Discurso pronunciado al recibir el Premio Príncipe de Asturias de las Letras de 1986

«Imagino que se me ha confiado la honrosa tarea de agradecer los Premios Príncipe de Asturias porque, entre los premiados, yo puedo testimoniar mejor que nadie sobre el espíritu generoso que los informa y, viniendo del remoto Perú, sobre su vocación universal. Lo hago con la modestia debida, pero, también, orgulloso de compartir este reconocimiento con los distinguidos intelectuales, artistas, científicos e instituciones que los han merecido. Y feliz de hacerlo en esta tierra de Asturias, de recias cumbres y verdes campiñas, donde nació uno de los escritores que más admiro –Clarín– y que es un símbolo, en la historia de Occidente, de amor a la soberanía y a la libertad.

Y puesto que los Premios Príncipe de Asturias hermanan, cada año, a hombres y mujeres de España y de América, quizás ésta sea una ocasión propicia para reflexionar en alta voz sobre aquel hecho fronterizo en la Historia, del que pronto celebraremos cinco siglos: la inserción de América, por obra de España, en el mundo occidental. Vale la pena hacerlo porque, aunque antiguo y sabido, es un hecho que todavía no resulta evidente para todos ni suelen sacar de él, algunos gobiernos y personas, las conclusiones que se imponen.

Españoles e hispanoamericanos vivimos trescientos años de historia común y, en esos tres siglos, la tierra a la que llegó Colón, desapareció y fue reemplazada por otra, sustancialmente distinta. Una tierra que, enriquecida por los fermentos de su entraña pre-histórica y por los aportes de otras regiones del planeta –el África, principalmente–, piensa, cree, se organiza, habla y sueña dentro de los valores y esquemas culturales que son los mismos de Europa. Quien se niega a verlo así tiene una visión insuficiente de América o de lo que es el horizonte cultural de Occidente

Luego de tres siglos en que fueron una sola, las naciones que España ayudó a formar y a las que marcó de manera indeleble, estallaron en una miríada de países que, entre fortunas e infortunios –más de éstos que de aquéllas– tratan de forjarse un destino decente y de aniquilar a esos demonios que han emponzoñado su historia: el hambre, la intolerancia, las desigualdades inicuas, el atraso, la falta de libertad, la violencia. Son demonios que España conoce porque también en la Península han causado estragos.

Lo que la Historia unió, los gobiernos se encargan a menudo de desunirlo. Nuestro pasado, en América, está afeado por querellas estúpidas en las que nos hemos desangrado y empobrecido inútilmente. Pero todas las guerras y disensiones no han podido calar más hondo de la superficie; bajo los transitorios diferendos subsisten, irrompibles, aquellos vínculos que España estableció entre ella y nosotros, y entre nosotros mismos, y que el tiempo consolida cada vez más: una lengua, unas creencias, ciertas instituciones y una amplísima gama de virtudes y defectos que, para bien y para mal, hacen de nosotros parientes irremediables por encima de nuestros particularismos y diferencias.
Quizás una pequeña historia podría ilustrar mejor lo que me gustaría decir. Ya que eso es lo que soy –un contador de historias- permítanme que se la cuente.

Es la historia de un indio del Perú, que nació en 1629 ó 1632 –nadie ha podido precisarlo–, en una aldea perdida de los Andes cuyo nombre, Calcauso, ni siquiera figuró en los mapas. Estaba –a lo mejor está aún– en la provincia de Aymaraes, en Apurímac. Era un muchacho curioso y vivaracho a quien, un día, un clérigo de paso, impresionado por sus dotes, llevó consigo al Cusco e hizo estudiar en el Colegio de San Antonio Abad, donde se concedían algunas becas para «hijos de indígenas». Sabemos muy pocas cosas de su biografía. Ni siquiera es seguro que se llamara con el nombre y el apellido españoles con que ha pasado a la historia: Juan Espinoza Medrano. Parece probado, eso sí, que tenía la cara averiada por verrugas o por un enorme lunar y que a ello debió su apodo: el Lunarejo.

Pero sus contemporáneos le pusieron también otro sobrenombre más ilustre: el Doctor Sublime. Porque aquel indio de Apurímac llegó a ser uno de los intelectuales más cultos y refinados de su tiempo y un escritor cuya prosa robusta y mordaz, de amplia respiración y atrevidas imágenes, multicolor, laberíntica, funda en América hispana esa tradición del barroco de la que serían tributarios, siglos más tarde, autores como Leopoldo Marechal, Alejo Carpentier y Lezama Lima.

La leyenda dice que cuando el Doctor Sublime predicaba, desde el púlpito a la modesta iglesia del barrio de San Cristóbal, en el Cusco, de la que fue párroco, la nave rebotaba de fieles y que había quienes hacían largas travesías para escucharlo. ¿Entendía esa apretada multitud lo que el Lunarejo les decía? A juzgar por los sermones que de él nos han llegado –La Novena Maravilla se titula, con cierta hipérbole, la recopilación- es probable que, la mayoría, no. Pero no hay duda de que esa palabra lujosa, musical, que convocaba con autoridad a los poetas griegos y a los filósofos romanos, a fabulistas bizantinos, trovadores medievales y prosistas castellanos y los hacía desfilar galanamente por la imaginación de sus oyentes, hechizaba a su auditorio.

El único libro orgánico escrito por el Lunarejo del que tenemos noticia es un texto polémico: el Apologético en favor de don Luis de Góngora, que publicó en 1662, refutando al crítico portugués Manuel de Faría y Souza, que había atacado el culteranismo. Hay a quienes la intención de este turbulento panfleto hace reír. ¿No era patético que, allá, tan lejos de Madrid, y tan fuera del tiempo, ese indiano se empeñara en intervenir en una polémica que, aquí, en Europa, había cesado hacía varias décadas y cuyos protagonistas estaban ya muertos? A mí, el anacrónico empeño del curita cusqueño, lanzándose, desde su barriada andina, a reavivar esa extinta polémica, me conmueve profundamente. Porque en su texto erudito, belicoso, atiborrado de pasión y de metáforas, hay una voluntad de apropiación de una cultura que adelanta lo que es hoy, intelectualmente, América Latina. En el Lunarejo, y en un puñado de otros creadores indianos, como el Inca Garcilaso o Sor Juana Inés de la Cruz, las ideas y la lengua que fueron de Europa a América han echado raíces y germinado en un pensamiento y en una estética que representan ya un matiz diferente, una inflexión propia muy nítida dentro de la literatura española y la civilización occidental

En el Apologético en favor de don Luis de Góngora, el Lunarejo cita o glosa a más de ciento treinta autores, desde Homero y Aristóteles hasta Cervantes, pasando por el Aretino, Erasmo, Tertuliano y Camoens. Las citas cultas eran un ritual de los tiempos, como rendir pleitesía al cielo y a los santos. En su caso, son, también, un ejercicio de magia simpatética, un conjuro para atraer a esas tierras y arraigar en ellas a quienes representaban, entonces, las cimas de la sabiduría y el arte. Aquella brujería fue eficaz: obras como las de Neruda, Borges y Octavio Paz han sido posibles en América Latina gracias a la testarudez con que, gentes como el Lunarejo, decidieron hacer suya, asumir como propia la cultura que España trasplantó a sus tierras.

En los tiempos del Doctor Sublime, la mayoría de nuestros escritores eran meros epígonos: repetían, a veces con buen oído, a veces desafinando, los modelos de la metrópoli. Pero, en algunos casos, como en el suyo, apunta ya un curioso proceso de emancipación en el que el emancipado alcanza su libertad y su identidad eligiendo por voluntad propia aquello que hasta entonces le era impuesto. El colonizado se adueña de la cultura del colonizador y, en vez de mimarle, pasa a crearla, aumentándola y renovándola. Así, se independiza en la medida en que se integra. En eso consiste la soberanía cultural de Hispanoamérica: en saber que Cervantes, el Arcipreste y Quevedo son tan nuestros como de un asturiano o un leonés. Y que ellos nos representan tan legítimamente como las piedras de Machu Picchu o las pirámides mayas.

Aquel proceso fue extraño, sinuoso y, sobre todo, lento. Como el Doctor Sublime, otros hispanoamericanos encontraron su propia voz, sin proponérselo, tratando de emular a los peninsulares. En el Lunarejo, la inventiva y el brío verbal son tan fuertes que rompen los moldes estrechos y rastreros del género que escogió para expresarse. Su Apologético no es tal, sino un poema en prosa en el que, con el pretexto de reverenciar a Góngora y vituperar a Faría y Souza, el apurimeño se libra a una suntuosa prestidigitación. Juega con los sonidos y el sentido de las palabras, fantasea, canta, impreca, cita y va coloreando los vocablos y los malabares con un deje personal. Al final, no vemos en su texto una reinvindicación de Góngora y una abominación del portugués: lo vemos a él, emergiendo, borracho de verbo y de retruécanos, con una figura propia tan resuelta que afantasma al poeta y al crítico.

En el Lunarejo se vislumbra lo que serían el Perú, Hispanoamérica: la frontera austral del Occidente, un mundo en ciernes, inconcluso, ansioso por cuajar, que tiene prisa y que a veces se cae de bruces. Pero la meta final de esa carrera de obstáculos en que está América Latina es clarísima y nada nos ayudaría tanto a alcanzarla como que Europa Occidental entendiera que nuestra suerte está unida a la de ella y que el anhelo de nuestros pueblos es lograr sociedades prósperas y justas, dentro del sistema de libertad y convivencia que es la más grande contribución de Occidente a la humanidad.

A lo mucho que nos unió en el pasado, hoy nos une, a españoles y a hispanoamericanos, otro denominador común: regímenes democráticos, una vida política signada por el principio de libertad. Nunca, en toda su vida independiente, ha tenido América Latina tantos gobiernos representativos, nacidos de elecciones, como en este momento. Las dictaduras que sobreviven son apenas un puñado y alguna de ellas, por fortuna, parecen estar dando las últimas boqueadas. Es verdad que nuestras democracias son imperfectas y precarias y que a nuestros países les queda un largo camino para conseguir niveles de vida aceptables. Pero lo fundamental es que ese camino se recorra, como quieren nuestros pueblos –así lo hacen saber, clamorosamente, cada vez que son consultados en comicios legítimos– dentro del marco de tolerancia y de libertad que vive ahora España.

Para nuestros países, lo ocurrido en la Península, en estos años, ha sido un ejemplo estimulante, un motivo de inspiración y de admiración. Porque España es el mejor ejemplo, hoy, de que la opción democrática es posible y genuinamente popular en nuestras tierras. Hace veintiocho años, cuando llegué a Madrid como estudiante, había en el mundo quienes, cuando se hablaba de un posible futuro democrático para España, sonreían con el mismo escepticismo que lo hacen ahora cuando se habla de la democracia dominicana o boliviana. Parecía imposible, a muchos, que España fuera capaz de domeñar una cierta tradición de intolerancias extremas, de revueltas y golpes armados. Sin embargo, hoy todos reconocen que el país es una democracia ejemplar en la que, gracias a la clarísima elección de la Corona, de las dirigencias políticas y del pueblo español, la convivencia democrática y la libertad parecen haber arraigado en su suelo de manera irreversible.

A nosotros, hispanoamericanos, esta realidad nos enorgullece y nos alienta. Pero no nos sorprende; desde luego que era posible, como lo es, también, allende el mar, en nuestras tierras. Por eso, a las muchas razones que nos acercan, deberíamos decididamente añadir esta otra: la voluntad de luchar, hombro con hombro, por preservar la libertad conseguida, por ayudar a recobrarla a quienes se la arrebataron y a defenderla a los que la tienen amenazada. ¿Qué mejor manera que ésta de conmemorar el quinto centenario de nuestra aventura común?

La palabra Hispanidad exhalaba, en un pasado reciente, un tufillo fuera de moda, a nostalgia neocolonial y a utopía autoritaria. Pero, atención, toda palabra tiene el contenido que querramos darle. Hispanidad rima también con modernidad, con civilidad y, ante todo, con libertad. De nosotros dependerá que sea cierto. Hagamos con esas dos palabras, Hispanidad y Libertad, las piruetas que le gustaban al Lunarejo: juntémoslas, arrejuntémoslas, fundámoslas, casémoslas y que no vuelvan a divorciarse nunca».

Discurso pronunciado en el ingreso a la RAE en 1996

«Excelentísimo Señor Director, Señoras y Señores Académicos;

Desde que, hace ya treinta y cinco años, gracias a un grupo de médicos de Barcelona aficionados a los cuentos, tuve la alegría de ver publicado mi primer libro, estoy agradeciéndole algo a España. Mi deuda se ha ido acrecentando desde entonces hasta alcanzar dimensiones tercermundistas. Premios literarios y distinciones académicas, una segunda nacionalidad, el interés de editores y críticos y el generoso aliento de los lectores. ¿Alimentos para la miserable vanidad? Seguramente. Pero, también, un estímulo constante contra el desfallecimiento que acompaña como su sombra al trabajo creativo: aquella secreta esperanza (que destraba nuestra fantasía y fortalece nuestra voluntad en los períodos difíciles) de que lo que escribimos no sea en vano, de que llegue al lector.

Ese largo proceso culmina esta noche con mi ingreso a esta ilustre corporación, por el que doy a todos y a cada uno de ustedes mi profundo agradecimiento. Y, muy en especial, a los tres académicos, maestros y amigos, Don Camilo José Cela, Don Pedro Laín Entralgo y Don Rafael Lapesa, que me honraron proponiendo mi admisión.

Con todo el impudor de que soy capaz les confieso que me siento verdaderamente feliz zambullido en esta levita, protagonizando esta elegante ceremonia realzada por la presencia de Sus Majestades, los Reyes de España, y rodeado de tantas personas ilustres. No sé si mi instalación en este nuevo hogar afectará mi trabajo de creación —haré cuanto esté a mi alcance para que no lo academice, desde luego—, pero, en todo caso, me propongo corresponder a la benevolencia de ustedes colaborando lo mejor que pueda con las tareas de la Real Academia. Dada mi fenomenal incompetencia en la disciplina lexicográfica me temo que mi aporte resulte prescindible, pero él será, cuando menos, permanente y bien intencionado.

Y, ahora, no sin cierta desazón e irreverencia, debo referirme a un delicado problema de sillas ionesquianas, que acompañó mi alumbramiento de académico y que me ha tenido intrigado. Hasta donde entiendo, fui elegido académico sin silla, o, mejor dicho, con una silla sin pasado y ágrafa, privada de esa rica tradición de posaderas que orna a todas las otras de este augusto recinto. La falta de una letra en el espaldar del asiento que me cobijará de ahora en adelante no me preocupó en absoluto; más bien, vi en ello una oportunidad de poder elegir como mentor, entre la vasta colectividad de académicos que a lo largo de siglos han ocupado estos sitiales, al que quisiera. Y, sin pensarlo dos veces, elegí a Don José Martínez Ruiz, más conocido como Azorín, por razones que trataré de explicar en un momento.

Pero, cuando ya garabateaba el borrador de este discurso, barajando en mi memoria la miríada de imágenes que en ella flotan relacionadas con mi asidua frecuentación del gran prosista alicantino, fui informado que la Academia, pese a mi condición de académico todavía virtual y nonato, me había mudado de silla. Y que, sin haber estrenado la que me correspondía, ya ocupaba otra, identificada por la letra L, que he heredado del distinguido hombre de ciencia y escritor, Don Juán Rof Carballo.

Esta misteriosa mudanza me ha permitido asomarme a la obra y la persona de este científico y pensador, amante de la filosofía y la literatura, políglota, ensayista y merecedor de respeto y admiración por sus cuatro costados. Yo no podría decir con la solvencia debida lo mucho que le debe su profesión, la medicina y, en especial, la patología psicosomàtica, rama en la que se especializó, pero en este dominio ya lo ha dicho todo, aquí mismo, la palabra autorizada de Don Pedro Laín Entralgo. En cambio, por el costado literario, sí me atrevo a resaltar su buen gusto, su olfato de lector zahorí al analizar a los grandes autores de nuestro tiempo, como Proust y Rilke, a quienes dedicó un efusivo ensayo en la lengua de su tierra natal, Galicia, que, sin duda, manejaba con la misma destreza que el español. Donjuán Rof Carballo fue un mantenedor de esa noble tradición de los médicos humanistas, tan arraigada en Occidente y a la que debe tanto la cultura de Europa y la de España en particular.

Y, ahora sí, luego de este preámbulo, voy adonde, como dije, me propuse ir desde el principio: hacia Azorín.

Lo leí por primera vez cuando estaba en el último año del Colegio, en la cálida tierra de Piura, y de la mano de su prosa menuda y morosa viajé con él, en los albores del siglo, por los grandes descampados de cielo inmóvil y las aldeas intemporales de Castilla, siguiendo el itinerario que la imaginación de Cervantes fraguó para el Caballero de la Triste Figura. La ruta de Don Quijote {1905′) es uno de los más hechiceros libros que he leído. Aunque hubiera sido el único que escribió, él solo bastaría para hacer de Azorín uno de los más elegantes artesanos de nuestra lengua y el creador de un género en el que se alían la fantasía y la observación, la crónica de viaje y la crítica literaria, el diario íntimo y el reportaje periodístico, para producir, condensada como la luz en una piedra preciosa, una obra de consumada orfebrería artística.

Cada vez que he releído esas viñetas y estampas de La Mancha que Azorín escribió en 1905, mientras recorría los paisajes, las aldeas y los hogares de la región en busca de huellas de Don Quijote y Sancho Panza, he sentido la emoción que despiertan las más hermosas ficciones. Nunca estuvo más cerca Azorín de esa obra maestra que siempre rehuyó escribir, como si proponerse algo ambicioso hubiera sido incompatible con su moral de escritor que eligió, por idiosincrasia, pereza o ascetismo intelectual, vivir confinado en el arte menor. Pero, en La ruta de Don Quijote, su empecinada modestia literaria estuvo a punto de volar en pedazos pues cada una de las dieciséis crónicas que componen el libro está tan perfectamente concebida, es tan coherente en sí misma y se complementa tan bien con las demás que el conjunto parece rebasar sus límites y emanciparse, a la manera de esas novelas insolentes que se le escapan de las manos a su autor.

Argamasilla, Ruidera, Montesinos, El Toboso, Puerto Lápice no son ahora como figuran en el libro; tampoco lo eran hace noventa años, cuando, a costa de ímprobos trabajos, los visitó Azorín, Para saberlo, no es preciso haber estado allá y cotejar lo vivido con las impecables páginas que simulan relatarlo. Basta hacer un esfuerzo para salir del sueño en que esa prosa nos mantiene, haciéndonos creer que ese mundo era así, y someter éste al escalpelo del análisis racional- La Mancha no era, no pudo ser así, aunque el fuego del sol en el horizonte incendie las llanuras cada tarde y la aspereza de los villorrios sobrevivientes y de los aldeanos contemporáneos parezcan los mismos. Y no pudo serlo porque en la vida real todo se mueve, envejece y perece y en las recreaciones de Azorín todo está quieto, es idéntico a sí mismo, ha sido birlado a las leyes de la caducidad y la extinción- Y porque en la vida real existen el deseo, el amor, la pasión que enriquecen y trastornan las vidas de hombres y mujeres, y enredan y desenredan sus relaciones de maneras caprichosas, en tanto que en esas discretas ficciones de Azorín que son sus artículos y ensayos todo aquello ha sido abolido, como inútil e inconveniente. También la violencia, o, mejor dicho, las violencias que resultan de la política, la economía, la religión, los caracteres y psicologías enfrentadas de unos y otros. Nada de eso existe en las impolutas pinturas manchegas que trazó: cada cual está en su pequeño nicho social, contento de estarlo, sumido en una mínima rutina que lo aísla y eterniza. Los seres de este mundo no se quieren ni desean unos a otros, pero tampoco se odian ni se hacen daño: vegetan, ocupados en quehaceres menudos —la labranza, la artesanía, la cocina, el bordado, la tarea doméstica— a los que se entregan con tanto fatalismo y perseverancia que en ellos, se diría, vuelcan todo lo que albergan de ternura y espiritualidad.

Este ensayo, y otro no menos evocador, Al margen de los clásicos {1915), que leí casi al mismo tiempo, en los umbrales de la adolescencia, tuvieron, además, el efecto de empujarme por segunda vez hacia el Quijote, libro que, en el primer intento de lectura, por la oceánica abundancia de palabras y giros desconocidos me había —como diría Borges— derrotado en los primeros capítulos.

Éste es un aspecto de la obra de Azorín que siempre deberemos agradecer; su labor de escritor-puente entre el público profano y los grandes autores del pasado, ésos que, petrificados en el panteón de la gloria, parecen demasiado remotos y egregios para satisfacer lo que el lector común espera legítimamente de un escribidor: que lo divierta y lo maree, que lo excite y lo intrigue, que le haga pasar gato por liebre y, por unas horas, lo arranque de la mediocridad del mundo real y lo traslade a las exaltantes comarcas de la ilusión. Nadie trabajó tanto ni mejor que el maestro Azorín, en sus crónicas cotidianas, para acercar a los clásicos al hombre y la mujer «del común» (como los llamaba su admirado Michel de Montaigne), mostrando a éstos la vida bullente de aquellas estadías, la actualidad de su palabra, la aventura que espera a quien abra sus páginas.

Azorín consagró buena parte de sus noventa y cuatro años a enriquecer la vida limitada de las gentes comunes con la vida fulgurante de las grandes creaciones literarias del pasado. Su Carea proselitista en favor de la mejor literatura medieval y del Siglo de Oro era serpentina, la de un contrabandista. En sus crónicas, comentarios y evocaciones de los clásicos, no hacía crítica literaria, en el sentido académico, ni tampoco aquellas reseñas que tienen como destinatario a un público enterado o bien dispuesto y que a menudo emplean fórmulas y referencias esotéricas para el profano. Él reinventaba a los clásicos para el lector desconfiado, el que hojea de prisa los periódicos, rememorándolos en su entorno cotidiano y doméstico, espiando a esos grandes poetas o enjundiosos tratadistas o señores de la prosa novelera en su más desarmada intimidad hogareña, campestre o monacal, y refiriendo sus querellas, miserias o fastos de una manera que los volvía siempre seductores casos de humanidad. Sólo cuando la atención de aquel lector había quedado atrapada en las redes de la pintoresca anécdota o divertida circunstancia, le mostraba cómo sus poemas, novelas, ensayos habían ensanchado la vida de su tiempo y enriquecido a su persona, completándola con formidables experiencias. En las crónicas de Azorín, a esos humildes mortales, los clásicos, el quehacer literario va transformando en héroes. Porque escribir, crear, inventar mundos mediante la fantasía y las palabras era, en sus devotas mitologías literarias, la forma suprema de vivir, una tarea que enaltecía el cuerpo y el espíritu. El supo relatar con soberbia amenidad las maravillas que encierran un poema de Góngora, de Quevedo o de Fray Luis o una novela de Cervantes y las recompensas intelectuales que recibe quien se atreve a enfrentarse a los laberintos retóricos de El Criticón o a las picardías de El diablo cojuelo. Y lo hizo con entusiasmo tan contagioso y tanta belleza que muchos de sus lectores debieron sentirse, como yo mismo, leyendo sus glosas y recreaciones —recopiladas en esos libros deliciosos que son Al margen de los clásicos, El licenciado Vidriera, Los dos luises y otros ensayos, De Granada a Castelar, Lope en silueta, Los clásicos redivivos, Los clásicos futuros, El oasis de los clásicos y tantos otros— impelidos a buscar en esos originales los tesoros que él había encontrado. Como Alfonso Reyes, Azorín fue, en el ámbito de nuestra lengua, uno de los rarísimos grandes escritores capaz de mostrar al gran público, a través del periódico y la revista, la lozanía de la tradición literaria y la vitalidad de nuestra cultura, en artículos que divertían y encandilaban por su color y su gracia sin caer en la trivialización, En nuestros días hay, desde luego, críticos, investigadores y profesores de primer orden. Pero, nuestros clásicos no han vuelto a tener valedores como Azorín ante ese gran público no universitario, que, por eso mismo, les vuelve la espalda cada día más.

En lo que concierne a la cultura, Azorín fue siempre un conservador, aun en su período de juveniles y mansas simpatías anarquistas; la tradición cultural debía ser preservada y divulgada como la más preciosa fuente de enseñanzas para el presente y como el cimiento sobre el cual edificar el arte y la literatura de hoy. No había en ello una convicción ideológica; más bien un gusto personal, una inclinación estética. También fue un conservador en términos políticos, porque defendió a partidos o líderes de esta tendencia, y, en la etapa final de su vida, incluso, llegó a solidarizarse con el régimen franquista, debilidad —lamentable, sin duda— que pagaría caro, pues su obra, desde entonces, quedó muy injustamente exorcizada en su conjunto por buena parte de la intelectualidad como «de derechas». La verdad es que él no fue nunca un pensador ni un doctrinario y que sus ensayos políticos en verdad no lo son en un sentido cabal pues hay en ellos muchas más sensaciones e imágenes que convicciones ideológicas, y éstas, a menudo, bastante superficiales. Ortega tuvo mucha razón cuando dijo de él que no era un filósofo de la historia, sino un sensitivo de la historia.

Pero, en un sentido mucho más profundo, filosófico o metafísico, es justo hablar de Azorín como de un escritor conservador. Pues todo en su literatura —su temática y, sobre todo, su estilo y artesanía— parece forjado con la intención de conservar la vida y el mundo tal como son, de suspender el tiempo y evitar la muerte. Esta es la significación honda del presente o pretérito perfecto del indicativo en que solía escribir sus textos, de la brevedad de sus frases y del estado de inanición en que suelen caer sus personajes: una manera de inmovilizar el mundo, de congelar la vida, de arrancar a los hombres y a las cosas de la usura fatídica. Y no me refiero sólo a esa quietud esencial en que transcurren —si cabe hablar en ellos de transcurrir— sus cuentos y novelas, pues lo mismo sucede en sus artículos. La suya es una literatura en cámara lenta, de narrativa despaciosa y a punto de congelarse. Todo el elemento añadido —ese agregado de la invención y la sensibilidad a la experiencia del mundo en que se cifra la originalidad de un escritor— reposa en su caso en el tiempo. El tiempo azoriniano es una sustancia quieta y visible, en la que los seres y las cosas parecen atajados. Su prosa es intemporal: en ella nada pasa, todo se queda, y, a lo más, gira en el sitio, alcanzando-de este modo, como esos derviches místicos que, girando, girando, invocan a Dios, un estado anti, sobre-natural. Estabilizados ontológicamente, arrancados a la contingencia, los seres animados de su mundo se convierten en paisaje, y, al igual que la pura materia, dan la impresión de haberse liberado de la corrupción y el decaimiento congénitos a lo que vive. Escapando al tiempo, transubstanciándose con el orden natural, los hombres y cosas de este mundo no fueron ni serán: son, sin pasado y sin mañana, como las imágenes de las fotografías. Presencias quietas, de pulida y elegante superficie y de insondables profundidades, que sólo alcanzamos a entrever, o, más bien, a adivinar, pues ese descriptor pertinaz de lo exterior no se asoma nunca a ellas, como si todo lo que no formara parte del mundo físico lo ahuyentara. Pero, en esas siluetas petrificadas hay sin embargo una delicadeza recóndita que transparece y ablanda su rigidez, un hálito suave que las envuelve, una espiritualidad soterrada que pugna por asomar y mostrarnos que están vivas. Mundo sin tiempo y también sin sexo —porque el de Azorín es uno de los más castos que haya creado la literatura en nuestra lengua— sin grandes ideas ni arrebatos emocionales, pero sensible y sutil como pocos otros, su coherencia y magia son tan grandes que consigue, incluso, en un alarde de su maquiavélica timidez, persuadirnos de que él no es sino mero reflejo, una proyección del mundo real. No es así. El mundo en que vivimos carece de esa perfección sin cesuras, de la armonía y discreción que caracterizan al suyo y está haciéndose y deshaciéndose sin cesar, en tanto que el que él inventó, como en el verso de Quevedo, «permanece y dura». El supuesto realismo de Azorín es una de las ficciones —una de las irrealidades— más logradas de nuestra literatura.

Tampoco los periódicos en lengua española han vuelto a hospedar a un creador que ennobleciera tanto la efímera colaboración periodística. Azorín cultivó el teatro, el cuento, el ensayo, la novela y dejó más de cien libros, pero cuatro quintas partes de esa dilatada producción fueron artículos de periódicos, escritos cotidianos para cumplir una obligación, con un tiempo y un espacio prefijados. Si no lo supiéramos, jamás lo creeríamos, ¿Cómo imaginar que esa prosa tan elegante y tan cuidada, de precisión maniática y respirar simétrico, que de leve y discreta parece escrita en puntas de pie, cuajó en el fragor del periodismo, la profesión que parece inventada para devastar el estilo y sofocarlo en el fárrago, el estereotipo y el clisé? Es uno de los milagros de Azorín: haber creado uno de los más singulares estilos literarios escribiendo al servicio de la actualidad.

Su caso prueba que el cuarto de corcho no es indispensable al artista; Azorín lo fue —a más no poder— borroneando sus cuartillas en el trajín incesante de la calle. Su caso prueba, también, que al genio literario le son indiferentes los temas y los géneros y, aunque parezca mentira, incluso las ideas. Las de Azorín son muchas veces convencionales o prestadas y, sin embargo, ello no priva a su obra de misterio ni originalidad. Porque, en él, la invención se volcaba enteramente en lo que parecía la descripción de la realidad física y social de su tiempo y era, en verdad, una fabulación, una profunda mudanza de la vida y el mundo reales en otros, ficticios. Soberbio ejemplo de ello son las crónicas que escribió sobre las sesiones de las Cortes, entre 1904 y 1916, reunidas en su libro Parlamentarismo español (1904-1916) (2). No hay en ese volumen una página que no sea un prodigio de ingenio e ironía. Desplazando la perspectiva de los grandes asuntos debatidos en las Cortes a los menudos detalles insignificantes, Azorín convierte las sesiones en un espectáculo teatral inusitado, lleno de sorpresas y de gracia, de estupidez y de ternura, en una farsa gentil a la que el lector asiste con indulgencia y buen humor. Cada crónica es un dechado de sabiduría narrativa, con repeticiones y precisiones efectistas que dejan imágenes muy vividas en la memoria. El «fondo» es feroz —una sangrienta crítica del régimen parlamentario—, pero apenas se advierte, tamizado como está por la socarronería juguetona de una prosa que ha irrealizado la realidad, que ha sustituido el mundo real de la historia por el ficticio de la literatura.

En uno de sus ensayos, «Los escépticos» (3), Azorín escribió que «en toda vida los rasgos capitales, salientes, son los que dan la nota, el tono… pero lo demás, lo cotidiano desdeñable, la menuda e insignificante materia de todos los días puede llegar a ser, respecto a ciertas personalidades, no lo desdeñable y subalterno, sino lo esencial y característico». Si en la vida real se dan estos malabares existenciales como excepciones, en la realidad azoriniana ellos son rasgo universal, ley sin excepciones. Su hazaña de escritor consistió, gracias a la pureza de su prosa y a la microscópica agudeza de su visión, en haber engalanado con las prendas de lo heroico, lo sorprendente y lo dramático a esa dimensión mediocre y monótona de las gentes, «lo cotidiano desdeñable» de sus vidas.

Ahora que podemos leer la obra de Azorín sin tener a mano lo que fingía ser su modelo, esas aldeas fuera del tiempo y de la historia de la estepa castellana o la vega alicantina o el París de los años de la Primera Guerra Mundial o los nimios o aguerridos debates políticos de fines del siglo pasado y principios del nuestro, advertimos que esas imágenes tienen más diferencias que semejanzas con la realidad objetiva, y que, sin embargo, están dotadas de una poderosa vida que se nos impone por el poder de persuasión de la palabra y el orden narrativo, por la fantasía y la técnica que les dan el ser.

Azorín fue un creador más audaz y complejo cuando escribía artículos o pequeños ensayos que cuando hacía novelas. Las que escribió fueron experimentos, audaces pero fallidos, incluso La voluntad (1902), ambiciosa introspección lírica y cajón de sastre del joven escritor a cuyos materiales dispares aglutina la seguridad y condensación del estilo. Aunque exigen del lector una cierta curiosidad perversa por los misterios del tedio y de la abulia, las novelas de Azorín merecen un lugar en la historia de las vanguardias europeas, pues fueron anticipaciones de toda una corriente narrativa que fue un monumento al bostezo, aquel «nouveau román» que, cincuenta años después, surgiría en Francia, empeñado en describir —como lo había hecho Azorín en Doña Inés, Don Juan o Salvadora de Olbena— un mundo objetal, sin movimiento, sin psicología y casi sin anécdota. Fue un empeño osado, sin duda, aunque a menudo decepcionante, por la inmovilidad e inercia que aqueja a esos ejercicios de estilo en los que se disuelven los borrosos perfiles de los protagonistas y sus mínimas peripecias, dejando en la memoria del lector apenas murmullos de palabras.

Algunos títulos de sus novelas se prestan a malentendidos. Ocurre con una de las mejores que escribió, pero casi nadie pudo saberlo porque Azorín se encargó de desorientar de entrada a su público potencial, titulándola Pueblo (1930). Y, como si no fuera bastante, la subtituló «Novela de los que trabajan y sufren», con lo que probablemente la inmunizó contra toda clase de lectores, presentes o futuros. Sin embargo, no se trata en modo alguno de lo que sugieren los tremebundos rótulos de su portada: un libro empedrado de buenas intenciones éticas y políticas sobre la condición obrera y de denuncia de las iniquidades sociales. Más bien, de lo contrario, de eso que define la etiqueta: literatura de evasión. La verdad es que en sus páginas no alienta la menor emoción social, sólo la emoción estética y que ellas despliegan un abanico de cuadros preciosistas, de objetos humildes —costureros, sillas, tazas, baúles, cayados, llaves, lámparas, tejidos, escaparates— exquisitamente realzados —casi humanizados— por la descripción. Muchos de estos cuadros son simples enumeraciones, sartas de frases en las que ha sido suprimido el verbo, lo que les da el semblante de poemas en prosa. El año anterior había intentado ya narrar de esta insólita manera sincopada, en Superrealismo (1929), a la que llamó «prenovela», pero, pasados los primeros capítulos, desistió, como atemorizado de su osadía, y el libro, aunque se salven en él algunas hermosas naturalezas muertas, naufragó en un maremágnum de estampas sin ilación. Poco antes, en una novela que se llamaría primero Félix Vargas y luego El caballero inactual (1928), que calificó de «etopeya», intentó otro experimento radical: un mundo de sensaciones y percepciones puras, sin hechos, en el que las personas son fuegos fatuos que se escurren y la anécdota, leve como una pluma, mero pretexto para poner en movimiento los sentidos y la emoción. Novelas más para ser estudiadas que gozadas, se adelantaron varías décadas a aquellas de escritores franceses como Alain Robbe-Grillet, Claude Simon, Nathalie Sarraute y Robert Pinget entre otros, que, a fines de los años cincuenta y comienzos de los sesenta, protagonizaron en Francia ese pequeño alboroto literario que la crítica presentó como la creación de una nueva narrativa. El mundo de las novelas de Azorín, a las que sí cabe (sin el menor ánimo de ofensa) llamar formalistas, tiene un extraordinario parecido con el de aquéllos, en su fragmentación cubista de la percepción de lo real, en la metamorfosis de lo humano en objeto, tropismo, sensación o verbo, y hasta en el efecto adormecedor de una prosa sometida a depuración tan implacable que en ella sólo parece tener cabida lo visual. Aunque no cuajaran del todo, estos intentos de Azorín de renovar la escritura narrativa no dejan de ser innovadores, un hito literario. Pues hay en ellos, insinuada, la premonición de algo distinto, de una visión y una técnica que hubieran podido, tal vez, revolucionar la forma novelística, como lo hicieron un Proust, un Joyce, una Virginia Woolf o un Faulkner.

Pero, Azorín carecía de la ambición que impulsa esas revoluciones literarias. Era demasiado parco, sensato y contenido para provocar cataclismos, aunque fuera en el apacible dominio de la ficción. Él sabía describir, no contar —aunque escribiera algunos cuentos excelentes, como «La pasión del pajecillo», de 1925, joya minúscula en la que, tal vez sin darse cuenta, rozó el terreno prohibido para él del erotismo— pues entendía y sentía mejor a las cosas que a las personas, Por eso fracasaba como novelista. En sus novelas, los detalles —la descripción de un árbol, de una colina o una casa— resultan siempre seductores y emocionantes; las personas, en cambio, no pasan de siluetas, sombras, entelequias. Las historias que inventaba no eran nunca lo bastante poderosas para animarlas, pues su ponderación, su tacto y su preferencia por lo sedentario y lo pasivo, por lo convenido y conveniente, cerraban el pa.so a los demonios del instinto, la fantasía o la locura, imprescindibles en esos deicidios simbólicos que son las grandes novelas.

En cambio, a diferencia de lo que ocurre en las ficciones de Azorín, en los textos que dicen ser notas de viajes, de lecturas, reportajes o memorias, como los reunidos en Los pueblos, Un pueblecito. Riofrío de Ávila, o Una hora de España—el bellísimo discurso con el que se incorporó a esta Academia— y tantos otros libros memorables, hay una recreación de la vida tan intensa como la que operan las novelas más logradas. Pero, disimulada bajo el disfraz de la fidelidad a un mundo pre-existente, del que el autor sería apenas respetuoso cronista.

No era tal cosa; sus crónicas rehacían la geografía, la sociedad, la historia, los clásicos, de acuerdo a una visión, a unas manías, a unos apetitos y unas fobias que eran las suyas propias y que su delicado talento de embaucador contagiaba a la realidad de sus textos, convirtiéndolos en sus atributos.

«Primores de lo vulgar» tituló Ortega y Gasset el ensayo que le dedicó. En el contraste de ambos conceptos está perfectamente resumido el arte azoriniano, hecho de menudencias, minucias, inanidades e insignificancias, que, gracias a la pulcritud del estilo, la sutileza de la observación y la audacia de la estructura se vuelven objetos merecedores de reverencia y cariño.

Un artista se sirve de todo para crear, comenzando por sus limitaciones. Si uno juzga las actitudes y proclividades de Azorín separadas de la obra en que se hicieron literatura, el cuadro no es nada sugestivo: apatía, desilusión, lentitud, hechizo por lo nimio. Todo eso sugiere el aburrimiento y la impaciencia. Y, sin embargo, en las crónicas de Azorín esos ingredientes crean un mundo impredecible, de intensa espiritualidad, que sorprende y encanta. En él es esencial la brevedad. Cuando se alarga, generalmente se esfuma. En cambio, los millares de pequeños textos que escribió, sobre codos los temas imaginables —política, viajes, actualidades, sociales, deportes, teatro, cine, ciencia, historia, folclore— forman parte de la buena literatura por la inquebrantable calidad de su estilo y la astucia de su enfoque y construcción que convierten a muchos de ellos en modelos de esas ceñidas y sólidas arquitecturas imaginarias que son los cuentos logrados.

«He intentado no decir sino cosas sencillas y directas», escribió en el prólogo a sus Páginas escogidas, en 1917. Esto, si es cierto, demuestra una vez más el abismo que puede abrirse entre las intenciones y los resultados de un creador. El mundo de Azorín es «sencillo y directo» sólo en la fachada. Tras la diafanidad del lenguaje y lo asequible de los temas hay, con frecuencia, un denso contexto, la compleja urdimbre de ocultamientos y revelaciones, simulacros y pistas falsas, cambios de tono y de ritmo y juegos de tiempo de las ficciones más arriesgadas. Y, gracias a estas sabias trapacerías, el mundo «vulgar» de Azorín se levanta de su vulgaridad y adquiere brillo estético, solvencia intelectual, indeterminación, ambigüedad y sugerencia.

Quisiera dar un solo ejemplo de la maestría con que Azorín trastroca una opinión o informe periodístico en fabulación artística: «Ei buen juez», texto incluido en Los pueblos, una miscelánea de 1904. A simple vista, es la reseña de un libro, Novísimas sentencias del Presidente Magnaud, que Azorín escribe urgido por el editor. Extraño comentario: jamás se dice quién era el Presidente Magnaud ni hay una palabra sobre el contenido de su libro. El articulista evita lo central y se extravía en lo accesorio. El volumen de marras viajó de Barcelona hasta Ciudad Real, allí estuvo ahuesándose en una librería hasta que fue adquirido por un transeúnte que lo obsequia a un tal Don Alonso. Éste, juez del lugar, lo deposita junto al expediente de un pleito sobre el que debe pronunciar sentencia. Es un caso sencillo y Don Alonso ya sabe en qué sentido fallará. Antes de dormir, hojea el libro-que le han regalado. Pero no puede soltarlo hasta que asoma el día. Se levanta y esa mañana dicta sentencia, en sentido opuesto al que pensaba la víspera, lo que causa escándalo en la ciudad manchega. Pero Don Alonso regresa a su casa feliz porque, gracias a una buena lectura, ha hecho justicia, «apartándose de la ley pero con arreglo a su conciencia».

Esta corta historia, llena de elusiones, nos instruye más luminosamente sobre las Novísimas sentencias del Presidente Magnaud que un tratado erudito. Pero, sobre todo, nos mantiene suspensos, fascinados con sus hiatos, circunloquios y desvíos. Hemingway mostró que, a veces, la mejor manera de realzar un hecho en una ficción es ocultado, que era posible y eficaz narrar por omisión. Buena parte de la técnica periodístico-narrativa de Azorín se basa en una estrategia parecida, de datos significativamente escondidos al lector, vacíos que éste debe llenar con adivinanzas, intuiciones o invenciones. «En la vida nada hay que no revista una trascendencia incalculable», escribió en otra ocasión. Esto no es cierto. Pero, como escritor, él fue capaz de demostrar que, si no en la vida, en el arte lo aburrido puede ser ameno, lo feo bello y lo intrascendente trascendente.

En verdad, era un miniaturista, como esos que pintan paisajes en la cabeza de un alfiler o construyen barcos con palitos de fósforos en el interior de una botella. Tenía predilección por lo desdeñado y secundario, por lo que rara vez atrae la atención o se olvida de inmediato, por los seres anodinos y las cosas insignificantes. En sus descripciones, que eran invenciones, los pequeños objetos alcanzan a veces una extraordinaria dignidad, como la alcuza y la escudilla que, en los recuerdos de su libro sobre Valencia (1941), crecen y se animan como personajes vivos y nobilísimos, o como la «márfega», jergón lleno de las hojas del maíz, que en esas mismas páginas se eleva a la condición de objeto emblemático, lleno de música, color y poesía.

Era un arquitecto literario tan sutil que podía trazar el perfil de una ciudad a través del perfume de las especias impregnado en sus mercados e instalar a sus lectores en el corazón de un pueblecillo manchego, haciéndoles sentir su soledad, su rutina, la sordidez y la secreta grandeza de sus gentes, apenas con unas cuantas frases que, en apariencia, sólo pretendían describir una fuente, un portalón o una viejecita enlutada e intemporal.

La realidad azoriniana difumina las fronteras entre los objetos y los hombres: éstos son muchas veces nada más que volumen, color, forma, y, aquéllos, entidades a las que convienen calificativos como modestos, tímidos, entrañables, cálidos. La limpieza y el orden, la sobriedad y la discreción reinan, como si sólo a través de ellos pudiera organizarse la vida. Hay pobreza, pero no fealdad; nada se halla fuera del lugar que le corresponde, como si aquí se hubiera materializado aquello que decía’ el brujo de Las enseñanzas de Don Juan, de Carlos Castañeda: que si las personas encontraran ese sitio mágico que en cada lugar les aguarda, desaparecería la infelicidad. En el mundo de Azorín seres vivos y objetos inanimados parecen haber encontrado su «sitio», pero es difícil decir si ello los ha hecho felices. Porque en este mundo mínimo, reinventado a la imagen y semejanza de ese fantaseador contemplativo, la noción misma de felicidad parece descabellada.

Se trata de un mundo embebido de literatura, modelado y obsesionado con las creaturas de la ficción. Pero, en cierto modo, hasta hablar de «ficción» podría resultar imprudente; porque, para los caballeros que frecuentan el Casino de Argamasilla, por ejemplo, así como para el personaje que se hace pasar por el cronista Azorín, parece tan difícil diferenciar lo vivido de lo novelado como lo era para Don Quijote: igual que a éste, la realidad sólo tiene sentido y vida para ellos transmutada en una ficción. Y, por eso, tal vez, en el mundo tapizado de objetos de Azorín, el más precioso, el más convocado y respetado, el más amado, es el libro, y, de preferencia, aquel que, habiendo cruzado los años y las manos de tantos lectores, ha alcanzado una suerte de inmortalidad: el libro de ocasión.

Desde que lo descubrí, en 1952, siempre he estado leyendo o releyendo a Azorín, con una admiración y un cariño que se renuevan como las estaciones. Sus libros me han acompañado en trenes, hoteles, aviones, ómnibus, hasta convertirse en amuletos sin los cuales no me atrevería a emprender un viaje. Creo entender las razones por las que vuelvo siempre sobre un puñado de autores, pero mi devoción por Azorín me descoloca, pues, en muchos sentidos —en su manera de ser y de ver el mundo, en lo que le gustaba y disgustaba, en sus modelos y en sus conjuros— creo estar bastante lejos de él y, acaso, en sus antípodas. Tal vez la explicación esté en la fatídica ley de atracción de los contrarios. Pero, lo cierto es que sus libros me estimulan y me emocionan siempre, y que, de tanto asomarme a través de ellos a lo que hizo y lo que fue, he llegado a sentir —a pesar de que sólo lo vi una vez, en 1958, aquí en Madrid, cuando era ya un viejecillo mudo, translúcido y aéreo— que formo parte de su círculo privado, y a considerarlo un grande amigo, uno de ésos cuya aprobación quisiéramos desesperadamente alcanzar para todo lo que escribimos. No sé dónde estará ahora, pero si está en alguna parte, me gustaría que supiera que aproveché esta solemne ocasión de mi ingreso a la Real Academia para, nada más entrar en esta casa que fue también suya, rendirle un homenaje».

NOTAS:
1, En «Azorín: primores de lo vulgar», José Ortega y Gasset, Obras Completas, Voi, 2, Madrid, Alianza Editorial/Revista de Occidente, 1983, p. 162.
2. Azorín. Parlamentarismo español (1904-1916), Madrid, Casa Editorial Calleja, 1916.
3. Incluido en Sin perder los estribos, Madrid, Editorial Taurus, 1958, p. 169.

Discurso sobre la Cultura pronunciado el 2010

«A lo largo de la historia, la noción de cultura ha tenido distintos significados y matices. Durante muchos siglos fue un concepto inseparable de la religión y del conocimiento teológico, en Grecia estuvo marcado por la filosofía y en Roma por el Derecho, en tanto que en el Renacimiento lo impregnaban sobre todo la literatura y las artes. En épocas más recientes como la Ilustración fueron la ciencia y los grandes descubrimientos científicos los que dieron
el sesgo principal a la idea de cultura. Pero, a pesar de esas variantes y hasta nuestra época, cultura siempre significó una suma de factores y disciplinas que, según amplio consenso social, la constituían y ella implicaba: la reivindicación de un patrimonio de ideas, valores y obras de arte, de unos conocimientos históricos, religiosos, filosóficos y científicos en constante evolución y el fomento de la exploración de nuevas formas artísticas y literarias y de la investigación en todos los campos del saber.

La cultura estableció siempre unos rangos sociales entre quienes la cultivaban, la enriquecían con aportes diversos, la hacían progresar y quienes se desentendían de ella, la despreciaban o ignoraban, o eran excluidas de ella por razones sociales y económicas. En todas las épocas históricas, hasta la nuestra, en una sociedad había personas cultas e incultas, y, entre ambos extremos, personas más o menos cultas o más o menos incultas, y esta clasificación resultaba bastante clara para el mundo entero porque para todos regía un mismo sistema de valores, criterios culturales y maneras de pensar, juzgar y comportarse.

En nuestro tiempo todo aquello ha cambiado. La noción de cultura se extendió tanto que, aunque nadie se atrevería a reconocerlo de manera explícita, se ha esfumado. Se volvió un fantasma inaprensible, multitudinario y traslaticio. Porque ya nadie es culto si todos creen serlo o si el contenido de lo que llamamos cultura ha sido depravado de tal modo que todos puedan justificadamente creer que lo son.

La más remota señal de este proceso de progresivo empastelamiento y confusión de lo que representa una cultura la dieron los antropólogos, inspirados, con la mejor buena fe del mundo, en una voluntad de respeto y comprensión de las sociedades más primitivas que estudiaban. Ellos establecieron que cultura era la suma de creencias, conocimientos, lenguajes, costumbres, atuendos, usos, sistemas de parentesco y, en resumen, todo aquello que un pueblo dice, hace, teme o adora. Esta definición no se limitaba a establecer un método para explorar la especificidad de un conglomerado humano en relación con los demás. Quería también, de entrada, abjurar del etnocentrismo prejuicioso y racista del que Occidente nunca se ha cansado de acusarse. El propósito no podía ser más generoso, pero, ya sabemos, por el famoso dicho, que el infierno está empedrado de buenas intenciones.

Porque una cosa es creer que todas las culturas merecen consideración ya que, sin duda, en todas hay aportes positivos a la civilización humana, y otra, muy distinta, creer que todas ellas, por el mero hecho de existir, se equivalen. Y es esto último lo que asombrosamente ha llegado a ocurrir en razón de un prejuicio monumental suscitado por el deseo bienhechor de abolir de una vez y para siempre todos los prejuicios en materia de cultura. La corrección política ha terminado por convencernos de que es arrogante, dogmático, colonialista y hasta racista hablar de culturas superiores e inferiores y hasta de culturas modernas y primitivas. Según esta arcangélica concepción, todas las culturas, a su modo y en su circunstancia, son iguales, expresiones equivalentes de la maravillosa diversidad humana.

Si etnólogos y antropólogos establecieron esta igualación horizontal de las culturas, diluyendo hasta la invisibilidad la acepción clásica del vocablo, los sociólogos por su parte –o, mejor dicho, los sociólogos empeñados en hacer crítica literaria– han llevado a cabo una revolución semántica parecida, incorporando a la idea de cultura, como parte integral de ella, a la incultura, disfrazada con el nombre de cultura popular, una forma de cultura menos refinada, artificiosa y pretenciosa que la otra, pero mucho más libre, genuina, crítica, representativa y audaz. Diré inmediatamente que en este proceso de socavamiento de la idea tradicional de cultura han surgido libros tan sugestivos y brillantes como el que Mijail Bajtín dedicó a “La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento.

El contexto de François Rabelais” en el que contrasta, con sutiles razonamientos y sabrosos ejemplos, lo que llama “cultura popular”, que, según el crítico ruso, es una suerte de contrapunto a la cultura oficial y aristocrática, la que se conserva y brota en los salones, palacios, conventos y bibliotecas, en tanto que la popular nace y vive en la calle, la taberna, la fiesta, el carnaval y en la que aquella es satirizada con réplicas que, por ejemplo, desnudan y exageran lo que la cultura oficial oculta y censura como el “abajo humano”, es decir, el sexo, las funciones excrementales, la grosería y oponen el rijoso “mal gusto” al supuesto “buen gusto” de las clases dominantes.

No hay que confundir la clasificación hecha por Bajtín y otros críticos literarios de estirpe sociológica –cultura oficial y cultura popular– con aquella división que desde hace mucho existe en el mundo anglosajón, entre la “high brow culture” y la “low brow culture”: la cultura de la ceja levantada y la de la ceja alicaída. Pues en este último caso estamos siempre dentro de la acepción clásica de la cultura y lo que distingue a una de otra es el grado de facilidad o dificultad que ofrece al lector, oyente, espectador y simple cultor el hecho cultural. Un poeta como T. S. Eliot y un novelista como James Joyce pertenecen a la cultura de la ceja levantada en tanto que los cuentos y novelas de Ernest Heminway o los poemas de Walt Whitman a la de la ceja alicaída pues resultan accesibles a los lectores comunes y corrientes. En ambos casos estamos siempre dentro del dominio de la literatura a secas, sin adjetivos. Bajtín y sus seguidores (conscientes o inconscientes) hicieron algo mucho más radical: abolieron las fronteras entre cultura e incultura y dieron a lo inculto una dignidad relevante, asegurando que lo que podía haber en este discriminado ámbito de impericia, chabacanería y dejadez estaba compensado largamente por su vitalidad, humorismo, y la manera desenfadada y auténtica con que representaba las experiencias humanas más compartidas.

De este modo han ido desapareciendo de nuestro vocabulario, ahuyentados por el miedo a incurrir en la incorrección política, los límites que mantenían separadas a la cultura de la incultura, a los seres cultos de los incultos. Hoy ya nadie es inculto o, mejor dicho, todos somos cultos. Basta abrir un periódico o una revista para encontrar, en los artículos de comentaristas y gacetilleros, innumerables referencias a la miríada de manifestaciones de esa cultura universal de la que somos todos poseedores, como por ejemplo “la cultura de la pedofilia”, “la cultura de la marihuana”, “la cultura punqui”, “la cultura de la estética nazi” y cosas por el estilo. Ahora todos somos cultos de alguna manera, aunque no hayamos leído nunca un libro, ni visitado una exposición de pintura, escuchado un concierto, ni aprendido algunas nociones básicas de los conocimientos humanísticos, científicos y tecnológicos del mundo en que vivimos.

Queríamos acabar con las élites, que nos repugnaban moralmente por el retintín privilegiado, despectivo y discriminatorio con que su solo nombre resonaba ante nuestros ideales igualitaristas y, a lo largo del tiempo, desde distintas trincheras, fuimos impugnando y deshaciendo a ese cuerpo exclusivo de pedantes que se creían superiores y se jactaban de monopolizar el saber, los valores morales, la elegancia espiritual y el buen gusto. Pero lo que hemos conseguido es una victoria pírrica, un remedio que resultó peor que la enfermedad: vivir en la confusión de un mundo en el que, paradójicamente, como ya no hay manera de saber qué cosa es cultura, todo lo es y ya nada lo es.

Sin embargo, se me objetará, nunca en la historia ha habido un cúmulo tan grande de descubrimientos científicos, realizaciones tecnológicas, ni se han editado tantos libros, abierto tantos museos ni pagado precios tan vertiginosos por las obras de artistas antiguos y modernos. ¿Cómo se puede hablar de un mundo sin cultura en una época en que las naves espaciales construidas por el hombre han llegado a las estrellas y el porcentaje de analfabetos es el más bajo de todo el acontecer humano? Sí, todo ese progreso es cierto, pero no es obra de mujeres y hombres cultos sino de especialistas.

Y entre la cultura y la especialización hay tanta distancia como entre el hombre de Cromagnon y los sibaritas neurasténicos de Marcel Proust. De otro lado, aunque haya hoy muchos más alfabetizados que en el pasado, este es un asunto cuantitativo y la cultura no tiene mucho que ver con la cantidad, sólo con la cualidad. Es decir, hablamos de cosas distintas. A la extraordinaria especialización a que han llegado las ciencias se debe, sin la menor duda, que
hayamos conseguido reunir en el mundo de hoy un arsenal de armas de destrucción masiva con el que podríamos desaparecer varias veces el planeta en que vivimos y contaminar de muerte los espacios adyacentes.

Se trata de una hazaña científica y tecnológica, sin lugar a dudas y, al mismo tiempo, una manifestación flagrante de barbarie, es decir, un hecho eminentemente anticultural si la cultura es, como creía T. S. Eliot, “todo aquello que hace de la vida algo digno de ser vivido”.

La cultura es –o era, cuando existía– un denominador común, algo que mantenía viva la comunicación entre gentes muy diversas a las que el avance de los conocimientos obligaba a especializarse, es decir, a irse distanciando e incomunicando entre sí.

Era, así mismo, una brújula, una guía que permitía a los seres humanos orientarse en la espesa maraña de los conocimientos sin perder la dirección y teniendo más o menos claro, en su incesante trayectoria, las prelaciones, lo que es importante de lo que no lo es, el camino principal y las desviaciones inútiles. Nadie puede saber todo de todo –ni antes ni ahora fue posible–, pero al hombre culto la cultura le servía por lo menos para establecer jerarquías y preferencias en el campo del saber y de los valores estéticos. En la era de la especialización y el derrumbe de la cultura las jerarquías han desaparecido en una amorfa mezcolanza en la que, según el embrollo que iguala a las innumerables todas las ciencias y las técnicas se justifican y equivalen, y no hay modo alguno de discernir con un mínimo de objetividad qué es bello en el arte y qué no lo es. Incluso hablar de este modo resulta ya obsoleto pues la noción misma de belleza está tan desacreditada como la clásica idea de cultura.

El especialista ve y va lejos en su dominio particular pero no sabe lo que ocurre a sus costados y no se distrae en averiguar los estropicios que podría causar con sus logros en otros ámbitos de la existencia, ajenos al suyo. Ese ser unidimensional, como lo llamó Marcuse, puede ser, a la vez, un gran especialista y un inculto porque sus conocimientos, en vez de conectarlo con los demás, lo aíslan en una especialidad que es apenas una diminuta celda del vasto dominio del saber. La especialización, que existió desde los albores de la civilización, fue aumentando con el avance de los conocimientos, y lo que mantenía la comunicación social, esos denominadores comunes que son los pegamentos de la urdimbre social, eran las élites, las minorías cultas, que además de tender puentes e intercambios entre las diferentes provincias del saber –las ciencias, las letras, las artes y las técnicas– ejercían una influencia, religiosa o laica, pero siempre cargada de contenido moral, de modo que aquel progreso intelectual y artístico no se apartara demasiado de una cierta finalidad humana, es decir que, a la vez que garantizara mejores oportunidades y condiciones materiales de vida, significara un enriquecimiento moral para la sociedad, con la disminución de la violencia, de la injusticia, la explotación, el hambre, la enfermedad y la ignorancia.

En su célebre ensayo, “Notas para la definición de la cultura”, T. S. Eliot sostuvo que no debe identificarse a ésta con el conocimiento –parecía estar hablando para nuestra época más que para la suya porque hace medio siglo el problema no tenía la gravedad que ahora– porque cultura es algo que antecede y sostiene al conocimiento, una actitud espiritual y una cierta sensibilidad que lo orienta y le imprime una funcionalidad precisa, algo así como un
designio moral. Como creyente, Eliot encontraba en los valores de la religión cristiana aquel asidero del saber y la conducta humana que llamaba la cultura. Pero no creo que la fe religiosa sea el único sustento posible para que el conocimiento no se vuelva errático y autodestructivo como el que multiplica los polvorines atómicos o contamina de venenos el aire, el suelo y las aguas que nos permiten vivir. Una moral y una filosofía laicas cumplieron, desde los siglos dieciocho y diecinueve, esta función para un amplio sector del mundo occidental.

Aunque, es cierto que, para un número tanto o más grande de los seres humanos, resulta evidente que la trascendencia es una necesidad o urgencia vital de la que no pueden desprenderse sin caer en la anomia o la desesperación.
Jerarquías en el amplio espectro de los saberes que forman el conocimiento, una moral todo lo comprensiva que requiere la libertad y que permita expresarse a la gran diversidad de lo humano pero firme en su rechazo de todo lo que envilece y degrada la noción básica de humanidad y amenaza la supervivencia de la especie, una élite conformada no por la razón de nacimiento ni el poder económico o político sino por el esfuerzo, el talento y la obra realizada y con autoridad moral para establecer, de manera flexible y renovable, un orden de importancia de los valores tanto en el espacio propio de las artes como en las ciencias y técnicas: eso fue la cultura en las circunstancias y sociedades más cultas que ha conocido la historia y lo que debería volver a ser si no queremos progresar sin rumbo, a ciegas, como autómatas, hacia nuestra desintegración.

Sólo de este modo la vida iría siendo cada día más vivible para el mayor número en pos del siempre inalcanzable anhelo de un mundo feliz. Sería equivocado atribuir en este proceso funciones idénticas a las ciencias y a las letras y a las artes. Precisamente por haber olvidado distinguirlas ha surgido la confusión que prevalece en nuestro tiempo en el campo de la cultura. Las ciencias progresan, como las técnicas, aniquilando lo viejo, anticuado y obsoleto, para ellas el pasado es un cementerio, un mundo de cosas muertas y superadas por los nuevos descubrimientos e invenciones. Las letras y las artes se renuevan pero no progresan, ellas no aniquilan su pasado, construyen sobre él, se alimentan de él y a la vez lo alimentan, de modo que a pesar de ser tan distintos y distantes un Velásquez está tan vivo como Picasso y Cervantes sigue siendo tan actual como Borges o Faulkner.

Las ideas de especialización y progreso, inseparable de la ciencia, son írritas a las letras y a las artes, lo que no quiere decir, desde luego, que la literatura, la pintura y la música no cambien y evolucionen. Pero no se puede decir de ellas, como de la química y la alquimia, que aquella abole a ésta y la supera. La obra literaria y artística que alcanza cierto grado de excelencia no muere con el paso del tiempo: sigue viviendo y enriqueciendo a las nuevas generaciones y evolucionando con éstas. Por eso, las letras y las artes constituyeron hasta ahora el denominador común de la cultura, el espacio en el que era posible la comunicación entre seres humanos pese a la diferencia de lenguas, tradiciones, creencias y épocas, pues quienes se emocionan con Shakespeare, se ríen con Molière y se deslumbran con Rembrandt y Mozart se acercan a, y dialogan con, quienes en el tiempo que aquellos escribieron, pintaron o compusieron, los leyeron, oyeron y admiraron.

Ese espacio común, que nunca se especializó, que ha estado siempre al alcance de todos, ha experimentado períodos de extrema complejidad, abstracción y hermetismo, lo que constreñía la comprensión de ciertas obras a una élite. Pero esas obras experimentales o de vanguardia, si de veras expresaban zonas inéditas de la realidad humana y creaban formas de belleza perdurable, terminaban siempre por educar a sus lectores, espectadores y oyentes integrándose de este modo al espacio común de la cultura. Ésta puede y debe ser, también, experimento, desde luego, a condición de que las nuevas técnicas y formas que introduzca la obra así concebida amplíen el horizonte de la experiencia de la vida, revelando sus secretos más ocultos, o exponiéndonos a valores estéticos inéditos que revolucionan nuestra sensibilidad y nos dan una visión más sutil y novedosa de ese abismo sin fondo que es la condición humana.

Hace ya de esto algunos años vi en París, en la televisión francesa, un documental que se me quedó grabado en la memoria y cuyas imágenes, de tanto en tanto, los sucesos cotidianos actualizan con restallante vigencia, sobre todo cuando se habla del problema mayor de nuestro tiempo: la educación. El documental describía la problemática de un liceo en las afueras de París, uno de esos barrios donde familias francesas empobrecidas se codean con inmigrantes de origen subsahariano, latinoamericano y árabes del Magreb. Este colegio secundario público, cuyos alumnos, de ambos sexos, constituían un arcoiris de razas, lenguas, costumbres y religiones, había sido escenario de violencias: golpizas a profesores, violaciones en los baños o corredores, enfrentamientos entre pandillas a navajazos y palazos y, si mal no recuerdo, hasta tiroteos.

No sé si de todo ello había resultado algún muerto, pero sí muchos heridos, y en los registros al local la policía había incautado armas, drogas y alcohol. El documental no quería ser alarmista, sino tranquilizador, mostrar que lo peor había ya pasado y que, con la buena voluntad de autoridades, profesores, padres de familia y alumnos, las aguas se estaban sosegando. Por ejemplo, con inocultable satisfacción, el director señalaba que gracias al detector de metales recién instalado, por el cual debían pasar ahora los estudiantes al ingresar al colegio, se decomisaban las manoplas, cuchillos y otras armas punzocortantes. Así, los hechos de sangre se habían reducido de manera drástica. Se habían dictado disposiciones de que ni profesores ni alumnos circularan nunca solos, ni siquiera para ir a los baños, siempre al menos en grupos de dos. De este modo se evitaban asaltos y emboscadas. Y, ahora, el colegio tenía dos psicólogos permanentes para dar consejo a los alumnos y alumnas –casi siempre huérfanos, semi huérfanos, y de familias fracturadas por la desocupación, la promiscuidad, la delincuencia y la violencia de género– inadaptables o pendencieros recalcitrantes.

Lo que más me impresionó en el documental fue la entrevista a una profesora que afirmaba, con naturalidad, algo así como: “Tout va bien, maintenant, mais il faut se débrouiller”, (“Ahora todo anda bien, pero hay que saber arreglárselas”). Explicaba que, a fin de evitar los asaltos y palizas de antaño, ella y un grupo de profesores se habían puesto de acuerdo para encontrarse a una hora justa en la boca del metro más cercana y caminar juntos hasta el colegio. De este modo el riesgo de ser agredidos por los voyous (golfos) se enanizaba. Aquella profesora y sus colegas, que iban diariamente a su trabajo como quien va al infierno, se habían resignado, aprendido a sobrevivir y no parecían imaginar siquiera que ejercer la docencia pudiera ser algo distinto a su vía crucis cotidiano.

En esos días terminaba yo de leer uno de los amenos y sofísticos ensayos de Michel Foucault en el que, con su brillantez habitual, el filósofo francés sostenía que, al igual que la sexualidad, la psiquiatría, la religión, la justicia y el lenguaje, la enseñanza había sido siempre, en el mundo occidental, una de esas “estructuras de poder” erigidas para reprimir y domesticar al cuerpo social, instalando sutiles pero muy eficaces formas de sometimiento y enajenación a fin de garantizar la perpetuación de los privilegios y el control del poder de los grupos sociales dominantes. Bueno, pues, por lo menos en el campo de la enseñanza, a partir de 1968 la autoridad castradora de los instintos libertarios de los jóvenes había volado en pedazos. Pero, a juzgar por aquel documental, que hubiera podido ser filmado en otros muchos lugares de Francia y de toda Europa, el desplome y desprestigio de la idea misma del docente y la docencia –y, en última instancia, de cualquier forma de autoridad–, no parecía haber traído la liberación creativa del espíritu juvenil, sino, más bien, convertido a los colegios así liberados, en el mejor de los casos, en instituciones caóticas, y, en el peor, en pequeñas satrapías de matones y precoces delincuentes.

Es evidente que Mayo del 68 no acabó con la “autoridad”, que ya venía sufriendo hacía tiempo un proceso de debilitamiento generalizado en todos los órdenes, desde el político hasta el cultural, sobre todo en el campo de la educación. Pero la revolución de los niños bien, la flor y nata de las clases burguesas y privilegiadas de Francia, quienes fueron los protagonistas de aquel divertido carnaval que proclamó como eslogan del movimiento “¡Prohibido prohibir!”, extendió al concepto de autoridad su partida de defunción. Y dio legitimidad y glamour a la idea de que toda autoridad es sospechosa, perniciosa y deleznable y que el ideal libertario más noble es desconocerla, negarla y destruirla. El poder no se vio afectado en lo más mínimo con este desplante simbólico de los jóvenes rebeldes que, sin saberlo la inmensa mayoría de ellos, llevaron a las barricadas los ideales iconoclastas de pensadores como Foucault. Baste recordar que en las primeras elecciones celebradas en Francia después de Mayo del 68, la derecha gaullista obtuvo una rotunda victoria.

Pero la autoridad, en el sentido romano de auctoritas, no de poder sino, como define en su tercera acepción el Diccionario de la RAE, de “prestigio y crédito que reconoce a una persona o institución por su legitimidad o por su calidad y competencia en alguna materia”, no volvió a levantar cabeza. Desde entonces, tanto en Europa como en buena parte del resto del mundo, son prácticamente inexistentes las figuras políticas y culturales que ejercen aquel magisterio, moral e intelectual al mismo tiempo, de la “autoridad” clásica y que encarnaban a nivel popular los maestros, palabra que entonces sonaba tan bien porque se asociaba al saber y al idealismo. En ningún campo ha sido esto tan catastrófico para la cultura como en el de la educación. El maestro, despojado de credibilidad y autoridad, convertido en muchos casos –desde la perspectiva progresista– en representante del poder represivo, es decir en el enemigo al que, para alcanzar la libertad y la dignidad humana, había que resistir, e, incluso, abatir, no sólo perdió la confianza y el respeto sin los cuales era prácticamente imposible que cumpliera eficazmente su función de educador –de transmisor tanto de valores como de conocimientos– ante sus alumnos, sino de los propios padres de familia y de filósofos revolucionarios que, a la manera del autor de Vigilar y castigar, personificaron en él uno de esos siniestros instrumentos de los que –al igual que los guardianes de las cárceles y los psiquiatras de los manicomios– se vale el establecimiento para embridar el espíritu crítico y la sana rebeldía de niños y adolescentes.
Muchos maestros, de muy buena fe, se creyeron esta degradante satanización de sí mismos y contribuyeron, echando baldazos de aceite a la hoguera, a agravar el estropicio haciendo suyas algunas de las más disparatadas secuelas de la ideología de Mayo del 68 en lo relativo a la educación, como considerar aberrante desaprobar a los malos alumnos, hacerlos repetir el curso, e, incluso, poner calificaciones y establecer un orden de prelación en el rendimiento académico de los estudiantes, pues, haciendo semejantes distingos, se propagaría la nefasta noción de jerarquías, el egoísmo, el individualismo, la negación de la igualdad y el racismo. Es verdad que estos extremos no han llegado a afectar a todos los sectores de la vida escolar, pero, una de las perversas consecuencias del triunfo de las ideas –de las diatribas y fantasías– de Mayo del 68 ha sido que a raíz de ello se ha acentuado brutalmente la división
de clases a partir de las aulas escolares. La enseñanza pública fue uno de los grandes logros de la Francia democrática, republicana y laica. En sus escuelas y colegios, de muy alto nivel, las oleadas de alumnos gozaban de una igualdad de oportunidades que corregía, en cada nueva generación, las asimetrías y privilegios de familia y clase, abriendo a los niños y jóvenes de los sectores más desfavorecidos el camino del progreso, del éxito profesional y del poder político.

El empobrecimiento y desorden que ha padecido la enseñanza pública, tanto en Francia como en el resto del mundo, ha dado a la enseñanza privada, a la que por razones económicas tiene acceso sólo un sector social minoritario de altos ingresos, y que ha sufrido menos los estragos de la supuesta revolución libertaria, un papel preponderante en la forja de los dirigentes políticos, profesionales y culturales de hoy y del futuro. Nunca tan cierto aquello de “nadie sabe para quien trabaja”. Creyendo hacerlo para construir un mundo de veras libre, sin represión, ni enajenación ni autoritarismo, los filósofos libertarios como Michel Foucault y sus inconscientes discípulos obraron muy acertadamente para que, gracias a la gran revolución educativa que propiciaron, los pobres siguieran pobres, los ricos ricos, y los inveterados dueños del poder siempre con el látigo en las manos.

No es arbitrario citar el caso paradójico de Michel Foucault. Sus intenciones críticas eran serias y su ideal libertario innegable. Su repulsa de la cultura occidental –la única que, con todas sus limitaciones y extravíos, ha hecho progresar la libertad, la democracia y los derechos humanos en la historia– lo indujo a creer que era más factible encontrar la emancipación moral y política apedreando policías, frecuentando los baños “gays” de San Francisco o los clubes sadomasoquistas de París, que en las aulas escolares o las ánforas electorales. Y, en su paranoica denuncia de las estratagemas de que, según él, se valía el poder para someter a la opinión pública a sus dictados, negó hasta el final la realidad del sida –la enfermedad que lo mató– como un embauque más del establecimiento y sus agentes científicos para aterrar a los ciudadanos imponiéndoles la represión sexual. Su caso es paradigmático: el más inteligente pensador de su generación tuvo siempre, junto a la seriedad con que emprendió sus investigaciones en distintos campos del saber –la historia, la psiquiatría, el arte, la sociología, el erotismo y, claro está, la filosofía– una vocación iconoclasta y provocadora –en su primer ensayo había pretendido demostrar que “el hombre no existe”– que a ratos se volvía mero desplante intelectual, gesto desprovisto de seriedad. También en esto Foucault no estuvo solo, hizo suyo un mandato generacional que marcaría a fuego la cultura de su tiempo: una propensión hacia el sofisma y el artificio intelectual.

Es otra de las razones de la pérdida de “autoridad” de los pensadores de nuestro tiempo: no eran serios, jugaban con las ideas y las teorías como los malabaristas de los circos con los pañuelos y palitroques, que divierten y hasta maravillan pero no convencen. Una de las primeras en advertirlo y criticarlo con dureza fue Gertrude Himmelfarb, que, en una excelente y polémica colección de ensayos titulada Mirando el abismo (On Looking into the Abyss, New York, Alfred A. Knopf, 1994), arremetió contra la cultura postmoderna y, sobre todo, el estructuralismo de Michel Foucault y el deconstruccionismo de Jacques Derrida y Paul de Man, corrientes de pensamiento que le parecían frívolas y superficiales comparadas con las escuelas tradicionales de crítica literaria e histórica. Su libro es también un homenaje a Lionel Trilling, el autor de La imaginación liberal (1950) y muchos otros ensayos sobre la cultura que tuvieron gran influencia en la vida intelectual y académica de la posguerra en Estados Unidos y Europa y al que hoy día pocos recuerdan y ya casi nadie lee. Trilling no era un liberal en lo económico (en este dominio abrigaba más bien tesis socialdemócratas), pero sí en lo político, por su defensa pertinaz de la virtud para él suprema de la tolerancia, de la ley como instrumento de la justicia, y sobre todo en lo cultural, con su fe en las ideas como motor del progreso y su convicción de que las grandes obras literarias enriquecen la vida, mejoran a los hombres y son el sustento de la civilización. Para un ‘postmoderno’ estas creencias resultan de una ingenuidad arcangélica o de una estupidez supina, al extremo de que nadie se toma siquiera el trabajo de refutarlas.

La profesora Himmelfarb muestra cómo, pese a los pocos años que separan a la generación de un Lionel Trilling de las de un Derrida o un Foucault, hay un verdadero abismo infranqueable entre aquél, convencido de que la historia humana es una sola, el conocimiento una empresa totalizadora, el progreso una realidad posible y la literatura una actividad de la imaginación con raíces en la historia y proyecciones en la moral, y quienes han relativizado las nociones de verdad y de valor hasta volverlas ficciones, entronizado como axioma que todas las culturas se equivalen y disociado la literatura de la realidad, confinando aquella en un mundo autónomo de textos que remiten a otros textos sin relacionarse jamás con la experiencia vivida.

Aunque no comparto del todo la devaluación que Gertrude Himmelfarb hace de Foucault, a quien, con todos los sofismas y exageraciones que puedan reprochársele, por ejemplo en sus teorías sobre las supuestas ‘estructuras de poder’ implícitas en todo lenguaje (el que, según el filósofo francés, transmitiría siempre las palabras e ideas que privilegian a los grupos sociales hegemónicos) hay que reconocerle el haber contribuido a dar a ciertas experiencias marginales y excéntricas (de la sexualidad, de la represión social, de la locura) un derecho de ciudad en la vida cultural, sus críticas a los estragos que la deconstrucción ha causado en el dominio de las humanidades me parecen irrefutables. A los deconstruccionistas debemos, por ejemplo, que en nuestros días sea ya poco menos que inconcebible hablar de ‘humanidades’, para ellos un síntoma de apolillamiento intelectual y de ceguera científica.
Cada vez que me he enfrentado a la prosa oscurantista y a los asfixiantes análisis literarios o filosóficos de Jacques Derrida he tenido la sensación de perder miserablemente el tiempo. No porque crea que todo ensayo de crítica deba ser útil –si es divertido o estimulante ya me basta– sino porque si la literatura es lo que él supone –una sucesión o archipiélago de ‘textos’ autónomos, impermeabilizados, sin contacto posible con la realidad exterior y por lo tanto inmunes a toda valoración y a toda interrelación con el desenvolvimiento de la sociedad y el comportamiento individual– ¿cuál es la razón de ‘deconstruirlos’? ¿Para qué esos laboriosos esfuerzos de erudición, de arqueología retórica, esas arduas genealogías lingüísticas, aproximando o alejando un texto de otro hasta constituir esas artificiosas deconstrucciones intelectuales que son como vacíos animados?

Hay una incongruencia absoluta entre una tarea crítica que comienza por proclamar la ineptitud esencial de la literatura para influir sobre la vida (o para ser influida por ella) y para transmitir verdades de cualquier índole asociables a la problemática humana y que, luego, se vuelca tan afanosamente a desmenuzar –y a menudo con alardes intelectuales de inaguantable pretensión– esos monumentos de palabras inútiles. Cuando los teólogos medievales discutían sobre el sexo de los ángeles no perdían el tiempo: por trivial que pareciera, esta cuestión se vinculaba de algún modo para ellos con asuntos tan graves como la salvación o la condena eternas. Pero, desmontar unos objetos verbales cuyo ensamblaje se considera, en el mejor de los casos, una intensa nadería formal, una gratuidad verbosa y narcisista que nada enseña sobre nada que no sea ella misma y que carece de moral,
es hacer de la crítica literaria una monótona masturbación.

No es de extrañar que, luego de la influencia que ha ejercido la deconstrucción en tantas universidades occidentales (y, de manera especial, en los Estados Unidos), los departamentos de literatura se vayan quedando vacíos de alumnos (y que se filtren en ellos tantos embaucadores), y que haya cada vez menos lectores no especializados para los libros de crítica literaria (a los que hay que buscar con lupa en las librerías y donde no es raro encontrarlos, en rincones legañosos, entre manuales de judo y karate u horóscopos chinos).

Para la generación de Lionel Trilling, en cambio, la crítica literaria tenía que ver con las cuestiones centrales del quehacer humano, pues ella veía en la literatura el testimonio por excelencia de las ideas, los mitos, las creencias y los sueños que hacen funcionar a la sociedad y de las secretas frustraciones o estímulos que explican la conducta individual. Su fe en los poderes de la literatura sobre la vida era tan grande que, en uno de los ensayos de La imaginación liberal (del que Gertrude Himmelfarb ha tomado el título de su libro), Trilling se preguntaba si la mera enseñanza de la literatura no era ya, en sí, una manera de desnaturalizar y empobrecer el objeto del estudio. Su argumento se resumía en esta anécdota: “Les he pedido a mis estudiantes que ‘miren el abismo’ (las obras de un Eliot, un Yeats, un Joyce, un Proust) y ellos, obedientes, lo han hecho, tomado sus notas, y luego comentado: muy interesante ¿no?”
En otra palabras, la academia congelaba, superficializaba y volvía saber abstracto la trágica y revulsiva humanidad contenida en aquellas obras de imaginación, privándolas de su poderosa fuerza vital, de su capacidad para revolucionar la vida del lector. La profesora Himmelfarb advierte con melancolía toda el agua que ha corrido desde que Lionel Trilling expresaba estos escrúpulos de que al convertirse en materia de estudio la literatura fuera despojada de su alma y de su poderío, hasta la alegre ligereza con que un Paul de Man podía veinte años más tarde valerse de la crítica literaria para ‘deconstruir’ el Holocausto, en una operación intelectual no muy distante de la de los historiadores revisionistas empeñados en negar el exterminio de seis millones de judíos por los nazis.

Ese ensayo de Lionel Trilling sobre la enseñanza de la literatura yo lo he releído varias veces, sobre todo cuando me ha tocado hacer de profesor. Es verdad que hay algo engañoso y paradojal en reducir a una exposición pedagógica, de aire inevitablemente esquemático e impersonal –y a deberes escolares que, para colmo, hay que calificar– unas obras de imaginación que nacieron de experiencias profundas, y, a veces, desgarradoras, de verdaderas inmolaciones humanas, y cuya auténtica valoración sólo puede hacerse, no desde la tribuna de un auditorio, sino en la discreta y reconcentrada intimidad de la lectura y medirse cabalmente por los efectos y repercusiones que ellas tienen en la vida privada del lector.

Yo no recuerdo que alguno de mis profesores de literatura me hiciera sentir que un buen libro nos acerca al abismo de la experiencia humana y a sus efervescentes misterios. Los críticos literarios, en cambio, sí. Recuerdo sobre todo a uno, de la misma generación de Lionel Trilling y que para mí tuvo un efecto parecido al que ejerció éste sobre la profesora Himmelfarb, contagiándome su convicción de que lo peor y lo mejor de la aventura humana pasaba siempre por los libros y de que ellos ayudaban a vivir. Me refiero a Edmond Wilson, cuyo extraordinario ensayo sobre la evolución de las ideas y la literatura socialistas, desde que Michelet descubrió a Vico hasta la llegada de Lenin a San Petesburgo, Hacia la estación de Finlandia, cayó en mis manos en mi época de estudiante. En esas páginas de estilo diáfano pensar, imaginar e inventar valiéndose de la pluma era una forma magnífica de actuar y de imprimir una marca en la historia; en cada capítulo se comprobaba que las grandes convulsiones sociales o los menudos destinos individuales estaban visceralmente articulados con el impalpable mundo de las ideas y de las ficciones literarias.

Edmond Wilson no tuvo el dilema pedagógico de Lionel Trilling en lo que concierne a la literatura pues nunca quiso ser profesor universitario. En verdad, ejerció un magisterio mucho más amplio del que acotan los recintos universitarios. Sus artículos y reseñas se publicaban en revistas y periódicos (algo que un crítico “deconstruccionista” consideraría una forma extrema de degradación intelectual) y algunos de sus mejores libros –como el que escribió sobre los manuscritos hallados en el Mar Muerto– fueron reportajes para The New Yorker. Pero el escribir para el gran público profano no le restó rigor ni osadía intelectual; más bien lo obligó a tratar de ser siempre responsable e inteligible a la hora de escribir.

Responsabilidad e inteligibilidad van parejas con una cierta concepción de la crítica literaria, con el convencimiento de que el ámbito de la literatura abarca toda la experiencia humana, pues la refleja y contribuye decisivamente a modelarla, y de que, por lo mismo, ella debería ser patrimonio de todos, una actividad que se alimenta en el fondo común de la especie y a la que se puede recurrir incesantemente en busca de un orden cuando parecemos sumidos en el caos, de aliento en momentos de desánimo y de dudas e incertidumbres cuando la realidad que nos rodea parece excesivamente segura y confiable. A la inversa, si se piensa que la función de la literatura es sólo contribuir a la inflación retórica de un dominio especializado del conocimiento, y que los poemas, las novelas, los dramas proliferan con el único objeto de producir ciertos desordenamientos formales en el cuerpo lingüístico, el crítico puede, a la manera de tantos postmodernos, entregarse impunemente a los placeres del desatino conceptual y la tiniebla expresiva.

La cultura puede ser experimento y reflexión, pensamiento y sueño, pasión y poesía y una revisión crítica constante y profunda de todas las certidumbres, convicciones, teorías y creencias. Pero ella no puede apartarse de la vida real, de la vida verdadera, de la vida vivida, que no es nunca la de los lugares comunes, la del artificio, el sofisma y la frivolidad, sin riesgo de desintegrarse. Puedo parecer pesimista, pero mi impresión es que, con una irresponsabilidad tan grande como nuestra irreprimible vocación por el juego y la diversión, hemos hecho de la cultura uno de esos vistosos pero frágiles castillos construidos sobre la arena que se deshacen al primer golpe de viento».

Fuente | Tomado de la revista del Poder Judicial del Perú, a propósito de sesiones de la Cátedra de la Corte Suprema de Justicia de la República en 2010.
© Cátedra de la Corte Suprema de Justicia de la República
Fondo Editorial del Poder Judicial. Lima – Perú.

Discurso pronunciado al recibir el premio Nobel de Literatura el 7 de diciembre de 2010

Elogio de la lectura y la ficción

«Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de la Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida. Casi setenta años después recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las palabras de los libros en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las barreras del tiempo y del espacio y permitiéndome viajar con el capitán Nemo veinte mil leguas de viaje submarino, luchar junto a d’Artagnan, Athos, Portos y Aramís contra las intrigas que amenazan a la Reina en los tiempos del sinuoso Richelieu, o arrastrarme por las entrañas de París, convertido en Jean Valjean, con el cuerpo inerte de Marius a cuestas.

La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al alcance del pedacito de hombre que era yo el universo de la literatura. Mi madre me contó que las primeras cosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía pues me apenaba que se terminaran o quería enmendarles el final. Y acaso sea eso lo que me he pasado la vida haciendo sin saberlo: prolongando en el tiempo, mientras crecía, maduraba y envejecía, las historias que llenaron mi infancia de exaltación y de aventuras.

Me gustaría que mi madre estuviera aquí, ella que solía emocionarse y llorar leyendo los poemas de Amado Nervo y de Pablo Neruda, y también el abuelo Pedro, de gran nariz y calva reluciente, que celebraba mis versos, y el tío Lucho que tanto me animó a volcarme en cuerpo y alma a escribir aunque la literatura, en aquel tiempo y lugar, alimentara tan mal a sus cultores. Toda la vida he tenido a mi lado gentes así, que me querían y alentaban, y me contagiaban su fe cuando dudaba. Gracias a ellos y, sin duda, también, a mi terquedad y algo de suerte, he podido dedicar buena parte de mi tiempo a esta pasión, vicio y maravilla que es escribir, crear una vida paralela donde refugiarnos contra la adversidad, que vuelve natural lo extraordinario y extraordinario lo natural, disipa el caos, embellece lo feo, eterniza el instante y torna la muerte un espectáculo pasajero.

No era fácil escribir historias. Al volverse palabras, los proyectos se marchitaban en el papel y las ideas e imágenes desfallecían. ¿Cómo reanimarlos? Por fortuna, allí estaban los maestros para aprender de ellos y seguir su ejemplo. Flaubert me enseñó que el talento es una disciplina tenaz y una larga paciencia. Faulkner, que es la forma -la escritura y la estructura- lo que engrandece o empobrece los temas. Martorell, Cervantes, Dickens, Balzac, Tolstoi, Conrad, Thomas Mann, que el número y la ambición son tan importantes en una novela como la destreza estilística y la estrategia narrativa. Sartre, que las palabras son actos y que una novela, una obra de teatro, un ensayo, comprometidos con la actualidad y las mejores opciones, pueden cambiar el curso de la historia. Camus y Orwell, que una literatura desprovista de moral es inhumana y Malraux que el heroísmo y la épica cabían en la actualidad tanto como en el tiempo de los argonautas, la Odisea y la Ilíada.

Si convocara en este discurso a todos los escritores a los que debo algo o mucho sus sombras nos sumirían en la oscuridad. Son innumerables. Además de revelarme los secretos del oficio de contar, me hicieron explorar los abismos de lo humano, admirar sus hazañas y horrorizarme con sus desvaríos. Fueron los amigos más serviciales, los animadores de mi vocación, en cuyos libros descubrí que, aun en las peores circunstancias, hay esperanzas y que vale la pena vivir, aunque fuera sólo porque sin la vida no podríamos leer ni fantasear historias.

Algunas veces me pregunté si en países como el mío, con escasos lectores y tantos pobres, analfabetos e injusticias, donde la cultura era privilegio de tan pocos, escribir no era un lujo solipsista. Pero estas dudas nunca asfixiaron mi vocación y seguí siempre escribiendo, incluso en aquellos períodos en que los trabajos alimenticios absorbían casi todo mi tiempo. Creo que hice lo justo, pues, si para que la literatura florezca en una sociedad fuera requisito alcanzar primero la alta cultura, la libertad, la prosperidad y la justicia, ella no hubiera existido nunca. Por el contrario, gracias a la literatura, a las conciencias que formó, a los deseos y anhelos que inspiró, al desencanto de lo real con que volvemos del viaje a una bella fantasía, la civilización es ahora menos cruel que cuando los contadores de cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas. Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos inquietos e insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida. Quien busca en la ficción lo que no tiene, dice, sin necesidad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida tal como es no nos basta para colmar nuestra sed de absoluto, fundamento de la condición humana, y que debería ser mejor. Inventamos las ficciones para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que quisiéramos tener cuando apenas disponemos de una sola.

Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la libertad para que la vida sea vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por un tirano, una ideología o una religión. Quienes dudan de que la literatura, además de sumirnos en el sueño de la belleza y la felicidad, nos alerta contra toda forma de opresión, pregúntense por qué todos los regímenes empeñados en controlar la conducta de los ciudadanos de la cuna a la tumba, la temen tanto que establecen sistemas de censura para reprimirla y vigilan con tanta suspicacia a los escritores independientes. Lo hacen porque saben el riesgo que corren dejando que la imaginación discurra por los libros, lo sediciosas que se vuelven las ficciones cuando el lector coteja la libertad que las hace posibles y que en ellas se ejerce, con el oscurantismo y el miedo que lo acechan en el mundo real. Lo quieran o no, lo sepan o no, los fabuladores, al inventar historias, propagan la insatisfacción, mostrando que el mundo está mal hecho, que la vida de la fantasía es más rica que la de la rutina cotidiana. Esa comprobación, si echa raíces en la sensibilidad y la conciencia, vuelve a los ciudadanos más difíciles de manipular, de aceptar las mentiras de quienes quisieran hacerles creer que, entre barrotes, inquisidores y carceleros viven más seguros y mejor.La buena literatura tiende puentes entre gentes distintas y, haciéndonos gozar, sufrir o sorprendernos, nos une por debajo de las lenguas, creencias, usos, costumbres y prejuicios que nos separan. Cuando la gran ballena blanca sepulta al capitán Ahab en el mar, se encoge el corazón de los lectores idénticamente en Tokio, Lima o Tombuctú. Cuando Emma Bovary se traga el arsénico, Anna Karenina se arroja al tren y Julien Sorel sube al patíbulo, y cuando, en El Sur, el urbano doctor Juan Dahlmann sale de aquella pulpería de la pampa a enfrentarse al cuchillo de un matón, o advertimos que todos los pobladores de Comala, el pueblo de Pedro Páramo, están muertos, el estremecimiento es semejante en el lector que adora a Buda, Confucio, Cristo, Alá o es un agnóstico, vista saco y corbata, chilaba, kimono o bombachas. La literatura crea una fraternidad dentro de la diversidad humana y eclipsa las fronteras que erigen entre hombres y mujeres la ignorancia, las ideologías, las religiones, los idiomas y la estupidez.

Como todas las épocas han tenido sus espantos, la nuestra es la de los fanáticos, la de los terroristas suicidas, antigua especie convencida de que matando se gana el paraíso, que la sangre de los inocentes lava las afrentas colectivas, corrige las injusticias e impone la verdad sobre las falsas creencias. Innumerables víctimas son inmoladas cada día en diversos lugares del mundo por quienes se sienten poseedores de verdades absolutas. Creíamos que, con el desplome de los imperios totalitarios, la convivencia, la paz, el pluralismo, los derechos humanos, se impondrían y el mundo dejaría atrás los holocaustos, genocidios, invasiones y guerras de exterminio. Nada de eso ha ocurrido. Nuevas formas de barbarie proliferan atizadas por el fanatismo y, con la multiplicación de armas de destrucción masiva, no se puede excluir que cualquier grupúsculo de enloquecidos redentores provoque un día un cataclismo nuclear. Hay que salirles al paso, enfrentarlos y derrotarlos. No son muchos, aunque el estruendo de sus crímenes retumbe por todo el planeta y nos abrumen de horror las pesadillas que provocan. No debemos dejarnos intimidar por quienes quisieran arrebatarnos la libertad que hemos ido conquistando en la larga hazaña de la civilización. Defendamos la democracia liberal, que, con todas sus limitaciones, sigue significando el pluralismo político, la convivencia, la tolerancia, los derechos humanos, el respeto a la crítica, la legalidad, las elecciones libres, la alternancia en el poder, todo aquello que nos ha ido sacando de la vida feral y acercándonos -aunque nunca llegaremos a alcanzarla- a la hermosa y perfecta vida que finge la literatura, aquella que sólo inventándola, escribiéndola y leyéndola podemos merecer. Enfrentándonos a los fanáticos homicidas defendemos nuestro derecho a soñar y a hacer nuestros sueños realidad.

En mi juventud, como muchos escritores de mi generación, fui marxista y creí que el socialismo sería el remedio para la explotación y las injusticias sociales que arreciaban en mi país, América Latina y el resto del Tercer Mundo. Mi decepción del estatismo y el colectivismo y mi tránsito hacia el demócrata y el liberal que soy -que trato de ser- fue largo, difícil, y se llevó a cabo despacio y a raíz de episodios como la conversión de la Revolución Cubana, que me había entusiasmado al principio, al modelo autoritario y vertical de la Unión Soviética, el testimonio de los disidentes que conseguía escurrirse entre las alambradas del Gulag, la invasión de Checoeslovaquia por los países del Pacto de Varsovia, y gracias a pensadores como Raymond Aron, Jean-François Rével, Isaiah Berlin y Karl Popper, a quienes debo mi revalorización de la cultura democrática y de las sociedades abiertas. Esos maestros fueron un ejemplo de lucidez y gallardía cuando la intelligentsia de Occidente parecía, por frivolidad u oportunismo, haber sucumbido al hechizo del socialismo soviético, o, peor todavía, al aquelarre sanguinario de la revolución cultural china.

De niño soñaba con llegar algún día a París porque, deslumbrado con la literatura francesa, creía que vivir allí y respirar el aire que respiraron Balzac, Stendhal, Baudelaire, Proust, me ayudaría a convertirme en un verdadero escritor, que si no salía del Perú sólo sería un seudo escritor de días domingos y feriados. Y la verdad es que debo a Francia, a la cultura francesa, enseñanzas inolvidables, como que la literatura es tanto una vocación como una disciplina, un trabajo y una terquedad. Viví allí cuando Sartre y Camus estaban vivos y escribiendo, en los años de Ionesco, Beckett, Bataille y Cioran, del descubrimiento del teatro de Brecht y el cine de Ingmar Bergman, el TNP de Jean Vilar y el Odéon de Jean Louis Barrault, de la Nouvelle Vague y le Nouveau Roman y los discursos, bellísimas piezas literarias, de André Malraux, y, tal vez, el espectáculo más teatral de la Europa de aquel tiempo, las conferencias de prensa y los truenos olímpicos del general De Gaulle. Pero, acaso, lo que más le agradezco a Francia sea el descubrimiento de América Latina. Allí aprendí que el Perú era parte de una vasta comunidad a la que hermanaban la historia, la geografía, la problemática social y política, una cierta manera de ser y la sabrosa lengua en que hablaba y escribía. Y que en esos mismos años producía una literatura novedosa y pujante. Allí leí a Borges, a Octavio Paz, Cortázar, García Márquez, Fuentes, Cabrera Infante, Rulfo, Onetti, Carpentier, Edwards, Donoso y muchos otros, cuyos escritos estaban revolucionando la narrativa en lengua española y gracias a los cuales Europa y buena parte del mundo descubrían que América Latina no era sólo el continente de los golpes de Estado, los caudillos de opereta, los guerrilleros barbudos y las maracas del mambo y el chachachá, sino también ideas, formas artísticas y fantasías literarias que trascendían lo pintoresco y hablaban un lenguaje universal.

De entonces a esta época, no sin tropiezos y resbalones, América Latina ha ido progresando, aunque, como decía el verso de César Vallejo, todavía Hay, hermanos, muchísimo que hacer. Padecemos menos dictaduras que antaño, sólo Cuba y su candidata a secundarla, Venezuela, y algunas seudo democracias populistas y payasas, como las de Bolivia y Nicaragua. Pero en el resto del continente, mal que mal, la democracia está funcionando, apoyada en amplios consensos populares, y, por primera vez en nuestra historia, tenemos una izquierda y una derecha que, como en Brasil, Chile, Uruguay, Perú, Colombia, República Dominicana, México y casi todo Centroamérica, respetan la legalidad, la libertad de crítica, las elecciones y la renovación en el poder. Ése es el buen camino y, si persevera en él, combate la insidiosa corrupción y sigue integrándose al mundo, América Latina dejará por fin de ser el continente del futuro y pasará a serlo del presente.

Nunca me he sentido un extranjero en Europa, ni, en verdad, en ninguna parte. En todos los lugares donde he vivido, en París, en Londres, en Barcelona, en Madrid, en Berlín, en Washington, Nueva York, Brasil o la República Dominicana, me sentí en mi casa. Siempre he hallado una querencia donde podía vivir en paz y trabajando, aprender cosas, alentar ilusiones, encontrar amigos, buenas lecturas y temas para escribir. No me parece que haberme convertido, sin proponérmelo, en un ciudadano del mundo, haya debilitado eso que llaman «las raíces», mis vínculos con mi propio país -lo que tampoco tendría mucha importancia-, porque, si así fuera, las experiencias peruanas no seguirían alimentándome como escritor y no asomarían siempre en mis historias, aun cuando éstas parezcan ocurrir muy lejos del Perú. Creo que vivir tanto tiempo fuera del país donde nací ha fortalecido más bien aquellos vínculos, añadiéndoles una perspectiva más lúcida, y la nostalgia, que sabe diferenciar lo adjetivo y lo sustancial y mantiene reverberando los recuerdos. El amor al país en que uno nació no puede ser obligatorio, sino, al igual que cualquier otro amor, un movimiento espontáneo del corazón, como el que une a los amantes, a padres e hijos, a los amigos entre sí.

Al Perú yo lo llevo en las entrañas porque en él nací, crecí, me formé, y viví aquellas experiencias de niñez y juventud que modelaron mi personalidad, fraguaron mi vocación, y porque allí amé, odié, gocé, sufrí y soñé. Lo que en él ocurre me afecta más, me conmueve y exaspera más que lo que sucede en otras partes. No lo he buscado ni me lo he impuesto, simplemente es así. Algunos compatriotas me acusaron de traidor y estuve a punto de perder la ciudadanía cuando, durante la última dictadura, pedí a los gobiernos democráticos del mundo que penalizaran al régimen con sanciones diplomáticas y económicas, como lo he hecho siempre con todas las dictaduras, de cualquier índole, la de Pinochet, la de Fidel Castro, la de los talibanes en Afganistán, la de los imanes de Irán, la del apartheid de África del Sur, la de los sátrapas uniformados de Birmania (hoy Myanmar). Y lo volvería a hacer mañana si -el destino no lo quiera y los peruanos no lo permitan- el Perú fuera víctima una vez más de un golpe de Estado que aniquilara nuestra frágil democracia. Aquella no fue la acción precipitada y pasional de un resentido, como escribieron algunos polígrafos acostumbrados a juzgar a los demás desde su propia pequeñez. Fue un acto coherente con mi convicción de que una dictadura representa el mal absoluto para un país, una fuente de brutalidad y corrupción y de heridas profundas que tardan mucho en cerrar, envenenan su futuro y crean hábitos y prácticas malsanas que se prolongan a lo largo de las generaciones demorando la reconstrucción democrática. Por eso, las dictaduras deben ser combatidas sin contemplaciones, por todos los medios a nuestro alcance, incluidas las sanciones económicas. Es lamentable que los gobiernos democráticos, en vez de dar el ejemplo, solidarizándose con quienes, como las Damas de Blanco en Cuba, los resistentes venezolanos, o Aung San Suu Kyi y Liu Xiaobo, que se enfrentan con temeridad a las dictaduras que sufren, se muestren a menudo complacientes no con ellos sino con sus verdugos. Aquellos valientes, luchando por su libertad, también luchan por la nuestra.

Un compatriota mío, José María Arguedas, llamó al Perú el país de «todas las sangres». No creo que haya fórmula que lo defina mejor. Eso somos y eso llevamos dentro todos los peruanos, nos guste o no: una suma de tradiciones, razas, creencias y culturas procedentes de los cuatro puntos cardinales. A mí me enorgullece sentirme heredero de las culturas prehispánicas que fabricaron los tejidos y mantos de plumas de Nazca y Paracas y los ceramios mochicas o incas que se exhiben en los mejores museos del mundo, de los constructores de Machu Picchu, el Gran Chimú, Chan Chan, Kuelap, Sipán, las huacas de La Bruja y del Sol y de la Luna, y de los españoles que, con sus alforjas, espadas y caballos, trajeron al Perú a Grecia, Roma, la tradición judeo-cristiana, el Renacimiento, Cervantes, Quevedo y Góngora, y a la lengua recia de Castilla que los Andes dulcificaron. Y de que con España llegara también el África con su reciedumbre, su música y su efervescente imaginación a enriquecer la heterogeneidad peruana. Si escarbamos un poco descubrimos que el Perú, como el aleph de Borges, es en pequeño formato el mundo entero. ¡Qué extraordinario privilegio el de un país que no tiene una identidad porque las tiene todas!

La conquista de América fue cruel y violenta, como todas las conquistas, desde luego, y debemos criticarla, pero sin olvidar, al hacerlo, que quienes cometieron aquellos despojos y crímenes fueron, en gran número, nuestros bisabuelos y tatarabuelos, los españoles que fueron a América y allí se acriollaron, no los que se quedaron en su tierra. Aquellas críticas, para ser justas, deben ser una autocrítica. Porque, al independizarnos de España, hace doscientos años, quienes asumieron el poder en las antiguas colonias, en vez de redimir al indio y hacerle justicia por los antiguos agravios, siguieron explotándolo con tanta codicia y ferocidad como los conquistadores, y, en algunos países, diezmándolo y exterminándolo. Digámoslo con toda claridad: desde hace dos siglos la emancipación de los indígenas es una responsabilidad exclusivamente nuestra y la hemos incumplido. Ella sigue siendo una asignatura pendiente en toda América Latina. No hay una sola excepción a este oprobio y vergüenza.

Quiero a España tanto como al Perú y mi deuda con ella es tan grande como el agradecimiento que le tengo. Si no hubiera sido por España jamás hubiera llegado a esta tribuna, ni a ser un escritor conocido, y tal vez, como tantos colegas desafortunados, andaría en el limbo de los escribidores sin suerte, sin editores, ni premios, ni lectores, cuyo talento acaso -triste consuelo- descubriría algún día la posteridad. En España se publicaron todos mis libros, recibí reconocimientos exagerados, amigos como Carlos Barral y Carmen Balcells y tantos otros se desvivieron porque mis historias tuvieran lectores. Y España me concedió una segunda nacionalidad cuando podía perder la mía. Jamás he sentido la menor incompatibilidad entre ser peruano y tener un pasaporte español porque siempre he sentido que España y el Perú son el anverso y el reverso de una misma cosa, y no sólo en mi pequeña persona, también en realidades esenciales como la historia, la lengua y la cultura.

De todos los años que he vivido en suelo español, recuerdo con fulgor los cinco que pasé en la querida Barcelona a comienzos de los años setenta. La dictadura de Franco estaba todavía en pie y aún fusilaba, pero era ya un fósil en hilachas, y, sobre todo en el campo de la cultura, incapaz de mantener los controles de antaño. Se abrían rendijas y resquicios que la censura no alcanzaba a parchar y por ellas la sociedad española absorbía nuevas ideas, libros, corrientes de pensamiento y valores y formas artísticas hasta entonces prohibidos por subversivos. Ninguna ciudad aprovechó tanto y mejor que Barcelona este comienzo de apertura ni vivió una efervescencia semejante en todos los campos de las ideas y la creación. Se convirtió en la capital cultural de España, el lugar donde había que estar para respirar el anticipo de la libertad que se vendría. Y, en cierto modo, fue también la capital cultural de América Latina por la cantidad de pintores, escritores, editores y artistas procedentes de los países latinoamericanos que allí se instalaron, o iban y venían a Barcelona, porque era donde había que estar si uno quería ser un poeta, novelista, pintor o compositor de nuestro tiempo. Para mí, aquellos fueron unos años inolvidables de compañerismo, amistad, conspiraciones y fecundo trabajo intelectual. Igual que antes París, Barcelona fue una Torre de Babel, una ciudad cosmopolita y universal, donde era estimulante vivir y trabajar, y donde, por primera vez desde los tiempos de la guerra civil, escritores españoles y latinoamericanos se mezclaron y fraternizaron, reconociéndose dueños de una misma tradición y aliados en una empresa común y una certeza: que el final de la dictadura era inminente y que en la España democrática la cultura sería la protagonista principal.

Aunque no ocurrió así exactamente, la transición española de la dictadura a la democracia ha sido una de las mejores historias de los tiempos modernos, un ejemplo de cómo, cuando la sensatez y la racionalidad prevalecen y los adversarios políticos aparcan el sectarismo en favor del bien común, pueden ocurrir hechos tan prodigiosos como los de las novelas del realismo mágico. La transición española del autoritarismo a la libertad, del subdesarrollo a la prosperidad, de una sociedad de contrastes económicos y desigualdades tercermundistas a un país de clases medias, su integración a Europa y su adopción en pocos años de una cultura democrática, ha admirado al mundo entero y disparado la modernización de España. Ha sido para mí una experiencia emocionante y aleccionadora vivirla de muy cerca y a ratos desde dentro. Ojalá que los nacionalismos, plaga incurable del mundo moderno y también de España, no estropeen esta historia feliz.

Detesto toda forma de nacionalismo, ideología -o, más bien, religión- provinciana, de corto vuelo, excluyente, que recorta el horizonte intelectual y disimula en su seno prejuicios étnicos y racistas, pues convierte en valor supremo, en privilegio moral y ontológico, la circunstancia fortuita del lugar de nacimiento. Junto con la religión, el nacionalismo ha sido la causa de las peores carnicerías de la historia, como las de las dos guerras mundiales y la sangría actual del Medio Oriente. Nada ha contribuido tanto como el nacionalismo a que América Latina se haya balcanizado, ensangrentado en insensatas contiendas y litigios y derrochado astronómicos recursos en comprar armas en vez de construir escuelas, bibliotecas y hospitales.

No hay que confundir el nacionalismo de orejeras y su rechazo del «otro», siempre semilla de violencia, con el patriotismo, sentimiento sano y generoso, de amor a la tierra donde uno vio la luz, donde vivieron sus ancestros y se forjaron los primeros sueños, paisaje familiar de geografías, seres queridos y ocurrencias que se convierten en hitos de la memoria y escudos contra la soledad. La patria no son las banderas ni los himnos, ni los discursos apodícticos sobre los héroes emblemáticos, sino un puñado de lugares y personas que pueblan nuestros recuerdos y los tiñen de melancolía, la sensación cálida de que, no importa donde estemos, existe un hogar al que podemos volver.

El Perú es para mí una Arequipa donde nací pero nunca viví, una ciudad que mi madre, mis abuelos y mis tíos me enseñaron a conocer a través de sus recuerdos y añoranzas, porque toda mi tribu familiar, como suelen hacer los arequipeños, se llevó siempre a la Ciudad Blanca con ella en su andariega existencia. Es la Piura del desierto, el algarrobo y el sufrido burrito, al que los piuranos de mi juventud llamaban «el pie ajeno» -lindo y triste apelativo-, donde descubrí que no eran las cigüeñas las que traían los bebés al mundo sino que los fabricaban las parejas haciendo unas barbaridades que eran pecado mortal. Es el Colegio San Miguel y el Teatro Variedades donde por primera vez vi subir al escenario una obrita escrita por mí. Es la esquina de Diego Ferré y Colón, en el Miraflores limeño -la llamábamos el Barrio Alegre-, donde cambié el pantalón corto por el largo, fumé mi primer cigarrillo, aprendí a bailar, a enamorar y a declararme a las chicas. Es la polvorienta y temblorosa redacción del diario La Crónica donde, a mis dieciséis años, velé mis primeras armas de periodista, oficio que, con la literatura, ha ocupado casi toda mi vida y me ha hecho, como los libros, vivir más, conocer mejor el mundo y frecuentar a gente de todas partes y de todos los registros, gente excelente, buena, mala y execrable. Es el Colegio Militar Leoncio Prado, donde aprendí que el Perú no era el pequeño reducto de clase media en el que yo había vivido hasta entonces confinado y protegido, sino un país grande, antiguo, enconado, desigual y sacudido por toda clase de tormentas sociales. Son las células clandestinas de Cahuide en las que con un puñado de sanmarquinos preparábamos la revolución mundial. Y el Perú son mis amigos y amigas del Movimiento Libertad con los que por tres años, entre las bombas, apagones y asesinatos del terrorismo, trabajamos en defensa de la democracia y la cultura de la libertad.

El Perú es Patricia, la prima de naricita respingada y carácter indomable con la que tuve la fortuna de casarme hace 45 años y que todavía soporta las manías, neurosis y rabietas que me ayudan a escribir. Sin ella mi vida se hubiera disuelto hace tiempo en un torbellino caótico y no hubieran nacido Álvaro, Gonzalo, Morgana ni los seis nietos que nos prolongan y alegran la existencia. Ella hace todo y todo lo hace bien. Resuelve los problemas, administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los periodistas y a los intrusos, defiende mi tiempo, decide las citas y los viajes, hace y deshace las maletas, y es tan generosa que, hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios: ‘Mario, para lo único que tú sirves es para escribir».

Volvamos a la literatura. El paraíso de la infancia no es para mí un mito literario sino una realidad que viví y gocé en la gran casa familiar de tres patios, en Cochabamba, donde con mis primas y compañeros de colegio podíamos reproducir las historias de Tarzán y de Salgari, y en la Prefectura de Piura, en cuyos entretechos anidaban los murciélagos, sombras silentes que llenaban de misterio las noches estrelladas de esa tierra caliente. En esos años, escribir fue jugar un juego que me celebraba la familia, una gracia que me merecía aplausos, a mí, el nieto, el sobrino, el hijo sin papá, porque mi padre había muerto y estaba en el cielo. Era un señor alto y buen mozo, de uniforme de marino, cuya foto engalanaba mi velador y a la que yo rezaba y besaba antes de dormir. Una mañana piurana, de la que todavía no creo haberme recobrado, mi madre me reveló que aquel caballero, en verdad, estaba vivo. Y que ese mismo día nos iríamos a vivir con él, a Lima. Yo tenía once años y, desde entonces, todo cambió. Perdí la inocencia y descubrí la soledad, la autoridad, la vida adulta y el miedo. Mi salvación fue leer, leer los buenos libros, refugiarme en esos mundos donde vivir era exaltante, intenso, una aventura tras otra, donde podía sentirme libre y volvía a ser feliz. Y fue escribir, a escondidas, como quien se entrega a un vicio inconfensable, a una pasión prohibida. La literatura dejó de ser un juego. Se volvió una manera de resistir la adversidad, de protestar, de rebelarme, de escapar a lo intolerable, mi razón de vivir. Desde entonces y hasta ahora, en todas las circunstancias en que me he sentido abatido o golpeado, a orillas de la desesperación, entregarme en cuerpo y alma a mi trabajo de fabulador ha sido la luz que señala la salida del túnel, la tabla de salvación que lleva al náufrago a la playa.

Aunque me cuesta mucho trabajo y me hace sudar la gota gorda, y, como todo escritor, siento a veces la amenaza de la parálisis, de la sequía de la imaginación, nada me ha hecho gozar en la vida tanto como pasarme los meses y los años construyendo una historia, desde su incierto despuntar, esa imagen que la memoria almacenó de alguna experiencia vivida, que se volvió un desasosiego, un entusiasmo, un fantaseo que germinó luego en un proyecto y en la decisión de intentar convertir esa niebla agitada de fantasmas en una historia. «Escribir es una manera de vivir», dijo Flaubert. Sí, muy cierto, una manera de vivir con ilusión y alegría y un fuego chisporroteante en la cabeza, peleando con las palabras díscolas hasta amaestrarlas, explorando el ancho mundo como un cazador en pos de presas codiciables para alimentar la ficción en ciernes y aplacar ese apetito voraz de toda historia que al crecer quisiera tragarse todas las historias. Llegar a sentir el vértigo al que nos conduce una novela en gestación, cuando toma forma y parece empezar a vivir por cuenta propia, con personajes que se mueven, actúan, piensan, sienten y exigen respeto y consideración, a los que ya no es posible imponer arbitrariamente una conducta, ni privarlos de su libre albedrío sin matarlos, sin que la historia pierda poder de persuasión, es una experiencia que me sigue hechizando como la primera vez, tan plena y vertiginosa como hacer el amor con la mujer amada días, semanas y meses, sin cesar.

Al hablar de la ficción, he hablado mucho de la novela y poco del teatro, otra de sus formas excelsas. Una gran injusticia, desde luego. El teatro fue mi primer amor, desde que, adolescente, vi en el Teatro Segura, de Lima, La muerte de un viajante, de Arthur Miller, espectáculo que me dejó traspasado de emoción y me precipitó a escribir un drama con incas. Si en la Lima de los cincuenta hubiera habido un movimiento teatral habría sido dramaturgo antes que novelista. No lo había y eso debió orientarme cada vez más hacia la narrativa. Pero mi amor por el teatro nunca cesó, dormitó acurrucado a la sombra de las novelas, como una tentación y una nostalgia, sobre todo cuando veía alguna pieza subyugante. A fines de los setenta, el recuerdo pertinaz de una tía abuela centenaria, la Mamaé, que, en los últimos años de su vida, cortó con la realidad circundante para refugiarse en los recuerdos y la ficción, me sugirió una historia. Y sentí, de manera fatídica, que aquella era una historia para el teatro, que sólo sobre un escenario cobraría la animación y el esplendor de las ficciones logradas. La escribí con el temblor excitado del principiante y gocé tanto viéndola en escena, con Norma Aleandro en el papel de la heroína, que, desde entonces, entre novela y novela, ensayo y ensayo, he reincidido varias veces. Eso sí, nunca imaginé que, a mis setenta años, me subiría (debería decir mejor me arrastraría) a un escenario a actuar. Esa temeraria aventura me hizo vivir por primera vez en carne y hueso el milagro que es, para alguien que se ha pasado la vida escribiendo ficciones, encarnar por unas horas a un personaje de la fantasía, vivir la ficción delante de un público. Nunca podré agradecer bastante a mis queridos amigos, el director Joan Ollé y la actriz Aitana Sánchez Gijón, haberme animado a compartir con ellos esa fantástica experiencia (pese al pánico que la acompañó).

La literatura es una representación falaz de la vida que, sin embargo, nos ayuda a entenderla mejor, a orientarnos por el laberinto en el que nacimos, transcurrimos y morimos. Ella nos desagravia de los reveses y frustraciones que nos inflige la vida verdadera y gracias a ella desciframos, al menos parcialmente, el jeroglífico que suele ser la existencia para la gran mayoría de los seres humanos, principalmente aquellos que alentamos más dudas que certezas, y confesamos nuestra perplejidad ante temas como la trascendencia, el destino individual y colectivo, el alma, el sentido o el sinsentido de la historia, el más acá y el más allá del conocimiento racional.

Siempre me ha fascinado imaginar aquella incierta circunstancia en que nuestros antepasados, apenas diferentes todavía del animal, recién nacido el lenguaje que les permitía comunicarse, empezaron, en las cavernas, en torno a las hogueras, en noches hirvientes de amenazas -rayos, truenos, gruñidos de las fieras-, a inventar historias y a contárselas. Aquel fue el momento crucial de nuestro destino, porque, en esas rondas de seres primitivos suspensos por la voz y la fantasía del contador, comenzó la civilización, el largo transcurrir que poco a poco nos humanizaría y nos llevaría a inventar al individuo soberano y a desgajarlo de la tribu, la ciencia, las artes, el derecho, la libertad, a escrutar las entrañas de la naturaleza, del cuerpo humano, del espacio y a viajar a las estrellas. Aquellos cuentos, fábulas, mitos, leyendas, que resonaron por primera vez como una música nueva ante auditorios intimidados por los misterios y peligros de un mundo donde todo era desconocido y peligroso, debieron ser un baño refrescante, un remanso para esos espíritus siempre en el quién vive, para los que existir quería decir apenas comer, guarecerse de los elementos, matar y fornicar. Desde que empezaron a soñar en colectividad, a compartir los sueños, incitados por los contadores de cuentos, dejaron de estar atados a la noria de la supervivencia, un remolino de quehaceres embrutecedores, y su vida se volvió sueño, goce, fantasía y un designio revolucionario: romper aquel confinamiento y cambiar y mejorar, una lucha para aplacar aquellos deseos y ambiciones que en ellos azuzaban las vidas figuradas, y la curiosidad por despejar las incógnitas de que estaba constelado su entorno.

Ese proceso nunca interrumpido se enriqueció cuando nació la escritura y las historias, además de escucharse, pudieron leerse y alcanzaron la permanencia que les confiere la literatura. Por eso, hay que repetirlo sin tregua hasta convencer de ello a las nuevas generaciones: la ficción es más que un entretenimiento, más que un ejercicio intelectual que aguza la sensibilidad y despierta el espíritu crítico. Es una necesidad imprescindible para que la civilización siga existiendo, renovándose y conservando en nosotros lo mejor de lo humano. Para que no retrocedamos a la barbarie de la incomunicación y la vida no se reduzca al pragmatismo de los especialistas que ven las cosas en profundidad pero ignoran lo que las rodea, precede y continúa. Para que no pasemos de servirnos de las máquinas que inventamos a ser sus sirvientes y esclavos. Y porque un mundo sin literatura sería un mundo sin deseos ni ideales ni desacatos, un mundo de autómatas privados de lo que hace que el ser humano sea de veras humano: la capacidad de salir de sí mismo y mudarse en otro, en otros, modelados con la arcilla de nuestros sueños.

De la caverna al rascacielos, del garrote a las armas de destrucción masiva, de la vida tautológica de la tribu a la era de la globalización, las ficciones de la literatura han multiplicado las experiencias humanas, impidiendo que hombres y mujeres sucumbamos al letargo, al ensimismamiento, a la resignación. Nada ha sembrado tanto la inquietud, removido tanto la imaginación y los deseos, como esa vida de mentiras que añadimos a la que tenemos gracias a la literatura para protagonizar las grandes aventuras, las grandes pasiones, que la vida verdadera nunca nos dará. Las mentiras de la literatura se vuelven verdades a través de nosotros, los lectores transformados, contaminados de anhelos y, por culpa de la ficción, en permanente entredicho con la mediocre realidad. Hechicería que, al ilusionarnos con tener lo que no tenemos, ser lo que no somos, acceder a esa imposible existencia donde, como dioses paganos, nos sentimos terrenales y eternos a la vez, la literatura introduce en nuestros espíritus la inconformidad y la rebeldía, que están detrás de todas las hazañas que han contribuido a disminuir la violencia en las relaciones humanas. A disminuir la violencia, no a acabar con ella. Porque la nuestra será siempre, por fortuna, una historia inconclusa. Por eso tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible».

Discurso pronunciado como Doctor Honoris Causa por la Universidad de Salamanca el 6 de julio de 2015

«Excmo. Rector Magnífico de la Universidad de Salamanca

Excmos. Señores Profesores

Señoras y señores:

Permítanme ante todo agradecer a la Universidad de Salamanca por honrarme con este Doctorado Honoris Causa que me incorpora de manera simbólica a sus claustros. Es para mí una enorme responsabilidad intelectual formar parte de la universidad en activo más antigua de España, en cuyas aulas han impartido o recibido clases personajes de mi más honda admiración, como Azorín, Góngora o Unamuno.

Para intentar corresponder a la generosidad que han tenido conmigo, voy a ofrecerles unas reflexiones sobre mi vocación de escritor, pues es gracias a ella que hoy tengo la suerte de estar nuevamente en esta tierra.

Mis experiencias de escritor, por supuesto, apuntan a un mundo muy amplio que voy a tratar de resumir respondiendo a tres preguntas que me figuro todos los lectores de novela y de literatura en general se han formulado alguna vez: ¿Por qué se escribe literatura?, ¿cómo se escribe una novela? y ¿para qué sirve la literatura?

¿Por qué se escribe literatura?

Ésa es una pregunta que me he formulado yo también muchas veces. Creo que como todo escritor, mi vocación es lo mejor que tengo y que escribir es una actividad maravillosa, exaltante, difícil desde luego y a veces dolorosa, pero al mismo tiempo una de esas actividades en las que uno encuentra su propia satisfacción; una actividad que en sí misma constituye ya una recompensa para quien siente la necesidad o urgencia de escribir.

He reflexionado muchas veces sobre el origen de esta vocación. ¿Qué puede llevar a una mujer o a un hombre a dedicar su vida a crear realidades, mundos, con ese instrumento tan fugaz, evanescente, que es la palabra? ¿Por qué dedicar tanto esfuerzo, tanto tiempo a crear esas ilusiones si vivimos en un mundo que es tan rico, tan diverso, tan vasto, que ninguno de nosotros, ni siquiera los que llevan una vida aventurera y extraordinaria pueden realmente agotar?

Pareciera que si nos dedicamos a crear esos mundos rivales del real, de la realidad verdadera, que son las ficciones, es porque el mundo real de alguna manera no nos basta, no acaba de de aplacar nuestros apetitos, nuestros sueños. Hay entre la persona que escribe y el mundo en el que vive una cierta incompatibilidad o entredicho, una cesura, un abismo que trata de llenar ficticiamente con un mundo que de alguna manera completa, extiende la realidad objetiva. Creo que esta respuesta acerca a la verdad pero al mismo tiempo es muy vaga y general.

Las razones por las que una persona está en entredicho con el mundo, siente que el mundo es insuficiente, que hay un desajuste entre lo que él quisiera que el mundo fuera y lo que el mundo en realidad es, son infinitas. Uno puede sentirse en rebeldía con la realidad por razones generosas, porque hay mucha injusticia a su alrededor y eso lo subleva; o por razones egoístas, porque una persona tiene apetitos o fantasías que la sociedad en la que vive rechaza, condena y sanciona y eso hace de él también un rebelde, alguien en guerra con la vida verdadera. Las razones pueden ser conscientes, pero la mayoría de las veces son inconscientes.

En todo caso creo que si hay un elemento común entre quienes han escrito ficciones a lo largo de los siglos y en las diferentes culturas, es esa insatisfacción de la realidad, del mundo real.

Ése es el acicate o impulso que está detrás de la vocación literaria.

En mi caso creo que el punto de arranque de mi vocación fue la lectura. Yo aprendí a leer a los cinco años y siempre digo que es la cosa más importante que me ha pasado en la vida. Yo recuerdo como algo extraordinario lo que significó para mí leer mis primeros libros de aventuras, esa posibilidad de trasladarme a través de la ilusión que la ficción inoculaba en mí a otros tiempos, de protagonizar hechos extraordinarios, de poder realmente desplazarme en el espacio y en el tiempo, viviendo no sólo mi propia vida sino la vida de esos héroes, de esos personajes de destinos sobresalientes o insólitos, pues significó literalmente el ser muchas personas a la vez gracias a la ficción y tener un cúmulo de experiencias que de otra manera jamás hubiera podido tener.

Creo que ése fue el punto de arranque de una necesidad o apetito que poco a poco se fue manifestando también, además de en la lectura, en la escritura. Y recuerdo muy bien que las primeras cosas que escribí, jugando como el niño que era, fueron enmiendas o continuaciones de las historias que leía y a las que les cambiaba los finales, cuando se terminaban demasiado pronto las alargaba, las continuaba, y ésa fue la primera manifestación que yo recuerde de mi vocación.

No sé si ése es el caso de muchos escritores, no sé si en algunos escritores la vocación es algo consciente desde un principio; en mi caso desde luego no lo fue; yo leía y comencé a escribir desde que era un niño, pero jamás se me hubiera pasado por la cabeza entonces que esa actividad podía llegar a ser no sólo una vocación sino una ocupación que tomara todo mi tiempo y mi energía. En esa época, cuando yo era niño, un escritor era una persona excéntrica, una persona que no parecía compatible con el mundo práctico, real, de tal manera que no se me pasaba por la cabeza que algún día llegaría a ser un escritor, o sólo un escritor, y organizaba mi vida imaginariamente, de una manera muy distinta, pensando que en el futuro sería marino, o sería abogado o sería periodista, y al mismo tiempo leía y escribía poemas o cuentos sin darme cuenta de que realmente esa actividad se iba convirtiendo en algo más importante cada vez, algo que hacía con más placer que otras cosas.

Fue en mis años universitarios cuando realmente comprendí que lo que yo hubiera querido ser en la vida era escritor, y al mismo tiempo seguía pensando que era imposible ser un escritor si uno quería tener una vida medianamente decorosa. Un escritor parecía algo incomestible, que condenaba a quien asumía semejante vocación a una vida de marginal, y entonces viví lo que me imagino han vivido no sólo en América Latina sino en muchas partes del mundo todos los jóvenes que descubren una vocación literaria y sienten al mismo tiempo una terrible inseguridad sobre la manera de asumirla.

Casi al mismo tiempo que descubrí que mi vocación era la literatura, creo haber comprendido que la literatura, una vocación hermosísima, exigía un compromiso total; que la literatura no podía ser una actividad de días feriados, un hobby, algo a lo que uno dedicaba los restos de una vida consagrada a otros menesteres, porque el tipo de literatura que resultaba de ese ejercicio transitorio era necesariamente una literatura pobre. Eso no me lo dijo nadie, eso no lo leí, eso lo sentí desde un comienzo.

Creo que lo que me ayudó a comprender esa necesidad de compromiso total con la literatura fue la enorme dificultad que tuve siempre para escribir. A mí no me ocurrió lo que a otros escritores que descubren que tienen facilidad. Yo tenía la pasión, pero no la facilidad.
Escribir el texto más pequeño y la historia más simple me costaba un esfuerzo considerable y me exigía escribir, reescribir, romper, rehacer, empezar muchas veces una historia hasta que tomaba una forma persuasiva. Creo que esa inversión de esfuerzo y energía que estaba detrás de cada texto que escribía, me hizo intuir desde un principio que la única manera como yo podría llegar a ser escritor, sería si organizaba realmente mi vida en función de la literatura, y no como habían hecho otros escritores de mi país, que hacían de la literatura una actividad de domingos y de días feriados.

Es una decisión que tomé me acuerdo muy claramente- en el año 1958: ya había escrito cuentos, ya había colaborado en muchas revistas, pero hasta entonces mi vida estaba como fracturada por esa duda. Decidí que iba a organizar mi vida en función de la literatura, que si tenía que ganármela con trabajos fuera de la literatura, no iba a permitir nunca que esos trabajos me tomaran la mayor parte de mi tiempo ni de mi energía.

A partir de 1958 tomé esa decisión y creo que fue realmente muy importante porque me permitió escribir mi primera novela.

¿Cómo se escribe una novela?

A un escritor le preguntan inevitablemente cada vez que alguien se interesa por su trabajo: ¿De dónde saca usted sus temas? ¿Por qué escribe usted sobre estas cosas y no sobre otras? ¿Y luego cómo hace una vez que tiene un tema? ¿Cuál es su método de trabajo? ¿Tiene usted ciertas manías? ¿Es usted disciplinado o es usted un inspirado que escribe por raptos de iluminación, de ilusión?

Pues yo les voy a contar cuál es mi caso, precisando que es mi caso y que conozco muchos otros escritores que escriben de manera muy diferente y que no coinciden para nada con mi propia experiencia en la gestación de una historia.

Lo que he aprendido escribiendo ficciones desde que era un adolescente es que en verdad nunca elijo los temas; los temas me eligen a mí: escribo sobre ciertas cosas porque me han ocurrido ciertas experiencias. Es la parte más misteriosa y hasta algo inquietante de la creación literaria. Uno conoce cientos y miles de personas en la vida y, sin embargo, hay algunas que dejan una impresión indeleble en la memoria. Uno protagoniza o es testigo de cientos de miles de sucesos a lo largo de su vida, pero hay algunos que perduran en la memoria con una fuerza que no decae sino que se mantiene, y a veces se acrecienta con el paso del tiempo. Hay ciertos episodios que nos refieren o que se leen y dejan esa marca en la memoria; luego, con el paso del tiempo, esas imágenes se van convirtiendo de una manera inconsciente, no deliberada, en el origen de un fantaseo. De pronto me doy cuenta de que llevo mucho tiempo fantaseando en torno a algún recuerdo y que he construido ya de alguna manera distraída, casi inconsciente, como un embrión de historia, a veces ni siquiera un embrión de historia sino una situación, un personaje, un clima en torno a ese recuerdo que por razones siempre oscuras para mí, se ha convertido en un estímulo de creación.

Quizás un ejemplo resulte más ilustrativo de lo que quiero decir: yo leí una vez, yendo en un colectivo de Miraflores al centro de Lima, en un periódico, un pequeño suelto sobre un accidente que había ocurrido en un pueblecito de la sierra donde se decía que un perro había emasculado a un niño recién nacido. Bueno, no sé si semanas o meses después, me encontré con que esa pequeña nota fugaz, leída en un periódico, yo la tenía muy viva en la memoria y que llevaba mucho tiempo fantaseando lo que sería la vida de ese niño cuando ese niño creciera.

Daba vueltas y vueltas a esa idea. Esa herida experimentada por esa criatura, a diferencia de las otras heridas, en lugar de cerrarse con el tiempo iba a abrirse. La verdadera tragedia iba a manifestarse cuando ese niño fuera un adolescente y un hombre. Así me encontré con que había construido ya una historia.

Esa historia de pronto tuvo para mí una importancia extraordinaria; hacía mucho tiempo que tenía entre la cantidad de proyectos que estoy siempre barajando y cuya mayor parte quedan en el camino un proyecto que nunca había podido completar, que era escribir una historia sobre mi barrio. El barrio era ese grupo de muchachos y muchachas que se reunían en la esquina, que compartían todos los ritos de la adolescencia: el fútbol, las fiestas, los primeros cigarrillos, los enamoramientos, esa especie de familia paralela… Una experiencia que yo recordaba con una enorme añoranza porque para mí había sido entrañable, riquísima. Sobre ella quería escribir una historia y nunca había podido materializarla porque algo faltaba. Y, de pronto, cuando me encontré que tenía el esqueleto, encontré que ya tenía la columna vertebral: un joven que en la infancia ha sufrido un accidente como el de la noticia periodística que leí. La historia del barrio debería girar en torno a este personaje, a este protagonista. ¿Por qué? No lo sé pero sentí eso clarísimamente. Así nació una de mis ficciones: Los cachorros; es un relato, una novela corta o un cuento largo.

Todas las novelas, cuentos, obras de teatro que he escrito han tenido un origen similar. Algo me ocurrió que me marcó de tal manera, que no pude evitar escribir una historia a partir de esa experiencia. Por ejemplo, un día leí un libro que me dejó hechizado. Es una de las experiencias más ricas que he tenido como lector. Os Sertôes, de Euclides Da Cunha, un libro que debería ser obligatorio para quienes quieran entender lo que es América Latina y lo que no es América Latina. Quienes lo han leído saben que es un libro curioso porque es un libro en cierta forma hermafrodita: es historia, es sociología, es narrativa. No es una novela, pero se lee como se leen las grandes novelas. Es un intento de explicar un hecho histórico trágico brasileño: la guerra civil de Canudos, una guerra que estalló varios años después de establecida la República, varios años después de la caída de la Monarquía. Su causa fue una rebelión de campesinos del nordeste en contra de la República a la que los campesinos identificaron con el diablo. Esto generó un mal entendido histórico en el que la ideología jugó un papel fundamental. Obnubiló las conciencias y el conocimiento de los brasileños más lúcidos, de toda la inteligencia brasileña que era la que estaba tras la constitución de la República y movilizó todo el Brasil occidentalizado y moderno en contra de estos campesinos que creían estar luchando contra el diablo. Los republicanos inmediatamente interpretaron que los campesinos eran instrumentos de una conspiración antirrepublicana en la que participaban los señores feudales e Inglaterra.

Se trataba de un doble mal entendido: republicanos que luchaban contra unos conspiradores extranjeros y contra una plutocracia o aristocracia nacional, y unos campesinos que creían estar realmente luchando por Dios y contra el diablo. Esto provoca una guerra civil que deja cuarenta mil muertos y el propio Euclides Da Cunha -que participó en el bando de los republicanos más fanáticos escribió unos artículos en los que con la mejor fe del mundo daba pruebas, por ejemplo, de la presencia de oficiales británicos entre los yagunzos, entre los campesinos. Sin embargo, después de la matanza fue uno de esos raros intelectuales capaz de hacer una autocrítica y decir: «¿Cómo hemos podido engañarnos de esa manera, causar semejante tragedia sobre una ficción, sobre un mito?». Para dar una respuesta a esa pregunta, escribió ese libro maravilloso que es Os Sertôes, en el que, utilizando todas las ciencias sociales que estaban a su alcance, trata de explicar lo que ocurrió. Bueno, yo leí ese libro con deslumbramiento, en un momento además en el que yo vivía una crisis de tipo ideológico muy serio. Había perdido las ilusiones, el entusiasmo por una causa, había entrado en un período de depresión y autocrítica muy profunda y estaba sufriendo una enorme inseguridad y desconcierto ideológico, filosófico y político. Este libro, además, me llenó la memoria de personajes, como el líder mesiánico Conselheiro, un hombre humilde, analfabeto, que había sido capaz de ilusionar, de embarcar a toda una región del Brasil que se hizo matar por él y a la que convenció realmente de que luchar contra la Monarquía era luchar por Dios y contra el diablo.

La fuerza de estas imágenes fue tal, que durante mucho tiempo yo no podía pensar en otra cosa, y de pronto decidí que tenía que escribir una novela sobre esta historia.

Algo había ocurrido, como en el caso de ese suelto leído así, muy fugazmente, en un colectivo entre Lima y Miraflores, leyendo este ensayo que junto a mi propia historia, mi historia secreta, una historia de la que no era yo enteramente consciente, me catapultó literalmente a escribir La guerra del fin del mundo.

Por eso digo que las novelas que yo he escrito tienen unos temas que en cierta forma me han sido impuestos por la experiencia, por una experiencia que seguramente afecta un núcleo básico que está allí, sumergido en la parte más oscura de mi personalidad y que es, como es el caso de muchos escritores, la fuente de la vocación y de la inspiración. Ésa es la primera comprobación que he hecho respecto a mi propio trabajo, respecto a cómo escribo: los temas me son impuestos por una realidad.

Nunca se me ha ocurrido vivir deliberadamente una experiencia a fin de poder escribir sobre ella aunque hay escritores que lo hacen pero en mi caso nunca ha sido así, incluso basta que alguien me diga que tiene un tema muy bonito para que escriba sobre él, para que yo sienta que todo mi ser cierra puertas y ventanas y decide no escribir nunca sobre ese tema. Es como si esa recomendación generosa fuera una especie de violación de una intimidad secreta en la que realmente se gestan, prescindiendo de mi ser consciente, los temas de mis novelas.

Cuando comienzo a escribir una historia, en realidad esta historia ya está en movimiento, ya está gestándose, ha dejado de ser una nebulosa y comienza a tener forma aun sin saberlo yo mismo conscientemente. De tal manera que, exagerando un poco, podría decir que la parte consciente en la que realmente trabajo con la mayor lucidez posible, con la razón y con el conocimiento, no es en la elaboración de los temas, sino fundamentalmente en la forma en que esos temas van a cuajar y materializarse. Así sí tengo la sensación de ser totalmente responsable: alguien que elige las palabras, la escritura que conviene a esa historia, y las técnicas.

Aunque los profesores de literatura pueden elaborar hasta el infinito sobre las modalidades de la técnica, creo que básicamente las técnicas de una ficción se reducen a dos problemas básicos que tiene que resolver un escritor: el del narrador y el del tiempo.

En primer lugar hay que preguntarse quién cuenta la historia. ¿La cuenta alguien que está dentro de la historia? ¿Un narrador implicado, un narrador personaje que vive la historia con los demás personajes, o la cuenta un narrador omnisciente y ajeno a la historia, alguien que va como ordenándola como un Dios padre desde afuera? ¿La cuentan muchos narradores o un narrador omnisciente y muchos narradores implicados? Ése es un problema técnico fundamental que hay que resolver, porque aunque no lo parezca, el personaje principal de toda historia es siempre el narrador que cuenta la historia, y el narrador no es nunca el autor. El narrador es un personaje que crea el autor incluso en aquellas novelas en que el autor aparece con nombre y apellidos propios. Por ejemplo, en una novela mía que se llama La tía Julia y el escribidor, aparece un Varguitas, y muchos lectores creen que ese Varguitas soy yo de pies a cabeza. Y no, ese Varguitas es un personaje de la historia, aunque usurpe mi nombre y también algunas de mis experiencias biográficas.

El otro problema técnico fundamental que tiene que resolver el escritor es el del tiempo. El tiempo en una novela no es nunca el tiempo cronológico, el tiempo real, el tiempo en el que estamos inmersos que nos va socavando y nos va deshaciendo poco a poco en una ficción. El tiempo es también una ficción, una ficción sutil, una construcción artificial de la que dependen como del narrador los fracasos y los aciertos de la historia.

Desde luego que un escritor no tiene que plantearse eso de una manera teórica.

Hay grandes novelistas que se reirían a carcajadas de mí si me estuvieran escuchando. Dirían que jamás en su vida han pensado en el problema del narrador ni en el problema del tiempo, que han querido contar una historia y han sentido que la mejor manera de contarla era así, y eso desde luego es cierto, pero eso quiere decir simplemente que ese novelista resolvía ese problema del narrador y del tiempo de una manera intuitiva, no de una manera racional y consciente.

¿Por qué elegir una manera de contar una historia y descartar otras? Hay infinitas maneras de contar una historia. Una misma historia se podría contar de decenas o cientos de maneras diferentes, pero hay una, indudablemente, que es la mejor manera de contarla. ¿Qué quiere decir la mejor manera de contarla? La manera más persuasiva, la manera que puede aprovechar mejor las vivencias implícitas en esos personajes, en esa situación, en el ambiente que la historia refiere. ¿Cómo sabe cuál es? Tampoco se puede responder racionalmente a esta pregunta. Por lo menos yo no puedo, pero sí sé exactamente cuando la manera que he elegido no funciona: cuando la historia contada de ese modo, desde esa perspectiva, desde esa distancia, desde ese tiempo, está siendo como desperdiciada, empobrecida. Ésa es una intuición de la que yo tengo una seguridad casi absoluta, y llego a la fórmula que me parece la más aceptable a través de la eliminación, es decir, a través de correcciones, de rehacer, de romper.

Desde luego, no es el caso de otros escritores. Yo recuerdo mi sorpresa y mi deslumbramiento cuando vi que Cortázar había escrito Rayuela sin corregir una sola página, un libro que tiene una construcción tan compleja, una estructura que es tan elaborada, que da la impresión de un enorme trabajo de carpintería. En verdad, la escribió sentándose a la máquina cada día sin saber de qué iba a escribir, y prácticamente envió al editor esa primera versión, ese borrador que fue la versión definitiva de la novela. A mí me deslumbró. Recuerdo que conversé con él y le dije que para mí era absolutamente imposible porque la primera versión de una historia en mi caso era un magma, un caos incomprensible, y me dijo: «Lo que puede ocurrir es que simplemente yo hago el trabajo que tú haces materialmente, yo lo hago subjetiva e inconscientemente. Quizás, cuando yo me siento a escribir un cuento o una novela ya he hecho secretamente en la conciencia todas las versiones necesarias y he eliminado todo lo que había que eliminar, y lo que sale en realidad es una versión definitiva».

En mi caso no ocurre nunca así. Es una elaboración que va tomando forma por eliminación y por eso digo también que lo que me gusta realmente no es escribir sino reescribir, que más que un escritor soy un “reescritor”.

Es muy interesante la manera con que la elección de la forma va dando consistencia y visibilidad a la historia. Quizás por lo que llevo dicho, a algunos de ustedes les puede haber parecido que es un proceso que tiene una cronología, que primero uno construye la historia en la cabeza y luego se sienta a escribirla. Pero no. Cuando yo me siento a escribir, lo que tengo es una nebulosa más o menos organizada en trayectorias. Hay unos personajes que van de aquí a allá, cuyos caminos se cruzan, pero todo es todavía muy difuso, muy vago, y lo va a seguir siendo hasta que yo termine la novela, escriba la última palabra y le ponga el punto final.

Esa historia va tomando consistencia en la medida en que se materializa en una forma dada, en unas palabras y en una organización temporal.

Es fascinante cómo en ese proceso, la ficción se va alimentando de toda la experiencia vivida. En todas las novelas que he escrito me ha ocurrido lo mismo. Al principio, esa historia está distante, es una historia fría. Tengo la impresión de que al escribirla hago un trabajo más bien mecánico, tengo que imponerme unos horarios, forzándome a mí mismo. Pero luego, a medida que consigo avanzar en el borrador, y tengo una primera versión caótica, realmente magmática, allí hay un fenómeno que ocurre, y es que empiezo a sentir poco a poco que ese mundo me va canibalizando, utilizando todo lo que me ocurre, nutriéndose de otros recuerdos, atrayendo por asociación, por contraste, por semejanza, otras imágenes y llega un momento que es realmente fascinante, porque a pesar de haberlo vivido muchas veces me sigue inquietando, en el que yo tengo la sensación de que todo lo que hago las veinticuatro horas del día, es decir, incluso cuando duermo, está totalmente aprovechado por la obra que voy a escribir.

Cuando llega ese estado, es cuando realmente siento que todos los esfuerzos están justificados, que es el mayor premio que la literatura puede dar. Esa sensación de que hay un mundo que ha comenzado ya a manifestarse, a vivir por sí mismo, y que tiene una fuerza de atracción sobre mi propia persona que me lleva a entregarme enteramente a él y que me tiene en cierta forma esclavizado. Son palabras que naturalmente pueden parecer grandilocuentes, pero expresan una realidad muy cierta. Creo que esto lo vive todo aquél que ha llevado una tarea creativa y que es testigo de una vida que brota y de la cual uno es parcialmente responsable; aquél que ha conseguido movilizar fuerzas, energías, posiciones o ideas, todo lo que llevaba almacenado.

Otra comprobación que para mí ha sido siempre interesantísima, es que rara vez coincide la visión que uno tiene de la historia que ha escrito, con la que tienen los lectores. Por más lucidez que uno tenga respecto de lo que ha querido hacer, siempre se lleva sorpresas y yo me las he llevado en todas las novelas que he escrito.

La primera sorpresa la recuerdo muy bien. En mi primera novela, La ciudad y los perros, hay la muerte de un cadete, en una escuela militar, una muerte de autoría misteriosa.

Yo había tenido muchas dudas mientras escribía la novela, sobre si este joven había sido asesinado por un compañero o su muerte debía ser casual. Pero no conseguía tener una idea clara. Así que dejé esa historia en la ambigüedad. Pero conversando con un crítico, Roger Callois, un magnífico crítico, dicho sea de paso, uno de los primeros europeos en hablar de la poesía y la novela del boom latinoamericano , él me habló de La ciudad y los perros de una manera que me sorprendió totalmente. Me dijo: «El asesinato de ese muchacho que lleva a cabo el Jaguar es para mí una de las cosas más interesantes de su libro». «Pero si el Jaguar no asesina al cadete», le respondí. «Claro que es el asesino, no hay ninguna duda. Usted no se ha dado cuenta, pero es clarísimo. El Jaguar es una persona que necesita recobrar un liderazgo perdido sobre sus compañeros. Él es el caudillo, el matón. De alguna manera se realiza con esa jerarquía. Entonces, ¿cómo recuperar el liderazgo? Con un hecho de sangre. Sólo él pudo haber sido el asesino». Fue tan persuasivo que me lo creí. Ahora yo sostengo que el Jaguar es el asesino del esclavo.

Recuerdo el caso de otro crítico que escribió sobre Conversación en La Catedral.

Era un ensayo tan elocuente que cuando me preguntan sobre mi interpretación de la novela, doy la de este crítico. Él sostenía que en Conversación en La Catedral, lo que yo quería mostrar es la profunda corrupción que vive la sociedad peruana a partir del poder político, de esa dictadura que es una fuente de putrefacción que va contaminando el resto de la sociedad. Hasta allí sí coincidía con lo que yo tenía en mente cuando escribí la novela. Pero otro de sus argumentos y además daba ejemplos era que lo interesante es la materialización formal de esa idea: que cada vez que la historia se acerca al eje del poder político, al dictador, el lenguaje se vuelve sucio, no sólo porque aparecen palabrotas, sino porque incluso hasta la sintaxis se descompone, se deteriora, y hay una deformación a nivel del lenguaje. De esta manera se denuncia la naturaleza profundamente abyecta del poder político. Jamás se me había pasado por la mente semejante cosa, y sin embargo, esa lectura era tan persuasiva, que me convenció.

Cuando uno escribe, no sólo proyecta la parte consciente de uno mismo sino la parte oscura de su personalidad. Uno escribe con ideas, pero también escribe con sus instintos, con sus emociones, con sus pasiones, y con esos materiales encerrados en el fondo del subconsciente. En el proceso de la creación precisamente esos estados que los románticos llamaban inspiración, y que podrían llamarse excitación o sobreexcitación, comparecen a la hora de escribir y dejan también una huella. Eso explica por qué lo que uno quiere decir no coincide siempre con los lectores. Pero eso no invalida su interpretación, simplemente pone de manifiesto la ceguera que a veces tiene el escritor frente a lo que hace. Ustedes conocen la célebre carta de Flaubert al abogado que lo defendió cuando su novela Madame Bovary fue llevada a los tribunales por inmoral. En esa carta decía: «…no entiendo cómo me pueden juzgar por la novela si la moral es clarísima. Es una novela que muestra las consecuencias negativas que tiene la mala literatura en una muchacha de provincias».

¿Para qué sirve la literatura?

Ésta es una pregunta que no sólo se formulan los enemigos de la literatura y los lectores, sino también los escritores. Cuando era joven, cuando descubrí mi vocación de escritor, era la época del existencialismo, los años de la literatura comprometida. Todos estábamos de acuerdo en que la literatura servía. Algunos pensaban que servía como una manifestación de militancia política; por ejemplo, los comunistas que creían en el realismo socialista como un arma de combate de la revolución mundial, y que a través de la literatura, se podía explicar lo que era la lucha de clases.

Pero la literatura comprometida tenía otra opción más sutil, más rica, mucho más convincente, que esbozó Sartre en su ensayo «¿Qué es la literatura?», y que, creo, marcó profundamente a muchos los escritores de mi generación. A mí desde luego me inculcó una visión de la literatura que, a pesar de haberme distanciado mucho de las ideas de Sartre desde entonces, todavía tengo presente. La idea de Sartre es que la literatura no puede escapar de ninguna manera a su tiempo y que la literatura no es ni puede ser un mero entretenimiento. La literatura es una forma de acción, las palabras son actos la célebre frase de Sartre y a través de la literatura, uno influye en la vida de otros y en la historia. No de una manera determinante, premeditada, con efectos políticos más o menos inmediatos, como creían los partidarios del realismo socialista. Pero sí de una manera indirecta, formando unas conciencias que están detrás de unas conductas. De tal manera que, indirectamente, la literatura sirve, contribuye a la acción en el seno de la sociedad.

Esas ideas estuvieron muy arraigadas en América, en Europa y en el mundo entero en los años 60. A partir de los 70 comenzaron a ser revisadas y creo que hoy muy pocas personas en el mundo las comparten. Han salido muchas ideas sobre lo que es la literatura, pero lo que flota en el ambiente es que la literatura sirve para algo o, si no, no se explica que todavía sigamos leyendo historias. No creo que sea una actividad sin consecuencias cuya única razón sea hacer pasar un buen rato a las personas.

El entretenimiento está muy bien. No hay que sentirse desmoralizado si la literatura sólo sirve para entretener. No obstante estoy convencido de que la literatura tiene efectos en la vida. Pero esos efectos no se pueden premeditar. No hay manera de que el autor planifique lo que escribe para que su libro tenga determinadas consecuencias en la realidad.

Un pueblo contaminado de ficciones es más difícil de esclavizar que un pueblo aliterario o inculto. La literatura es enormemente útil porque es una fuente de insatisfacción permanente; crea ciudadanos descontentos, inconformes. Nos hace a veces más infelices, pero también nos hace muchísimo más libres.

El producto audiovisual no puede sustituir esa función de la literatura. Me gusta mucho el cine, veo dos o tres películas por semana, pero estoy convencido de que las ficciones cinematográficas de ninguna manera tienen ese corolario lento, retardado, que posee la literatura en el sentido de sensibilizarme respecto a lo que son las deficiencias de la realidad y hacerme sentir la importancia de la libertad. Creo que por allí podemos responder para qué sirve la literatura. Sirve para entretener, desde luego. No hay nada más entretenido que un poema o una gran novela, pero ese entretenimiento no es efímero. Deja una marca secreta y profunda en la sensibilidad y en la imaginación.

Madrid, 6 de julio de 2015″.

Discurso pronunciado en la manifestación unionista de Barcelona el 8 de octubre de 2017

«Queridos amigos. Todos los pueblos modernos o atrasados viven en su historia momentos en los que la razón es barrida por la pasión. Y es verdad que la pasión puede ser generosa y altruista cuando inspira la lucha contra la pobreza y el paro. Pero la pasión puede ser también destructiva y feroz cuando la mueven el fanatismo y el racismo.

La peor de todas, la que ha causado más estragos en la historia, es la pasión nacionalista. Religión laica, herencia lamentable del peor romanticismo. El nacionalismo ha llenado la historia de Europa y del mundo, y de España, de guerras, de sangre y de cadáveres. Desde hace algún tiempo, el nacionalismo viene causando estragos también en Cataluña.

Para eso estamos aquí, para pararlo. Para eso han salido miles y miles de catalanes de sus casas en esta mañana soleada del otoño catalán. Son catalanes democráticos, que no creen que son traidores quienes piensan distinto a ellos. Son catalanes que no consideran al adversario un enemigo, que no ensucian sus puertas, ni destruyen sus vitrinas. Catalanes que creen en la democracia, en la libertad, en el Estado de derecho, en la Constitución.

Y además de catalanes, hay aquí, esta mañana, miles de hombres y mujeres venidos de todos los rincones de España —e incluso del Perú—, a decirles a los amigos catalanes que no están solos, que estamos con ellos, que queremos dar juntos con ellos la batalla por la libertad. Estamos armados de ideas, de razones y de una convicción profunda de que la democracia española está aquí para quedarse. Y que ninguna conjura independentista la destruirá.

No queremos que los bancos y las empresas se vayan de Cataluña como si fuera una ciudad medieval acosada por la peste. No queremos que los ahorristas catalanes retiren su dinero por la desconfianza, por la inseguridad jurídica que les merece el futuro de Cataluña. Queremos, por el contrario, que los capitales y las empresas vengan a Cataluña para que vuelva a ser, como tantas veces en su historia, la capital industrial de España, la locomotora de su desarrollo y su prosperidad.

Queremos que Cataluña vuelva a ser la Cataluña capital cultural de España, como era cuando yo vine a vivir aquí, en unos años que recuerdo con enorme nostalgia. Eran los últimos años de la dictadura franquista. La dictadura se deshilachaba y hacía aguas por todas partes. Y ninguna ciudad española aprovechó tanto como Barcelona esos resquicios de libertad para volcarse al mundo y traer del mundo las mejores ideas, los mejores libros, todos los grandes logros de la vanguardia. Por eso venían los españoles a Barcelona. Porque aquí los aires eran ya los de Europa. Es decir, los de la democracia y la civilización.

Aquí, en esa Cataluña se reunieron, después de haberse dado la espalda desde la guerra civil, los escritores españoles y los escritores latinoamericanos. Aquí, yo he visto llegar a Barcelona a muchachas y muchachos de toda América Latina, con vocaciones artísticas y literarias, que venían porque aquí había que estar si uno quería triunfar en el mundo de las artes, del pensamiento, de la literatura. Venían aquí como nosotros en las generaciones anteriores íbamos a París. Queremos que Barcelona, que Cataluña, vuelvan a ser la capital de la cultura de España.

Queridos amigos. España es un país antiguo. Cataluña es un país antiguo. Hace 500 años sus historias se juntaron y se juntaron con las historias de vascos, de gallegos, de extremeños, de andaluces, etcétera. Para crear esa sociedad multicultural y multilingüística que es España. Ahora, desde hace 40 años, además de recuerdo de un pasado grandioso y a veces trágico, España es también una tierra de libertad, una tierra de legalidad. Eso el independentismo no lo va a destruir.

Se necesita mucho más que una conjura golpista de los señores Puigdemont y Junqueras, y de la señora Forcadell, para destruir lo que han construido 500 años de historia. No lo vamos a permitir. Aquí estamos ciudadanos pacíficos, que creemos en la coexistencia, que creemos en la libertad. Vamos a demostrarles a esos independentistas minoritarios que España es ya un país moderno, un país que ha hecho suya la libertad y que no a va a renunciar a ella por una conjura que quiere retrocederlo a país tercermundista.

Esta manifestación supera todo lo que los más optimistas organizadores consideraban. Es la demostración maravillosa de que en Barcelona, de que en Cataluña, como en el resto de España, están por la democracia, por la legalidad y por la libertad.

¡Viva la libertad! ¡Visca Catalunya! ¡Viva España!»

Mario Vargas Llosa

Discursos de Mario Vargas Llosa