Discurso "La República como estado laico" (sobre el artículo 26 de la Constitución de 1931) pronunciado el 13 de Octubre de 1931
Discurso "España ha dejado de ser católica" pronunciado el 14 de octubre de 1931
«Señores, Diputados: Se me permitirá que diga unas cuantas palabras acerca de esta cuestión que hoy nos apasiona, con el propósito, dentro de la brevedad de que o sea capaz, de buscar para las conclusiones del debate lo más eficaz y lo más útil. De todas maneras, creo que yo no habría podido excusarme de tomar parte en esta discusión, aunque no hubiese sido más que para desvanecer un equívoco lamentable que se desenvuelve en torno de la enmienda formulada por el Sr. Ramos, y que algunos grupos políticos de las Cortes acogieran. Esta enmienda, merced a la perdigonada que le disparó el Sr. Ministro de Justicia en su discurso de la otra tarde, lleva, desde antes de ser puesta a discusión, un plomo en el ala, y ahora, habiendo modificado la Comisión su dictamen, la enmienda del Sr. Ramos ha perdido cierta congruencia con el texto que está sometido a deliberación. No me referiré, pues, al fondo de ella por no faltar a las reglas de la oportunidad,; pero, de todos modos, para llegar a esta indicación, a esta salvedad y a esta eliminación del equívoco, me interesa profundamente examinar los dos textos que se contraponen ante la deliberación de las Cortes: el de la Comisión y el voto particular, buscando más allá del texto legislativo y de su hechura jurídica la profundidad del problema político que dentro de ellos se encierra.
A mí me parece, Sres. Diputados, que nunca nos entenderíamos en esta cuestión si nos empeñásemos en tratarla rigurosamente por su hechura jurídica, si nos empeñásemos en tratarla rigurosamente por su hechura jurídica, si nos empeñásemos en construir un molde legal sin conocer bien a fondo lo que vamos a meter dentro y si perdiésemos el tiempo en discutir las perfecciones o las imperfecciones de molde legal sin estar antes bien seguros de que dentro de él caben todas las realidades políticas españolas que pretendemos someter a su norma.
Realidades vitales de España
Realidades vitales de España; esto es lo que debemos llevar siempre ante los ojos; realidades vitales, que son antes que la ciencia, que la legislación y que el gobierno, y que la ciencia, la legislación y gobierno acometen y tratan para fines diversos y por métodos enteramente distintos. La vida inventa y crea; la ciencia procede por abstracciones, que tienen una aspiración, la del valor universal; pero la legislación es, por lo menos, nacional y temporal, y el gobierno -quiero decir el arte de gobernar- es cotidiano. Nosotros debemos proceder como legisladores y como gobernantes, y hallar la norma legislativa y el método de gobierno que nos permitan resolver las antinomias existentes en la realidad española de hoy; después vendrá la ciencia y nos dirá cómo se llama lo que hemos hecho.
Con la realidad española, que es materia de legislación, ocurre algo semejante a lo que pasa con el lenguaje; el idioma es antes que la gramática y la filología, y los españoles nunca nos hemos quedado mudos a lo largo de nuestra historia, esperando a que vengan a decirnos cuál sea el modo correcto de hablar o cuál es nuestro genio idiomático. Tal sucede con la legislación, en la cual se va plasmando, incorporando, una rica pulpa vital que de continuo se renueva. Pero la legislación, señores diputados, no se hace sólo a impulso de la necesidad y de la voluntad; no es tampoco una obra espontánea; las leyes se hacen teniendo también en presencia y con respeto de principios generales admitidos por la ciencia o consagrados por la tradición jurídica, que en sus más altas concepciones se remonta a lo filosófico y lo metafísico.
Ahora bien: puede suceder, de hecho sucede, ahora mismo está sucediendo, y eso es lo que nos apasiona, que principios tenidos por invulnerables, inspiraciones vigentes durante siglos, a lo mejor se esquilman, se marchitan, se quedan vacíos, se angostan, hasta el punto de que la realidad viviente los hace estallar y los destruye. Entonces hay que tener el valor de reconocerlo así, y sin aguardar a que la ciencia o la tradición se recobren del sobresalto y el estupor y fabriquen principios nuevos, hay que acudir urgentemente al remedio, a la necesidad y poner a prueba nuestra capacidad de inventar, sin preocuparnos demasiado, porque al inventar un poco, les demos una ligera torsión a los principios admitidos como inconcusos. De no ser así, Sres. Diputados, sucedería que el espíritu jurídico, el respeto al derecho y otras entidades y especies inestimables, lejos de servirnos para articular breve y claramente la nueva ley, serían el mayor obstáculo para su reforma y progreso, y en vez de ser garantía de estabilidad en la continuación serían el baluarte irreductible de la obstrucción y del retroceso. Por esta causa, Sres. Diputados, en los pueblos donde se corta el paso a las reformas regulares de la legislación, donde se cierra el camino a la reforma gradual de la ley, donde se desoyen hasta las voces desinteresadas de la gente que cultiva la ciencia social y la ciencia del Derecho, se produce fatalmente, si el pueblo no está muerto, una revolución, que no es ilegal, sino por esencia antilegal, porque viene cabalmente a destruir las leyes que no se ajustan al nuevo estado de la conciencia jurídica. Esta revolución, si es somera, si no pasa de la categoría motinesca, chocará únicamente con las leyes de policía o tal o cual ley orgánica del Estado; pero si la elaboración ha sido profunda, tenaz, duradera y penetrante, entonces se necesita una transformación radical del Estado, en la misma proporción en que se haya producido el desacuerdo entre la ley y el estado de la conciencia pública. Y yo estimo, Sres. Diputados, que la revolución española cuyas leyes estamos haciendo es de este último orden. La revolución política, es decir, la expulsión de la dinastía y la restauración de las libertades públicas, ha resuelto un problema específico de importancia capital, ¡quien lo duda!, pero no ha hecho más que plantear y enunciar aquellos otros problemas que han de transformar el Estado y la sociedad españoles hasta la raíz. Estos problemas, a mi corto entender, son principalmente tres: el problema de las autonomías locales, el problema social en su forma más urgente y aguda, que es la reforma de la propiedad, y este que llaman problema religioso, y que es en rigor la implantación del laicismo del Estado con todas sus inevitables y rigurosas consecuencias. Ninguno de estos problemas los ha inventado la República. La República ha rasgado los telones de la antigua España oficial monárquica, que fingía una vida inexistente y ocultaba la verdadera; detrás de aquellos telones se ha fraguado la transformación de la sociedad española, que hoy, gracias a las libertades republicanas, se manifiesta, para sorpresa de algunos y disgustos de no pocos, en la contextura de estas Cortes, en el mandato que creen traer y en los temas que a todos nos apasionan.
España ha dejado de ser católica
Cada una de estas cuestiones, Sres. Diputados, tiene una premisa inexcusable, imborrable en la conciencia pública, y al venir aquí, al tomar hechura y contextura parlamentaria, es cuando surge el problema político. Yo no me refiero a las dos primeras, me refiero a esto que llaman problema religioso. La premisa de este problema, hoy político, la formulo yo de esta manera: España ha dejado de ser católica; el problema político consiguiente es organizar el Estado en forma tal que quede adecuado a esta fase nueva e histórica el pueblo español.
Yo no puedo admitir, Sres. Diputados, que a esto se le llame problema religioso. El auténtico problema religioso no puede exceder de los límites de la conciencia personal, porque es en la conciencia personal donde se formula y se responde la pregunta sobre el misterio de nuestro destino. Este es un problema político, de constitución del Estado, y es ahora precisamente cuando este problema pierde hasta las semejas de religión, de religiosidad, porque nuestro Estado, a diferencia del Estado antiguo, que tomaba sobre sí la curatela de las conciencias y daba medios de impulsar a las almas, incluso contra su voluntad, por el camino de su salvación, excluye toda preocupación ultraterrena y todo cuidado de la fidelidad, y quita a la Iglesia aquel famoso brazo secular que tantos y tan grandes servicios le prestó. Se trata simplemente de organizar el Estado español con sujeción a las premisas que acabo de establecer.
Para afirmar que España ha dejado de ser católica tenemos las mismas razones, quiero decir de la misma índole, que para afirmar que España era católica en los siglos XVI y XVII. Sería una disputa vana ponernos a examinar ahora qué debe España al catolicismo, que suele ser el tema favorito de los historiadores apologistas; yo creo más bien que es el catolicismo quien debe a España, porque una religión no vive en los textos escritos de los Concilios o en los infolios de sus teólogos, sino en el espíritu y en las obras de los pueblos que la abrazan, y el genio español se derramó por los ámbitos morales del catolicismo, como su genio político su derramó por el mundo en las empresas que todos conocemos. (Muy bien.)
España, creadora de un catolicismo español
España, en el momento del auge de su genio, cuando España era un pueblo creador e inventor, creó un catolicismo a su imagen y semejanza, en el cual, sobre todo, resplandecen los rasgos de su carácter, bien distinto, por cierto, del catolicismo de otros países, del de otras grandes potencias católicas; bien distinto, por ejemplo, del catolicismo francés; y entonces hubo un catolicismo español, por las mismas razones de índole psicológica que crearon una novela y una pintura y un teatro y una moral españoles, en los cuales también se palpa la impregnación de la fe religiosa. Y de tal manera es esto cierto, que ahí está todavía casualmente la Compañía de Jesús creación española, obra de un gran ejemplar de la raza, y que demuestra hasta qué punto el genio del pueblo español ha influido en la orientación del gobierno histórico y político de la Iglesia de Roma. Pero ahora, Sres. Diputados, la situación es exactamente la inversa. Durante muchos siglos, la actividad especulativa del pensamiento europeo se hizo dentro del Cristianismo, el cual tomó para sí el pensamiento del mundo antiguo y lo adaptó con más o menos fidelidad y congruencia a la fe cristiana; pero también desde hace siglos el pensamiento y la actividad especulativa de Europa han dejado, por lo menos, de ser católicos; todo el movimiento superior de la civilización se hace en contra suya y, en España, a pesar de nuestra menguada actividad mental, desde el siglo pasado el catolicismo ha dejado de ser la expresión y el guía del pensamiento español. Que haya en España millones de creyentes, yo no os lo discuto; pero lo que da el ser religioso de un país, de un pueblo y de una sociedad no es la suma numérica de creencias o de creyentes, sino el esfuerzo creador de su mente, el rumbo que sigue su cultura. (Muy bien.)
Por consiguiente, tengo los mismos motivos para decir que España ha dejado de ser católica que para decir lo contrario de la España antigua. España era católica en el siglo XVI, a pesar de que aquí había muchos y muy importantes disidentes, algunos de los cuales son gloria y esplendor de la literatura castellana, y España ha dejado de ser católica, a pesar de que existan ahora muchos millones de españoles católicos, creyentes. ¿Y podía, el Estado español, podía algún Estado del mundo estar en su organización y en el pensamiento desunido, divorciado, de espaldas, enemigo del sentido general de la civilización, de la situación de su pueblo en el momento actual? No, Sres. Diputados. En este orden de ideas, el Estado se conquista por las alturas, sobre todo si admitimos, como indicaba hace pocos días mi excelente amigo el Sr. Zulueta en su interesante discurso, si admitimos -digo- que lo característico del Estado es la cultura. Los cristianos se apoderaron del Estado imperial romano cuando, desfallecido el espíritu original del mundo antiguo, el Estado romano no tenía otro alimento espiritual que el de la fe cristiana y las disputas de sus filósofos y de sus teólogos. Y eso se hizo sin esperar a que los millones de paganos, que tardaron siglos en convertirse, abrazaran la nueva fe. Cristiano era el Imperio romano, y el modesto labrador hispanoromano de mi tierra todavía sacrificaba a los dioses latinos en los mismos lugares en que ahora se alzan las ermitas de las Vírgenes y de los Cristos. Esto quiere decir que los sedimentos se sobreponen por el aluvión de la Historia, y que un sedimento tarda en desaparecer y soterrarse cuando ya en las alturas se ha evaporado el espíritu religioso que lo lanzó.
La transformación del Estado español
Estas son, Sres. Diputados, las razones que tenemos, por lo menos, modestamente, las que tengo yo, para exigir como un derecho y para colaborar a la exigencia histórica de transformar el Estado español, de acuerdo con esta modalidad mueva del espíritu nacional. Y esto lo haremos con franqueza, con lealtad, sin declaración de guerra; antes al contrario, como una oferta, como una proposición de reajuste de la paz. De lo que yo me guardaré muy bien es de considerar si esto le conviene más a la Iglesia que el régimen anterior. ¿Le conviene? ¿No le conviene? Yo lo ignoro; además, no me interesa; a mí lo que me interesa es el Estado soberano y legislador. También me guardaré de dar consejos a nadie sobre su conducta futura, y , sobre todo, personalmente, me guardaré del ridículo de decir que esta actitud nuestra está más conforme con el verdadero espíritu del Evangelio. El uso más desatinado que se puede hacer del Evangelio es aducirlo como texto de argumentos políticos, y la deformación más monstruosa de la figura de Jesús es presentarlo como un propagandista demócrata o como lector de Michelet o de Castelar, o quién sabe si como un precursor de la ley Agraria. No. La experiencia cristiana, Sres. Diputados, es una cosa terrible, y sólo se puede tratar en serio; el que no la conozca que deje el Evangelio en su alacena que no lo lea; pero Renán lo ha dicho: «Los que salen del santuario son más certeros en sus golpes que los que nunca han entrado en él.»
Y yo pregunto, Sres. Diputados, sobre todo a los grupos republicano y socialista, más en comunión de ideas con nosotros: esto que yo digo, estas palabras mías, ¿os suenan a falso? Esta posición mía, la de mi partido, ¿es peligrosa para la República? ¿Creéis vosotros que una política inspirada en lo que acabo de decir, en este concepto del Estado español y de la Historia española, conduciría a la República a alguna angostura donde pudiese ser degollada impunemente por sus enemigos? No lo creéis. Pues yo, con esa garantía, paso ahora a confrontar los textos en discusión.
La enmienda del Sr. Ramos
Nosotros dijimos: separación de Iglesia y del Estado. Es una verdad inconcusa; la inmensa mayoría de las Cortes no la ponen siquiera en discusión. Ahora bien, ¿qué separación? ¿Es que nosotros vamos a dar un tajo en las relaciones del Estado con la iglesia, vamos a quedarnos del lado de acá del tajo y vamos a ignorar l que pasa en el lado de allá? ¿es que nosotros vamos a desconocer que en España existe la Iglesia católica con sus fieles, con sus jerarcas y con la potestad suprema en el extranjero? En España hay una Iglesia protestante, o varias, no sé, con sus obispos y sus fieles, y el Estado ignora absolutamente la iglesia protestante española. ¿Vosotros concebís que para el Estado la situación de la Iglesia católica española pueda ser mañana lo que es hoy la de la Iglesia protestante? A remediar este vacía vino, con toda su buena voluntad y toda la agudeza de su saber, la enmienda del Sr. Ramos, que momentáneamente fue aceptada por unos cuantos grupos del Parlamento. El propósito de esta enmienda era justamente, como acaba de indicar el Sr. Presidente de la Comisión, sujetar la Iglesia al Estado. Pero esta enmienda ha, por lo visto, perecido, Mi eminente amigo Sr. De los Ríos no debe ignorar que en una Cámara como ésta, tan numerosa, en una cuestión tan de estricto derecho como es esta materia de la Corporación d Derecho público, la mayoría de las opiniones -y no hay ofensa, porque me incluyo entre ellas-, la mayoría de las opiniones tiene que decidirse por el argumento de autoridad, y habiéndose pronunciado en contra una tan grande como la del Ministro de Justicia, esta pobre idea de la Corporación de Derecho público ha caído en el ostracismo. Yo lamento que la Cámara, tan numerosa oyendo al Sr. Ministro, no oyese la contestación, bien aguda, del Sr. Ramos; pero esto ya es inevitable.
Objeciones al discurso de D. Fernando de los Ríos
¿Qué nos queda, pues? En el discurso del Sr. Ministro de Justicia, al llegar a esta cuestión, yo eché de menos algo que me sustituyese a esa garantía jurídica de la situación de la Iglesia en España. Yo no sé si lo recuerdo bien; pero en esta parte del discurso del Sr. De los Ríos notaba yo una vaguedad, una indecisión, casi un vacío sobre el porvenir; y esa vaguedad, ese vacío, esa indecisión me llenaba a mí de temor y de recelo, porque ese vacío lo veo llenarse inmediatamente con el Concordato. No es que su señoría quiera el Concordato; no lo queremos ninguno; pero ese vacío, ese tajo dado a una situación, cuando más allá no queda nada, pone a un Gobierno republicano, a éste, a cualquiera, al que nos suceda, en la necesidad absoluta de tratar con la iglesia de Roma, y ¿en qué condiciones? En condiciones de inferioridad: la inferioridad que produce la necesidad política y pública. (Muy bien.) Y contra esto, señores, nosotros no podemos menos de oponernos, y buscamos una solución que, sobre el principio de la separación, deje al Estado republicano, al Estado laico, al Estado legislador, unilateral, los medios de no desconocer ni la acción, ni los propósitos, ni el gobierno, ni la política de la Iglesia de roma; eso para mí es fundamental.
Presupuestos y bienes
Otros aspectos de la cuestión son menos importantes. El presupuesto del clero se suprime, evidente; y las modalidades de la supresión, francamente os digo que no me interesan, ni al propio Sr. Ministro de Justicia le puede parecer mejor ni peor una fórmula u otra. Creo habérselo oído, creo que lo ha dicho públicamente: que sea sucesivamente, que sea en cuatro años amortizando el 25 por 100 del presupuesto en cada uno, esto no tiene ningún valor sustancial; no vale la pena de insistir.
La cuestión de los bienes es más importante; yo en esto tengo una opinión, que me voy a permitir no adjetivar, porque quizá el adjetivo fuese poco parlamentario, adjetivo que recaería sobre mí propio. Se discute aquí el valor de orden moral y jurídico que pueden representar las sumas que el Estado abona a la Iglesia, trayendo la cuestión de la época desamortizadora; si los bienes valen más o menos (un Sr. Diputado recordaba que la Universidad de Alcalá se vendió en 14.000 pesetas, y no fueron sumas recibidas a lo largo del siglo equivalen o no al montante total de los valores desamortizados y se hacen cuentas como si se liquidara una Sociedad en suspensión de pagos o en quiebra. Yo no estoy conforme con eso, lo dijese o no Mendizábal y sus colaboradores. Lo que la desamortización representa es una revolución social, y la burguesía ascendente al Poder con el régimen parlamentario, dueña del instrumento legislativo, creó una clase social adicta al régimen, que fue ella misma y sus adlátares, pero como eso no es un contrato jurídico ni un despojo, nada de eso, sino toda la obra inmensa, fuera de las normas legales, incapaz de compensación, de una revolución de orden social, la burguesía parlamentaria, harto débil, creó entonces los instrumentos y los apoyos necesarios para al Estado liberal naciente una cosa que tienen que hacer todos los Estados cuando se reforman con esa profundidad, no hay que olvidarlo.
Ahora se nos dice: Es que la Iglesia tiene derecho a reivindicar esos bienes. Yo creo que no, pero la verdad es, Sres. Diputados, que la iglesia los ha reivindicado ya. Durante treinta y tantos años en España no hubo Ordenes religiosas, cosa importante, porque, a mi entender, aquellos años de inexistencia de enseñanza congregacionista prepararon la posibilidad de la revolución del 8 y de la del 73. Pero han vuelto los frailes, han vuelto los Ordenes religiosas, se han encontrado con sus antiguos bienes en manos de otros poseedores, y la táctica ha sido bien clara: en vez de precipitarse sobre los bienes se han precipitado sobre las conciencias de los dueños, y haciéndose dueños de las conciencias tienen los bienes y a sus poseedores. (Muy bien.)
Este es el secreto, aun dicho en esta forma pintoresca, de la evolución de la clase media española en el siglo pasado; que habiendo comenzado una revolución liberal y parlamentaria, con sus pujos de radicalismo y de anticlericalismo, la misma clase social, quizá los nietos de aquellos colaboradores de Mendizábal y de los desamortizadores del año 36, esos mismos, después de esa operación que acabo de describir, son los que han traído a España la tiranía, la dictadura y el despotismo, y en toda esta evolución está comprendida la historia política de nuestro país en el siglo pasado.
El problema de las Ordenes religiosas
En realidad, la cuestión apasionante, por el dramatismo interior que encierra, es la de las Ordenes religiosas; dramatismo natural porque se habla de la Iglesia, se habla del presupuesto del clero, se habla de roma; son entidades muy lejanas que no tomas para nosotros forma ni visibilidad humana; pero los frailes, las Ordenes religiosas, sí.
En este asunto. Sres. Diputados, hay un drama muy grande, apasionante, insoluble. Nosotros tenemos, de una parte, la obligación de respetar la libertad de conciencia, naturalmente, sin exceptuar la libertad de la conciencia cristiana; pero tenemos también, de otra parte, el deber de poner a salvo la República y el Estado. Estos dos principios chocan, y de ahí el drama que, como todos los verdaderos y grandes dramas, no tiene solución. ¿Qué haremos, pues? ¿Vamos a seguir (claro que no, es un supuesto absurdo), vamos a seguir el sistema antiguo, que consistía en suprimir uno de los términos del problema, el de la seguridad e independencia del Estado, y dejar la calle abierta a la muchedumbre de Ordenes religiosas para que invada la sociedad española? No. Pero yo pregunto: reacción explicable y natural, el otro término del problema y borrar todas las obligaciones que tenemos con esta libertad de conciencia? Respondo resueltamente que no. (Muy bien, muy bien.) Lo que hay que hacer -y es una cosa difícil, pero las cosas difíciles son las que nos deben estimular-; lo que hay que hacer es tomar un término superior a los dos principios en contienda, que para nosotros, laicos, servidores del Estado y políticos gobernantes del Estado republicano, no puede ser más que el principio de la salud del Estado. (Muy bien.)
La salud del Estado, a mi modo de ver, es una cosa hipotética, un supuesto, como el de la salud personal; la salud del Estado, como la de las personas, consiste en disponer de la robustez suficiente para poder conllevar los achaques, las miserias inherentes a nuestra naturaleza. En tal Estado existen corrupciones, desmanes, desvíos de la buena administración y de la buena justicia: torpezas de gobierno que, por ser el Estado poderoso, denso y arraigado, no se notan, y que trasladadas a otro Estado más nuevo, más débil, menos arraigado, acabarían con él instantáneamente. Por consiguiente, se trata de adaptar el régimen de salud del Estado a lo que es el Estado español actualmente.
Criterio para resolver esta cuestión. A mi modesto juicio es el siguiente: tratar dsigualmente a los desiguales; frente a las Ordenes religiosas no podemos oponer un principio eterno de justicia, sino un principio de utilidad social y de defensa de la República, Esto no tiene un rigor matemático ni puede tenerlo; pero todas las cuestiones de gobierno afortunadamente, no están encajadas en este rigor, sino que depende de la presteza del entendimiento y de la ligereza de la mano para administrar la realidad actual. (Muy bien, muy bien.) Tratar desigualmente a los desiguales, porque no teniendo nosotros un principio eterno de justicia irrevocable que oponer a las Ordenes religiosas, tenemos que detenernos en la campaña de reforma de la organización religiosa española allí donde nuestra intervención quirúrgica fuese dañosa o peligrosa. Pensad, señores Diputados, que vamos a realizar una operación quirúrgica sobre un enfermo que no está anestesiado y que en los debates propios de su dolor puede complicar la operación y hacerla mortal, no sé para quien, pero mortal para alguien. (Muy bien, muy bien.)
Y como no tenemos frente a las ordenes religiosas ese principio eterno de justicia, detrás del cual debiéramos ir como hipnotizados, sin rectificar nunca nuestra línea de conducta, y como todo queda encomendado a la prudencia, a la habilidad del gobernante, yo digo: las Ordenes religiosas tenemos que proscribirlas en razón de su temerosidad para la República ¿El rigor de la ley debe ser proporcionado a la temerosidad (digámoslo así, yo no sé siquiera si éste es un vocablo castellano) de cada una de estas Ordenes, una por una? No; no es menester. Por eso me parece bien la redacción de este dictamen; aquí se empieza por hablar de una Orden que no se nombra. «Disolución de aquellas Ordenes en las que, además de los tres votos canónicos, se preste otro especial de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado.» Estos son los jesuitas. (Risas.)
Disolución de las Ordenes
Pero yo añado a esto una observación, que, lo confieso, no se me ha ocurrido a mí; me la acaba de sugerir un eminente compañero. Aquí se dice: «Las Ordenes religiosas se sujetarán a una ley especial ajustada a las siguientes bases.» Es decir, que la disolución definitiva, irrevocable, contenida en este primer párrafo, queda pendiente de lo que haga una ley especial mañana; y a mí esto no me parece bien; creo que esta disolución debe quedar decretada en la Constitución (Muy bien.), no sólo porque es leal, franco y noble decirlo, puesto que pensamos hacerlo, sino porque, si no lo hacemos, es posible que no lo podamos hacer mañana; porque si nosotros dejamos en la Constitución el encargo al legislador de mañana, que incluso podréis ser vosotros mismos, de hacer una ley con arreglo a estas normas, fijaos bien lo que significa dejar pendiente esta espada sobre una institución tan poderosa, que trabajará todo lo posible para que estas Cortes no puedan legislar más. Por consiguiente, yo estimo que en la redacción actual del dictamen debiera introducirse una modificación, según la cual este primer párrafo no fuese suspensivo, pensando en una ley futura, sino desde ahora terminante y ejecutivo.
Respecto a las otras Ordenes, yo encuentro en esta redacción del dictamen una amplitud que pensándolo bien, no puede ser mayor; porque dice: «Disolución de las que en su actividad constituyan un peligro para la seguridad del Estado.» ¿Y quiénes son éstas? Todas o ninguna; según quieran las Cortes. De manera que este párrafo deja a la soberanía de las Cortes la existencia o la destrucción de todas las Ordenes religiosas que ellas estimen peligrosas para el Estado.
Ahora bien; en razón de ese principio de prudencia gubernamental, de estilo de gobernar, yo me digo: ¿es que para mí son lo mismo las monjas que están en Cebreros, o las bernardas de Talavera, o las clarisas de Sevilla, entretenidas en bordar acericos y en hacer dulces para los amigos, que los jesuitas? ¿Es que yo voy a caer en el ridículo de enviar los agentes de la República a que clausuren los conventos de estas pobres mujeres, para que en torno de ellas se forme una leyenda de falso martirio, y que la República gaste su prestigio en una empresa repugnante, que estaría mejor empleado en una operación de mayor fuste? Yo no puedo aconsejar eso a nadie.
Donde un Gobierno con autoridad y una Cámara con autoridad me diga que una Orden religiosa es peligrosa para la República, yo lo acepto y lo firmo sin vacilar; pero guardémonos de extremar la situación aparentando una persecución que no está en nuestro ánimo ni en nuestras leyes para acreditar una leyenda que no puede por menos de perjudicarnos.
Dos salvedades
Tengo que hacer aquí dos salvedades muy importantes: una suspensiva y otra irrevocable y terminante. Sé que voy a disgustar a los liberales. La primera se refiere a la acción benéfica de las Ordenes religiosas. El señor Ministro de Justicia -y él me perdonará si tantas veces insisto en aludirle; pero la importancia de su discurso es tal, que no hay más remedio que referirse a él-, el señor Ministro de Justicia trazó aquí en el aire una figura aérea de la hermana de la Caridad, a la que él prestó, indudablemente, las fuentes de su propio corazón. Yo no quiero hacer aquí el antropófogo y, por lo tanto, me abstengo de refutar a fondo esta opinión del Sr. De los ríos; pero apele S.S. a los que tienen experiencia de estas cosas, a los médicos que dirigen hospitales, a las gentes que visitan las Casas de Beneficencia, y aun a los propios pobres enfermos y asilados en estos hospitales y establecimientos, y sabrá que debajo de la aspiración caritativa, que doctrinalmente es irreprochable y admirable, hay, sobre todo, un vehículo de proselitismo que nosotros no podemos tolerar. (Muy bien.) Pues qué, ¿no sabemos todos que al pobre enfermo hospitalizado se le hace objeto de trato preferente según cumple o no los preceptos de la religión católica? ¿Y esto quién lo hace, sino esta figura ideal, propia para una tarjeta postal, pero que en la realidad se da pocas veces?
La otra salvedad terminante, que va a disgustar a los liberales, es ésta: en ningún momento, bajo ninguna condición, en ningún tiempo, ni mi partido ni yo en su nombre, suscribiremos una cláusula legislativa en virtud de la cual siga entregado a las Ordenes religiosas el servicio de la enseñanza. Eso, jamás. Yo lo siento mucho; pero ésta es la verdadera defensa de la República. La agitación más o menos clandestina de la Compañía de Jesús o de ésta o de la de más allá, podrá ser cierta, podrá ser grave, podrá ser en ocasiones risible, pero esta acción continua de las Ordenes religiosas sobre las conciencias juveniles es cabalmente el secreto de la situación política por que España transcurre y que está en nuestra obligación de republicanos, y no de republicanos, de españoles, impedir a todo trance. (Muy bien.) A mí queno me vengan a decir que esto es contrario a la libertad, porque esto es una cuestión de salud pública. ¿Permitiríais vosotros, los que, a nombre de liberales, os oponéis a esta doctrina, permitiríais vosotros que un catedrático en la Universidad explicase la Astronomía de Aristóteles y que dijese que el cielo se compone de varias esferas a las cuales están atornilladas las estrellas? ¿Permitiríais que se propagase en la cátedra de la Universidad española la Medicina del siglo XVI? No lo permitiríais; a pesar del derecho de enseñanza del catedrático y de su libertad de conciencia, no se permitiría. Pues yo digo que en el orden de las ciencias morales y políticas, la obligación de las Ordenes religiosas católicas, en virtud de su dogma, es enseñar todo lo que es contrario a los principios en que se funda el Estado moderno. Quien no tenga la experiencia de estas cosas no puede hablar, y yo, que he comprobado en tantos y tantos compañeros de mi juventud que se encontraban en la robustez de su vida ante la tragedia de que se le derrumbaban los principios básicos de su cultura intelectual y moral, os he de decir que ése es un drama que yo con mi voto no consentiré que se reproduzca jamás. (Grandes aplausos.)
Si resulta, señores Diputados, que de esta redacción del dictamen las Cortes pueden acordar la disolución de todas las Ordenes religiosas que estime perjudiciales para el Estado, es sobre la conciencia y la responsabilidad de las propias Cortes sobre quien recae la mayor o menor extensión de esto que llamamos el peligro monástico. Sois vosotros los jueces, no el Gobierno ni éste ni otro. Y yo estimo que si unas instituciones, si queda alguna, si las Cortes acuerdan que queda alguna a quienes se les prohíbe adquirir y conservar bienes inmuebles, si no es aquel en que habitan, a quienes se les prohibe ejercer la industria y el comercio, a quienes se les ha de prohibir la enseñanza, a quienes se les ha de limitar la acción benéfica, hasta que puedan ser sustituidas por otros organismos del Estado, y a quienes se los obliga a dar anualmente cuenta al Estado de la inversión de sus bienes, si son todavía peligrosos para la República, será preciso reconocer que ni la República no nosotros valemos gran cosa. (Risas:)
Planteamiento del problema político
Y ahora, señores Diputados, llegamos a la última parte de la cuestión. Ya he expuesto la posición histórica y política tal como yo la veo; he penetrado en el problema político tal como yo me lo describo y llegamos a la situación parlamentaria. Si yo perteneciese a un partido que tuviera en esta Cámara la mitad más uno de los diputados, la mitad más uno de los votos, en ningún momento, ni ahora ni desde que se discute la Constitución, habría vacilado en echar sobre la votación el peso de mi partido para sacar una Constitución hecha a su imagen y semejanza, porque a esto me autorizaría el sufragio y el rigor del sistema de mayorías. Pero con una condición: que al día siguiente de aprobarse la Constitución, con los votos de este partido hipotético, este mismo partido ocuparía el Poder. (Muy bien.- Aplausos.) Ese partido ocuparía el Poder para tomar sobre sí la responsabilidad y la gloria de aplicar, desde el Gobierno, lo que había tenido el lucimiento de votar en las Cortes.
Por desgracia, no existe este partido hipotético con que yo sueño, ni ningún otro que esté en condiciones de ejercer aquí la ley rigurosa de las mayorías. Por tanto, señores Diputados, debiendo ser la Constitución, no obra de mi capricho personal, ni del de sus señorías, ni de un grupo, tampoco de una transacción en que se abandonen los principios de cada cual, sino de un texto legislativo que permita gobernar a todos los partidos que sostienen la República…, yo sostengo, señores Diputados, que el peso de cada cual en el voto de la Constitución debe ser correlativo a la responsabilidad en el Gobierno de mañana. Yo planteo la cuestión con toda claridad: aquí está el voto particular que sostienen nuestros amigos los socialistas; y yo digo francamente: si el partido socialista va a a sumir mañana el Poder y me dice que necesita ese texto para gobernar, yo se lo voto (Muy bien, muy bien. Aplausos.) Porque, señores Diputados, no es mi partido el que haya de negar ni ahora ni nunca al partido socialista las condiciones que crea necesarias para gobernar la República. Pero si esto no es así (yo no entiendo de estas cosas; estoy discutiendo en hipótesis), veamos la manera de que el texto constitucional, sin impediros a vosotros gobernar, no se lo impida a los demás que tienen derecho a gobernar la República española, puesto que la han traído, la gobiernan, la administran y la defienden. (Muy bien.)
Este es mi punto de vista, señores Diputados: mejor dicho, este es el punto de vista de Acción Republicana, que no tiene por qué disimular ni su laicismo ni su radicalismo constructor ni el concepto moderno que tiene de la vida española, en la cual de nada reniega, pero que está resuelta a contribuir a su renovación desde la raíz hasta la fronda, y que además supone para todos los republicanos de izquierda una base de inteligencia y colaboración, no para hoy, porque hoy se acaba pronto, sino para mañana, para el mañana de la República, que todos queremos que sea tranquilo, fecundo y glorioso para los que la administren y defiendan. (Grandes y prolongados aplausos.)».
Discurso sobre el Estatuto de Cataluña pronunciado en la sesión de las Cortes de 27 de mayo de 1932
“Señores diputados:
No necesita justificarse, ni menos disculpa, la intervención del presidente del Consejo de Ministros al remate de la discusión sobre la totalidad del proyecto de Estatuto de Cataluña, para trazar las líneas generales y determinar la política del Gobierno en este problema, y fijar, al mismo tiempo, la posición del Gobierno en la contienda parlamentaria.
No dejaré de congratularme del giro que ha llevado la discusión y de los términos en que la han sostenido sus mantenedores, destruyendo con esto el miedo, no sé si a la esperanza, de quienes presagiaban en las Cortes un espectáculo incivil, como si las Cortes no hubiesen ya probado cien veces que están sobradamente a la altura de su función. El tono, la sustancia misma del debate prueban que la discusión del problema ha venido a las Cortes en el momento oportuno: acerca de esto, y con el propósito de combatir al Gobierno, que es, como sabéis, un deporte socorrido, se han dicho cosas contradictorias y que, por serlo, mutuamente se destruyen. Se ha dicho, de una parte, que el Gobierno quería soslayar el asunto, darle largas, ganar tiempo para sumergirnos en no sé qué innominadas ociosidades veraniegas, más allá de las cuales estaría políticamente lo imprevisto, lo desconocido; y se ha dicho, contrariamente, que traer ya este problema a discusión era una imprudencia, una ligereza peligrosa. Ya se está viendo que no es así.
Todos los problemas políticos, señores diputados, tienen un punto de madurez, antes del cual están ácidos; después, pasado ese punto, se corrompen, se pudren. La reflexión, la discusión, el lapso de cierto tiempo, maduran en cada cual el sentimiento de su propia responsabilidad y traen las cuestiones al grado de sazón en que se encuentra esta que está ante nuestra deliberación.
Así, pues, el primer efecto del debate que conviene señalar, porque tiene cierto interés político, ha sido restablecer la calma, y en algunos ha venido después la sorpresa de esta calma; en algunos, es decir, en todos aquellos que se han pasado unas cuantas semanas combatiendo a los fantasmas de su propia aprensión.
No se puede negar, señores diputados, que en los albores de esta discusión, en las semanas que precedieron a este debate se ha producido en España una agitación, una propaganda, una protesta, una alarma; yo creo que esta alarma, esta protesta y esta propaganda son mucho más extensas que profundas; pero a nadie le puede parecer mal, ni al Gobierno, que estas demostraciones de carácter político se produzcan: eso es salud, y todas las ocasiones son buenas para que España medite y recapacite sobre sus graves problemas internos, y esta ocasión es buena como ninguna. Pero yo creo, como opinaba el otro día el Sr. Lerroux, que el 90 % de los que protestan contra el Estatuto no lo han leído, y suscribo y subrayo la segunda parte de la opinión del Sr. Lerroux en este particular; es a saber: que si lo hubieran leído, tal vez no protestarían.
Es preciso reconocer, señores diputados, que en esta campaña, en esta propaganda, en esta agitación y protesta contra el Estatuto, intervienen, como es normal, impulsos, factores que no todos merecen igual consideración. Hay, por de pronto, el espanto de la novedad: cuando surge ante nosotros un problema ingente, grave, difícil, que requiere un esfuerzo de entendimiento, por ser esfuerzo penoso, y además reclama una decisión de la voluntad, el primer impulso de todo el mundo es esquivarlo. Hay un instinto contra la novedad, y el que más y el que menos –no hablo de nosotros, sino de la opinión general–, el que más y el que menos preferiría que no le planteasen aquella dificultad, seguir la ruina anterior. Y se introduce, además, en esto una pasión, un sentimiento, que yo reverencio y pongo sobre mi cabeza, y del cual participo, pero que puede estar equivocado en sus conclusiones: una gran parte de la protesta contra del Estatuto de Cataluña se ha hecho en nombre del patriotismo, y esto, señores diputados, no puede pasar sin una ligera rectificación.
El patriotismo no es un código de doctrina; el patriotismo es una disposición del ánimo que nos impulsa, como quien cumple un deber, a sacrificarnos en aras del bien común; pero ningún problema político tiene escrita su solución en el código del patriotismo. Delante de un problema político, grave o no grave, pueden ofrecerse dos o más soluciones, y el patriotismo podrá impulsar, y acuciar, y poner en tensión nuestra capacidad para saber cuál es la solución más acertada; pero una lo será; las demás, no; y aun puede ocurrir que todas sean erróneas. Quiere esto decir, señores diputados, que nadie tiene el derecho de monopolizar el patriotismo, y que nadie tiene el derecho, en una polémica, de decir que su solución es la mejor porque es la más patriótica; se necesita que, además de patriótica, sea acertada.
Ha habido también en esta cuestión un poco de malevolencia política, un poco de malquerencia política; un poco, no mucho: la que basta para que en esta polémica no nos falte la sal del encono. Esto también es normal, porque al acercarse el problema del Estatuto a su situación parlamentaria no habrá faltado quien piense que podría ser una dificultad seria, no para la República –que es más fuerte que todos sus problemas, y sale resueltamente a su encuentro, y los afronta cara a cara–, pero sí para el Gobierno, y quién sabe –¡ilusión dorada!– si para las Cortes mismas. Quizá se ha pensado que el Gobierno iba a encontrarse en un desfiladero donde podría ser destruido con facilidad o que las Cortes entrarían en tal confusión inextricable que saltarían hechas pedazos. Yo he observado con un silencio escéptico estas previsiones funestas. Si ahora resulta, señores diputados, que no hay desfiladero y que las Cortes no saltan en añicos, ¡qué le vamos a hacer!; otra vez será. (Risas.)
De esta suerte, señores diputados, el debate parlamentario, como ocurre siempre, en virtud de la disciplina parlamentaria, ha dado un cauce estricto al problema, cauce delimitado por la razón y los argumentos de la posición política de cada cual, o los que le dicta su posición de partido, y por el sentimiento de la responsabilidad que a todos nos es común. La pasión alharacante y vocinglera, la pasión destructora, no tiene aquí lugar, porque no es capaz de articular una razón sola que merezca la pena de ser tomada en serio. De esta suerte, señores diputados, se ha inaugurado en las Cortes Constituyentes de la República el debate sobre el problema de los estatutos.
Y por primera vez en el Parlamento español se plantea en toda su amplitud, en toda su profundidad, el problema de los particularismos locales de España, el problema de las aspiraciones autonomistas regionales españolas, no por incidencia de un debate político, no por choque de un partido con otro partido, no por consecuencia o reparación de un cambio ministerial, como solía suceder, según me han contado, en otros tiempos, sino delante de un proyecto legislativo, delante de un texto parlamentario, que aspira, ni más ni menos, que a resolver el problema político que está ante nosotros. Aspira a resolverlo, señores diputados. Y ¿por qué no? El señor Ortega y Gasset, en su discurso de la otra tarde, dijo algunas palabras que yo voy a recoger, no porque las palabras del señor Ortega necesiten aclaración, que bien claras están, y si la necesitasen no sería yo el llamado a dársela, sino para aclarar, precisamente, los supuestos contra los que las palabras del señor Ortega iban dirigidas, y aunque yo no tengo ningún motivo para suponer que el señor Ortega y Gasset al proferirlas estuviese contemplando actos o palabras de este Gobierno, de todos modos, poner las cosas en su punto es un buen camino para acortar las diferencias y que podamos llegar a entendernos.
El señor Ortega y Gasset decía, examinando el problema catalán en su fondo histórico y moral, que es un problema insoluble y que España sólo puede aspirar a conllevarlo; se entiende, naturalmente, que yo he comprendido el vocablo “conllevar” en la misma acepción que le daba ayer en su magnífico discurso el señor Ossorio y que creo coincide con la intención con que lo empleó el señor Ortega. ¿Insoluble? Según; si establecemos bien los límites de nuestro afán, si precisamos bien los puntos de vista que tomamos para calificar el problema, es posible que no estemos tan distantes como parece. El señor Ortega y Gasset hizo una revisión, un resumen, de la historia política de Cataluña para deducir que Cataluña es un pueblo frustrado en su principal destino, de donde resulta la impaciencia en que se ha encontrado respecto de toda soberanía, de la cual ha solido depender su discordia, su descontento, su inquietud, vendría a ser, sin duda, el pueblo catalán un personaje peregrinando por las rutas de la historia en busca de un Canaán que él solo se ha prometido a sí mismo y que nunca ha de encontrar.
Yo no discuto la exactitud de esta descripción o percepción del señor Ortega; no la discuto, pero sí me será permitido decir que la encuentro un poco excesiva y, si no se toma a mal la palabra, un poco exagerada. No tiene nada de particular, señores diputados; los hombres de talento exageran aunque no se lo propongan, porque al cargar la fuerza del discurso o el poder expresivo de los vocablos sobre un rasgo, sobre un relieve, sobre una facción, el rasgo, el relieve y la facción se adelantan, crecen, son más prominentes, y el conjunto de la fisonomía queda un poco en segundo término. Por otra parte, si tomamos un punto de observación elevado, es una cosa manifiesta que los volúmenes y las magnitudes, sin perder su proporción, se achican sensiblemente, y al descubrirnos un mayor horizonte histórico se nos revela, si ya no lo sospechásemos, que en la continuidad histórica nada se resuelve y nada se remedia, que el conflicto de hoy es la solución de mañana, y que nadie sabe, cuando siembra, si va a recoger los frutos de su sementera ni si los frutos mismos van a ser frutos de bendición o frutos de muerte.
De todas maneras, a mí se e representa una fisonomía moral del pueblo catalán un poco diferente de este concepto trágico de su destino, porque este acérrimo apego que tienen los catalanes a lo que fueron y siguen siendo, esta propensión a lo sentimental, que en vano tratan de enmascarar debajo de una rudeza y aspereza exteriores, ese amor a su tierra natal en la forma concreta que la naturaleza les ha dado, esa ahincada persecución del bienestar y de los frutos del trabajo fecundo, que es, además, felizmente compatible con toda la capacidad del espíritu en su ocupación más noble y elevada, me dan a mí una fisonomía catalana pletórica de vida, de satisfacción de sí misma, de deseos de porvenir, de un concepto sensual de la existencia poco compatible con el concepto de destino trágico que se entrevé en la concepción fundamental del señor Ortega y Gasset. Pero, en fin, yo en esto no voy a entrar. Lo que sí digo es que el problema que vamos a discutir aquí, y que pretendemos resolver, no es ese drama histórico, profundo, perenne, a que se refería el señor Ortega y Gasset al describirnos los destinos trágicos de Cataluña; no es eso. Y aun aceptando la descripción exacta y elegante del señor Ortega, es una cosa manifiesta que esa discordia, es impaciencia, esa inquietud interior del alma catalana, no siempre se han manifestado en la historia o no se han manifestado siempre de la misma manera. Yo no sé bien, señores diputados, lo confieso –de seguro lo sabe alguien, pero yo no lo sé–, como se las habrían con el procónsul romano de vuestra Tarraconense los habitantes del territorio de la actual Cataluña; quizá lo sepa alguien, pero yo lo ignoro. Sí sabemos todos las particularidades de la fisonomía política y moral de Cataluña desde que empezó a destacarse con una vida propia en la historia general de la Península Y se observa que hay grandes silencios en la historia de Cataluña, grandes silencios; unas veces porque está contenta, y otras porque es débil e impotente; pero en otras ocasiones este silencio se rompe y la inquietud, la discordia, la impaciencia se robustecen, crecen, se organizan, se articulan, invaden todos los canales de la vida pública de Cataluña, embarazan la marcha del Estado de que forma parte, son un conflicto en la actividad funcional del Estado a que pertenece, en su estructura orgánica, y entonces ese problema moral, profundo, histórico, de que hablaba el señor Ortega y Gasset, adquiere la forma, el tamaño, el volumen y la línea de un problema político, y entonces es cuando este problema entra en los medios y en la capacidad y en el deber de un legislador o de un gobernante; antes, no.
A nosotros, señores diputados, nos ha tocado vivir y gobernar en una época en que Cataluña no está en silencio, sino descontenta, impaciente y discorde. Es probable que el primer Borbón de España creyese haber resuelto para siempre la divergencia peninsular del lado de allá del Ebro, con las medidas políticas que tomó. Sigue un largo silencio político en Cataluña; pero en el siglo XIX vientos universales han depositado sobre el territorio propicio de Cataluña gérmenes que han arraigado y fructificado, y lo que empezó revestido de goticismo y romanticismo no se ha contentado con ser un movimiento literario y erudito, sino que ha impelido, robustecido y justificado un movimiento particularista, nacionalista como el vuestro, que es lo que constituye hoy el problema político específico catalán. Cuando este particularismo, cuando este sentimiento particularista, alzaprimado por todos los elementos históricos y políticos de que acabo de hacer breve mención se precipita en la vida del Estado español como un estrobo funcional, como una deformidad orgánica, cuando esto invade los sectores de la opinión catalana y no catalana, cuando esto determina la vida de los partidos políticos, sus relaciones, sus encuentros, sus choques, entonces es cuando surge el problema político y su caracterización parlamentaria, delante de la cual nos encontramos. Y ésta es nuestra ambición. Cataluña dice, los catalanes dicen: “Queremos vivir de otra manera dentro del Estado español”. La pretensión es legítima; es legítima porque la autoriza la ley, nada menos que la ley constitucional. La ley fija los trámites que debe seguir esta pretensión y quién y cómo debe resolver sobre ella. Los catalanes han cumplido estos trámites, y ahora nos encontramos ante un problema que se define de esta manera: conjugar la aspiración particularista o el sentimiento o la voluntad autonomista de Cataluña con los intereses o los fines generales y permanentes de España dentro del Estado organizado por la República. Éste es el problema y no otro alguno. Se me dirá que el problema es difícil. ¡Ah!, yo no sé si es difícil o fácil, eso no lo sé; pero nuestro deber es resolverlo sea difícil, sea fácil. Ya sé yo que hay una manera muy fácil de eludir la cuestión. Es frecuente en la vida ver personas afanadas en un problema y que cuando lo eliminan, lo destruyen, creen que lo han resuelto. Hay dos modos de suprimir el problema. Uno, como quieren o dicen que quieren los extremistas de allá y de acá: separando a Cataluña de España; pero esto, sin que fuese seguro que Cataluña cumpliese ese destino de que hablábamos antes, dejaría a España frustrada en su propio destino. Y otro modo sería aplastar a Cataluña, con lo cual, sobre desarraigar del suelo español una planta vital, España quedaría frustrada en su justicia y en su interés, y además perpetuamente adscrita a un concepto del Estado completamente caduco e infeliz. Hay, pues, que resolverlo en los términos del problema político que acabo de describir.
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(…) ¿Es que nosotros vamos ahora a cometer la tontería de decir a gentes de hace cinco siglos que se equivocaron? ¿Por qué se habían de equivocar? Nosotros pensamos de otro modo; pero no podemos hablar de errores, comparando los actos ajenos con las ideas que no habían nacido aún. España constituyó su Estado, su gran Estado moderno; pero, ¿cómo lo constituyó? ¿Por voluntad consagrada de los pueblos peninsulares? Tampoco. ¿Por la fuerza de las armas y de la conquista? Tampoco. Por uniones personales; agrupándose estados peninsulares, en los cuales lo único común era la Corona, pero sin que existiese entre ellos comunicación orgánica. Tan no existía, que la monarquía entonces ni siquiera se llamaba española, sino católica, porque España no era el todo de la monarquía católica, universal, sino la parte principal política y directora, pero no del todo. La monarquía y sus hombres y sus soldados jamás se llamaron soldados, hombres, políticos o gobernantes de la monarquía española, sino de la monarquía católica. (…)
(…) No puede admitirse por parte de los teorizantes autonomistas el concepto de que Castilla –metiendo en esta expresión no sólo los confines geográficos de una región, sino todo lo que no es región autónoma o autonomizante–; no puede admitirse, repito, el concepto de que esta parte de España ha confiscado las libertades de nadie, ni ha agredido las libertades de nadie. Quien ha confiscado y humillado y transgredido los derechos o las franquicias o las libertades de más o menos valor de cada región ha sido la monarquía, la antigua Corona, en provecho propio, no en provecho de Castilla, que la primera confiscada y esclavizada fue precisamente la región castellana. (…)
(…) Supongamos que Cataluña –permitidme que discurra en estas hipótesis extremas– en ese plebiscito hubiera dicho: no me habléis de autonomía; deseo ser centralista; absorbedme lo que queráis.
Las Cortes no tenían aquí nada que hacer. Supongamos el caso inverso, con pudor lo expreso, por lo que contiene, pero sólo en hipótesis; supongamos que Cataluña hubiese dicho: no quiero nada con España, unánimemente me quiero separar de España. Ya no era este problema legislativo. Pero, desde el momento en que Cataluña dice que su voluntad es permanecer dentro del Estado español, como lo ha dicho en el plebiscito, ¿quién va a resolver este problema orgánico del Estado español sino su órgano legislativo, las Cortes de la República? De suerte que por haberse producido la voluntad de Cataluña en un plebiscito, de acuerdo con el Estatuto que se quiere presentar a la soberanía de las Cortes, por este camino de la voluntad de Cataluña se llega a la soberanía plena y absoluta de las Cortes, a una política autonomista dentro de la Constitución, con la autoridad de las Cortes. La consecuencia está bien clara, señores diputados: el Estatuto de Cataluña lo votan las Cortes en uso de su libérrimo derecho, de su potestad legislativa y en virtud de facultades que para votarlo le confiere la Constitución. El Estatuto sale de la Constitución, y sale de la Constitución porque la Constitución autoriza a las Cortes para votarlo.
Ahora bien, en la Constitución se establecen, al propio tiempo que la potestad legislativa de organizar las autonomías, límites para las autonomías; es decir, en el texto legal votado por las Cortes se transfieren a las regiones autónomas estas o las otras potestades, y estos límites son de dos clases: unos son taxativos, enumerativos, en cuanto van relacionando las facultades de poder que pueden o no ser objeto de transferencia; pero otros límites no son de este orden, sino límites conceptuales, en cuanto la Constitución, tácita o expresamente, está fundada en ciertos principios que presiden la reorganización del Estado de la República y nada podrá admitirse en el texto legal que regule las autonomías de las regiones españolas que contradiga no ya los límites taxativos y enumerativos de la Constitución, sino los límites conceptuales implícitos en los dogmas que presiden la organización del Estado de la República.
Pues bien; cuando yo tomé el dictamen de la Comisión, lo primero que me encontré es una oposición entre los límites conceptuales de la Constitución relativos a la naturaleza, a la índole del Estado de la República y lo que aquí se define como el contenido del poder autónomo. Esto me lo explico, indudablemente, porque el proyecto de Estatuto ha sido elaborado en un tiempo en que no se había votado la Constitución, en que muchos republicanos españoles deseaban y creían que se iba a votar una República federal. Se confeccionó así y se votó así el Estatuto antes de haber Constitución. Ha venido el proyecto a las Cortes, ha pasado a la Comisión, y la Comisión ha rectificado en el dictamen algunos de estos conceptos incompatibles con la Constitución, por ejemplo, el de que Cataluña era un Estado, etcétera. Ahora dice el dictamen: “Cataluña es una región autónoma de la República española”. Pero quedan otros más; queda el artículo 2, que no es compatible con los límites conceptuales de la Constitución, que es unitaria, no federal, y este artículo 2 yo rogaré a la Comisión que lo reestudie, que lo refunda con el artículo 1, haciendo desaparecer del dictamen una expresión, que no es que a mí me parezca buena ni mala, ni disgregadora ni no disgregadora. No; es que no cabe dentro del concepto de la Constitución respecto de lo que es el Estado español de la República, que es un Estado unitario y no un Estado federal, y, no habiendo Estado federal, no puede hablarse de “el Poder”, etcétera, de que habla el artículo 2. Esto es clarísimo.
Cosa análoga ocurre con otro artículo del mismo título en que se habla de la ciudadanía. ¿Para qué vamos a reñir por esta expresión, que si la aquilatamos podrá no significar nada, pero si significa algo significa una cosa que no es compatible con la Constitución por la misma razón que acabo de dar? Por consiguiente, habrá que pensar en sustituir esta expresión por otra más llana, en la que no se tropiece; por ejemplo: “los derechos concedidos en este Estatuto pertenecerán a tales o cuales”, haciendo además la salvedad, no la salvedad, la declaración expresa –que está en la Constitución, pero no se pierde nada en traerla al Estatuto– de que los ciudadanos de la República española no tendrán nunca en Cataluña derechos menores de los que tengan los catalanes en el resto del territorio de la República española. Esto, señores diputados, no hace falta decirlo: está escrito en la Constitución; pero a mí no me parece mal que se diga cien veces, porque, como en torno del Estatuto y de la autonomía circulan fantasmas abracadabrantes, bueno será demostrar a las gentes, a fuerza de repetírselo, que tales fantasmas no tienen razón alguna de existir, y no se pierde nada haciéndolo constar una vez más en el Estatuto, aunque está dicho varias veces, directa o indirectamente, en la Constitución.
No creo que haya en el dictamen de la Comisión ninguna otra cosa que choque con estos límites conceptuales de que acabo de hablar; si la hubiera, la someteremos a un somero análisis.
Ahora, respecto de los demás problemas de este género, yo me permitiría dar a los señores diputados una opinión, una modesta opinión, que no tiene, ni muchísimo menos, las pretensiones de un consejo; no: más que nada es una explicación de los motivos, de los móviles psicológicos que uno tiene para juzgar el tema político de la autonomía. Y es ésta: no se puede entender la autonomía, no se juzgarán jamás con acierto los problemas orgánicos de la autonomía, si no nos libramos de una preocupación: que las regiones autónomas –no digo Cataluña–, las regiones, después que tengan la autonomía, no son el extranjero; son España, tan España como lo son hoy; quizá más, porque estarán más contentas. No son el extranjero; por consiguiente, no hay que tomar respecto de las regiones autónomas las precauciones, las reservas, las prevenciones que se tomarían con un país extranjero, con el cual acabásemos de ajustar la paz para la defensa de los intereses españoles. No es eso. Y, además, esta otra cosa: que votadas las autonomías, ésta y las de más allá, y creados éste y los de más allá gobiernos autónomos, el organismo de gobierno de la región –en el caso de Cataluña, la Generalidad– es una parte del Estado español, no es un organismo rival, ni defensivo ni agresivo, sino una parte integrante de la organización del Estado de la República española. Y mientras esto no se comprenda así, señores diputados, no entenderá nadie lo que es la autonomía. (…)
(…) Es una cosa indiscutible, señores diputados, que hay que dotar de una Hacienda propia a las regiones autónomas. Éste es un principio infrangible; hay que dotarlas de una Hacienda propia. La Hacienda de las regiones autónomas, además de ser propia, ha de tener elasticidad. Es decir, que los recursos con que se dote a las haciendas de las regiones autónomas han de poder dilatarse y crecer a medida que la economía de la región lo permita o lo impulse o lo consienta; y si fuesen tan desgraciadas que su economía se contrajera o se arruinase, que la repercusión sea igual en toda la Hacienda de la región autónoma. Una Hacienda propia y una Hacienda elástica; y los recursos con que se dote a esta Hacienda han de tener un mínimum, porque un mínimum de gastos ha de tener siempre el poder autónomo. Más no se podría tomar, no sería justo tomar, por lo menos ésta es mi opinión, no sería justo tomar como tipo para graduar la dotación de las haciendas autónomas lo que ahora gasta el Estado en los servicios correspondientes que se ceden, porque siendo miserable la dotación del Estado en sus servicios, lo mismo en Cataluña que fuera de Cataluña, y dándose la autonomía, entre otras cosas, para que los servicios que hoy el Estado no atiende bien prosperen y se robustezcan, parecería un poco de burla decir a una región autónoma: “Yo, que no consagro más que X pesetas a este servicio con las cuáles no puede vivir; tú lo vas a desarrollar con las mismas pesetas”. Eso sería condenar la autonomía al fracaso desde el primer momento.
La dotación de la Hacienda de las regiones autónomas no puede representar nunca un privilegio para ninguna región; eso no podría aceptarse, si alguien lo hubiera pretendido, y sería injuria y falsedad suponer que la representación catalana haya pretendido nunca, ni directa ni indirectamente, que la dotación de su autonomía representase para Cataluña una ventaja con respecto a las demás regiones españolas. Si eso lo hubiese pretendido alguien, no hubiera sido escuchado. La dotación de la Hacienda no puede representar un privilegio para la región autónoma; pero tampoco una aminoración de los recursos que puedan corresponderle. No puede ser la dotación de la Hacienda, ni la forma que se adopte de dotar la Hacienda, una fuente de injusticia actual ni de injusticia venidera. Reunidos todos los expertos del mundo o, por lo menos, todos los de España, que ya sería bastante, y puestos a discurrir sobre la forma de dotación de la Hacienda de la región autónoma en relación con el estado de la Hacienda general de la República, yo admito la posibilidad de que llegasen a una forma o a una estructura justa hoy. Pues bien, esa forma, esa estructura justa hoy, tal día como hoy, el año que viene ya no lo sería, o es probable que ya no lo fuese, porque nada hay más variable, más cambiante, que la estructura de la Hacienda de un Estado en relación con la riqueza de los habitantes, con el estado de los negocios, con la repartición de los bienes y de los males en un país.
Por consiguiente, señores diputados, cualquier determinación que se adopte en materia de Hacienda para la región autónoma, cualquier sistema que se implante, porque lo que importa es el sistema, las cifras importan mucho menos, cualquier sistema que se implante ha de ser un sistema sujeto a rectificación, a rectificación periódica ante las Cortes. De suerte que de esta manera eliminamos todo motivo de pavor, toda la preocupación que pesaba y pesa sobre todas las personas, que somos todos, que miramos estas cosas con desinterés y gravedad.
(…) Se puede hacer del presupuesto de la República, del presupuesto general del Estado, dos partes. El doble presupuesto lo hay en todos los estados federales. Se pueden hacer dos partes. En la primera se habrían de consignar los gastos ocasionados por los servicios que retiene el Estado central, los gastos generales del Estado o los gastos no cesibles ni cedidos a las regiones autónomas. Y a cubrir los gastos de estos servicios se atribuirían los rendimientos y los tributos no cedidos ni cesibles a las regiones autónomas. En la segunda parte del presupuesto, se consignarían los gastos ocasionados al Estado central por los servicios en los territorios no estatutarios, correspondientes a los servicios cedidos a las regiones autónomas, y se haría la misma atribución de los tributos; es decir, que en esta segunda parte del presupuesto se atribuiría a cubrir los gastos, el rendimiento, en los territorios no autónomos, de los tributos cedidos a las regiones autónomas, al poder local.
(…) En lo relativo a la Hacienda, el Gobierno admite el principio de la cesión de tributos. No digo ahora si se cederá uno o diez o ninguno; lo que afirmo es que el Gobierno admite el principio de la cesión de tributos, y ya se determinará, según vayamos encajando la fórmula de la dotación de la Hacienda autonómica, con arreglo a esas ideas generales que estoy emitiendo, cómo y en qué forma habrá de hacerse; pero repito que la cesión de tributos la admite el Gobierno y está bien seguro de que, al aceptarla, no cede parte ni toda la soberanía nacional.
(…) Y, por último, al abordar la cuestión de enseñanza, hemos tenido presente, y deben tener presente todos los diputados, que ésta es la parte más interesante de la cuestión para los que tienen el sentimiento autonómico, diferencial o nacionalista, o como lo queráis llamar, porque es la parte espiritual que más les afecta, y singularmente lo es de un modo histórico, porque el movimiento regionalista, particularista y nacionalista –no hay por qué avergonzarse de llamarlo así– de Cataluña ha nacido en torno de un movimiento literario y de una resurrección del idioma y de una restauración del idioma, y, por lo tanto, es en este punto no sólo donde los catalanes se sienten más poseídos de su sentimiento, sino donde la República, juzgando y legislando prudentemente, debe ser más generosa y comprensiva con el sentimiento catalán.
Hay que insistir, cuando se trata de esta cuestión, en lo que yo antes decía: Cataluña no es el extranjero; hay que tener presente que el temor, el pánico, casi, ante una posible desaparición de la lengua castellana en las regiones autónomas no tiene fundamento alguno; y no lo tiene, en primer lugar, porque la competencia lingüística en el territorio español no puede estar sometida en su victoria o en su derrota al régimen político; eso sería un desatino, porque desde el momento que nosotros mantuviéramos un régimen político para la defensa de la lengua castellana, menguada sería la fortuna de la lengua que necesitase de esta protección; y, además, empalmando o incrustando en un régimen político una defensa, una protección, como quien protege una mercancía, de la lengua castellana, inevitablemente se produce la reacción contraria, porque viene el apego, no ya natural, sino político y apasionado, a otra lengua que se siente menospreciada o vejada o poco protegida por el régimen político de que acabo de hacer mención. Y haré, además, otra consideración: que no puedo suponer que los catalanes o los vascos, o quien fuera autónomo en España, puedan dejar de hablar en castellano; y si dejaran, allá ellos; la mayor desgracia que le pudiera ocurrir a un ciudadano español sería atenerse a su vascuence o a su catalán, y prescindir del castellano para las relaciones con los demás españoles, con los cuales vamos a seguir tratándonos, y para las relaciones culturales, mercantiles, etcétera., con toda América. ¿A dónde va a ir un fabricante catalán, un exportador catalán, un hombre de negocios catalán sin el castellano? ¿Adónde va a ir? A Zaragoza no será. (Risas y rumores).
(…) No somos partidarios ni creemos que se pueda aceptar el sistema de la «doble universidad. Comprendo que a otros les parezca bueno; pero a nosotros nos parece que no se puede aceptar la doble universidad, porque la función docente propia de la universidad, y de creación y expansión cultural, quedaría reducida a dos centros administrativos políticos, luchando el uno contra el otro, desentendiéndose mutuamente y tal vez lanzando a los estudiantes a contiendas en la calle. Ésta no es una hipótesis vana, porque en otros países donde se ha dado el bilingüismo esa solución, la doble universidad ha fracasado, y no hay que ir muy lejos para comprobarlo. No podemos admitir la doble universidad, ni crear dos hogares rivales que mantendrían lo que haya de rivalidad o de hostilidad entre la cultura en castellano y la cultura en catalán; sería conservar esa competencia, esa rivalidad, y eso debe desaparecer.
Nosotros estimamos que la universidad única y bilingüe es el foco donde pueden concurrir unos y otros; en vez de separarlos hay que asimilarlos, juntarlos y hacerlos aprender a estudiar y a estimarse en común; ése es el carácter que tiene la cultura española en Cataluña: doble, pero común. Y la segunda enseñanza… [El señor Royo Villanova: «Pero ¿de quién va a depender la universidad?».] Pues de la Generalidad. [El señor Royo Villanova: «¿Quién la va a pagar?».] Cataluña, ¡quién la va a pagar! [El señor Royo Villanova: «Entonces le digo a su señoría que la universidad no será bilingüe, sino catalanista y antiespañola».] Pues le nombraremos a su señoría inspector »y tendrá muy buen cuidado de que sea bilingüe. [El señor Royo Villanova: «Eso no pasará; eso no puede pasar». Grandes rumores. El señor Álvarez Angulo: «Cállese, su señoría». El señor Royo Villanova: «Llevaos todo, menos el espíritu español».] [El señor presidente: «No se incomode el señor Royo Villanova».]
Señor Royo Villanova, uno de los mayores errores que se pueden cometer en nuestro país –y permitidme que haga esta digresión para contestar a una expresión del señor Royo– es contraponer a las cosas y sentimientos de Cataluña el espíritu español. [El señor Royo Villanova: «Son ellos los que lo contraponen». Protestas y contra protestas.] (…)
(…) Ahora bien, señores diputados, con este sentimiento de colaboración, con este sentimiento de unidad profunda e interior de todos los españoles, es con el que yo invito al Parlamento y a los partidos republicanos a que se sumen a esta obra política, que es una obra de pacificación, que es una obra de buen gobierno. Es una obra de pacificación, señores diputados, porque por cualquier parte donde tiréis un corte al volumen de la sociedad española encontraréis que hormiguean las discordias; de estas discordias, unas son útiles, bienvenidas, necesarias para el progreso político y social, y fomentan y alzapriman la vida pública; pero otras son deplorables y disgustosas, porque vienen heredadas de contiendas históricas abolidas, las cuales nosotros estamos llamados a cancelar. Ésta es una parte de la obra de pacificación, que es base de una obra de buen gobierno, porque España necesita estar urgentemente bien gobernada. Yo no puedo creer, señores diputados, que haya españoles bastante ofuscados para contristarse del buen gobierno de España con tal de que la gloria de este buen gobierno no recaiga en la República; seguramente los hay, pero eso no les excusará de tener que reconocer algún día nuestra obra de buen gobierno.
Sé que es más difícil gobernar España ahora que hace cincuenta años, y más difícil será gobernarla dentro de algunos años. Es más difícil llevar cuatro caballos que uno solo. El país está en pie, cruzado por apetitos de toda especie, por ansias de toda clase. Es más difícil gobernarla ahora que hace cincuenta años, cuando se dirigía desde un despacho del Ministerio de la Gobernación fumando cigarrillos a medianoche. Ahora hay que velar de día y de noche. Pero ¿creéis que a España le va a faltar, no ya fuerza de puños, sino destreza y agilidad de entendimiento para gobernarse ella misma? ¡Cómo le va a faltar! A esta obra de pacificación, de buen gobierno, señores diputados, yo que paso por un hombre sectario, intransigente y duro, convoco a todos los españoles. Todos los españoles están convocados a esta obra. Cada cual desde su sitio. Pero si no acuden, de todos modos, vosotros, republicanos y socialistas, tenéis la parte más grave de la responsabilidad, porque sobre vosotros pesa el presente y el porvenir de España, y hemos de declarar, republicanos y socialistas, ahora unidos espiritualmente en esta gran labor de refacción de España, hemos de declarar que en el fondo de nuestra conducta política alienta una noble y gran ambición. ¿Por qué no lo vamos a decir? Nosotros no queremos seguir siendo los guardianes de un ascua mortecina arropada en las cenizas de este hogar español desertado por la historia. Queremos reinstalar la historia en nuestro hogar; que la tea pasada de mano en mano en las generaciones que nos han precedido y llegó a las nuestras, podamos transferirla a la generación que nos suceda, más brillante, más ardorosa, más fogosa, iluminando los caminos del porvenir. [¡Muy bien] Lo que importa es el porvenir, republicanos y socialistas. Lo que importa es navegar. Ahora, tened presente que para esta navegación no os basta llevar el timón de la nave, sino que hay que sacar del pecho el aliento que ha de impulsar las velas. Para esto os invito y convoco desde el último lugar, pero permitidme que lleve vuestra voz en este momento. Pecho al porvenir y revestíos de arrojo para ensayar, del arrojo grave de los hombres responsables que saben para lo que están en la vida y quieren dejar algo en la vida, y estad vigilantes para saludar jubilosos a todas las auroras que quieran despegar los párpados sobre el suelo español. [Grandes y prolongados aplausos. Muchos señores diputados se acercan a felicitar al orador.]«.
Discurso "España, seis meses de Guerra Civil" pronunciado el 21 de enero de 1937
«Señor Alcalde, señores todos: He oído con emoción que me ha costado trabajo reprimir, las palabras de bienvenida que la legítima representación de la democracia valenciana acaba de dirigirme.» Dice el Sr. Azaña, a continuación, que en otra ocasión y en cualquier lugar de España lo grabaría en su corazón, y tiene encendidas palabras para lo que Valencia representa en la historia del Republicanismo Español y de la Democracia. Con acento conmovido evoca el esfuerzo de Valencia en la Guerra y en la retaguardia.
Habla de su corta vida política, pero dramática y tempestuosa, cuyo comienzo fue en Valencia; de su primer acta de Diputado se la dieron los Valencianos, y el del auditorio, clamoroso y entusiasta, de Mestalla, en el grandioso acto inaugural de la coalición política que en el pensamiento de quienes la forjaron y en la pura intención de quien fue su portavoz, prestó a la República la base de colaboración social del progreso y engrandecimiento de la sociedad española. «Y es justamente hoy, cuando evoco en Valencia y ante su Alcalde este recuerdo, cuando tenemos delante el problema de la Rebelión Militar para destruir aquella obra que en Valencia se inició.»
A los seis meses de guerra quiere decir unas cuantas palabras sacadas de la experiencia, palabras serenas que nos pertenecen a todos y a los problemas del porvenir. «Seis meses de guerra: largo plazo de sufrimiento, que nos hubiera parecido increíble en julio, cuando el porvenir estaba oculto detrás del telón del tiempo. Pero ahora nos parece leve, y encontramos en nuestra alma el vigor suficiente para duplicarlo y triplicarlo, si es menester, con tal de sacar adelante la causa de la República Española. En estos seis meses los datos principales de los problemas que tenemos delante no han variado en lo esencial. Lo que ocurre es que como de la semilla sale la planta, lo que llevaba contenido en sí el problema al estallar en el mes de julio (1936) ha ido manifestándose a la luz.
¿Qué fue para nosotros el hecho de la Rebelión? Para nosotros fue y hubiéramos querido que siguiera siendo un problema de carácter Nacional Español, un problema interno de la política Española. Gran parte de las Fuerzas Armadas de la Nación, como brazo ejecutor de Partidos Políticos adversos al Régimen, se sublevó contra el Gobierno republicano, con el propósito de derrocar por la fuerza el régimen que la nación libremente se habia dado. Este es el hecho, y delante de él el Estado y sus órganos representativos, en todas sus jerarquías, conocieron su deber, y cumplieron su deber sin vacilar un solo segundo. ¿Cuál era su deber? Oponerse como fuese a la Rebelión Militar. No se transige con la Rebeldía cuando se ocupa dignamente el Poder, y en la representación de un Estado no se puede ni se debe transigir jamás con la Rebelión.»
Habla de la Guerra, que siempre es un mal aborrecible en ésta incluso para quien la gana, y que los hechos que expone nos dan una justificación moral de primer orden, inatacable, tranquilizando nuestra conciencia para el porvenir de la Historia.
«Hacemos la Guerra sobre el cuerpo de nuestra propia Patria, porque nos la hacen. Somos los agredidos nosotros, la República Española, el Estado, y tenemos la obligación de defendernos y combatir. La conciencia más exigente y la Historia más rigurosa no podrá culparnos de haber agredido a nadie. La dignidad, el deber, no lo permiten, por terribles que sean las consecuencias de la acción guerrera, y el Estado cumplió con su obligación. Pero ocurrió que la mayor parte de los elementos Defensivos del Estado o estaban en la Rebelión o habían sido secuestrados por ella. Y sobrevino lo maravilloso: la sorpresa española, que no habían quizá previsto los fautores de la Rebelión. Ocurrió el hecho maravilloso de que el Pueblo entero se puso a subsistir, a reemplazar a aquellos órganos del Estado que habían caído en inutilidad o en Rebelión; el Pueblo entero, en acuerdo estrecho con su Gobierno, con la representación del Estado, tomó las Armas para defender su Libertad y su República, y se nos planteó el problema de aprovechar el entusiasmo, la lealtad, la fidelidad, el espíritu de sacrificio del Pueblo para organizar y encauzar todos los valores morales en forma que constituyesen organismos nuevos que reemplazasen a los antiguos para que con el menor desgaste, esfuerzo y pérdida de tiempo y de energías, el Gobierno, el Estado republicano, cumpliese con su deber: restablecer la Paz en España y restaurar la República.
Sépalo el mundo entero y sépanlo los Españoles Todos, los que combaten a un lado y los que combaten al otro: nosotros hacemos la Guerra por deber, y en el cumplimiento del deber estamos dispuestos a persistir con tanto tesón como sea necesario para conseguir nuestro fin.» (Muy bien. Aplausos.)
La Rebelión Militar Española es un gravísimo problema Internacional, «-añade- diciéndolo con una paradoja, añadiré que desde antes del primer momento; quiero decir antes de que saliese a la luz el hecho físico de la Rebeldía, porque estamos todos persuadidos de que si no hubiera precedido una intensa labor Internacional, la Rebelión Militar Española no habría estallado». (Muy bien.)
La gravedad del problema está, en principio, por haber tomado la Zona Española de Marruecos como origen de la Rebelión y como base de operaciones de los rebeldes; de otra, por el auxilio en material y contingentes armados que ciertas potencias extranjeras han prestado y prestan a la Rebelión.
El hecho es bien claro: los militares encargados de proteger la Zona y de auxiliar al Gobierno del Protectorado se rebelan contra el Gobierno legítimo de la nación protectora, y no vienen solos a pelear a la Península, sino que traen indígenas y reclutan soldados entre los Moros, y convierten la Zona que es expresión de un compromiso Internacional en base de operaciones contra la República.
Este es el hecho. En Derecho, Marruecos es un Estado extranjero, cuya soberanía es del Sultán, y en nuestra Zona el Jalifa es delegado suyo en lo político y en lo religioso. Nuestro alto Comisario le asiste, y las Tropas que España costea allí están a las órdenes del Protectorado y no para otra cosa. «El hecho de que las Tropas, los súbditos marroquíes, que no son españoles, y el Jalifa, representante del Sultán, que no ha puesto en duda la legitimidad del Gobierno español, que sabe que este Gobierno es el Gobierno de la República; el hecho de que el Jalifa, en manos de los rebeldes, o prisionero de ellos, o traidor, consienta esto, es, no sólo contrario a las Leyes Españolas, sino a los Tratados y Pactos Internacionales en virtud de los cuales España está en Marruecos. España está en Marruecos en virtud del Acta de Algeciras y de los Tratados y Pactos complementarios.
El que consienta, permita o disimule que las autoridades del Magzhen silencien aprobatoriamente todo esto, es una agresión a los Tratados y una violación a los Pactos, además de ser un ataque al Gobierno de la República.»
Sigue diciendo que los sacrificios de España por mantener su Protectorado con toda escrupulosidad no han sido agradecidos y no hemos recibido más que sinsabores. La opinión Pública Española podrá decir a sus Gobiernos un día si no ha llegado la hora de terminar una situación tan ultrajante y nociva.
«El otro aspecto de la cuestión por donde la rebelión militar asciende al plano Internacional, es el auxilio prestado a los rebeldes por ciertos países europeos. Cuando las Fuerzas Marroquíes, que también son extranjeras, no fueron bastantes para los fines militares de la rebelión, o cuando perdieron su eficacia militar o por lo que fuese, han empezado a venir a España contingentes Armados de otros países. Y esto cambia en cierto modo la situación moral creada por la Rebelión; porque ya no se trata del peligro de la República, ya no se trata simplemente de una Guerra Civil entre españoles; digámoslo claro: estamos en presencia de una Invasión Extranjera en España, y lo que peligra no es solamente el régimen político, sino la Independencia auténtica de nuestro país.» (Fuertes aplausos.)
Recuerda que en el mes de julio (1936) dijo por primera vez a la Opinión Pública que esta guerra era una nueva guerra de la Independencia. «Y -puntualiza- ésta es la realidad: Guerra de Invasión, Ataque Directo a la Independencia de España.»
«Pero aparecen en primera línea otros valores más importantes y más graves que crean para todos los españoles, incluso para los rebeldes, un problema de conciencia.
A mí no me cuesta ningún trabajo ser generoso con nuestros enemigos, y llego hasta a suponer que en las filas de los rebeldes habrá muchas gentes ofuscadas por la pasión política, por fanatismo de Partido, por obediencia mal entendida, por un compañerismo llevado a extremos abusivos y perniciosos; pero me cuesta mucho trabajo creer que entre las Tropas Rebeldes no haya muchos que hayan sentido el sonrojo de Españoles cuando de su rebeldía se ha hecho llave para abrir la puerta del Territorio Nacional a los Ejércitos Extranjeros.» (Nutridos aplausos.)
Dice que no se resigna a admitir que entre los Militares delincuentes contra el Estado -no vamos a disimular la gravedad de su delito- no haya muchos a quienes repugne y horrorice ser Delincuentes contra la esencia viva de nuestra Patria. Cree en la eficacia del sentimiento y del pundonor, aunque se extravíe hasta los extremos de la Rebelión actual. «Lo que es antinatural es facilitar la Invasión de la Patria. Este es problema moral, que se crea para los Rebeldes por el hecho mismo de su acción haciendo entrar en España a Ejércitos Extranjeros.»
Dirigiéndose a todos los Españoles que no toman parte en la contienda, que se consideran neutrales, por razones respetables o miserables, les dice: «Os permito, tolero, admito que no os importe la República; pero ¡que no os importe España!, ¡que no os importe la Independencia de España! ¡Que podáis creer que es licito seguir siendo neutrales cuando España está Invadida y en peligro de que pase al dominio de un País Extranjero! Eso no puede ser. Esa neutralidad equivale a la Traición. Hay que llamarles a todos, a todos, porque la Bandera Republicana ha adquirido el Valor de la Bandera de Independencia Española, y quien no se agrupe en torno suyo y no preste el auxilio que pueda, donde sea, falta a su deber; no ya a su deber de Republicano, sino a su deber de Español. (Muy bien. Aplausos.)
El Gobierno,diputados, Cuerpo Diplomatico y personalidades invitadas, en el Salon de Sesiones del Ayuntamiento de Valencia (foto Bondía Valls) enero 1937Existe el peligro de que lleven los acontecimientos a un Choque Armado entre ciertos paises (II Guerra Mundial). Porque la Invasión de España y la disputa por su posesión es la ruptura del Sistema de Equilibrio en Europa, y esta ruptura se hace en contra de las potencias que, fiadas en nuestra amistad, han podido mirar sin perturbaciones ni preocupaciones la situación hasta ahora.
El Pueblo Español tiene motivos para ser enemigo de las aventuras internacionales y de las guerras, siendo en lo único que hemos estado de acuerdo todos, en las últimas décadas, para mantener nuestra posición neutral. La debilidad militar de España y su voluntad de neutralidad han sido fundamentales en este sistema de equilibrio.
Nosotros no somos el objetivo principal de la ruptura, ni la posesión de las riquezas y puertos españoles necesitan enarbolar una bandera extranjera, para ser dominadas ni repartirse el territorio nacional, para estar sometido a un yugo extranjero; la posesión de todo esto mira a otro objetivo superior, del cual nuestra situación pacífica y de desarme nos ha salvaguardado.
Y esto es el peligro de guerra. Nos basta señalar el mapa, marcar los acontecimientos y que los demás saquen las consecuencias. Si el equilibrio se rompe en Europa, meditemos por que se rompa a favor nuestro, como quiera que sea, porque a un país no se le cierra todavía ninguna de las rutas que se abren ante él.
Este sistema fue ventajoso para la paz y la guerra en el año 1914. ¿No podría jugar otra vez? Si España fuese una gran potencia militar, el equilibrio estaría roto.
¿Se puede romper de otra manera? Lo temo, y la sabiduría de quienes gobiernan los destinos de Europa se dará cuenta de que la lealtad, la fidelidad del desarme nuestro tiene un valor; pero puede tener otro, que es el rearmamento de la nación española. (Muy bien.)
No pienso que nuestra guerra, al convertirse en guerra general, pueda sernos ventajosa, porque la guerra, de por sí, es una catástrofe, y la guerra general, si por Ventura llegara a estallar, dejaría sumidas las aspiraciones y la causa española por debajo de las grandes contiendas del mundo europeo y correríamos el peligro de que aun ganando la guerra, se resolviese por razones y motivos ajenos a nuestro corazón de españoles y republicanos. El valor justo de nuestra causa no debemos envolverlo como factor internacional en pleitos que al fin y al cabo no nos importan. La República y sus Gobiernos ni favorecen ni aconsejan llevar a una conflagración general, y han hecho lo posible por evitar un choque europeo. Se habla de limitar la guerra para que no traspase el conflicto armado las fronteras españolas. Limitarla y extinguirla es acabarla y restablecer la paz en España.
Para esta limitación no tenemos acción ninguna. Si los peligros provienen de otros pueblos, trayendo sus ejércitos con miras superiores a la propia causa española, no tenemos medios naturales para evitarlo. Corresponde a otros limitar la guerra y restablecer el Derecho internacional, escandalosamente violado en nuestro suelo, y tomar las precauciones necesarias, para que los peligros de la guerra que perjudican nuestra causa, se suspendan. ¡Ah! Para extinguir la guerra no tenemos más procedimiento que continuarla: derrotar a los rebeldes y después veremos si los dudosos, realistas o reacios, acaban por reconocer que tenemos razón. (Risas.) Para limitar la guerra, el Gobierno de la República ha hecho sacrificios en su derecho, prestándose a inspecciones sobre importación de armas. Hemos transigido con reservas y condiciones; pero hemos transigido en principio; mas para limitar y extinguir la guerra no admitimos que se dude ni caiga la menor sombra sobre la autoridad de la República, sobre la legitimidad del régimen, sobre la autoridad del Gobierno, ni sobre las representaciones del Estado oficial español. Sobre eso, nada. Primero perecer. (Los asistentes, en pie, prorrumpen en prolongados aplausos.)
Mi presencia en este sitio significa la continuidad del Estado legítimo Republicano. (Muy bien. Aplausos.) El Presidente de la República, el Gobierno responsable en funciones y las Cortes, son los órganos supremos y la representación de la República, y sobre estas entidades ni una mancha ha de caer. (Grandes aplausos.)
Pero nosotros, es decir, el Estado y el pueblo español, no nos batimos sólo por el concepto formal del Derecho, del Estado, no; hay el contenido apasionante, patético, arrancado del corazón, que es el objeto de la contienda; nosotros nos batimos por la unidad esencial de España, por la integridad del territorio nacional, por la independencia de nuestra patria y por el derecho del pueblo español de disponer libremente de sus destinos. (Muy bien. Aplausos.)
Oigo decir que nos estamos batiendo por el comunismo. Es una enorme tontería, si no fuese una maldad. Si nos batiésemos por el comunismo, se estarían batiendo solos los comunistas; si nos batiésemos por el sindicalismo, se estarían batiendo solos los sindicalistas; si nos batiésemos por el republicanismo de izquierda, de centro o de derechas, se estarían batiendo los republicanos. No es eso, nos batimos todos, el obrero y el intelectual, el profesor y el burgués —que también los burgueses se baten—, y los sindicatos y los partidos políticos, y todos los españoles que están agrupados bajo la bandera republicana; nos batimos por la independencia de España y por la libertad de los españoles, por la libertad de los españoles y de nuestra patria. (Grandes aplausos.)
Nos difaman en una campaña en el orden político, fuera y dentro de España; nosotros, señores, no exportamos política, pero tampoco importamos política extranjera, ni la admitiríamos, ni nos la han pedido ni lo deseamos, y puedo declarar por mi función, que la República española no tiene compromiso político con ningún país del mundo. (Muy bien, grandes aplausos.)
¿Es que cuesta tanto trabajo comprender el impulso nacional de un pueblo que no quiere dejarse poner una argolla?
Pero, y el sentimiento propio del hombre libre o el galardón de español, ¿no bastan para hacerse matar en las trincheras?
Los rebeldes hablan de un movimiento nacional, ¿puede existir si empieza por secuestrar la libertad de la nación? Para que esto suceda tiene que haber nacionales libres para manifestarlo. No tienen más que someterse a la prucoa ae dejar a sus súbditos, esclavos o dominados que digan lo que quieren y piensan.
El movimiento nacional está donde alienta el pueblo libre, asistiendo al Gobierno legitimo de la República en su tremenda empresa. Nadie desfallece ni a nadie se le ha obligado a combatir. Sobre la base de las libertades y de la independencia de la Patria se asienta la enorme coalición política y social y de gobierno en defensa de España. Esta unión debe continuar hasta la victoria, y yo quisiera que también después de ella, pues pasaremos momentos graves y dificiles para que la abnegación y el sacrificio tenga que reinar entre todos.
Hay que hacer una política de guerra, que no tiene más que una expresión: disciplina y obediencia al Gobierno responsable de la República; todos los demás métodos son malos, menos uno: el que conduce a la victoria. La guerra se gana con un Ejército bien organizado; a pesar de todos los adelantos de la mecánica y de la industria, el factor decisivo es el hombre, el soldado, el combatiente. El factor que más nos importa es el factor moral.
También en la retaguardia es necesario el espiritu de obediencia y disciplina, en ningún caso de irresponsabilidad en los que mandan, sino en el reconocimiento de las autoridades que, mientras gobiernen y funcionen, responden de la dirección del pais.
«La paz no se puede conseguir sin sacrificios»
Elogió a los combatientes que se hacen matar en las trincheras y que son los jueces de nuestra conducta. Rinde un homenaje a los combatientes de Madrid, que han asumido una representación excelsa, y tiene palabras de encendida emoción para evocar sus monumentos y tesoros de arte, arrasados en llamas. «Este martirio da una grandeza moral, que en España no se habia conocido hasta ahora. (Prolongados aplausos.) Alli pasa lo más grande de la Historia contemporánea de España. Madrid ha ganado la capitalidad moral de los españoles. Madrid es el símbolo del pueblo y de sus ruinas saldrá una nueva capital y de las ruinas del país saldrá una patria nueva.»
Habla del porvenir de España y cree que de esta tremenda conmoción saldrá el pueblo liberado y redimido de la tiranía. «Hay que combatir cualquier tiranía una. otra vez y siempre.» Asegura que el pueblo tiene la grandeza moral para no someterse jamás a la sinrazón de la ametralladora ni a la dictadura de la pistola. «Vuestro actual Presidente —o simple vecino de Madrid—, en ese combate será un soldado de filas; cuando venga la paz y la alegría nos colme a todos, a mí, no. En el sitio que estoy no se cosechan en estas circunstancias más que sufrimientos y torturas, como español y como republicano.
Hemos cumplido el terrible deber de ponernos a la altura de este destino.
La paz y la victoria serán impersonales: victoria de la ley, del pueblo y de la República. No será el triunfo de un caudillo; la República no los tiene ni los quiere. La victoria será impersonal; no será el triunfo de los partidos y organizaciones. Será el triunfo de la libertad republicana, de los derechos del pueblo, de las entidades morales, ante las cuales nos inclinamos. No será un triunfo personal, porque cuando se tiene el valor de español que yo tengo en el alma, no se triunfa personalmente contra compatriotas. Y cuando vuestro primer magistrado erija el trofeo de la victoria, seguramente su corazón de español se romperá, y nunca se sabrá quién ha sufrido más por la libertad de España».
(Grandes aplausos y vivas a la República. Todos los asistentes, en pie, ovacionan largo rato al señor Presidente de la República)
"Paz, piedad, perdón" último discurso como presidente de la Segunda República en el Ayuntamiento de Barcelona pronunciado el 18 de Julio de 1938
«Cada vez que los gobiernos de la República han estimado conveniente que me dirija a la opinión general del país, lo he hecho desde un punto de vista intemporal, dejando a un lado las preocupaciones más urgentes y cotidianas, que no me incumben especialmente, para discurrir sobre los datos capitales de nuestros problemas, confrontados con los intereses permanentes de la nación.
A pesar de todo lo que se hace para destruirla, España subsiste. En mi propósito, y para fines mucho más importantes, España no está dividida en dos zonas delimitadas por la línea de fuego; donde haya un español o un puñado de españoles que se angustian pensando en la salvación del país, ahí hay un ánimo y una voluntad que entran en cuenta. Hablo para todos, incluso para los que no quieren oír lo que se les dice, incluso para los que, por distintos motivos contrapuestos, acá o allá, lo aborrecen. Es un deber estricto hacerlo así, un deber que no me es privativo, ciertamente, pero que domina y subyuga todos mis pensamientos. Añado que no me cuesta ningún esfuerzo cumplirlo; todo lo contrario. Al cabo de dos años, en que todos mis pensamientos políticos, como los vuestros; en que todos mis sentimientos de republicano, como los vuestros, y en que mis ilusiones de patriota, también como las vuestras, se han visto pisoteados y destrozados por una obra atroz, no voy a convertirme en lo que nunca he sido: en un banderizo obtuso, fanático y cerril.
Incumbe a los gobiernos dirigir la política, dirigir la guerra, los cuales gobiernos se forman, subsisten o perecen según los vaivenes de su fortuna o de su popularidad, como las aprecian los órganos responsables en los que se representa y por los que se expresa la opinión pública. Y puesto a discurrir sobre la política y sobre la guerra desde aquél punto de vista que he nombrado y que me pertenece por obligación, he procurado siempre afirmar verdades que ya lo eran antes de la guerra, que lo son hoy, como seguirán siéndolo mañana. Seguramente estas verdades las hemos descubierto entre todos, cada cual a su manera: unos por puro raciocinio; otros las han descubierto por los implacables golpes de la experiencia.
Lo que importa es tener razón, y después de tener razón, importa casi tanto saber defenderla; porque sería triste cosa que, teniendo razón, pareciese como si la hubiésemos perdido a fuerza de palabras locas y de hechos reprobables. Es seguro que, a la larga, la verdad y la justicia se abren paso; mas, para que se lo abra, es indispensable que la verdad se depure y se acendre en lo íntimo de la conciencia y se acicale bajo la lima de un juicio independiente y que salga a la luz con el respaldo y el seguro de una responsabilidad. He deseado siempre que todos lo hagan así. El derecho de enjuiciar públicamente subsiste a pesar de la guerra, salvo en aquellas cosas que pudieran perturbar conocidamente lo que es propio y exclusivo de las operaciones de la defensa. De esta manera, cada cual aporta su grano de arena a formar la opinión. Pero, más que un derecho, es una obligación imperiosa, ineludible, en todos los que de una manera o de otra toman parte en la vida pública. Es una obligación difícil de cumplir. ¿Cómo no va a serlo! Demasiado lo sé. Para vencer esa dificultad se recomienda mucho, como higiene moral, el ejercicio cotidiano de actos de valor cívico, menos peligrosos que los actos de valor del combatiente en el campo de batalla, pero no menos necesarios para la conservación y la salud de la República.
En esta tarea de aconsejar a la opinión, o, más exactamente, de poner a la opinión en condiciones de saber lo que conviene al país, no he regateado nunca mi parte; tampoco hoy. Pienso que, en España, amigos y enemigos están habituados a escucharme como a un hombre que nunca dice lo contrario de lo que siente. O a no escucharme, y por igual razón.
Con estas advertencias llamo en primer término vuestra atención sobre un hecho que todos conocéis: de todas las fases por las que ha ido pasando este drama español, la que hoy predomina y absorbe a todas las demás es la fase internacional.
El drama español surgió aparentemente con los caracteres de un problema de orden interior de España, como un gigantesco problema de orden público. Todos los gobiernos de la república se han esforzado por situarlo así, y porque no fuese más, y ya era bastante. Y la sinceridad de los propósitos y de las intenciones de todos los gobiernos de la República, no puede ponerse en duda, aunque no sea más, si no hubiera otras razones, que por la consideración e su propia conveniencia, porque, de que el drama español dejase de ser un conflicto nuestro, sólo mayores desventuras y calamidades y conflictos podrían venir. Pero el ataque a mano armada contra la República descubrió pronto su aspecto de problema internacional. ¿Lo descubría porque unos grupos sociales o unas fuerzas políticas o las fuerzas armadas del estado se rebelaban contra el régimen establecido? No. Se rebelaba esta fase, porque otros estados europeos, principalmente Alemania e Italia, acudían decididamente con hombres y material, en apoyo de los que atacaban violentamente a la República. ¿Y por qué acudían? ¿Por qué les prestaban este apoyo? ¿Acaso por pura simpatía política, o emprendiendo lo que se llamaría malamente una cruzada ideológica? ¿Por puro espíritu y de propaganda? No. En el fondo, al Estado alemán y al Estado italiano les importa muy poco cuál sea el régimen político de España, y si la República española se hubiese prestado a entrar en el sistema de política occidental europea que planteaba el Gobierno italiano y a trabajar por deshacer el statu quo actual y a servir los intereses de la naciente hegemonía italiana en el Mediterráneo, ¡ah!, s seguro que en Roma y en Berlín se hubiese declarado que la República española era el arquetipo de organización estatal. Les prestan esa ayuda para incorporar a España, con todo lo que España significa, a pesar de su debilidad militar, al sistema que nace en Roma, y que no me voy a cansar en definir, porque todos lo conocéis.
Cuando los síntomas probatorios de esta situación aparecieron, y los divulgamos, y los dimos a conocer al mundo, no fuimos creídos. Se pensó, tal vez, que eran artículos para la exportación, trabajos de propaganda. Yo mismo, allá por julio o agosto del 36, en las primeras manifestaciones publicas que hice para el extranjero sobre nuestra cuestión, lo dije así. Debieron de creer que yo me había adscrito a los principios de la propaganda. Después, los gobiernos de la República, incesantemente, han llevado a todas partes las pruebas de este hecho; pruebas irrefutables que destruían la convencional actitud de fingir una duda, y todas estas pruebas fueron recibidas o con una reserva desconfiada o con una simpatía taciturna; pero ya nadie lo puede poner en duda, nadie puede afectar la posición de la duda y ha sido preciso, para que estas dudas no puedan subsistir, ni si quiera como artificio de discusión, que los agresores confiesen la agresión, se jacten de ella, expliquen sus fines, y no solo esto, si no que conviertan la agresión en moneda de cambio y en materia de regateo y de contrato.
Delante de esta situación ¿Qué han hecho los gobiernos de la República? ¿Acaso declara la guerra a Italia y a Alemania? No. Han ido con su derecho a las instituciones internacionales creadas para el mantenimiento de la legalidad. España, sobretodo con la República, había tomado en serio los propósitos, aunque no siempre los métodos de la Sociedad de Naciones; y se había adherido a los principios que inspiraban los planes de seguridad colectiva. Aunque todos los españoles, por raro caso estaban unánimes en mantener en nuestro país una neutralidad a todo trance y costa, España acepto las limitaciones que a esa política de neutralidad contiene y contenía el pacto de la Sociedad de Naciones, con tal de sumarse a una obra superior de interés general.
La República inscribió en su Constitución los principios generales del pacto. La República se sumó a la política de sanciones cuando el ataque italiano contra Etiopía, secundando la política de los poderosos de la tierra, que entonces tenían la fortuna de que su interés nacional coincidiese con los dictados que rigen la vida moral de a Sociedad de Naciones. Cuando la política de sanciones fracasó por lo que todo el mundo sabe, la Republica española quedo expuesta, descubierto el costado, a las represalias del rencor. Pocas semanas después de decretarse la abolición de las sanciones y todavía vivo el conflicto de Etiopía, comenzaba la agresión italiana contra nuestro país. Y no solo esto. España, lo mi9smo bajo la monarquía que bajo la República, se había mantenido fiel al sistema de equilibrio y de statu quo en la Europa occidental y en el Mediterráneo; equilibrio basado en la hegemonía Británica y en la libertad de comunicaciones marítimas de Francia con su imperio en Ãfrica. No nos ligaba a este sistema ningún pacto, ni publico ni secreto, ninguna alianza, ningún tratado. Pero era la consecuencia de nuestro estado interior, de nuestra posición en el mapa de Europa. Trastornarlo, habría supuesto un esfuerzo gigantesco en el orden militar, completamente desproporcionado a los recursos del país y sin nada que ver con su conveniencia fundamental.
Tales han sido los crímenes de la República en el orden internacional. Cuando los gobiernos de España fueron a presentar sus reclamaciones y sus alegaciones donde debían -y no sólo a Ginebra-, todos los proyectos propuestos o solicitados o requeridos por el Gobierno español fracasaron. ¿Por qué? La tesis consiste en decir que el dar paso a las reclamaciones del Gobierno español, por justas que sean, habría producido la guerra general. Nunca he podido admitir la realidad de esa tesis. No se puede admitir, no en el orden teórico, si no en el orden de los factores políticos, tal como de hecho están situados en Europa; no se puede admitir que el mantenimiento sereno y digno de las obligaciones pactadas fuese a producir un conflicto internacional. Opinión que, dicha por mí, podría parecer interesada; pero en ella me acompañan eminentes estadistas extranjeros que han tenido sobre sí la responsabilidad del poder en sus países durante los días más agudos de la crisis, y opinan lo mismo.
Es, por otra parte calumnioso y desatinado afirmar que el Gobierno, éste u otro, de la Republica, ha buscado, ha deseado nunca una guerra general para disolver en ella nuestro problema nacional. Sería una táctica equivocada atosigar a los demás, con los peligros que corren con una u otra política. Es impertinencia tratar de explicar a los demás en que consiste su interés nacional. Ya ellos lo saben muy de sobra. Sería pueril creer que la política internacional de un país puede fundarse, no ya exclusivamente, pero ni siquiera principalmente en la semejanza o diferencia de los regímenes políticos. La política internacional de un país está determinada por datos inmutables o de muy difícil mudanza, y por debajo de los regímenes políticos, hay valores de otro orden que los rebasan y que, en realidad, los subyugan. Me excuso de poner ejemplos del exterior que son bien palpitantes y están en la noticia de todos. Basta volver la vista a nuestro país. La República ha hecho la misma política internacional que la monarquía y por iguales razones. Pero dentro de teso y dejando a salvo el interés nacional de cada cual como lo entienda, es innegable que existen contactos, repercusiones probables, interferencias que forma parte de aquel mismo interés nacional y que constituyen el terreno común para una inteligencia a favor de la paz y la protección de la independencia de cada uno.
Así entendido el problema, con todo lo que los gobiernos de la República han hecho sobre el particular no ha rebasado nunca los límites decentes que la discreción exterior impone. Y es absolutamente absurdo suponer que nadie con responsabilidad en la República ha tenido el pensamiento ni el deseo de zafarse del conflicto nuestro interior provocando una conflagración europea. Contra semejante dislate militan muchas razones: meses hace que expuse algunas. Militan todas las razones de humanidad, de prudencia humana y de sabiduría de la conducta en la vida que hay siempre contra cualquier genero de guerra; milita, además, que los españoles ya tenemos bastante, y aun de sobra, con la guerra que estamos sufriendo; y sobre eso una, una consideración de orden político bastante clara. Si por causa de la guerra de España hubiese en Europa una conflagración general, la causa de España quedaría relegada a muy segundo término, y la solución que adviniera no tendría nada que ver, ni por casualidad con los intereses fundamentales que nosotros representamos y defendemos. Es, por tanto, indispensable que se acallen las imaginaciones quiméricas que esperaban o temían actos de desesperación del Gobierno de la República. En primer lugar, aquí nadie esta desesperado, y en segundo término, si las dificultades creciesen, todavía sería desatinado remedio provocar una dificultad mayor y seguramente indomable.
Los hombres de mi tiempo recibimos, estando en la adolescencia, la impresión del desastre de 1898. Huella terrible que en ciertos aspectos, ha dominado toda nuestra vida pública. Hemos pasado cuarenta años escarneciendo aquella política, sin piedad para ella, sin tomar en cuenta ninguna de las excusas posibles que un político encuentra siempre para justificar su posición, y seria demasiado a estas alturas que tuviéramos que someternos a la cruel burla del destino de cometer un dislate todavía mas grande. Por mi parte, no podría resignarme a prestar una aparente aprobación, ni siquiera con mi muda presencia, a ningún acto de ningún gobierno que pareciese inspirado, directa o indirectamente, en el propósito de convertir la guerra de España en una guerra general.
Las tesis que han prevalecido en el exterior, entre los que se ocupan de nuestro problema, en cuanto problema europeo, consisten en afirmar que es indispensable limitar la guerra de España y extinguir la guerra de España. Se entiende por limitar la guerra de España tomar aquella precauciones y aquellas medidas que corten el peligro de conflagración general salido de nuestro problema, y por extinguir la guerra de España la pacificación de nuestro país. He tenido la ocasión de decir ya, meses hace, que limitar la guerra de España es obligación de los demás, porque no hemos sido nosotros quienes la guerra de España a los intereses de otras potencias; que incumbe a los demás limitar la guerra de España. Nosotros no tenemos medios de impedir que desembarquen en España los millares de hombres y millares de toneladas de material de guerra de Italia y Alemania. Incumbe los demás limitar la guerra de España; extinguir la guerra de España les incumbe a los españoles; pero les incumbe, les incumbirá cuando haya desaparecido de la Península el padrón de ignominia que supone la presencia de los ejércitos extranjeros luchando contra los españoles; antes, no.
Para limitar la guerra de España, secundando aquella iniciativa exterior y desmintiendo una vez más los supuestos propósitos de los gobiernos españoles favorables a una conflagración general, la República ha consentido sacrificios inmensos, sacrificios en su interés, sacrificios en su derecho. A todo lo largo de la lamentable historia de la política de no-intervención, esta siempre el sacrificio de la República y de los gobiernos republicanos. Del valor moral, de la energía cívica, de la perspicacia política que haya en el fondo de la política de no-intervención, la historia juzgara; pero nosotros estamos autorizados para decir desde ahora que, sin dudar de las buenas intenciones de los demás, tal como ha funcionado y funciona la política de no-intervención, ha parecido que el único que no tenia derecho a intervenir en la guerra de España era el Gobierno español. Producto de esa tesis y órgano de esa política son el Comité de Londres y su acuerdo reciente, que todos conocemos. Por fin, las potencias signatarias del acuerdo de no-intervención han llegado a aprobar un texto en virtud del cual, con estos o los otros métodos, se retiraran de España estos que llaman los voluntarios extranjeros. Hace una año por ahora, un texto aproximadamente igual no pudo ser aprobado en Londres, ciertamente que no por culpa del Gobierno de la República, y yo considero que si ese texto se hubiese aprobado el año anterior, a pesar de todas las tardanzas y disquisiciones que puedan oponerse a su ejecución, ya estaría cumplido y España pacificada. Porque si hace falta limitar la guerra y extinguir la guerra, y para cada cual es un deber distinto, ya añado ahora que limitar la guerra de España, si en efecto se limita, es extinguirla, porque la guerra de España esta única y exclusivamente mantenida por la invasión extranjera.
¿Qué vale el acuerdo de Londres? Es por de pronto de mala fe dudar de la actitud de España frente a ese acuerdo. En primer lugar el Gobierno de la República no tiene que pedir permiso a nadie para aceptarlo o para rechazarlo; y en segundo término, el Gobierno de la República, que mantiene la tesis de que el conflicto español debe quedar reducido, como siempre lo ha mantenido, a un conflicto interno, no puede negar paso a las medidas que tengan el propósito de dar a eso una más o menos remota realidad.
Es bueno que se sepa que, ya en septiembre del 36, no faltó quien recomendase y señalase ese camino, sin resultado, y que desde entonces acá los gobiernos, unas veces en Ginebra, otras en Londres o donde lo han podido hacer, han insistido continuamente, reclamando una solución en este particular. Nunca hemos pedido otra cosa. El Gobierno podrá hacer las salvedades de principio, de realización, criticar o pedir aclaraciones, discutir estos o los otros puntos; pero, en el fondo del asunto, nuestra voluntad y la voluntad del Gobierno es de sobra conocida: que se vayan los invasores de España, y nos resignaremos a que se vayan los hombres que, voluntariamente y de verdad, han venido a defender la República; pero ¡que se vayan! La República y la paz de España habrán dado entonces un paso de gigante.
Yo no se si se cumplirá o no; no tengo noticias de lo que ocurre en los recónditos despachos donde los diplomáticos cuchichean; pero, si de verdad se quiere pacificar a España, no hay si no que cumplir a fondo, rápidamente y con lealtad, el acuerdo de Londres.
Y añado, pensando no ya como español, si no como europeo, que es insigne locura, desvarío y responsabilidad aplastante, dejar que el porvenir de Europa esté pendiente de la suerte de las armas en la Península.
En rigor, si los españoles quisieran dar muestras de su carácter y de aquella altivez de que, con tanta frecuencia, y no siempre con razón, blasonan, el Comité de Londres no haría falta para nada porque serian los mismos españoles, por fin alumbrados acerca de en que consiste su verdadero interés, los que harían reemprender el camino de su patria a los invasores de España.
El Comité de Londres, delante del problema europeo presente y latente, toma los caminos, las determinaciones, propone los métodos que considera útiles para resolverlo o para evitar ese conflicto; pero el Comité de Londres no se cura, ni tiene por qué, del prestigio y de la honra de los españoles. Y no se puede negar que el acuerdo del Comité de Londres es un baldón bochornoso para nuestro país porque viene a rectificar, a corregir y, si se puede todavía, a enmendar, la inconcebible locura de haber traído a la patria un poderío extranjero. Que sea necesario corregir desde fuera las faltas de otros españoles, aunque sean enemigos nuestro, me avergüenza.
A los españoles que han favorecido y aprovechado la invasión extranjera se les dice, para consolarlos, que esa invasión, con todas sus incalculables consecuencias, que todavía no se han puesto a la luz del todo, es la piedra angular en que se ha de fundar el nuevo Imperio español. ¡Fantástico Imperio! Si un Imperio español fuese posible y deseable, que no lo es, no bastaría el decretarlo en una gaceta oficial o en unas arengas políticas. ¿Sería un singular imperio el que, para nacer, comienza echándose a los pies de sus amigos y valedores, dejándose aherrojar por ellos! Cuando los españoles de talla gigante fundaban imperios de verdad, no traían extranjeros a pelear contra su propio país. Cuando la corona de España aspiraba y casi conseguía el dominio universal, los españoles iban a guerrear a Lombardía y a Nápoles, saqueaban Roma, ponían preso al papa, y sojuzgaban a los italianos, seguramente sin ningún derecho y con excesiva dureza, pero los sojuzgaban, y no se les ocurría traer a los italianos a España a matar españoles en las orillas del Tajo y del Ebro a titulo de la fundación del Imperio español.
Y yo me pregunto si todos los colaboradores de la invasión extranjera o los que la padecen -que hay muchos que la padecen-, cuando vean las ciudades arrasadas y los españoles muertos a millares por obra de las armas extranjeras, se consolaran de su dolor de españoles pensando: «Es el Imperio que nace». ¡Triste consuelo! Caso como este no tiene semejanza en la historia contemporánea de Europa. Para encontrar algo que se le parezca, hay que recordar las guerras civiles del siglo XVI y del siglo XVII, en que, so capa de guerra religiosa, se disputaba realmente el predominio político sobre el continente. Entonces, los españoles, soldados de in Imperio, hacían en Francia exactamente el mismo papel que hacen ahora en España los alemanes y los italianos, pero a los ligueros católicos franceses que cooperaban con los ejércitos invasores de España en Francia, no se les ocurría decir que estaban fundando un imperio francés, y entonces el sentimiento del patriotismo, la moral del patriotismo y los dictados del sentimiento nacional no estaban en el punto a que en la edad moderna han llegado; los motivos eran otros, y cuando tanto el poderío francés como cualquier otro de Europa se constituyó, se constituyó precisamente contra nosotros, no a favor nuestro. El día que un rey francés, a costa de oír misa, recobro su capital, el ejército español que guarnecía París, abandonó la ciudad, tambor batiente, banderas desplegadas, y el rey Enrique, que los veía salir, les dijo: «Señores españoles, encomendadme a vuestro amo, pero no volváis mas».
Este sentimiento ¿no estallará en el alma de los españoles que se crean patriotas y que crean estar alentados por un espíritu nacional, cuando hace ya más de tres siglos que un rey francés lo profirió pensando en la libertad de su pueblo? Nosotros sí lo sentimos, sí lo pensamos. Para nosotros la salida de los invasores de España es una cuestión de honra. En ninguna lengua del mundo se dice con tanta rotundidad: una cuestión de honra. Creemos que debe serlo para todos y, por tanto, una cuestión previa, porque ninguna nación puede vivir decorosamente ni tiene derecho al respeto ni a la amistad de las demás, si ha perdido la honra y la libertad.
Las otras fases por que ha ido pasando el problema de España, o están vencidas, o están agotadas. Me refiero, claro está, al pronunciamiento inicial y a la guerra civil de que aquel pronunciamiento fue señal. Es un hecho indiscutible que el pronunciamiento militar fracasó; fracasó a las 48 horas, y estos dos años en que el poderoso concurso de hombres y material -mas importante quizá el del material que el de hombres- de Alemania y de Italia y la numerosa presencia de la morisma, no han bastado para derrocar por la fuerza a la República, están probando qué habría sido del pronunciamiento y de la guerra civil subsiguiente sin el auxilio exterior.
Esta no es una afirmación o una condolencia vana y puramente teórica, porque está preñada de consecuencias de orden político. La guerra civil está agotada, no porque haya arriado las banderas ni porque hayan suscrito nuestras tesis o nuestros puntos de vista políticos sobre la mejor manera de gobernar a nuestro país, no; está agotada por efecto de la experiencia terrible de estos dos años.
En la bases del ataque armado contra la República había, entre otros, unos errores que conviene señalar. Había, en primer término, un error de información, abultado y explotado por la propaganda: el error de creer que nuestro país estaba en vísperas de sufrir una insurrección comunista. Todos sabemos el origen de aquella patraña. Es un artículo de exportación de Alemania e Italia, que sirve para encubrir empresas mucho mas serias. ¡Una insurrección comunista el año 36! ¡Cuando el Partido Comunista era el más moderno y menos numeroso de todos los partidos proletarios; cuando en las elecciones de febrero los comunistas habían obtenido, incluso dentro de la coalición, diecisiete actas, que representaban menos del cuatro por ciento de todos los sufragios emitidos en aquella ocasión en España! ¿Quién iba a hacer esa revolución? ¿Quién la iba a sostener? ¿Con que fuerzas, suponiendo, que ya es suponer, que alguien hubiera pensado en semejante cosa?
La lógica hubiera prescrito que ante una amenaza de este tipo o de otro semejante contra el Estado republicano y contra el Estado español, que no era comunista, ni estaba en vías de serlo, de alto abajo, ni en los costados, todas esas fuerzas políticas y sociales amedrentadas por esa supuesta amenaza, se hubieran agrupado en torno al Estado para defenderlo, hubieran hecho el cuadro en torno suyo, porque al fin y al cabo era un Estado burgués; pero, lejos de eso, lo cual prueba la falsedad de la tesis, en lugar de defenderlo lo asaltaron. Un error, además, sobre el verdadero estado del país, que no en vano venía siendo trabajado, no ya desde la República, si no desde 1917, y si se me apura un poco, desde comienzo de siglo, por una profundísima corriente de transformación política. Y derivado de este error, otro todavía más grave: el error de suponer que el pueblo español, atacado por sorpresa, no sabría ni podría ni querría defenderse. Estos errores sirvieron de base, de incentivo al móvil inmediato, al móvil inmediato confesable, que era defender los intereses, respetables sin duda, que se suponían amenazados por una revolución bolchevique. Y las pasiones que azuzaban esto, triste es decirlo, no eran si no el odio y el miedo, que han cavado en España un abismo que se va colmando de sangre española; y el resorte original, la intolerancia castiza, la intolerancia fanática. El enemigo de un español es siempre otro español. Al español le gusta tener libertad de decir y pensar lo que se le antoja, pero tolera difícilmente que otro español goce de la misma libertad, y piense y diga lo contrario de lo que él opinaba.
Conjugados todos estos elementos, se produce el alzamiento y ataque a mano armada contra la República y, en vez del triunfo fácil, del triunfo alegre para los agresores -penoso únicamente para los agredidos- , estalla una calamidad nacional, que no tiene precedente en la historia de España, con todas las consecuencias de orden político y económico, fácilmente previsibles, y que no dejaron de ser previstas, para cuando se produjera un ataque contra la solución de termino medio que representaba la República. Y ya estáis viendo, ya estarán viendo el cuadro: el triunfo.. en las nubes; cientos de miles de muertos; ciudades ilustres y pueblos humildísimos, desparecidos del mapa; lo más sano de ahorro nacional, convertido en humo; los odios, enconados hasta la perversidad; hábitos de trabajo, perdidos; instrumentos de trabajo, desaparecidos; la riqueza nacional, comprometida para dos generaciones. Y aquellos que, con esta operación, deseándola, preparándola, sirviéndola, pensaban poner a salvo esta u otra parte de su riqueza o de su interés, han averiguado ya que, merced a su operación, han sufrido lesiones, en el orden material y en el orden moral, mucho mayores que las que hubieran podido sobrevenirles de la República, aunque la República hubiera sido revolucionaria, y no moderada y parlamentaria como realmente lo era.
El daño ya está causado; ya no tiene remedio. Todos los intereses nacionales son solidarios, y, donde una quiebra, todos los demás se precipitan en pos de su ruina, y lo mismo le alcanza al proletario que al burgués; al republicano que al fascista; as todos igual. Durante cincuenta años, los españoles están condenados a la pobreza estrecha y a trabajos forzados si no quieren verse en la necesidad de sustentarse de la corteza de los árboles. Y el proletario que percibiera o perciba un salario de veinticinco pesetas será más pobre que cuando percibía uno de cinco o seis, y el millonario de pesetas se contentara con ser millonario de perras chicas o de céntimos, todo lo más. Esto ya no tiene remedio. Añádase a eso la empresa de desnacionalización, la empresa de desespañolización, anexa e inherente a la presencia de los gobiernos y de las tropas extranjeras en España, la cual empresa no se caracteriza ni se denota principalmente en el orden militar, ni siquiera en el orden político o internacional, con ser tan grave. Donde se denota y se muestra la garra clavada implacablemente en lo más vivo del ser español es en el orden económico. Las sumas gastadas por Italia y Alemania en España no las perdonarían; ni los esfuerzos hechos; ni abandonarían las posiciones tomadas, y, si los planes de los agresores se realizasen, durante dos o tres generaciones lo mas fructífero del trabajo español iría a las arcas de Roma y de Berlín, para quienes estarían trabajando los españoles, como les ocurrió a algunas de las naciones vencidas en la gran guerra hasta que se declararon en quiebra, porque España en esas condiciones sería una nación vencida y sojuzgada.
Por esto afirmo que muchos, cuando no todo, de los que han calentado y sustentado la guerra civil en España y todavía la sostienen, descubren ahora que en la guerra han comprometido y perdido mucho más de lo que imaginaban comprometer o poder perder. ¡Y cuántos, cuántos, y no de los menores, darían algo bueno por volver al mes de julio de 1936, y lo pasado, pasado, y que se borrase esta pesadilla y, sobretodo, que se borrase la responsabilidad de haberla desencadenado! La guerra civil está agotada en sus móviles porque ha dado exactamente todo lo contrario de lo que se suponía que se proponían sacar de ella, y ya a nadie le puede caber duda de que la guerra actual no es una guerra contra el Gobierno, ni una guerra contra los gobiernos republicanos, ni siquiera una guerra contra un sistema político: es una guerra contra la nación española entra, incluso contra los propios fascistas, en cuanto españoles, porque será la nación entera, y ya está siendo, quien la sufra en su cuerpo y en su alma.
Yo afirmo que ningún credo político, venga de donde viniere, aunque hubiere sido revelado en una zarza ardiente, tiene derecho, para conquistar el poder, a someter a su país al horrendo martirio que esta sufriendo España. La magnitud del dislate, el gigantesco error, se mide más fácilmente con una consideración menos dramática, casi vulgar. Hace dos años que empezó este drama, motivado aparentemente en el orden político por no querer respetar los resultados del sufragio universal en el mes de febrero del 36. Han pasado dos años. Y cabe discurrir que, con la fugacidad de las situaciones políticas en España y con las fluctuaciones propias de las instituciones democráticas y de las variantes de la voluntad del sufragio popular, si en vez de cometer esta locura se hubiera seguido en el régimen normal, a estas horas es casi seguro que estaríamos en vísperas de una nueva consulta electoral, en la cual todos los españoles, libremente, podrían probar sus fuerzas políticas en España. ¿Qué negocio ha sido este de desencadenar la guerra civil?
Si convierto ahora la mirada a otros puntos del horizonte, es de advertir, hablando siempre con la misma lealtad, que en cuanto el Estado republicano y la masa general del país se repusieron del aturdimiento, de la conmoción causada por el golpe de fuerza, empezaron a reanudarse aquellos vínculos que la espada cortó. Y ciertas verdades, que habían sido inundadas por el aluvión, volvieron a ponerse a flote y a entrar en nueva vigencia, y, por fortuna, hoy nadie las desconoce; por fortuna, porque no se pueden infringir impunemente. Destaco entre ellas que todos los españoles tenemos el mismo destino, un destino común, en la prospera y en la adversa fortuna, cualesquiera que sean la profesión religiosa, el credo político, el trabajo y el acento, y que nadie puede echarse a un lado y retirar la puesta. No es que sea ilícito hacerlo: es que, además, no se puede. Que el Estado, en sus fines propios es insustituible, y no hay mas estado digno de este nombre, sin sus bases funcionales, cuales son el orden, la competencia y la responsabilidad; que no puede fiarse nada a la improvisación, como no se quiera decir que improvisación es hacer pronto y bien las cosas que la torpeza o la desidia hacían tarde y mal; fuera de ello, en la vida no se improvisa nada, y cuando se habla de improvisación se dice un vocablo vicioso o vacío, y cuando la improvisación se confunde con el arbitrismo, se cosechan tonterías, novatadas y fracasos. Y por ultimo, que nuestra guerra, tal como nosotros la entendemos y padecemos, es una guerra de defensa, y su justificación única reside precisamente en la defensa del derecho estatuido para la garantía de la libertad de toda la nación y de la libertad política de sus miembros, sin que sea lícito anteponer al fin único de la guerra fines secundarios, ni hacer desviar hacia ellos la guerra misma, por respetables y venerables que sean esos fines.
Muchas veces, o, sino muchas, algunas, me he hecho interprete de estas verdades ante el publico en general. Hace más de un año y medio, en aquellos días rudísimos, cuando la política y la guerra conjugaban su silueta sombría, alcé la voz en Valencia para recordar a todos, con aprobación del Gobierno, que el Estado republicano sostiene la guerra porque se la hacen; que nuestros fines de estado eran restaurar en España la paz y un régimen liberal para todos los españoles; que nosotros no soportaremos ningún despotismo ni de un hombre, ni de un grupo, ni de un partido, ni de una clase; que los españoles somos demasiado hombres para someternos, calladamente, a la tiranía de la pistola o la sinrazón de la ametralladora; que en la guerra no se ventila una cuestión de amor propio; que el triunfo de la República no podría ser el triunfo de un caudillo de un partido, si no el triunfo de la nación entera, restaurada en su soberanía y en su libertad. Sin amor propio, porque en una guerra civil -yo lo digo desde lo más profundo de mi corazón- no se triunfa personalmente sobre un compatriota.
Mas tarde, también en Valencia, me levanté para decir que no es aceptable una política cuyo propósito sea el exterminio del adversario, exterminio ilícito y, además, imposible, y que si el odio y el miedo han tomado tanta parte en la incubación de este desastre, habría que disipar el miedo y habría que sobresanar el odio, porque por mucho que se maten los españoles unos contra otros, todavía quedarían bastantes que tendrían necesidad de resignarse -si este es el vocablo- a seguir viviendo juntos, si ha de continuar viviendo la nación.
Y hablando en Madrid al ejército que defiende la capital, un ejército español, como todos los nuestros, le dije, sacando a la luz su mas intimo sentir, corroborado por las lagrimas y por los aplausos de aquellos valientes soldados, que estaban luchando en causa propia, que se identificaba con la causa nacional, y que luchaba por su libertad, pero también por la libertad de los que no quieren la libertad. Y ellos lo aceptan y lo saben. Esta es la grandeza inconfundible del ejército español, del ejército de la República, el ejército que es ahora verdaderamente la nación en armas, en cuyas filas tanto el burgués como el proletario, tanto el intelectual como el manual, luchan y mueren juntos y aprenden a conocerse y a saber que por encima de las diferencias de clase y por encima de todos los contrastes de las teorías políticas, esta, no solo la indomable condición humana que nos iguala, si no la emoción de ser españoles, que a todos nos dignifica.
Este ejército que, con su tesón, con su espíritu de sacrificio, con su terrible aprendizaje esta formando y ha formado el escudo necesario para que entretanto la verdad y la justicia se abran paso en el mundo, forja con sus puños y calienta con su sangre el arquetipo de una nación libre. Su causa, por española que sea, tiene una repercusión en todo el mundo. Hacia estos combatientes va no solo nuestra admiración, si no nuestro profundo respeto. Tejed con vuestro aplauso la corona cívica que merece su ejemplar ciudadanía.
Ellos forjan el porvenir, y yo del porvenir no sé nada. El papel de profeta no me cumple. Y como, además, estoy en mi patria, no quiero forzar la veracidad del adagio. Del porvenir ha hablado el Gobierno, y esta más en su función. Hace pocas semanas, el Gobierno de la República ha promulgado una declaración política que ha hecho bastante ruido, y yo lo celebro. En esa declaración política, lo que yo encuentro es la pura doctrina republicana -nunca he profesado otra-, y al prestarle mi previo asentimiento a esa declaración sin ninguna reserva, no hice más que remachar y repasar todos mis pensamientos y palabras de estos años. Para llenarla de contenido cada día más, para realizarla a fondo, no deben ponerse obstáculos al Gobierno, a este o a otro Gobierno que sustente la misma doctrina. Y es de advertir que no puede haber ningún Gobierno que no la sustente. En esa declaración, hablando del porvenir, el gobierno alude, más que alude, nombra expresamente la colaboración de todos los españoles el día de mañana, después de la guerra, en la obra de reconstrucción de España. Ha hecho bien el Gobierno en decirlo así. La reconstrucción de España será una tarea aplastante, gigantesca, que no se podrá fiar al genio personal de nadie, ni siquiera de un corto número de personas o de técnicos; tendrá que ser obra de la colmena española en su conjunto, cuando reine la paz, una paz nacional, una paz de hombres libres, una paz para hombres libres.
Y entonces, cuando los españoles puedan emplear en cosa mejor este extraordinario caudal de energías que estaba como amortiguado y que se ha desparramado con motivo de la guerra; cuando puedan emplear en esa obra sus energías juveniles que, por lo visto son inextinguibles, con la gloria duradera de la paz, sustituirán la gloria siniestra y dolorosa de la guerra. Y entonces se comprobara una vez mas lo que nunca debió ser desconocido por los que lo desconocieron: que todos somos hijos del mismo sol y tributarios del mismo arroyo. Ahí está la base de la nacionalidad y la raíz del sentimiento patriótico, no en un dogma que excluya de la nacionalidad a todos los que no lo profesan, sea un dogma religioso, político o económico. ¡Eso es un concepto islámico de la nación y del Estado! Nosotros vemos en la patria una libertad, fundiendo en ella, no solo los elementos materiales de territorio, de energía física o de riqueza, si no todo el patrimonio moral acumulado por los españoles en veinte siglos y que constituye el titulo grandioso de nuestra civilización en el mundo.
Habla de reconstrucción el Gobierno. Y en efecto, reconstrucción será en todo aquello que atañe al cuerpo físico de la nación: a lasa obras, a los instrumentos de trabajo etcétera; pero hay otro capitulo, en otro orden de cosas, en que no podrá haber reconstrucción; tendrá que ser construcción desde los cimientos, nueva. Y esto, por motivo, por causas que no dependen de la voluntad de los hombres ni de los programas políticos, ni de las aspiraciones de nadie. En primer lugar, la conmoción producida por la guerra ha derrocado todas las convenciones sociales en vigor, no me refiero a as convenciones del tipo jurídico, si no a las convenciones de la vida social, del trato entre hombres, echándolas por el suelo al poner a cada cual en trance terrible de afrontar con inminencia la muerte. Todo el mundo, altos y bajos, han mostrado ya, sin disfraz, lo que lleva dentro, lo que realmente es, lo que realmente era De suerte que hemos llegado, por causa no precisamente de las operaciones militares, si no de la conmoción general originada en la guerra, a una especie de valle de Josafat, como después del acabamiento del mundo, en el que nadie puede engañarse ni engañarnos: todos sabemos ya quienes éramos todos. Muchos se han engrandecido, otros, y no pocos, se han envilecido. ¡Dichoso el que muere antes de haber enseñado el limite de su grandeza! Muchos no han muerto, por desgracia suya. Esta conmoción de orden moral creara en el porvenir de España una situación digamos, incomoda, porque, en efecto, es difícil vivir en una sociedad sin disfraz, y cada cual tendrá delante ese espejo mágico, donde ya no se vera con la fisonomía del mañana, si no donde, siempre que se mire, encontrara lo que ha sido, lo que ha hecho y lo que ha dicho durante la guerra. Y nadie lo podrá olvidar, no por espíritu de venganza, si no como no se pueden olvidar los rasgos de la fisonomía de una persona.
Además de este fenómeno, de muchas y muy dilatadas y profundas consecuencias, como probara el porvenir; además de este fenómeno de orden psicológico y moral respecto de las personas, hay otro mucho mas importante. Nunca ha sabido nadie ni ha podido predecir nadie lo que se funda con una guerra ¡nunca! Las guerras, sean o no exteriores y, sobre todo, las guerras civiles, se promueven o se desencadenan con estos o los otros programas, con estos o los otros propósitos, hasta donde llega la agudeza, el ingenio o el talento de las personas; pero jamás en ninguna guerra se ha podido descubrir desde el primer día cuales van a ser sus profundas repercusiones en el orden social y en el orden político y en la vida moral de los interesados en la guerra. Conste que la guerra no consiste solo en las operaciones militares, en lo movimientos de los ejércitos, en las batallas. No; eso es el signo y la demostración de otra cosa mucho mas profunda y mas vasta y mas grande; eso es el signo de dos corrientes de orden moral, de dos oleadas de sentimiento, de dos estados de animo que chocan, que se encrespan, que luchan el uno contra el otro, y de los cuales se obtiene una resultante que nadie ha podido nunca calcular. Nadie, nunca.
Guerras emprendidas para imponer sobre todo la unidad dogmática, han producido la proclamación de la libertad de conciencia en Europa y el estatuto político de los países disidentes de la unidad católica; guerras emprendidas para imponer la monarquía universal, han producido el levantamiento liberal, entre otros el del pueblo español; guerras emprendidas para abatir un militarismo, lo han dejado mas vivo, lo han hecho retoñar mas vigoroso, han hecho triunfar una revolución social. Nuestras propias guerras son ejemplo de lo que digo. Y no me refiero tampoco a la estructura política ni a las constituciones o a los decretos que vayan a hacer los gobiernos de mañana. No, no es eso; es la conmoción profunda en la moral de un país, que nadie puede constreñir y que nadie puede encauzar. Después de un terremoto, es difícil reconocer el perfil del terreno. Imaginad una montaña volcánica, pero apagada, en cuyos flancos viven, durante generaciones muchas familias pacificas. Un día, la montaña entra de pronto en erupción, causa estragos, y cuando la erupción cesa y se disipan las humaredas, los habitantes supervivientes miran a la montaña y ya no les parece la misma; no reconocen su perfil, no reconocen su forma. Es la misma montaña, pero de otra manera, y la misma materia en fusión que expele el cráter, cuando cae a tierra y se solidifica, forma parte del perfil del terreno y hay que contar con ella para las edificaciones del día de mañana.
Este fenómeno profundo, que se da en todas las guerras, me impide a mi hablar de España en el oren político y en el orden moral, porque es un profundo misterio, en este país de las sorpresas y de las reacciones inesperadas, lo que podrá resultar el día de mañana en que los españoles, en paz, se pongan a considerar lo que han hecho durante la guerra. Yo creo que si de esta acumulación de males ha de salir el mayor bien posible, será con ese espíritu, y desventurado el que no lo entienda así. No tengo el optimismo de un pangloss ni voy a aplicar a este drama español la simplísima doctrina del adagio, de que «no hay mal que por bien no venga». No es verdad, no es verdad. Pero es obligación moral, sobre todos los que padecen la guerra, cuando se acabe como nosotros queremos que se acabe, de sacar de la lección y de la musa del escarmiento el mayor bien posible, y cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras generaciones, que se acordarán, si alguna vez sienten que le hierve la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y que escuchen su lección: la de esos hombres, que han caído embravecidos en la batalla luchando magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, Piedad y Perdón».
Breve extracto del discurso «Paz, piedad, perdón»
Carta de renuncia como presidente de la República dirigida al presidente de las Cortes, Diego Martínez Barrio, el 27 de febrero de 1939
«Excelentísimo señor: Desde que el general en jefe del Estado Mayor Central, director responsable de las operaciones militares, me hizo saber, delante del presidente del Consejo de Ministros, que la guerra estaba perdida para la República, sin remedio alguno, y antes de que, a consecuencia de la derrota, el Gobierno aconsejara y organizara mi salida de España, he cumplido el deber de recomendar y de proponer al Gobierno, en la persona de su jefe, el inmediato ajuste de una paz en condiciones humanitarias, para ahorrar a los defensores del régimen y al país entero nuevos y estériles sacrificios. Personalmente, he trabajado en este sentido cuantos mis limitados medios de acción permiten. Nada de positivo he logrado. El reconocimiento de un Gobierno legal en Burgos por parte de las potencias, singularmente Francia e Inglaterra, me priva la representación jurídica internacional necesaria para hacer oír de los Gobiernos extranjeros, con la autoridad oficial de mi cargo, lo que es no solamente un dictado de mi conciencia de español, sino el anhelo profundo de la inmensa mayoría de nuestro pueblo.
Desaparecido el aparato político del Estado, Parlamento, representaciones superiores de los partidos, etc., carezco, dentro y fuera de España, de los órganos de consejo y de acción indispensables para la función presidencial de encauzar la actividad de gobierno en la forma que las circunstancias exigen con imperio. En condiciones tales, me es imposible conservar, ni siquiera nominalmente, un cargo al que no renuncié el mismo día que salí de España porque esperaba ver aprovechado ese lapso de tiempo en bien de la paz.
Pongo, pues, en manos de V.E., como presidente de las Cortes, mi dimisión de presidente de la República, a fin de que V.E. se digne darle la tramitación que sea procedente».
Collonges-sous-Salève, París, 27 de febrero de 1939. Manuel Azaña (Rubricado).






«El Sr. Ministro de la Guerra (Azaña): Pido la palabra.
El Sr. Presidente: La tiene S.S.
El Sr. Ministro de la Guerra: Señores Diputados, se me permitirá que diga unas cuantas palabras acerca de esta cuestión que hoy nos apasiona con el propósito, dentro de la brevedad de que yo sea capaz, de buscar para las conclusiones del debate lo más eficaz y lo más útil. De todas maneras creo que yo no habría podido excusarme de tomar parte en esta discusión aunque no hubiese sido más que para desvanecer un equívoco lamentable que se desenvuelve en torno de la enmienda formulada por el Sr. Ramos y que algunos grupos políticos de las Cortes acogieran.
Esta enmienda, merced a la perdigonada que le disparó el Sr. Ministro de Justicia en su discurso de la otra tarde, lleva, desde antes de ser puesta a discusión, un plomo en el ala, y ahora, habiendo modificado la Comisión su dictamen, la enmienda del Sr. Ramos ha perdido cierta congruencia con el texto que está sometido a deliberación. No me referiré, pues, al fondo de ella por no faltar a las reglas de la oportunidad; pero de todos modos, para llegar a esta indicación, a esta salvedad y a esta eliminación del equívoco, me interesa profundamente examinar los dos textos que se contraponen ante la deliberación de las Cortes: el de la Comisión y el voto particular, buscando más allá del texto legislativo y de su hechura jurídica la profundidad del problema político que dentro de ellos se encierra.
A mí me parece, Sres. Diputados, que nunca nos entenderíamos en esta cuestión si nos empeñásemos en tratarla rigurosamente por su hechura jurídica, si nos empeñásemos en construir un molde legal sin conocer bien a fondo lo que vamos a meter dentro y si perdiésemos el tiempo en discutir las perfecciones o las imperfecciones de molde legal sin estar antes bien seguros de que dentro de él caben todas las realidades políticas españolas que pretendemos someter a su norma.
Realidades vitales de España; esto es lo que debemos llevar siempre ante los ojos; realidades vitales que son antes que la ciencia, que la legislación y que el gobierno, y que la ciencia, la legislación y gobierno acometen y tratan para fines diversos y por métodos enteramente distintos. La vida inventa y crea; la ciencia procede por abstracciones que tienen una aspiración, la del valor universal; pero la legislación es, por lo menos, nacional y temporal, y el gobierno -quiero decir el arte de gobernar- es cotidiano. Nosotros debemos proceder como legisladores y como gobernantes y hallar la norma legislativa y el método de gobierno que nos
permitan resolver las antinomias existentes en la realidad española de hoy; después vendrá la ciencia y nos dirá cómo se llama lo que hemos hecho Con la realidad española, que es materia de legislación, ocurre algo semejante a lo que pasa con el lenguaje; el idioma es antes que la gramática y la filología, y los españoles nunca nos hemos quedado mudos a lo largo de nuestra historia, esperando a que vengan a decirnos cuál sea el modo correcto de hablar o cuál es nuestro genio idiomático. Tal sucede con la legislación, en la cual se va plasmando, incorporando una rica pulpa vital que de continuo se renueva. Pero la legislación, Sres. Diputados, no se hace sólo a impulso de la necesidad y de la voluntad; no es tampoco una obra espontánea; las leyes se hacen teniendo también presente el
respeto a principios generales admitidos por la ciencia o consagrados por la tradición jurídica, que en sus más altas concepciones se remonta a lo filosófico y lo metafísico.
Ahora bien: puede suceder, de hecho sucede, ahora mismo está sucediendo, y eso es lo que nos apasiona, que principios tenidos por invulnerables, inspiraciones vigentes durante siglos, a lo mejor se esquilman, se marchitan, se quedan vacíos, se angostan, hasta el punto de que la realidad viviente los hace estallar y los destruye. Entonces hay que tener el valor de reconocerlo así, y sin aguardar a que la ciencia o la tradición se recobren del sobresalto y el estupor y fabriquen principios nuevos, hay que acudir urgentemente al remedio de la necesidad y a poner a prueba nuestra capacidad de inventar, sin preocuparnos demasiado, porque al inventar un poco, les demos una ligera torsió ley, serían el mayor obstáculo para su reforma y progreso, y en vez de ser garantía de estabilidad en la continuación serían el baluarte irreductible de la obstrucción y del retroceso.
Por esta causa, Sres. Diputados, en los pueblos donde se corta el paso a las reformas regulares de la legislación, donde se cierra el camino a la reforma gradual de la ley, donde se desoyen hasta las voces desinteresadas de la gente que cultiva la ciencia social y la ciencia del Derecho, se produce fatalmente, si el pueblo no está muerto, una revolución, que no es ilegal, sino por esencia antilegal, porque viene cabalmente a destruir las leyes que no se ajustan al nuevo estado de la conciencia jurídica. Esta revolución, si es somera, si no pasa de la categoría motinesca, chocará únicamente con las leyes de policía o tal o cual ley orgánica del Estado; pero si la elaboración ha sido profunda, tenaz, duradera y penetrante, entonces se necesita una transformación radical del Estado, en la misma proporción en que se haya producido el desacuerdo entre la ley y el estado de la conciencia pública. Y yo estimo, Sres. Diputados, que
la revolución española, cuyas leyes estamos haciendo, es de este último orden. La revolución política, es decir, la expulsión de la dinastía y la restauración de las libertades públicas ha resuelto un problema específico de importancia capital, ¡quién lo duda!, pero no ha hecho más que plantear y enunciar aquellos otros problemas que han de transformar el Estado y la sociedad españoles hasta la raíz. Estos problemas, a mi corto entender, son principalmente tres: el problema de las autonomías locales, el problema social en su forma más urgente y aguda, que es la reforma de la propiedad, y éste que llaman problema religioso y que es, en rigor, la implantación del laicismo del Estado con todas sus inevitables y rigurosas consecuencias.
Ninguno de estos problemas los ha inventado la República. La República ha rasgado los telones de la antigua España oficial monárquica, que fingía una vida inexistente y ocultaba la verdadera; detrás de aquellos telones se ha fraguado la transformación de la sociedad española, que hoy, gracias a las libertades republicanas, se manifiesta, para sorpresa de algunos y disgusto de no pocos, en la contextura de estas Cortes, en el mandato que creen traer y en los temas que a todos nos apasionan.
Cada una de estas cuestiones, Sres. Diputados, tiene una premisa inexcusable, imborrable en la conciencia pública, y al venir aquí, al tomar hechura y contextura parlamentaria, es cuando surge el problema político. Yo no me refiero a las dos primeras, me refiero a esto que llaman problema religioso. La premisa de este problema, hoy político, la formulo yo de esta manera: España ha dejado de ser católica: el problema político consiguiente es organizar el Estado en forma tal que quede adecuado a esta fase nueva e histórica el pueblo español.
Yo no puedo admitir, Sres. Diputados, que a esto se le llame problema religioso. El auténtico problema religioso no puede exceder de los límites de la conciencia personal, porque es en la conciencia personal donde se formula y se responde la pregunta sobre el misterio de nuestro destino. Este es un problema político, de constitución del Estado, y es ahora, precisamente, cuando este problema pierde hasta las semejas de religión, de religiosidad, porque nuestro Estado, a diferencia del Estado antiguo, que tomaba sobre sí la curatela de las conciencias y daba medios de impulsar a las almas, incluso contra su voluntad, por el camino de su salvación, excluye toda preocupación ultraterrena y todo cuidado de la fidelidad, y quita a la Iglesia aquel famoso brazo secular que tantos y tan grandes servicios le prestó. Se trata, simplemente, de organizar el Estado español con sujeción a las premisas que acabo de establecer.
Para afirmar que España ha dejado de ser católica tenemos las mismas razones, quiero decir de la misma índole, que para afirmar que España era católica en los siglos XVI y XVII. Sería una disputa vana ponernos a examinar ahora qué debe España al catolicismo, que suele ser el tema favorito de los historiadores apologistas; yo creo más bien que es el catolicismo quien debe a España, porque una religión no vive en los textos escritos de los Concilios o en los infolios de sus teólogos, sino en el espíritu y en las obras de los pueblos que la abrazan, y el genio español se derramó por los ámbitos morales del catolicismo, como su genio político se derramó por el mundo en las empresas que todos conocemos. (Muy bien.)
España, en el momento del auge de su genio, cuando España era un pueblo creador e inventor, creó un catolicismo a su imagen y semejanza, en el cual, sobre todo, resplandecen los rasgos de su carácter, bien distinto, por cierto, del catolicismo de otros países, del de otras grandes potencias católicas; bien distinto, por ejemplo, del catolicismo francés; y entonces hubo un catolicismo español, por las mismas razones de índole psicológica que crearon una novela y una pintura y un teatro y una moral españoles, en los cuales también se palpa la impregnación de la fe religiosa. Y de tal manera es esto cierto, que ahí está todavía casualmente la Compañía de Jesús, creación española, obra de un gran ejemplar de la raza, y que demuestra hasta qué punto el genio del pueblo español ha influido en la orientación del gobierno histórico y político de la Iglesia de Roma. Pero ahora, Sres. Diputados, la situación es exactamente la inversa.
Durante muchos siglos, la actividad especulativa del pensamiento europeo se hizo dentro del Cristianismo, el cual tomó para sí el pensamiento del mundo antiguo y lo adaptó con más o menos fidelidad y congruencia a la fe cristiana; pero también desde hace siglos el pensamiento y la actividad especulativa de Europa han dejado, por lo menos, de ser católicos; todo el movimiento superior de la civilización se hace en contra suya, y, en España, a pesar de nuestra menguada actividad mental, desde el siglo pasado ¿Es que nosotros vamos a dar un tajo en las relaciones del Estado con la iglesia, vamos a quedarnos del lado de acá del tajo y vamos a ignorar lo que pasa en el lado de allá? ¿Es que nosotros vamos a desconocer que en España existe la Iglesia católica con sus fieles, con sus
jerarcas y con la potestad suprema en el extranjero? En España hay una Iglesia protestante, o varias, no sé, con sus Obispos y sus fieles, y el Estado ignora absolutamente la iglesia protestante española. ¿Vosotros concebís que, para el Estado, la situación de la Iglesia católica española pueda ser mañana lo que es hoy la de la Iglesia protestante? A remediar este vacío vino, con toda su buena voluntad y toda la agudeza de su saber, la enmienda del Sr. Ramos, que, momentáneamente fue aceptada por unos cuantos grupos del Parlamento. El propósito de esta enmienda era, justamente, como acaba de indicar el señor presidente de la Comisión, sujetar la Iglesia al Estado. Pero esta enmienda ha, por lo visto, perecido, Mi eminente amigo Sr. De los Ríos no debe ignorar que en una Cámara como ésta, tan numerosa, en una cuestión tan de estricto derecho como es esta materia de la Corporación de Derecho público, la mayoría de las opiniones -y no hay ofensa, porque me incluyo entre ellas-, la mayoría de las opiniones tiene que decidirse por el argumento de autoridad, y habiéndose pronunciado en contra una tan grande como la del Ministro de Justicia, esta pobre idea de la corporación de Derecho público ha caído en el ostracismo. Yo lamento que la Cámara, tan numerosa oyendo al Sr. Ministro, no oyese la contestación, bien aguda, del Sr. Ramos; pero esto ya es inevitable.
¿Qué nos queda, pues? En el discurso del Sr. Ministro de Justicia, al llegar a esta cuestión, yo eché de menos algo que me sustituyese a esa garantía jurídica de la situación de la Iglesia en España. Yo no sé si lo recuerdo bien; pero en esta parte del discurso del Sr. De los
Ríos notaba yo una vaguedad, una indecisión, casi un vacío sobre el porvenir; y esa vaguedad, ese vacío, esa indecisión me llenaban a mí de temor y de recelo, porque ese vacío lo veo llenarse inmediatamente con el Concordato. No es que S.S. quiera el Concordato; no lo queremos ninguno; pero ese vacío, ese tajo dado a una situación, cuando más allá no queda nada, pone a un Gobierno republicano, a éste, a cualquiera, al que nos suceda, en la necesidad absoluta de tratar con la iglesia de Roma, y ¿en qué condiciones? En condiciones de inferioridad: la inferioridad que produce la necesidad política y pública. (Muy bien.) Y contra esto, señores, nosotros no podemos menos de oponernos y buscamos una solución que, sobre el principio de la separación, deje al Estado republicano, al Estado laico, al Estado legislador, unilateral, los medios de no desconocer ni la acción, ni los propósitos, ni el gobierno, ni la política de la Iglesia de Roma; eso para mí es fundamental.
Otros aspectos de la cuestión son menos importantes. El presupuesto del clero se suprime, evidente; y las modalidades de la supresión, francamente os digo que no me interesan, ni al propio Sr. Ministro de Justicia le puede parecer mejor ni peor una fórmula u otra. Creo habérselo oído, creo que lo ha dicho públicamente: que sea sucesivamente, que sea en cuatro años amortizando el 25 por 100 del presupuesto en cada uno, esto no tiene ningún valor substancial; no vale la pena de insistir.
La cuestión de los bienes es más importante; yo en esto tengo una opinión, que me voy a permitir no adjetivar, porque quizá el adjetivo fuese poco parlamentario, adjetivo que recaería sobre mí propio. Se discute aquí el valor de orden moral y jurídico que pueden representar las sumas que el Estado abona a la Iglesia, trayendo la cuestión de la época desamortizadora; si los bienes valen más o menos (un Sr. Diputado recordaba que la Universidad de Alcalá se vendió en 14.000 pesetas, y no fueron 14.000 pesetas, que fueron 90.000 reales, y no valía más); si las sumas recibidas a lo largo del siglo equivalen o no al montante total de los valores desamortizados y se hacen cuentas como si se liquidara una Sociedad en suspensión de pagos o en quiebra. Yo no estoy conforme con eso, lo dijese o no Mendizábal y sus colaboradores. Lo que la desamortización representa es una revolución social, y la burguesía ascendente al Poder
con el régimen parlamentario, dueña del instrumento legislativo, creó una clase social adicta al régimen, que fue ella misma y sus adláteres, pero como eso no es un contrato jurídico, ni un despojo, nada de eso, sino toda la obra inmensa, fuera de las normas legales, incapaz de compensación, de una revolución de orden social, la burguesía parlamentaria, harto débil, creó entonces los instrumentos y los apoyos necesarios para al Estado liberal naciente, una cosa que tienen que hacer todos los Estados cuando se reforman con esa profundidad, no hay que olvidarlo.
Ahora se nos dice: Es que la Iglesia tiene derecho a reivindicar esos bienes. Yo creo que no, pero la verdad es, Sres. Diputados, que la Iglesia los ha reivindicado ya. Durante treinta y tantos años en España no hubo Ordenes religiosas, cosa importante, porque, a mi entender, aquellos años de inexistencia de enseñanza congregacionista prepararon la posibilidad de la revolución del 68 y de la del 73. Pero han venido los frailes, han vuelto los Ordenes religiosas, se han encontrado con sus antiguos bienes en manos de otros poseedores, y la táctica ha sido bien clara: en vez de precipitarse sobre los bienes se han precipitado sobre las conciencias de los dueños y haciéndose dueños de las conciencias tienen los bienes y a sus poseedores. (Muy bien.)
Este es el secreto, aun dicho en esta forma pintoresca, de la evolución de la clase media española en el siglo pasado; que habiendo comenzado una revolución liberal y parlamentaria, con sus pujos de radicalismo y de anticlericalismo, la misma clase social, quizá los nietos de aquellos colaboradores de Mendizábal y de los desamortizadores del año 36, esos mismos, después de esa operación que acabo de describir, son los que han traído a España la tiranía, la dictadura y el despotismo, y en toda esta evolución está comprendida la historia política de nuestro país en el siglo pasado.
En realidad, la cuestión apasionante, por el dramatismo interior que encierra, es la de las Ordenes religiosas; dramatismo natural porque se habla de la Iglesia, se habla del presupuesto del clero, se habla de Roma; son entidades muy lejanas que no toman para nosotros forma ni visibilidad humana; pero los frailes, las Ordenes religiosas, sí.
En este asunto. Sres. Diputados, hay un drama muy grande, apasionante, insoluble.
Nosotros tenemos, de una parte, la obligación de respetar la libertad de conciencia, naturalmente, sin exceptuar la libertad de la conciencia cristiana; pero tenemos también, de otra parte, el deber de poner a salvo la República y el Estado. Estos dos principios chocan, y de ahí el drama que, como todos los verdaderos y grandes dramas, no tiene solución. ¿Qué haremos, pues? ¿Vamos a seguir (claro que no, es un supuesto absurdo), vamos a seguir el sistema antiguo, que consistía en suprimir uno de los términos del problema, el de la seguridad e independencia del Estado, y dejar la calle abierta a la muchedumbre de Ordenes religiosas para que invadan la sociedad española? No. Pero yo pregunto: ¿es legítimo, es inteligente, es útil suprimir, por el contrario, por una reacción explicable y natural, el otro término del problema y borrar todas las obligaciones que tenemos con esta libertad de conciencia? Respondo resueltamente que no. (Muy bien, muy bien.) Lo que hay que hacer -y es una cosa difícil, pero las cosas difíciles son las que nos deben estimular-; lo que hay que hacer es tomar un término superior a los dos principios en contienda, que para nosotros, laicos, servidores del Estado y políticos gobernantes del Estado republicano, no puede ser más que el principio de la salud del Estado. (Muy bien.)
La salud del Estado, a mi modo de ver, es una cosa hipotética, un supuesto, como el de la salud personal; la salud del Estado, como la de las personas, consiste en disponer de la robustez suficiente para poder conllevar los achaques, las miserias inherentes a nuestra
naturaleza. En tal Estado existen corrupciones, desmanes, desvíos de la buena administración y de la buena justicia: torpezas de gobierno que, por ser el Estado poderoso, denso y arraigado, no se notan, y que trasladadas a otro Estado más nuevo, más débil, menos arraigado, acabarían con él instantáneamente. Por consiguiente, se trata de adaptar el régimen de salud del Estado a lo que es el Estado español actualmente.
Criterio para resolver esta cuestión. A mi modesto juicio es el siguiente: tratar desigualmente a los desiguales; frente a las Ordenes religiosas no podemos oponer un principio eterno de justicia, sino un principio de utilidad social y de defensa de la República. Esto no tiene un rigor matemático ni puede tenerlo; pero todas las cuestiones de gobierno, afortunadamente, no están encajadas en este rigor, sino que depende de la presteza del entendimiento y de la ligereza de la mano para administrar la realidad actual. (Muy bien, muy bien.) Tratar desigualmente a los desiguales, porque no teniendo nosotros un principio eterno de justicia irrevocable que oponer a las Ordenes religiosas, tenemos que detenernos en la campaña de reforma de la organización religiosa española allí donde nuestra intervención quirúrgica fuese dañosa o peligrosa. Pensad, Sres. Diputados, que vamos a realizar una operación quirúrgica sobre un enfermo que no está anestesiado y que en los debates propios de su dolor puede complicar la operación y hacerla mortal; no sé para quien, pero mortal para alguien. (Muy bien, muy bien.)
Y como no tenemos frente a las ordenes religiosas ese principio eterno de justicia, detrás del cual debiéramos ir como hipnotizados, sin rectificar nunca nuestra línea de conducta, y como todo queda encomendado a la prudencia, a la habilidad del gobernante, yo digo: las
Ordenes religiosas tenemos que proscribirlas en razón de su temerosidad para la República ¿El rigor de la ley debe ser proporcionado a la temerosidad (digámoslo así, yo no sé siquiera si este es un vocablo castellano) de cada una de estas Ordenes, una por una? No; no es menester. Por eso me parece bien la redacción de este dictamen; aquí se empieza por hablar de una Orden que no se nombra. «Disolución de aquellas Ordenes en las que, además de los tres votos canónicos, se preste otro especial de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado». Estos son los jesuitas. (Risas.)
Pero yo añado a esto una observación, que, lo confieso, no se me ha ocurrido a mí; me la acaba de sugerir un eminente compañero. Aquí se dice: «Las Ordenes religiosas se sujetarán a una ley especial ajustada a las siguientes bases». Es decir, que la disolución definitiva, irrevocable, contenida en este primer párrafo, queda pendiente de lo que haga una ley especial mañana; y a mí esto no me parece bien; creo que esta disolución debe quedar decretada en la Constitución (Muy bien.), no sólo porque es leal, franco y noble decirlo, puesto que pensamos hacerlo, sino porque, si no lo hacemos, es posible que no lo podamos hacer mañana; porque si nosotros dejamos en la Constitución el encargo al legislador de mañana, que incluso podréis ser vosotros mismos, de hacer una ley con arreglo a estas normas, fijaos bien lo que significa dejar pendiente esta espada sobre una institución tan poderosa, que trabajará todo lo posible para que estas Cortes no puedan legislar más. Por consiguiente, yo estimo que en la redacción actual del dictamen debiera introducirse una modificación, según la cual este primer párrafo no fuese suspensivo, pensando en una ley futura, sino desde ahora terminante y ejecutivo.
Respecto a las otras Ordenes, yo encuentro en esta redacción del dictamen una amplitud que, pensándolo bien, no puede ser mayor; porque dice: «Disolución de las que en su actividad constituyan un peligro para la seguridad del Estado». ¿Y quiénes son éstas? Todas o ninguna; según quieran las Cortes. De manera que este párrafo deja a la soberanía de las Cortes la existencia o la destrucción de todas las Ordenes religiosas que ellas estimen peligrosas para el Estado.
Ahora bien; en razón de ese principio de prudencia gubernamental, de estilo de gobernar, yo me digo: ¿es que para mí son lo mismo las monjas que están en Cebreros, o las bernardas de Talavera, o las clarisas de Sevilla, entretenidas en bordar acericos y en hacer dulces para los amigos, que los jesuitas? ¿Es que yo voy a caer en el ridículo de enviar los agentes de la República a que clausuren los Conventos de estas pobres mujeres, para que en torno de ellas se forme una leyenda de falso martirio, y que la República gaste su prestigio en una empresa repugnante, que estaría mejor empleado en una operación de mayor fuste? Yo no puedo aconsejar eso a nadie.
Donde un Gobierno con autoridad y una Cámara con autoridad me diga que una Orden religiosa es peligrosa para la República, yo lo acepto y lo firmo sin vacilar; pero guardémonos de extremar la situación aparentando una persecución que no esté en nuestro ánimo ni en nuestras leyes para acreditar una leyenda que no puede por menos de perjudicarnos.
Tengo que hacer aquí dos salvedades muy importantes: una, suspensiva, y otra, irrevocable y terminante. Sé que voy a disgustar a los liberales. La primera se refiere a la acción benéfica de las Ordenes religiosas. El Sr. Ministro de Justicia -y él me perdonará si tantas veces insisto en aludirle; pero la importancia de su discurso es tal que no hay más remedio que referirse a él-, el señor Ministro de Justicia trazó aquí en el aire una figura aérea de la hermana de la Caridad, a la cual él prestó, indudablemente, las fuentes de su propio corazón. Yo no quiero hacer aquí el antropófago y, por tanto, me abstengo de refutar a fondo esta opinión del Sr. De los Ríos; pero apele S.S. a los que tienen experiencia de estas cosas, a los médicos que dirigen hospitales, a las gentes que visitan las casas de beneficencia y aun a los propios pobres enfermos y asilados en estos hospitales y establecimientos, y sabrá que, debajo de la aspiración caritativa, que doctrinalmente es irreprochable y admirable, hay, sobre todo, un vehículo de proselitismo que nosotros no podemos tolerar. (Muy bien.) Pues qué, ¿no sabemos todos que al pobre enfermo hospitalizado se le hace objeto de trato preferente según cumple o no los preceptos de la religión católica? ¿Y esto quién lo hace, sino esta figura ideal, propia para una tarjeta postal, pero que en la realidad se da pocas veces La otra salvedad terminante, que va a disgustar a los liberales, es ésta: en ningún momento, bajo ninguna condición, en ningún tiempo, ni mi partido ni yo, en su nombre, suscribiremos una cláusula legislativa en virtud de la cual siga entregado a las Ordenes religiosas el servicio de la enseñanza. Eso, jamás. Yo lo siento mucho; pero esta es la verdadera defensa de la República. La agitación más o menos clandestina de la Compañía de Jesús o de ésta o de la de más allá, podrá ser cierta, podrá ser grave, podrá ser en ocasiones risible, pero esta acción continua de las Ordenes religiosas sobre las conciencias juveniles es cabalmente el secreto de la situación política por que España transcurre y que está en nuestra obligación de republicanos, y no de republicanos, de españoles, impedir a todo trance. (Muy bien.) A mí que no me vengan a decir que esto es contrario a la libertad, porque esto es una cuestión de salud pública. ¿Permitiríais vosotros, los que, a nombre de liberales, os oponéis a esta doctrina, permitiríais vosotros que un catedrático en la Universidad explicase la Astronomía de Aristóteles y que dijese que el cielo se compone de varias esferas a las cuales están atornilladas las estrellas? ¿Permitiríais que se propagase en la cátedra de la Universidad española la Medicina del siglo XVI? No lo permitiríais; a pesar del derecho de enseñanza del catedrático y de su libertad de conciencia, no se permitiría. Pues yo digo que, en el orden de las ciencias morales y políticas, la obligación de las Ordenes religiosas católicas, en virtud de su dogma, es enseñar todo lo que es contrario a los principios en que se funda el Estado moderno. Quien no tenga la experiencia de estas cosas, no puede hablar, y yo, que he comprobado en tantos y tantos compañeros de mi juventud que se encontraban en la robustez de su vida ante la tragedia de que se les derrumbaban los principios básicos de su cultura intelectual y moral, os he de decir que ése es un drama que yo con mi voto no consentiré que se reproduzca jamás. (Grandes aplausos.)
Si resulta, Sres. Diputados, que de esta redacción del dictamen las Cortes pueden acordar la disolución de todas las Ordenes religiosas que estimen perjudiciales para el Estado, es sobre la conciencia y la responsabilidad de las propias Cortes sobre quien recae la mayor o menor extensión de esto que llamamos el peligro monástico. Sois vosotros los jueces, no el Gobierno, ni éste ni otro. Y yo estimo que si unas instituciones, si queda alguna, si las Cortes acuerdan que quede alguna, a quienes se les prohíbe adquirir y conservar bienes inmuebles, si no es aquél en que habitan, a quienes se les prohíbe ejercer la industria y el comercio, a quienes se les ha de prohibir la enseñanza, a quienes se les ha de limitar la acción benéfica, hasta que puedan ser sustituidas por otros organismos de Estado, y a quienes se los obliga a dar anualmente cuenta al Estado de la inversión de sus bienes, si son todavía peligrosas para la República, será preciso reconocer que ni la República no nosotros valemos gran cosa. (Risas.)
Y ahora, Sres. Diputados, llegamos a la última parte de la cuestión. Ya he expuesto la posición histórica y política tal como yo la veo; he penetrado en el problema político tal como yo me lo describo y llegamos a la situación parlamentaria. Si yo perteneciese a un partido que tuviera en esta Cámara la mitad más uno de los diputados, la mitad más uno de los votos, en ningún momento, ni ahora ni desde que se discute la Constitución, habría vacilado en echar sobre la votación el peso de mi partido para sacar una Constitución hecha a su imagen y semejanza, porque a esto me autorizaría el sufragio y el rigor del sistema de mayorías. Pero con una condición: que al día siguiente de aprobarse la Constitución, con los votos de este partido hipotético, este mismo partido ocuparía el Poder. (Muy bien.- Aplausos.) Ese partido ocuparía el Poder para tomar sobre sí la responsabilidad y la gloria de aplicar, desde el Gobierno, lo que había tenido el lucimiento de votar en las Cortes.
Por desgracia, no existe este partido hipotético con que yo sueño, ni ningún otro que esté en condiciones de ejercer aquí la ley rigurosa de las mayorías. Por tanto, Sres. Diputados, debiendo ser la Constitución, no obra de mi capricho personal, ni del de sus SS. SS., ni de un grupo, tampoco de una transacción en que se abandonen los principios de cada cual, sino de un texto legislativo que permita gobernar a todos los partidos que sostienen la República… (Muy bien), yo sostengo, señores Diputados, que el peso de cada cual en el voto de la Constitución debe ser correlativo a la responsabilidad en el Gobierno de mañana. Yo planteo la cuestión con toda claridad: aquí está el voto particular que sostienen nuestros amigos los socialistas; y yo digo francamente: si el partido socialista va a asumir mañana el Poder y me dice que necesita ese texto para gobernar, yo se lo voto (Muy bien, muy bien.- Aplausos.) Porque, Sres. Diputados, no es mi partido el que haya de negar ni ahora ni nunca al partido socialista las condiciones que crea necesarias para gobernar la República. Pero si esto no es así (yo no entiendo de estas cosas; estoy discutiendo en hipótesis), veamos la manera de que el texto constitucional, sin impediros a vosotros gobernar, no se lo impida a los demás que tienen derecho a gobernar la República española, puesto que la han traído, la gobiernan, la administran y la defienden. (Muy bien.)
Este es mi punto de vista, Sres. Diputados; mejor dicho, éste es el punto de vista de Acción Republicana, que no tiene por qué disimular ni su laicismo ni su radicalismo constructor ni el concepto moderno que tiene de la vida española, en la cual de nada reniega, pero que está resuelta a contribuir a su renovación desde la raíz hasta la fronda y que además supone para todos los republicanos de izquierda una base de inteligencia y colaboración, no para hoy, porque hoy se acaba pronto, sino para mañana, para el mañana de la República, que todos queremos que sea tranquilo, fecundo y glorioso para los que la administren y defiendan. (Grandes y prolongados aplausos)».
Fuente: Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes de la República española, 55, 13 de octubre de 1931, pp. 1666-1672.