Free Rider

 

Esos poemas superprofundísimos,
que nunca tengo ganas de escribir
ni muy posiblemente fuerzas,
los han escrito, los escribirán
o quizás ahora mismo los estén escribiendo
poetas admirables.
Yo
no puedo más que dar las gracias, prometer
que los leeré despacio y bendecir
la suerte de que la poesía sea
un trabajo en equipo.

Blanco y negro
(El séptimo sello)

 

¿Para qué sirve el swing de golf, la moto
que se tumba en las curvas, el glamour
de las noches de fiesta, la piscina
o el aplauso del público, si existen
-te pregunta la muerte mientras mueve
un alfil sigiloso- los paseos
por la playa, tus perros, la poesía,
el ángelus, el cine, la memoria
y amigos, que también van a morir?

Por eso la poesía

 

La novela lo malo es lo que exige:
requiere un adulterio, asesinatos,
viajes larguísimos, curiosas coincidencias,
y un sinfín de avatares.
Los cuentos son más cortos
pero tienden a hacer de sus protagonistas
insectos esquemáticos, clavarlos
con su alfiler a un corcho y colocarles
ingeniosas cartelas.
En cambio, la poesía lo da todo
sin pedir casi nada. Es increíble
lo poco que hace falta en un poema.
Que estemos juntos, por ejemplo,
en una tarde tonta, igual que tantas,
y que digas de pronto:
«Qué suerte estar contigo», y que yo piense:
«Oírtelo decir es un milagro».

Epitafio a una joven madre

A Cristina Moreno

 

NO, no te sea leve la tierra en que reposas
ni tampoco tranquila. No estás acostumbrada.
Que sobre ella retumben cada día más firmes
los pasos de tus hijos y el ruido de sus risas.

Dentro de muchos años, hija

 

Habrá una tarde triste
—no sé por qué se espera
siempre a las tardes tristes
para cuadrar las cuentas—

en que hagas el balance
de una larga existencia.
Te estoy viendo ordenando
las sucesivas penas

y las satisfacciones
en dos hondas hileras.
¡Y no podré advertirte
(no estaré) que una pena

no vale la mitad
de cualquier dicha! Echa
con cuidado tus números
y, antes de hacer la resta,

no dejes de apuntar
lo que tú no recuerdas.
Que nos diste naciendo
la alegría perfecta.

Álbum

The evening with the photograph album
T. S. Eliot

 

ESTAS fotos de entonces,
los versos de esos años
me incomodan igual
por todo lo contrario.
Los versos, porque son
retrospectivamente malos;
las fotos, porque estoy
delgado, alegre y guapo.
Yo lo viví al revés:
me hallaba desgraciado
y sólo la poesía
paliaba mis fracasos.
Tal vez lo hizo. Y por eso
quedó exhausta. Entre tanto,
las fotos muestran cómo
ella me iba salvando.

Himno

 

EL poeta intachable es el que vive
cada segundo con la intensidad
de un verso inaprehensible.
Por tanto, ni lo apunta.
A quien la plenitud
no colma
va
y se vuelca
sobre el papel en blanco.
Su destino
asume la derrota de escribir
muy mal el himno que merece el mundo.
Los fallos del poema son esquirlas
de vida renunciada.
Que él celebra,
porque ha venido a celebrarlo todo.

Extraño

 

COMO leía haciendo rápel por los párrafos
y en mi inglés andaluz, lo hice al revés
y no identifiqué la vieja cita
y eso que lo era del Cantar de los Cantares.
«Love is stronger than death». Leí «stranger».
El error de lectura o traducción
me ha regalado otra verdad y un verso:
«El amor es más raro que la muerte».
Pasado mi estupor, caí en la cuenta:
había descubierto algo muy obvio.
En efecto, la muerte —democracia
de ultratumba— será simple y común,
pero el amor es un misterio. Incluso
para nosotros dos que nos amamos
tantos años y aún no lo entendemos.

Primeras líneas

 

AL fin he terminado de escribir
todas las entrelíneas de este libro
y mi silencio me han costado.
Queda
ponerles marco con algunos versos.

Tampoco demasiados. Unas rayas
muy negras para ver mejor —arriba
y debajo— las blancas en su espacio,
silenciosas y limpias, puro espíritu.

En realidad, no se requiere mucho:
el lector de poesía es un experto
en leer entre líneas. El problema
seré yo, aristotélico-tomista

y mi apego a la carne, a lo que pasa
y —lo peor de lo peor— al yo
soy yo y mi circunstancia; a todo. Mal
que bien quisiera levantar la sombra

de cuanto late bajo esta blancura:
los años que se fueron, mis trabajos
de amor cumplidos, la belleza aún
queriendo ser cantada todavía.

La realidad resulta insuperable

 

SUEÑO que estoy soltero, que he salido con otra,
que tengo una aventura tórrida… Sueño todo
en nuestra cama conyugal y, al despertarme,
mi mujer está allí, dulcemente dormida
a menos de dos palmos de mi cuerpo.

La poesía ha muerto

 

HA muerto, pobrecilla.

Lo constatan los doctos —que ya desde Platón
le tomaban el pulso—, lo atestigua
la ausencia de lectores y, ante todo,
la falta de alegría (o de tristeza)
de los versos de ahora.
Tanto ajetreo alrededor (ínfulas, nínfulas,
famas fugaces, nóminas, nombramientos, congresos
consabidos, jurados, revistas, subvenciones…)
es el barullo diminuto
que convoca un cadáver
de más de cuatro días.
Un poema de hoy si se levanta
y sale fuera y anda, será porque
es un resucitado.
Ya no hay término medio:
un poema actual no puede sino ser
—si respira y sonríe—
más que un cuerpo glorioso.

Utilidad de la poesía

 

PARÉ un minuto
a la sombra de un sauce
e hice un tanka.
Cuando alguien lo lee, sigo
descansado un minuto.

Misterios de la poesía

 

NI sé lo que dirán de mí cuando me muera
ni soy pobre
ni viejo
ni estoy desesperado
ni, mucho menos, solo
y, desde luego, como un ruiseñor
no canto.
Lo que no impide
que estos versos de Umberto Saba:
Di me diranno, quando sarò morto:
«Povero vecchio disperato e solo,
Cantava come canta un rosignuolo».
me los diga a menudo;
y que resulten mi retrato exacto,
y que siéndolo —nueva paradoja—
me conforten.

Otro poema confesional

 

VERSOS de amor eterno, estremecidos
abrazos de papel y tinta, lenta-
mente escritos, sentidos, repasados
y releídos, mientras mi mujer
se aburría esperándome
en Instagram para matar el tiempo.
Odas al suave sueño de mis hijos
que se desgañitaban en busca de atenciones.
Encerrado en mi cuarto,
he cantado a la vida.
Para escribir un salmo, dejaba de rezar.
No cogía el teléfono, ocupado
en rematar un nuevo De amicitia.
Ni contestaba los correos
de mis alumnos, concentrado
en altas reflexiones humanísticas.
Si llega luego un crítico y declara
que mis poemas son muy malos,
tendría que decirle:
«No sabes tú bien cómo».

Éxtasis

 

DESPUÉS de tanto hablarnos
filósofos, científicos,
famosos, escritores,
actores, periodistas,
publicistas, etc.,
de sexo a todas horas,
¿quién nos iba a decir
que el colmo del placer
más sensual, que el éxtasis
—mística de lo físico—
resultaría hoy
tu mano silenciosa,
sólo tu mano helada
—qué tibio frío— sobre
mi frente enfebrecida?

Novísimo

 

Y qué será de mí sin mis pecados,
libre ya de mi envidia, amante sin lujuria,
exaltado sin ira, tranquilo sin pereza,
sensitivo sin gula, feliz sin avaricia,
valiente sin orgullo…

¿Podré reconocerme
en las aguas tan claras del Leteo
y cruzaré enseguida?
¿O quedaré mirándome en la orilla, extasiado,
Narciso eternamente?

(Líbrame
de la más sinuosa tentación,
la más difícil, la del Paraíso.
Que ni perfecto esté contento y siga ansiando
el feliz insaciable de alcanzarte).

Musitando

 

EN los momentos íntimos, impone
silencio mi mujer. También la muerte
me mandará callar cuando entre en ella.
Mis amigos prefieren que los oiga.
Mis alumnos no escuchan ni aunque grite.
Tan sólo la poesía me suplica
que musite a su oído
sinceras —poco a poco— mis palabras.
¡Con lo que yo amo las palabras, las
palabras!
Oh poesía…

Enrique García-Máiquez, Murcia, 1969

Por tres

 

MI más solícita jaculatoria
ha sido siempre: «Sangre
de Cristo, embriágame».
«De vino, de poesía o de virtud,
es hora de embriagarse», envidó Baudelaire.
Yo veía su apuesta y la subía.
Y seguiré subiéndola, aunque ahora
a los dos tercios del camino de mi vida
y tan perdido en esta selva oscura
y rauda de un presente
autófago, que escapa de sí mismo
dando vueltas, requiero otro milagro
y entono otra jaculatoria: «Tú,
que me hiciste a tu imagen,
Dios Trinitario, multiplícame».
De la nada que es uno
sólo puede salvarme, a estas alturas,
que el tercio que me resta sume el triple;
que cada cosa que haga sea, a un tiempo,
verdad y sacrificio y puro amor:
cada cosa por tres de este yo monosílabo.

Autorretrato

 

JAMÁS me tatué —ni el verso de Quevedo:
«Nada me desengaña; el mundo me ha hechizado»
ni un aspa de Borgoña— para no interferir
con el dibujo ignoto que me ha dejado Dios
escondido en la piel.
Bastará unir los puntos
de todos mis lunares en un orden preciso
y surgirá el perfil de quien fijó estas marcas
en el vientre materno mientras iba formándome.
Está escrito en el Génesis: soy un autorretrato,
quiero decir, de Él.
Su rostro cae en mi espalda
o tal vez en mi brazo, abocetado apenas.
Vivir es ir trazando con cuidado las líneas.

Almendros

 

ALMENDROS de la áspera finca de mis abuelos,
cómo vais en mi sangre.
Las ramas retorcidas
y negras y resecas,
arañando a la vez la piel, la sombra, el viento.
Sus frutos duros, pobres: las almendras
que abríamos a golpes.
Teníamos permiso para hartarnos
pues no traía cuenta recogerlas.
A veces se volvían proyectiles
en batallas heroicas con los primos.
Muy pronto nos cansábamos
y acaban caídas, entre el polvo,
los terrones, las piedras…
Pero esas flores blancas, de repente,
como luz hecha carne
surgiendo de la niebla, frente al frío,
redimían de todo a los almendros.
Nadie se hartaba ahora de admirarlos.
También sobre mi vida —ásperas ramas retorcidas,
negras, secas y casi estériles— se posan
—milagrosas y humildes—
cientos de flores blancas,
las delicadas formas de cada eucaristía.

Virgen de Guadalete

 

IMAGEN de la Virgen del colegio
donde recé de niño, te propongo
que sellemos un pacto. Yo, tu rostro
veré siempre diáfano en mis rezos;
tú me devolverás, en pago, al pecho
mío de hoy el corazón gozoso
mío de ayer, tuyo, de ti, a tus ojos
y de verdad más grande y más entero.
¡Cómo sonríes! Sabes que el contrato
es una estafa. A cambio de un milagro
(un corazón sin años, zarza en llamas),
te doy lo que ya tienes, pues te he estado
siempre, de niño y de mayor, mirando…
Lo sabes, pero firmas, encantada.

Ralentí

 

LA vida se me escapa por la espalda
y es triste y lento oírla irse sola
como es suave el suicidio, según dicen,
del que en un baño tibio se ha cortado las venas.
Sin miedo ni esperanza se suceden mis meses.
No pasa nada grave, salvo el tiempo
y el amor, tan dormido como nosotros dos,
queriéndonos al ralentí.
Las clases, los encargos, los artículos
se entregan el testigo de mi angustia
y, porque voy cumpliendo, creo que cumplo.
Pero en verdad no cumplo más que años.

Los pies

 

ES posible mirarse por la espalda:
cogerse por sorpresa. Me ha ocurrido.
Leía recostado, con las piernas
cruzadas y me he visto, de repente,
una planta del pie —un brillo de cuero
muy curtido, con grietas y durezas
y unos dedos doblados—. Me ha costado
mucho reconocerlo como mío.
Qué raros son los pies de un hombre viejo.
Si es propio, más. Aunque aún me conmueve
pensar en tantos pasos como ha dado
para llegar aquí.

Hijo de la mar

 

QUÉ poco te impresionan mis artículos
ni las reseñas ni las entrevistas
ni las invitaciones a lecturas.
Los niños me celebran todo más,
mi padre, por supuesto, y hasta tu madre, incluso.
A ti no se te quita esa mirada irónica
ni esa sonrisa etrusca, leonardesca,
a lo Sara de Ur.
No lo digo quejándome: me alegro
porque el estrépito de mis fracasos
no parece afectarte tampoco lo más mínimo.
Diría que los das por descontados.
Tú me quieres por dentro,
como a los hijos de la mar, desnudo.
(Jamás imaginé
que aquello de la desnudez matrimonial
fuese esta cosa tan literalmente metafórica.)
Dicen los moralistas que a la tumba
no nos llevamos nada.
Cuando muera, recibirá la tumba
todo aquello que amaste
y, en sus brazos abiertos, yo, monógamo
más allá de la muerte, atisbaré
un gesto acogedoramente tuyo.

Pleamar

 

QUÉ ritmo el de los días y las noches, amor.
Poco a poco, a los dos, inevitable, el día
con fuerza nos separa como una marea
baja; pero a la noche, la sombra, una marea
altísima, nos une y nos confunde.
¿Es la Luna o el Sol? ¿Qué masa nos gobierna?
Mira subir la sombra, el silencio, el amor.
Que baje luego, si es para volver, qué importa.

Lady Macbeth

 

DEBE de haber un crimen porque borro
y borro las palabras y borro más palabras
y siempre hay más palabras en mis manos.

Autobiografías

 

JUNTANDO cuanto he escrito y he leído,
no llego a más que a cuatro o cinco años.
Hace muy poco, pues, que aprendí a hablar.
Soy, en verdad, un escritor novel.

¿Cuántos meses seguidos me habré reído yo?
Tal vez pocas semanas.

Las de honda emoción o de suma belleza
serán algunas horas.

Y de bondad, ¿qué días?

Si sumo los instantes del amor,
soy un niño de teta.

Más chico que mis hijos —me alcanzaron
muy rápido— si cuento los minutos
en que jugué con ellos.

Lo más largo de mí son esos años
en que anduve durmiendo. Y aun en ellos
apenas superé la adolescencia.

Ordenando mi vida, no soy más
que siete u ocho niños
riendo, ensimismados, mimados, inconscientes.
Al hombre viejo que ahora observo sólo
lo conocen las fechas y el espejo.

Danza

 

LA Danza de la Muerte obsesionó
de qué manera al hombre
de la Baja Edad Media. No me extraña.
En mi propio medievo
me inquietan la metáfora, su radicalidad
sin remilgos y, mucho más, su música.

Joven aún y ya bastante viejo,
lo que a mí me desvela de este tópico
de la Danza es la danza: concordar
el paso, el ritmo, el equilibrio, el aire
y la sonrisa ante la muerte. ¿Cómo
bailar, seguir bailando junto a ella?

Conversación

 

ANDABA lento, solitario, triste.
Cómo flotaba, en cambio, aquella
luna nueva
horizontal, finísima, en lo alto
de la noche estrellada.
«¿Quién eres tú, feliz, tan leve?»,
me atreví a interpelarle
como hizo Luis Aranha, poeta vanguardista.
Me dijo: «Soy
el platillo de la balanza
en que se pesan
los sueños y las ambiciones de vosotros, los hombres».
«¿Y dónde está el platillo —rebusqué por el cielo—
que pesa lo real, lo conseguido
—si se consigue algo—
después de tantos sueños tan etéreos?»
«La Tierra es ese plato, y pesa más»,
señaló desde arriba
la leve luna nueva,
humilde y sonriente,
con un guiño de plata.

Los muertos

 

YO me llevo de miedo con los muertos
porque les hablo y los escucho. Sé
que ellos me juzgan, pero sin rencores.
Fueron examinados ya de amor
y se ponen, por tanto, en mi lugar.
En general, me aprueban; si suspendo,
me animan a la recuperación
(o a la «resurrección», según la llaman).
Viven fuera del tiempo, y los envidio.
Vivo dentro del tiempo, y no lo añoran
pero les gusta que alguien cada rato
les salude y les diga qué hora es,
qué semana, qué mes, qué año, qué siglo.
Me recuerdan las horas que no son,
señalan —porque es un deber que cumplen
con gravedad— las cosas que sí importan
que son muy pocas, y después charlamos
de todas las demás, tranquilamente.
En ocasiones nos reímos mucho.
A veces están serios, nunca tristes.
Se despiden diciendo: «Hasta muy pronto».

Empujones

 

VOSOTROS, muertos con los que he vivido
y a los que sigo amando cada día,
qué cerca estáis —abuelos, madre mía,
tía Lola, Ana…— hablándome al oído.
Hoy son mis hijos los que os han perdido
y echo de menos algo en su alegría,
aunque no se hagan cargo todavía
o jamás, olvidados de su olvido.
Les hablo de vosotros con frecuencia,
imito vuestros gestos a conciencia
y a empujones os traigo hasta el presente.
Yo trato de saltar sobre un abismo,
y en una y otra orilla estoy yo mismo
y el vértigo de ver que no hay un puente.

Frivolidad

 

A los muertos el tiempo no los toca.

Mi madre así muy pronto fue más joven
que mi padre, que es algo que se pasó la vida
intentando, sin éxito.
—Un poco más, mamá, y seré mayor
que tú y eso, sin duda, nos impresionará.
Alguna vez yo te reñí por frívola,
por dar tanta importancia a las edades,
al peso o a la ropa.
Lo de la edad ya está resuelto, gracias
a una muerte impaciente.
Una buena resurrección
te dejará en el peso y la línea y la talla
para un cuerpo glorioso.
Esta banalidad que te heredé
me tiene de rodillas todo el día,
feliz y recordándote, llorando
muy muerto de la risa en la esperanza.

Campanas

 

AMIGOS que me moristeis,
¡qué mayores nos pensábamos
para la vida y la muerte!
De eso, nada. Erais dos niños:
uno en cuarto de carrera,
otro padre primerizo.
Dos niños os veo ahora
que os he doblado los años
como las campanas doblan.
Y, sin embargo, también
soy un niño que, asustado,
espera que le esperéis.

Epitafio a una joven madre

A Cristina Moreno

 

NO, no te sea leve la tierra en que reposas
ni tampoco tranquila. No estás acostumbrada.
Que sobre ella retumben cada día más firmes
los pasos de tus hijos y el ruido de sus risas.

In memoriam

 

QUE tú no morirás mientras yo te recuerde,
que tu latido ahora es mi latido
y que miras el mundo con mis ojos,
me lo dicen, y apenas me consuela.
Mi vida es poca vida para la que mereces
y moriré aplastado
si tu inmortalidad he de echarla a mis hombros.
Tienes que ser eterno porque sí:
porque se nace siéndolo.
También porque es mi vida la que de ti depende.

Jacintos

 

MI hipocondría pone —dando un golpe
perfectamente serio—
mi calavera en lo alto de la mesa
de mi despacho.
Para reaccionar,
me he propuesto escribir
un poema después del cual morirme
resulte sólo un trámite…
Pero la calavera me mira de reojo,
aguantando la risa por lo bajo,
yorickeando,
mondándose,
lironda.
Me he atrevido a exigirle explicaciones
y ella me ha respondido:
«Dios no juega a los dados, y te dará una muerte
mucho mejor que tu mejor poema
para burlar la muerte. Pongamos, por ejemplo,
una maceta
que cae de un balcón de un cuarto piso
y te abre ésta que te habla… “¡Qué accidente
más tonto!”, pensarán, sin duda, todos,
aunque a muchos dará vergüenza comentarlo.
Pero seguramente la maceta
lo será de jacintos,
que es tu flor preferida, y estarán
en su mejor momento, florecidos,
y no como ironía, sino de
pura delicadeza. Será el primero Dios
en acudir con flores a tu entierro».
Me ha convencido al fin mi calavera,
teóloga kierkegaardiana.

Cambiará algún detalle, pero sé
que veré esos jacintos cuando pase.
Y entre todos mis muertos, yo seré el más risueño.

Enrique García-Máiquez, Murcia, 1969
Resumen
Enrique García-Máiquez, Murcia, 1969
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Enrique García-Máiquez, Murcia, 1969
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