Tarjeta postal: 22 de enero

 

Me hice fuerte durante el verano y el otoño
y ahora puedo cargar con tu muerte. Le doy de comer,
la baño, la acuno, y le cambio los pañales.
Levanta su pequeña calavera, sosegada
y trémula. Sonríe, escupe, hace caca
en el váter, aprende a leer y a multiplicar.
La veo crecer, prosperar, desarrollarse.
Es la niña preferida de su madre.

Matar el día

 

Cuando ella murió, él sintió como si su coche acelerara
hasta salirse del muelle y se elevase vertiginosamente sobre las aguas muertas
sin ganar ni perder altura durante un año entero,
y después se hundiese hasta el fondo del mar donde su cadáver
yacería enroscado en un panal de acero, soñando aún
despierto, muerto como ella pero consciente todavía.
No hay nada tan mezquino como la desgracia, ni tan tedioso,
y el abatimiento es sólo fiel a su propia costumbre.
El luto se asemeja en todo a la melancolía, excepto
que la melancolía añade autoaversión a la pena mórbida

y aparta de la persona muerta la atención exclusiva.
Manía es lo contrario de melancolía. El duelo, la pérdida
y la culpa proporcionan un entusiasmo
que conduce a la disforia, a la rabia homicida y a un júbilo sin descanso.
Cuando se levantaba de la cama pintada, pasaba, por ciclos,
del odio fervoroso a la alegría y al vacío
por el simple hecho de respirar.
Se despertaba diariamente bajo la perspectiva de la nada
en la casa del desvelo que como todas las casas era un tanatorio.
Dormía en la misma cama del sexo y en la del último hálito.

Manzanas blancas

 

cuando mi padre llevaba muerto una semana
me desperté
con su voz en mi oído
me senté en la cama

y contuve la respiración
y miré fijamente la pálida puerta cerrada

manzanas blancas y el sabor de la piedra

si me llamara de nuevo
me pondría el abrigo y las botas de lluvia

El recorrido de la felicidad es doloroso

 

El recorrido de la felicidad es doloroso;
lo mismo que recordar el dolor.
Vivo en un presente lleno
de aniversarios y objetos:
tu alfiletero; tus zapatillas blancas;
tu secador de pelo,
la etiqueta albahaca escrita en una caligrafía que conozco;
una mancha en unas sábanas estampadas

Carta del Día de la Independencia (fragmento)

 

Cinco de la mañana. Cuatro de julio.
Salgo por Eagle Pond a pasear con el perro,
llevo puesto el abrigo de cuero
para combatir el frío de la mañana,
miro los nenúfares que se agarran unos a otros
como fríos puños amarillos
mientras afronto el nuevo día
doce semanas después de aquel martes
cuando nos dijeron que te ibas a morir.

Esta tarde liquidaré las facturas pendientes
y le escribiré a un amigo sobre su libro
y veré el partido de béisbol de los Red Sox.
Sacará de nuevo a pasea a Gussie.
Pondré algo de Stouffer’s en el microondas.
Una señora va a venir desde Bristol
para ver el Ford de tu madre
que está aparcado junto a tu Saab
en el aparcamiento de coches de segunda mano
de mujeres muertas.

Después de que muriera

 

Después de que muriera, yo gritaba
desconcertando al deprimido perro.
Ahora ya no
le hablo a la pared cubierta
de fotos,
ni la llamo “tú”
en ningún poema. Ella se consume
en un museo de granito
llamado JANE KENYON 1947-1995.

Donald Hall, Usa, 1928-2018

La cama pintada

 

“Incluso cuando danzaba erguido
por los jardines del Nilo
construía Necrópolis.

Diez millones de células laboriosas
transportaban piedras por mi sangre
para levantar un blanco museo”.

Macabro, repugnante y terrible
es el alegato de huesos,
muslos y brazos mermados

en enjutas bolsas de carne
que cuelgan de un esqueleto
que sostuvo músculos y grasa.

“Reposo en la cama pintada
consumiéndome, atento
al viaje que emprendo

para descansar sin dolor
en el palacio de las tinieblas,
mi cuerpo junto a tu cuerpo”.

Últimos días

 

“Era de esperar”.
Así escribió él. Al día siguiente,
en la sala de consulta,
la hematóloga, Letha Mills,
tomó asiento, rígida;
su asistente, de pie,
con la espalda hacia la puerta.
“Tengo terribles noticias”,
dijo Letha, “la leucemia ha regresado.
No se puede hacer nada”.
Los cuatro lloraron. El preguntó:
¿Cuánto tiempo?
¿Cómo es posible ahora?
Jane: ¿Puedo morir en mi casa?

Esa tarde, de regreso,
arrojaron las medicinas
a la basura. Jane vomitó. Y él
lloró, mientras ella con los ojos
ya secos trataba de olvidar
en silencio. Esa noche, hizo llamadas
telefónicas que hicieron venir
a un hijo o un amigo a compartir
el horror.

A la mañana siguiente
trabajaron juntos seleccionando
los poemas para Otherwise;
escogieron himnos para el funeral.
Y se ayudaron
mientras redactaban el obituario.
Al otro día, más trabajo
en el libro. Observó su debilidad y dijo:
“mejor mañana o después.”
Jane movió la cabeza. “No, ahora,
tenemos que hacerlo ahora.”
Más tarde, cuando se dormía, exhausta:
“¿No fue divertido?
Trabajar juntos, ¿no fue divertido?”

Le preguntó: “¿Qué ropa
quieres que te ponga
para el entierro?”
“Todavía no sé”, dijo.
“Estaba pensando en el Salwar Kameez
blanco”, dijo él. Su vestido indio
de seda preferido, comprado
en Pondicherry hacía año y medio
y que se ponía para verse
mejor o más hermosa.
Ella sonrió: Sí, me parece bien.”
No le dijo que un año antes,
mientras soñaba despierto,
la había visto en su féretro,
vestida con su Salwar Kameez blanco.

Pero él continuaba haciendo planes.
Esa noche interrumpió y dijo:
“Cuando Gus muera lo haré icinerar y esparciré
las cenizas sobre tu tumba”.
Ella sonrió, sus grandes ojos
se animaron: “Le hará bien a los narcisos”.
Se recostó, pálida,
en la floreada almohada:
“Perkins, ¿cómo se te ocurren
esas cosas?

Hablaron de sus aventuras
manejando a través de Inglaterra
como recién casados,
las excursiones a India y China.
También recordaron días
normales, los estanques en verano,
corrigiendo textos juntos,
paseando el perro, leyendo a Chejov
en voz alta. Cuando añoró
las miles de citas que terminaron
en el éxtasis y el reposo
en esta cama pintada, Jane estalló
en lágrimas, diciendo:
“Ya no haremos más el amor. No más.”

Incontinente, tres noches
antes de morir, tuvo que cargar a Jane
hasta el baño. La limpió
y ayudó a regresar a la cama.
A las cinco dio de comer
al perro y volvió
para encontrarla al otro
lado del cuarto, sentada
en una silla. Si no podía estar
de pie, ¿cómo hizo para andar?
Tuvo miedo de que pudiera caerse
y llamó a una ambulancia.
Cuando se lo dijo torció
los labios y se puso a llorar.
¿Tengo que ir? La canceló
y Jane: “Perkins,
quédate aquí cuando me muera.”

“Morir es sencillo”, dijo ella,
“lo peor es… la separación”.
Cuando no pudo hablar más,
se acostaron solos y conmovedores.
Fijó sus ojos en él, sus
hermosos y enormes ojos castaños,
brillantes, quietos y llenos
de amor apasionado y espanto.

Uno por uno llegaron
viejos y queridos amigos a decir adiós
a esta amiga del alma.
Al principio dijo sus nombres, lloró
y los tocó. Luego sonrió
y torció la boca. El último día
se despidió con la mirada,
las manos crispadas,
los ojos de par en par.

El se levantó y le dijo:“Pondré
estas cartas en el buzón”.
En tres horas no había hablado
y ahora Jane decía:”O.K.”
A las ocho, esa noche, los ojos abiertos
hasta que murió, empezó
la dificultad respiratoria. Se
inclinó para besar de
nuevo sus labios pálidos y fríos
y sintió que por última vez
se contraían para devolver el beso.

Las horas finales mantuvo
levantados los brazos, los pálidos dedos
a nivel de la mejilla,
como la diosa sobre el lavamanos.
A veces el puño derecho
se dirigía a la cara. Durante doce horas,
hasta que murió, frotó la gran
nariz huesuda de Jane Kenyon.
Un olor penetrante, casi
dulce salió de su boca abierta.
Vio cómo su pecho dejaba
de moverse y con el pulgar cerró
sus enormes ojos castaños.

Donald Hall, Usa, 1928-2018

Su larga enfermedad

 

Desde el amanecer hasta que caía la noche
permanecía junto a su esposa en el hospital
mientras que la quimioterapia, gota a gota,
fluía por el catéter hasta el corazón.
Bebía café y leía
el Globe. Paseaba de un lado a otro, trabajaba
en sus poemas; le frotaba la espalda
y le leía en voz alta. Dominados por el miedo
lloraban y se declaraban, cándidamente,
su mutuo amor una y otra vez.
Una mañana mientras caía la nieve Jane contemplaba
la oscuridad borrosa por los copos.
Desplazaron el gotero, al que ella llamaba Igor,
lentamente a través del control de enfermería
hasta la puerta exterior
para que pudiera respirar el olor de la nieve.

**

Cuando se hicieron novios, el pelo de Jane
era corto y lacio, dócil.
Después se lo dejó largo,
por debajo de los hombros,
y escribía poemas desde aquella caverna.
En New Hampshire, a medida que maduraba,
su cabello se hizo más próspero -tupido,
rizado, sensual, con mechones blancos
que realzaban los rasgos de su rostro.
Él acariciaba con su mano aquella cascada de musgo oscuro.
Cuando cumplió los cuarenta
su belleza irrumpió
como un tesoro-ojos, pómulos, nariz,
y cabellos con la densidad del agua.
Hoy,
al ver su cabeza calva
y su cara hinchada
por la prednisona dijo: «Soy Telly Savallas».

Fragmento

 

Siempre el tiempo,
escribiendo su diario,
te devuelve hacia mí.
Los días cotidianos eran los mejores,
cuando escribíamos poemas
en nuestras habitaciones separadas.
Te recuerdo abstraída mirando
por la ventana de enero
hacia el jardín nevado
imaginándote los lirios color violeta.
Tu presencia en esta casa
es casi tan enorme
y dolorosa como tu ausencia

Pateando hojas

 

1

Es octubre. Pateo las hojas mientras regresamos a casa
después del juego, en Ann Arbor,
un día color hollín con aires de lluvia;
pateo hojas de arce,
setenta matices de rojos y amarillos
como papel viejo y hojas de álamo, pálidas y frágiles.
Y las del olmo, estandartes de una raza condenada.
Pateo las hojas que se elevan desde mi bota
produciendo un sonido familiar,
y revolotean y recuerdo
los octubres cuando caminaba hacia el colegio,
en Connecticut,
con pantalones cortos de pana que silbaban
como las hojas. Y un domingo mientras
compraba un vaso de sidra en el quiosco
de una sucia carretera de New Hampshire.
Pateo las hojas, otoño de 1955 en Massachusetts,
seguro de que mi padre estaría muerto
cuando ellas desaparecieran.

 

4

Pateo las hojas, hoy, mientras regresamos a casa después del juego,
en medio de la muchedumbre con sus brillantes insignias,
tan brillantes y numerosas como las hojas. El cabello
de mi hija es del mismo color rojo amarillento
de las hojas del abedul. Ella misma es alta como un abedul,
creciendo, llegando a los quince, creciendo. Y mi hijo
de veinte, flamante como un arce, de visita
de la universidad, anda delante de nosotros, saltando,
impaciente por viajar a través de los bosques de la tierra.
Los observo desde un montón de hojas,
a un costado de esta casa de cartón piedra, en Ann Arbor,
frente a la escuela donde aprendieron a leer,
sus figuras en la distancia disminuyen mientras saludan
pero ahora sé que soy yo quien disminuye,
no ellos, mientras voy de primero
hacia los hojas, tomando el camino que ellos
seguirán dentro de los próximos años y octubres.

 

7

Ahora caigo, salto y caigo, para sentir cómo se trituran
las hojas bajo mi cuerpo, y siento mi cuerpo
flotando en el océano de hojas, en la noche,
la noche que se eleva con las muerte y las hojas
que se mecen como el océano.
¡Ah, este caer delicioso en brazos de las hojas,
en el suave regazo de las hojas!
Nado en ellas, boca abajo, sin dificultad,
aspirando el olor agrio del arce, precipitándome
en largos deslizamientos hasta el fondo de octubre
donde la granja yace enroscada contra el invierno,
y la sopa despide sus olores a zanahorias y cebollas
hacia las humedecidas ventanas y cortinas,
y más allá de las ventanas veo el esbelto tronco
desnudo del arce con sus ramas; el roble
con algunas hojas de marrón otoñal
y los abetos conservando sus verdes.
Ahora salto y caigo, exultante, recuperando de la muerte,
a cuenta de la muerte, de acuerdo con los muertos,
el olor y sabor de las hojas,
y el placer, el único dilatado placer de ocupar
un lugar en la historia de las hojas.

Donald Hall, Usa, 1928-2018
Resumen
Donald Hall, Usa, 1928-2018
Título del artículo
Donald Hall, Usa, 1928-2018
Descripción
Poesías de Donald Hall
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