Discurso pronunciado en el local del Centro de Estudios Racionales, el 17 de febrero de 1918
Discurso pronunciado en El Monte, California, el 6 de octubre de 1917
El Manifiesto de 23 de septiembre
Discurso pronunciado en El Monte, California, en el mitin efectuado en celebración del sexto aniversario de la promulgación del Manifiesto de 23 de septiembre de 1911.
«Deseo deciros algunas palabras acerca de un mal hábito, bastante generalizado entre los seres humanos. Me refiero a la indiferencia, ese mal hábito que consiste en no fijar la atención en asuntos que atañen a los intereses generales de la humanidad.
Cada quien se interesa por su propia persona y por las personas más allegadas a él, y nada más; cada quien procura su bienestar y el de su familia, y nada más, sin reflexionar que el bienestar del individuo depende del bienestar de los demás; y que el bienestar de una colectividad, de un pueblo, de la humanidad entera, es el resultado de circunstancias favorables, es la consecuencia natural, lógica, de un medio de libertad y de justicia.
Así, pues, el bienestar de cada uno depende del bienestar de los demás, bienestar que sólo puede ser posible en un medio de libertad y de justicia, porque si la tiranía impera, si la desigualdad es la norma solamente pueden gozar de bienestar los que oprimen, los que están más arriba que los demás, los que en la desigualdad fundan la existencia de sus privilegios.
Por lo tanto, el deber de todos es preocuparse por los intereses generales de la humanidad para lograr la formación de un medio favorable al bienestar de todos. Sólo de esa manera podrá el individuo gozar de verdadero bienestar.
Pero vemos que en la vida corriente ocurre todo lo contrario. Cada uno lucha y se sacrifica por su bienestar personal, y no lo logra, porque su lucha no está enderezada contra las condiciones que son obstáculo para obtener el bienestar de todos. El ser humano lucha, se afana, se sacrifica por ganarse el pan de cada día; pero esa lucha, ese afán, ese sacrificio no dan el resultado apetecido, esto es, no producen el bienestar del individuo porque no están dirigidos los esfuerzos a cambiar las condiciones generales de convivencia, no entra en los cálculos del individuo que lucha, se afana y se sacrifica la creación de circunstancias favorables a todos los individuos, sino el mezquino interés de la satisfacción de necesidades individuales, sin hacer aprecio de las necesidades de los demás, y con frecuencia, aun con prejuicio de los intereses de los otros. Nadie se interesa por la suerte de los demás. El que está trabajando sólo piensa en que no le quiten el trabajo y se alegra cuando en una rebaja de trabajadores no entra él en el número de los cesantes, mientras que el que no tiene trabajo suspira por el momento en que el burgués despida a algún trabajador para ver si, de esa manera, logra él ocupar el puesto vacante, y hay algunos tan viles, hay algunos abyectos, que no titubean en ofrecer sus brazos por menos paga, y otros que en un momento de huelga se apresuran a llenar los lugares desocupados momentáneamente por los huelguistas.
En suma, los trabajadores se disputan el pan, se arrebatan el bocado, son enemigos los unos de los otros porque cada quien busca solamente su propio bienestar sin preocuparse del bienestar de los demás, y ese antagonismo entre los individuos de la misma clase, esa lucha sorda por el duro mendrugo, hace permanente nuestra esclavitud, perpetúa la miseria, nos hace desgraciados, porque no comprendemos que el interés del vecino es nuestro propio interés, porque nos sacrificamos por un interés individual mal entendido, buscando en vano un bienestar que sólo puede ser el resultado de nuestro interés por los asuntos que atañen a la humanidad entera, interés que, si se intensificara y se generalizara, daría como producto la transformación de las condiciones actuales de vida, ineptas para procurar el bienestar de todos porque están fundadas en el antagonismo de los intereses, en otras basadas en la armonía de los intereses, en la fraternidad y la justicia.
La indiferencia es nuestra cadena, y somos nosotros nuestros propios tiranos porque no ponemos nada de nuestra parte para destruirla. Indiferentes y apáticos vemos desfilar los acontecimientos con la misma impasibilidad que si se tratara de asuntos de otro planeta, y como cada quien se interesa únicamente por su propia persona, sin preocuparse de los intereses generales, de los intereses comunes a todos, nadie siente la necesidad de unirse para ser fuertes en las luchas por el interés general; en donde resulta que, no habiendo solidaridad entre los oprimidos, el Gobierno se extralimita en sus abusos y los amos de toda clase hacen presa de nosotros, nos esclavizan, nos explotan, nos oprimen y nos humillan.
Cuando reflexionamos que todos los que sufrimos idénticos males tenemos un mismo interés, un interés común a todos los oprimidos, y nos hagamos, por lo tanto, el propósito de ser solidarios, entonces seremos capaces de transformar las circunstancias que nos hacen desgraciados por otras que sean favorables a la libertad y al bienestar.
Dejemos ya de apretarnos las manos y de preguntar angustiados qué será bueno hacer para contrarrestar las embestidas de la tiranía de los Gobiernos y de la explotación de los capitalistas. El remedio está en nuestra mano: unámonos todos los que sufrimos el mismo mal, seguros de que ante nuestra solidaridad se estrellarán los abusos de los que fundan su fuerza en nuestra desunión y en nuestra indiferencia.
Los tiranos no tienen más fuerza que la que les damos nosotros mismos con nuestra indiferencia. No son los tiranos los culpables de nuestros infortunios, sino nosotros mismos. Preciso es confesarlo: si el burgués nos desloma en el trabajo y exige de nosotros hasta la última gota de sudor, ¿a quién se debe ese mal sino a nosotros mismos, que no hemos sabido oponer a la explotación burguesa nuestra protesta y nuestra rebeldía? ¿Cómo no ha de oprimirlos el Gobierno cuando sabe que una orden suya, por injusta que ella sea y por más que lastime nuestra dignidad de hombres, es acatada por nosotros con la vista baja, sin murmurar siquiera, sin un gesto que haga constar nuestro descontento y nuestra cólera? ¿Y no somos nosotros mismos, los desheredados, los oprimidos, los pobres, los que nos prestamos a recibir de las manos de nuestros opresores el fusil destinado a exterminar a nuestros hermanos de clase, en los raros momentos en que la mansedumbre y la habitual indiferencia ceden su puesto a las explosiones del honor y del decoro? ¿No salen de nuestras filas, de la gran masa proletaria, el polizonte y el mayordomo, el carcelero y el verdugo?
Somos nosotros, los pobres, los que remachamos nuestras propias cadenas, los causantes del infortunio propio y de los nuestros. El anciano que tiende la mano temblorosa en demanda de un mendrugo; el niño que llora de frío y de hambre; la mujer que ofrece su carne por unas cuantas monedas, son hechura nuestra, a nosotros deben su infortunio, porque no sabemos hacer de nuestro pecho un escudo; y nuestras manos, acostumbradas a implorar, son incapaces de hincarse, como tenazas, en el cuello de nuestros verdugos».
Regeneración, núm. 260, 6 de octubre de 1917
Discurso pronunciado el 10 de junio de 1917, en el Italian Hall
En vísperas de la gran revolución
Discurso pronunciado el domingo 10 de junio, en el Italian Hall, en el mitin que para la defensa de los compañeros Raúl Palma y Odilón Luna, organizó el Comité Latino de la International Workers Defense League (Liga Internacional de Defensa de los Trabajadores).
«Camaradas:
Hace más de un mes que los compañeros Raúl Palma y Odilón Luna se encuentran presos, sin que hasta estos momentos se sepa cuál es la determinación de las autoridades federales, qué es lo que se va a hacer con esos prisioneros. Son proletarios, son miembros de la clase trabajadora, son desheredados y eso basta para que la justicia burguesa, la vil prostituta que se deshace en sonrisas y atenciones para el rico, eche en olvido a nuestros hermanos de sufrimientos y privaciones, tanto más cuanto le interesa quitar de en medio a todos aquellos que ponen un obstáculo al libre ejercicio de las uñas de los senadores de levita y de bombín.
El caso de Luna y Palma no es un caso aislado, no es una coz que la bestia da al acaso, no es la bala perdida que da en un blanco sobre el cual no fue disparada, no es la teja desprendida que descalabra indistintamente a un hombre o a una mujer, a un anciano o a un niño; el caso de Palma y de Luna obedece a un plan bien definido de la clase burguesa; obedece al mismo plan por el cual Rangel y compañeros están condenados a dejar sus huesos en los presidios texanos; es el resultado de la misma conspiración que condenó a Billings por vida; que tiene el lazo echado al cuello de Thomas Mooney, y que abre la fosa para dejar en ella los restos palpitantes de Rena Mooney; Palma y Luna están presos por los mismos motivos que lo están Ford y Suhr, Schmidt y Caplan; contra Palma y Luna se enderezan las mismas fuerzas que acribillaron a balazos a Joe Hill[1] y dieron fin en la horca a la existencia fecunda de Parsons; son las negras fuerzas de la reacción burguesa que cierran el paso a la emancipación de los humildes; son las fuerzas del Estado, solapador y cómplice del crimen capitalista, en sus funciones de ahogar en su cuna toda manifestación de descontento, de suprimir con el calabozo o a palos o con la horca y la silla eléctrica toda crítica que comprometa la estabilidad de un sistema protector de bandidos y torturador de inocentes; son las fuerzas que tratan de apagar la luz que arroja el periódico anarquista, las sombrías fuerzas que hacen pedazos la pluma del que escribe la verdad; que ahogan en la garganta el grito de la indignación y el rugido de la cólera, y que atan de pies y manos al que tiene la audacia de mostrar el puño a sus verdugos.
Es la justicia arrogante que se encara al derecho sin medir las responsabilidades, sin pensar en las consecuencias, ebria de poder y de fuerza, sin reflexionar que la paciencia tiene sus límites y olvidando las páginas de la Historia escritas con sangre de tiranos, en las que se aprende que las cabezas de los déspotas no han caído a los golpes de hombres libres, sino que han sido tronchadas por las manos del esclavo en rebelión.
Son los excesos de la tiranía los que se encargan de sacudir las dormidas energías de los pueblos, y los pueblos están despertando. Largas décadas de sana propaganda anarquista, no lograron modificar la mentalidad de los pueblos como lo han conseguido sólo tres años de pesadilla guerrera. Tres años de horror, de luto, de sangre, de lágrimas y de hambre, han hecho no solamente posible la Revolución, sino inminente e inevitable en todo el mundo. La Revolución se cierne sobre nuestras cabezas. Mejor aún: la Revolución está en las conciencias. El indiferente que hasta hace poco tachaba de locos y de ilusos a los revolucionarios, ya piensa él también que se necesita una Revolución, que las cosas no deben seguir como hasta aquí, que es necesario un cambio en las condiciones económicas, políticas y sociales de los pueblos para lograr una situación que haga imposible que algunos pueblos se arrojen unos sobre los otros y se despedacen en beneficio de intereses particulares, de intereses mezquinos, de intereses que no benefician sino a unos cuantos, de los intereses, en suma, de la clase capitalista, intereses antagónicos a los intereses generales de la humana especie, porque son contrarios a la libertad y al bienestar.
Sí, la Revolución flota en el aire, la Revolución está en las conciencias. El azote de la guerra ha tenido la virtud de despertar a los pueblos, que si se mostraron sordos por tantos años a los llamamientos del honor, que si permanecieron indiferentes por tan largo tiempo a las solemnes excitativas que se hicieron a su dignidad, que si habían perdido toda noción de decoro y de vergüenza, el castigo los solivianta y los estremece y los agita, no tanto porque se sienten lastimados en su dignidad y en su honor, sino porque el golpe los despierta y los hace ver con horror el abismo en cuyo borde dormían con tan pesado sueño. La Revolución que tenemos encima, la gran Revolución que no tarde en incendiar al mundo entero, el formidable cataclismo que barrerá con reyes, con presidentes y con cuanto parásito pesa sobre los hombros de la humanidad, no es el resultado del honor y de la dignidad ofendidos, sino la reacción poderosa del instinto de conservación rudamente sacudido por el crimen burgués.
Así como la prisión de Palma y de Luna no es un hecho aislado, no es una arbitrariedad excepcional, sino que responde a un plan de represión de toda energía rebelde, del mismo modo que la Revolución rusa no es un caso particular ruso, no es un acontecimiento que sólo pudo ocurrir en Rusia, no es una insurrección esporádica que puede quedar confinada al territorio ruso, sino que es un hecho, es un fenómeno social y político que responde al sentir de la humanidad entera, que concuerda con el modo de pensar de todos los pueblos de la Tierra en este momento solemne, en esta hora de dolor, que es como el momento que precede al parto, como que estamos en vísperas de ver surgir de los humeantes escombros de instituciones anticuadas y nocivas, un nuevo orden, una forma nueva de convivencia social más en armonía con la cultura de la época, más de acuerdo con las leyes inmutables de la naturaleza, y en la que pueda desarrollarse con menos trabas una humanidad más justa y más sabia.
El ambiente está saturado de promesas de insurrección y protesta. La paciencia se agota; la mansedumbre se ausenta de los corazones; los ojos, desilusionados, ya no se clavan en el cielo con la esperanza de que la mano de Dios rompa las cadenas de la esclavitud, sino que buscan ansiosas el fusil que libera y la dinamita que redime; las cabezas ya no se inclinan, resignadas, ante un nuevo atentado de la tiranía, sino que sueñan con la barricada y la revuelta.
El mundo es un volcán próximo a hacer erupción; México y Rusia son los primeros cráteres anunciadores del despertar de las fuerzas de la miseria y del hambre. A México y a Rusia les seguirán bien pronto todos los pueblos de la Tierra, hartos ya de tiranía, cansados ya de injusticia, convencidos al fin de que su salvación no ha de ser decretada por un ser imaginario que se nos dice que reside más allá de las estrellas que alcanzamos a ver, sino que su libertad y su bienestar tienen que ser conquistados por el hierro y por el fuego, por el motín y por la barricada. Con súplicas sólo se logra el envalentonamiento del enemigo. Contra la enfermedad llamada tiranía no hay más que un remedio: la guillotina.
Todo anuncia que la catástrofe está por sobrevenir; la miseria sacude rabiosa sus puños descarnados; el descontento ya no murmura: ¡grita!, y las manos impacientes acarician nerviosas el pomo del puñal y el gatillo del rifle.
Se conspira en voz alta y a la luz del sol; los gobiernos pierden su prestigio; la ley es vista con odio, y un sano sentimiento de humana solidaridad comienza a borrar las fronteras y a desteñir las banderas nacionales, dando vigor a la risueña promesa de una próxima fraternidad universal.
El proletariado de todo el mundo comienza a darse cuenta de que el trabajador nada tiene que ganar con las guerras fraguadas por los capitalistas, y este convencimiento, unido a la miseria cada vez más creciente y a los excesos cada vez más brutales de la tiranía gubernamental, satura de cóleras el ambiente y se respira una atmósfera preñada de odio y de venganza.
A dondequiera que se dirija la mirada se tropieza con los ojos airados de la rebeldía. En Alemania, las masas populares se amotinan; cuerpos de ejército se desertan en masa; los trabajadores de las fábricas de armas y municiones se declaran en huelga; la minoría socialista aboga por la paz a cualquier precio, y en el seno del Parlamento una voz valiente anuncia la revolución. Austria-Hungría sufre idénticas convulsiones, anunciadoras de la tempestad que está por desatarse y diputados socialistas húngaros, reunidos en Berna, adoptan resoluciones revolucionarias. En Brasil, las organizaciones obreras rehúsan prestar su apoyo al Gobierno en una guerra contra Alemania. El Japón enseña los dientes al emperador, a la burocracia y al militarismo, y la prensa de oposición enseña al mikado, como una saludable advertencia, el cetro quebrado de Nicolás Romanov.[2] En Suecia el proletariado grita: “¡Pan, más pan!”; los más audaces gritan: “¡Revolución!”; las muchedumbres se amotinan en muchos lugares del reino, y el rey se encierra en su palacio, redobla sus guardias y destaca soplones a los mítines obreros para retardar el momento en que su corona ruede por el polvo a hacer compañía a la de Nicolás. En Inglaterra los obreros de importantes centros fabriles se declaran en huelga para protestar contra el envío de más jóvenes a la guerra. En China se disputan la supremacía los militaristas y los antimilitaristas, con el resultado plausible del debilitamiento del Estado burgués. Filipinas fragua la insurrección. En Portugal el hombre alarga la mano huesuda y se apodera virilmente del pan que le niega el poderoso. En Dinamarca, las fuerzas del trabajo intensifican su agitación antiguerrera. En Italia, el partido socialista adopta, en Roma, resoluciones contra la guerra. En Cuba, Menocal[3] se quema los dedos en sus esfuerzos por apagar el rescoldo revolucionario. Irlanda gruñe, España está próxima a estallar, Canadá va a arder en Quebec y en British Columbia. En Rusia los trabajadores hacen un llamamiento mundial para la revolución social en todos los países de la Tierra.
Tal es, a grandes rasgos, la situación mundial anunciadora del próximo e inevitable conflicto entre las fuerzas de los hambrientos y de los hartos, de los de abajo y de los de arriba. Todo indica que estamos en vísperas de una catástrofe depuradora y santa. En Texas el Gobierno descubre una conspiración para resistir con las armas en la mano la leva que se acerca. Las cárceles de Estados Unidos están llenas de agitadores antiguerristas. El hambre arrecia y la tiranía se extrema. El descontento crece. Según la Prensa, la agitación antiguerra en varios Estados aconseja el uso de la fuerza para resistir la leva. El escritor burgués Harry Carr dice, en el Times, que el káiser puede ser derribado de su trono por una insurrección, y que tal suceso pondrá en peligro a todos los tronos de Europa y aun los Estados Unidos no estarán a salvo de la violencia de la sacudida. Joseph Canon,[4] líder obrero y organizador, compareció ante el comité de asuntos militares del Senado y predijo de este modo las consecuencias de la ley sobre servicio militar obligatorio: “Habrá huelgas, los precios de los artículos alimenticios aumentarán como una consecuencia de la explotación que se hace de la guerra, y la sangre va a correr en las calles. Se dice que entramos a la guerra para establecer la democracia en Alemania, y para llevar a cabo tal cosa estamos estableciendo la autocracia en América”.
George W. Anderson, fiscal federal y ayudante especial del Ministerio de Justicia, declaró ante la Cámara de agricultura de la Cámara de Diputados en Washington, refiriéndose al alza de los precios de los artículos alimenticios: “Hay que hacer algo. No puede negarse que nos amenaza un levantamiento social y político. Yo veo los síntomas de esa insurrección. Todo observador atento lo sabe. Si no se hace algo para impedirlo, se producirá, en los Estados Unidos, un fenómeno contra la ley y el orden”.
Víctor L. Berger,[5] prominente socialista, dijo estas palabras en un mitin celebrado en Nueva York el 30 de Mayo último: “Nosotros necesitamos saber por qué estamos en esta guerra. Si no se nos responde y ocurren motines en Nueva York, en Chicago y en Milwaukee, entonces el pueblo de esta nación se rebelará, como lo hicieron sus camaradas rusos, para establecer una verdadera democracia social”.
No somos los anarquistas los únicos que vemos los negros nubarrones que cierran el horizonte. Son hombres de distintos ideales y tendencias los que anuncian la tempestad que va a desatarse. Las instituciones burguesas están por caer arrastradas por su propio peso. La burguesía no puede culpar a nadie de su caída, más que a sí misma. Su desastre, obra es de su desenfreno. Se ahoga en la sangre que ella misma ha derramado. Estamos en presencia de un suicidio.
Es que ha sonado la hora de la justicia; es que la miseria enarbola sus harapos y los despliega al sol como una bandera de revancha, convocando a la lucha a todos los desgraciados de la Tierra. Felicitémonos, los que nada tenemos que perder como no sean nuestras cadenas. Que se alegren los corazones; que renazca en los pechos la esperanza. La humanidad se regenera; el cordero recuerda que es león.
Y el león comienza a rugir y a sus rugidos tiembla la tierra. El caos se aproxima. ¡Viva la Revolución Social! ¡Viva la Anarquía!».
Regeneración, núm. 257, 23 de junio de 1917
NOTAS:
[1] Joel Emmanuel Hägglund (a) Joe Hill (Galve, Suecia, 1879-Salt Lake City, 1915). Hijo de ferroviario, emigra a los Estados Unidos en 1902. Minero y estibador, recorre de este a oeste el país hasta radicarse en California. En 1910 se afilia al Industrial Workers of the World y participa en la huelga de estribadores de San Pedro, Calif., Autor de canciones, poeta, vagabundo y humorista influyó en la cultura popular norteamericana. Participó en la campaña del plm en Baja California, en su última fase. Llegó a Tijuana el 1 de junio de 1911 y abandonó la península después de la batalla del 22 de ese mismo mes. “Esclavos asalariados del mundo ¡Levantáos!, hagan su deber por la causa, de Tierra y Libertad”, escribió como coro para su canción “Should I Ever Be a Soldier”. Acusado de asesinato en Utah, fue fusilado, a pesar de las protestas internacionales que su caso suscitó. A un camarada sueco, Hill escribió poco antes de morir: “Tuve el gran honor de luchar en el campo de batalla bajo la Bandera Roja y debo de admitir que estoy orgulloso de ello”.[2] Nicolás Romanov (1868-1918). Último zar de Rusia. Fue derrocado por la revolución de 1917 y fusilado el 17 de julio de 1918.[3] Mario García Menocal (1866-1941). Político cubano conservador. Participó en la Guerra de Independencia. Jefe de la Policía de La Habana durante la primera intervención norteamericana. Presidente de Cuba de 1913 a 1921. Tanto en 1917 como en 1919 la isla fue invadida de nueva cuenta por el ejército de los Estados Unidos, alegando el peligro que representaban levantamientos indígenas.[4] Joseph D. Cannon. Político y activista de la Metal Worker’s Union de Nueva York. Miembro del Partido Socialista de América. Participó en el mitin llevado al cabo en el Simpson Auditorium de Los Ángeles, Calif., el 26 de noviembre de 1907, en protesta por la detención de los miembros de la joplm, llevada al cabo el 23 de agosto de ese año. En 1909, durante el juicio en Tombstone, Ariz., continuó la campaña a favor de su liberación junto con la escritora Luella Twining, entre otros. Tanto Mother Jones como Cannon se entrevistaron en la ciudad de México con Francisco I. Madero y llegaron al acuerdo de que los primeros buscarían disuadir a los miembros de la joplm encarcelados de continuar su lucha y reintegrarse a la vida política de México.[5] Victor L. Berger (1860-1929). Político y escritor de origen austriaco. Fundador del Partido Socialista Norteamericano. Personaje central del movimiento socialista en el Medio Oeste de los Estados Unidos. Diputado por el estado de Wisconsin en 1910. Criticó acremente la dictadura de Porfirio Díaz y la complicidad que los capitalistas estadounidenses mantuvieron con ella. Participó activamente en la campaña enarbolada por los medios radicales estadounidenses para evitar la intervención militar de Estados Unidos en México. Tras un breve periodo de simpatía hacia la lucha del plm, se mostró partidario de Madero, declarándose escéptico ante la posibilidad de una revolución social en México. En la sección en inglés de Regeneración, William C. Owen polemizó ampliamente, al menos hasta finales de 1912, con las posturas expresadas por Berger.Discurso "Ver, oír y callar" pronunciado el 27 de mayo de 1917
Ver, oír y callar
Discurso pronunciado el domingo 27 de mayo, en el Italian Hall, en el mitin que para la defensa de los compañeros Raúl Palma y Odilón Luna, organizó el Comité Latino de la International Workers Defense League (Liga Internacional de Defensa de los Trabajadores).
«Camaradas:
Todos vosotros sabéis que el domingo 6 de este mes, y cuando dirigían la palabra a los trabajadores congregados en la Plaza llamada de los Mexicanos, fueron arrestados los compañeros Raúl Palma[1] y Odilón Luna[2] por algunos miembros de la policía de esta ciudad. Palma y Luna hacían uso del derecho que todo ser humano tiene de exponer sus ideas para que sean aceptadas o rechazadas. En el mitin reinaba la mayor compostura y todo auguraba que el acto terminaría con entera felicidad y con gran beneficio de los ideales de emancipación humana que los oradores proletarios exponían; pero la policía, encabezada por un tal Ricardo, se encargó de introducir el desorden donde reinaba el orden y cargó con los oradores a la cárcel. Ahora, las autoridades federales tratan de deportar a México a Palma y a Luna porque son anarquistas,[3] para que Venustiano Carranza los fusile. Porque no serán entregados a Zapata, no serán entregados a Villa, ni serán puestos en manos de Cedillo,[4] de Peláez,[5] de Sibalume[6] ni de ningún rebelde; Palma y Luna serán puestos a disposición del enemigo cobarde y artero de la clase trabajadora; serán puestos en manos de Venustiano Carranza, el lacayo de Wilson y de los bandidos de Wall Street.
El pretexto que se pone para estas deportaciones de miembros de la clase proletaria, es el de que sus palabras son perjudiciales para el país por las circunstancias especiales en que éste se encuentra. En realidad las prédicas anarquistas no son perjudiciales para ningún país, sino para los bolsillos de los bandidos que viven del sudor del trabajador. Las palabras del anarquista son palabras de verdad y de justicia, y sólo pueden dañar a los que están en contra de la justicia. Si con motivo de encontrarse este país comprometido en la carnicería europea, son nocivas nuestras palabras, lo son, sin duda, para los intereses de la clase capitalista; pero no para los intereses del pueblo productor de la riqueza. Nuestras palabras dañan a todos aquellos que se aprovechan de la gran carnicería europea para llenar de oro sus arcones. Nuestras palabras dañan a los enemigos de la humanidad; nuestras palabras dañan solamente a todos aquellos que tienen interés en que subsista la desigualdad de fortunas; ¿pero en qué perjudican nuestras prédicas al ser humano que consume su existencia en la fábrica o en el taller? ¿Qué perjuicio sufre con nuestras palabras el campesino obligado a trabajar una tierra que no es suya, y que encorvado y jadeante va depositando en el surco interminable, con la semilla que ha de producir ricas espigas para el amo, su sudor, su salud y sus esperanzas? ¿Cómo pueden dañar las palabras del anarquista al hombre o a la mujer que trabajan para poder vivir?
Nuestras palabras dañan a todos aquellos que viven del trabajo de los demás; nuestras palabras dañan a los parásitos, a los seres inútiles y nocivos que chupan la sangre del pueblo. El clérigo, el burgués y el gobernante: éstos son los que se perjudican con nuestras palabras. ¡Tanto peor para ellos, tanto mejor para nosotros!
Que el país se encuentra en guerra y por eso no podemos hablar. ¡Valiente razón! Precisamente porque se encuentra comprometido el país en una guerra para cuya declaración no se tuvo en cuenta el parecer de todos y cada uno de los habitantes de él, es por lo que debemos hablar, y debemos hablar alto y claro pésele a quien le pese y cualesquiera que sean las consecuencias de nuestras palabras. ¿Qué interés vamos a ganar nosotros los miserables con esta guerra irracional y monstruosa? ¿Vamos a tener más para nosotros y para los nuestros? ¿Vamos a ser más libres? No; se nos obligará, como pobres que somos, a empuñar el fusil, y se nos arrastrará a las trincheras para que nos despedace la metralla, para que Rockefeller, Morgan y todos los banqueros, y todos los comerciantes y todos los bandidos que explotan y oprimen al proletariado puedan acrecentar sus millones y con ellos su sangre en las trincheras para que nuestros amos derrochen en festines el producto de nuestro sacrificio. Rendiremos la existencia en el campo de batalla, y cuando en el desolado hogar los nuestros lloren nuestra desesperación, y en el reinen el luto, el llanto, la tristeza y el hambre, nuestros verdugos echarán en sus bolsillos el precio del dolor y del sacrificio.
Los anarquistas no podemos callar; no debemos callar. Mientras impere la injusticia, tendrá que oírse nuestra voz. No obramos empujados por el capricho, sino por la razón soberana que nos señala el camino del deber, y toda injusticia, toda imposición, toda explotación, tendrán que tropezar con nuestra resistencia y nuestra protesta.
Camaradas: La orden del día puesta en vigor por nuestros tiranos, es el silencio. ¡Sufrís? Pues, bien, devorad en silencio vuestra amargura. ¿Os indigna la injusticia? Tanto peor para vosotros, porque tendréis que tragaros vuestras cóleras.
Para la tiranía, el silencio es una virtud, y el mejor ciudadano, a pesar de la sangre que ha derramado la humanidad en sus luchas por la libertad, sigue siendo aquel que observa al pie de la letra la negra máxima, que para bochorno de este siglo, continúa encerrado el conjunto de deberes del oprimido para con el opresor: ver, oír y callar.
En el siglo del aeroplano y del zepelín; en la época del inalámbrico y del submarino; cuando Dios se desploma de los cielos al soplo de la razón y el pensamiento humano alcanza con sus alas poderosas las cumbres altísimas del ideal anarquista, la vieja orden de ver, oír y callar, es un contrasentido, constituye un ultraje que los hombres de espíritu libre rechazamos indignados.
Ver, oír y callar, pudo tolerarse en los tiempos oscuros de Torquemada y de Arbués en que la humanidad no conocía más luz que la de las lívidas llamas de las hogueras inquisitoriales; ver, oír y callar, pudo ser la suprema ley, ante la cual inclinó sufrido la cabeza el siervo de la Edad Media; pero esa ley maldita quedó sepultada con los huesos de sus sostenedores bajo los escombros de la Bastilla. ¿Para qué socavar esas ruinas y extraer del sepulcro y emponzoñar la atmósfera con el cadáver de una ley que la cultura rechaza, que un nuevo concepto de la dignidad humana no tolera y que amenaza arrastrarnos a un pasado de vergüenza y de humillación, del que fuimos rescatados al precio de la sangre y del sacrificio de nuestros padres?
Después de la Bastilla, después de la Comuna y cuando el privilegio y la tiranía, en México y en Rusia, sienten en la garganta la mano colérica del pueblo, y de Chapultepec y de Petrogrado salen de rodillas los últimos vástagos de los faraones y los califas, es una vergüenza, es un ultraje que se despliegue a la luz del sol el emblema sombrío de la opresión, la negra bandera del despotismo con su expresión bochornosa de ver oír y callar.
Callar, cuando todo nos invita a hablar; callar, cuando debemos gritar. Vamos, señores mandones, tragaos vuestra orden, porque los anarquistas no estamos dispuestos a obedecerla, no podemos callar, no queremos callar, y hablaremos cuéstenos lo que nos cueste.
Callar, permanecer con los labios plegados por el miedo cuando a nuestra vista os regodeáis con vuestro festín de hienas; callar cuando estáis vaciando millones de arterias proletarias en los campos de Europa, para convertir en oro la sangre de los humildes; callar, cuando el luto invade millones de hogares, alegres y risueños todavía ayer; callar, cuando nuestro corazón se hace pedazos ante los sollozos y las lágrimas de los huérfanos y de las viudas de vuestras víctimas sacrificadas en aras de vuestra ambición; callar, cuando la civilización está seriamente comprometida bajo las pezuñas del prusianismo aliado y teutón, pues el militarismo es el mismo azote ora sirva a la democracia ora a la autocracia; callar, cuando el progreso alcanzado en siglos y más siglos, lenta y penosamente, está a punto de perecer; callar, para que los de arriba puedan oprimir a su antojo a los de abajo, es cosa que no podemos hacer los anarquistas, señores mandones. Sobre vuestro capricho está nuestro derecho, derecho que no os debemos a vosotros, sino a la naturaleza que nos dotó de un cerebro para pensar, y en defensa de un derecho, sabedlo bien, estamos dispuestos a todo y a arrostrarlo todo, hasta el calabozo y la horca. No olvidéis que el derecho, por más que lo mutiléis, por más que lo aplastéis, por más que queráis aniquilarlo, cuando más perseguido se encuentra, y cuando más engreídos estáis de vuestro triunfo, ruge su venganza en la dinamita y vomita plomo en la barricada.
El resorte de cada motín es un derecho violado; el alma pujante de toda insurrección es un derecho herido: el derecho perseguido engendra la revolución. No fue la pólvora la que obró en el revólver de Pardiñas:[7] fue un derecho conculcado; en el puñal de Caserio[8] fulguró un derecho hollado. Aplastar el derecho es abrir de par en par las puertas de la rebelión. ¡Apretad, tiranos, que los pueblos necesitan sufrir los rigores de la opresión para recordar que tienen el derecho de ser libres!»
Regeneración, núm. 257, 23 de junio de 1917
NOTAS:
[1] Raúl Palma. Miembro del plm. Compañero de Lucia Norman. Propagandista entre la comunidad mexicana en Los Ángeles, Calif. Fue arrestado en mayo de 1917 por “repartir propaganda anarquista e incitar a una manifestación armada contra el orden”. Las autoridades buscaron su deportación. En diciembre, fue acusado de asesinato en la persona de un tendero anglosajón. En julio de 1917, junto con Odilón Luna lo iban a deportar por propaganda subversiva, rfm organizó un comité de defensa a su favor. La oposición de Enrique Flores Magón y Ralph García a dicha defensa devino en el rompimiento definitivo dentro del grupo de Regeneración. Fue declarado inocente tras un juicio celebrado en mayo de 1918. En julio de ese mismo año volvió a prisión, esta vez acusado de violación del Acta de Espionaje, por su participación en el Comité Internacional para la Defensa de Ricardo Flores Magón y Librado Rivera, junto con María Brousse, Epigmenio Zavala, Nicholas Zenn Zogg.[2] Odilón Luna. Residente de Los Ángeles, Miembro del plm al menos desde 1911. Firma la protesta por la detención de rfm, efm, alf y lr el 14 de junio de 1911. En este año publica varios textos en Regeneración, como “Atrás payasos”, en el que fustiga a “supuestos libertarios” como Juan Sarabia. En noviembre escribe un artículo recordando el sacrificio de Práxedis G. Guerrero. Participó como orador en los funerales de Joseph Mikolasek, militante de la iww asesinado por la policía de San Diego en mayo de 1912. El funeral fue motivo de una gran manifestación por las calles de Los Ángeles. En el acto, Luna pronunció un discurso. En noviembre de ese año participa en el Centro de Estudios Racionales de Los Ángeles. Escribe poemas, como el que dedica a Francisco Ferrer Guardia en noviembre de 1912 (“No fue vana tu obra a los obreros, / esos que veías sufrir con hambre tanta, /porque ahora ya miran altaneros /y a los tiranos, su altivez espanta. /Moriste convencido de los frutos /que tu obra sublime había de dar, / y no te equivocaste ve los lutos /de tantos que siguen tu obra colosal.” Miembro fundador de la Junta Consultiva de la Casa del Obrero Internacional de Los Ángeles. En mayo de 1913 es nombrado secretario del Grupo Regeneración Los Rebeldes de Los Ángeles, que se instala el día 6 del citado mes. Su compañera María Martínez murió atropellada por un tranvía en Los Ángeles en octubre de 1913. Para febrero de 1914, Luna es secretario del Centro de Estudios Racionales de Los Ángeles y como tal denuncia a Rafael Romero Palacios como traidor. Luna envía diversas colaboraciones a la prensa libertaria: cuentos que publica en Fuerza Consciente de San Francisco, Calif., poemas como “Épica Azteca” que aparece en Fiat Lux de La Habana, Cuba. Con la entrada de los Estados Unidos en la guerra contra Alemania se desata al interior del país la persecución contra todo tipo de opositores a la guerra. La prensa socialista de todos los tintes es perseguida en todo el país y son detenidos numerosos militantes de izquierda, entre ellos, algunos miembros del plm, como Odilón Luna y Raúl Palma. Estando preso, Luna entra en conflicto con el Grupo Editor de Regeneración, al que acusó de mal manejo en los fondos que se reúnen para su defensa, pese a que ésos eran manejados por el Comité Latino de la Liga Internacional para la Defensa de los Trabajadores. El conflicto se hace particularmente áspero, las partes intercambian insultos y Regeneración acusa a Luna de traicionar los principios anarquistas, en particular por haber declarado ante las autoridades de migración norteamericanas no ser anarquista, cuando según efm: “un anarquista nunca, ni ante el pelotón de ejecución, niega sus convicciones”.[3] La ley del 5 de febrero de 1917, condenaba a la expulsión a todo extranjero que propagara ideas antinacionalistas, particularmente a los anarquistas.[4] Refiérese al general Saturnino Cedillo (1890-1939). Junto con sus hermanos Cleofas y Magdaleno, se levantó en armas en su natal Ciudad del Maíz, SLP, bajo la bandera del maderismo. Se unió al orozquismo en noviembre de 1912. Posteriormente combatió al régimen de Huerta, adhiriéndose al carrancismo y posteriormente al convencionalismo como parte del ejército villista. A la caída de la Convención continuó rebelde ante el carrancismo. Hacia 1917, dominaba la región de la Huasteca potosina, donde había comenzado a desarrollar un agrarismo de corte militarista.[5] Refiérese al general Manuel Peláez Gorrochotegui (1986-1959). Intermediario entre los terratenientes de la huasteca veracruzana y las compañías petroleras extranjeras. Maderista de último momento, apoyó el conato de rebelión de Félix Díaz, sobrino del dictador, de octubre de 1912. Tras un breve exilio en Estados Unidos regresó al país y apoyó al régimen huertista. A la caída de éste reconoció el gobierno de la Convención. Formó una milicia independiente con fondos de la petroleras de la región y se mantuvo activo combatiendo al constitucionalismo entre 1915 y 1920.[6] Felipe Sierra (a) José María Sibalaume. Regeneración siguió sistemáticamente, a través de las notas de la prensa nacional y norteamericana, los pasos del general yaqui Sibaluame a partir de su incursión en las haciendas de Cruz Piedra y Jaimea en septiembre de 1911. Resaltó el fracaso de la conferencia del líder yaqui con Francisco I. Madero, a principios de octubre de 1911, la intransigencia del jefe yaqui ante los enviados maderistas, Viljoen y Maytorena, y señaló que la posterior rebelión de Sibalaume fue hecha “lanzando el grito de Tierra y Libertad”, alentado por los enviados del plm en la región. A principios de 1912, Sibalaume formó un nuevo contingente cercano a los doscientos hombres que operó cerca de Guaymas y atacó poblaciones como Huírivis, para trasladarse después a la región del Valle de Santa María, en donde atacó las haciendas propiedad del gobernador Maytorena. Para octubre de 1913, aprovechando la circunstancia provocada por el golpe huertista, los jefes Sibalaume, Moris y Espinosa, tomaron los pueblos de Pótam, Cocorit y Tórin, deslindándose de cualquier autoridad, lo que Regeneración señaló como la puesta en marcha de la táctica de “acción directa”. A principios de 1914, uno de los enviados de plm a la región, Juan F. Montero, informó que las fuerzas yaquis, entre ellas la de Sibalaume, usaban “el lema de Tierra y Libertad desde hace una año, tanto en la bandera como en los documentos que firman”; calificó a Sibalaume como “compañero”, y afirmaba que en la región del yaqui “se encontraban en “pleno periodo de reconstrucción social:” “en el territorio del que se han apoderado los yaquis hay abundancia y libertad.” Aunque las fuerzas de Sibalaume, salió prontamente de esa región para atacar de nueva cuenta la hacienda de Cruz Piedra, para la obtención de ganado. El 15 de julio de ese mismo año, el jefe yaqui envía, junto con otros jefes, un comunicado a la joplm, en el que tras recordar los cuarenta años de “guerra desigual”, se les invitaba “a venir a este campamento, donde seréis recibidos con los brazos abiertos”. Todavía hacia 1917 Sibalaume y Montero continuaban en armas.[7] Manuel Pardiñas Serrato (1880-1912). Pintor. Espiritista y anarquista aragonés, radicado en Zaragoza, España. Viajó a París, y de ahí marchó a Panamá, Cuba y la Florida, donde entró en contacto con líderes anarquistas como Pedro Esteve y Maximiliano Olay. Regresó a Europa en febrero de 1912 y tras una breve estancia en Londres, se internó en España y el 12 de noviembre de ese mismo año asesinó al presidente del gobierno José Canalejas y Méndez en Madrid. Días después se suicidó.[8] Caserio. Refiérese al panadero anarquista lombardo Girolamo Santo Caserio (1873-1894), que el 24 de junio de 1894 apuñaló al presidente francés Sadi Carnot, causándole la muerte. El atentado fue motivado por el ametrallamiento de mineros huelguistas en Monteceau-Les-Mines, así como por la negativa del gobierno francés para indultar a Aguste Vaillant, culpable de arrojar una bomba a la cámara de diputados. Detenido inmediatamente después del atentado, Caserio fue sometido a un juicio en el que él mismo expuso su defensa. Murió guillotinado el 15 de agosto de ese mismo año. A su muerte fue reivindicado por el anarquismo internacional como un mártir de las luchas libertarias.Discurso de Ricardo Flores Magón pronunciado el 3 de diciembre de 1916
«Camaradas, ¡salud!:
Vivimos en un momento solemne, y nuestros pensamientos y nuestros actos deben estar a la altura de las circunstancias. Las dos fuerzas históricas que han obrado en los destinos humanos: la fuerza conservadora, que quiere atarnos al pasado, y la fuerza progresiva, que nos impele hacia el porvenir, están a punto de llegar a una crisis. El choque es inminente; la catástrofe se avecina. ¡Preparemos nuestros corazones para cuando llegue el ansiado momento de romper, al fin, nuestras cadenas en los cráneos de nuestros verdugos!
El enemigo oye el toque a somatén y se prepara; ¡preparémonos nosotros también!
¡El enemigo! ¿Para qué deciros quién es nuestro enemigo? Harto lo sabéis: el enemigo es el burgués; el enemigo es el gobernante; el enemigo es el clérigo, los tres pilares que sostienen la tupida trabazón del negro edificio que ha pesado sobre la humanidad desde que apareció el primer bandido que dijo: “¡Esto es mío!”, y surgió, de las sombras de la Historia, el protector del ladrón, gritando: “¡Obedecedme!”, acompañado de un negro pajarraco que, alzando los ojos al cielo, prorrumpió en este graznido: “¡Sed sumisos!”, graznido cuyo eco fúnebre ha tenido a la humanidad de rodillas a los pies de sus tiranos.
Pues bien: ese negro edificio amenaza desplomarse. Agrietado por todos sus costados, ya no bastan reformas; el sistema capitalista se desmorona, se desmorona sin remedio, y sus pilares crujen. La hidra de tres cabezas apela a los extremos para reafirmar su dominio en todo el mundo. No se resigna a perecer sin oponer antes una feroz resistencia, y da un salto atrás, a las tinieblas de la Edad Media, y si no lo remediamos los de abajo, si los oprimidos nos cruzamos de brazos ante la bestia hosca, bien pronto, ante nuestros ojos asombrados, volverán a encenderse las llamas de la Inquisición.
¿Nos resignaremos a este espantoso regreso a la barbarie, adonde nos arrastra iracunda la tiranía capitalista? Porque hacia la barbarie estamos siendo arrastrados, camaradas; se nos lleva al borde de un abismo, donde nos esperan, siniestros y torvos, Pedro Arbués[1] y Torquemada.
Lancemos una amplia mirada en torno nuestro y nos convenceremos de la magnitud del estrago que el enemigo opera en nuestras filas. ¿Cuántos de los nuestros se pudren en los calabozos de esta libre América? ¿Podríais contarlos siquiera? Rangel y compañeros, condenados a seguir la suerte de Ortiz y de Alzalde en las penitenciarías texanas; Tresca[2] y compañeros, candidatos a la silla eléctrica en Minnesota; McNamara[3], Suhr[4] y Ford[5] condenados a pasar toda su vida en los presidios de California; Schmid[6] y Caplan,[7] que no saben si el esbirro que se acerca a su reja les lleva una sentencia de presidio por vida, o una orden de muerte en la horca; Billings[8], en Folsom, por toda su vida, mientras Nolan,[9] los dos Mooney[10] y Weinberg,[11] sus compañeros de martirio, esperan en las mazmorras de San Francisco la acometida brutal del enemigo; en la prisión de Pittsburg, ocho buenos luchadores[12] visten el traje del presidiario, ¡el traje rayado con que nos ofende la sociedad burguesa, y que yo quisiera verlo enarbolado bien pronto por la plebe enfurecida como bandera de venganza!
¿Para qué, camaradas, seguir enumerando uno por uno a los buenos de los nuestros que en estos momentos pueblan los calabozos del país de la libertad (?), como graciosamente se titula a esta Rusia norteamericana? No hay semana de cada mes que, al terminar su periodo de siete días, no lleve inscrito en su negro registro el nombre de uno, de cinco, de cincuenta y hasta de doscientos y trescientos de los nuestros, de los que como nosotros piensan y sienten, como consta en los oscuros archivos de los estados de Pensilvania y de Washington. ¿A dónde vamos a dar? ¿No se nos lleva al abismo?
Y los que caen en las garras de la bestia capitalista son los mejores de los nuestros, es la vanguardia de la legión revolucionaria, son el cerebro y el nervio de la gran masa que gime aplastada, triturada, resquebrajada, escupida bajo las plantas del monstruo insaciable, que en cada moneda que engulle se lleva una gota de nuestra sangre y una lágrima de nuestros ojos. ¡El placer de los de arriba se obtiene al precio del dolor de los de abajo! Máxima vieja es ésta, como vieja es la explotación, como vieja es la tiranía, y ella vive y vivirá en nuestras frentes de esclavos mientras no tengamos el valor de borrarla con la sangre de nuestros verdugos.
Las conquistas de nuestros padres; los sacrificios de nuestros abuelos; las generosas esperanzas de nuestros antepasados; todo el esfuerzo de nuestros mayores, todo, todo lo que se hizo por abrirnos un amplio camino que nos condujera a la libertad y al bienestar, todo eso que significa torrentes de sangre y mares de lágrimas está a punto de naufragar. Los derechos del hombre, comprados al precio del sacrificio de millones de vidas, son flores muertas entre las páginas de las contribuciones políticas de las naciones de la Tierra. A esos derechos les falta la raíz de todos los derechos humanos, el derecho de los derechos: ¡el derecho de vivir!
Está a punto de abrirse un negro paréntesis al progreso humano, que, si no nos apresuramos a impedir que sea abierto, vendrán siglos y más siglos de tinieblas y opresión, hasta que del seno de madres altivas broten hombres superiores a nosotros que sepan abrirse las arterias para ahogar a los tiranos con su sangre generosa.
Toda esta persecución a nuestros compañeros no es más que una persecución al progreso, un asalto brutal a la civilización, porque, en resumen, no es otra cosa que el resultado de una conspiración de la clase parasitaria para hacer fracasar la emancipación o el mejoramiento de la clase trabajadora. Con la persecución se ataca el derecho de asociación, el derecho de huelga, la libertad del pensamiento, hablado y escrito. Persiguiéndose a los más activos, a los más enérgicos, a los más inteligentes y a los más avanzados agitadores, es como se pretende detener el progreso, la civilización que ha alcanzado la humanidad por el esfuerzo de los que trabajan y piensan. Sin los que piensan y los que obran, la especie humana continuaría poblando las cavernas. No es un signo de pesos el que audaz perfora la tierra y se interna en sus entrañas, palpando emocionado las paredes del vientre de nuestra madre común, en busca del metal o del carbón, sino el ser de carne y hueso, y cerebro y sangre que tiene una vida que perder, una familia que angustiada le espera, porque no sabe si el beso que le dio por la mañana al dirigirse a la mina sería la última muestra: de afecto del padre, del hermano, del esposo, del hijo a quien rodean las tinieblas y sobre quien gravita la montaña que puede desplomarse; no es un signo de pesos el hombre que, como una araña hermosa, se balancea en el espacio azul sentado sillar sobre sillar, ladrillo sobre ladrillo, adornando su obra de gigante con la melodía melancólica de un aire popular que parece condensar sus amores, sus angustias de esclavo, las amarguras del paria, mientras con los ojos de la mente ve la oscura covacha y en su penumbra, moverse la figura de los seres queridos que le aguardan inquietos, con el temor de ver aparecer en el humilde dintel, en vez del ser risueño y amable que partió valeroso por la mañana, una masa de carne y huesos astillados, amontonada en una camilla; no es un signo de pesos el valiente que desafía la intemperie en el campo, arañando la tierra para depositar en el surco luminoso la semilla que ha de nutrir a la humanidad; no es un signo de pesos el atrevido que echa a andar el barco sobre el inquieto lomo del mar para transportar la riqueza a otras playas, o para sumergirse en la verde linfa en pos de esa sirena que duerme como el cadáver de una lágrima en una tumba de nácar, ¡la perla!, o para extraer de su seno pródigo los peces, sino el hombre que tiene afectos, que tiene un corazón para sentir, un cerebro para pensar, un par de ojos para dar salida al sentimiento puro, hermoso, límpido como una gota de cristal, y a quien, en la playa que la bruma hace invisible, esperan en vela los suyos, lanzando tristes miradas al horizonte hostil, interrogando con el corazón oprimido a las olas si han visto al padre, al hermano, al hijo, al amante, con el oído atento a los rumores del viento y del agua con la esperanza de escuchar la voz del ser querido; no es un signo de pesos el que bajo la nieve, o flagelado por el sol, o azotado por el viento helado, construye esas arterias de acero, por las que han de circular las riquezas y las personas llevando la vida y la alegría por todas partes, como la sangre circula por el cuerpo para sustentarlo, sino el trabajador que suspira cuando piensa en el porvenir de sus hijos, aquellos queridos pedazos de su carne, aquellos tiernos retoños de su cuerpo que por la tarde, cuando rendido de fatiga retorna a la pocilga, salen a recibirle bulliciosos, alegres, agitando los bracitos en demanda de caricias; no es un signo de pesos el que mueve la industria; no es un signo de pesos el que cuece el pan; no es un signo de pesos el que teje las telas: es el trabajador sin el cual no habría civilización, se estancaría el progreso, regresaría la humanidad a la barbarie.
¿No es, pues, un atentado a la civilización y al progreso esta loca persecución contra los mejores de nuestros hermanos?
Las asociaciones de trabajadores amenazadas de muerte; la libertad de la palabra suprimida a balazos; la prensa obrera aplastada, ¿dónde vamos a dar los de abajo? Vamos al abismo, vamos a la esclavitud. En Everett[13] se asesina a nuestros hermanos por pretender ejercitar un derecho que hace cerca de siglo y medio, entre los acordes gentiles de La Marsellesa y el rugido colérico del bronce, se irguió majestuoso sobre las ruinas malditas de la Bastilla.
En San Francisco estalla una bomba que siembra el pánico en las filas de nuestros enemigos. ¿Qué valerosa mano la puso? No nos importa; ¡fue el pueblo oprimido el que la puso! Sí, fue el pueblo, que ya no quiere soldados, que ya no quiere mantener a los propios verdugos, que ya no quiere guerra con otros pueblos en beneficio de sus amos, que no quiere la militarización del país, porque ve en ella una amenaza contra su libertad. La bomba de San Francisco fue una protesta: no rugió la dinamita en ella: ¡fue el grito formidable de cien millones de seres humanos!
Pues bien; no pudiendo encontrar nuestros verdugos al que puso la bomba, arremetieron contra Nolan, contra Mooney y su compañera!, la valerosa Rena Mooney,[14] y contra Billings y Weinberg.
La prisión de estos queridos camaradas no tiene otro fin que arrancar, del seno de las organizaciones obreras de San Francisco, las personalidades fuertes, enérgicas, inteligentes y activas, y que son capaces de encauzar el movimiento obrero por la senda revolucionaria. No es la explosión del 22 de julio la que tiene encadenados a nuestros amigos: ¡es el miedo a la barricada redentora! La antorcha de la Revolución comenzaba a chispear en las manos audaces, y era necesario encadenar esas manos y apagar esas chispas.
¿Y qué decir de nuestra prensa? ¿Cuántos de nuestros periódicos han sido suprimidos de unos cuantos meses a esta parte? ¡Son más de doce y entre ellos tiene la honra de contarse Regeneración. Regeneración ha merecido siempre ese honor: ¡el de ser perseguido! Se persigue al que se teme; se persigue al que hace daño. ¡Desgraciado el luchador que no sabe atraerse la tempestad sobre su cabeza! ¡Pobre del que lucha si no se siente mordido por la envidia y no pesa sobre sus hombros una montaña de odios! Ser perseguido y ser odiado: he ahí a lo que debe aspirar todo luchador sincero. Miserable el que lucha por encaramarse sobre los hombros de los que sufren; pequeño el que aspira a descansar sobre los lomos del rebaño; insignificante el que siente bajo sus pies las blanduras del que suplica y del que adula; grande el que invita a la embestida, el que mira en torno suyo puños cerrados y sigue su camino a la luz de los relámpagos del odio. ¡El rayo no busca el matorral: hiere a la encina!
Regeneración es una cumbre: por eso atrae el rayo. Regeneración es un baluarte: por eso lo acaricia la metralla. Regeneración es el escudo del que sufre: ¿qué de extraño es que sobre él carguen todas las lanzas del enemigo?
Camaradas: que nuestra presencia en este recinto signifique el descontento de los que sufren; que nuestra presencia aquí sea no sólo una muestra de protesta, sino resolución inquebrantable de llegar a los extremos para refrenar las dementes embestidas del monstruo capitalista. Si con nuestra protesta no logramos detener el brazo que nos arrastra a los tiempos de Loyola, ¡rebelémonos!
Que cese ya esta represión criminal. Nuestros brazos más fuertes, nuestros cerebros más poderosos, la flor de las falanges de la plebe están en los presidios, y todo indica que no serán los únicos. A los grandes corazones indios en Texas, al generoso poeta Carlo Tresca, al firme Suhr, al mártir Schmidt, al traicionado Caplan, a los trescientos iww de Everett, a todos nuestros mártires, que en estos momentos pasean, silenciosos e insomnes, en las tinieblas de sus calabozos, les irán a hacer compañía otros cientos, otros miles más de los buenos, a quienes el enemigo teme y odia porque son la levadura que hace fermentar en la muchedumbre esclava, el ansia de rebelión.
Arrancando a los buenos de nuestras filas, la fiera capitalista aplaza la barricada, impide el motín, mata el nervio de la insurrección y prolonga la existencia del sistema maldito que se nutre con nuestros pesares, que se bebe nuestras lágrimas. Sí; con la prisión de los buenos, ¿quién encarrilará a las uniones de trabajadores por la senda revolucionaria? ¿Quién soliviantará las masas a la revolución y a la protesta? ¿Quién hará vibrar el clarín que convoque al combate? ¿Qué mano se atreverá a desplegar, ante las miradas azoradas de los tiranos del mundo, la bandera roja de Tierra y Libertad?
Hermanos de cadenas: a la huelga de protesta por la libertad de nuestros hermanos, y si ni así ceden nuestros tiranos, entonces ¡a las armas!
¡Viva la Anarquía! ¡Viva Tierra y Libertad!»
Regeneración, núm. 250, 9 de diciembre de 1916
NOTAS:
[1] Pedro Arbués (1411-1485). Inquisidor general de Aragón. Su sangrienta muerte en la catedral de Zaragoza, se adjudico a los miembros de la comunidad judía de ese lugar.[2] Carlo Tresca (1879-1943). Italiano. Periodista y ferrocarrilero. Fue secretario de la Unión de trabajadores del ferrocarril italiano y editor del periódico Il Germe. Con el fin de evitar una condena por sus actividades políticas emigra a los Estados Unidos en 1904. En Filadelfia asume la redacción de Il Proletario, órgano oficial de la Federación Socialista Italiana. Por sus ideas cada vez más cercanas al anarquismo lo llevan a renunciar, en 1906, publicación para publicar su propio periódico La Plebe. En 1908, se estableció en Pittsburgh, y desarrolló un intenso trabajo de propaganda entre los obreros y mineros del carbón italianos del oeste de Pennsylvania, lo que le provocó numerosas multas, encarcelamientos e inclusive un intento de asesinato. A partir de mayo de 1911, publica diversos artículos a favor del plm, en L’Avvenire de New Kensignton, Pa., a pesar de tener viejas diferencias con el redactor de la sección italiana de Regeneración, Ludovico Caminita, quien se negó, tras el arresto de Tresca ese mismo año, a hacerse cargo de L’Avvenire, por diferencias con Tresca, a quien acusa de apoyar a miembros de la colonia italiana, comerciantes y burgueses, chantajistas, etcétera, lo que lleva a la ruptura. En 1912, invitado por la Industrial Workers of the World (iww) a Lawrence, Massachusetts, realiza una campaña entre los trabajadores italianos en busca de la libertad para los líderes huelguistas Joseph Ettor y Arturo Giovannitti, acusados falsamente de asesinato. Tresca continuó su labor de agitación en las huelgas de los trabajadores textiles en Little Falls en Nueva York (1912), de los trabajadores de los hoteles de Nueva York (1913), de los trabajadores de la seda en Paterson, Nueva Jersey (1913), entre otras. Para 1916, Tresca reanudó la relación con los editores de Regeneración, habiendo participado el 18 de marzo de ese año como orador en un Mitin internacional llevado a cabo en el Labor Temple, “para protestar contra la persecución de que son víctimas los luchadores anarquistas Ricardo y Enrique Flores Magón”. En julio, Tresca, junto con F. H. Little, Schmidt y otros siete wobblies es arrestado por su participación en la huelga de los mineros en Mesabi Range, Minnesota. En este último lugar escapa de un intento de linchamiento, pero fue acusado de asesinato, “como resultado de un choque armado habido entre mineros huelguistas y una fuerza de esbirros en Biwabick, en el cual resultaron dos hombres muertos”. El juicio se llevó a cabo en diciembre de 1916. El 3 de diciembre en Los Ángeles se organiza un mitin internacional, “a favor de los hermanos Magón, Tresca, Rangel, Schmidt, Caplan y tantos más perseguidos en esta nación por la hidra capitalista”. rfm fue el orador en español; En su discurso ”La rusia americana”, Flores Magón lo llamó “generoso poeta”. Para no interceder por él, el gobierno de Italia acusaba a Tresca de ser espía alemán. Fue declarado inocente y liberado, para meses después ser de nueva cuenta encarcelado, junto con la Gurley Flynn, Giovanniti, Hayword y más de 160 wobblies. A lo largo del resto de su vida fue un activo opositor al fascismo y al estalinismo y de la infiltración de la mafia en los sindicatos norteamericanos. Fue asesinado por esta última en la ciudad de Nueva York, el 11 de enero de 1943.[3] James B. McNamara (Cincinnati, Ohio -1941) miembro de la International Association of Bridges and Structural Iron Workers (Asociación Internacional de Trabajadores de Puentes y Estructuras de Acero), de la cual era secretario-tesorero su hermano John J. Esa asociación había utilizado la dinamita como arma de presión a partir de 1908, sin provocar víctimas personales. James B. McNamara y su hermano John fueron acusados de haber dinamitado el edificio del periódico antiobrero The Los Angeles Times el 1 de octubre de 1910. El incendio que prosiguió a la explosión provocó 21 muertes y numerosos heridos. El Times buscó en un principio incriminar en esos hechos a los redactores de Regeneración, a lo que este periódico replicó con la validación de la tesis de un autoatentado ideado por el general Otis, dueño del periódico, y la defensa de los hermanos McNamara, tras su captura en abril de 1911. rfm y Mc Namara coincidieron en la cárcel del condado de Los Ángeles. Sin embargo, James B., durante el juicio que tuvo lugar en octubre de ese año, se declaró culpable por consejo de su abogado Clearence Darrow. Fue sentenciado a cadena perpetua y su hermano John a 15 años de prisión. Las condenas fueron purgadas en la Penitenciaría de San Quintín, California. Regeneración mantuvo su simpatía para con los hermanos McNamara hasta el final.[4] Herman D. Suhr. Estadounidense. Miembro de la iww. En 1913 trabajaba en la organización de los recolectores de lúpulo en el Rancho Durst, en la vecindad de Wheatland, California. Durst era el mayor empleador de jornaleros del estado, llegó a ocupar 23 000 pizcadores. El 13 de agosto de ese año, durante una manifestación de cerca de 2 000 jornaleros en uno de los campamentos del rancho, en la que el wobblie Richard Ford llamó a la huelga, se presentó un grupo de sheriffs que intentaron detener a Ford. En la refriega murieron dos trabajadores, un sheriff y Edward T. Manwel, fiscal del distrito y abogado del rancho. Pese a que se comprobó que Ford no disparó y que Suhr ni siquiera se encontraba entre los manifestantes, ambos fueron acusados de incitar a la rebelión y, por tanto, de homicidio en segundo grado y condenados a cadena perpetua. Regeneración se sumó a la campaña en su defensa. En 1918, cuando el gobernador de California se negó a otorgar el perdón a Ford y Surh, la iww emprendió una campaña de sabotajes en el Imperial Valley y otros campos del estado, la que según el New York Times causó millones de dólares en pérdidas.[5] Richard Ford (¿?-¿?). Estadounidense. Organizador de la iww. En 1913 trabajaba con recolectores de lúpulo en el Rancho Durst, en la vecindad de Wheatland, California. El 13 de agosto, cuando llamaba a la huelga durante una manifestación en uno de los campamentos del rancho se presentó un grupo de sheriffs que intentaron detenerlo. En la refriega murieron dos trabajadores, un sheriff y Edward T. Manwel, fiscal del distrito y abogado del rancho. Pese a que se comprobó que Ford no disparó fue acusado de incitar a la rebelión y, por tanto, de homicidio en segundo grado y condenado a cadena perpetua, al igual que su compañero Herman D. Suhr.[6] Refiérese a Matthew Schmidt, obrero y sindicalista de Los Ángeles, Calif., acusado de participar en el atentado con bomba que sufrió el edificio de Los Angeles Times el 1 de octubre de 1910, perpetrado por los hermanos James y Joseph McNamara. Cuatro años después, Matthew A. Schmidt y David Caplan fueron capturados en Nueva York, acusados de participar en el atentado y recluidos en prisión en Los Ángeles. Schmidt y Caplan eran camaradas de Alexander Berkman y Emma Goldman. rfm conoció a Schmidt en la cárcel, compartían la misma celda, y éste ayudó al mexicano a recibir clandestinamente visitas de sus compañeros del plm, lo que le estaba vedado. Schmidt recibía como propias las visitas de rfm; Ricardo se aproximaba al lugar donde el norteamericano supuestamente conversaba con su “visita”. Así fue como Nicolás T. Bernal pudo ver y hablar para Ricardo por primera vez, aun cuando éste se limitó a escuchar una supuesta conversación entre el mexicano y Schmidt. Regeneración participó activamente en la campaña de defensa de Schmidt y Caplan. Schmidt fue sentenciado a cadena perpetua.[7] David Caplan. Ruso. Obrero, sindicalista, Los Ángeles, Calif. (1915). Deportado de Rusia a los 18 años por su actividad anarquista, se exilió en los Estados Unidos. Acusado de participar en el atentado con bomba que sufrió el edificio del diario Los Angeles Times el 1 de octubre de 1910, perpetrado por los hermanos James y Joseph McNamara. Cuatro años después, Matthew A. Schmidt y David Caplan fueron capturados en Nueva York, acusados de participar en el atentado y recluidos en prisión en Los Ángeles. Schmidt y Caplan eran camaradas de Alexander Berkman y Emma Goldman. rfm conoció a Schmidt en la cárcel, compartían la misma celda, y éste ayudó al mexicano a recibir clandestinamente visitas de sus compañeros del plm, lo que le estaba vedado. Schmidt recibía como propias las visitas de rfm; Ricardo se aproximaba al lugar donde el norteamericano supuestamente conversaba con su “visita”. Así fue como Nicolás T. Bernal pudo ver y hablar para Ricardo por primera vez, aun cuando éste se limitó a escuchar una supuesta conversación entre el mexicano y Schmidt. Desde octubre de 1915, Regeneración participó activamente en la campaña de defensa de Schmidt y Caplan, mientras éstos eran sometidos a juicio. EL plm sostenía que Schmidt y Caplan eran inocentes toda vez que los hermanos McNamara se habían declarado culpables y sostenía que “la burgesía americana” se aprovechaba de la situación para atacar a las uniones obreras. En diciembre de 1916 Caplan fue declarado culpable de homicidio en tercer grado “por el conocimiento que pudo tener” del atentado al edificio de Los Angeles Times y sentenciado a cumplir una condena de 10 años en la prisión de San Quintín.[8] Warren K. Billings (Nueva York, 1893-1972). Organizador. Se mudó a San Francisco en 1911. Dos años más tarde fue acusado de posesión de dinamita durante un viaje en ferrocarril. En 1916, junto con Tom Mooney, su esposa Rena Mooney, Israel Weinberg y Ed Nolan, fue acusado de poner una bomba casera al paso del desfile pro belicista del 22 de julio de ese año, misma que provocó 10 muertos y decenas de heridos. Recibió una sentencia de muerte al igual que su compañero. Ambos fueron trasladados al prisión estatal de Folsom, Calif. Su pena le fue conmutada en 1939.[9] Refiérese a Edward D. Nolan, secretario de la Liga Internacional de Defensa de los Trabajadores (International Worker’s Defense League), con sede en San Francisco, Calif., acusado de complicidad en el atentado contra el desfile probélico del 22 de julio de 1916. Se le retiraron los cargos.[10] Thomas Mooney (Chicago, Ill., 1882-1942). Hijo de una familia minera de origen irlandés. Se trasladó a San Francisco, Calif., donde conoció a la que sería su esposa a partir de 1911, Rena Hermann. Miembro del Partido Socialista de América, “Tom” era editor de The Revolt. Fue arrestado bajo la acusación de portación de dinamita durante una huelga de electricistas de la Pacific Gas & Electric Co. en la misma ciudad, pero no fue procesado por ello. Junto con Warren K. Billings, su ayudante, su esposa Rena Mooney, Israel Weinberg y Ed Nolan, fue acusado de poner una bomba casera al paso del desfile pro belicista del 22 de julio de ese año, misma que provocó 10 muertos y decenas de heridos. Recibió una sentencia de muerte al igual que su compañero. Ambos fueron trasladados a la prisión estatal de Folsom, Calif. Su pena le fue conmutada en 1939.[11] Israel Weinberg. Taxista, acusado de complicidad en el atentado contra el desfile probélico del 22 de julio de 1916 en la ciudad de San Francisco, Calif. Se le retiraron los cargos.[12] Refiérese a los obreros y activistas arrestados tras el rompimiento de la huelga llevada al cabo en la fábrica de la Westinghouse Electric Company, en Pittsburg, Pa., en abril de 1916.[13] Refiérese a la “Masacre de Evertt”, en Washington, acaecida el 30 de octubre de 1916, la cual tuvo un saldo de una docena de wobblies muertos de manera salvaje por parte de las autoridades locales y un grupo de “vigilantes”, a las órdenes de los dueños de los molinos de la región.[14] Rena Herman, pareja de Thomas Mooney. Sindicalista y miembro del Partido Socialista de América. Fue acusada de complicidad en el atentado contra el desfile prebélico del 22 de julio de 1916 en la ciudad de San Francisco, Calif. Fue enjuiciada y declarada inocente. Se mantuvo en la cárcel hasta el 30 de marzo de 1918.Discurso pronunciado el 19 de septiembre de 1915
La patria burguesa y la patria universal
«Camaradas:
La humanidad se encuentra en uno de los momentos más solemnes de su historia. En el Universo nada es estable: todo cambia, y nos encontramos en el momento en que un cambio está por efectuarse en lo que se refiere al modo de agruparse de los seres humanos al conjunto de instituciones económicas, políticas, sociales, morales y religiosas, que constituyen lo que se llama sistema capitalista, o sea el sistema de la propiedad privada o individual.
El sistema capitalista muere herido por sí mismo, y la humanidad, asombrada, presencia el formidable suicidio. No son los trabajadores los que han arrastrado a las naciones a echarse unas sobre las otras: es la burguesía misma la que ha provocado el conflicto, en su afán por dominar los mercados. La burguesía alemana realizaba colosales progresos en la industria y en el comercio, y la burguesía inglesa sentía celos de su rival. Eso es lo que hay en el fondo de ese conflicto que se llama guerra europea: celos de mercachifles, enemistades de traficantes, querellas de aventureros. No se litiga en los campos de Europa el honor de un pueblo, de una raza o de una patria, sino que se disputa, en esa lucha de fieras, el bolsillo de cada quien: son lobos hambrientos que tratan de arrebatarse una presa. No se trata del honor nacional herido ni de la bandera ultrajada, sino de una lucha por la posición del dinero, del dinero que primero se hizo sudar al pueblo en los campos, en las fábricas, en las minas, en todos los lugares de explotación y que ahora se quiere que ese mismo pueblo explotado lo guarde con su vida en los bolsillos de los que lo robaron.
¡Qué sarcasmo! ¡Qué ironía sangrienta! Se hace trabajar al pueblo por un mendrugo, quedándose los amos con la ganancia, y después se hace que los pueblos se destrocen unos a otros para que esa ganancia no sea arrancada de las uñas de sus verdugos. Protegernos los pobres, está bien: ése es nuestro deber, ésa es la obligación que nos impone la solidaridad. Protegernos los unos a los otros, ayudarnos, defendernos mutuamente, es una necesidad que debemos satisfacer si no queremos ser aniquilados por nuestros señores; pero armarnos, y echarnos unos sobre los otros para defender el bolsillo de nuestros amos, es un crimen de lesa clase, es una felonía que debemos rechazar indignados. A las armas, está bien; pero contra los enemigos de nuestra clase, contra los burgueses, y si nuestro brazo ha de tronchar alguna cabeza, que sea la del rico; si nuestro puñal ha de alcanzar algún corazón, que sea el del burgués. Pero no nos destrocemos los pobres unos a los otros.
En los campos de Europa los pobres se destrozan unos a los otros en beneficio de los ricos, quienes hacen creer que luchan en beneficio de la patria. Y bien; ¿qué patria tiene el pobre? El que no cuenta más que con sus brazos para ganarse el sustento, sustento del que carece si al amo maldito no se le antoja explotarlo, ¿qué patria tiene? Porque la patria debe ser algo así como una buena madre que ampara por igual a todos sus hijos. ¿Qué amparo tienen los pobres en sus respectivas patrias? ¡Ninguno! El pobre es un esclavo en todos los países, es desgraciado en todas las patrias, es un mártir bajo todos los gobiernos. Las patrias no dan pan al hambriento, no consuelan al triste, no enjugan el sudor de la frente del trabajador rendido de fatiga, no se interponen entre el débil y el fuerte para que éste no abuse del primero; pero cuando los intereses del rico están en peligro, entonces se llama al pobre para que exponga su vida por la patria, por la patria de los ricos; por una patria que no es nuestra, sino de nuestros verdugos.
Abramos los ojos, hermanos de cadena y de explotación; abramos los ojos a la luz de la razón. La patria es de los que la poseen, y los pobres nada poseen. La patria es la madre cariñosa del rico y la madrastra del pobre. La patria es el polizonte armado de un garrote, que nos arroja a puntapiés al fondo de un calabozo o nos pone el cordel en el pescuezo cuando no queremos obedecer las leyes escritas por los ricos en beneficio de los mismos ricos. La patria no es nuestra madre: ¡es nuestro verdugo! y por defender a ese verdugo, nuestros hermanos, los proletarios de Europa se arrancan la existencia los unos a los otros. Imaginaos el espacio que ocuparán más de 6 000 000 de cadáveres; una montaña de cadáveres, ríos de sangre y de lágrimas, eso es lo que ha producido hasta este momento la guerra europea. Y esos muertos son nuestros hermanos de clase, son carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. Son trabajadores que desde niños fueron enseñados a amar a la patria burguesa, para que, llegado el caso, se dejasen matar por ella. ¿Qué poseían de sus patrias esos héroes? ¡Nada! No poseían otra cosa que un par de brazos robustos para procurarse el sustento propio y el de sus familias. Ahora las viudas, los dolientes de esos trabajadores tendrán que morirse de hambre. Las mujeres se prostituirán para llevarse a la boca un pedazo de pan; los niños robarán para llevar algo de comer a sus ancianos padres; los enfermos irán al hospital y a la tumba. Burdel, presidio, hospital, muerte miserable: he ahí el premio que recibirán los deudos de los héroes que mueren por su patria, mientras los ricos y los gobernantes derrochan en francachelas el oro que se ha hecho sudar al pueblo en la fábrica, en el taller, en la mina. ¡Qué contraste! Sacrificio, dolor, lágrimas para los que todo lo producen, para los creadores abnegados de la riqueza. Placeres y dichas para los holgazanes que están sobre nuestros hombros. Sacudámonos, agitémonos, obremos para que caigan a nuestros pies los parásitos que acaban con nuestra existencia. Pongamos resueltamente nuestros puños en el cuello del enemigo. Somos más fuertes que él. Un revolucionario dijo esta inmensa verdad: “Los tiranos nos parecen grandes porque estamos de rodillas; ¡levantémonos!”[1]
Y bien: horrible como es la carnicería insensata que convierte en matadero el territorio del Viejo Mundo, ella tiene que producir inmensos bienes a la humanidad, y en lugar de entregarnos a tristes reflexiones considerando tan sólo el dolor, las lágrimas y la sangre, alegrémonos, regocijémonos de que tal hecatombe haya tenido lugar. La catástrofe mundial que contemplamos es un mal necesario. Los pueblos, envilecidos por la civilización burguesa, ya no se acordaban de que tenían derechos, y se hacía indispensable una sacudida formidable para despertarlos a la realidad de las cosas. Hay muchos que necesitan del dolor para abrir sus cerebros a la razón. El maltrato envilece al apocado y al tímido; pero en el pecho del hombre de vergüenza despierta sentimientos de dignidad y de noble orgullo que lo hacen rebelarse. El hambre doblega al cobarde y lo entrega de rodillas al burgués; pero es al mismo tiempo un acicate que hace encabritar a los pueblos. El sufrimiento puede conducir a la resignación y a la paciencia; pero también puede poner, en las manos del hombre valiente, el puñal, la bomba y el revólver. Y esto será lo que suceda cuando termine esta guerra infame, o lo que la hará terminar. Las grandes batallas campales terminarán con la barricada y el motín de los pueblos rebelados, y las banderas nacionales se desvanecerán en el espacio, para dar lugar a la bandera roja de los desheredados del mundo.
Entonces la revolución que nació en México, y que vive aún como un azote y un castigo para los que explotan, los que embaucan y los que oprimen a la humanidad, extenderá sus flamas bienhechoras por toda la tierra y en lugar de cabezas de proletarios rodarán por el suelo las cabezas de los ricos, de los gobernantes y de los sacerdotes, y un solo grito subirá al espacio escapado del pecho de millones y millones de seres humanos: ¡Viva Tierra y Libertad!
Y por primera vez el sol no se avergonzará de enviar sus rayos gloriosos a esta mustia tierra, dignificada por la rebelión, y una humanidad nueva, más justa, más sabia, convertirá a todas las patrias en una sola patria, grande, hermosa, buena: la patria de los seres humanos; la patria del hombre y de la mujer, con una sola bandera: la de la fraternidad universal.
Saludemos, compañeros de fatigas y de ideales, a la Revolución mexicana. Saludemos esa epopeya sublime del peón convertido en hombre libre por la rebeldía, y pongamos todo lo que esté de nuestra parte, nuestro dinero, nuestro talento, nuestra energía, nuestra buena voluntad, y si necesario es que sacrifiquemos nuestro bienestar, nuestra libertad y aun nuestra vida para que esa Revolución no termine con el encumbramiento de ningún hombre al Poder, sino que, siguiendo su curso reivindicador, termine con la abolición del derecho de propiedad privada y la muerte del principio de autoridad; porque mientras haya hombres que poseen y hombres que nada tienen el bienestar y la libertad serán un sueño, continuarán existiendo tan sólo como una bella ilusión jamás realizada.
La Revolución no debe ser el medio de que se valgan los malvados para encumbrarse, sino el movimiento justiciero que dé muerte a la miseria y a la tiranía, cosas que no mueren eligiendo gobernantes, sino acabando con el llamado derecho de propiedad privada. Este derecho es la causa de todos los males que sufre la humanidad. No hay que buscar el origen de nuestros males en otra cosa, pues por el derecho de propiedad hay Gobierno y hay sacerdotes. El Gobierno es el encargado de ver que los ricos no sean despojados por los pobres, y los sacerdotes no tienen otra misión que infundir en los pechos proletarios la paciencia, la resignación y el temor de Dios, para que no piensen jamás en rebelarse contra sus tiranos y explotadores.
El Partido Liberal Mexicano —unión obrera revolucionaria— comprende que la libertad y el bienestar son imposibles mientras existan el Capital, la Autoridad y el Clero, y a la muerte de estos tres monstruos o de ese monstruo de tres cabezas, tienden todos sus esfuerzos, y a la propaganda y a la acción de los miembros de este Partido se debe el hecho de que no hay un gobierno estable en México, esto es, que no se fortalezca una nueva tiranía. No queremos ricos, no queremos gobernantes ni sacerdotes; no queremos bribones que exploten las fuerzas de los trabajadores; no queremos bandidos que sostengan con la ley a esos bribones, ni malvados que en nombre de cualquier religión hagan del pobre un cordero que se deje devorar de los lobos sin resistencia y sin protesta.
Aquellos de vosotros que queráis conocer a fondo por qué lucha el Partido Liberal Mexicano, no tenéis qué hacer otra cosa que leer el Manifiesto de 23 de Septiembre de 1911, promulgado por la Junta Organizadora del Partido.
Así como la guerra europea es un mal necesario, la Revolución mexicana es un bien. Hay sangre, hay lágrimas, hay sacrificios, es cierto; pero ¿qué grande conquista ha sido obtenida entre fiestas y placeres? La libertad es la conquista más grande que puede apetecer un pecho digno, y la libertad sólo se obtiene arrostrando la muerte, la miseria y el calabozo.
Pensar que de otra manera se puede conquistar la libertad, es equivocarse lamentablemente.
Nuestra libertad está en las manos de nuestros opresores: de ahí que no podamos adquirirla sin lucha y sin sacrificio.
¡Adelante! Si en Europa se combate todavía por la patria, esto es, por los ricos, en México se lucha por Tierra y Libertad! ¡Adelante! El momento es solemne. En México el sistema capitalista se derrumba a los golpes de la plebe dignificada, y los clamores de los ricos y los clérigos llegan a Washington a trastornar el seso de ese pobre juguete de la burguesía que se llama Woodrow Wilson,[2] el presidente enano, el funcionario de sainete que, por ironía del Destino, le ha tocado ser actor en una tragedia en la que solamente deberían tomar parte personajes de hierro.
¡Adelante! El remedio está a nuestro alcance. Para acabar con el sistema capitalista no tenemos otra cosa que hacer que poner nuestras manos sobre los bienes que se encuentran en las garras de los ricos y declararlos propiedad de todos, hombres y mujeres. El hombre arriesga su vida por encumbrar a un gobernante, que por más amigo del pobre que se diga ser, nunca lo será más que lo es del rico, ya que su misión es velar porque la ley sea respetada, y la ley ordena que se respete el derecho de propiedad privada o individual. ¿Para qué matarse por tener un gobierno? ¿Por qué no, mejor, sacrificarse por no tener ninguno, con mayor razón cuando el mismo esfuerzo que se hace para quitar a un gobernante y poner otro en su lugar, es el mismo que se necesita para arrancar de las manos de los ricos la riqueza que detentan?
La, expropiación: éste es el remedio; pero debe ser la expropiación para beneficio de todos y no de unos cuantos. La expropiación es la llave de oro que abre las puertas de la libertad, porque la posesión de la riqueza da la independencia económica. El que no necesita alquilar sus brazos para vivir, ése es libre.
¡Adelante! No es posible detenerse y ser simples espectadores del drama formidable. Que cada cual se una a los de su clase: el pobre con el pobre; el rico con el rico, para que cada quien se encuentre con los suyos y en su puesto en la batalla final: la de los pobres contra los ricos; la de los oprimidos contra los opresores; la de los hambrientos contra los hartos, y cuando el humo del último disparo se haya disipado, y del edificio burgués no quede piedra sobre piedra, que el sol alumbre nuestras frentes ennoblecidas y a la tierra le quepa el orgullo de sentirse pisada por hombres y no por rebaños.
Aprendamos algo de nuestros hermanos los revolucionarios expropiadores de México. Ellos no han esperado a que se encarame nadie a la Presidencia de la República para iniciar una era de justicia. Como hombres han destruido todo lo que se oponía a su acción redentora. Revolucionarios de verdad, han hecho pedazos la ley; la ley solapadora de la injusticia; la ley alcahueta del fuerte. Con mano robusta han hecho pedazos las rejas de los presidios y con los barrotes han hundido el cráneo de jueces y cagatintas. Al burgués le han acariciado el pescuezo con la cuerda de los ahorcados, y con gesto heroico, jamás presenciado por los siglos, han puesto la mano sobre la tierra que palpita emocionada al sentirse poseída por hombres libres.
¡Adelante! Que en este momento solemne cada quien cumpla con su deber.
¡Viva la anarquía! ¡Viva el Partido Liberal Mexicano! ¡Viva Tierra y Libertad!»
Regeneración, núm. 207, 9 de octubre de 1915
NOTAS:
[1] Refiérese al revolucionario puertorriqueño Ramón Emeterio Betances (Cabo Rojo, 1827-París, 1898). Presidió el efímero primer gobierno provisional independiente de Puerto Rico (1868) y posteriormente se vinculó a la lucha independentista cubana. Su prosa liberal y emancipadora, en periódicos y novelas, siempre estuvo al servicio del republicanismo, la independencia de todas las Antillas y su repulsión al anexisionismo norteamericano.[2] Woodrow Wilson (1856-1924). Político norteamericano. Profesor de derecho en la Universidad de Princeton, de la que fue rector de 1902 a 1910. Gobernador de Nueva Jersey de 1910 a 1912, año en que fue electo presidente de los Estados Unidos por el Partido Demócrata, habiendo contendido contra Taft. Ocupó el cargo de 1913 a 1917 y fue reelecto para el periodo 1917-1921. Durante su gestión estalló la I Guerra, conflicto al que ingresó Estados Unidos en 1917. Mientras duró la guerra, el gobierno estadounidense desató una dura represión contra las manifestaciones antibelicistas y propició una política xenófoba y antirradical, sustentada en un nacionalismo extremo y en el credo liberal. Terminado el conflicto Wilson desempeñó un papel central formulando sus célebres 14 puntos y proponiendo la formación de la Sociedad de Naciones. En 1919 recibió el premio Nobel de la paz. Se retiró de la política en 1921.Discurso pronunciado en Santa Paula (California) el 4 de julio de 1914
El miedo de la burguesía es la causa de la Intervención
«Camaradas:
Hipocresía, ambición irrefrenable, miedo: éstos son los ingredientes malditos que entran en la composición de ese acto de piratas que se conoce con el nombre de Intervención norteamericana. El atentado de Veracruz[1] no es el acto gallardo del hombre que se interpone entre el verdugo y la víctima, sino el asalto brutal del bandido, llevado a cabo por sorpresa y por la espalda. La invasión de Veracruz por las fuerzas del capitalismo yanqui, no es el asalto audaz a la trinchera, en pleno día y a sangre y fuego, sino el golpe asestado en las tinieblas por un brazo invisible. La mano que clavó en las alturas de la ciudad sorprendida la bandera de las barras y las estrellas no fue la robusta mano del héroe, inspirado en altos ideales, sino la mano temblorosa del negociante, que lo mismo sabe vaciar de un zarpazo los bolsillos del pueblo, como azuzar sus perros contra el mismo pueblo cuando éste muestra poca disposición para ser desvalijado.
El miedo a la bandera roja
La burguesía de los Estados Unidos —y la de todo el mundo— ve con espanto que el trabajador mexicano ha tomado por su cuenta la obra de su emancipación. La burguesía de todos los países no se siente tranquila ante el hermoso ejemplo que el proletariado mexicano está dando desde hace cuatro años, y teme que el ejemplo cunda a todos los países de la Tierra; teme que de un momento a otro, aquí mismo, en los Estados Unidos, así como en Europa y por todas partes, el desheredado enarbole la bandera de la rebelión y, a ejemplo de su hermano el desheredado mexicano, prenda fuego a los palacios de sus señores, tome posesión de la riqueza y arranque la existencia de autoridades y ricos.
El insulto a la bandera
La burguesía de todos los países tiene interés, además, en que México esté poblado por esclavos para que no disminuyan los negocios. Quiere ver al mexicano eternamente encorvado, dejando en el trabajo su sangre, su salud y su porvenir en provecho de sus amos. Éstos son los motivos de la invasión norteamericana. ¡Mentira que el insulto a la bandera de los Estados Unidos haya precipitado la guerra con México![2] Si los ricos y los gobiernos no tuvieran interés en que los explotados de todo el mundo no sigan el ejemplo de los desheredados de México; si el derecho de propiedad privada y el principio de autoridad no bamboleasen en México al empuje de los dignos proletarios rebeldes, no declararían la guerra, así pudiera permanecer eternamente en la bandera estrellada la saliva de Huerta.
Es, pues, el miedo de los grandes de la tierra la causa de la guerra con México: el miedo a que se extienda por todo el mundo el movimiento mexicano, y el miedo a perder, para sus negocios, ese rico filón de oro que se llama México.
La libertad económica
Los hechos desarrollados en México desde hace cuatro años muestran que el desheredado mexicano está levantado en armas con el fin de conquistar, de una vez para siempre, su libertad económica; esto es, la posibilidad de satisfacer todas sus necesidades tanto materiales como intelectuales, tanto las del cuerpo como las del pensamiento, sin necesidad de depender de un amo. La toma de posesión de la tierra y de los instrumentos de labranza, llevada a cabo en distintas: regiones del país por las poblaciones sublevadas, indica que el proletariado mexicano ha empuñado el fusil, no para darse el extraño gusto de echarse encima de los hombros un nuevo gobernante, sino para conquistar la posibilidad de vivir sin depender de nadie, que es lo que debe entenderse por libertad económica.
Acción directa
El capitalismo ríe cuando el trabajador emplea la boleta electoral para conquistar su libertad económica; pero tiembla cuando el trabajador hace pedazos, indignado, las boletas, que sólo sirven para nombrar parásitos, y empuña el rifle para arrancar resueltamente de las manos del rico el bienestar y la libertad. Ríe el capitalismo ante las masas obreras que votan, porque sabe bien que el Gobierno es el instrumento de los que poseen bienes materiales y el natural enemigo de los desheredados, por socialista que sea; pero su risa se torna en convulsión de terror cuando, perdida la confianza y la fe en el paternalismo de los gobiernos, el trabajador endereza el cuerpo, pisotea la ley, tiene confianza en sus puños, rompe sus cadenas y abre, con éstas, el cráneo de las autoridades y los ricos.
Quieren esclavos
Veis, pues, que el capitalismo de todos los países tiene interés en que los trabajadores de otras partes del mundo no tomen ejemplo de los trabajadores mexicanos, y ése es el motivo que los ha empujado a obligar al Gobierno de los Estados Unidos a intervenir en México. Poco importa a los capitalistas el insulto a la bandera de las barras y las estrellas; ellos mismos se ríen de ese trapo; ellos mismos hacen escarnio de ese hilacho, adornando con él las colas de los caballos y de los perros. Lo que a los capitalistas les interesa es que el trabajador mexicano siga trabajando de sol a sol, por un salario de hambre; lo que a los capitalistas les interesa, es que el trabajador mexicano siga encorvado sobre el surco, fecundando con su sudor una tierra que no es suya; lo que a los capitalistas interesa es que haya un Gobierno estable en México que responda, a balazos, las demandas de los trabajadores.
El Gobierno, protector de los ricos
¡Un Gobierno!: eso es todo lo que piden los capitalistas, tanto mexicanos como de todo el mundo, porque ellos saben bien que gobierno es tiranía; porque ellos —los capitalistas– son los verdaderos gobernantes; pues los gobernantes, lo mismo sean presidentes como sean reyes, no son otra cosa que los perros guardianes del Capital.
¿Qué beneficio le viene al pobre con tener un gobierno? ¿Tiene, siquiera, pan, albergue, vestido y educación para sus hijos? ¿Es respetado el pobre por los representantes de la autoridad? Para el pobre, el Gobierno es un verdugo. El pobre tiene que trabajar para pagar contribuciones al Gobierno, y el Gobierno tiene por misión defender los intereses de los ricos. ¿No es esto un contrasentido? El Gobierno tiene gendarmes destinados a velar por los intereses de los ciudadanos; pero ¿qué intereses materiales tiene que perder el pobre? Desengañémonos, trabajadores: los pobres tenemos que pagar para que los bienes de los ricos sean protegidos; somos las víctimas las que tenemos que mantener, con nuestro sudor y nuestros sufrimientos, a los encargados de velar por la seguridad de los bienes de nuestros verdugos, los bienes que en manos de los ricos son el origen de nuestra esclavitud, son la fuente de nuestro infortunio.
Por eso los liberales gritamos: ¡muera todo Gobierno! Y nuestros hermanos, los miembros del Partido Liberal Mexicano, luchan y mueren en los campos de la acción con el propósito de librar al pueblo mexicano de ese monstruo de tres cabezas: Gobierno, Capital, Clero. Y en su acción redentora el esclavo de ayer se enfrenta a sus señores, ya no como el siervo de antes, sino como hombre, con la bomba de dinamita en una mano y tremolando en la otra la bandera roja de Tierra y Libertad.
La explotación
Es que ha llegado el momento de tomar. Pasó, tal vez para no volver jamás, la época de la súplica y del ruego. Ya no piden pan más que los cobardes; los valientes toman. A los que se rompen la cabeza para obtener de sus amos la jornada de ocho horas, se les ve con lástima; los buenos no solamente rechazan la gracia de las ocho horas, sino que rechazan el sistema de salarios, y consecuentes con sus doctrinas,
con la misma mano con que se apoderan de la riqueza que indebidamente retiene el rico, parten el corazón de éste en dos, porque saben que si el burgués sobrevive a su derrota, la derrota se transforma en reacción y la reacción en la amenaza de la Revolución.
Por todo esto la Revolución mexicana es el espectáculo más grandioso que han contemplado las edades. El proletario rebelde hace pedazos la ley, quema los archivos judiciales y de la propiedad: incendia las guaridas de la burguesía y de la autoridad, y con la mano con que antes hacia el signo de la cruz, con la mano que antes se extendía suplicante ante sus señores, con la mano creadora que sólo había servido para amasar la fortuna de sus amos, toma posesión de la tierra y de los instrumentos de trabajo, declarándolo todo, propiedad de todos.
La ruina de la burguesía
Ya comprenderéis, hermanos desheredados, la impresión que este generoso movimiento habrá producido en el ánimo de los burgueses de todo el mundo.
Ellos, que nos quisieran ver agonizantes a las plantas del hacendado y del cacique; ellos, que sueñan con que el país vuelva a estar en las mismas condiciones en que se encontraba bajo el despotismo de Porfirio Díaz. Pero esos tiempos se fueron para no volver jamás. Hoy para cada burgués tenemos un puñal; para cada gobernante tenemos una bomba. Pasaron aquellos tiempos en que el burgués hacía tranquilamente la digestión mientras sus esclavos se arrastraban sobre el surco o se consumían, de anemia y de fatiga, en el fondo de la mina y de la fábrica. Ahora el burgués tiene que franquear las fronteras del país, si no quiere balancear de un poste de telégrafo.
No quieren la guillotina
“Por humanidad, dicen los burgueses, es necesario que los Estados Unidos intervengan en México.” ¡Por humanidad! ¿Quiénes nos hablan de humanidad? Nos hablan de humanidad los chacales carniceros que han bebido la sangre de los pobres. Nos hablan de humanidad los vampiros que no han tenido una mirada de compasión para los pobres. Ellos saben bien que en nuestros hogares no hay lumbre; ellos saben bien que nuestros pequeñuelos tienen hambre; ellos han visto nuestras covachas; ellos se han reído de nuestros andrajos; ellos nos han apartado con el bastón en el paseo para que no les ensuciemos sus vestidos; ellos nos han visto reventar de hambre a la vuelta de una esquina; ellos nos explotan mientras nuestros brazos son fuertes, y nos arrojan a la calle cuando somos viejos; ellos explotan los bracitos de nuestros hijos, imposibilitándolos para ganarse el pan más tarde; ellos conocen todos nuestros sufrimientos, sufrimientos causados por ellos, sufrimientos de los cuales ellos sacan su poder y su riqueza. ¿Cuándo han tenido para los pobres una mirada de lástima siquiera? No, hermanos de infortunio, no es “por humanidad” por lo que los burgueses están urgiendo la intervención; lo que ellos quieren es que se salve el sistema capitalista amenazado hoy de muerte por la acción del proletariado en armas; lo que ellos quieren es salvar sus riquezas y ahorrar a la guillotina el trabajo de cortarles el pescuezo.
Tierra y Libertad o Muerte
Pero todos los esfuerzos de la arrogante burguesía resultarán inútiles. El trabajador ha levantado la cabeza; el trabajador sabe que entre las dos clases, la de los hambrientos y la de los hartos, la de los pobres y la de los ricos no puede haber paz, no debe haber paz, sino guerra sin tregua, sin cuartel, hasta que la clase trabajadora triunfante haya echado la última paletada de tierra sobre el sepulcro del último burgués y del último representante de la Autoridad, y los hombres redimidos puedan, al fin, darse un abrazo de hermanos y de iguales.
Nuestros mártires
A luchar por ese principio, un grupo de trabajadores se dirigía a México en septiembre del año pasado. Sabéis bien quiénes eran: Rangel, Alzalde, Lomas, Rincón, Cisneros y otros más. No eran carrancistas, ni villistas, ni huertistas, eran soldados de la Revolución Social. No iban a México para encumbrar a nadie en la presidencia de la República, sino a arrancar de las manos de los ricos la tierra, la maquinaria, las casas, los medios de transportación y a poner toda esa riqueza en las manos de los pobres. Son pues, nuestros hermanos de clase, son pobres como nosotros y por los pobres iban a arriesgar contentos su vida; por los trabajadores iban a ofrecer su sangre y su inteligencia.
En su marcha para México, fueron atacados cobardemente por fuerzas del estado de Texas, muriendo el compañero Silvestre Lomas. Nuestros hermanos hicieron prisioneros a sus asaltantes y continuaron su marcha hacia el Sur. Por la noche, uno de los prisioneros, Candelario Ortiz, que era empleado de policía de Texas, al pretender desarmar al compañero José Guerra[3] fue muerto por éste. Poco después una numerosa fuerza de esbirros norteamericanos arrestaba a los dignos trabajadores, y al hacer el arresto, otro de los nuestros, Juan Rincón, fue muerto alevosamente por los asaltantes. De entonces acá, los catorce trabajadores arrestados están sufriendo en los calabozos de Texas. Multitudes de norteamericanos salvajes han pretendido lincharlos; en los calabozos se les maltrata, se les ultraja porque son mexicanos; se les mata de hambre; no se les permite escribir ni a sus familias; no pueden recibir periódicos ni visitas de sus amigos y parientes. Para los ensoberbecidos burgueses norteamericanos, los catorce hombres presos no son catorce héroes de la causa del Trabajo, sino catorce mexicanos despreciables. Todo el odio que el norteamericano patriota siente por nuestra raza lo ha reconcentrado en esos catorce trabajadores, uno de los cuales ha sido sentenciado a pasar el resto de su vida en una penitenciaría de Texas; otros, a pasar largos años de encierro en las Bastillas texanas, mientras que sobre Rangel, Alzalde, Cisneros y otros pesa la amenaza de la pena de muerte.
Cuál es su crimen
El crimen cometido por estos hombres no es la muerte de un esbirro, pues no fueron los presos quienes lo mataron, sino José Guerra, como lo saben muy bien los perseguidores; el crimen cometido por estos hombres es el de dirigirse a México. Ése es el verdadero crimen; el hecho de pretender poner su brazo y su cerebro al servicio de la causa de los desheredados. Ése es el crimen que la burguesía no perdona. Estos hombres se habían hecho el propósito de unir su fuerza a la de sus hermanos que se encuentran luchando contra el Capital y la Autoridad; ellos iban serenos y altivos a destruir todos los privilegios, todos los despotismos, todas las explotaciones; ellos iban a decirles a sus hermanos de miseria:
¡Levantad vuestras frentes, pues si alguien tiene derecho a gozar de la vida, sois vosotros, trabajadores, que todo lo producís con vuestras manos creadoras; y si alguien debe estar en la miseria, es el insolente patrón que os chupa vuestra sangre, es el burgués que nada produce y os roba vuestro trabajo!
Comprendéis, trabajadores, que, para el burgués holgazán, estos hombres son unos bandidos; pero para nosotros, para los que sufrimos miserias y desprecios, ellos son nuestros héroes y nuestros mártires. Para nosotros, los que vivimos en el último peldaño de la escala social, el rico y el gobernante son los bandidos.
La raza proscrita
Es deber de todos los trabajadores salir a la defensa de nuestros presos; y para los que somos de raza mexicana, el deber es doblemente imperioso. Bien sabéis, mexicanos, que en este país nada valemos. La sangre de Antonio Rodríguez todavía no se orea en Rock Springs; está caliente aún el cuerpo de Juan Rincón; está fresca la sepultura de Silvestre Lomas; en las encrucijadas de Texas blanquean las osamentas de los mexicanos; en los bosques de Louisiana, los musgos adornan los esqueletos de los mexicanos. ¿No sabéis cuántas veces ha recibido el trabajador mexicano un balazo en mitad del pecho al ir a cobrar su salario a un patrón norteamericano? ¿No habéis oído que en Texas —y en otros estados de este país— está prohibido que el mexicano viaje en los carros de los hombres de piel blanca? En las fondas, en los hoteles, en las barberías, en las playas de moda, no se admite a los mexicanos, En Texas se excluye de las escuelas a los niños mexicanos. En determinados salones de espectáculos hay lugares destinados para los mexicanos.
Justicia o rebelión
¿No constituye todo esto un ultraje? ¿Y cómo detener tanto ultraje si permanecemos con los brazos cruzados? Si tenemos vergüenza, ahora es cuando debemos ponernos en pie. Unámonos como un solo hombre para demandar la libertad absoluta de nuestros hermanos presos en Texas; agitemos la opinión; demostremos que sabemos unirnos enfrente de la injusticia y de la tiranía, y si a pesar de nuestros esfuerzos y de demostrar su inocencia, no se pone en libertad a nuestros hermanos, levantémonos en armas, que es preferible morir a arrastrar una vida de humillaciones y de vergüenza. Si no se hace justicia a los nuestros, enarbolemos la bandera roja aquí mismo y hagámonos justicia con nuestras propias manos. Acción reclaman los tiempos que corremos; pero no la acción de poner en tierra las rodillas y elevar los ojos al cielo, sino la acción viril, que tiene como compañeras la dinamita y la metralla.
Hay que hacer entender a los perseguidores que si el verdugo pone la cuerda de la horca en el cuello de Rangel y compañeros, nosotros, los trabajadores, pondremos nuestras manos en el cuello de los burgueses. ¡Ahora o nunca!; ésta es la oportunidad que se nos presenta para detener esa serie de infamias que se cometen en este país en las personas de nuestra raza por el único delito de ser mexicanos y pobres, pues hasta hoy no se ha visto que un burgués mexicano haya sido atropellado. Es contra nosotros los pobres, contra los trabajadores contra quienes se comete toda clase de atentados. Unámonos todos los desheredados resueltos a ser respetados o a morir, Y gritemos a la burguesía ensoberbecida: ¡justicia o rebelión! ¡Viva Tierra y Libertad!»
Regeneración, núm. 195, 11 de julio de 1914
NOTAS:
[1] Refiérese a la invasión y ocupación del puerto de Veracruz por fuerzas norteamericanas el 21 de abril de 1914, misma que terminó el 23 de noviembre del mismo año.[2] Refiérese al incidente suscitado el 9 de abril de 1914 en el Puerto de Tampico, Tamps., cuando 9 marinos norteamericanos armados desembarcaron de un bote en el que ondeaba la bandera norteamericana. Fueron arrestados y posteriormente liberados. El gobierno de Woodrow Wilson exigió, a través del almirante Henry T. Mayo, que como desagravio se rindieran honores a la bandera norteamericana izándola en el puerto y saludándola con 21 cañonazos. Las autoridades mexicanas, a través del general federal Morelos Zaragoza, se negaron a dicho saludo.[3] José Guerra. Hijo de Calixto Guerra. En los primeros días de 1913, fue enviado a Morelos para entrevistarse con Emiliano Zapata y llevarle saludos del plm. Llega a la ciudad de México el 9 de febrero, el día que estalla el cuartelazo militar contra Madero que culmina con golpe de Estado de Victoriano Huerta. Guerra se entrevista con Modesta Abascal, que tiene contacto con los zapatistas. Tras ser arrestado y liberado por felicistas, se encuentra en Tlalpan con el jefe zapatista Francisco B. Pacheco. Acompañado por Fabián Padilla viaja a Morelos. El 2 de marzo se entrevista con Zapata y Manuel Palafox. La discusión se centra en dos puntos: la caracterización de Pascual Orozco, enfrentado a los liberales pero con quien todavía tienen alianza los zapatistas, y las propuestas del plm. La crónica de su viaje a Morelos se publica en Regeneración el 26 de julio de 1913. En su reporte, describe entusiasmado el radicalismo zapatista, que le parece encarna en los hechos los planteamientos de la revolución económica que propone el plm, así como su desprecio por los políticos. A su paso por México, Guerra envía a Paula Carmona, compañera de efm, un voluminoso sobre con las cartas de Zapata para rfm, que confisca Francisco Moncaleano, que en esos momentos está intentando apoderarse de Regeneración, por lo que los documentos nunca llegan a manos de la joplm. Pocas semanas después de la estancia de Guerra en Morelos, arriba José María Rangel. Emiliano Zapata le propone que la joplm se traslade a Morelos y allí continúe con la publicación de Regeneración. Guerra forma parte de la guerrilla de doce hombres comandada por José María Rangel que intenta internarse en México en septiembre del mismo año. El día 11, tres rangers de Texas cazan y ajustician a Silvestre Lomas, quien vigilaba el campamento. Tras ser capturados los agresores, Guerra ordena la ejecución del ranger Candelario Ortiz. El día 13 tienen otro enfrentamiento con rangers texanos en Carrizo Springs, en el que muere Juan Rincón, y son hechos prisioneros Rangel y otros liberales. Guerra desaparece. Corren dos versiones, que fue muerto en el enfrentamiento, aunque su cadáver no apareció o que logró escapar, internarse en México y unirse a una partida revolucionaria.Discurso pronunciado en Texas el 31 de mayo de 1914
La Intervención y los presos de Texas
Discurso pronunciado en el mitin celebrado bajo los auspicios del Comité de Defensa de los compañeros presos en Texas, la tarde del 31 de mayo en el Y. P. S. L. Hall (Salón de la Liga de Jóvenes Socialistas).
«Que resuene esta vez mi palabra como una condenación a los poderosos de la Tierra; que se levante airada y sin miedo para anunciar a los verdugos de los pueblos que hay una voluntad más grande que las de los tiranos, que hay una fuerza más poderosa que el puño del déspota, y que esa voluntad y esa fuerza residen en nosotros, en los de abajo, entre los despreciados por los mismos que nos explotan, entre los que con nuestras manos y nuestra inteligencia fabricamos los edificios y con nuestro sudor y nuestra sangre cultivamos los campos, tendemos la vía férrea, horadamos los túneles, arrancamos del seno de la tierra los metales útiles, y que, cuando la desesperación llena nuestros pechos, con las mismas manos que creamos la riqueza, levantamos la barricada y disparamos el fusil.
La necesidad del momento es la verdad y el valor. Hay que decir la verdad, cueste lo que cueste: si las fuerzas norteamericanas han clavado en un costado de México la bandera de las barras y las estrellas, no ha sido para satisfacer un alto anhelo de humanidad y de justicia.
Esa bandera ha sido clavada en Veracruz como un puñal en el pecho de la justicia; esa bandera no ha aparecido en aquellas playas como símbolo luminoso de la civilización y de la cultura, sino el trapo negro con que el crimen se cubre la cara para vaciar los bolsillos de la víctima; esa bandera es la careta de los grandes bandidos de la industria, del comercio y de las finanzas de todos los países que tienen interés en que el trabajador mexicano sea el esclavo de los aventureros de todo el mundo; esa bandera es puñal y es látigo, es cadena y es horca; no brilla como una insignia de redención y de progreso, sino que flota el aire como un sudario mecido en la noche por el soplo de la muerte.
Porque, ¿en virtud de qué noble impulso llegó ese trapo a las playas de México? ¿Qué brisa amable lo arrastró hacia aquellas tierras? ¿Qué gallarda idea representa encima de una ciudad cogida por sorpresa?
El miedo y la codicia: esto es lo que hay en el fondo de este sainete, que puede terminar en tragedia.
El miedo que todos los opresores y todos los explotadores de la humanidad sienten ante el despertar inequívoco de las masas esclavas que forcejean por romper sus cadenas.
Si la Revolución mexicana fuera un movimiento que tuviera por objeto quitar a un presidente para poner a otro en su lugar, reirían los verdugos del pueblo, porque tal movimiento no les perjudicaría, pues quedaría intacto el sistema social y político que les permite hacerse ricos y poderosos a costa del sufrimiento de los trabajadores; pero no es eso lo que ocurre en México.
Ante los ojos espantados de la burguesía internacional, y de los gobiernos, se desarrolla en aquel hermoso país uno de los dramas más emocionantes y sublimes de la historia de los pueblos.
Allí se disputa, arma al brazo, el derecho que todo ser humano tiene de vivir; allí el trabajador hace pedazos los títulos de propiedad de los ricos, y mostrando las manos al mundo que contempla, asombrado, lo que la tradición y la ley llaman sacrilegio, lanza este grito heroico:
¡No más títulos sancionados por la ley; de hoy en adelante, para vivir y gozar de la riqueza, no habrá más títulos de propiedad que los callos de las manos!
La burguesía internacional y los gobiernos todos temen que la chispa que arde en México sea el principio del formidable incendio, que, tarde o temprano, hará del mundo una sola llama, que reducirá a cenizas el sistema capitalista cuando el trabajador deje caer la herramienta que sólo le sirve para enriquecer al patrón, y enarbole el pendón de Tierra y Libertad.
Porque el ejemplo es contagioso: el hambriento de los Estados Unidos, el paria francés, el esclavo ruso, el siervo inglés, el desheredado de todos los países pueden tomar lección de su hermano mexicano, y emprendiendo por su cuenta la obra de su libertad y de su bienestar, aplique la tea y la dinamita al poder político y al poder del dinero, único medio que le queda al pobre para deshacerse de sus verdugos.
El miedo y la codicia fueron las manos temblorosas que llevaron a México la bandera de las barras y las estrellas; el miedo que los opresores y los explotadores de todo el mundo tienen de que sus respectivos rebaños imiten al trabajador mexicano y hagan ondear, en todos los países, la bandera roja de Tierra y Libertad; el miedo de que posesionado de la tierra el trabajador mexicano, y libre, por ese solo hecho, se niegue a alquilar sus brazos para enriquecer parásitos.
No fueron a México las fuerzas norteamericanas en nombre de la civilización y de la humanidad: esas fuerzas fueron a asesinar mexicanos en provecho de los bandidos del dinero y del principio de autoridad.
Esas fuerzas han sido empujadas por el capitalismo para matar a los trabajadores que no quieren más amos, que quieren ser libres, que ya no suplican, que no piden más, y que resueltos, altivos y viriles, arrancan del pecho del rico el negro corazón, que nunca se contrajo frente al dolor de los humildes.
Tal es el motivo de la intervención, y en esa negra página de política internacional, como la serpiente que se desliza sin ruido entre la yerba, para morder el talón de su víctima, se arrastran dos reptiles, a quienes hay que aplastar a tiempo: Villa y Carranza, dos engendros de Judas.
El plan fraguado en la sombra es sencillísimo: con la ayuda de las fuerzas norteamericanas, Villa y Carranza podrán llegar a la ciudad de México, sentarse en el poder, y entregar atado de pies y manos al trabajador mexicano a la explotación capitalista.
La amenaza de las fuerzas norteamericanas a la ciudad de México, por el camino de Veracruz, no es otra cosa que un juego militar que tiene por objeto entretener, por ese lado, las fuerzas mexicanas que se oponen a la invasión, mientras Carranza y Villa pueden avanzar sin gran tropiezo hacia el corazón del país.
Santa Anna murió, pero reencarnó en dos bandidos: Carranza y Villa. Éstos son los hombres que invitan al capitalismo norteamericano a invadir a México; éstos son los buitres que esperan que las armas norteamericanas den el tiro de gracia a la libertad de los mexicanos, para sentarse a devorar el cadáver.
Sin el consentimiento de Villa y Carranza, el capitalismo norteamericano no se habría atrevido a invadir el territorio mexicano, y esta lección, como tantas otras, debería servir a los trabajadores para no confiar a nadie la resolución de sus asuntos; pues mientras los proletarios, sordos a la voz de la razón, ciegos a la luz de la experiencia, encarguen a uno o varios individuos la misión de darles su libertad, y hacer su felicidad, las cadenas de la esclavitud seguirían siendo el premio a su buena fe y a su confianza.
Los proletarios que siguen a Carranza y a Villa no los siguen, ciertamente, por darse el gusto de cambiar de amos, ni por permitirse el lujo de cambiar de yugo, sino que en su sencillez creen todavía que alguien puede darles la libertad y el bienestar, cuando, oídlo bien, proletarios, la libertad no es un bien que se regala, sino una conquista de los oprimidos alcanzada por ellos mismos, y la libertad, entendedlo bien, ni existe, no puede existir lado a lado de la miseria, sino que es un producto directo, lógico, natural, de este hecho: la satisfacción de todas las necesidades humanas, sin depender de nadie para lograrlas.
El hombre es libre, verdaderamente libre, cuando no necesita alquilar sus brazos a nadie para poder llevarse a la boca un pedazo de pan, y esta libertad se consigue solamente de un modo: tomando resueltamente, sin miedo, la tierra, la maquinaria y los medios de transporte para que sean propiedad de todos, hombres y mujeres.
Esto no se conseguirá encumbrando a nadie a la presidencia de la República; pues el gobierno, —cualquiera que sea su forma? republicana o monárquica—, no puede estar jamás del lado del pueblo.
El Gobierno tiene por misión cuidar los intereses de los ricos. En miles de años no se ha dado un solo caso en que un Gobierno haya puesto la mano sobre los bienes de los ricos para entregarlos a los pobres. Por el contrario, dondequiera se ha visto y se ve que el Gobierno hace uso de la fuerza para reprimir cualquier intento del pobre para obtener una mejora en su situación.
Acordaos de Río Blanco,[1] acordaos de Cananea,[2] donde las balas de los soldados del gobierno ahogaron, en las gargantas de los proletarios, las voces que pedían pan; acordaos de Papantla,[3] acordaos de Juchitán,[4] acordaos del Yaqui,[5] donde la metralla y la fusilería del gobierno diezmaron a los enérgicos habitantes que se negaban a entregar a los ricos las tierras que les daban la subsistencia.
Esto debe serviros de experiencia para no confiar a nadie la obra de vuestra libertad y vuestro bienestar.
Aprended de los nobles proletarios del sur de México. Ellos no esperan a que se encumbre un nuevo tirano para que les mitigue el hambre. Valerosos y altivos, no piden: toman.
Ante la compañera y los niños que piden pan, no esperan que un Carranza o un Villa suban a la presidencia y les dé lo que necesitan, sino que, valerosos y altivos, con el fusil en la mano, entre el estruendo del combate y el resplandor del incendio, arrancan a la burguesía orgullosa la vida y la riqueza.
Ellos no esperan a que un caudillo se encarame para que se les dé de comer: inteligentes y dignos, destruyen los títulos de propiedad, echan abajo los cercados y ponen la fecunda mano sobre la tierra libre.
Pedir es de cobardes; tomar es obra de hombres. De rodillas se puede llegar a la muerte, no a la vida. ¡Pongámonos de pie!
Pongámonos de pie, y con la pala que ahora sirve para amontonar el oro a nuestros patrones, abramos su cráneo en dos, y con la hoz que troncha débiles espigas cortemos las cabezas de burgueses y tiranos. Y sobre los escombros de un sistema maldito, clavemos nuestra bandera, la bandera de los pobres, al grito formidable de ¡Tierra y Libertad!
Ya no elevemos a nadie; ¡subamos todos! Ya no colguemos medallas ni cruces del pecho de nuestros jefes; si ellos quieren tener adornos, adornémoslos a puñaladas.
Quienquiera que esté una pulgada arriba de nosotros es un tirano: ¡derribémosle!
Ha sonado la hora de la justicia, y al antiguo grito, terror de los burgueses: ¡la bolsa o la vida!, Sustituyámoslo por éste: ¡la bolsa y la vida!
Porque si dejamos con vida a un solo burgués, él sabrá arreglárselas de modo de ponernos tarde o temprano otra vez el pie en el pescuezo.
A poner en práctica ideales de suprema justicia, los ideales del Partido Liberal Mexicano, un grupo de trabajadores emprendió la marcha un día del mes de septiembre del año pasado, en territorio del estado de Texas.
Esos hombres llevaban una gran misión.
Corrompido por la ambición de los jefes, el movimiento revolucionario del Norte, iban bien abastecido de ideas generosas a inyectar nueva savia al espíritu de rebeldía que en esa región degenera rápidamente en espíritu de disciplina y de subordinación hacia los jefes.
Esos hombres iban a establecer un lazo de unión entre los elementos revolucionarios del sur y del centro de México, y los elementos que se han conservado puros en el norte.
Bien sabéis la suerte que corrieron esos trabajadores: dos de ellos, Juan Rincón y Silvestre Lomas, cayeron muertos a los disparos de los esbirros del estado de Texas, antes de llegar a México, y el resto, Rangel, Alzalde, Cisneros y once más, se encuentran presos en aquel estado, sentenciados unos a largas penas penitenciarias, otros de ellos a pasar su vida en el presidio, mientras sobre Rangel, Alzalde, Cisneros y otros va a caer la pena de muerte.
Todos estos trabajadores honrados son inocentes del delito que se les imputa. Sucedió que una noche, en su peregrinación hacia México, resultó muerto un shériff texano llamado Candelario Ortiz, y se descarga la culpabilidad de esa muerte sobre los catorce revolucionarios.
¿Quién presenció el hecho? ¡Nadie! Nuestros compañeros se hallaban a gran distancia de donde se encontró el cadáver del esbirro. Sin embargo, sobre ellos se trata de echar la responsabilidad de la muerte de un perro del Capital, por la sencilla razón de que nuestros hermanos presos en Texas son pobres y son rebeldes.
Basta con que ellos sean miembros de la clase trabajadora y que hayan tenido la intención de cruzar la frontera, para luchar por los intereses de su clase, para que el capitalismo norteamericano se les eche encima tratando de vengar en ellos la pérdida de sus negocios en México.
Si nuestros compañeros fueran carrancistas o villistas; si ellos hubieran tenido la intención de ir a México a poner en la silla presidencial a Villa o Carranza, para que éstos dieran negocio a los norteamericanos, nada se les habría hecho, y antes bien las mismas autoridades norteamericanas les habrían protegido; pero como son hombres dignos que quieren ver completamente libre al trabajador mexicano, la burguesía norteamericana descarga sus iras sobre ellos y pide la pena de muerte, como una compensación a los prejuicios que está sufriendo en sus negocios por la revolución de los proletarios.
En cambio, los asesinos de Rincón[6] y de Lomas[7] están libres. La misma burguesía norteamericana, que pide la muerte de Rangel y compañeros, colma de honores y de distinciones a los felones que arrancaron la vida de dos hombres honrados.
He aquí, proletarios, lo que es la justicia burguesa. El trabajador puede morir como un perro; ¡pero no toquéis a un esbirro!
Aquí y donde quiera el trabajador no vale nada; ¡los que valen son los que nada hacen!
Las abejas dan muerte a los zánganos de la colmena que comen, pero no producen; los humanos, menos inteligentes que las abejas, dan muerte a los trabajadores, que todo lo producen, para que los burgueses, los gobernantes, los polizontes y los soldados, que son los zánganos de la colmena social, puedan vivir a sus anchas, sin producir nada útil.
Ésa es la justicia burguesa; ésa es la maldita justicia que los revolucionarios tenemos que destruir, pésele a quien le pese y caiga quien cayere.
Mexicanos: el momento es solemne. Ha llegado el instante de contarnos: somos millones, nuestros verdugos son unos cuantos. Disputemos de las manos de la justicia capitalista a nuestros hermanos presos en Texas. No permitamos que la mano del verdugo ponga en sus nobles cuellos la cuerda de la horca. Contribuyamos con dinero para los gastos de la defensa de esos mártires; agitemos la opinión en su favor.
Basta ya de crímenes cometidos en personas de nuestra raza. Las cenizas de Antonio Rodríguez[8] no han sido esparcidas todavía por el viento; en las llanuras texanas se orea la sangre de los mexicanos asesinados por los salvajes de piel blanca.
Que se levante nuestro brazo para impedir el nuevo crimen que en la sombra prepara la burguesía norteamericana contra Rangel y compañeros.
Mexicanos: si tenéis sangre en las arterias, uníos para salvar a nuestros hermanos presos en Texas. Al salvarlos no salvaréis a Rangel, a Alzalde, a Cisneros y demás trabajadores: os salváis vosotros mismos, porque vuestra acción servirá para que se os respete.
¿Quién de vosotros no ha recibido un ultraje en este país, por el solo hecho de ser mexicano? ¿Quién de vosotros no ha oído relatar los crímenes que a diario se cometen en personas de nuestra raza? ¿No sabéis que en el sur de este país no se permite que el mexicano se siente, en la fonda, al lado del norteamericano? ¿No habéis entrado a una barbería donde se os ha dicho, mirándoos de arriba abajo: aquí no se sirve a los mexicanos? ¿No sabéis que los presidios de los Estados Unidos están llenos de mexicanos? ¿Y habéis contado, siquiera, el número de mexicanos que han subido a la horca en este país o han perecido quemados por brutales multitudes de gente blanca?
Si sabéis todo eso, ayudad a salvar a vuestros hermanos de raza presos en Texas. Contribuyamos con nuestro dinero y nuestro cerebro a salvarlos; agitemos en su favor; declarémonos en huelga por un día como una demostración de protesta contra la persecución de aquellos mártires, y si ni protestas, ni defensas legales valen; si ni la agitación y la huelga producen el efecto deseado de poner a los catorce prisioneros en absoluta libertad, entonces insurreccionémonos, levantémonos en armas y a la injusticia respondamos con la barricada y la dinamita.
Contémonos: ¡somos millones!
¡Viva Tierra y Libertad!»
Regeneración, núm. 192, 13 de junio de 1914
NOTAS:
[1] Refiérese a las huelgas textiles de 1907. En junio de 1906, los obreros del cantón de Orizaba constituyeron el Gran Círculo de Obreros Libres. Contando con el apoyo de obreros textiles de Puebla, Tlaxcala y el Distrito Federal, el 3 diciembre se declararon en huelga, demandando aumento salarial y reducción de la jornada laboral, principalmente. Ante el cierre de fábricas Porfirio Díaz fungió como mediador en el conflicto y el 5 de enero de 1907 otorgó su fallo favorable a los patrones agrupados en el Centro Industrial Mexicano. Los trabajadores de Santa Rosa, Nogales, Río Blanco, Cerritos y Cocolapan, los que en la fecha acordada para la reanudación de labores el 7 de enero se negaron a ingresar a las fábricas. En Río Blanco, se suscitó un motín, la represión del mismo corrió por cuenta del 13o. batallón de rurales. La huelga en Río Blanco terminó el 11 de enero, pero algunas fábricas en la región de Tlaxacala y Puebla reanudaron labores semanas después. Entre los dirigentes del Gran Circulo de Obreros Libres, promotora de las huelgas, se encontraban José Neyra, Juan Olivares, Porfirio Meneses y Anastacio Guerrero, todos ellos miembros del plm.[2] Efectuada del 1 al 4 de junio de 1906 por trabajadores de la Cananea Consolidated Copper Co., propiedad de William Cornell Greene. Impulsada por la Unión Liberal Humanidad y el Club Liberal de Cananea, a causa de los malos tratos prodigados a los trabajadores, los bajos salarios y la discriminación contra obreros mexicanos. La huelga fue reprimida, a petición de Greene y del gobernador Rafael Izábal, por rurales mexicanos y rangers de Arizona. Los principales promotores de la huelga, Manuel M. Diéguez, Esteban Baca Calderón y Francisco Ibarra, fueron encarcelados y posteriormente remitidos al presidio de San Juan de Ulúa.[3] Refiérerse a las rebeliones de los totonacos de la región de Papantla, Ver. Entre los años de 1887-1896, se suscitaron diversos alzamientos en contra de la división de las tierras comunales y el cobro excesivo de impuestos.[4] Refiérese a la rebelión de zapotecos y zoques, iniciada en abril de 1881 y dirigida por el juchiteco Ignacio Nicolás a Mexu Chele. Las cuestiones de tierras y salinas, el impuesto de capitación y la imposición de autoridades municipales, se encuentran entre las causas que la provocaron. Al año siguiente la represión encabezada por el jefe político del distrito de Juchitán, Francisco León logró someterla. Los alzados fueron desterrados a Valle Nacional, Oax. y a Quintana Roo.[5] Refiérese a la campaña federal en contra de la tribu yaqui, a partir de 1875, que tuvo por objetivo el despojo de las tierras ocupadas por dicha etnia en los márgenes de los ríos Yaqui y Mayo. La campaña fue oficialmente terminada en 1902. Los yaquis prisioneros, rebeldes o no, fueron deportados a Valle Nacional y a las selvas de Quintana Roo. Los brotes insurreccionales continuaron en 1929, cuando la Fuerza Aérea utilizó los bombardeos para someterlos.[6] Refiérese a Juan Rincón Jr., San Gabriel, Los Ángeles, Calif. (1911-1913). Hijo de Juan Rincón y Juana S. de Rincón. Miembro del GR de San Gabriel, Calif., en el que también participaban sus padres. En mayo de 1913 se suma al GR Los Rebeldes de Los Ángeles. Juan Rincón se integró en 1913 a la oficina de Reg. y trabajó en su administración; participó muy activamente en las protestas frente a la corte en junio de 1913, cuando rfm, efm, alf y lr fueron sentenciados a una pena de un año cuatro meses de prisión en el penal de McNeill. En varios números de Regeneración de mediados de 1913 aparece un cintillo con una frase firmada por Juan Rincón Jr. que dice: “Los parásitos son los agentes del crimen”. Rincón dejó las oficinas de Regeneración para sumarse al grupo revolucionario de José María Rangel, que intentaba internarse en territorio mexicano en septiembre de 1913. El grupo fue atacado por los rangers de Texas en Carrizo Springs el 13 de septiembre de 1913 y Rincón fue uno de los muertos durante el ataque. Según las crónicas de Regeneración, Rincón fue arteramente asesinado; herido en el estómago, los sheriffs lo dejaron desangrarse mientras pedía agua, la que le fue negada. La semblanza escrita por Antonio de P. Araujo, en ocasión de su sacrificio, así lo describe: “Juan Rincón, hijo, miembro del grupo revolucionario de San Gabriel, California, se alistó en nuestras filas desde antes del comienzo de la Revolución. Aunque esta ocasión fue la primera en que se batía en el terreno de los hechos había consagrado lo mejor de su juventud a la propaganda revolucionaria. En Regeneración trabajó desde que los compañeros Flores Magón, Rivera y Figueroa fueron sentenciados. Y su trabajo fue tan constante y tan dedicado que lo hacía aparecer como un viejo luchador. Contestaba un sinnúmero de cartas y recordamos que durante tres o cuatro meses, él sostuvo la mayor parte de la correspondencia de Regeneración. Disponía de una inteligencia clara y libre de charlatanería al aplicarla a las letras. Juan Rincón era muy joven…”[7] Silvestre Lomas. Minero. Miembro del Club Juárez y Lerdo de Bridgeport, Tex. En 2 de julio de 1909 firma como representante del mismo una carta de protesta por la reelección de Díaz y Corral y 4 puntos más. En abril de 1911, organiza el Grupo Regeneración Luis Rodríguez de Crusher, Okla. En julio de 1913, desde El Paso, Tex., firma la carta de protesta junto José R. Aguilar y Jesús Méndez Rangel, en contra de la actitud de José Francisco Moncaleano frente a algunos miembros del plm. El 11 de septiembre de 1913, catorce hombres bajo el mando de Jesús M. Rangel, buscaron internarse a suelo mexicano desde la frontera texana, cerca del poblado de Carrizo Spring. Ese día tuvieron un altercado con autoridades del condado y tropa norteamericana regular. En la refriega murieron dos de los guerrilleros (Silvestre Lomas y Juan Rincón) y un ayudante del sheriff de apellido Ortiz. Arrestados y enjuiciados por homicidio, fueron condenados a largas condenas. Tanto Rangel como Charles Cline lo fueron a cadena perpetua. Enviados a la cárcel de Huntsville, Texas, permanecieron presos hasta 1924. Del resto de los detenidos, seis más continuaron presos hasta ese año en las granjas penitenciarias de De Walt y Hobly, Texas; dos murieron en prisión y el resto escaparon. Fueron conocidos como “Los mártires de Texas”.[8] Antonio Rodríguez. Mexicano linchado en esa población el 3 de noviembre de 1910, mismo que provocó fuertes protestas en la ciudad de México y otras poblaciones.Discurso pronunciado en Los Ángeles (California) el 14 de febrero de 1914
Orientación de la Revolución Mexicana
Discurso pronunciado la noche del sábado 14 de febrero de 1914 en el Mammoth Hall, en el mitin organizado por el “Centro de Estudios Racionales de la ciudad de Los Ángeles, California.
«Camaradas:
Durante el periodo del Terror, en la Revolución francesa, un reo de buen humor dijo una vez: “La cárcel es un vestido de piedra”;[1] pues bien, amigos míos, yo acabo de quitarme uno de esos vestidos, heme aquí entre vosotros una vez más después de uno de mis acostumbrados viajes al presidio. Me despedí de vosotros como hermano, y como hermano vuelvo a vuestro lado; revolucionario me despedí, y revolucionario vengo; soy el mismo rebelde, y como rebelde os hablo. Escuchad:
Este mitin tiene por objeto explicar que el movimiento mexicano es una verdadera revolución social. Unos cuantos hombres en América, y otros cuantos hombres en Europa, se han impuesto la tarea, nada envidiable ciertamente, de arrojar dudas sobre el carácter del movimiento mexicano, con el fin de que no se preste al Partido Liberal Mexicano el apoyo moral y material que necesita para llevar a buen término su obra de encauzamiento de la Revolución por medio de la palabra, del escrito o del acto.
Movidos por no sé qué baja pasión, esos hombres, que se jactan de ser revolucionarios, propalan, jesuíticamente, unos —porque son cobardes— y francamente otros —porque son cínicos—, que el movimiento mexicano no tiene carácter social, y que es simplemente un movimiento de caudillos que ambicionan el Poder, como lo han sido la mayor parte de los movimientos armados que han tenido por escenario la América Latina, desde la independencia de sus estados hasta nuestros días.
Y bien: ésta es, compañeros, una mentira, una vil y cobarde mentira que no sé por qué no quema los malditos labios que la arrojan. La Revolución Social existe en México, allí vive, allí alienta, allí arde con todos sus horrores y todas sus excelsitudes, porque las revoluciones tienen resplandores de infierno y aureolas de gloria; porque las revoluciones son azote y son beso, lastiman y acarician: son el amor y el odio en conflicto; son la justicia y la arbitrariedad librando el formidable combate del que resultará muerta una de las dos, y del cadáver nacerá la Tiranía, si la Justicia es vencida, o la Libertad, al resultar victoriosa.
La Revolución mexicana no es el resultado del choque de las ambiciones de caudillos que aspiran a la Presidencia de la República; la Revolución mexicana no es Villa, no es Carranza, ni Vázquez Gómez, ni Félix Díaz: estos hombres son la espuma que la ebullición arroja a la superficie. Podéis quitar esa espuma, y subirá otra nueva; y si repetís la operación, nuevas espumas subirán hasta que el contenido del crisol quede libre de impurezas. Ésta es la Revolución mexicana.
La Revolución mexicana no se incubó en los bufetes de los abogados, ni en las oficinas de los banqueros, ni en los cuarteles del Ejército: la Revolución mexicana tuvo su cuna donde la humanidad sufre, en esos depósitos de dolor que se llaman fábricas, en esos abismos de torturas que se llaman minas, en esos ergástulos sombríos que se llaman talleres, en esos presidios que se llaman haciendas. La Revolución mexicana no salió de los palacios de los ricos ni alentó en los pechos cubiertos de seda de los señores de la burguesía, sino que brotó de los jacales y ardió en los pechos curtidos por la intemperie de los hijos del pueblo.
Fue en los campos, en las minas, en las fábricas, en los talleres, en los presidios, en todos los sombríos lugares en que la humanidad sufre, donde el hombre y la mujer, el anciano y el niño tienen que sufrir la brutalidad del amo y la injusticia del Gobierno, donde alentó la Revolución mexicana durante siglos y siglos de humillaciones, de miserias y de tiranías. El periodo de incubación de la Revolución mexicana comienza desde que el primer conquistador arrebató al indio la tierra que cultivaba, el bosque que le surtía de leña y de carne fresca, el agua con que regaba sus sembrados; continuó desarrollándose en esa noche de tres siglos llamada época colonial, en que los ijares del mexicano chorrearon sangre castigados por la espuela del encomendero, del fraile y del virrey, y continuó su curso bajo el Imperio y la República federal, bajo la Dictadura y la República central, bajo el Imperio extranjero de Maximiliano y la República democrática de Juárez, hasta llegar a hacer explosión bajo el dorado despotismo de Porfirio Díaz, en que alcanzó su máximo de horror la odiosa tiranía de cuatro siglos.
Bajo el despotismo de Díaz que duró treinta y cuatro años se acentuaron los males del proletariado. En esta época acabó de perder el pueblo los pocos jirones de libertad y de bienestar que había logrado poner a salvo a través de la tormenta de cuatro siglos de servidumbre; las pocas hectáreas de tierra con que contaban los pueblos para su subsistencia les fueron arrebatadas por los hacendados, y los habitantes de México se vieron obligados a aceptar una de dos cosas: o trabajar para beneficio de sus amos a cambio de una miserable pitanza, o morir de hambre. La miseria se hizo insufrible; la tiranía era cada vez más brutal, y el pueblo comprendió que su miseria y su esclavitud provenían de la circunstancia de encontrarse la tierra en poder de unas cuantas manos, y de que quince millones de seres humanos no tenían un terrón para reclinar la cabeza.
Para dar muerte a esas condiciones de miseria y de tiranía se levantó el pueblo mexicano, decidido a conquistar su libertad económica, y con admirable buen sentido ha comprendido que la garantía de su libertad y de su bienestar debe consistir en la posesión de la tierra por el que la trabaja.
¿No es ésta, compañeros, una revolución social? Y si tuviéramos tiempo para analizar los actos revolucionarios que han tenido lugar en México en estos últimos tres años, veríamos comprobada esta verdad: el pueblo mexicano se ha levantado en armas, no para tener el gusto de echarse encima un nuevo presidente, sino para conquistar por el hierro y por el fuego, Tierra y Libertad.
Tierra y Libertad no son más que palabras, es cierto; pero estas palabras llegan a lo sublime cuando la mano del trabajador rompe la ley, quema los títulos de propiedad, incendia las iglesias, da muerte al burgués, al fraile y al representante de la Autoridad, y con gesto heroico toma posesión de la madre tierra para hacerla libre con su trabajo de hombre libre.
¿Qué otros ejemplos queremos de esta revolución para comprender que es de carácter social? Ejemplos de esta naturaleza se multiplican hasta el infinito: ya es el poblado rebelde, cuyas mujeres toman el arado y el rastrillo para cultivar la tierra conquistada a sangre y fuego, mientras los hombres, rifle en mano, tienen a raya a los soldados del sistema burgués; o bien, los hombres mismos labran la tierra conquistada, llevando cruzado a la espalda el fusil liberador, o, cuando hacer más no se puede, incendian el plantío y la casa del burgués, desbordan las aguas, hacen volar en mil pedazos la fábrica, desploman la mina, destruyen el ferrocarril, paralizando la vida de los negocios por medio de este sabotaje que no se atreve aún a practicar su hermano el trabajador de otros países, demostrando con hechos que esta Revolución no nació en los bufetes de los abogados, ni en las oficinas de los banqueros, sino que es el movimiento espontáneo de la plebe, que se venga de sus verdugos.
Es el movimiento del pobre contra el rico, del hambriento contra el harto, del esclavo contra el amo, llevado a cabo por el único medio, el medio eficaz que tiene que emplear el desheredado de todo el mundo para destruir el sistema actual, y es éste: el fusil, la dinamita y la expropiación.
Para que este movimiento sublime no pierda su carácter social desviado por los caudillos que aspiran la Presidencia, trabajan, sufren y mueren —lanzando el grito de Tierra y Libertad— los miembros del Partido Liberal Mexicano. Centenares de los mejores de los nuestros han perdido la vida en esta prolongada contienda en cumplimiento del sagrado deber de velar por el bienestar y la libertad de la clase trabajadora, y, sin embargo, hay corazones ruines, hay espíritus pequeños que aprovechan toda oportunidad que se les presenta para desfigurar, ante las miradas de los trabajadores de todo el mundo, la verdadera significación de la Revolución mexicana, y cubrir de lodo los sacrificios de los miembros del Partido Liberal Mexicano, cuya historia es una trágica historia de luchas, de dolores, de penalidades, de martirios sufridos con abnegación y con valor para conquistar, para todos, Pan, Tierra y Libertad.
¡Ah! Que hablen los traidores, que la envidia muerda, que la tiranía oprima, asesine y torture; mientras quede un solo liberal en armas temblarán de miedo y de rabia el Capital, la Autoridad y el Clero: la trilogía maldita que palidece cuando a sus oídos llega este grito formidable: “¡Viva Tierra y Libertad!” La trilogía maldita que corre a ocultarse cuando el liberal agita en el bosque, en la sierra, en la ciudad, en el llano, el símbolo bendito de la guerra de clases: la bandera roja. La bandera roja bajo cuyos pliegues están cayendo, heridos de muerte, nuestros hermanos.
¡Arriba, proletarios, y tended vuestras manos a los esclavos que forcejean con la muerte para conquistar la vida! ¡Arriba, hermanos de todo el mundo, y como un solo hombre, demos nuestra inteligencia, nuestro bienestar y nuestro dinero al esclavo, que por fin ha roto sus cadenas y con ellas resquebraja el cráneo del burgués, del sacerdote y del representante de la Autoridad!
Y si alguien se atreve a vituperar la Revolución mexicana, ¡que se alcen todos los puños y obliguen al traidor a tragarse sus hediondas palabras! Y si alguien se atreve a manchar la reputación del Partido Liberal mexicano, ¡aplastadlo, como se aplasta un reptil!
Camaradas: no olvidemos en esta noche de fiesta a los que sufren por defender los principios de Pan, Tierra y Libertad para todos. No olvidemos a Rangel,[2] no olvidemos a Alzalde,[3] no olvidemos a Cisneros,[4] no olvidemos a nuestros hermanos de Texas. Pensemos que mientras nosotros, unidos como hermanos, celebramos esta fiesta del Trabajo, en los calabozos de Texas sufren frío, hambre y maltrato un puñado de los nuestros, cuyo crimen es su deseo ardiente de ver a la humanidad libre y feliz, sin dioses y sin amos. Enviémosles nuestro saludo y nuestro aplauso, y algo mejor que todo esto: enviémosles nuestro dinero para que compren su libertad, porque, camaradas, bien lo sabéis, la justicia burguesa es una prostituta y a las prostitutas se les conquista con oro. Hagamos ese sacrificio: rellenemos de oro el hocico de esa prostituta —la justicia burguesa— para salvar de la horca a los mártires de Texas.[5] Os invito para que, a la hora de abandonar esta sala, depositéis en la mesa que se encuentra a la puerta vuestro óbolo para los mártires de Texas, teniendo presente que cada una de vuestras monedas es parte de la fuerza con que los desheredados tenemos que debilitar la garra ahora prendida a los cuellos de nuestros hermanos, y que éstos, en el fondo de sus calabozos, sentirán en sus corazones la dulzura de vuestra noble acción. Enviad a esos infortunados hermanos un rayo de luz; demostradles que sois solidarios diciendo al enemigo: “¡Atrás, miserable!; no te conformas con exprimirnos la sangre en la sección de ferrocarril, en la mina, en el campo; no te conformas con destruir nuestra salud con tu explotación, sino cuando los mejores de nuestros hermanos marchan a los campos de batalla a luchar por nuestra libertad y nuestro bienestar, te interpones tú y quieres ahorcarlos; ¡atrás, bandido!”
Camaradas: una parte del camino de la redención está andada. Está puesta la primera piedra del edificio del porvenir, y no nos queda otra cosa por hacer que seguir adelante, ¡adelante!, al triunfo o a la derrota, no importa; adelante, aunque en nuestra marcha hacia la Vida tropecemos con la Muerte. ¡Viva Tierra Libertad!»
Regeneración núm. 177, 21 de febrero de 1914
NOTAS:
[1] Victor Hugo en su novela El 93, atribuye esas palabras a Grégoire Jagot, miembro del Comité de Seguridad General, también conocido como “ministerio del Terror”.[2] Jesús Méndez Rangel (a) Jesús María Rangel (18??-1952). Comerciante y militar. Originario del estado de Guanajuato. Emparentado políticamente con el general Trinidad García de la Cadena. El 24 de junio de 1906 organizó el club Melchor Ocampo en Waco, Texas, donde residía. La joplm lo nombró primer comandante de la tercera zona norte. En septiembre de ese mismo año, Rangel llegó a Brownsville, Tex., al mando de una partida de agricultores mexicanos que residían en distintos puntos de Texas, como Alvarado y Marlin en el norte, y Runge y González en el sureste. Al encontrarse resguardada la plaza de Matamoros, Tamps., que pretendía tomar se dirigió a Samfordyce, Tex., para atacar el poblado tamaulipeco de Camargo. Fue arrestado con algunos de sus hombres el 10 de octubre y salió libre en el mes de diciembre de 1906. Fue el segundo de Encarnación Díaz Guerra durante el ataque a Las Vacas, Chihuahua, en junio de 1908. Fue aprehendido en San Antonio, Tex., en agosto de 1909, y junto con Tomás Sarabia Labrada, acusado de bandolerismo. Pasó 18 meses en la penitenciaría de Leavenworth, Kan. En mayo de 1911 organizó una brigada liberal con Eugenio Alzalde, Prisciliano y Benjamín Silva. Hecho prisionero por tropas maderistas, permaneció en la cárcel de la ciudad de México hasta 1913. Antes de regresar a los Estados Unidos viajó al estado de Morelos y se entrevistó con Emiliano Zapata. Después de una breve estancia en Los Ángeles, Calif., marchó a Texas. Bajo el mando de José Guerra, y con un grupo en el que se encontraban Eugenio Alzalde y el wobblie Charles Cline, intentó pasar de nuevo a territorio mexicano. El 11 de septiembre participó en un altercado con los rangers, cerca de Carrizo Spring, Tex., en el que murió un ayudante de sheriff. El grupo fue arrestado. Sentenciado a 99 años, permaneció en prisión hasta el 19 de agosto de 1926. Murió en la ciudad de México en 1952.[3] Eugenio Alzalde (18??-1916). Coahuilense. Miembro del plm radicado en San Antonio, Tex. Participó en los preparativos de los frustrados levantamientos liberales de 1906 y 1908, en Coahuila y Chihuahua, respectivamente. En 1911, formó parte de la guerrilla liberal encabezada por Prisciliano G. Silva. En agosto de ese año, su grupo fue diezmado por las fuerzas maderistas en Chihuahua. Permaneció en la cárcel de Belem en la ciudad de México hasta febrero de 1913, cuando el gobierno de Huerta liberó a los presos políticos del régimen anterior. En compañía de José M. Rangel viajó de esa ciudad al estado de Morelos donde se entrevistaron con Emiliano Zapata. Regresó a los Estados Unidos y organizó con Rangel y Abraham Cisneros un grupo armado que buscó internarse a México. El 11 de septiembre fueron sorprendidos por rangers texanos. En la escaramuza murió un ayudante del sheriff del lugar. Alzalde y sus compañeros fueron arrestados. Condenado a 99 años de prisión, murió asesinado por un guardia en una prisión texana el 2 de septiembre de 1916.[4] José Abraham Cisneros. San Gabriel, Calif. (1911-1913) Miembro del Grupo Regeneración de San Gabriel fundado en febrero de 1911. En su casa se celebró la primera reunión del grupo. En marzo de 1911, con otros miembros de este Grupo Regeneración, se adhiere a la postura del plm que proclama que Francisco I. Madero es un traidor a la causa de la libertad, a raíz de la detención del magonista Prisciliano G. Silva por las fuerzas maderistas en Guadalupe, Chih. Participa en la campaña de recolección de fondos para la defensa de León Cárdenas “el niño mártir”. En noviembre de 1912, junto con otros compañeros del Grupo Regeneración de San Gabriel, se deslinda de Rafael R. Palacios, a quien acusa de intentar sabotear a Regeneración. Envía numerosas aportaciones económicas para el órgano del plm. Uno de los mártires de Texas, a fines de 1923 estaba todavía en la prisión Wynne State Farm, en Huntersville, Texas.[5] Refiérese a los simpatizantes y miembros del plm que intentaron cruzar hacia el lado mexicano de la frontera para sumarse a la lucha armada en septiembre de 1913. Tras un enfrentamiento con rangers texanos, donde resultó muerto Candelario Ortiz, sheriff de Carrizo Springs, Tex., los guerrilleros pelemistas fueron acusados de asesinato y condenados a 99 años de prisión. Entre los procesados destacan Jesús M. Rangel, Charles Cline, Eugenio Alzalde y Abraham Cisneros, Lino González, Domingo R. Rosas, José Ángel Serrato, Miguel Martínez, Jesús González, Leonardo M. Vázquez, Pedro Perales, Lucio Ortiz, José Guerra, Bernardino y Luz Mendoza. El plm emprendió una intensa campaña por la liberación de los que a partir de entonces se denominaron los “mártires de Texas”.Discurso pronunciado en el Burbania Hall el 1 de junio de 1912
México devorado por el capitalismo americano
«Camaradas:
“¡No quiero ser esclavo!”, grita el mexicano, y, tomando el fusil, ofrece al mundo entero el espectáculo grandioso de una verdadera revolución, de una catástrofe social que está sacudiendo hasta los cimientos el negro edificio de la Autoridad y del Clero.
No es la presente la revuelta mezquina del ambicioso que tiene hambre de poder, de riqueza y de mando. Ésta es la revolución de los de abajo; ¡éste es el movimiento del hombre que en las tinieblas de la mina sintió que una idea se sacudía dentro de su cráneo, y gritó “¡Este metal es mío!”; es el movimiento del peón que, encorvado sobre el surco reblandecido con su sudor y con las lágrimas de su infortunio, sintió que se iluminaba su conciencia y gritó: “¡Esta tierra es mía y míos son los frutos que la hago producir!”; es el movimiento del obrero que, al contemplar las telas, los vestidos, las casas, se da cuenta de que todo ha salido de sus manos y exclama emocionado: “¡Esto es mío!”; es el movimiento de los proletarios, es la Revolución Social.
Es la Revolución Social, la que no se hace de arriba para abajo, sino de abajo para arriba; la que tiene que seguir su curso sin necesidad de jefes y a pesar de los jefes; es la revolución del desheredado, que asoma la cabeza en el festín de los hartos, reclamando el derecho de vivir.
No es la revuelta vulgar que termina con el destronamiento de un bandido y la subida al Poder de otro bandido, sino una contienda de vida o muerte entre las dos clases sociales: la de los pobres y la de los ricos, la de los hambrientos contra los satisfechos, la de los proletarios contra los propietarios, cuyo fin será, tengamos fe en ello, la destrucción del sistema capitalista autoritario por el empuje formidable de los valientes que ofrendan sus vidas bajo la bandera roja de ¡Tierra y Libertad!
Y bien: esta lucha sublime, esta guerra santa, que tiene por objeto librar del yugo capitalista al pueblo mexicano, tiene enemigos poderosos que a todo trance y valiéndose de toda clase de medios, quieren poner obstáculos a su desarrollo. La libertad y el bienestar —aspiraciones justísimas de los esclavos mexicanos— son cosas molestas para los tiburones y los buitres del Capital y la Autoridad. Lo que es bueno para el oprimido, es malo para el opresor. El interés de la oveja es diametralmente opuesto al interés del lobo. El bienestar y la libertad del mexicano, de la clase trabajadora, significa la desgracia y la muerte de la explotación y de la tiranía. Por eso cuando el mexicano pone la mano vigorosa sobre la ley para hacerla pedazos, y arranca de las manos de los ricos la tierra y la maquinaria de producción, gritos de terror levantan del campo burgués y autoritario, y se pide que se ahoguen en sangre los esfuerzos generosos de un pueblo que quiere emanciparse.
México ha sido presa de la rapacidad de aventureros de todos los países, que han sentado sus reales en aquella rica y bella tierra, no para beneficiar al proletariado mexicano, como falsamente lo ha asegurado en todo el tiempo el Gobierno, sino para ejercer la explotación más criminal que ha existido sobre la tierra. El mexicano ha visto pasar la tierra, los bosques, las minas, todo, de sus manos a las de los extranjeros, apoyados éstos por la Autoridad, y ahora que el pueblo se hace justicia con su propia mano, desesperado de no encontrarla en ninguna parte; ahora que el pueblo ha comprendido que es por medio de la fuerza y por sí mismo como debe recobrar todo lo que los burgueses de México y de todos los países le han arrebatado; ahora que ha encontrado la solución del problema del hambre; ahora que el horizonte de su porvenir se aclara y cuando sueña con días de ventura, de abundancia y de libertad, la burguesía internacional y los gobiernos de todos los países empujan al Gobierno de los Estados Unidos a intervenir en nuestros propios asuntos, con el pretexto de garantizar la vida y los intereses de los explotadores extranjeros. ¡Esto es un crimen! ¡Ésta es una ofensa a la humanidad, a la civilización, al progreso! ¡Se quiere que quince millones de mexicanos sufran hambre, humillaciones, tiranía, para que un puñado de ladrones vivan satisfechos y felices!
Forman parte de esa intervención la ayuda decidida que el Gobierno de los Estados Unidos está prestando a Francisco I. Madero para sofocar el movimiento revolucionario, permitiendo el paso de tropas federales por territorio de este país para ir a batir a las fuerzas rebeldes,[1] y la persecución escandalosa de que somos objeto los revolucionarios a quienes se nos aplica esa legislación bárbara que lleva el nombre de leyes de neutralidad.
Pues bien: nada ni nadie podrá detener la marcha triunfal del movimiento revolucionario. ¿Quiere paz la burguesía? ¡Pues que se convierta en clase trabajadora! ¿Quieren paz los que la hacen de autoridad? ¡Pues que se quiten las levitas y empuñen, como hombres, el pico y la pala, el arado y el azadón!
Porque mientras haya desigualad; mientras unos trabajan para que otros consuman; mientras existan las palabras burguesía y plebe, no habrá paz: habrá guerra sin cuartel, y nuestra bandera, la bandera roja de la plebe, seguirá desafiando la metralla enemiga sostenida por los bravos que gritan: ¡Viva Tierra y Libertad!
En México han pasado a la historia las revoluciones políticas. Los cazadores de empleos están fuera de su tiempo. Los trabajadores conscientes no quieren más parásitos. Los gobiernos son parásitos: por eso gritamos: “¡Muera el Gobierno!”
Camaradas: saludemos nuestra bandera. Ella no es la bandera de un solo país, sino del proletariado entero. Ella condensa todos los dolores, todos los tormentos, todas las lágrimas, así como todas las cóleras, todas las protestas, todas las rabias de los oprimidos de la tierra. Y esta bandera no encierra sólo dolores y cóleras; ella es el símbolo de risueñas esperanzas para los humildes y encierra todo un mundo nuevo para los rebeldes. En las humildes viviendas, el trabajador acaricia las cabecitas de sus hijos, soñando emocionado en que esas criaturas vivirán una vida mejor que la que él ha vivido; ya no arrastrarán cadenas; ya no tendrá que alquilar sus brazos al burgués ladrón, ni tendrán que respetar las leyes de la clase parasitaria, ni los mandatos de los bribones que se hacen llamar Autoridad. Serán libres, sin el amo, sin el sacerdote, sin la Autoridad; la hidra de tres cabezas que en estos momentos, en México, arrinconada, convulsa de rabia y de terror, todavía tiene garra y colmillos que los libertarios le arrancaremos para siempre.
Ésa es nuestra tarea, hermanos de cadenas; aplastar al monstruo, por el único medio que nos queda: ¡La violencia! ¡La expropiación por el hierro, por el fuego y por la dinamita!
La hipócrita burguesía de los Estados Unidos dice que los mexicanos estamos llevando a cabo una guerra de salvajes. Nos llaman salvajes porque estamos resueltos a no dejar que nos exploten ni los mexicanos ni los extranjeros, y porque no queremos presidentes ni blancos ni prietos. Queremos ser libres, y si un mundo nos detiene en nuestra marcha, un mundo destruiremos para crear otro. Queremos ser libres, si todas las potencias extranjeras se nos echan encima, lucharemos contra todas las potencias como tigres, como leones. Repito, ésta es una lucha de vida o de muerte. Están frente a frente las dos clases sociales: los hambrientos de una parte; de la otra, los hartos, y la contienda terminará cuando una de las dos clases sea aplastada por la otra.
Desheredados: nosotros somos los más; ¡nosotros triunfaremos! ¡Adelante! Nuestros enemigos tiemblan; es necesario ser más exigentes y más audaces; que nadie se cruce de brazos: ¡arriba todos!
Camaradas: nada logrará que los mexicanos se aparten de la lucha: ni la engañifa del político que promete delicias para “después del triunfo”, para que se le ayude a escalar el Poder; ni la amenaza de los esbirros de ese pobre payaso que se llama Francisco I. Madero; ni los aprestos militares de los Estados Unidos. Esta contienda tendrá que ser llevada hasta su fin: la emancipación económica, política y social del pueblo mexicano, cuando hayan desaparecido de aquella bella tierra el burgués y la Autoridad, y ondee, triunfadora, la bandera de Tierra y Libertad. ¡Viva la Revolución Social!»
Regeneración núm. 93, 8 de junio de 1912
NOTAS:
[1] El 7 de junio de 1911, el gobierno del presidente Taft, autoriza el paso de tropas federales mexicanas por territorio norteamericano para ir a batir a las fuerzas rebeldes en Baja California.Discurso pronunciado en memoria de los anarquistas asesinados en Chicago en 1887 el 11 de noviembre de 1911
«Camaradas:
Apóstoles del pacifismo; creyentes de la acción política del proletariado, como el mejor medio para alcanzar la emancipación económica, volved los ojos hacia Chicago, donde cuatro negros zanjones, practicados en la tierra, guardan los restos de cuatro mártires, cuyo silencio es el testimonio elocuente de que la Justicia gemirá encadenada mientras no brille el arma en la mano de cada trabajador, y no hierva en los pechos robustos este formidable sentimiento: ¡Rebeldía!
Los cuatro sepulcros donde duermen Spies, Engel, Fisher y Parsons proclaman esta verdad: “la razón debe armarse”; y esta otra “la violencia contra la violencia”.
No os crucéis de brazos: no pidáis. Pedir es el crimen del humilde: ¡por eso se le mata! Si se os ha de matar por pedir, ¡mejor tomad!
Escuchad lo que os dicen esos cuatro sepulcros: “Aquí guardamos los restos de los mejores de los vuestros. Aquí, en nuestras entrañas sombrías, duermen cuatro hombres generosos que soñaron conquistar el bienestar de la humanidad por la virtud de este solo hecho: cruzarse de brazos en la huelga general”.
Cruzarse de brazos en la huelga pacífica es tanto como tender el pescuezo para que el verdugo descargue el golpe de su hacha. La libertad no se conquista de rodillas, sino de pie, devolviendo golpe por golpe, infiriendo herida por herida, muerte por muerte, humillación por humillación, castigo por castigo. Que corra la sangre a torrente, ya que ella es el precio de su libertad.
¿Qué paso hacia adelante, qué progreso, qué adelanto humano en las relaciones políticas y sociales de los hombres ha tenido éxito sin el grito de rabia de los oprimidos, sin el grito de cólera de los opresores, sin el derramamiento generoso de sangre, sin el incendio reduciendo a cenizas cosas e instituciones, sin la catástrofe que bajo sus escombros sepulta cadenas, cetros y altares?
¿De qué se trata? ¿o se trata de destruir, de aniquilar un sistema que está en pugna abierta con la Naturaleza? Pues bien, el sistema no puede ser destruido cruzándonos de brazos. Mejor que solicitar del enemigo un favor, ¡aplastémoslo! La burguesía nunca ha de dar. Si un movimiento contra ella toma proporciones que constituyan una amenaza, por pacífico que sea ese movimiento, por tranquila y serenamente que sea conducida la contienda, cuando ésta amenace llegar a un punto en que —aun por el mero cruzamiento de brazos puedan caer en los bolsillos de los proletarios unas cuantas monedas más o se disminuya en unos cuantos minutos de duración la jornada de trabajo— la burguesía, de acuerdo con el Gobierno, fabricará un proceso y las cabezas de los más dignos de nuestros hermanos caerán por tierra a los golpes de las hachas de los verdugos. ¡Eso fue lo que pasó en Chicago el 11 de noviembre de 1887!
Mexicanos: ni nos crucemos de brazos ni nos conformemos con mejoras. ¡Todo o nada! ¡Tierra y Libertad, o muerte! ¡Ser o no ser! La huelga ha pasado de moda: ¡viva la expropiación! ¡Viva la bandera roja de los libertarios de México!
Por el hierro y por el fuego debe ser exterminado lo que por el hierro y por el fuego se sostiene. La fuerza es el derecho de los hartos: ¡pues que sea la fuerza el derecho de los hambrientos! Así hablan los rebeldes que en estos momentos, en México, hacen pedazos las leyes solapadoras de los crímenes de los de arriba, incendian los archivos en que duermen los papelotes que amparan el robo de los ricos, ejecutan a las autoridades defensoras del privilegio y ponen la reata en el pescuezo de los que hasta ayer fueron los amos de los pobres, y gritan al pueblo: “Eres libre; organiza por ti mismo la producción y sé feliz, tanto cuanto puedas”.
¿Qué es esto, crimen? No: ¡es justicia a secas! Es la justicia que, por ser justicia, no está escrita en leyes. Es la justicia soñada por la especie humana desde que aparecieron entre los pueblos estos tres bandidos: “El que dijo: Esto es mío; el que gritó: ¡Obedecedme!, y el que, alzando los ojos al cielo, balbuceó hipócritamente: Soy el ministro de Dios”.
Es la justicia, cuyo sentimiento purísimo hace que el corazón se oprima de indignación al ver cómo en las grandes casas de los que nada hacen existe la abundancia, y cómo en las casitas de los que todo lo hacen existe la miseria. Esto es: los bandidos, arriba, gozando cuanto placer puede imaginarse, mientras los trabajadores, los que sudan, los que se sacrifican bajo los rayos del sol, entre las tinieblas de las mina, en esos presidios que se llaman barcos y en todos los lugares de explotación, viven en el infierno de la miseria, escuchando, en lugar de risas, los sollozos de los niños que tienen hambre.
Toda conciencia honrada se subleva ante tanta injusticia amparada por la ley y sostenida por el Gobierno. Contra una injusticia así, sólo existe un remedio: ¡La rebelión! Pero no la rebelión que tenga por objeto quitar a Pedro para poner en su lugar a Juan, sino la revolución salvadora que vaya hasta el fondo de las cosas, que destruya privilegios, que estrangule prejuicios, que se encare con lo que hasta aquí era considerado sagrado: el principio de autoridad y el derecho de propiedad individual, y, con toda la fuerza de la cólera tragada en silencio durante siglos y siglos de miseria y de humillaciones, rotas las cadenas, abiertos los presidios y vibrando intensamente la gran campana de la libertad de la especie humana, aniquilar de una vez y para siempre el viejo sistema e implantar el nuevo de la Libertad, de Igualdad y de Fraternidad.
Esto es lo que están haciendo los mexicanos. La revolución no murió el 26 de mayo con el pacto de dos bandidos. La Revolución siguió su marcha porque no tenía como causa la ambición de un payaso, sino la necesidad largamente sentida por un pueblo despojado de todo. Es el león que ha despertado y lanza a los cuatro vientos, como un reto a la injusticia, estas bellas palabras: ¡Tierra y Libertad! Y toma la tierra, incendia las guaridas de sus verdugos, y sobre las humeantes ruinas clava, con puño firme, la bandera de los libres, la gloriosa bandera roja.
Contra la ley armada hasta los dientes, el derecho del proletario armado también; contra el fusil, el fusil; contra la tiranía, la barricada y la expropiación. ¡Viva la revolución social!»
Regeneración, núm. 63, 11 de noviembre de 1911
Discurso pronunciado en memoria de Francisco Ferrer Guardia el 13 de octubre de 1911
«Compañeras y compañeros:
Capital, Autoridad, Clero: he ahí la hidra que guarda las puertas de este presidio que se llama Tierra. El ser humano, tan orgulloso, tan jactancioso, tan pagado de sus llamados derechos, de sus pretendidas libertades, ¿qué otra cosa es sino un galeote, un presidiario rotulado y numerado desde que viene al mundo, sujeto a un reglamento vergonzoso que se llama Ley, castigado o premiado según su habilidad para violar la ley, en su provecho y en perjuicio de los demás?
“Estar vivo es estar preso”, me decía con frecuencia aquel mártir del proletariado cuya vida ejemplar de abnegación y de sacrificio ha prendido en tantos nobles pechos proletarios el ansia de imitarlo. Me refiero al joven mártir de Janos, a Práxedis G. Guerrero, al primer libertario mexicano que tuvo la audacia de lanzar por primera vez, en México, el grito sublime de ¡Tierra y Libertad!
La tierra es un presidio, más amplio que los presidios que conocemos; pero presidio al fin. Los guardianes de la prisión son los gendarmes y los soldados; los carceleros son los presidentes, reyes, emperadores, etcétera; los comités de vigilancia de cárceles son las asambleas legislativas, y por ese tenor pueden parangonarse perfectamente los ejercicios de los funcionarios de un presidio con los ejercicios o actos de los funcionarios del Estado. La gleba, la plebe, la masa desheredada, son los presidiarios, obligados a trabajar para sostener al ejército de funcionarios de diferentes categorías y a la burguesía holgazana y ladrona.
Librar a la humanidad de todo lo que contribuye a hacer de esta bella tierra un valle de lágrimas, es tarea de héroes, y ésa fue la que se impuso Francisco Ferrer Guardia.[1] Como medio escogió la educación de la infancia, y fundó la Escuela Moderna, de la que deberían salir seres emancipados de toda clase de prejuicios, hombres y mujeres aptos para razonar y darse cuenta de la naturaleza, de la vida, de las relaciones sociales. En la Escuela Moderna se estimulaban en el niño hábitos de investigación y de raciocinio, para que no aceptase, a ojos cerrados, los dogmas religiosos, políticos, sociales y morales con que se atiborran las tiernas inteligencias de los niños, en las escuelas oficiales. Se procuraba que el niño llegase a comprender por sí mismo la historia natural de la creación de la tierra y del universo, el surgir de la vida, la evolución de ésta, y de la naturaleza entera, la formación de las sociedades humanas y su lento desarrollo a través de los tiempos, hasta nuestros días.
El clero español veía con disgusto esta educación que contrarrestaba sus esfuerzos por perpetuar las preocupaciones, las tradiciones, los atavismos; el clero español de hoy es el mismo clero de Loyola y de la Inquisición. Para este clero, fomentador de fanatismos que hagan posible la resignación enfrente de la tiranía y la explotación capitalista, la obra de Ferrer era una obra reprobable, y, haciendo la señal de la cruz, decretó en la sombra, como los cobardes, la muerte de la obra de su autor.
La oportunidad no tardó en presentarse. Un bello día una vistosa comitiva recorría las calles de Madrid en celebración del matrimonio de Alfonso XIII, con Enna de Batenberg. Todo era sedas, perfumes, colores, fulguraciones de oro, lujo, derroche de riquezas en aquella brillante comitiva. La aristocracia del dinero y de los pergaminos hacía aquel día ostentación de su fuerza, de su influencia, de su insultante lujo, del altanero deprecio con que los de arriba ven a los de abajo, mientras en los barrios, miles y miles de seres humanos se ahogaban en el infierno de sus cuchitriles por el único delito de trabajar y sudar para que aquella canalla hiciera derroche de oro y de sedas.
Las bandas militares llenaban el espacio de armonías heroicas; las burguesas, dichosas, reían; los soldados hacían retroceder a culatazos a las muchedumbres espectadoras; las calles lucían adornos patrióticos. El rey y la reina formaban parte de aquel desfile de las más grandes sanguijuelas de España. De los balcones y de las azoteas de las casas llovían flores. De las manos de un hombre, desde una azotea, se desprendió un hermoso ramo, cuyas flores sonreían al sol: ese ramo hizo explosión. ¡Era una bomba adornada con flores! El que la había arrojado era un amigo de Ferrer. El monstruo del clericalismo tuvo un estremecimiento de satisfacción. Mateo Morral,[2] amigo de Ferrer. “¡Ya lo tenemos”, gritó el clero! Y mientras Mateo regaba con su sangre de libertario la tierra que soñó ver poblada por una humanidad libre, las manos de los polizontes prendían, en Barcelona, al noble fundador de la Escuela Moderna.
El proceso fue largo. Se pretendía a todo trance encontrar culpable a aquel inocente, hasta que, después de año y medio de prisión, el Gobierno se vio obligado a ponerlo en libertad. La bestia clerical volvió a acechar, a espiar los movimientos de aquel hombre extraordinario. Hasta que se presentó una nueva oportunidad.
España estaba en guerra con los moros a mediados de 1909.[3] Los trabajadores conscientes estaban opuestos, naturalmente, a ese torpe derramamiento de sangre proletaria para defender los intereses de unos cuantos dueños de minas en el norte de África. El Gobierno, defensor del capital, enviaba soldados y más soldados al campo de la guerra. Las manifestaciones de descontento contra esa guerra criminal se multiplicaban por toda España. En Barcelona se declaró la huelga general contra el envío de más soldados a pelear por los intereses de sus opresores. Los choques entre la policía y los huelguistas comenzaron, y la insurrección se hizo general en toda la ciudad. Grupos de revolucionarios prendieron fuego a las iglesias y a los conventos, y se batían como leones en las calles de la gran ciudad hasta que, reconcentradas tropas en gran número, los revolucionarios tuvieron que guardar sus armas en espera de mejor oportunidad.
Entonces comenzaron las persecuciones, siendo Ferrer el blanco de ellas, aunque Ferrer, como ha quedado bien demostrado, no tomó participación alguna en la insurrección. Arrestado, fue juzgado por jueces que llevaban la consigna de sentenciarlo a muerte, y a pesar de haberse visto bien claro su inocencia, fue fusilado el 13 de octubre de 1909 en el fuerte de Montjuich.
Las Escuelas Modernas, entonces en número de 120, fueron cerradas por la autoridad, y miles y miles de niños quedaron sin el pan de una educación sana, que, según el sueño generoso de su autor, tendría que hacer a la humanidad más buena, más libre, más feliz.
He aquí demostrado, compañeros, la imposibilidad de resolver el problema social por medios pacíficos. El Capital, la Autoridad y el Clero, con toda la influencia que tienen, con todas las fuerzas de que disponen, están resueltos a defender sus intereses y a ahogar en sangre aun las manifestaciones más pacíficas de la actividad de los que queremos y nos esforzamos por el advenimiento de Libertad, de Igualdad y de Fraternidad.
La obra de Ferrer estaba siendo conducida de una manera perfectamente legal; no se salía una línea de las garantías que otorgan las constituciones políticas que tanta sangre han costado a los pueblos; no aconsejaba la violencia para alcanzar el querido sistema comunista, y sin embargo, el ensangrentado cadáver del Maestro proclama a todo el mundo que la libertad política es una mentira vil; que por la vía pacífica se llega seguramente al martirio, pero no a la victoria, que es lo que los desheredados necesitamos.
Los mexicanos no negamos las excelencias de una educación racionalista; pero hemos comprendido, por las lecciones de la Historia, que luchar contra la fuerza sin otra arma que la razón es retardar el advenimiento de la sociedad libre, por miles y miles de años, durante los cuales la explotación y la tiranía habrán acabado por convertir al proletariado en una especie distinta, incapaz por atavismo de rebelarse y de aplastar con sus puños a burgueses, a tiranos y a frailes.
Las clases privilegiadas no permitirán jamás que el proletariado abra los ojos, porque eso significaría el derrumbamiento estruendoso de su imperio, que sostiene tanto por la fuerza de las armas como por la ignorancia de los desheredados.
Compañeros: que la muerte del Maestro sirva para convencer a los pacifistas de que para acabar con la desigualdad social, para dar muerte al privilegio, para hacer de cada ser humano una personalidad libre, es necesario el uso de la fuerza y arrancar, por medio de ella, la riqueza a los burgueses que se interpongan entre el hombre y la libertad.
La revolución que fomenta el Partido Liberal Mexicano está basada en la experiencia de que la razón, sin la fuerza, es una débil paja a merced de las represiones de la reacción enfurecida, y por eso los libertarios mexicanos no se rinden; por eso luchan sin tregua; por eso, audaces y gallardos, se mantienen en pie y enarbolando la bandera roja de las reivindicaciones proletarias, cuando los idólatras esperan que los déspotas les arrojen un mendrugo, sin pensar ¡insensatos! que tienen el derecho de tomarlo todo».
Regeneración, núm. 60, 21 de octubre de 1911
NOTAS:
[1] Francisco Ferrer Guardia (1859-1909). Pedagogo. Entusiasta de la Primera República Española, en 1884 se hace masón. Implicado en la sublevación republicana de Villacampa, en 1886 se asila en París. En 1892 asiste al Congreso internacional de librepensadores en Madrid y en 1897 al Congreso Socialista de Londres. Decepcionado de los republicanos se aproximó a los círculos libertarios parisinos. Profesaba una concepción de la revolución que combinaba una vanguardia profesional, la huelga general y la alianza con el proletariado. A partir de 1894 se le asocia, en calidad de financiero, a todos los movimientos insurreccionales, huelgas y magnicidios que se suceden en España. En 1901 funda en Barcelona la Escuela Moderna, misma que le dará fama internacional como impulsor de la llamada Escuela Racionalista. Implicado en el atentado contra Alfonso XIII perpetrado por Mateo Morral en Madrid fue encarcelado. Al ser liberado en junio de 1907, continúa su labor de agitación dentro y fuera de la península ibérica. Arrestado de nueva cuenta tras la llamada Semana Trágica en Barcelona, fue ejecutado en esa misma ciudad en medio de un escándalo de alcances mundiales. Escribió, entre otros, La Escuela Moderna (1912) y Páginas para la historia (1910).[2] Mateo Morral (ca. 1880-1906). Anarquista catalán, bibliotecario de la Escuela Moderna de Barcelona y cercano colaborador del pedagogo Francisco Ferrer. El 31 de mayo de 1906 arrojó una bomba al cortejo nupcial de Alfonso XIII, rey de España, y Victoria Eugenia de Battemberg, princesa del Reino Unido, a su paso por la calle Mayor de Madrid. El atentado causó decenas de muertos y gran cantidad de heridos, pero dejó ilesos al rey y su consorte. Morral se dio a la fuga, refugiándose en la redacción del periódico librepensador El Motín; días después, a punto de ser aprehendido, se suicidó. Su proximidad con Ferrer, ocasionó que éste fuera señalado como cómplice del atentado (cargo del que fue absuelto en 1907) y que la Escuela Moderna fuera clausurada. Morral se convirtió, para los anarquistas de habla hispana, en un símbolo de lucha contra la monarquía. El escritor Pío Baroja lo hizo protagonista de su novela La dama errante (1908).[3] Se refiere a la llamada Guerra de Melilla, en la que se enfrentaron el ejército español y las guerrillas bereberes de la región del Rif (Marruecos), entre febrero y diciembre de 1909. Los bereberes se negaban a reconocer los tratados entre potencias europeas que lo designaban “zona de influencia española”. El 28 de julio las tropas españolas sufrieron una fuerte derrota en el llamado “desastre del Barranco del Lobo”.Discurso pronunciado en la sesión del Grupo “Regeneración” el 30 de octubre de 1910
En pos de la libertad
«La humanidad se encuentra en estos momentos en uno de esos periodos que se llaman de transición, esto es, el momento histórico en que las sociedades humanas hacen esfuerzos para transformar el medio político y social en que han vivido, por otro que esté en mejor acuerdo con el modo de pensar de la época y satisfaga un poco más las aspiraciones generales de la masa humana.
Quienquiera que tenga la buena costumbre de informarse de lo que ocurre por el mundo habrá notado, de hace unos diez años a esta parte, un aumento de actividad de los diversos órdenes de la vida
política y social. Se nota una especie de fiebre, un ansia parecida a la que se apodera del que siente que le falta aire para respirar. Es éste un malestar colectivo que se hace cada vez más agudo, como que cada vez es más grande la diferencia entre nuestros pensamientos y los actos que nos vemos precisados a ejecutar, así en los detalles como en el conjunto de nuestras relaciones con los semejantes. Se piensa de un modo y se obra de otro distinto; ninguna relación hay entre el pensamiento y la acción. A esta incongruencia del pensamiento y de la realidad, a esta falta de armonía entre el ideal y el hecho, se debe esa excitación febril, esa ansia, ese malestar, parte de este gran movimiento que se traduce en la actividad que se observa en todos los países civilizados para transformar este medio, este ambiente político y social, sostenido por instituciones caducas que ya no satisfacen a los pueblos, en otro que armonice mejor con la tendencia moderna a mayor libertad y mayor bienestar.
El menos observador de los lectores de periódicos habrá podido notar este hecho. Hay una tendencia general a la innovación, a la reforma, que se exterioriza en hechos individuales o colectivos: el destronamiento de un rey, la declaración de una huelga, la adopción de la acción directa por tal o cual sindicato obrero, la explosión de una bomba al paso de algún tirano, la entrada al régimen constitucional de pueblos hasta hace poco regidos por monarquías absolutas, el republicanismo amenazando a las monarquías constitucionales, el socialismo haciendo oír su voz en los parlamentos, la Escuela Moderna abriendo sus puertas en las principales ciudades del mundo y la filosofía anarquista haciendo prosélitos hasta en pueblos como el del Indostán y la China: hechos son éstos que no pueden ser considerados aisladamente, como no teniendo relación alguna con el estado general de la opinión, sino más bien como el principio de un poderoso movimiento universal en pos de la libertad y la felicidad.
Lo que indica claramente que nos encontramos en un periodo de transición, es el carácter de la tendencia de ese movimiento universal. No se ve en él, en manera alguna, el propósito de conservar las formas de vida política y social existentes, sino que cada pueblo, según el grado de cultura que ha alcanzado, según el grado de educación en que se halla, y el carácter más o menos revolucionario de sus sindicatos obreros, reacciona contra el medio ambiente en pro de la transformación, siendo digno de notarse que la fuerza propulsora, en la mayoría de los casos, para lograr la transformación en un sentido progresivo del ambiente, ya no viene desde arriba hacia abajo, esto es, de las clases altas a las bajas de la sociedad, como sucedía antes, sino desde abajo hacia arriba, siendo los sindicatos obreros, en realidad, los laboratorios en que se moldea y se prepara la nueva forma que adoptarán las sociedades humanas del porvenir.
Este trabajo universal de transformación no podía dejar de afectar a México, que, aunque detenido en su evolución por la imposición forzosa de un despotismo sin paralelo casi en la historia de las desdichas humanas de hace algunos años a esta parte, da también señales de vida, pues no podía sustraerse a él en esta época en que tan fácilmente se ponen en comunicación los pueblos todos de la tierra. Los diarios, las revistas, los libros, los viajeros, el telégrafo, el cable submarino, las relaciones comerciales, todo contribuye a que ningún pueblo quede aislado sin tomar carácter mundial, y México toma la parte que le corresponde en él, dispuesto, como todos los pueblos de la tierra en este momento solemne, a dar un paso, si es que no puede dar un salto —que yo creo que sí lo dará— en la grande obra de la transformación universal de las sociedades humanas.
México, como digo, no podía quedar aislado en el gran movimiento ascensional de las sociedades humanas, y prueba de lo que digo es la agitación que se observa en todas las ramas de la familia mexicana. Haciendo a un lado preocupaciones de bandería, que creo no tener, voy a plantear ante vosotros la verdadera situación del pueblo mexicano y lo que la causa universal de la dignificación humana puede esperar de la participación de la sociedad mexicana en el movimiento de transformación del medio ambiente. No por su educación, sino por las circunstancias especiales en que se encuentra el pueblo mexicano, es probable que sea nuestra raza la primera en el mundo que dé un paso franco en la vía de la reforma social.
México es el país de los inmensamente pobres y de los inmensamente ricos. Casi puede decirse que en México no hay término medio entre las dos clases sociales: la alta y la baja, la poseedora y la no poseedora; hay, sencillamente pobres y ricos. Los primeros, los pobres privados casi en lo absoluto de toda comodidad, de todo bienestar; los segundos, 1os ricos, provistos de todo cuanto hace agradable la vida. México es el país de los contrastes. Sobre una tierra maravillosamente rica, vegeta un pueblo incomparablemente pobre. Alrededor de una aristocracia brillante, ricamente ataviada, pasea sus desnudeces la clase trabajadora. Lujosos trenes y soberbios palacios muestran el poder y la arrogancia de la clase rica, mientras los obreros se amontonan en las vecindades y pocilgas de los arrabales de las grandes
ciudades. Y como para que todo sea contraste en México, al lado de una gran ilustración adquirida por algunas clases, se ofrece la negrura de la supina ignorancia de otras.
Estos contrastes tan notables, que ningún extranjero que visita México puede dejar de observar, alimentan y robustecen dos sentimientos: uno, de desprecio infinito de la clase rica e ilustrada por la clase trabajadora, y otro de odio amargo de la clase pobre por la clase dominadora, a la vez que la notable diferencia entre las dos clases va marcando en cada una de ellas caracteres étnicos distintos, al grado de que casi puede decirse que la familia mexicana está compuesta de dos razas diferentes y andando el tiempo esa diferencia será de tal naturaleza que, al hablar de México, los libros de geografía del porvenir dirán que son dos las razas que lo pueblan, si no se verificase una conmoción social que acercase las dos clases sociales y las mezclase, y fundiese las diferencias físicas de ambas en un solo tipo.
Cada día se hacen más tirantes las relaciones entre las dos clases sociales, a medida que el proletariado se hace más consciente de su miseria y la burguesía se da mejor cuenta de la tendencia, cada vez más definida, de las clases laboriosas a su emancipación. El trabajador ya no se conforma con los mezquinos salarios acostumbrados. Ahora emigra al extranjero en busca de bienestar económico, o invade los grandes centros industriales de México. Se está acabando en nuestro país el tipo de trabajador por el cual suspira la burguesía mexicana: aquel que trabajaba para un solo amo toda la vida, el criado que desde niño ingresaba a una casa y se hacía viejo en ella, el peón que no conocía ni siquiera los confines de la hacienda donde nacía, crecía, trabajaba y moría.
Había personas que no se alejaban más allá de donde todavía podían ser escuchadas las vibraciones del campanario de su pueblo. Este tipo de trabajador está siendo cada vez más escaso. Ya no se consideran, como antes, sagradas las deudas con la hacienda, las huelgas son más frecuentes de día en día y en varias partes del país nacen los embriones de los sindicatos obreros del porvenir. El conflicto entre el capital y el trabajo es ya un hecho, un hecho comprobado por una serie de actos que tienen exacta conexión unos con otros, la misma causa, la misma tendencia; fueron hace algunos años los primeros movimientos del que despierta y se encuentra con que desciende por una pendiente; ahora es ya la desesperación del que se da cuenta del peligro y lucha a brazo partido movido por el instinto de propia conservación. Instinto digo, y creo no equivocarme. Hay una gran diferencia en el fondo de dos actos al parecer iguales. El instinto de propia conservación impele a un obrero a declararse en huelga para ganar algo más, de modo de poder pasar mejor la vida. Al obrar así, ese obrero, no tiene en cuenta la justicia de su demanda. Simplemente quiere tener algunas pocas de comodidades de las cuales carece, y si las obtiene, hasta se lo agradece al patrón, con cuya gratitud demuestra que no tiene idea alguna sobre el derecho que corresponde a cada trabajador de no dejar ganancia alguna a sus patrones. En cambio, el obrero que se declara en huelga con el preconcebido objeto de obtener no sólo un aumento en su salario, sino de restar fuerza moral al pretendido derecho del capital a obtener ganancias a costa del trabajo humano, aunque se trate igualmente de una huelga, obra el trabajador en este caso conscientemente y la trascendencia de su acto será grande para la causa de la clase trabajadora.
Pero si este movimiento espontáneo, producido por el instinto de la propia conservación, es inconsciente para la masa obrera mexicana, en general no lo es para una minoría selecta de la clase trabajadora de nuestro país, verdadero núcleo del gran organismo que resolverá el problema social en un porvenir cercano. Esa minoría, al obrar en un momento oportuno, tendrá el poder suficiente de llevar la gran masa de trabajadores a la conquista de su emancipación política y social.
Esto en cuanto a la situación económica de la clase trabajadora mexicana. Por lo que respecta a su situación política, a sus relaciones con los poderes públicos, todos vosotros sois testigos de cómo se las arregla el Gobierno para tener sometida a la clase proletaria. Para ninguno de vosotros es cosa nueva saber que sobre México pesa el más vergonzoso de los despotismos. Porfirio Díaz, el jefe de ese despotismo, ha tomado especial empeño en tener a los trabajadores en la ignorancia de sus derechos tanto políticos como sociales, como que sabe bien que la mejor base de una tiranía es la ignorancia de las masas. Un tirano no confía tanto la estabilidad de su dominio en la fuerza de las armas como en la ceguera del pueblo. De aquí que Porfirio Díaz no tome empeño en que la masas se eduquen y se dignifiquen. El bienestar, por sí solo, obra benéficamente en la moralidad del individuo; Díaz lo comprende así, y para evitar que el mexicano se dignifique por el bienestar, aconseja a los patrones que no paguen salarios elevados a los trabajadores. De ese modo cierra el tirano todas las puertas a la clase trabajadora mexicana, arrebatándole dos de los principales agentes de fuerza moral: la educación y el bienestar.
Porfirio Díaz ha mostrado siempre decidido empeño por conseguir que el proletario mexicano se considere a sí mismo inferior en mentalidad, moralidad y habilidad técnica y hasta en resistencia física a su hermano el trabajador europeo y norteamericano. Los periódicos pagados por el Gobierno, entre los que descuella El Imparcial, han aconsejado, en todo tiempo, sumisión al trabajador mexicano, en virtud de su supuesta inferioridad, insinuando que si el trabajador lograse mejor salario y disminución de la jornada de trabajo, tendría más dinero que derrochar en el vicio y más tiempo para contraer malos hábitos.
Esto, naturalmente, ha retrasado la evolución del proletariado mexicano; pero no es lo único que ha sufrido bajo el feroz despotismo del bandolero oaxaqueño. La miseria en su totalidad más aguda, la pobreza más abyecta, ha sido el resultado inmediato de esa política que tan provechosa ha sido así al despotismo como a la clase capitalista. Política provechosa para el despotismo ha sido esa, porque por medio de ella se han podido echar sobre las espaldas del pobre todas las cargas: las contribuciones son pagadas en último análisis por los pobres exclusivamente; el contingente para el ejército se recluta exclusivamente entre la masa proletaria, los servicios gratuitos que imponen las autoridades de los pueblos recaen también, exclusivamente, en la persona de los pobres. Las autoridades, tanto políticas como municipales, fabrican fortunas multando a los trabajadores con el menor pretexto, y para que la explotación sea completa, las tiendas de raya reducen casi a nada los salarios, y el clero lo merma aún más vendiendo el derecho de entrada al cielo.
No se sabe qué tanto tiempo tendría que durar esta situación para el proletario mexicano si por desgracia no hubiera alcanzado los efectos de la tiranía de Porfirio Díaz a las clases directoras mismas. Éstas, durante los primeros lustros de la dictadura de Porfirio Díaz, fueron el mejor apoyo del despotismo. El clero y la burguesía. Unidos fuertemente a la autoridad, tenían al pueblo trabajador completamente sometido; pero como la ley de la época es la competencia en el terreno de los negocios, una buena parte de la burguesía ha sido vencida por una minoría de su misma clase, formada de hombres inteligentes que se han aprovechado de su influencia en el poder público para hacer negocios cuantiosos, acaparando para sí las mejores empresas y dejando sin participación en ellas al resto de la burguesía, lo que ocasionó, naturalmente, la división de esa clase, quedando leal a Porfirio Díaz la minoría burguesa conocida con el nombre de los “científicos”, mientras el resto volvió armas contra el Gobierno y formó los partidos militantes de oposición a Díaz y especialmente a Ramón Corral el vicepresidente, bajo las denominaciones de Partido Nacionalista Democrático[1] y Partido Nacional Antirreeleccionista,[2] cuyos programas conservadores no dejan lugar a duda de que no son partidos absolutamente burgueses. Sea como fuere, esos dos partidos forman parte de las fuerzas disolventes que obran en estos momentos contra la tiranía que impera en nuestro país, de las cuales la del Partido Liberal constituye la más enérgica y será la que en último resultado prepondere sobre los demás, como es de desearse, por ser el Partido Liberal el verdadero partido de los oprimidos, de los pobres, de los proletarios; la esperanza de los esclavos del salario, de los desheredados, de los que tienen por patria una tierra que pertenece por igual a científicos porfiristas como a burgueses demócratas y antirreeleccionistas.
La situación del pueblo mexicano es especialísima. Contra el poder público obran en estos momentos los pobres, representados por el Partido Liberal, y los burgueses, representados por los Partidos Nacionalista Democrático y Nacional Antirreeleccionista. Esta situación tiene forzosamente que resolverse en un conflicto armado. La burguesía quiere negocios que la minoría “científica” no ha de darle. El proletariado, por su parte, quiere bienestar económico y dignificación social por medio de la toma de posesión de la tierra y la organización sindical, a lo que se oponen, por igual, el Gobierno y los partidos burgueses.
Creo haber planteado el problema con claridad suficiente. Una lucha a muerte se prepara en estos momentos para la modificación del medio en que el pueblo mexicano, el pueblo pobre, se debate en una agonía de siglos. Si el pueblo pobre triunfa, esto es, si sigue las banderas del Partido Liberal, que es el de los trabajadores y de las clases que no poseen bienes de fortuna, México será la primera nación del mundo que dé un paso franco por el sendero de los pueblos todos de la tierra, aspiración poderosa que agita a la humanidad entera, sedienta de libertad, ansiosa de justicia, hambrienta de bienestar material; aspiración que se hace más aguda a medida que se ve con más claridad el evidente fracaso de la república burguesa para asegurar la libertad y la felicidad de los pueblos».
Regeneración, núm. 10, 5 de noviembre de 1910
NOTAS:
[1] Partido Nacionalista Democrático (1909-1910). Organización política derivada de la disolución del Partido Reyista que promovía la candidatura del Bernardo Reyes. Entre sus integrantes estaban: Benito Juárez Maza, Manuel Calero, José Peón del Valle, Jesús Urueta y Diódoro Batalla. Órgano: México Nuevo.[2] Partido Nacional Antirreeleccionista (1909-1911). Organización política derivada del Centro Antirreeleccionista de la ciudad de México, aglutinado en torno a las tesis políticas sustentadas por Francisco I. Madero en La sucesión presidencial. Entre sus integrantes estaban: Emilio Vázquez Gómez (primer presidente), Luis Cabrera, Filomeno Mata y José Vasconcelos. Órgano: El antirreeleccionista.Discurso pronunciado en el Simpson Auditorium el 16 de septiembre de 1910
Discurso pronunciado por Ricardo Flores Magón en el Simpson Auditorium la noche del 16 del corriente, con motivo de la gran fiesta proletaria organizada por los obreros mexicanos de esta ciudad para celebrar dignamente el centenario del Grito de Dolores dado por Miguel Hidalgo y Costilla el 16 de septiembre de 1810.
«Compañeros:
Un recuerdo glorioso y una aspiración santa nos congrega esta noche. Cada vez más claro, según el tiempo avanza; cada vez más definido, según pasan los años, vemos aquel acto grandioso, aquel acto inmortal llevado a cabo por un hombre que en los umbrales de la muerte, cuando su religión le mostraba el cielo, bajó la vista hacia la tierra, donde gemían los hombres bajo el peso de las cadenas, y no quiso irse de esta vida, no quiso decir su eterno adiós a la humanidad sin antes haber roto las cadenas y transformado al esclavo en hombre libre.
Yo gusto de representarme el acto glorioso. Veo con los ojos de mi imaginación la simpática figura de Miguel Hidalgo. Veo sus cabellos, blanqueados por los años y por el estudio, flotar al aire: veo el noble gesto del héroe iluminar el rostro apacible de aquel anciano. Lo veo, en la tranquilidad de su aposento, ponerse repentinamente en pie y llevar la mano nerviosa a la frente. Todos duermen, menos él. La vida parece suspendida en aquel pueblo de hombres cansados por el trabajo y la tiranía; pero Hidalgo vela por todos, Hidalgo piensa por todos. Veo a Hidalgo lanzarse a la cabeza de media docena de hombres para someter un despotismo sostenido por muchos miles de hombres. Con un puñado de valientes llega a la cárcel y pone en libertad a los presos; va a la iglesia después y congrega al pueblo, y, al frente de menos de cincuenta hombres, arroja el guante al despotismo.
Éste fue el principio de la formidable rebelión cuyo centenario celebramos esta noche; éste fue el comienzo de la insurrección que, si algo puede enseñarnos, es a no desconfiar de la fuerza del pueblo, porque precisamente fueron sus autores los que aparentemente son los más débiles. No fueron los ricos los que rodearon a Hidalgo en su empresa de gigante: fueron los pobres, fueron los desheredados, fueron los parias, los que amasaron con su sangre y con sus vidas la gloria de Granaditas,[1] la tragedia de Calderón[2] y la epopeya de Las Cruces.[3]
Los pobres son la fuerza, no porque son pobres, sino porque son el mayor número. Cuando los pueblos tengan la conciencia de que son más fuertes que sus dominadores, no habrá más tiranos.
Proletarios: la obra de la Independencia fue vuestra obra; el triunfo contra el poderío de España fue vuestro triunfo; pero que no sirva este triunfo para que os echéis a dormir en brazos de la gloria. Con toda la sinceridad de mi conciencia honrada os invito a despertar. El triunfo de la revolución que iniciasteis el 16 de septiembre de 1810 os dio la Independencia nacional; el triunfo de la revolución que iniciasteis en Ayutla os dio la libertad política; pero seguís siendo esclavos, esclavos de ese moderno señor que no usa espada, no ciñe casco guerrero, ni habita almenados castillos, ni es héroe de alguna epopeya: sois esclavos de ese nuevo señor cuyos castillos son los Bancos y se llama el Capital.
Todo está subordinado a las exigencias y a la conservación del Capital. El soldado reparte la muerte en beneficio del Capital; el juez sentencia a presidio en beneficio del Capital; la máquina gubernamental funciona por entero, exclusivamente, en beneficio del Capital; el Estado mismo, republicano o monárquico, es una institución que tiene por objeto exclusivo la protección y la salvaguardia del Capital. El Capital es el dios moderno, a cuyos pies se arrodillan y muerden el polvo los pueblos todos de la tierra. Ningún dios ha tenido mayor número de creyentes ni ha sido tan universalmente adorado y temido como el Capital, y ningún dios, como el Capital, ha tenido en sus altares mayor número de sacrificios.
El dios Capital no tiene corazón ni sabe oír. Tiene garras y tiene colmillos. Proletarios, todos vosotros estáis entre las garras y colmillos del Capital; el Capital os bebe la sangre y trunca el porvenir de vuestros hijos. Si bajáis a la mina, no es para haceros ricos vosotros, sino para hacer ricos a vuestros amos; si vais a encerraros por largas horas en esos presidios modernos que se llaman fábricas y talleres, no es para labrar vuestro bienestar ni el de vuestras familias: es para procurar el bienestar de vuestros patrones; si vais a la línea de ferrocarril a clavar rieles, no es para que viajéis vosotros, sino vuestros señores; si levantáis con vuestras manos un palacio, no es para que lo habiten vuestra mujer y vuestros hijos, sino para que vivan en él los señores del Capital. En cambio de todo lo que hacéis, en cambio de vuestro trabajo, se os da un salario perfectamente calculado para que apenas podáis cubrir las más urgentes de vuestras necesidades, y nada más.
El sistema de salario os hace depender, por completo, de la voluntad y del capricho del Capital. No hay más que una sola diferencia entre vosotros y los esclavos de la antigüedad, y esa diferencia consiste en que vosotros tenéis la libertad de elegir vuestros amos.
Compañeros: habéis conquistado la Independencia nacional y por eso os llamáis mexicanos: conquistasteis, asimismo, vuestra libertad política, y por eso os llamáis ciudadanos; falta por conquistar la más preciosa de las libertades; aquella que hará de la especie humana el orgullo y la gloria de esta mustia tierra, hasta hoy deshonrada por el orgullo de los de arriba y la humildad de los de abajo.
La libertad económica es la base de todas las libertades. Ante el fracaso innegable de la libertad política en todos los pueblos cultos de la tierra, como panacea para curar todos los dolores de la especie humana, el proletariado ha llegado a la conclusión de que “la emancipación de los trabajadores debe ser obra de los trabajadores mismos”, y este sencillo axioma es el cimiento de granito de toda obra verdaderamente revolucionaria.
Compañeros, conozco al mexicano. La Historia me dice todo lo que puede hacer el mexicano. Abrid la página de ese gran libro que se llama Historia de México, y en ella encontraréis los grandes hechos de los hombres de nuestra raza. Es grande el mexicano cuando rechaza, con su pecho desnudo y sus armas de piedra, al bandidaje español caído en nuestra tierra, en son de conquista; es grande el mexicano cuando vencido y torturado, cuando sus carnes arden en el suplicio del fuego, lanza una mirada despreciativa a sus verdugos y formula, con la sonrisa en los labios, aquella pregunta digna de un dios en desgracia y que es algo así como la nota más alta de la ironía, arrancada a los horrores de la tragedia: “¿Estoy, acaso, en un lecho de rosas?” Es grande el mexicano cuando sepulta, bajo una tormenta de guijarros, la altura altanera de la alhóndiga de Granaditas; es grande el mexicano en Cuautla,[4] grande en el cerro de El Sombrero,[5] grande en Padierna[6] y Chapultepec,[7] grande en Calpulalpan,[8] grande en Puebla,[9] grande en Santa Isabel[10] y en Querétaro.[11]
Grandes sabéis ser en el infortunio y grandes en el triunfo: ahí está la Historia que lo dice. Cada vez que el humano progreso da un paso, dais vosotros un paso también. No queréis ir atrás, os avergüenza quedaros a la zaga de vuestros hermanos de las otras razas, y aun bajo
el peso de la tiranía, cuando la conciencia humana parece dormir, y cuerpo y espíritu son esclavos, viven en vosotros, con la vida intensa de las cualidades de la raza, el estoicismo de Cuauhtémoc, la serena audacia de Hidalgo, el arrojo indomable de Morelos, la virtud de Guerrero y la constancia inquebrantable de Juárez, el indio sublime, el inmenso, el piloto gigante que llevó a la raza a seguro puerto en medio de los escollos y de las tempestades de un mar, traidor.
Mexicanos: vuestro pasado merece un aplauso. Ahora es preciso que conquistéis el aplauso del porvenir por vuestra conducta en el presente. Habéis cumplido con vuestro deber en las grandes luchas del pasado; pero falta que toméis la parte que os corresponde en las grandes luchas del presente. La libertad que conquistasteis no puede ser efectiva, no podrá beneficiaros mientras no conquistéis la base primordial de todas las libertades —la libertad económica—, sin la cual el hombre es miserable juguete de los ladrones del Gobierno y de la Banca, que tienen sometida a la humanidad con algo más pesado que las cadenas, con algo más inicuo que el presidio y que se llama la Miseria, ¡el infierno trasplantado a la tierra por la codicia del rico!
Os independizasteis de España; independizaos, ahora, de la miseria. Fuisteis audaces entonces; sed audaces ahora uniendo todas vuestras fuerzas a las del Partido Liberal mexicano, en su lucha de muerte contra el despotismo de Porfirio Díaz».
Regeneración, núm. 4, 24 de septiembre de 1910
NOTAS
[1] Refiérese a la toma de la Alhóndiga de Granaditas en la ciudad de Guanajuato, por parte de las tropas insurgentes bajo el comando de Miguel Hidalgo y Costilla e Ignacio Allende, el 28 de septiembre de 1810. La toma terminó con la masacre de la población, en su mayoría criolla, que el intendente Juan Antonio Riaño había concentrado en ese punto.[2] Refiérese a la batalla de Puente de Calderón, en las cercanías de Guadalajara el 17 de enero de 1811. En esa batalla el ejército insurgente, bajo el mando de Ignacio Allende, repelió por tres veces a las fuerzas realistas del general Félix María Calleja, quien finalmente derrotó a los insurgentes.[3] Refiérese a la batalla del Monte de las Cruces, a las afueras de Cuajimalpa, del 30 de octubre de 1810. En esa acción, fue derrotado el regimiento realista de Torcuato Trujillo. Constituye el punto de retorno de la avanzada insurgente sobre la ciudad de México.[4] Refiérese al sitio de la ciudad de Cuautla, entonces en manos del ejército insurgente bajo el mando de José María Morelos y Pavón, por parte de las fuerzas españolas dirigidas por Félix María Calleja. El sitio duró del 19 de febrero al 2 de mayo de 1811, fecha en que el sitio fue roto por los insurgentes.[5] Refiérese a la batalla del Fuerte del Sombrero, situado en el cerro del mismo nombre cercano a León, Gto. El fuerte estaba en manos de los insurgentes Pedro Moreno y el general Francisco Xavier Mina. El 1 de agosto de 1811, el mariscal realista Pascual Lariñán buscó sitiar el fuerte suscitándose una batalla en la que fue derrotado. Sin embargo, el sitio continuó una semana más.[6] Refiérese a la batalla que tuvo lugar en el Rancho de Padierna, al surponiente de la ciudad de México, el 19 y 20 de agosto de 1847. En ella un grupo de soldados provenientes de diversos batallones norteños de la caballería de Guanajuato y una guerrilla del pueblo de Contreras, lucharon en contra del ejército invasor estadounidense del general Winfield Scott por el lugar. La resistencia mostrada por los mexicanos resultó asombrosa tomando en cuenta su desventaja numérica y de equipamiento, pero sobre todo por la traición sufrida a manos del general Antonio López de Santa Ana, quien les dejó a su deriva.[7] Refiérese a la batalla de Chapultepec del 13 de septiembre de 1947. Como se sabe, ahí se llevó a cabo la defensa, hasta el martirio, del Colegio Militar, situado en ese cerro, por parte de algunos de sus cadetes así como por soldados del Batallón de San Blas, frente a las tropas invasoras.[8] Refiérese a la batalla de San Miguel Calpulalpan, Estado de México, en la que las fuerzas liberales al mando del general González Ortega derrotaron a las del general conservador Miguel Miramón, marcando el fin de ese ejército y, con ello, el triunfo del movimiento de Reforma.[9] Refiérese a la Batalla del 5 de Mayo de 1962 en la ciudad de Puebla. Derrota del entonces considerado el mejor ejército del mundo, el ejército francés, a manos del ejército mexicano, bajo el mando del general Ignacio Zaragoza, durante la segunda intervención francesa en México.[10] Refiérese a la batalla de la Hacienda de Santa Isabel, en las cercanías de Parral, Coahuila. El enfrentamiento entre las tropas republicanas del general Andrés Viesca y las tropas francesas al mando del general De Briand, el 1 de marzo de 1866, derivó en la debacle de las fuerzas invasoras y del Imperio de Maximiliano de Habsburgo.[11] Refiérese al sitio de Querétaro (6 de marzo al 15 de mayo de 1867). El ejército republicano sitió dicha ciudad, entonces declarada “Capital del Imperio”, defendida por el ejército imperial, compuesto por conservadores mexicanos y restos de las tropas europeas enviadas por decisión de Napoleón III, que para entonces se habían retirado del territorio mexicano. Con la caída de Querétaro concluye el segundo imperio mexicano.

Por la justicia
Discurso pronunciado en el local del Centro de Estudios Racionales, el 17 de febrero de 1918, en el mitin de protesta celebrado contra el arresto de Raúl Palma.
«Compañeros:
La vieja sociedad, la sociedad injusta y cruel que condena al que trabaja y suda a toda clase de privaciones, y que premia la holganza de unos cuantos con todos los placeres de la vida; esta sociedad corrompida que no puede y que no quiere garantizar a todos los seres humanos el bienestar y la libertad; esta sociedad se desmorona, esta sociedad se derrumba, esta sociedad está por desaparecer; pero ya moribunda, todavía tiene fuerza para arrancar de nuestras filas, de las filas de los pobres, aquellos valientes que mayores esfuerzos han hecho para derribarla.
Raúl Palma es un trabajador, es un desheredado, es un proletario que comprende que todo ser humano, por el solo hecho de venir a la vida, tiene el derecho de satisfacer todas sus necesidades, y este sencillo principio de justicia social, de justicia humana, lo propagaba sin descanso, en la prensa, en la tribuna, en todas partes, ansioso de ver a sus hermanos de clase libres de cadenas.
Éste fue su crimen: abrir los ojos a los trabajadores; é ste fue su delito: quitar la venda que cubría los ojos a sus hermanos, para hacerles ver el camino de su emancipación.
Por su actividad como propagandista, dos veces había sido arrestado antes de ahora. Él hablaba en la Plaza, y sus palabras de verdad y de justicia no fueron del agrado de todos aquellos que quieren que se perpetúe este sistema, que hace posible que los que nada útil hacen gocen a expensas de los que con sus manos y su inteligencia mueven la industria y hacen el progreso. Nuestros amos, los burgueses, no podían vivir tranquilos cuando Palma se encontraba en libertad, porque sabían que este hombre, fuera de las rejas de la prisión, socavaba los cimientos de la vieja estructura social cuyo peso hemos soportado los de abajo por siglos y siglos.
Nuestros amos desean meter las manos en nuestros bolsillos, sin que opongamos los explotados la menor resistencia, y quieren gozar el producto de sus rapiñas, sin que de nuestros labios salga una frase de descontento, una palabra de protesta ni un gemido de angustia. Y todo aquel, que como Palma, inquieta a la burguesía; todo aquel, que como Palma, con sus actos y con sus palabras perturba la digestión de los que tienen satisfecho el estómago, es arrancado de su hogar y puesto en prisión, para escarmiento de los que no estamos contentos con este sistema de la injusticia y de la infamia, sin reflexionar que los que nos sentimos hombres resentimos el ultraje y no estamos dispuestos a volver la otra mejilla para que se repita el atentado, sino que estamos listos, sucediere lo que sucediere, y desaparezca, quien desaparezca a devolver golpe por golpe, ultraje por ultraje.
A Raúl Palma se le acusa de haber quitado la vida a un dueño de una tienda y por añadidura polizonte, la noche del 13 de julio de 1916, con el intento, según la policía, de apropiarse los efectos almacenados en la tienda. La acusación no puede ser más injusta, porque en la época en que se alega que Palma cometió el delito, este joven trabajador se encontraba prestando sus servicios valiosísimos a la causa de los desheredados en los talleres de Regeneración, en la misma mesa en que yo trabajo, frente a mí, compartiendo mis desvelos y mis afanes por convertir a una humanidad que se arrastra y solloza, débil y doliente, que no tiene fuerza ni para quejarse, que no tiene valor para levantar la vista para el tamaño de sus opresores, en un conjunto verdaderamente humano apto para la libertad y la justicia.
Que Palma no es el autor del hecho por el cual se le tiene preso, es una verdad que salta a la vista. Él no pudo estar al mismo tiempo trabajando codo con codo conmigo escribiendo artículos para Regeneración, y en el lugar en que se dice que ocurrió la muerte del burgués. Indudablemente que fue otro el autor del homicidio; pero nuestros opresores no quieren buscar el verdadero autor del hecho; no lo necesitan; a quien quieren perder es a Palma, a quien temen y a quien odian.
El verdadero autor del homicidio debe reír satisfecho en estos momentos por haber podido evadir la acción penal, gracias a la malquerencia que los de arriba profesan a Raúl Palma, mientras este joven obrero espera en su calabozo el momento de ser llamado para que el verdugo ponga en su cuello el lazo que ha de arrancarle la vida.
La acusación se basa en un anónimo que tal vez el mismo autor del delito escribió para desembarazarse de toda responsabilidad, y quién sabe si alguno de los interesados en hacer desaparecer a Palma, haya sido el autor de las líneas que han puesto a nuestro hermano en el presidio. Un anónimo es la base de esta feroz persecución. Un anónimo en que se denuncia a Raúl Palma como el autor del homicidio. En ningún país del mundo se persigue a una persona por acusaciones anónimas: La ley, tan opresora y enemiga del débil como es la ley, no concede al anónimo fuerza legal alguna, no porque la ley se interese por el desvalido, sino porque el anónimo puede implicar no solamente a una persona de nuestra clase, sino a los de arriba también. Pero en el caso de Palma, todo ha sido diferente. Una mano criminal trazó las líneas del anónimo, y en el acto se puso en juego la policía. No se denuncia en el anónimo a un individuo apartado de la tremenda lucha que sostenemos los de abajo contra los de arriba, sino a Palma, al agitador obrero, al hombre que nos enseña y nos educa, al joven batallador que no contando todavía veintiún años de edad, tiene sin embargo la experiencia necesaria para decirnos a los que sufrimos la miseria y la opresión, por qué somos desgraciados, por qué nos encontramos abajo, cuando nuestras manos y nuestra inteligencia nos hacen acreedores a gozar de todas las ventajas que nos ofrece la civilización, la civilización que es obra nuestra, la civilización sostenida con nuestros puños y nuestro cerebro, la civilización que no existiera si nos negásemos a regar los campos con nuestro sudor y a desafiar la tisis y la anemia en el taller y en la fábrica. La civilización, hermanos de cadenas, es nuestra obra. No la hace el burgués, no es obra del ministro religioso, el gobernante no la impulsa. La civilización no brota de los palacios de nuestros amos, sino de nuestras manos y de nuestro cerebro. La civilización es hija de nuestro sacrificio y en cada detalle de ella encontramos una gota de sudor de nuestros cuerpos fatigados, una lágrima de nuestros ojos y el aliento cansado de toda una humanidad atormentada y doliente.
Palma tenía que ser el blanco de las iras de nuestros verdugos, y por esa razón se encuentra preso. Nuestros opresores no quieren que el trabajador mexicano despierte, porque entonces ya no encontrarían trabajo barato y sus ganancias disminuirían. Ellos quieren vernos siempre sumisos, dispuestos a soportarlo todo, y es por eso por lo que, cuando de la masa proletaria brota un hombre como Raúl Palma, todas las fuerzas de la reacción se ponen en juego para hacerlo desaparecer.
Toca, pues a nosotros, hacer sentir nuestra fuerza, demostrar que estamos alerta para impedir que los nuestros, los de nuestra clase, los que nos educan, sean arrebatados de nuestro seno.
El jurado de Raúl Palma tendrá lugar el 18 de marzo, y se necesita dinero para su defensa. Si no lo ayudamos, será ahorcado y su muerte pesará sobre nuestras cabezas.
Sí, compañeros, la muerte de Palma será obra nuestra si no hacemos todo lo que se debe hacer por rescatarlo de las garras del enemigo. Los que nos oprimen quieren arrancarle la vida; toca a los oprimidos manifestar su descontento y su protesta.
Si los oprimidos no hacemos nada por salvar a los nuestros, bien merecemos ser esclavos».
Regeneración, núm. 262, 16 de marzo de 1918″.