
El cabo del terror, la de 1962, la buena, es una película en la que se plantea el dilema de la capacidad de defensa de la sociedad ante el acoso, pero sin las huecas florituras posmodernas, sino de forma descarnada, tocando hueso.
El enfrentamiento entre el abogado Sam Bowden (Gregory Peck) y el ex-presidiario Max Cady (Robert Mitchum) nos plantea, a través de la gran actuación de sus actores, a un hombre de ley (para más inri abogado) que, a pesar del acoso al que se ve sometido, no tiene miedo de defender el entorno social que pone en riesgo Max Cady, básicamente con su presencia, pero sabiendo desde el primer momento que su aparente calma esconde a un hombre violento, con un obsesivo deseo de venganza, venganza que debe culminarse violando a la hija de Sam Bowden,
No hay sentimentalismos ni víctimismos, todos los personajes, incluida la hija, asumen la situación y, cada uno con sus armas, se enfrentan a ella. La Ley los protege hasta el límite que la propia Ley se impone, que no es otro que el de que no se puede acusar a nadie por presuponerle intenciones de hacer algo ilegal, por muy evidente que éstas sean. Es en esa frontera en la que se desarrolla la acción, y lo hace a la manera del mejor cine, o sea, mediante una planificación cinematográfica tan sólida como paciente, permitiéndonos involucrarnos y hacernos sentir «dentro» de la tensión, de manera que nos veamos abocados a sopesar que haríamos nosotros en una situación similar.
El desenlace, la toma de posición de la película, no puede ser más atractiva, más realista y no es otra que la de que un ciudadano tiene derecho a defender su vida y a las personas que forman parte de su vida, de la venganza y del miedo.





Si Max Cady no teme infringir la Ley, Sam Bowden no teme a los hombres que no temen infringir la Ley.
