina o el cloroformo.
Misión personal
Bastaría, para demostrarlo con un ejemplo, que nos asomásemos un instante al interior de la palabra “misión”. Misión significa, por lo pronto, lo que un hombre tiene que hacer en su vida. Por lo visto, la misión es algo exclusivo del hombre. Sin hombre no hay misión. Pero esa necesidad a que la expresión “tener que hacer” alude, es una condición muy extraña y no se parece en nada a la forzosidad con que la piedra gravita hacia el centro de la tierra. La piedra no puede dejar de gravitar, mas el hombre puede muy bien no hacer eso que tiene que hacer. ¿No es esto curioso? Aquí la necesidad es lo más opuesto a una forzosidad, es una invitación.
¿Cabe nada más galante? El hombre se siente invitado a prestar su anuencia a lo necesario. Una piedra que fuese medio inteligente, al observar esto, acaso se dijera: “¡Qué suerte ser hombre! Yo no tengo más remedio que cumplir inexorablemente mi ley: tengo que caer, caer siempre… En cambio, lo que el hombre tiene que hacer, lo que el hombre tiene que ser, no le es impuesto, sino que le es propuesto”.
Pero esa piedra imaginaria pensaría así porque es sólo medio inteligente. Si lo fuese del todo, advertiría que ese privilegio del hombre es tremebundo. Pues implica que en cada instante de su vida el hombre se encuentra ante diversas posibilidades de hacer, de ser, y que es él mismo quien bajo su exclusiva responsabilidad tiene que resolverse por una de ellas. Y que para resolverse a hacer esto y no aquello tiene, quiera o no, que justificar ante sus propios ojos la elección, es decir, tiene que descubrir cuál de sus acciones posibles en aquel instante es la que da más realidad a su vida, la que posee más sentido, la más suya. Si no elige ésa, sabe que se ha engañado a sí mismo, que ha falsificado su propia realidad, que ha aniquilado un instante de su tiempo vital, el cual, como antes dije, tiene contados sus instantes. No hay en esto que digo misticismo alguno: es evidente que el hombre no puede dar un solo paso sin justificarlo ante su propio íntimo tribunal. Cuando dentro de una hora nos encontremos a la puerta de este edificio tendremos, queramos o no, que decidir hacia dónde moveremos el pie, y para decidirlo, veremos surgir ante nosotros la imagen de lo que tenemos que hacer esta tarde, que a su vez depende de lo que tenemos que hacer mañana, y todo ello, en definitiva, de la figura general de vida que nos parece ser la más nuestra, la que tenemos que vivir para ser el que más auténticamente somos. De suerte que cada acción nuestra nos exige que la hagamos brotar de la anticipación total de nuestro destino y derivarla de un programa general para nuestra existencia. Y esto vale lo mismo para el hombre honrado y heroico que para el perverso o ruin; también el perverso se ve obligado a justificar ante sí mismo sus actos buscándoles sentido y papel en un programa de vida. De otro modo, quedaría inmóvil, paralítico, como el asno de Buridán.
Entre los pocos papeles que, a su muerte, dejó Descartes, hay uno, escrito hacia los veinte años, que dice: Quod vitae sectabor iter?, “¿Qué camino de vida elegiré?”. Es una cita de cierto verso en que Ausonio, a su vez, traduce una vetusta poesía pitagórica, bajo el título: De ambiguitate eligendae vitae. “Desde la perplejidad en la elección de la vida”.
Hay en el hombre, por lo visto, la ineludible impresión de que su vida, por tanto, su ser, es algo que tiene que ser elegido. La cosa es estupefaciente; porque eso quiere decir que, a diferencia de todos los demás entes del universo, los cuales tienen un ser que les es dado ya prefijado, y por eso existen, a saber, porque son ya desde luego lo que son, el hombre es la única y casi inconcebible realidad que existe sin tener un ser irremediablemente prefijado, que no es desde luego y ya lo que es, sino que necesita elegirse su propio ser. ¿Cómo lo elegirá? Sin duda, porque se representará en su fantasía muchos tipos de vida posible, y al tenerlos delante, notará que alguno de ellos le atrae más, tira de él, le reclama o le llama. Esta llamada que hacia un tipo de vida sentimos, esta voz o grito imperativo que asciende de nuestro más radical fondo, es la vocación.
En ella le es al hombre, no impuesto, pero sí propuesto, lo que tiene que hacer. Y la vida adquiere, por ello, el carácter de la realización de un imperativo. En nuestra mano está querer realizarlo o no, ser fieles o ser infieles a nuestra vocación. Pero ésta, es decir, lo que verdaderamente tenemos que hacer, no está en nuestra mano.
Nos viene inexorablemente propuesto. He aquí por qué toda vida humana tiene misión. Misión es esto: la conciencia que cada hombre tiene de su más auténtico ser que está llamado a realizar. La idea de misión es, pues, un ingrediente constitutivo de la condición humana, y como antes decía: sin hombre no hay misión, podemos ahora añadir: sin misión no hay hombre.
Misión profesional
Es una pena que no sea ahora posible penetrar en este tema, uno de los más fértiles y graves; en el tema de las relaciones entre el hombre y su quehacer. Pues, ante todo, la vida no es sino quehacer. No nos hemos dado la vida, sino que ésta nos es dada; nos encontramos en ella sin saber cómo ni por qué; pero eso que nos es dado —la vida—, resulta que tenemos que hacérnoslo nosotros mismos, cada cual la suya. O lo que viene a ser lo mismo: para vivir tenemos que estar siempre haciendo algo, so pena de sucumbir. Sí, la vida es quehacer. Sí, la vida da mucho quehacer, y el mayor de todos, acertar a hacer lo que hay que hacer. Para ello miramos en nuestro derredor o contorno social y hallamos que éste está constituido por una urdimbre de vidas típicas, quiero decir, de vidas que tienen cierta línea general común: hallamos, en efecto, médicos, ingenieros, profesores, físicos, filósofos, labradores, industriales, comerciantes, militares, albañiles, zapateros, maestras, actrices, bailarines, monjas, costureras, damas de sociedad. Por lo pronto, no vemos la vida individual que es cada médico o cada actriz, sino sólo la arquitectura genérica y esquemática de esa vida. Unas de otras se diferencian por el predominio de una clase o tipo de haceres —por ejemplo, el hacer del militar frente al hacer del científico. Pues bien, esas trayectorias esquemáticas de vida son las profesiones, carreras o carriles de existencia que hallamos ya establecidos, notorios, definidos, regulados en nuestra sociedad. Entre ellos elegimos cuál va a ser el nuestro, nuestro curriculum vitae.
Esto os ha pasado a vosotros. En ese momento de la adolescencia o la primera juventud en que, con una u otra claridad, el hombre toma sus más decisivas decisiones, encontrasteis que en vuestro contorno social ya estaba, antes que vosotros, perfilada la figura de vida y el modo de ser hombre que es ser bibliotecario. No habéis tenido vosotros que inventarlo; estaba ya ahí, donde “ahí” significa la sociedad a que pertenecíais.
Aquí nos es preciso caminar más despacio. He dicho que la figura de vida y el tipo de humano quehacer que es ser bibliotecario preexistía a cada uno de vosotros y os bastaba mirar en torno para hallarlo informando la existencia de muchos hombres y mujeres. Pero esto no ha acaecido siempre. Ha habido muchas épocas en que no había bibliotecarios, aunque había ya libros —no hablemos de aquellas mucho más largas en que no había bibliotecarios porque ni siquiera había libros. ¿Quiere esto decir que en esas épocas en que no había bibliotecarios, aunque había ya libros, no existiesen algunos hombres que se ocupaban con los libros en forma bastante parecida a lo que constituye hoy vuestro oficio? Sin duda, sin duda: había algún hombre que no se contentaba, como los demás, con leer los libros, sino que los coleccionaba y ordenaba y catalogaba y cuidaba. Mas si hubieseis nacido en aquel tiempo, por mucho que miraseis en vuestro derredor no hubieseis reconocido en el hacer de ese hombre lo que hoy llamamos un bibliotecario, sino que su conducta os habría parecido lo que, en efecto, era: una peculiaridad individual, un comportamiento personalísimo, una afición adscrita intransferiblemente a aquel hombre como el timbre de su voz y la melodía de sus gestos. La prueba de ello es que al morir ese hombre, su ocupación moría con él, no proseguía en pie más allá de la vida individual que la ejercitó.
Lo que quiero insinuar con esto se ve claro si nos trasladamos al otro extremo de la evolución y nos preguntamos qué pasa hoy cuando el hombre que regenta una biblioteca pública se muere. Pues pasa que queda su hueco en pie, que su ocupación permanece intacta en forma de puesto oficial que el Estado o el Municipio o la Corporación sostiene con su voluntad y su poder colectivos, aunque transitoriamente nadie lo ocupe, hasta el punto de seguir adscribiendo una retribución a aquel puesto vacío. De donde resulta que ahora el ocuparse en coleccionar, ordenar y catalogar los libros, no es un comportamiento meramente individual, sino que es un puesto, un topos o lugar social, independiente de los individuos, sostenido, reclamado y decidido por la sociedad como tal y no meramente por la vocación ocasional de este o el otro hombre. Por eso ahora encontramos el cuidado de los libros constituido impersonalmente como carrera o profesión y, por eso, al mirar en derredor, lo vemos tan clara y sólidamente definido como un monumento público. Las carreras o profesiones son tipos de quehacer humano que, por lo visto, la sociedad necesita. Y uno de éstos es desde hace un par de siglos el bibliotecario. Toda colectividad de Occidente ha menester hoy de un cierto número de médicos, de magistrados, de militares… y de bibliotecarios. Y ello porque, según parece, esas sociedades tienen que curar a sus miembros, administrarles justicia, defenderse y hacerles leer. He aquí que reaparece la misma expresión antes usada por mí, pero que ahora va referida a la sociedad y no al hombre. La sociedad tiene que hacer también ciertas cosas. Tiene también su sistema de necesidades, de misiones.
Nos encontramos, pues —y ello es más importante de lo que acaso se imagina—, con una dualidad: la misión del hombre, lo que cada hombre tiene que hacer para ser lo que es y la misión profesional, en nuestro caso la misión del bibliotecario, lo que el bibliotecario tiene que hacer para ser buen bibliotecario. Importa mucho que no confundamos la una con la otra.
Originariamente —ello no ofrece duda— eso que hoy constituye una profesión u oficio fue inspiración genial y creadora de un hombre que sintió la radical necesidad de dedicar su vida a una ocupación hasta entonces desconocida, que inventó un nuevo quehacer. Era su misión, lo para él necesario. Ese hombre muere, y con él su misión; pero andando el tiempo, la colectividad, la sociedad, repara en que aquella ocupación o algo parecido es necesaria para que subsista o florezca el conglomerado de hombres en que ella —la sociedad— consiste. Así, por ejemplo, hubo en Roma un hombre de la gens Julia, llamado Cayo y apodado César, a quien le ocurrió hacer una serie de cosas que nadie hasta entonces había hecho, entre ellas: proclamar el derecho de Roma al mando exclusivo en el mundo y el derecho de un individuo al mando exclusivo en Roma. Esto le costó la vida. Pero una generación más tarde, la sociedad romana sintió como tal sociedad la necesidad de que alguien volviese a hacer lo que Cayo Julio César había hecho; de este modo, el hueco que aquel hombre había dejado con su personalísimo perfil quedó objetivado, despersonalizado en una magistratura, y la palabra César, nombre de una misión individual, vino a designar una necesidad colectiva. Pero nótese la profunda transformación que un tipo de quehacer humano sufre cuando pasa de ser necesidad o misión personal a ser menester colectivo u oficio y profesión. En el primer caso, el hombre hace lo suyo y nada más que lo suyo, lo que él y sólo él tiene que hacer, libérrimamente y bajo su exclusiva responsabilidad. En cambio, ese hombre, al ejercer una profesión, se compromete a hacer lo que la sociedad necesita. Ha de renunciar, pues, a buena parte de su libertad y se ve obligado a desindividualizarse, a no decidir sus acciones exclusivamente desde el punto de vista de su persona, sino desde el punto de vista colectivo, so pena de ser un mal profesional y sufrir las consecuencias graves con que la sociedad, que es crudelísima, castiga a los que la sirven mal.
Tal vez un paradigma aclare esto que insinúo. Si en la casa donde un hombre vive con otras muchas personas se produce un incendio, puede, desde su punto de vista personal, que acaso es de extrema desesperación, no intentar apagarlo y complacerse ante la idea de que pronto su cuerpo será ceniza. Mas si por un azar sobrevive y consta que pudo apagar el fuego que tantas vidas ha costado, la sociedad le castigará, porque no hizo lo que socialmente —es decir, por necesidad colectiva y no individual— había que hacer. Pues bien, las profesiones representan para el que las ejercita quehaceres de ese tipo; son, como el incendio, urgencias a que es ineludible acudir y que la situación social nos presenta, queramos o no. Por eso se llaman oficios, por eso especialmente todos los quehaceres del Estado —en el Estado aparece lo social en grado superlativo, subrayado, aristado, iba a decir exagerado—, todos los quehaceres del Estado se suelen calificar de oficiales.
Los lingüistas encuentran dificultades para fijar la etimología de esta palabra con que los latinos designaban el deber, y las encuentran porque, como muchas veces les pasa, no se representan bien la situación vital originaria a que el vocablo responde y en que fue creado. No ofrece dificultad semántica reconocer que officium viene de ob y facere, donde la preposición ob, como suele, significa salir al encuentro, prontamente, a algo, en este caso a un hacer. Officium es hacer sin titubeo, sin demora, lo que urge, la faena que se presenta como inexcusable*. Ahora bien, esto es lo que constituye la idea misma del deber. Cuando nos es presentado algo como deber, se nos indica que no nos queda margen para decidir nosotros si hay o no que hacerlo. Podremos cumplirlo o no, pero que hay que hacerlo es incuestionable, por eso es deber.
Todo esto nos declara que para determinar la misión del bibliotecario hay que partir, no del hombre que la ejerce, de sus gustos, curiosidades o conveniencias, pero tampoco de un ideal abstracto que pretendiese definir de una vez para siempre lo que es una biblioteca, sino de la necesidad social que vuestra profesión sirve. Y esta necesidad, como todo lo que es propiamente humano, no consiste en una magnitud fija, sino que es por esencia variable, migratoria, evolutiva —en suma, histórica.
*El otro sentido de officium —obstaculizar— que parece tener un sentido bélico, se enlaza con el indicado. La urgencia, el “deber” más característicos de la vida primitiva son la lucha contra el enemigo, el hacerle frente y oponerse a él. Es, pues, indiferente que oficio signifique primero “poner obstáculo” y luego se generalice como prototipo de urgencia, o viceversa, que el deber genérico se especializase en el más notable de oponerse al enemigo.
Es curioso advertir que la misma idea de acudir con celeridad a algo anima a la palabra “obediencia”, de ob y audio —es decir, ejecutar inmediatamente la orden que se ha escuchado. En árabe, la expresión que designa obediencia es un giro de dos palabras que significan “oído y hecho”, correspondiente a nuestro “dicho y hecho”.
La historia del bibliotecario
EL SIGLO XV
Todos vosotros conocéis mejor que yo el pasado de vuestra profesión. Si ahora lo oteáis, observaréis cuán claramente se manifiesta en él que el quehacer del bibliotecario ha variado siempre en rigurosa función de lo que el libro significaba como necesidad social.
Si fuera posible ahora reconstruir debidamente ese pasado, descubriríamos con sorpresa que la historia del bibliotecario nos hacía ver al trasluz las más secretas intimidades de la evolución sufrida por el mundo occidental. Ello comprobaría que habíamos tomado nuestro asunto, en apariencia tan particular y excéntrico —la profesión del bibliotecario—, según es debido; a saber, en su efectiva y radical realidad. Cuando tomamos algo, sea lo que sea, aun lo más diminuto y subalterno, en su realidad nos pone en contacto con todas las demás realidades, nos sitúa como en el centro del mundo y nos descubre en todas las direcciones las perspectivas ilimitadas y patéticas del universo. Pero, repito, no podemos ahora ni siquiera iniciar esa historia profunda de vuestra profesión. Queda enunciada aquí la tarea como un desideratum que alguno de vosotros, mejor dotado que yo para intentarlo, debería realizar.
Porque esa funcionalidad antes afirmada por mí entre lo que ha hecho el bibliotecario en cada época y lo que el libro ha ido siendo como necesidad en las sociedades de Occidente, me parece incuestionable.
Para ahorrar tiempo, dejemos Grecia y Roma: lo que para ellas fue el libro, es cosa muy extraña si ha de ser con precisión descrita. Hablemos sólo de los pueblos nuevos que sobre las ruinas de Grecia y Roma inician una nueva vegetación. Pues bien, ¿cuándo vemos dibujarse, por vez primera, la figura humana del bibliotecario en la urdimbre del paisaje social —quiero decir—, ¿cuándo un contemporáneo mirando en su contorno pudo hallar como fisonomía pública, ostensible y ostentada, la silueta del bibliotecario? Sin duda, en los comienzos del Renacimiento. Conste, ¡un poco antes de que el libro impreso existiese! Durante la Edad Media, la ocupación con los libros es aún infrasocial, no aparece en el haz del público: está latente, secreta, como intestinal, confinada en el recinto secreto de los conventos. En las mismas Universidades no se destaca ese ejercicio. Se guardaban en ellas los libros necesarios para el tráfico de la enseñanza ni más ni menos que se guardarían los utensilios de limpieza. El guardián de libros no era algo especial. Sólo en los albores del Renacimiento empieza a delinearse sobre el área de lo público, a diferenciarse de los otros tipos genéricos de la vida, el gálibo del bibliotecario. ¡Qué casualidad! Es precisamente la sazón en que también, por vez primera, el libro en el sentido más estricto —no el libro religioso ni el libro legal, sino el libro escrito por un escritor, por tanto, el libro que no pretende ser sino libro y no revelación y no Código— es precisamente la sazón en que, también, por vez primera, el libro es sentido socialmente como necesidad. Este o el otro individuo la había sentido mucho antes —pero la había sentido como se siente un deseo o un dolor; a saber, cada cual por su propia cuenta y riesgo. Pero ahora el individuo hallaba que no era preciso que él sintiese originalmente esa necesidad, sino que encontraba ésta en el aire, en el ambiente, como algo reconocido, no se sabía por quién justamente, porque parecían sentirla “los demás”, ese vago “los demás” que es el misterioso substrato de todo lo social. La ilusión del libro, la esperanza en el libro no eran ya un contenido de esta o la otra vida individual, sino que poseían el carácter anónimo, impersonal, propio a toda vigencia colectiva. La historia, señores, es, ante todo, la historia de la emergencia, desarrollo y desaparición de las vigencias sociales. Son éstas opiniones, normas, preferencias, negaciones, temores, que todo individuo encuentra constituidas en su contorno social, con las cuales, quiera o no, tiene que contar, como tiene que contar con la naturaleza corporal. Es indiferente que la persona no esté conforme con ellas: su vigencia no depende de que tú o yo prestemos nuestra aprobación; al contrario, notamos mejor que es vigente cuando nuestra discrepancia se descalabra contra su granítica dureza.
En este sentido, digo que hasta el Renacimiento no fue la necesidad del libro vigencia social. Y porque entonces lo fue vemos surgir inmediatamente el bibliotecario como profesión. Pero aún podemos precisar más. La necesidad del libro toma en esta época el cariz de fe en el libro. La revelación, lo dicho por Dios y por Él dictado al hombre mengua de eficacia y se comienza a esperarlo todo de lo que el hombre piensa con su sola razón, por tanto, de lo que el hombre escriba.
¡Extraña y radical aventura de la humanidad occidental! ¿Veis cómo sin más que rozar la historia de vuestra profesión caemos como por escotillón en las entrañas recónditas de la evolución europea?
La necesidad social del libro consiste en esta época en la necesidad de que haya libros, porque hay pocos. A este módulo de la necesidad responde la figura de aquellos geniales bibliotecarios renacentistas, que son grandes cazadores de libros, astutos y tenaces. La catalogación no es aún urgente. La adquisición, la producción de libros, en cambio, cobra rasgos de heroísmo. Estamos en el siglo xv. No parece debido a un puro azar que precisamente en esta época en que se siente, tan vivamente, la necesidad de que haya más libros, la imprenta nazca.
EL SIGLO XIX
Con un esfuerzo de deportiva agilidad brinquemos tres siglos y detengámonos en 1800. ¿Qué ha pasado entretanto con los libros? Se han publicado muchos; la imprenta se ha hecho más barata. Ya no se siente que hay pocos libros; son tantos los que hay, que se siente la necesidad de catalogarlos. Esto en cuanto a su materialidad. En cuanto a su contenido, la necesidad sentida por la sociedad ha variado también. Buena parte de las esperanzas que en el libro se tuvieron parecen cumplidas. En el mundo hay ya lo que antes no había: las ciencias de la naturaleza y del pasado, los conocimientos técnicos. Ahora se siente la necesidad, no de buscar libros —esto ha dejado de ser verdadero problema—, sino la de fomentar la lectura, la de buscar lectores. Y, en efecto, en esta etapa las bibliotecas se multiplican y con ellas el bibliotecario. Es ya una profesión que ocupa a muchos hombres, pero aún es una profesión social espontánea. Todavía el Estado no la ha hecho oficial.
Este paso decisivo en la evolución de vuestra carrera comienza a darse unos decenios más tarde, en torno a 1850. Vuestra profesión en cuanto oficio estatal no es, pues, nada vieja, y este detalle de la edad en que se halla vuestra profesión es de enorme importancia, porque la historia y todo lo histórico, es decir, lo humano, es tiempo viviente y el tiempo viviente es siempre edad, merced a lo cual todo lo humano está siempre en su niñez o en su juventud o en su madurez o en su vejez.
Me atemoriza un poco haberos al paso mostrado esta perspectiva como por una claraboya de mi discurso, porque temo que me preguntéis, con vehemente curiosidad, en qué edad creo yo que está vuestra profesión, si ser bibliotecario es ser algo históricamente joven o maduro o caduco. ¡Veremos, veremos si al cabo puedo insinuaros algo sobre el particular!
Pero volvamos antes al punto de la evolución en que estábamos, al momento en que, aproximadamente hace cien años, la profesión de bibliotecario quedó oficialmente constituida. La peripecia más importante —pensaréis seguro conmigo— que a una profesión puede acontecer es pasar de ocupación espontáneamente fomentada por la sociedad a convertirse en burocracia del Estado.
¿A qué se debe o —cuando menos— de qué es síntoma siempre modificación tan importante? El Estado es, también, la sociedad, pero no toda ella, sino un modo o porción de ella. La sociedad, en cuanto no es Estado, procede por usos, costumbres, opinión pública, lenguaje, mercado libre, etcétera, etcétera; en suma, por vigencias imprecisas y difusas. En el Estado, en cambio, el carácter de vigencia efectiva propia a todo lo social adquiere su última potencia y parece como si se hiciese algo sólido, perfectamente claro y preciso. El Estado procede por leyes que son enunciados terriblemente taxativos, de rigor casi matemático. Por eso indicaba yo antes que el orden estatal es la forma extrema de lo colectivo, como el superlativo de lo social. Si aplicamos esto a nuestro presente problema, tendremos que una profesión no pasará a hacerse oficial, estatal, sino en el momento en que la necesidad colectiva por ella servida se hace sobremanera aguda, en que no es sentida ya como simple necesidad, sino como necesidad ineludible, literalmente como urgencia. El Estado no admite en su órbita propia ocupaciones superfluas. La sociedad siente, en cada momento, que tiene que hacer muchas cosas, pero el Estado cuida de no intervenir sino en aquellas que, por lo visto, tienen, sin remedio, que ser hechas. Hubo un tiempo en que se creía imprescindible para la existencia de la sociedad consultar los auspicios y demás señales misteriosas que los dioses enviaban a los pueblos. Por esta razón la ceremonia de la inauguración se hizo institución y faena oficial, y los augures y arúspices eran una burocracia importantísima.
Pues bien, la Revolución francesa había dejado, tras su melodramática turbulencia, transformada la sociedad europea. A su antigua anatomía aristocrática sucedió una anatomía sedicente democrática. Esta sociedad fue la consecuencia última de aquella fe en el libro que sintió el Renacimiento. La sociedad democrática es hija del libro, es el triunfo del libro escrito por el hombre escritor sobre el libro revelado por Dios y sobre el libro de las leyes dictadas por la autocracia. La rebelión de los pueblos se había hecho en nombre de todo eso que se llama razón, cultura, etcétera. Estas vagas entidades vinieron a ocupar en el corazón de los hombres el mismo puesto central que antes había ocupado Dios, otra entidad no menos vaga.
Hay una extraña propensión en los hombres a alimentarse, sobre todo, de vaguedades. Ello es que, hacia 1840, el libro no es ya necesidad meramente en el sentido de ilusión, de esperanza, sino que, cesante Dios, volatilizada la autoridad tradicional y carismática, no queda más instancia última en que fundar todo lo social que el libro.
Hay, pues, que agarrarse a él como a una roca de salvación. El libro se hace socialmente imprescindible. Por eso es la época en que surge el fenómeno de las ediciones copiosísimas. Las masas se abalanzan sobre los volúmenes con una urgencia casi respiratoria, como si fuesen balones de oxígeno.
La consecuencia de esto es que por vez primera en la historia occidental se hace de la cultura una regione di Stato. El Estado oficializa las ciencias y las letras. Reconoce el libro como función pública y esencial organismo político. En virtud de ello la profesión de bibliotecario se convierte en burocracia —por una razón de Estado.
Hemos llegado, pues, en el proceso de la historia, en el proceso de la vida humana europea a la fase en que el libro se ha hecho una necesidad imprescindible. Sin ciencias, sin técnicas, no pueden materialmente existir estas sociedades tan densas de población y con tan alto nivel de vida. Mucho menos pueden vivir moralmente sin un gran repertorio de ideas. La única vaga posibilidad de que la democracia llegase a ser efectiva consistía en que las masas dejasen de serlo a fuerza de enormes dosis de cultura, se entiende efectiva, brotando con evidencia en cada hombre, no meramente recibida, oída, leída. El siglo XIX ve esto desde sus comienzos con plena claridad. Es un error creer que este siglo ensayase la democracia sin hacerse cargo, a priori, de su improbabilidad. Vio perfectamente lo que había que hacer —releed a Saint-Simon, a Augusto Comte, a Tocqueville, a Macaulay—, intentó hacerlo; pero forzoso es reconocer que con flojera primero, con frivolidad después.
Mas dejemos esto y vamos a lo que ahora nos ofrece mayor interés. Llegamos al punto final —y anuncio que es final para reconfortar vuestro cansancio de oyentes—, al punto final que nos exige el más alerta esfuerzo de atención, porque el tema del libro y del bibliotecario hasta aquí tan manso, casi idílico, va a transmutarse de pronto en un drama. Pues bien, ese drama va a constituir, a mi juicio, la más auténtica misión del bibliotecario. Hasta ahora habíamos topado sólo lo que esta misión ha sido, las figuras de su pretérito. Mas ahora va a surgir ante nosotros el perfil de una nueva tarea incomparablemente más alta, más grave, más esencial.
Cabría decir que hasta ahora vuestra profesión ha vivido sólo las horas de juego y preludio —Tanz und Vorspiel. Ahora viene lo serio, porque el drama empieza.
La nueva misión
Hasta mediados del siglo XIX nuestras sociedades de Occidente sentían que el libro les era una necesidad, pero esta necesidad tenía signo positivo. Aclararé brevísimamente lo que entiendo bajo esta expresión.
Como al principio os decía, esa vida con que nos encontramos, que nos ha sido dada, no nos ha sido dada hecha. Tenemos que hacérnosla nosotros. Esto quiere decir que la vida consiste en una serie de dificultades que es preciso resolver; unas, corporales, como alimentarse; otras, llamadas espirituales, como no morirse de aburrimiento. A estas dificultades reacciona el hombre inventando instrumentos corporales y espirituales, que facilitan su lucha con aquéllas. La suma de estas facilidades que el hombre se crea es la cultura.
Las ideas que sobre las cosas nos forjamos son el mejor ejemplo de ese instrumental que interponemos entre nosotros y las dificultades que nos rodean. Una idea clara sobre un problema es como un aparato maravilloso que convierte su angustiosa dificultad en holgada y ágil facilidad. Pero la idea es fugaz; un instante alumbra en nosotros el claror, como mágico, de su evidencia, mas a poco se extingue. Es preciso que la memoria se esfuerce en conservarla. Pero la memoria no es capaz siquiera de conservar todas nuestras propias ideas e importa mucho que podamos conservar las de otros hombres. Importa tanto, que es ello lo que más caracteriza nuestra humana condición.
El tigre de hoy tiene que ser tigre como si no hubiera habido antes ningún tigre; no aprovecha las experiencias milenarias que han hecho sus semejantes en el fondo sonoro de las selvas. Todo tigre es un primer tigre; tiene que empezar desde el principio su profesión de tigre.
Pero el hombre de hoy no empieza a ser hombre, sino que hereda ya las formas de existencia, las ideas, las experiencias vitales de sus antecesores, y parte, pues, del nivel que representa el pretérito humano acumulado bajo sus plantas. Ante un problema cualquiera, el hombre no se encuentra sólo con su personal reacción, con lo que buenamente a él se le ocurre, sino con todas o muchas de las reacciones, ideas, invenciones que los antepasados tuvieron. Por eso su vida está hecha con la acumulación de otras vidas; por eso su vida es sustancialmente progreso; no discutamos ahora si progreso hacia lo mejor, hacia lo peor o hacia nada.
…”
