“Nada más triste que ver a la Nación pagar la enseñanza de principios contrarios a sus propios derechos; nada en fin mas doloroso que notar la absoluta falta de una educación realmente nacional” (Plan de Quintana o Dictamen y Proyecto de Decreto sobre el arreglo general de la Enseñanza Pública, presentados a las Cortes por su Comisión de Instrucción Pública y mandados imprimir por orden de las mismas, 7 de marzo de 1814)

  Es muy común, cuando se trata de dar explicación del auge del separatismo en España, y más en un momento como el actual, apelar a la causa educativa. Esto es, muchos entienden, no sin razón, que el traspaso de competencias (de la administración central a las autonómicas) en el terreno educativo es una de las claves de la propagación y fortificación institucional en España del nacionalismo fragmentario. En este sentido si el actual gobierno es capaz de parar, por fin, el golpe del desafío catalanista que representa el 1-O de este 2017, no es descabellado pensar que se sucederán, con mucha probabilidad, otros “1-O´s” más adelante (o 9-N´s, o 6-O´s, o la fecha que sea) si es que, a continuación, a partir del 2-O, no hay medidas para recuperar por parte del Estado dichas competencias educativas. Se trataría de romper, así, el blindaje competencial autonómico que ha producido la hegemonía nacionalista, para lo cual se requiere, a su vez, de una artillería doctrinal que termine con dicha hegemonía enfrentándosele en el campo de batalla ideológico. Porque se trata, sí, de un blindaje ideológico, que no constitucional, pero que se ha visto siempre como intocable por concesión de los gobiernos centrales, plegándose estos al permanente chantaje nacionalista. Las competencias educativas son el bastión, el noli me tangere nacionalista, desde el que producir nuevos 1-O, si el actual es frenado. La educación autonómica, en definitiva, es el suelo desde el que se rehace el Gerión nacionalista, si es que el Hércules del estado consigue tumbarlo. Y es que las nuevas generaciones son, en efecto, un material muy sensible y susceptible de adoctrinamiento, siendo su moldeamiento fundamental para cualquier tipo transformación social. Una transformación que pasa necesariamente por la articulación, en definitiva, de un plan de estudios. Esto lo saben muy bien los promotores del nacionalismo separatista que, desde el principio, quisieron plantar sus reales en la administración educativa buscando filtrar sus doctrinas, hasta monopolizarlo, en el sistema educativo español (“Cada planta su cultivo; cada nación, su sistema educativo”[1] rezaba el lema del mascarón de proa de la euskaldinización educativa del País Vasco y Navarra). Desde luego, la relación entre la educación y el estado es un tema clásico en la tradición política ya desde la República platónica. Precisamente nada menos que el mito de la Caverna es una alegoría que habla, así se ha interpretado muchas veces, de las conexiones entre la educación y el estado[2], entendiendo que la “vuelta a la caverna” es un movimiento interno del conocer mismo, pero cargado de sentido político, de tal manera que política y gnoseología no aparecen yuxtapuestas en el platonismo, sino que son momentos del mismo proceso dialéctico. La filosofía platónica es así concebida como comprometida, implantada políticamente, frente a una concepción gnóstica o estilita (por ejemplo neoplatónica) que contemplaría, precisamente, como innecesaria esa “vuelta a la caverna”. Y es que tanto la República como Las Leyes platónicas centran en ese plan de estudios (lo que los medievales llamarán ratio studiorum) el motor de transformación social, revolucionaria si se quiere, por el que la ciudad enferma (corrupta, degradada) se pueda volver sana (Kalípolis, la llama Platón). Una transformación regenerativa (o degenerativa, claro, si se busca la ruina de la ciudad) que, desde luego, tiene mucho que ver con la disciplina y la violencia (por utilizar el término aristotélico), y no con la dejadez o el abandono inercial: “Sin educación, las crías humanas se mantendrían en estado prehistórico, por no decir zoológico. Pero todo proceso de educación es un proceso continuado de violencia, de enderezamiento, incluso de «acción contracorriente» de determinadas tendencias «naturales». (…) Policías, jueces y maestros son los canales legales de la violencia ciudadana: sin estos canales sería imposible mantener el «orden artificial» en el que consiste la ciudad o el Estado”[3]. Así, en el análisis que elabora Platón acerca de las causas de la decadencia de los principales sistemas políticos, el ateniense como el persa (Libro III de Las Leyes), la clave de la degeneración la sitúa Platón de nuevo en la educación, o más bien en la ausencia de la misma, haciendo interesantes observaciones sobre la “ineducación licenciosa”[4] de los príncipes persas en el seno de la corte, y sobre el “exceso de desobediencia” practicada en la “libre” y “democrática” Atenas, empezando por la desobediencia hacia las leyes de la música (“dijeron mentirosamente que la música no tiene reglas”[5]). De hecho la Academia es una institución paraestatal, con la que se busca “proteger” a los estudios filosóficos de las agresiones que pudieran proceder de la ciudad (tras la ejecución de Sócrates), pero con visos a que de su interior salga la solución, por la vía del gobernante-filósofo, para que, insistimos, las ciudades enfermas (degeneradas) terminen siendo transformadas en ciudades sanas (regeneradas). Esta concepción, digamos, eutáxica de la educación (dirigida a la buena ordenación del estado), que podríamos confrontar a otras distáxicas propias, por ejemplo, del cinismo antiguo o del anarquismo contemporáneo (para el que una verdadera educación sería aquella que permaneciera al margen del Estado, o incluso contra el Estado, ya que en manos de este la educación siempre significará opresión, “interrumpí mi educación para ir a la escuela”, decía el lema anarquista), compromete a la educación con la conservación del Estado, de tal modo que, y dicho con el más célebre de los académicos, “el punto más importante entre todos aquellos de que hemos hablado respecto de la estabilidad de los estados, si bien hoy no se hace aprecio de él, es el de acomodar la educación al principio mismo de la constitución”[6] . Sin embargo, mutatis mutandis, la reciente reforma educativa impulsada por el gobierno del PP, y que ha cristalizado en la Ley Orgánica de Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE), orilla completamente este “principio mismo de la constitución” y, lejos de acomodarse a él, continúa en la línea de las leyes anteriores (desde la LOGSE en adelante) privilegiando el punto de vista de la división autonómica, y no el de la unidad nacional. Ello se hace notar, sobre todo, en el tratamiento que recibe en la nueva ley uno de los componentes aglutinantes de la nación española, esto es, el español, única lengua nacional, común a toda España, y que queda definitivamente arrinconado en el plan de estudios de algunas comunidades, bien sea por la vía de la influencia del uso oficial de las lenguas regionales, con una presencia extraordinaria en los “curricula” y sobredimensionadas al considerarlas como “lenguas propias” (excluyendo al español), bien sea por la promoción, también completamente exagerada, de la “segunda lengua extranjera” (de facto, el inglés). Una promoción, esta del inglés, con la que se busca, probablemente, por parte del gobierno que impulsó la LOMCE, eludir el problema del arrinconamiento del español en muchas comunidades (Cataluña, Galicia, País Vasco, Navarra, Baleares, Valencia), y así salirse por la tangente del “bilingüismo” como (aparente) solución, digamos, orteguiana (“si el español es el problema, el inglés es la solución”) al problema del trato discriminatorio del español en España. Y es que el Partido Popular tenía la pretensión, era lo que había anunciado con esta enésima reforma educativa, de “vertebrar” nacionalmente el sistema educativo y evitar, así, su atomización autonomista (en este sentido fueron aquellas controvertidas palabras del ministro Wert de “españolizar Cataluña”), siendo así que, sin embargo, el resultado final con la LOMCE, ya en marcha, no evita un ápice tal atomización, incluso profundiza más en ella, convirtiéndose tal “vertebración” en algo completamente intencional y pretencioso (provoca al nacionalismo y, encima, se sigue rindiendo ante él). Y es que dos consecuencias inmediatas se derivan de una política lingüística que, definitivamente, no tiene en cuenta el hecho de la existencia del español como lengua común y que, incluso, llega a obstaculizar (cuando no penalizar) su aprendizaje y uso en determinadas regiones: primera, la imposibilidad para cualquier ciudadano (español y extranjero) de acceder y desenvolverse con igualdad de oportunidades en determinadas partes de España siendo competente en el uso de la lengua común (y oficial), existiendo agravios comparativos desde un punto de vista laboral, administrativo, escolar, etc para el hispanohablante; pero, además, se deriva una segunda consecuencia, quizás aún más grave, que es aquella que impide una formación académica en español para la población que habita en tales regiones (Cataluña, Galicia, País Vasco, Baleares, Navarra…), impidiendo así a muchos españoles (y también a muchos extranjeros domiciliados en dichas regiones) el acceso a un uso competente de un idioma de rango universal, con todo lo que ello implica. Así la cultura en español, insistimos, de alcance internacional, es sustraída de la formación de los ciudadanos que viven en determinadas regiones, confinándolos a una formación de referencias exclusivamente en catalán, gallego o vascuence (de alcance local y regional) de tal manera que, actualmente, a varias generaciones de españoles (y también de extranjeros residentes en España) se les está amputando la posibilidad de desarrollar competentemente su formación en un idioma universal desde el que se tiene acceso, ya sea vía traducción o por obra original, a todos los saberes científicos, técnicos, artísticos, etc (con el conocimiento del español se puede desempeñar competentemente cualquier profesión ligada a tales saberes, no así ocurre con las lenguas regionales o locales). La LOMCE, en definitiva, no corrige la babelización a la que ha conducido a la nación española el Estado autonómico y, yéndose por los cerros de Úbeda del bilingüismo, no ataja el que quizás sea el mayor de los problemas que tenemos a nivel nacional: el levantamiento de muros idiomáticos que busca, por motivos políticos secesionistas, la división de la comunidad lingüística nacional española apartando, a su vez, a muchos españoles de su participación en el conjunto de los 560 millones de hispanohablantes (con todo lo que ello implica). La lengua española no es eliminada de los planes de estudios, no, pero sí se obstaculiza y frena su cultivo y aprendizaje para convertir a las lenguas regionales en auténticos chiboletes, por decirlo con Unamuno, que invitan al agravio comparativo y a la desigualdad en el ámbito laboral, educativo, etc. Este es el caldo de cultivo de nuevos 1-O´s.   [1] EZKIBEL. Buzkerea. Fundación Sancho el Sabio, 1934, p. 128, apud. Ladrón de Guevara, Educación y Nacionalismo, , p. 92 [2] “Y a continuación -seguí-, compara con la siguiente escena el estado en que, con respecto a la educación o a la falta de ella, se halla nuestra naturaleza. Imagina una especie de cavernosa vivienda subterránea […]” (Platón, La República, Lib. VII) [3] Gustavo Bueno, La vuelta a la caverna, 2005. [4] Platón, Las Leyes, Lib. II, 695 b [5] Platón, Las Leyes, Lib. II, 700 e [6] Aristóteles, Política, ed. Austral, p. 305       Fuente | Blog de Carmen Álvarez Vela (19/09/2017)