Discurso pronunciado a los Graduados del Tecnológico en 1977

La presente obra: Discurso a los Graduados del Tecnológico, es una pieza de oratoria espontánea, que fue dada por Juan José Arreola durante el invierno del año de 1977, y apareció publicado ese mismo año, un nueve de febrero. Tal intervención fue posible invitado de honor, como orador, acto académico, de la tercera generación de graduados, que tuviera su fundación cinco años antes en Ciudad Guzmán.

 

“Queridos jóvenes, compañeros estudiantes, permítanme que les llame así. Distinguidos miembros del presídium, señoras y señores.
Ante todo quiero expresar mi alegría por encontrarme junto a una mujer, la primera que preside nuestro Ayuntamiento. Como hombre nacido aquí en Zapotlán, e iluminado por el afán del conocimiento y comprometido en estos años difíciles de nuestra vida patria; quiero saludarla porque desde hace algún tiempo no solamente confió, sino creo que la mujer es, con su acción y su enseñanza, la salvación del mundo, en que los hombres, hay que reconocerlo con claridad y con resignación, hemos fracasado. Y creo que el fracaso se debe al mal uso de la técnica, al mal empleo de la ciencia y a la errónea utilización del conocimiento.

Me hizo falta disculparme desde el principio, porque yo que he hecho de la palabra un uso casi cotidiano, me veo ahora privado de esa especie de facilidad con que discurro, y quiero que sepan ustedes, que se trata sencillamente de la emoción que me produce el mejor homenaje que yo podría haber soñado recibir.

Nací en este pueblo, y recuerdo una infancia sin escuela, más bien dicho un pueblo sin escuelas, el Zapotlán de aquel entonces azolado por la revolución Cristera, en donde los niños jugábamos, pero casi no tuvimos –y muchos de ellos como yo- ninguna oportunidad más de seguir estudiando.

Y veo que el progreso en mi pueblo durante tantos años -que llamé la ciudad dormida-, se debe al establecimiento de centros de educación secundaria y superior. Creo que ustedes sabrán que hace muy poco tiempo relativamente, tuvimos la primera secundaria y debimos esperar mucho para la preparatoria, con el establecimiento del Centro Regional de Educación Normal y posteriormente del Instituto Tecnológico Regional de Ciudad Guzmán, al que ustedes pertenecen, han trasformado a un pueblo, lo han enriquecido, y con ello se promovió el movimiento migratorio hacia aquí, de muchachos venidos casi de todas partes de la república, y Ciudad Guzmán despertó.

Pero no debo abandonar lo que dije al principio, -para ustedes que ahora han recibido en su diploma la consagración de un afán personalmente adquirido o fomentado por sus padres-; quiero reiterar que el mundo de nuestros días padece una crisis de humanismo, falta humanidad en el ejercicio de las profesiones, y principalmente en la utilización de las técnicas. Cuántas veces hemos visto que los mejores logros de la investigación, los afanes más heroicos del pensamiento, han sido mal empleados, se han pervertido su condición original, de estar al servicio del ser humano para mantener y enriquecer la vida.

Aquí las personas que me han precedido (en el discurso) el señor director del tecnológico, los jóvenes, aludieron algo que me pareció muy importante, que es la condición de servicio. La civilización, el estado social en que vivimos, nos obliga incluso al aprendizaje, cuando todos sabemos que el afán natural del hombre, más auténtico y verdadero es el conocimiento. Pero muchas veces nosotros los llamados maestros en vez de fomentar ese afán, lo limitamos imponiéndolo como una obligación, o sencillamente dándole carácter de algo absoluto y definitivo a lo cual debemos de someter.

La crisis universal es de cultura, para demostrarlo basta el ejemplo de Ciudad Guzmán que ha evolucionado y progresado tanto ha base de establecimiento de centros de cultura; –pero que en contraparte, es muy grave en nuestra sociedad que formamos a los niños y a los jóvenes, para que se sirvan de los conocimientos adquiridos casi siempre en beneficio propio-. No sabemos todavía educar debidamente, no somos capaces de trasmitir el conocimiento, pero nuestro ejemplo como adultos no corrobora las lecciones que tratamos de dar a propósito de ética, de justicia o de bondad elemental. Es muy importante la tarea de ustedes, -mucho muy importante- si se quiere en verdad, como expresó aquí su portavoz: “Servir a México”.

Es fundamental que ustedes antepongan al interés personal el servicio, porque la felicidad más grande que el ser humano pueda tener en este mundo es la de servir. No son culpables los jóvenes ambiciosos que tratan de sobresalir a toda costa, lo reitero no son culpables, porque nosotros los hemos educado para ganarse la vida siempre a costa de los demás, y dejar la idea de servicio en segundo o tercer lugar.

La escuela no basta, los maestros y los libros de texto no son suficientes para formar nuevas generaciones –y de ahí que yo proclame ante ustedes, que acaban de concluir una carrera o una etapa en su futuro de hombres de ciencia y de técnica- es muy importante, que vuelva a repetir aquí, que todos en esta vida debemos ser autodidactas; y que ustedes a pesar de que ya tienen el documento en la mano, que los apruebe y les concede la condición profesional, sigan siendo estudiantes y continúen, si es que lo han sido hasta ahora autodidactas. Porque a pesar de que exista el maestro, el plan de estudios y el libro de texto, nadie puede suplir en nosotros la voluntad personal de conocimiento.

He dicho que la escuela no basta, porque frente a las aulas está la multitud derramada por las calles y plazas de seres humanos en edad adulta, y que todos los días damos lección a los niños o jóvenes, quiero decir con esto, que todos somos “maestros”, desgraciadamente malos maestros en general, porque nuestro “magisterio” no es siempre digno de ser seguido y proponemos a la aspiración juvenil esquemas que no son satisfactorios, hace falta que los jóvenes asuman una tarea en verdad heroica, que es la de prescindir de nuestro mal ejemplo, de todo lo que en nosotros han encontrado ya censurable, pero con la condición de suplir en cada uno de ustedes la persona anterior, mediocre y alguna vez malvada; hace falta pues, que todos los graduados como todo profesionista procedente de un tecnológico, de una normal, de una universidad, sea en su vida cotidiana un “maestro”.

El que ha tenido el privilegio de recibir los dones de la cultura del conocimiento y de la técnica, está obligado hacer una “estación radiofónica” y no sólo de conocimiento, sino de humanismo. La conducta de una muchacha, de un joven que ha salido de un centro de estudios de la categoría que tiene el de ustedes, está obligado a ser un humano auténtico, porque sino la sociedad nunca irá en progreso hacia lo mejor.

La humanidad podrá enriquecerse como lo ha hecho todos los años y todos los días, con los hallazgos de la ciencia y de la técnica, pero lo que más hace falta a la sociedad es enriquecerse cada día con la conducta individual de los ciudadanos responsables, que puedan pensar en que solo el ejemplo puede crear actitudes y formas de ser, en niños y en jóvenes que mejoren este mundo en que vivimos. Nosotros tenemos a esperarlo todo en el orden, así como del orbe de una divina providencia; esperamos los bienes del pueblo a partir de las autoridades, el conocimiento casi siempre de la obligación personal de la investigación del conocimiento propio y del análisis. Muchas veces el escolar no tiene la culpa porque está abrumado por la obligación de aprender y eso le quita la felicidad del hallazgo, de la novedad de cada conocimiento.

Por eso la reforma educativa, debe incluir antes que nada la reforma en la conducta del adulto, para que sea capaz de que haya ese progreso que la humanidad todavía no conoce; aún después de todos los hallazgos, y descubrimientos, todavía el hombre es un proyecto, es una esperanza.

De esta manera quiero decirles a ustedes, al saludarlos y al agradecerles infinitamente este honor que han concedido, que es el mejor que hasta ahora me ha sido dado alcanzar, -que lo único que nos queda por hacer en este mundo, es convertirnos todos en maestros-, reitero aquí y veo con alegría el grupo de muchachas que han recibido sus diplomas porque ante el fracaso de la cultura masculina, al decirlo así me refiero a la cultura guerrera, a la cultura de la conveniencia personal.

El afán de realización que han recibido en sus diplomas, tiene que venir otra vez el reconocimiento profundamente humano, de que la felicidad es un hecho íntimo, -la felicidad es hogareña y a veces cabe en nuestra propia corporeidad, pienso siempre en la felicidad de paredes adentro, -en la felicidad de costillas adentro-; debemos de educar para que se vuelva a saber que en este mundo, la felicidad consiste en la realización plena de nuestras posibilidades y no en la adquisición de bienes materiales.

Todos debemos vivir y satisfacer las necesidades de cada día, aspirar a un futuro de tranquilidad, pero en lo que no debemos convertirnos es en devoradores de otros seres y criaturas a base de la explotación que permite un mal funcionamiento económico y social, no sólo en nuestro pueblo, sino en casi todos los del mundo, que hace que el hombre siga siendo el lobo del hombre.
Yo quiero pensar y espero que todos ustedes tomen este día no como una conclusión, sino como un principio de aquí en adelante, que van a estudiar esa carrera que no figura en los programas de casi ningún centro educativo, que es la carrera de mujer y la carrera de hombre y esa tiene que cumplirse en el servicio. No debemos todos olvidar que durante siglos y milenios el hombre ha servido por la fuerza y luego por interés. Hace falta que recordemos todos estás palabras, que es el único regalo que les traigo y quiero que perdonen la escasez de mi elocuencia; porque no me encuentro en las condiciones adecuadas para cumplir con el alto deber que ustedes me impusieron al concederme este honor.

Quiero entonces decirles lo que me quede de vida como maestro; que ya no le voy a dedicar tanto a trasmitir el probable saber que pude adquirir a lo largo de mi vida, sino me dedicaré más bien a transmitir el arrepentimiento de un adulto que ha malversado su condición humana, para tratar en la medida en que me sea posible, insuflar en la mente de los jóvenes y adultos a los que tengo el privilegio de dirigirme en comunicación -por tratarse de la siembra de una semilla humilde-, en este mundo hace falta cada día un poco de bondad, y cada día sobra la ambición.

Yo les pido a ustedes que en la medida en que puedan, se den cuenta de que todos podemos contribuir a que este mundo sea mejor. Si lo reformamos a partir de cada uno de nosotros mismos, si somos capaces de civismo, -creo que Ciudad Guzmán vive un día muy importante, porque un lote magnifico de jóvenes ingresa a la vida profesional- con la convicción, de ideales muy distintos, de las generaciones anteriores.

Los saludo con todo mi afecto, les agradezco infinitamente el que hayan hecho de este regreso a mi pueblo uno de los más bellos, creo que el más bello de todos- porque me dieron la ocasión de dirigirme a ustedes y una vez más les pido perdón por la humildad de mis palabras.

Muchas Gracias”.

El Rinoceronte

«Durante diez años luché con un rinoceronte; soy la esposa divorciada del juez McBride.

Joshua McBride me poseyó durante diez años con imperioso egoísmo. Conocí sus arrebatos de furor, su ternura momentánea, y en las altas horas de la noche, su lujuria insistente y ceremoniosa.

Renuncié al amor antes de saber lo que era, porque Joshua me demostró con alegatos judiciales que el amor sólo es un cuento que sirve para entretener a las criadas. Me ofreció en cambio su protección de hombre respetable. La protección de un hombre respetable es, según Joshua, la máxima ambición de toda mujer.

Diez años luché cuerpo a cuerpo con el rinoceronte, y mi único triunfo consistió en arrastrarlo al divorcio.

Joshua McBride se ha casado de nuevo, pero esta vez se equivocó en la elección. Buscando otra Elinor, fue a dar con la horma de su zapato. Pamela es romántica y dulce, pero sabe el secreto que ayuda a vencer a los rinocerontes. Joshua McBride ataca de frente, pero no puede volverse con rapidez. Cuando alguien se coloca de pronto a su espalda, tiene que girar en redondo para volver a atacar. Pamela lo ha cogido de la cola, y no lo suelta, y lo zarandea. De tanto girar en redondo, el juez comienza a dar muestras de fatiga, cede y se ablanda. Se ha vuelto más lento y opaco en sus furores; sus prédicas pierden veracidad, como en labios de un actor desconcentrado. Su cólera no sale ya a la superficie. Es como un volcán subterráneo, con Pamela sentada encima, sonriente. Con Joshua, yo naufragaba en el mar; Pamela flota como un barquito de papel en una palangana. Es hija de un pastor prudente y vegetariano que le enseñó la manera de lograr que los tigres se vuelvan también vegetarianos y prudentes.

Hace poco vi a Joshua en la iglesia, oyendo devotamente los oficios dominicales. Está como enjuto y comprimido. Tal parece que Pamela, con sus dos manos frágiles, ha estado reduciendo su volumen y le ha ido doblando el espinazo. Su palidez de vegetariano le da un suave aspecto de enfermo.

Las personas que visitan a los McBride me cuentan cosas sorprendentes. Hablan de unas comidas incomprensibles, de almuerzos y cenas sin rosbif; me describen a Joshua devorando enormes fuentes de ensalada. Naturalmente, de tales alimentos no puede extraer las calorías que daban auge a sus antiguas cóleras. Sus platos favoritos han sido metódicamente alterados o suprimidos por implacables y adustas cocineras. El patagrás y el gorgonzola no envuelven ya el roble ahumado del comedor en su untuosa pestilencia. Han sido remplazados por insípidas cremas y quesos inodoros que Joshua come en silencio, como un niño castigado. Pamela, siempre amable y sonriente, apaga el habano de Joshua a la mitad, raciona el tabaco de su pipa y restringe su whisky.

Esto es lo que me cuentan. Me place imaginarlos a los dos solos, cenando en la mesa angosta y larga, bajo la luz fría de los candelabros. Vigilado por la sabia Pamela, Joshua el glotón absorbe colérico sus livianos manjares. Pero sobre todo, me gusta imaginar al rinoceronte en pantuflas, con el gran cuerpo informe bajo la bata, llamando en las altas horas de la noche, tímido y persistente, ante una puerta obstinada».

Una de dos

«Yo también he luchado con el ángel. Desdichadamente para mí, el ángel era un personaje fuerte, maduro y repulsivo, con bata de boxeador.

Poco antes habíamos estado vomitando, cada uno por su lado, en el cuarto de baño. Porque el banquete, más bien la juerga, fue de lo peor. En casa me esperaba la familia: un pasado remoto.

Inmediatamente después de su proposición, el hombre comenzó a estrangularme de modo decisivo. La lucha, más bien la defensa, se desarrolló para mí como un rápido y múltiple análisis reflexivo. Calculé en un instante todas las posibilidades de pérdida y salvación, apostando a vida o sueño, dividiéndome entre ceder y morir, aplazando el resultado de aquella operación metafísica y muscular.

Me desaté por fin de la pesadilla como el ilusionista que deshace sus ligaduras de momia y sale del cofre blindado. Pero llevo todavía en el cuello las huellas mortales que me dejaron las manos de mi rival. Y en la conciencia, la certidumbre de que sólo disfruto una tregua, el remordimiento de haber ganado un episodio banal en la batalla irremisiblemente perdida».

Tres historias cortas

Diálogo con Borges
La última vez que nos encontramos Jorge Luis Borges y yo, estábamos muertos. Para distraernos, nos pusimos a hablar de la eternidad.

 

Camelidos
El pelo de la llama es de impalpable suavidad, pero sus tenues guedejas están cinceladas por el duro viento de las montañas, donde ella se pasea con arrogancia, levantando el cuello esbelto para que sus ojos se llenen de lejanía, para que su fina nariz absorba todavía más alto la destilación suprema del aire enrarecido.

Al nivel del mar, apegado a una superficie ardorosa, el camello parece una pequeña góndola de asbesto que rema lentamente y a cuatro patas el oleaje de la arena, mientras el viento desértico golpea el macizo velamen de sus jorobas.

Para el que tiene sed, el camello guarda en sus entrañas rocosas la última veta de humedad; para el solitario, la llama afelpada, redonda y femenina, finge los andares y la gracia de una mujer ilusoria.

 

En verdad os digo
Todas las personas interesadas en que el camello pase por el ojo de la aguja, deben inscribir su nombre en la lista de patrocinadores del experimento Niklaus.

Desprendido de un grupo de sabios mortíferos, de esos que manipulan el uranio, el cobalto y el hidrógeno, Arpad Niklaus deriva sus investigaciones actuales a un fin caritativo y radicalmente humanitario: la salvación del alma de los ricos.

Propone un plan científico para desintegrar un camello y hacerlo que pase en chorro de electrones por el ojo de una aguja. Un aparato receptor (muy semejante en principio a la pantalla de televisión) organizará los electrones en átomos, los átomos en moléculas y las moléculas en células, reconstruyendo inmediatamente el camello según su esquema primitivo. Niklaus ya logró cambiar de sitio, sin tocarla, una gota de agua pesada. También ha podido evaluar, hasta donde lo permite la discreción de la materia, la energía cuántica que dispara una pezuña de camello. Nos parece inútil abrumar aquí al lector con esa cifra astronómica.

La única dificultad seria en que tropieza el profesor Niklaus es la carencia de una planta atómica propia. Tales instalaciones, extensas como ciudades, son increíblemente caras. Pero un comité especial se ocupa ya en solventar el problema económico mediante una colecta universal. Las primeras aportaciones, todavía un poco tímidas, sirven para costear la edición de millares de folletos, bonos y prospectos explicativos, así como para asegurar al profesor Niklaus el modesto salario que le permite proseguir sus cálculos e investigaciones teóricas, en tanto se edifican los inmensos laboratorios.

En la hora presente, el comité sólo cuenta con el camello y la aguja. Como las sociedades protectoras de animales aprueban el proyecto, que es inofensivo y hasta saludable para cualquier camello (Niklaus habla de una probable regeneración de todas las células), los parques zoológicos del país han ofrecido una verdadera caravana. Nueva York no ha vacilado en exponer su famosísimo dromedario blanco.

Por lo que toca a la aguja, Arpad Niklaus se muestra muy orgulloso, y la considera piedra angular de la experiencia. No es una aguja cualquiera, sino un maravilloso objeto dado a luz por su laborioso talento. A primera vista podría ser confundida con una aguja común y corriente. La señora Niklaus, dando muestra de fino humor, se complace en zurcir con ella la ropa de su marido. Pero su valor es infinito. Está hecha de un portentoso metal todavía no clasificado, cuyo símbolo químico, apenas insinuado por Niklaus, parece dar a entender que se trata de un cuerpo compuesto exclusivamente de isótopos de níkel. Esta sustancia misteriosa ha dado mucho que pensar a los hombres de ciencia. No ha faltado quien sostenga la hipótesis risible de un osmio sintético o de un molibdeno aberrante, o quien se atreva a proclamar públicamente las palabras de un profesor envidioso que aseguró haber reconocido el metal de Niklaus bajo la forma de pequeñísimos grumos cristalinos enquistados en densas masas de siderita. Lo que se sabe a ciencia cierta es que la aguja de Niklaus puede resistir la fricción de un chorro de electrones a velocidad ultracósmica.

En una de esas explicaciones tan gratas a los abstrusos matemáticos, el profesor Niklaus compara el camello en tránsito con un hilo de araña. Nos dice que si aprovecháramos ese hilo para tejer una tela, nos haría falta todo el espacio sideral para extenderla, y que las estrellas visibles e invisibles quedarían allí prendidas como briznas de rocío. La madeja en cuestión mide millones de años luz, y Niklaus ofrece devanarla en unos tres quintos de segundo.

Como puede verse, el proyecto es del todo viable y hasta diríamos que peca de científico. Cuenta ya con la simpatía y el apoyo moral (todavía no confirmado oficialmente) de la Liga Interplanetaria que preside en Londres el eminente Olaf Stapledon.

En vista de la natural expectación y ansiedad que ha provocado en todas partes la oferta de Niklaus, el comité manifiesta un especial interés llamando la atención de todos los poderosos de la tierra, a fin de que no se dejen sorprender por los charlatanes que están pasando camellos muertos a través de sutiles orificios. Estos individuos, que no titubean en llamarse hombres de ciencia, son simples estafadores a caza de esperanzados incautos. Proceden de un modo sumamente vulgar, disolviendo el camello en soluciones cada vez más ligeras de ácido sulfúrico. Luego destilan el líquido por el ojo de la aguja, mediante una clepsidra de vapor, y creen haber realizado el milagro. Como puede verse, el experimento es inútil y de nada sirve financiarlo. El camello debe estar vivo antes y después del imposible traslado.

En vez de derretir toneladas de cirios y de gastar dinero en indescifrables obras de caridad, las personas interesadas en la vida eterna que posean un capital estorboso, deben patrocinar la desintegración del camello, que es científica, vistosa y en último término lucrativa. Hablar de generosidad en un caso semejante resulta del todo innecesario. Hay que cerrar los ojos y abrir la bolsa con amplitud, a sabiendas de que todos los gastos serán cubiertos a prorrata. El premio será igual para todos los contribuyentes: lo que urge es aproximar lo más que sea posible la fecha de entrega.

El monto del capital necesario no podrá ser conocido hasta el imprevisible final, y el profesor Niklaus, con toda honestidad, se niega a trabajar con un presupuesto que no sea fundamentalmente elástico. Los suscriptores deben cubrir con paciencia y durante años, sus cuotas de inversión. Hay necesidad de contratar millares de técnicos, gerentes y obreros. Deben fundarse subcomités regionales y nacionales. Y el estatuto de un colegio de sucesores del profesor Niklaus, no tan sólo debe ser previsto, sino presupuesto en detalle, ya que la tentativa puede extenderse razonablemente durante varias generaciones. A este respecto no está de más señalar la edad provecta del sabio Niklaus.

Como todos los propósitos humanos, el experimento Niklaus ofrece dos probables resultados: el fracaso y el éxito. Además de simplificar el problema de la salvación personal, el éxito de Niklaus convertirá a los empresarios de tan mística experiencia en accionistas de una fabulosa compañía de transportes. Será muy fácil desarrollar la desintegración de los seres humanos de un modo práctico y económico. Los hombres del mañana viajarán a través de grandes distancias, en un instante y sin peligro, disueltos en ráfagas electrónicas.

Pero la posibilidad de un fracaso es todavía más halagadora. Si Arpad Niklaus es un fabricante de quimeras y a su muerte le sigue toda una estirpe de impostores, su obra humanitaria no hará sino aumentar en grandeza, como una progresión geométrica, o como el tejido de pollo cultivado por Carrel. Nada impedirá que pase a la historia como el glorioso fundador de la desintegración universal de capitales. Y los ricos, empobrecidos en serie por las agotadoras inversiones, entrarán fácilmente al reino de los cielos por la puerta estrecha (el ojo de la aguja), aunque el camello no pase.

La migala

La migala discurre libremente por la casa, pero mi capacidad de horror no disminuye.

El día en que Beatriz y yo entramos en aquella barraca inmunda de la feria callejera, me di cuenta de que la repulsiva alimaña era lo más atroz que podía depararme el destino. Peor que el desprecio y la conmiseración brillando de pronto en una clara mirada.

Unos días más tarde volví para comprar la migala, y el sorprendido saltimbanqui me dio algunos informes acerca de sus costumbres y su alimentación extraña. Entonces comprendí que tenía en las manos, de una vez por todas, la amenaza total, la máxima dosis de terror que mi espíritu podía soportar. Recuerdo mi paso tembloroso, vacilante, cuando de regreso a la casa sentía el peso leve y denso de la araña, ese peso del cual podía descontar, con seguridad, el de la caja de madera en que la llevaba, como si fueran dos pesos totalmente diferentes: el de la madera inocente y el del impuro y ponzoñoso animal que tiraba de mí como un lastre definitivo. Dentro de aquella caja iba el infierno personal que instalaría en mi casa para destruir, para anular al otro, el descomunal infierno de los hombres.

La noche memorable en que solté a la migala en mi departamento y la vi correr como un cangrejo y ocultarse bajo un mueble, ha sido el principio de una vida indescriptible. Desde entonces, cada uno de los instantes de que dispongo ha sido recorrido por los pasos de la araña, que llena la casa con su presencia invisible.

Todas las noches tiemblo en espera de la picadura mortal. Muchas veces despierto con el cuerpo helado, tenso, inmóvil, porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el paso cosquilleante de la aralia sobre mi piel, su peso indefinible, su consistencia de entraña. Sin embargo, siempre amanece. Estoy vivo y mi alma inútilmente se apresta y se perfecciona.

Hay días en que pienso que la migala ha desaparecido, que se ha extraviado o que ha muerto. Pero no hago nada para comprobarlo. Dejo siempre que el azar me vuelva a poner frente a ella, al salir del baño, o mientras me desvisto para echarme en la cama. A veces el silencio de la noche me trae el eco de sus pasos, que he aprendido a oír, aunque sé que son imperceptibles.

Muchos días encuentro intacto el alimento que he dejado la víspera. Cuando desaparece, no sé si lo ha devorado la migala o algún otro inocente huésped de la casa. He llegado a pensar también que acaso estoy siendo víctima de una superchería y que me hallo a merced de una falsa migala. Tal vez el saltimbanqui me ha engañado, haciéndome pagar un alto precio por un inofensivo y repugnante escarabajo.

Pero en realidad esto no tiene importancia, porque yo he consagrado a la migala con la certeza de mi muerte aplazada. En las horas más agudas del insomnio, cuando me pierdo en conjeturas y nada me tranquiliza, suele visitarme la migala. Se pasea embrolladamente por el cuarto y trata de subir con torpeza a las paredes. Se detiene, levanta su cabeza y mueve los palpos. Parece husmear, agitada, un invisible compañero.

Entonces, estremecido en mi soledad, acorralado por el pequeño monstruo, recuerdo que en otro tiempo yo soñaba en Beatriz y en su compañía imposible.