Enfrentado el primer hombre a la primera
montaña, era, vista desde lo llano,
una fiera inabordable y severa
cuyo ascenso se antojaba quimera
a su tranquila presencia en lo humano.
Cierto, había un germen de hombría
que le retaba a penetrar lo sagrado
y un algo sin nombre que no obedecía
al cauto magisterio que grave decía
que alzar la partida le estaba vedado.
¿Qué impulsa a esta débil criatura
a entregarse al peligro insondable
de lo inexplorado, al vértigo de altura
de ascender y ascender sin mesura
en pos de un sentimiento inestable?
Los pies sangrantes, las manos sumergidas
en el frío de lo elevado, nublado
el tiento por el espanto a las caídas
y ese deseo de alcanzar las Perseidas
sin la certeza de ser recompensado;
ese arduo aprendizaje de la gramática
sin aún el placer de gustar de Plutarco;
ese tiempo difícil que se dedica
a tantear, ciegos aún a lo que implica,
para saber del mar sólo viendo un charco;
ese pliego de cordel no desellado
aún calladas sus zanfonas y vihuelas
¿a qué tanto atractivo en ansiado
acceder a tal pórtico alambrado?
¿qué nos une a tales escarapelas?
De tantas profusas noches recorridas,
bajo sus cielos de fuego el hombre halla
las pisadas de otros hombres, sus heridas,
sus dólmenes, sus cráneos y sus lápidas
y así continúa tras su propia batalla.
Cuando alcanza la cúspide, el eco
devuelve su alarido, todo el valle
retumba abriéndose a su gozo rebeco
y lágrimas asoman de un recoveco
de su ánima fundida con el arrulle
del viento que refresca los manantiales,
de las níveas y graves cordilleras
inflamadas por bermejos celestiales,
saciadas de garzos y glaucos nupciales
sobre un manto de brumas y alberas.
No le turba el orgullo del alpinista
en su afán por coleccionar ocho miles,
no es el placer confuso del alquimista
en su empeño por dorar lo que exista
ni la nobleza guerrera del Aquiles;
no el logro de la cima ni la mera
contemplación que abarcan los sentidos;
su quiebra es más profunda y certera,
es el apercibir la fundación fiera
de lo creado, con los ojos rendidos
a un puente invisible, omnipotente,
por el que ofrecerse a ese paisaje
que abre su pálido reflejo a lo ingente
que refleja su inasible y permanente
belleza en la que fundir nuestro bagaje
transitoriamente atado a lo imperfecto;
es el recordatorio que nos desvela
que nuestra parvedad puede ir a lo recto
de ser siervos de lo luminoso perfecto
o ilota huero de terrenal candela.
del libro de poemas Fulgor en la oscuridad




