Discurso fúnebre a favor de los aliados corintios del 386 a.C.

«Asistentes a este funeral, si pensara que es posible revelar con palabras la virtud de los hombres que aquí yacen, podría censurar a quienes me han encomendado hablar con pocos días de plazo. Pero, como el tiempo todo no basta a ningún hombre para preparar un discurso que iguale las acciones de éstos, por esta razón creo que también la ciudad, velando por los que aquí hablan, realiza su encargo en un plazo corto. Piensan que de esta forma los oradores conseguirán mejor la benevolencia de los oyentes. Con todo, mi discurso versa sobre éstos, pero mi emulación no es con sus acciones, sino con quienes han hablado antes sobre ellas. Tal es la abundancia que ha proporcionado su virtud tanto para quienes pueden componer poemas como para quienes quieren hablar, que han sido ya muchos los elogios que han dicho los anteriores, y muchos los que han quedado por decir; suficientes para que, incluso los venideros, puedan hablar. Pues no hay tierra ni mar alguno que no hayan conocido; y en todas partes, y entre todos los hombres, quienes lloran su propia desgracia están cantando las virtudes de éstos.
Para empezar, pues, voy a relatar las antiguas empresas de los antepasados tomando su recuerdo de la tradición. Pues es justo que todo hombre haga mención de aquéllos, celebrándolos con sus cantos, hablando en los encomios de los valientes, honrándolos en ocasiones como ésta y educando a los vivos con las gestas de los ya muertos. En tiempos remotos las Amazonas eran hijas de Ares que habitaban el río Termodonte. Eran las únicas entre sus vecinos que tenían armadura de hierro y las primeras de todos en montar sobre los caballos, con los cuales inesperadamente, dada la inexperiencia de sus enemigos, alcanzaban a los que huían y dejaban atrás a sus perseguidores. Se las creía hombres por su arrojo antes que mujeres por su naturaleza, pues más parecían superar a los varones por su valor que irles en zaga por su forma.
Dominadoras de muchos pueblos, teniendo esclavizados a sus vecinos de hecho y habiendo oído, de palabra, una gran fama sobre nuestra tierra, tomaron consigo a los pueblos más belicosos y, con la enorme expectativa de una gran gloria, vinieron en campaña contra esta ciudad. Mas cuando dieron con hombres valerosos, el arrojo que poseían se igualó a su naturaleza y, recibiendo una fama contraria a la anterior, se las creyó mujeres más como consecuencia de sus desastrosas campañas que de sus cuerpos. Ellas fueron las únicas a quienes no les fue dado aprender de sus errores, para decidir mejor en el futuro, ni regresar a casa para anunciar su propia desventura y la virtud de nuestros antepasados: al perecer aquí mismo y pagar su insania, crearon una fama inmortal para nuestra ciudad por su virtud y, en cambio, por su fracaso de aquí borraron el nombre de su propia patria. Conque por un deseo injusto de la tierra ajena, perdieron con justicia la suya propia.
Cuando Adrasto y Polinice condujeron su ejército contra Tebas y fueron vencidos en combate, no les permitieron los cadmeos enterrar a sus muertos. Los atenienses, pensando que, si en algo habían delinquido aquéllos, ya tenían el mayor castigo con la muerte y que, además, los dioses de abajo no recibían lo suyo y los de arriba eran agraviados con la violación de lo sagrado, enviaron en principio mensajeros. Les instaron a que concedieran el levantamiento de los cadáveres, porque creían que es de hombres nobles tomar venganza, en vida, de los enemigos, y es, en cambio, propio de quienes desconfían de sí mismos el mostrar valentía con los cadáveres. Mas, como no pudieran obtenerlo, marcharon contra aquéllos, no porque tuvieran antes litigio alguno con los cadmeos ni por congraciarse con los argivos que seguían vivos. Antes bien, por considerar justo que los muertos en la guerra obtuvieran lo que es ley, se arriesgaron contra un bando en favor de ambos: de unos, para que jamás volvieran a insolentarse con los dioses agraviando a los muertos; de otros, para que no regresaran a su tierra sin obtener [antes] los honores patrios, privados de la ley helénica y defraudados en la común esperanza.
Con esta intención y pensando que las vicisitudes de la guerra son comunes a todos los hombres, teniendo a muchos por enemigos y a la justicia por aliada, vencieron en el combate. Mas no se dejaron exaltar por la suerte para desear un mayor castigo de los cadmeos. Frente a la impiedad de aquéllos, mostraron su propia virtud, y recogiendo el premio por el que habían venido, los cadáveres de los argivos, los enterraron en su propia Eleusis. De esta manera, pues, se condujeron con los muertos de los Siete contra Tebas.
En tiempos posteriores, cuando Heracles desapareció de entre los hombres y sus hijos huían de Euristeo y los expulsaban todos los griegos —avergonzados, sí, por su comportamiento, pero temiendo el poderío de Euristeo—, llegados a este país, se sentaron como suplicantes junto a los altares. Como Euristeo los reclamara, los atenienses se negaron a entregarlos. Era mayor el respeto que sentían por la virtud de Heracles que el temor a su propio riesgo, y tenían en más combatir en favor de los débiles en unión de la justicia que entregar a los poderosos, por congraciarse con ellos, a quienes eran agraviados por éstos. Cuando Euristeo emprendió una expedición en alianza con los que entonces ocupaban el Peloponeso, los atenienses no cambiaron de opinión por encontrarse cerca del peligro, sino que mantuvieron la misma de antes, por más que ningún favor hubieran recibido en particular de su padre y no supieran cómo sería su talante cuando se hicieran hombres. Pero consideraban que ello era justo y, aunque en el pasado no habían tenido con Euristeo enemistad alguna ni tenían delante otra ganancia que la buena fama, asumieron tan grave riesgo por piedad hacia los agraviados y odio hacia los insolentes, tratando de poner coto a estos últimos y considerando justo auxiliar a los primeros: estimaban que es señal de libertad el no hacer nada a quienes no quieren; de justicia, socorrer a los agraviados, y de grandeza de ánimo, el morir si es preciso combatiendo por ambas virtudes.
Y tal era la arrogancia de ambos bandos, que los de Euristeo no pretendían obtener nada por las buenas, y los atenienses no habrían consentido entregar a sus suplicantes ni aunque el mismo Euristeo se lo hubiera suplicado en persona. Alineándose con sus propias fuerzas, vencieron en combate al ejército que venía de todo el Peloponeso y pusieron fuera de peligro los cuerpos de los Heraclidas, mientras que, al librarlos del miedo, liberaron también sus almas. Y, a causa de la virtud de su padre, concedieron a éstos la corona de su propio riesgo. ¡Hasta tal punto fueron en su niñez más afortunados que su padre! Éste, aunque causante de muchos bienes para toda la Humanidad, se impuso una vida de esfuerzos, de emulación y de ansias de gloria; castigó a otros delincuentes, pero de Euristeo, enemigo como era y con todo el daño que le había producido, no fue capaz de vengarse. Sus hijos, en cambio, gracias a esta ciudad, consiguieron en el mismo día contemplar su propia salvación y el castigo de sus enemigos.
Así pues, fueron muchas las ocasiones que tuvieron nuestros antepasados de combatir por la justicia con opinión unánime. Y es que los inicios de su historia fueron justos: no se reunieron de muchos lugares, como la mayoría, y expulsaron a otros para habitar su tierra. Al contrario, eran autóctonos y poseían la misma como madre y patria. Fueron también los primeros —y los únicos—en derrocar en aquella época a las oligarquías establecidas entre ellos e instituir la democracia, porque consideraban que la libertad de todos constituye la mayor concordia. Y haciendo comunes las esperanzas surgidas de los momentos difíciles, se gobernaron con libertad de espíritu honrando a los buenos y castigando a los malos con el auxilio de la ley. Estimaban que escosa de animales el dominarse unos a otros por la fuerza, pero que corresponde a los hombres el determinar lo justo con la ley, persuadir con la palabra y servir a éstos con la acción, teniendo por soberano a la ley y por maestro a la palabra.
Es, pues, el caso, que con un natural noble y con una opinión concorde los antepasados de quienes aquí yacen llevaron a cabo muchas y admirables empresas. Pero también los que de ellos nacieron han dejado, gracias a su virtud, inmortales y grandes trofeos por todas partes. Pues sólo ellos se enfrentaron con riesgo a muchos millares de bárbaros en beneficio de toda Grecia. En efecto, el rey de Asia, que no se contentaba con los bienes que poseía, sino que esperaba también esclavizar a Europa, envió una expedición militar de 500.000 hombres. Con la idea de que si se ganaban la amistad de esta ciudad voluntariamente, o las sometían contra su voluntad, dominarían fácilmente a los demás griegos, desembarcaron en Maratón pensando que estarían completamente desprovistos de aliados si atacaban cuando la Hélade estaba todavía dividida sobre la forma en que había de rechazar a los invasores. Pero ésta era la opinión que aún tenían de esta ciudad como consecuencia de sus anteriores hazañas: que si marchaban primero contra otro Estado lucharían contra aquél y contra los atenienses (pues vendrían prestos en auxilio de los agraviados); en cambio, si llegaban aquí primero, ningún otro griego se atrevería, por salvar a otros, a granjearse con aquéllos una enemistad abierta por defenderlos. Esto es lo que aquéllos discurrían.
Nuestros antepasados, por el contrario, no sometiendo a raciocinio los riesgos de la guerra, sino pensando que una muerte gloriosa deja tras de sí una fama inmortal sobre las nobles acciones, no temieron el número de los enemigos; antes bien, confiaron en su propia virtud. Conque, avergonzados de que los bárbaros se hallaran en su tierra, no aguardaron a que los aliados se informaran y les prestaran ayuda, ni pensaron que debían agradecer a otros su salvación, sino los demás griegos a ellos. Siendo todos conscientes de ello, con un solo pensamiento se enfrentaron pocos contra muchos. Pues pensaban que la muerte les era común con todos los hombres, mientras que el ser valientes con unos pocos; y que, en razón de la muerte, la vida que tenemos es ajena, pero el recuerdo que dejan nuestras empresas es propio. Pensaban también que a los que no pudieran vencer solos tampoco podrían con aliados, y que si eran vencidos, perecerían poco antes que los demás, pero, si vencían, salvarían también a los otros.
Portáronse como valientes despreocupándose de sus cuerpos y no cuidándose de su vida en aras de la virtud. Y sintiendo más vergüenza ante sus propias leyes que temor ante el peligro de los enemigos, en defensa de la Hélade levantaron un trofeo ganado a los bárbaros que habían invadido la tierra ajena por mor de la ganancia, en las mismas fronteras de su tierra. Y tan rápidamente realizaron su hazaña, que los mismos mensajeros llevaron a los demás la noticia de la llegada de los bárbaros y de la victoria de nuestros antepasados. Cierto que ninguno sintió ya temor por un futuro peligro, sino que en recibiéndola nueva se complacieron en su propia salvación. De modo que no es de extrañar que, sucedidos estos hechos hace tiempo, todavía ahora, como si fueran recientes, todos los hombres envidien su virtud. Después de esto, Jerjes el rey de Asia, menospreciando a la Hélade, frustrado en sus expectativas, deshonrado por lo sucedido, apesadumbrado por el infortunio, irritado con los culpables, no experimentado en la desgracia y desconocedor de hombres valerosos, llegó nueve años después con 1.200 naves. Tan inmenso era el número de infantes que conducía, que sería trabajo enorme enumerar los pueblos que le acompañaban. Y ésta es la mayor prueba de su número: aunque podía transportar a su infantería desde Asia a Europa en mil naves por lo más estrecho del Helesponto, renunció por estimar que el retraso iba a ser grande. Sin embargo, desdeñando a la naturaleza, las obras divinas y los pensamientos humanos, construyó un camino a través del mar y forzó la navegación por tierra uniendo el Helesponto y horadando el Atos sin que nadie se opusiera: unos obedecían involuntariamente y otros cedían de buena gana. Pues los unos no eran capaces de defenderse y los otros estaban corrompidos por dinero. Ambas cosas sirvieron para persuadirlos: la ganancia y el miedo.
Siendo ésta la disposición de Grecia, los atenienses embarcaron en sus naves y salieron a Artemisio para dar batalla, mientras que los lacedemonios y algunos de sus aliados salieron a su encuentro en las Termopilas, pensando que por la estrechez del terreno iban a ser capaces de defender el paso. Pero cuando llegó el momento del peligro por el mismo tiempo, los atenienses vencieron con las naves, mientras que los lacedemonios, no por ser inferiores en arrojo, sino por calcular erróneamente el número tanto de los que iban a defender como el de aquellos contra los que iban a enfrentarse, fueron destruidos. No resultaron inferiores a sus contrarios, sino que sucumbieron en el puesto en que se les había ordenado combatir.
De esta forma, fracasando los unos y dominando los otros la entrada, se pusieron los bárbaros en camino contra esta ciudad. Nuestros antepasados, una vez enterados del infortunio acontecido a los lacedemonios, se hallaban confusos por la situación que les rodeaba. Eran conscientes de que si hacían frente a los bárbaros por tierra, éstos iban a tomar una ciudad desierta atacándola con mil naves; y que si embarcaban en los trirremes, iban a ser sorprendidos por el ejército de tierra. Y es que no iban a poder defenderse y dejar al mismo tiempo una guarnición suficiente.
Como había dos alternativas —abandonar forzosamente la patria o, poniéndose del lado de los bárbaros, esclavizar a los griegos—, consideraron que la libertad acompañada de virtud, pobreza y exilio era preferible a la esclavitud de su patria con baldón y riqueza. Y abandonaron la ciudad en aras de la Hélade. Pretendían arriesgarse alternativamente frente a cada contingente y no frente a ambos a la vez. Evacuaron niños, mujeres y madres y los congregaron en Salamina junto con la escuadra de los aliados. No muchos días después se presentaron la infantería y la escuadra de los bárbaros y ¿quién, que la hubiera visto, no habría sentido temor por el grande y terrible peligro que la ciudad afrontaba por la libertad de los helenos?
¿Qué pensamientos albergaban ya sea quienes contemplaban a los de aquellas naves, insegura como era su propia salvación e inminente el peligro, o los que se aprestaban a combatir por sus seres queridos, por el trofeo de Salamina? Pues tan grande era la multitud de enemigos que los rodeaba por todas partes, que el menor de sus presentes males era presentir su propia muerte, y la mayor desgracia lo que pensaban que sufrirían los evacuados si los bárbaros tenían éxito. Por supuesto que, ante la presente desesperación, a menudo se abrazaban entre sí y se lamentaban, con razón, de sí mismos sabiendo que sus propias naves eran pocas; viendo que eran muchas las de los enemigos; sabiendo que su ciudad estaba desierta y su tierra devastada y llena de bárbaros, con los templos incendiados y toda suerte de peligros muy cerca; escuchando el peán de griegos y bárbaros fundido en uno solo, así como las consignas de ambos bandos y los gemidos de los que morían, repleto de muertos el mar y entrechocando numerosos restos de naves amigas y enemigas; en fin, como el combate fuera equilibrado durante mucho tiempo, creyendo unas veces que eran vencedores y estaban a salvo, y otras que eran vencidos y estaban perdidos. Claro que, por el miedo que tenían, creyeron ver mucho que no vieron y oír mucho que no oyeron. ¿Qué súplicas a los dioses o recordatorios de sus ofrendas no se hicieron? ¿Y la compasión por los hijos, la añoranza por las esposas, el lamento por padres y madres, y el cálculo de las desgracias que iban a acontecerles si fracasaban?
¿Qué dios no los habría compadecido por la magnitud del peligro, o qué hombre no los habría llorado, o quién no se habría asombrado de su audacia? Sí, en lo concerniente al valor aquéllos superaron a todos los hombres juntos en grado sumo, tanto por sus resoluciones como por los peligros del combate: abandonaron su ciudad y embarcaron en las naves poniendo frente a la multitud de Asia sus propias vidas, escasas como eran. Y demostraron a toda la Humanidad, con su victoria en el combate naval, que es preferible arriesgarse por la libertad en compañía de pocos, a hacerlo por la propia esclavitud en compañía de muchos sometidos a un rey. Muchas y hermosas cosas consiguieron aquéllos reunir por la libertad de los griegos: un estratego, Temístocles, el más capaz para hablar, decidir y ejecutar; un número de naves superior al de todos los aliados juntos, y a los hombres más experimentados. Y es que, ¿quiénes entre los demás griegos habrían rivalizado con éstos en juicio, número y valor? Conque con razón recibieron de Grecia un mando indiscutible en el combate naval; con razón cobraron una prosperidad acorde con el peligro, y a los bárbaros de Asia les demostraron que su propio valor era genuino y autóctono. Por consiguiente, al empeñarse de esta forma en el combate naval y al asumir la mayor parte del riesgo, consiguieron con su valor personal que la libertad fuera común también para los otros. Más tarde, cuando los peloponesios amurallaron el istmo, tanto porque se contentaban con la salvación como porque pensaban que se habían librado del peligro por mar y estaban resueltos a permitir que los demás griegos quedaran sometidos a los bárbaros, los atenienses les aconsejaron airados que rodearan con un muro todo el Peloponeso, si tal era su intención. Porque si, traicionados por los griegos, iban a estar ellos con los bárbaros, ni éstos necesitarían mil naves ni a aquéllos les serviría el muro del istmo. El poder marítimo del Rey iba a carecer de riesgos.
Recibieron la lección y, como pensaban que estaban obrando injustamente y que su resolución era errónea y que, en cambio, las palabras de los atenienses eran justas y su consejo excelente, acudieron a Platea. Abandonaron sus filas por la noche la mayoría de los aliados por la magnitud del enemigo; lacedemonios y tegeatas hicieron volver la espalda a los bárbaros, pero atenienses y plateos superaron a todos los griegos combatiendo a quienes habían renunciado a su libertad y aguardaban su esclavitud.
En aquella jornada añadieron la más hermosa culminación a los peligros anteriores: consiguieron asegurar la libertad para Europa dando prueba de su valor en todos los peligros, tanto solos como en compañía de otros; tanto en combate a pie como en combate naval; tanto frente a los bárbaros como frente a los griegos. Aquéllos en cuya compañía habían peligrado y aquellos contra los que habían combatido, todos, admitieron que eran los conductores de Grecia.
Un tiempo después, cuando surgió la Guerra Helénica por envidia de lo sucedido y resentimiento por lo logrado, cuando todos en general mostraban gran arrogancia aunque cada uno exigía mezquinas reclamaciones, los atenienses capturaron setenta naves en combate naval con los eginetas y sus aliados. Y como por aquel mismo tiempo estuvieran asediando Egipto y Egina —ausente la juventud en las naves y en la infantería—, los corintios y sus aliados, calculando que o bien invadirían un país desierto o harían volver de Egina al ejército, atacaron con todos so sus efectivos y tomaron Gerania.
Ausentes los unos y cerca los otros, los atenienses no se resolvieron a hacer volver a ninguno. Confiando en sus propias vidas y despreciando a sus atacantes, los viejos y los que no estaban en la siedad reclamaron hacer frente, sólo ellos, al peligro —unos porque el valor lo tenían adquirido por experiencia y otros por naturaleza; los unos porque ya se habían mostrado valientes en muchas ocasiones, los otros imitándolos—, los viejos porque sabían mandar, los jóvenes porque sabían ejecutarlas órdenes. Así pues, con Mirónides por estratego fueron éstos quienes salieron a la Megáride para hacerles frente. Y vencieron, combatiendo, a todas las fuerzas de aquéllos con la ayuda de los que ya estaban retirados y de los que todavía no tenían fuerzas. Salieron a un país ajeno para enfrentarse a quienes querían invadir el suyo propio, y levantaron trofeo por una hazaña para ellos la más hermosa, para los enemigos la más vergonzosa. Unos ya, y los otros todavía, no tenían fuerzas en sus cuerpos, pero en sus almas todos resultaron superiores y regresaron a su propia tierra con la gloria más hermosa: unos para seguir educándose, otros para deliberar sobre el futuro.
Pues bien, no es fácil que uno solo relate con detalle lo que muchos afrontaron, ni tampoco revelaren un solo día lo que fue ejecutado a lo largo del tiempo. Pues, ¿qué discurso, o tiempo, o qué orador sería capaz de descubrir la entereza de los hombres que aquí yacen?
En medio de los mayores esfuerzos, los más conspicuos combates y los más bellos peligros, hicieron libre a la Hélade y pusieron de manifiesto que su patria era la más grande: dominaron el mar durante setenta años y exhibieron una alianza sin defecciones, no exigiendo que la mayoría sirviera a la minoría, sino obligando a todos a tener igualdad; no debilitando a sus aliados, sino fortaleciendo también a éstos. En fin, el poder que demostraron fue de tal magnitud que el Gran Rey ya no volvió a ambicionar tierras ajenas, antes bien cedió parte de las suyas y sintió temor por el futuro: en aquel tiempo no llegaron de Asia trirremes ni se estableció entre los griegos tirano alguno ni fue esclavizada por los bárbaros ninguna ciudad helena. Tal fue la prudencia y el temor que su superioridad proporcionó a todos los pueblos. Por ello tenían que convertirse en patronos únicos de todos los helenos y dirigentes únicos de sus ciudades.
Mas, incluso en el infortunio, demostraron su excelencia. Pues cuando la flota fue destruida en el Helesponto, ya sea por ineptitud de los comandantes o por decisión de los dioses —y aquella desgracia fue de máxima importancia tanto para nosotros, los que la sufrimos, como para los demás griegos—, ello demostró no mucho después que el poder de nuestro Estado constituía la salvación de Grecia. En efecto, otros se alzaron con la hegemonía, y vencieron a los griegos en combate naval quienes antes nunca se habían adentrado en el mar; navegaron contra Europa; esclavizaron a las ciudades griegas, y se instalaron tiranos — unos después de nuestro descalabro y otros después de la victoria de los bárbaros—.
De modo que entonces habría sido el momento justo para que la Hélade se mesara los cabellos sobre esta tumba y llorara a los que aquí yacen, porque con la virtud de éstos se enterraba su libertad. Con que infortunada fue la Hélade al quedar huérfana de tales varones y afortunado, en cambio, el rey de Asia al recibir a otros dominadores. Pues sobre aquélla, privada de éstos, se instaló la esclavitud; y a éste, en cambio, dado el predominio de otros le sobrevino la emulación por los planes de sus antepasados. En lo que toca a esto, me he visto arrastrado a lamentarme por Grecia toda. Sin embargo, es digno recordar, en privado y en público, a aquéllos hombres que por huir de la esclavitud, combatir por la justicia y alzarse en favor de la democracia regresaron al Pireo teniendo a todos por enemigos. No los obligaba la ley, sino que los persuadió la naturaleza por imitar la antigua virtud de sus antepasados en peligros nuevos, y por conseguir con sus propias vidas una ciudad común también para los otros. Eligieron la muerte en libertad antes que la vida en esclavitud, porque no sentían menos vergüenza por su infortunio que cólera contra los enemigos; escogieron morir en su propia tierra antes que vivir en la ajena. Por aliados tenían juramentos y pactos, y por enemigos tanto a los que lo eran antes como a sus propios conciudadanos.
Con todo, sin temer a la multitud de sus enemigos y arriesgando sus propias vidas, alzaron un trofeo de los enemigos y, como testigos de su virtud, nos ofrecen las tumbas lacedemonias que se hallan contiguas a este monumento. Y lo que es más, mostraron un Estado fuerte en vez de débil, lo revelaron concorde en vez de discorde y levantaron muros en el lugar de los derribados. Los que regresaron manifestaron que sus propósitos eran hermanos de las hazañas de los que aquí yacen: no se entregaron a la venganza del enemigo, sino a la salvación de la ciudad. Y como no podían tener menos ni pedían tener más, incluso a los que querían ser esclavos les hicieron partícipes de su libertad, aunque consideraron indigno participar ellos de su esclavitud.
Con sus extraordinarias y hermosísimas acciones demostraron que nuestro Estado no fracasó en el pasado por la cobardía propia ni por el valor de los enemigos: si, enfrentados entre sí y con la violenta presencia de peloponesios y demás enemigos, fueron capaces de regresar, es evidente que en concordia habrían podido vencerlos fácilmente. A aquéllos, pues, los envidian todos los hombres por los peligros del Pireo. Pero es justo elogiar también a los extranjeros que aquí yacen, quienes, auxiliando a nuestro pueblo y combatiendo por nuestra salvación, tomaron la virtud por patria poniendo a su vida semejante término. En recompensa, el Estado los ha honrado y enterrado a expensas públicas y les ha concedido para el futuro los mismos honores que a los ciudadanos.
Los que ahora reciben sepultura, aliados recientes de los corintios, acudieron en auxilio de éstos cuando recibían agravio de sus antiguos aliados. No tenían el mismo talante que los lacedemonios (pues éstos envidiaban su prosperidad, y los nuestros, en cambio, compadecían el agravio sin acordarse de su antigua enemistad y estimando en mucho su actual amistad) y dejaron clara ante los hombres su virtud. Pues por engrandecer a Grecia tuvieron fortaleza no sólo para arriesgar su salvación, sino incluso para sucumbir en aras de la libertad de sus enemigos: en efecto, luchaban contra los aliados de los lacedemonios para conseguir su libertad. Y es que si hubieran vencido a aquéllos, les habrían dado parte de lo mismo; pero al fracasar han fortalecido la esclavitud de las gentes del Peloponeso. En tal situación, para aquéllos la vida es lamentable y la muerte deseable; éstos, en cambio, son envidiables tanto vivos como muertos —educados desde niños en las virtudes de sus antepasados y, ya de hombres, conservando la gloria de aquéllos y manifestando su propia virtud—.
Son, por tanto, causantes de numerosos bienes para su patria: enderezaron lo que otros habían arruinado y alejaron la guerra de su tierra. Culminaron su vida como tienen que morir los valientes: ofrendando trofeos a su patria y dejando dolor a quienes los habían criado. Conque es justo que los vivos añoren a éstos y se duelan por sí mismos, y que compadezcan a sus allegados por la vida que les queda. Pues, ¿qué contento les resta ya, cuando están enterrados unos hombres que se privaron de vivir por estimar todo inferior a la virtud; que han dejado viudas a sus mujeres y huérfanos a sus hijos; que han puesto en soledad a hermanos, padres y madres?
Entre tantas cosas terribles, envidio a sus hijos porque son demasiado jóvenes para comprender de qué padres se han visto privados, mas compadezco a sus progenitores, porque son demasiado viejos para olvidar su infortunio. Pues, ¿qué habría más doloroso que engendrar, criar y enterrar a los suyos, y ser inválido de cuerpo en la vejez, y verse privados de toda esperanza y quedarse sin amigos y sin recursos; y verse ahora compadecidos por lo mismo que antes eran envidiados; y que la muerte les sea más deseable que la vida? Pues cuanto mejores eran los hombres, tanto mayor es el dolor para quienes sobreviven. ¿Cuándo deben renunciar a su dolor? ¿Acaso en los infortunios de su país? Pero es entonces cuando es lógico que los demás se acuerden de ellos. ¿Entonces en los éxitos comunes? Pero ello es suficiente para sentir dolor, cuando sus propios hijos han fallecido y los vivos se aprovechan de su virtud. ¿Acaso en sus propias situaciones difíciles, cuando vean que los antiguos amigos huyen de su pobreza y los enemigos se tornan arrogantes ante las desgracias de éstos?
Creo que sólo podríamos hacer este favor a quienes aquí yacen: si tenemos a sus padres en la misma estima que ellos los tuvieron; si acogemos a sus hijos lo mismo que ellos que eran sus padres; si a sus mujeres les prestamos la misma ayuda que aquéllos cuando estaban vivos. Pues, ¿a quiénes podríamos honrar con más razón que a los que aquí yacen? ¿Y a quiénes entre los vivos podríamos estimar con mayor justicia que a los familiares de éstos? Gozaron igual que los demás de su virtud y, ahora que han muerto, son los únicos en participar genuinamente de su infortunio. Mas no sé por qué debo lamentar tales cosas. No se nos ocultaba que somos por completo mortales.
Conque, ¿a qué dolerse ahora de lo que esperábamos hace tiempo que nos pasara? ¿A qué llevar las desgracias naturales con tanto trabajo, si sabemos que la muerte es común a los mejores y a los peores? Pues ni perdona a los malos ni siente admiración por los buenos; a todos se presenta igual. Y es que si fuera posible la inmortalidad futura para quienes logran escapar de los peligros de la guerra, justo sería que los vivos lloraran toda la vida a los muertos. Ahora bien, nuestra naturaleza se rinde a las enfermedades y a la vejez, y el destino que nos ha tocado en suerte es implacable. Por ello conviene considerar muy afortunados a estos que han terminado así su vida arriesgándose por lo más grande y hermoso, no poniéndose en manos de la fortuna ni esperando que les llegara la muerte por sí sola, sino escogiendo la más hermosa. Sin duda su recuerdo no envejece y sus honores los envidian todos los hombres.
Pues son llorados como mortales en razón de su naturaleza, más en razón de su virtud son cantados como inmortales. Y lo que es más, se los entierra a expensas públicas y se organizan por ellos competiciones de fuerza, destreza y riqueza, en la idea de que los que fenecen en combate merecen recibir los mismos honores que los inmortales.
Así pues, yo los felicito por su muerte y los envidio. Y considero que nacer es mejor sólo para aquellos hombres que, si bien han obtenido cuerpos mortales, dejan detrás un recuerdo inmortal de sí mismos gracias a su virtud. Sin embargo, es fuerza atenerse a las costumbres antiguas y guardando la ley patria llorar por los que reciben sepultura».

 

Traducción de José Luis Calvo

Discurso a favor del inválido, 403 a.C.

Discurso número 24 dentro del corpus lisíaco, es una defensa de un anciano en peligro de perder su pensión por invalidez. En este discurso destacan los sentimientos que Lisias intenta suscitar a los miembros del jurado, especialmente la compasión, y la exposición del carácter del anciano inválido. Este discurso es uno de los más conocidos de Lisias y hay muchos estudios sobre él, incluido algún estudio sobre los entimemas que lo componen.

«Consejeros, poco me falta para estarle agradecido a mi acusador por habernos proporcionado este proceso. En efecto, si antes no tenía un pretexto para dar cuenta de mi vida, ahora lo he recibido gracias a éste. Con que intentaré con mi discurso demostrar que éste miente y que la vida que ha vivido hasta el día de hoy es más merecedora de elogio que de resentimiento: no creo que éste me haya preparado este proceso por otra razón que por envidia.
Y sin embargo, ¿de qué clase de perversidad os parece que se mantendría alejado un individuo capaz de envidiar a quienes los demás compadecen? Porque si es por mi dinero por lo que me delata… miente, que por culpa de su maldad no lo he tenido jamás ni por amigo ni por enemigo.
Por tanto, consejeros, ya está claro que me envidia porque, pese a verme envuelto en una desgracia así, soy mejor ciudadano que él. Y es que yo creo que uno debe remediar las desgracias del cuerpo con los buenos hábitos del alma. Si voy a tener una disposición igual a mi desgracia ¿en qué me voy a distinguir de éste?
Pues bien, sobre ello básteme con dejar dicho esto; sobre lo que me concierne, hablaré lo más brevemente posible. Afirma el acusador que recibo injustamente el dinero del Estado; y ello porque soy capaz con el cuerpo -no pertenezco a los inválidos- y conozco un oficio como para poder vivir sin recibirlo.
Como prueba del vigor de mi cuerpo utiliza el hecho de que monto a caballo; y de los abundantes ingresos de mi oficio, el que puedo codearme con hombres que pueden gastar dinero. Pues bien, de los ingresos procedentes de mi oficio y del resto de mis medios de vida creo que estáis informados de qué clase son; sin embargo, os lo diré brevemente.
Mi padre nada me dejó y a mi madre hace dos años que he dejado de alimentarla porque murió; y no tengo hijos todavía que se cuiden de mí. Poseo un oficio que poco puede ayudarme, lo ejerzo ya con dificultades yo solo y no puedo conseguir a alguien que vaya a continuarlo. No tengo más ingresos que éste: si me lo quitáis correría el peligro de caer en el peor infortunio.
Por tanto, consejeros, cuando podéis salvarme con justicia, no me arruinéis injustamente; ni lo que me disteis cuando era más joven y vigoroso vayáis a quitármelo cuando soy más viejo y débil; ni quienes antes teníais fama de ser muy compasivos incluso con los que no tenían mal alguno, vayáis ahora por culpa de éste a tratar severamente a quienes son digamos de lástima incluso para sus enemigos; ni por atreveros a perjudicarme a mí, vayáis a sumir en el desánimo también a quienes se encuentran en situación parecida a la mía.
Y, es que sería extraño, consejeros, el que, cuando mi desgracia era simple, entonces se me viera recibir este dinero; y que, en cambio, me vea privado precisamente ahora que tengo encima a la vejez, las enfermedades y cuantas calamidades les acompañan.
Creo que el acusador podría mostraros mejor que nadie la magnitud de mi pobreza: si yo fuera nombrado corego para el concurso trágico y lo requiriese para un intercambio de bienes, él preferiría diez veces ser corego antes que realizar el intercambio (1) una sola. Conque ¿cómo no va a ser terrible el que ahora me acuse de que puedo tratar en pie de igualdad con los más ricos debido a mi deshago económico, pero si sucediera algo de lo que digo me juzgaría tal como soy? ¿Hay algo más perverso?
Sobre mi habilidad con los caballos, que éste se ha atrevido a mencionar ante vosotros sin temor a la fortuna ni a vosotros, no hay mucho que decir. En efecto, consejeros, yo os digo que todos los que tienen una desgracia sólo buscan y cavilan sobre la manera de arreglárselas con la afección que les ha tocado sufrir. Yo soy uno de ellos y, como ha caído en semejante infortunio, me he buscado este medio de facilitarme los viajes más largos que necesito hacer.
He aquí la mayor prueba, consejeros, de que es por mi desgracia y no por insolencia, como éste afirma, por lo que monto a caballo: si tuviera fortuna, montaría sobre silleta y no me subiría a caballos ajenos. Ahora bien, como no puedo adquirir semejante cosa, me veo obligado a servirme a menudo de caballos ajenos.
Y, claro ¿cómo no iba a ser extraño, consejeros, el hecho de que, si éste me viera cabalgando sobre silleta, no dijera nada (pues ¿qué podría decir?), y porque monto en caballos prestados intente persuadiros de que soy capaz? ¿Y el que, si éste me viera cabalgando sobre silleta, no dijera nada (pues, ¿qué podría decir?), y porque monto en caballos prestados intente persuadiros de que soy capaz? ¿Y el que no utilice como acusación el hecho de que uso dos bastones, cuando los demás usan uno, en la idea de que también esto es propio de los que son capaces y, en cambio, se sirva ante vosotros de que monto a caballo como prueba de que soy capaz? Porque yo me valgo de ambas cosas por la misma razón.
Tanto aventaja en desvergüenza a todos los demás hombres, que está intentando convenceros –él, que es uno, a vosotros, que sois tantos- de que yo no estoy entre los inválidos. Pero, claro, si convence de ello a alguno de vosotros, consejeros, ¿qué impide el que yo entre en el sorteo de los nueve arcontes, y que me arrebatéis el óbolo a mí, como sano, para votárselo todos a éste por compasión como lisiado? Porque, claro está, tratándose del mismo hombre, no ibais vosotros a quitarle su asignación por capaz y los tesmotetas (2) impedirle entrar en el sorteo por inválido.
Mas ni vosotros tenéis la misma opinión que éste, ni quien tenga sensatez. Viene él a disputar, como si mi desgracia fuera la de una heredera, e intenta convenceros de que no soy tal como todos me veis. Sin embargo vosotros- como es propio de hombres sensatos- confiad más en vuestros propios ojos que en las palabras de éste.
Dice que soy insolente y violento y que mi condición es de un extremo libertinaje, como si fuera a decir la verdad por poner nombres terribles y no fuera a hacerlo si habla con suavidad y sin mentir. Pero yo creo, consejeros, que vosotros debéis reconocer claramente a qué hombres les corresponde ser insolentes y a quiénes no les cuadra.
No es razonable que se conduzcan insolentemente los pobretones y los que están en condiciones de extrema indigencia, sino quienes poseen mucho más de lo necesario; ni quienes son inválidos de cuerpo sino los que tienen una gran confianza es sus propias fuerzas, ni hombres de edad ya provecta, sino los todavía jóvenes y dotados de talante juvenil.
Y es que los ricos pueden comprar con dinero el librarse, de los procesos, mientras que los pobres, debido a su pobreza, se ven obligados a conducirse con moderación. Y los jóvenes exigen obtener comprensión por parte de los mayores, mientras que a los mayores los censuran por igual unos y otros si yerran.
Además, a los fuertes les es posible ultrajar a quienes les venga en gana sin que a ellos les pase nada, mientras que los débiles no pueden ni defenderse de los agresores cuando son ultrajados ni imponerse a los agredidos cuando ellos desean ultrajarlos. De manera que me parece que mi acusador habla en broma, que no en serio, sobre mi insolencia; y no porque quiera persuadiros de que soy así, sino pretendiendo burlarse de mí como el que busca hacer una lindeza.
Y encima afirma también que conmigo se reúne un buen número de granujas que ya han gastado sus propios bienes e intrigan contra quienes pretenden preservar los suyos. Mas habéis de considerar todos que, en diciendo esto, no me acusa más a mí que a los otros que tienen un oficio; ni más los que entren en mi local que a los que los hacen en el de los otros artesanos.
En efecto, cada uno de vosotros acostumbra a hacer visitas: uno a la perfumería, otro a la peluquería, otro a la zapatería, otro a donde se tercie, la mayoría a los establecimientos más cercanos al mercado y muy pocos a los que se encuentran más alejados de éste. De manera que si alguno de vosotros culpa como malhechores los que entran en mi local, evidentemente también lo hace con quienes pasan el rato en los otros; y si también a éstos, a todos los atenienses, pues todos acostumbráis a hacer visitas y a pasar el rato en algún sitio.
Pero no sé qué necesidad tengo de molestaros defendiéndome con tanta minuciosidad de cada una de las cosas que se os han dicho. Pues si ya he hablado sobre las más importantes, ¿por qué tomarme en serio, lo mismo que éste, las más livianas? Consejeros, a todos os pido que tengáis sobre mí la misma opinión que en el pasado.
Por tanto, no vayáis a privarme, por culpa de éste, del único entre los bienes de la patria en el que la fortuna me ha concedido tomar parte; ni que éste, que es uno solo, vaya a convenceros de que me arrebatéis lo que hace tiempo me concedisteis todos por unanimidad. Y es que, consejeros, puesto que el destino nos ha privado de los mayores bienes, el Estado nos ha concedido este dinero por decreto pensando que sea igual para todos la fortuna tanto de lo malo como de lo bueno.
¿Pues cómo no iba yo a ser el más desgraciado si estuviera privado de lo más bello y mejor por mi desgracia, y se me arrebatara por culpa de mi acusador lo que me concedió el Estado por preocuparse de quienes están en mi condición? Consejeros, no depositéis de ninguna manera vuestro coto en ese sentido. Pues ¿por qué razón iba a encontraros yo así?
¿Acaso porque alguno ha perdido su patrimonio llevado alguna vez a juicio por causa mía? Nadie podría demostrarlo. ¿Acaso porque soy intrigante, arrogante o buscapleitos? Resulta que no cuento con semejantes medios de vida para semejantes acciones. ¿Acaso porque soy en exceso insolente y violento? Ni él mismo lo diría a menos que quisiera mentir también en esto lo mismo que en lo demás.
¿Acaso porque bajo los Treinta estuve en el poder y causé perjuicios a muchos ciudadanos? No, huí a Calcis con vuestro partido y, aunque me era posible seguir de ciudadano con ellos sin miedo, preferí marcharme y compartir los riesgos con vosotros.
Por tanto, consejeros, que yo, que ningún delito he cometido, no os encuentre en modo alguno como sois con los que han cometido muchos. Al contrario, depositad sobre mí el mismo voto que los demás Consejos recordando que no estoy dando cuenta de los dineros públicos por haberlos administrado, ni rindiendo cuentas por una magistratura que haya desempeñado, sino que estoy pronunciando mis palabras sólo por un óbolo.
De esta manera todos vosotros daréis un fallo justo; yo os estaré agradecido si lo consigo y éste aprenderá en el futuro a no intrigar contra los más débiles, sino a prevalecer sobre sus iguales».

 

 

NOTAS:
1 El intercambio, o antídosis, era un procedimiento legal por el que alguien a quien correspondía pagar un determinado impuesto señalaba a otra persona más rica para que lo pagara en su lugar.

2 Tesmótetas, un tipo de magistrados.

Discurso en defensa por el asesinato de Eratóstenes, 403 a.C.

Discurso número 24 dentro del corpus lisíaco, es una defensa de un anciano en peligro de perder su pensión por invalidez. En este discurso destacan los sentimientos que Lisias intenta suscitar a los miembros del jurado, especialmente la compasión, y la exposición del carácter del anciano inválido. Este discurso es uno de los más conocidos de Lisias y hay muchos estudios sobre él, incluido algún estudio sobre los entimemas que lo componen.

«Consejeros, poco me falta para estarle agradecido a mi acusador por habernos proporcionado este proceso. En efecto, si antes no tenía un pretexto para dar cuenta de mi vida, ahora lo he recibido gracias a éste. Con que intentaré con mi discurso demostrar que éste miente y que la vida que ha vivido hasta el día de hoy es más merecedora de elogio que de resentimiento: no creo que éste me haya preparado este proceso por otra razón que por envidia.
Y sin embargo, ¿de qué clase de perversidad os parece que se mantendría alejado un individuo capaz de envidiar a quienes los demás compadecen? Porque si es por mi dinero por lo que me delata… miente, que por culpa de su maldad no lo he tenido jamás ni por amigo ni por enemigo.
Por tanto, consejeros, ya está claro que me envidia porque, pese a verme envuelto en una desgracia así, soy mejor ciudadano que él. Y es que yo creo que uno debe remediar las desgracias del cuerpo con los buenos hábitos del alma. Si voy a tener una disposición igual a mi desgracia ¿en qué me voy a distinguir de éste?
Pues bien, sobre ello básteme con dejar dicho esto; sobre lo que me concierne, hablaré lo más brevemente posible. Afirma el acusador que recibo injustamente el dinero del Estado; y ello porque soy capaz con el cuerpo -no pertenezco a los inválidos- y conozco un oficio como para poder vivir sin recibirlo.
Como prueba del vigor de mi cuerpo utiliza el hecho de que monto a caballo; y de los abundantes ingresos de mi oficio, el que puedo codearme con hombres que pueden gastar dinero. Pues bien, de los ingresos procedentes de mi oficio y del resto de mis medios de vida creo que estáis informados de qué clase son; sin embargo, os lo diré brevemente.
Mi padre nada me dejó y a mi madre hace dos años que he dejado de alimentarla porque murió; y no tengo hijos todavía que se cuiden de mí. Poseo un oficio que poco puede ayudarme, lo ejerzo ya con dificultades yo solo y no puedo conseguir a alguien que vaya a continuarlo. No tengo más ingresos que éste: si me lo quitáis correría el peligro de caer en el peor infortunio.
Por tanto, consejeros, cuando podéis salvarme con justicia, no me arruinéis injustamente; ni lo que me disteis cuando era más joven y vigoroso vayáis a quitármelo cuando soy más viejo y débil; ni quienes antes teníais fama de ser muy compasivos incluso con los que no tenían mal alguno, vayáis ahora por culpa de éste a tratar severamente a quienes son digamos de lástima incluso para sus enemigos; ni por atreveros a perjudicarme a mí, vayáis a sumir en el desánimo también a quienes se encuentran en situación parecida a la mía.
Y, es que sería extraño, consejeros, el que, cuando mi desgracia era simple, entonces se me viera recibir este dinero; y que, en cambio, me vea privado precisamente ahora que tengo encima a la vejez, las enfermedades y cuantas calamidades les acompañan.
Creo que el acusador podría mostraros mejor que nadie la magnitud de mi pobreza: si yo fuera nombrado corego para el concurso trágico y lo requiriese para un intercambio de bienes, él preferiría diez veces ser corego antes que realizar el intercambio (1) una sola. Conque ¿cómo no va a ser terrible el que ahora me acuse de que puedo tratar en pie de igualdad con los más ricos debido a mi deshago económico, pero si sucediera algo de lo que digo me juzgaría tal como soy? ¿Hay algo más perverso?
Sobre mi habilidad con los caballos, que éste se ha atrevido a mencionar ante vosotros sin temor a la fortuna ni a vosotros, no hay mucho que decir. En efecto, consejeros, yo os digo que todos los que tienen una desgracia sólo buscan y cavilan sobre la manera de arreglárselas con la afección que les ha tocado sufrir. Yo soy uno de ellos y, como ha caído en semejante infortunio, me he buscado este medio de facilitarme los viajes más largos que necesito hacer.
He aquí la mayor prueba, consejeros, de que es por mi desgracia y no por insolencia, como éste afirma, por lo que monto a caballo: si tuviera fortuna, montaría sobre silleta y no me subiría a caballos ajenos. Ahora bien, como no puedo adquirir semejante cosa, me veo obligado a servirme a menudo de caballos ajenos.
Y, claro ¿cómo no iba a ser extraño, consejeros, el hecho de que, si éste me viera cabalgando sobre silleta, no dijera nada (pues ¿qué podría decir?), y porque monto en caballos prestados intente persuadiros de que soy capaz? ¿Y el que, si éste me viera cabalgando sobre silleta, no dijera nada (pues, ¿qué podría decir?), y porque monto en caballos prestados intente persuadiros de que soy capaz? ¿Y el que no utilice como acusación el hecho de que uso dos bastones, cuando los demás usan uno, en la idea de que también esto es propio de los que son capaces y, en cambio, se sirva ante vosotros de que monto a caballo como prueba de que soy capaz? Porque yo me valgo de ambas cosas por la misma razón.
Tanto aventaja en desvergüenza a todos los demás hombres, que está intentando convenceros –él, que es uno, a vosotros, que sois tantos- de que yo no estoy entre los inválidos. Pero, claro, si convence de ello a alguno de vosotros, consejeros, ¿qué impide el que yo entre en el sorteo de los nueve arcontes, y que me arrebatéis el óbolo a mí, como sano, para votárselo todos a éste por compasión como lisiado? Porque, claro está, tratándose del mismo hombre, no ibais vosotros a quitarle su asignación por capaz y los tesmotetas (2) impedirle entrar en el sorteo por inválido.
Mas ni vosotros tenéis la misma opinión que éste, ni quien tenga sensatez. Viene él a disputar, como si mi desgracia fuera la de una heredera, e intenta convenceros de que no soy tal como todos me veis. Sin embargo vosotros- como es propio de hombres sensatos- confiad más en vuestros propios ojos que en las palabras de éste.
Dice que soy insolente y violento y que mi condición es de un extremo libertinaje, como si fuera a decir la verdad por poner nombres terribles y no fuera a hacerlo si habla con suavidad y sin mentir. Pero yo creo, consejeros, que vosotros debéis reconocer claramente a qué hombres les corresponde ser insolentes y a quiénes no les cuadra.
No es razonable que se conduzcan insolentemente los pobretones y los que están en condiciones de extrema indigencia, sino quienes poseen mucho más de lo necesario; ni quienes son inválidos de cuerpo sino los que tienen una gran confianza es sus propias fuerzas, ni hombres de edad ya provecta, sino los todavía jóvenes y dotados de talante juvenil.
Y es que los ricos pueden comprar con dinero el librarse, de los procesos, mientras que los pobres, debido a su pobreza, se ven obligados a conducirse con moderación. Y los jóvenes exigen obtener comprensión por parte de los mayores, mientras que a los mayores los censuran por igual unos y otros si yerran.
Además, a los fuertes les es posible ultrajar a quienes les venga en gana sin que a ellos les pase nada, mientras que los débiles no pueden ni defenderse de los agresores cuando son ultrajados ni imponerse a los agredidos cuando ellos desean ultrajarlos. De manera que me parece que mi acusador habla en broma, que no en serio, sobre mi insolencia; y no porque quiera persuadiros de que soy así, sino pretendiendo burlarse de mí como el que busca hacer una lindeza.
Y encima afirma también que conmigo se reúne un buen número de granujas que ya han gastado sus propios bienes e intrigan contra quienes pretenden preservar los suyos. Mas habéis de considerar todos que, en diciendo esto, no me acusa más a mí que a los otros que tienen un oficio; ni más los que entren en mi local que a los que los hacen en el de los otros artesanos.
En efecto, cada uno de vosotros acostumbra a hacer visitas: uno a la perfumería, otro a la peluquería, otro a la zapatería, otro a donde se tercie, la mayoría a los establecimientos más cercanos al mercado y muy pocos a los que se encuentran más alejados de éste. De manera que si alguno de vosotros culpa como malhechores los que entran en mi local, evidentemente también lo hace con quienes pasan el rato en los otros; y si también a éstos, a todos los atenienses, pues todos acostumbráis a hacer visitas y a pasar el rato en algún sitio.
Pero no sé qué necesidad tengo de molestaros defendiéndome con tanta minuciosidad de cada una de las cosas que se os han dicho. Pues si ya he hablado sobre las más importantes, ¿por qué tomarme en serio, lo mismo que éste, las más livianas? Consejeros, a todos os pido que tengáis sobre mí la misma opinión que en el pasado.
Por tanto, no vayáis a privarme, por culpa de éste, del único entre los bienes de la patria en el que la fortuna me ha concedido tomar parte; ni que éste, que es uno solo, vaya a convenceros de que me arrebatéis lo que hace tiempo me concedisteis todos por unanimidad. Y es que, consejeros, puesto que el destino nos ha privado de los mayores bienes, el Estado nos ha concedido este dinero por decreto pensando que sea igual para todos la fortuna tanto de lo malo como de lo bueno.
¿Pues cómo no iba yo a ser el más desgraciado si estuviera privado de lo más bello y mejor por mi desgracia, y se me arrebatara por culpa de mi acusador lo que me concedió el Estado por preocuparse de quienes están en mi condición? Consejeros, no depositéis de ninguna manera vuestro coto en ese sentido. Pues ¿por qué razón iba a encontraros yo así?
¿Acaso porque alguno ha perdido su patrimonio llevado alguna vez a juicio por causa mía? Nadie podría demostrarlo. ¿Acaso porque soy intrigante, arrogante o buscapleitos? Resulta que no cuento con semejantes medios de vida para semejantes acciones. ¿Acaso porque soy en exceso insolente y violento? Ni él mismo lo diría a menos que quisiera mentir también en esto lo mismo que en lo demás.
¿Acaso porque bajo los Treinta estuve en el poder y causé perjuicios a muchos ciudadanos? No, huí a Calcis con vuestro partido y, aunque me era posible seguir de ciudadano con ellos sin miedo, preferí marcharme y compartir los riesgos con vosotros.
Por tanto, consejeros, que yo, que ningún delito he cometido, no os encuentre en modo alguno como sois con los que han cometido muchos. Al contrario, depositad sobre mí el mismo voto que los demás Consejos recordando que no estoy dando cuenta de los dineros públicos por haberlos administrado, ni rindiendo cuentas por una magistratura que haya desempeñado, sino que estoy pronunciando mis palabras sólo por un óbolo.
De esta manera todos vosotros daréis un fallo justo; yo os estaré agradecido si lo consigo y éste aprenderá en el futuro a no intrigar contra los más débiles, sino a prevalecer sobre sus iguales».

 

 

NOTAS:
1 El intercambio, o antídosis, era un procedimiento legal por el que alguien a quien correspondía pagar un determinado impuesto señalaba a otra persona más rica para que lo pagara en su lugar.

2 Tesmótetas, un tipo de magistrados.

Acerca del discurso contra Eratóstenes pronunciado el año 443 a.C.

Nos hallamos frente al discurso más notable de Lisias, y ello por varias razones: aparte de ser el único conservado que atañe directamente a los intereses particulares del orador, es también el único que él mismo pronunció en persona (hón autos éipe, reza el título) y constituye un documento valioso no sólo para iluminar la propia biografía de Lisias, sino la vida de Atenas durante los tristes meses del gobierno de los Treinta, Es cierto que no añade gran cosa a lo que sabemos por los historiadores y la: Constitución de los atenienses de Aristóteles; pero, frente a la escueta narración de éstos, Lisias con su estilo habitual hace que presenciemos el clima que se vivió en aquellos días, poniendo ante nuestros ojos con vida a los propios actores de aquel drama. Desde el punto de vista literario, como luego veremos, este discurso es el más perfecto, el más cuidadosamente pulido y viene a constituirse en el único punto de referencia incontestable para los demás discursos forenses, puesto que, por su gran extensión, ofrece suficientes elementos de lengua, estilo y composición contrastables. Veamos, primero, los hechos a los que hace referencia el discurso. Cuando el año 404 se hundió en Egospótamos, con los últimos barcos de su flota, todo el poderío de Atenas, los grupos oligárquicos, que ya habían intentado el 411 instaurar la oligarquía y habían colaborado no poco para la derrota definitiva de la Democracia en ios estrechos, vieron más cerca que nunca la posibilidad de restaurar definitivamente la constitución arcaica con ayuda de la victoriosa Lacedemonia. Todavía no se había producido la capitulación de los atenienses y éstos enviaron a Esparta algunos agentes con Terámenes —un hábil político que ya el 411, tras colaborar con los oligarcas, se había retirado a tiempo— para negociar la paz. Después de una larga estancia allí, cuyo objetivo no era otro que agudizar la situación de hundimiento moral y penuria física de los habitantes de Atenas, a fin de acelerar la rendición, se llegó a una paz con Esparta. En virtud de ésta, los vencedores derribarían todas las defensas del Pireo y sus arsenales, y los atenienses, después de hacer volver a los exiliados, revisarían la constitución democrática y restaurarían la antigua. Con este fin se convoca la Asamblea y, ante la presencia del propio Lisandro, Dracóntides propone, y consigue que se apruebe, un decreto con el propósito de nombrar una comisión de treinta ciudadanos entre los que sobresale por su extremismo Critias, amigo de Sócrates y tío de Platón, y otros como Terámenes, Eratóstenes y el propio Dracóntides, Su misión era restaurar una oligarquía moderada, pero pronto se dejaron arrastrar por el radicalismo de Critias y, si bien en un principio tomaron algunas medidas severas, pero conducentes a una regeneración moral de la ciudad, acabaron en la rapiña y el asesinato de sus enemigos políticos. La historia los conoce, con razón, como los Treinta Tiranos, aunque los atenienses se limitaron a llamarlos «los Treinta». Uno de los grupos sociales más castigados por éstos fue el de los metecos, quienes ofrecían menos riesgos y mayores ventajas: no eran ciudadanos y su riqueza era tentadora en un momento en que las arcas del Estado se hallaban exhaustas, a lo que se añadía como excusa su tradicional apoyo a un régimen, como el democrático, que ofrecía más posibilidades a su espíritu emprendedor en lo económico. Entre los metecos fueron detenidos Lisias y su hermano Polemarco, los más ricos quizá, si bien Lisias logró huir por la venalidad de sus captores y una buena dosis de coraje por su parte. Polemarco fue detenido en la calle —por Eratóstenes, según Lisias— y, sin juicio ni posibilidad de defensa alguna, obligado a beber la cicuta que los propios Treinta habían introducido como medio de ejecución de sus víctimas.

Tales y tantos excesos hubieron de provocar forzosamente, en un grupo tan amplio en el que sin duda había hombres bienintencionados, primero la quiebra y, luego, un desgarramiento interno entre los radicales, capitaneados por Critias, y los moderados, encabezados por Terámenes. Ello condujo, en definitiva, al juicio, condena y ejecución de Terámenes, a quien defendió precisamente Eratóstenes, que pertenecía a su grupo. Mientras esto sucedía en el otoño del 404, Trasibulo está agrupando a un puñado de demócratas, despojados y exiliados por los Treinta, que en diciembre del mismo año toman por sorpresa el fortín de File, cercano a Atenas y en su frontera con Beocia, y allí se hacen fuertes. Como un improvisado ataque a File por parte de los Treinta resultara un completo fracaso y, por otra parte, su ineficacia en el terreno político Ies hiciera más difíciles las cosas en la propia Atenas, éstos resolvieron prepararse como último bastión la ciudad de Eleusis y la isla Salamina, por lo que las limpiaron cometiendo su postrera atrocidad con la muerte de más de trescientos ciudadanos. Pero su final se vislumbraba cercano y los demócratas, cuyo número se había ido incrementando, incluso con la aportación de mercenarios por parte de hombres como Lisias, bajaron al Pireo, del que se apoderaron, venciendo a los partidarios de los Treinta en la batalla de Muniquia, en la que murió el propio Critias. Con la muerte de éste, los supervivientes huyen a Eleusis al comienzo del 403, excepto Fidón y Eratóstenes, confiados sin duda en su anterior y reconocida moderación. En situación precaria, pero todavía intentando mantener la oligarquía, nombran un comité de 10 miembros en el que figura Fidón —pero no, que sepamos, Eratóstenes— y que, según las palabras de Lisias, gestiona los asuntos de la ciudad con más codicia y egoísmo que los propios Treinta. Pero por influencia del rey espartano Pausanías, que no pudo dejar de observar la superioridad de los demócratas y que, por otra parte, no era tan partidario como Lisandro de la humillación y desgarramiento interno de Atenas, se nombra otro comité de Diez para negociar la reconciliación. Al fin, en el verano del 403, se firman los Pactos del Pireo que incluyen una amnistía general de la que quedan excluidos los Treinta, los primeros Diez y los Once {que actuaron como verdugos durante la tiranía), si bien se les concede como gracia el poder rendir cuentas (eúthynas) ante la Asamblea de su gestión. Es aquí donde hay que situar, con toda probabilidad, el presente discurso. Los pactos permitían llevar ante los tribunales solamente a los autores materiales de los asesinatos, por lo que es improbable que éste sea un discurso de acusación en un proceso de homicidio*. En cambio, Eratóstenes, podía muy bien acogerse a los pactos y rendir cuentas en la esperanza de salir bien librado gracias a su antigua amistad con el moderado Terámenes y al apoyo de ciudadanos prominentes con el que, sin duda, contaba. Desde luego, el discurso pertenece ai año 403, quizá a su final, porque del § 80 se deduce que los oligarcas todavía se encontraban refugiados en Eleusis de donde fueron desalojados, y muertos en su mayoría o exiliados, un año más tarde. Para esta causa, pues, Lisias compuso, cuando los hechos estaban todavía frescos en la memoria de todos y conmovido por la pérdida de su hermano y de su propia fortuna, este discurso que es modélico por su composición y al que la técnica retórica, más visible que de ordinario, no le resta emotividad, aunque sí consigue mitigarla un tanto. Veamos su estructura. El exordio (§§ 1-3) se abre con la habitual hipérbole y la antítesis, que aparecía también en II, entre la gravedad del asunto y la escasez de sus propias fuerzas y del tiempo con que cuenta. Otro tópico que utiliza aquí es el de asociar a su causa a toda la ciudad, tratando de comprometer personalmente a los jueces, y a Eratóstenes, con los Treinta. De esta manera se crea ficticiamente una causa en la que el acusador es toda la ciudad y los acusados los Treinta por todos sus crímenes. De hecho, el discurso, en su conjunto, está hábilmente organizado en torno a esta ficción. Sin próthesis alguna, comienza directamente una narración (4-21) en la que, como es habitual en Lisias, la descripción de los hechos (su detención, la de su hermano y la muerte de éste) está entrelazada, no sin astucia, con juicios de valor y sucesos deducibles de la situación del momento, pero difícilmente demostrables: así se nos relatan, como si Lisias hubiera estado presente, las conversaciones entre los Treinta y las intenciones que tenían para con los metecos. De hecho, esta narración es ya una pieza que prepara la demostración al gusto del orador al describir el carácter, en este caso colectivo, de sus acusados; de la misma forma que la demostración, tiene largos tractos narrativos, por lo que ambas están, una vez más, íntimamente ligadas en este discurso. La demostración propiamente dicha (§§ 22-98) va precedida de una corta transición, que tiene la función de una próthesis (22-23) un poco retardada en la que se plantea la acusación concreta contra Eratóstenes. Y comienza, en forma poco habitual, con un interrogatorio dirigido al acusado, cuyas respuestas constituyen la base argumentativa de esta primera parte (25-35): en efecto, éste admite que detuvo a Polemarco, aunque lo hizo contra su voluntad cumpliendo las órdenes de los Treinta; y reconoce que lo hizo injustamente. A esto Lisias opondrá: a) que no es creíble que se lo ordenaran si de verdad se había opuesto a ello (27); b) que es inaceptable que los Treinta aleguen que cumplían las órdenes de los Treinta; c) que, aun aceptando que se lo ordenaran, pudo salvarlo, ya que lo encontró en la calle; d) que se podría perdonar a los que detenían a otros para salvar el pellejo —lo que no era su caso—; e) que no hay que dar crédito a sus palabras —ya que nadie estaba allí para confirmarlo—, sino a los hechos. Por todo ello, concluye esta sección con un argumento de los denominados «cornudos»; Eratóstenes tiene que demostrar o que no lo hizo (cosa que Lisias considera axiomática), o que lo hizo con justicia (pero acaba de admitir que era injusto). Con este último argumento parece suficientemente probada la culpabilidad de Eratóstenes, pero Lisias, temiendo la benevolencia de los jueces, o la influencia de los amigos del acusado, se vuelve a los jueces, a modo de breve transición (§§ 35-36), para recordarles que este juicio va a ser paradigmático tanto para los ciudadanos como, para los extranjeros presentes; y en una pirueta retórica compara antitéticamente a los Treinta, que colaboraron en la derrota de Egospótamos, con los generales de las Arginusas, condenados a muerte pese a su victoria. Esta antítesis sirve de Transición a otra parte de la argumentación que la retórica antigua conoce como «pruebas basadas en los hechos», por lo que se retorna al estilo narrativo. Aquí (37-61) se va a relatar la vida de Eratóstenes —siempre enjuiciada subjetivamente y mezclando indiscriminadamente a Eratóstenes con los demás—: su participación en la oligarquía del 411; su pertenencia al grupo de los cinco éforos —núcleo de los futuros Treinta—; la matanza de Eleusis; las disensiones entre ellos durante la época de los primeros Diez —pero no se dice que Eratóstenes perteneciera a éstos—. La tercera parte de la demostración (§§ 62-78), de carácter tópico también, tratará de destruir de antemano las alegaciones que presumiblemente va a hacer Eratóstenes en su defensa. Pero Lisias se va a centrar solamente en una, a sabiendas de la fuerza que puede tener para con los jueces: su amistad con Terámenes. De ahí que también esta parte sea narrativa y constituya una auténtica demolición de esta figura histórica a la que presenta como un arribista ambicioso y amoral, cuya actividad se orienta exclusivamente a su propio interés. De nuevo la última parte va a ser una apelación continua a los jueces (§§ 79-99) en la que ya desaparece por completo el motivo real del proceso (la muerte de Polemarco) y plantea la causa, abiertamente y sin ambages, como una ocasión para vengarse de los Treinta en la persona de Eratóstenes: suscita la ira de los jueces poniendo de relieve la rendición de cuentas como un acto de desprecio hacia ellos y una exhibición de su influencia; recordándoles de nuevo las consecuencias de su voto ante toda la ciudad y reavivando, inoportuna u oportunísticamente, las cenizas del enfrentamiento entre el grupo del Píreo y el de la ciudad. El epílogo (§§ 99-100), ya célebre en la Antigüedad como vimos por la cita de Aristóteles en su Retórica, sobre todo por su impresionante final asindético, contiene también un páthos, no muy habitual en Lisias, al oponer el voto de los jueces frente al juicio de los muertos y de los dioses, cuyos templos fueron destruidos y profanados.

No sabemos cuál pudo ser el resultado de este proceso, pero la mayoría de ios críticos se inclinan por pensar que Eratóstenes fue absuelto: el pueblo de Atenas, después de todo, tenía razones para considerar a Terámenes y a sus partidarios como un elemento moderador en la aciaga, y reciente, época de los Treinta; y la tinta de los Pactos estaba todavía lo suficientemente fresca como para no avivar los enfrentamientos que tanto dolor les habían causado…

Discursos de Lisias