A Guillermo Tovar de Teresa
No es verdad que el espacio
sirva como lugar en que se citan
oquedades, rendijas, intersticios
celebrando el congreso de la nada.
No es el telón de fondo
donde hay algo que salta y representa
ademanes de ser, gestos de cuerpo.
No es tampoco un vacío donde aflore,
con el solo habitante de la asfixia,
el único rincón en que la historia
no puede respirar.
Hay espacios que nacen, que gatean
con sus tres dimensiones. Espacios que se yerguen,
sumándole agujeros a su hueco,
hasta la edad madura del abismo
–donde está siempre el vértigo asomado–
o hasta esbozar un ámbito que abarque
desde tu boca abierta hasta los cráteres
que se abren en la luna.
Hay espacios amantes, cuyo coito
–logrado al presentar el pasaporte
que goza de la visa de la entrega–
extraditan sus límites y acaban
con el crónico mal del que adolecen
las naciones, enfermas de frontera.
Hay espacios ya graves: el derrumbe
que amenaza la mina lo demuestra.
Hay espacios que nacen, viven, crecen:
se reciben de tiempo. Son espacios ancianos,
a un paso ya muy niño de la muerte.
Modelado de historia y de materia,
el espacio requiere de su biógrafo
que arroje las leyendas y lo trate
como hermano de todos en el tiempo,
nativo del gerundio y compatriota
de todo lo que se halla,
si olvidamos la efímera existencia,
a una cuna tan sólo del sepulcro.
Los olvidos
¿Es un descanso el olvido?
¿Es olvido caminar?
Es caminar empezar
a olvidarse del olvido?
Emilio Prados
La evocación no respeta los sepulcros,
desoye la liturgia de lo efímero,
halla a flor de beso antiquísimas bocas,
clava con alfileres el chirrido
de las palabras huidizas,
da con el descubrimiento arqueológico de una caricia
polvorienta de tiempo,
hunde su interrogación
en una de las capas profundas de la psique,
embalsama suspiros,
recuerda.
La mente se desanda,
camina a contrapelo del gerundio,
reconstruye la carne desde el molde
de las huellas,
busca el olor a vida
en la carroña de la remembranza,
le tuerce el brazo a Cronos
para tender la mano a los cadáveres,
recuerda.
Limpia los ventanales de su nuca,
carga su fardo con jirones y jirones de lo ido
para quedar intacta,
sin perder siquiera
el juguete asombroso, terrible y delicado,
de la niñez,
desentume vivencias,
riega las partes verdes
de lo perdido,
recuerda.
Recuerda, recorre para atrás
la biografía, sus episodios,
los cumpleaños, con su atalaya
para atisbar la muerte, la eterna
obcecación de los aquíes
tatuados con ahoras,
el tren que, indiferente,
con sus esbozos de cerebro al viento,
su aullido como herida en los espacios
y sus ruedas desbocadas,
va en lo suyo:
lanzándose al porvenir a toda máquina,
saboreando la meta,
corriendo tras el viento,
ganándole la partida a la llegada,
siendo sordo a las voces congelantes
de los frenos,
de las instrucciones,
de los arrepentimientos del maquinista,
y olfateando en sus proximidades
la estación terminal donde mis ímpetus
se hallarán descarrilados.
Recuerda, y al momento,
volviéndose, viviéndose
fe de erratas del destino,
rememora un firmamento de pájaros inmóviles,
con alas mentirosas;
un tiempo con futuros arrumbados
en los sótanos del presente;
rememora,
y ve cómo el espejo,
con su espía de azogue,
recupera, pujando, las imágenes
que le fueron escamoteadas por la amnesia;
pasa lista a un tropel de rostros,
adioses fracasados,
gritos,
promesas
que no dieron con el modo,
el instante
o el vientre embarazado
para pasar a ser.
Mas ahora, al correr de los días,
cuando he dilapidado
casi todo mi patrimonio sensorial,
cuando derramo llanto
con todo y pupilas,
y está a punto de caérseme
el mundo que retengo entre las manos temblorosas;
ahora, cuando doy en mesarme
mechones y mechones de tiempo
y me siento invadido por el allende
y las avanzadas de su ejército
–las hoquedades de la desmemoria–,
pregunto: Dios mío, ¿cuál era el nombre de aquella
hembra
que me dejó debajo de la almohada
sus senos, sus caderas
y la carne amasada en lo sublime
de sus muslos?
No lo sé. Lo he olvidado.
Oh masacre de sílabas.
Peste que busca su lugar en mis palabras
para diezmar sus letras.
Mis olvidos,
mi almanaque de ruinas,
dejan a la materia gris
continuamente en blanco, desnutrida,
famélica de nombres,
frases, manos,
ocultos bajo el polvo de mi rastro.
Los olvidos arrojan tarascadas
a la carne interior de mi conciencia,
a mi jardín de nostalgias clandestinas,
al vetusto directorio de entusiasmos
donde se apolillan
mis ilusiones envejecidas
y mis dedos, que se ahogaban de tacto,
están a punto de desmoronarse.
Olvidos, ay, que me roban discretamente,
o a mano armada,
la sonrisa de una promesa,
el pelo huracanado de una aventura,
el decir del filósofo
–que durante días y más días
puso a correr aullidos de metafísica
por mis arterias–,
la palabra seductora con que supe
forzar la cerradura de una carne,
la juventud que en mangas de camisa
levantó un imposible
para que al fin un sueño se encontrara
al alcance de la mano.
Padeciendo poco a poco un holocausto
de experiencias, se diría
que hoy por hoy, como oficio, me dedico
a olvidarme de todo,
a desdecir vivencias,
a dar mi brazo a torcer,
a asaltarme a mí mismo en los lugares
más oscuros del alma.
Se diría.
¿Nada me queda ya?
Con lo poco, lo poquísimo que guardo,
con éstas que podríamos llamar
las pertenencias últimas,
o mi fortuna en el aquende,
he formado un museo
para uso personal
donde me paso horas y más horas
reconociendo olvidos (desempolvados
para ser recuerdos)
o contemplando los cuadros y las estatuas
que entablan con los ojos el lenguaje
del pasado.
¿Nada me queda ya?
¿En el despeñadero de cuál de mis latidos
voy a perderlo todo?
¿Cuándo vendrá la nada
con sus manos amantísimas
a cerrarme los ojos?
El momento culminante,
intransferible,
el hoyo de desagüe hacia el que corre
la colección entera de mis ímpetus,
irrumpirá, puntualidad en mano,
con gestos de destino,
cuando tenga ya el alma agujereada
por los desánimos incontables
de la memoria;
cuando el tiempo,
encogido al presente
(huérfano de premisas,
desheredado de conclusiones)
transforme sus fronteras en murallas,
sin un solo intersticio donde pueda
ejercitar sus vicios el espía;
cuando este ahora opaco,
ciego,
mudo,
se vuelva pordiosero
de todos sus tesoros extraviados,
cuando ya no me acuerde del olvido,
cuando, amnésico, olvide tercamente
de acordarme,
de salir a la ventana a ver pasar el viento
que sopla sin cesar desde el pasado,
o tan sólo repare en que ya todo,
todo,
todo
irremediablemente se me olvida
y pasa a la ultratumba del vacío,
cuando llegue, por último, la hora
de que sea de mí de quien me vea
obligado a olvidarme.
Para Maricela y Mario
El poeta ante la ventana
¿no estará más bien frente a un espejo,
un espejo que, como una abuela, derrocha todo el día
en bordar imágenes y entretejerlas
con espectros invisibles que circulan
por la sala?
Un poeta frente al espejo
puede tratar de sumergirse, de la mano de Alicia , en la
superficie acuosa y atrayente.
Puede meter los pies, las piernas y la audacia
en su propio delirio. Puede lanzarse a la busca, con su
[redada de ojos,
de inéditas dimensiones y nuevos puntos cardinales.
Puede comprar un minifundio
en el País de las Maravillas,
dedicarse a la inspección de la relojería
de los milagros y lanzar hacia el cosmos
la cometa oscilante de su numen.
Mas zambullirse en el espejo
-y salpicar de esbozos de fantasmas
y luciérnagas a los lectores-,
es dejar lo terreno
hablando solo,
en una lejanía que le pisa los talones
a la ausencia definitiva.
Lo que contempla el poeta,
lo que está entre sus hambrientas pupilas
y las diferentes posturas del viento,
es una ventana, no más que una ventana.
No es un muro
y su ejército de párpados blindados.
O una venda de manos en los ojos.
Es no más una ventana.
¿No escuchan lo que están sus cristales
murmurando? ¿No advierten cómo está la
[transparencia,
con su voz sin igual, recitando, de modo indescriptible,
el poema de lo cierto, lo exterior atestado de poesía?
¿No ven ahí el lugar
donde el pastor-de-miradas del ojo del poeta
las saca a pastar el ser
en los campos infinitos del afuera?

Para Arturo Córdova Just
El elefante es, entre todos los animales de la jungla,
la criatura más digna, parsimoniosa y noble;
un primor de orejas grandes
y un proyecto de cola fina y circunspecta
a medio hacer.
Cuando el calor lo pastorea hacia la inquietud
desbocada del arroyo
-donde el agua construye sus jabones
efímeros de espuma-
arrastra toda su pesada majestad
a refrescar la epidermis arbórea de su cuerpo
y a satisfacer tanto la sed que le quema las entrañas
como la -no menos grande- de limpieza
que nunca lo abandona:
su trompa deja por un segundo
de medir el tiempo
y se encarga de diseñar los duchazos indispensables
a una piel que demanda ser lustrada
y brillar, con su arrugada pulcritud,
en los claros de la selva rodeados de miradas.
Mas si de repente lo invade el deseo
y siente que su sangre
se incendia en la caldera de la brama,
sufre un insólito cambio de talante,
le pone pies alados a su olfato,
sus ojillos, nerviosos, se sienten prisioneros
de sus órbitas,
busca desesperadamente a una elefanta
y se encarama, todo urgencias, a sus ansias
soltando el aleluya del jadeo.
Si nos fijamos bien (y no fingimos
que “aquí no pasa nada” al advertir
el punto escandaloso
que se instala, flameante, en plena jungla),
vemos que el paquidermo desvergüenza
una porción del cuerpo endurecida,
como vara de tronco que, en moviéndose,
desordena el universo.
¿Dónde quedó su porte majestuoso?
¿Dónde su dignidad
de palacio sagrado en movimiento?
El elefante se arroja sin escrúpulos
y rasgando los velos de la estética
castidad cotidiana,
al mundo de lo extraño, lo asombroso,
en las inmediaciones, sí,
de lo ridículo.
Ay el sexo, el sexo,
siempre trae consigo el viejo escándalo,
los dulces, persistentes, excitantes
desfiguros de la naturaleza.
Se cuecen a fuego lento dos poemas de Bécquer,
y la ceniza que quede de ellos
se unta suavemente en el pecho de la sujeto.
Se consigue un disco con música de Chopin,
llora uno copiosamente con ella,
se mezclan las lágrimas con una o dos claras de huevo,
se baten poco a poco
y se preparan unos merengues nostálgicos
que se le obsequian a la mujer con un gesto desdeñoso.
Frota uno tres veces consecutivas
el codo izquierdo de la susodicha
tomando la precaución
de que se haga tal cosa un viernes o un martes.
Se humedece la punta de la lengua
y cuando menos lo espere la mujer
se le introduce de golpe en su oreja derecha.
Si no hay resistencia,
se hace tal cosa cuatro veces
y al terminar, se la ve directamente a los ojos,
como diciéndole: fue sólo un avance,
un sábado preñado de domingo.
Se leen a la interfecta
las historias de
Adán y Eva, Romeo y Julieta, Pablo y Virginia,
todos los hombres y Marilyn Monroe.
Se le tocan los senos pero como quien no quiere la cosa:
no como quien exprime una naranja
sino como quien prueba si una ciruela está madura.
Cuando logra uno desnudar su vientre
se llora, en fin, una lágrima
que dé exactamente en el ombligo.
Cuando a un ángel se le pregunta “¿Qué es un hombre?”
el ángel contesta: “Un ser que contrajo Tiempo”.
El protagonista esencial de todos mis poemas
de todos
también de los estertores que figurarán en la última página de mis Obras completas
no es el ir desde un entusiasmo hasta un punto cualquiera y sus suburbios;
no es el comprar con un pasaje la aniquilación vertiginosa del espacio
sino que es el devenir,
el paulatino derrumbamiento no sólo de la arena del reloj,
sino del reloj de arena.
El ser que es, desde siempre, un siendo.
El viajar en la carroza de lo efímero
contemplando cómo todas las provincias de la transformación se le vienen en sentido contrario.
En realidad, no escribo poemas, sino historias.
Hablo, por ejemplo, de la crónica de un suspiro,
de la biografía de un deseo inconfesado,
de la historia verdadera de un silencio.
A veces me duelen los relojes,
tanto, que veo al cucú como la más siniestra de las aves de rapiña.
Pero no puedo cruzarme de ojos ante lo evidente:
soy, somos, seremos personas con las manos empolvadas de tanto acariciar la idea
de inexorables velorios.
La Muerte está a la vuelta de este júbilo,
vendrá el miércoles,
llegará al mismo tiempo que la llamada telefónica que espero desde hace un siglo.
Por eso, el personaje principal de mi lápiz
es el misterio de un verbo crucificado por todas sus modalidades.
Por eso, la obsesión central de mi musa es seguir el rastro de todo coleccionista de huellas.
Mas no puedo dejar de inquirirme
si el protagonista primordial de estos alaridos que discurren
no en verso o en prosa
sino en Tiempo
es el interminable dejar de ser que en todo existe;
o si, por el contrario
es todo lo que, para ser se embarca a perpetuidad en el moverse.
Lo diré sin reservas:
mi personaje es cualquiera de las criaturas del elenco infinito que puebla y despuebla
este escenario al que damos el nombre de mundo
no de aeropuerto de ángeles.

Sé muy bien que jugar era nuestro único
mandamiento.
Fernando Pessoa
Tras de mi nacimiento,
saltando con mis células, creciendo,
pude ascender al punto
en que oyendo las voces del camino,
los murmurios finísimos de un polvo
que empezó ya a medirme la jornada,
me solté a caminar de muy pequeño.
Recibiendo regalos de estatura
cada vez que un cumpleaños celebraba,
estuve mucho tiempo
sin aprender a hablar, hasta que un día
pude al fin colocar los explosivos
de mi primer vocablo en el recinto
de todo mi silencio y desde entonces
hablo hasta por los codos de mi pluma.
Para espigar mi sueño
mis padres pretendían arroparme
con canciones de cuna;
mas yo era tan melómano que todas,
me acababan meciendo
irremediablemente en el insomnio.
Poco antes del ocaso
me aguardaban los cuentos,
que escuchaba embebido
sin que me pestañeara la atención,
hasta que me volvía
a escuchar de la almohada «había una vez»
y entregarme al pausado parpadeo
del acto de dormir y despertar.
A veces me sentía
triste, sin protección, como si hubiera
asistido al entierro
de mi ángel de la guarda.
Otras veces me hallaba tan alegre
que me iba a repartir a domicilio
pedazos de alborada,
poemas de Neruda,
alcancías repletas de miradas
para que fueran rotas al momento
en que brota el crepúsculo.
Si estaba fastidiado,
no sabiendo qué hacer del tiempo vivo,
sacaba de mi caja de juguetes
la espada de madera, las canicas,
alguna vez un oso
del tamaño de Dios,
a quien le dije todo, en la confianza
de que la indiscreción no es de peluche,
o también el cuaderno, mi perpetuo
astillero de naves que bogaban
con su tripulación hecha de tinta,
o fábrica de aviones
que arrojados al aire,
en propulsión de mano,
hacían que planeara la belleza
hasta que aterrizaba a la mitad
exacta de mi júbilo;
tornaba los soldados, las batallas,
el trompo y su mareada cantinela,
los coches de latón, las travesuras.
Mas debo confesar que las sacaba
con temor, porque nunca olvidaré
que al nacer asfixiado, la primera
de todas mis maldades,
me dio la comadrona
mi cuota de nalgadas correctivas.
Cuando el viejo maestro
-que en mi palma medía, con su regla,
cualquier incumplimiento- me arrojaba
a la tarde leprosa de una eterna
tarea, me sentía desterrado,
teniendo por grilletes los rincones
de la alcoba de estudio en que lloraba
de la pluma a los ojos,
en un país de verbos, capitales,
y la raíz cuadrada de mi tedio,
país de la aritmética y su exacta
sustracción estadística del hombre.
Mejor era ir al parque,
colocarse a la sombra de algún juego,
sorprenderle sus nidos al fastidio
y cambiar municiones y agonías.
O llamar a aquel hombre
que iba con su majada
de algodones de azúcar -como nubes
que nos hacían lluvia ya la boca
y ataba sus corderos de colores
cada uno de una estaca
para ser trasquilados a mordidas.
Cuando cumplí dos lustros
dejé de musitar esas palabras
que se hallan de rodillas,
como primera piedra de algún templo;
comprendí que la fe no es otra cosa
que clavar en la tierra un espejismo,
para que nunca pueda evaporarse
al calor de los pies que traen consigo
la esperanza insolada.
A partir de ese instante
no pude ya creer en otro mundo:
adentro de mi cráneo, los milagros
de Jesucristo fueron también crucificados;
y no entendí hasta entonces
que no hay en las obleas más deidades
que el envinado dios de la cajeta
o que el agua potable
es el agua bendita ciertamente.
Llegué a esa conclusión
jugando a las vencidas con la duda,
hasta que ya después, sobre mi torre,
a campanada en cuello repicando,
llamé, con cierto gozo, a misa negra,
y tuvo el Anticristo de la nada
su más seguro fiel en mi persona.
Yo ignoraba, de niño, que son sábanas
lo que tan sólo baten
al volar las cigüeñas.
Pero la pubertad, con mi nodriza,
provocaron en mí
la resuelta erección de un nuevo mundo.
No pude conformarme, desde entonces,
con brindar mis caricias al estanque
donde algunas mujeres se bañaran,
y buscar codicioso, a toda mano,
el rebaño de senos del oleaje.
En fin, entre las fotos
de mi álbum familiar, una conservo,
ilustración perfecta de esa época,
de los frecuentemente extravertidos
senos de mi niñera.
La más dulce lección de geometría
que en mi vida he tenido, se la debo
a que ella, cierta tarde, tacto a tacto,
pasó a confidenciarle sus caderas
al más pequeño Enrique.
Ha triunfado otro ay
Buero Vallejo
No he de decirlo todo; pero creo
que hay que sacar a veces los trapitos
al menos a la luna.
Explicar
que al momento
de encontrarme
haciendo el inventario de mis llagas,
me regalas presentes imprevistos
como el radar que opera detectando
el vuelo de los ángeles,
o el elefante aquel, color de niño,
que juega pisoteando las cajas de pandora.
Relatar
que al hallarme feliz,
calculando
los millones de células
de tu cuerpo,
de que soy propietario;
feliz hasta creer
que debiera amarrarmé a una sirena
al escuchar el canto de los mástiles,
entonces me regalas un desierto
y me robas el agua
haces que me circulen hormigas por las venas,
que mi cuerpo se vuelva el paraíso
donde nace
la primera pareja de alacranes,
que mis órganos gruñan convertidos
cada uno en una bestia diferente.
Pero entonces
caminas a tu armario
y tomas el estuche donde guardas
la mejor
de todas las caricias.
Y otra vez en la luz, sin parpadeos,
sin un solo relámpago de sombra,
a dos manos tomado del orgasmo.
Hasta que de repente me conduces
a tu nueva mansión edificada
en un fraccionamiento construido
a mitad del carajo.
En el flujo y reflujo de este péndulo
(que en su inconstancia empuja
mi corazón metálico de izquierda
a derecha en la entraña)
navego exactamente en el sentido
contrario al que olfatea el viejo lobo
de mar de toda brújula.
¿He de ser prisionero
de este vaivén sin fin hasta el instante
en que ya la agonía
desanude
la luz de mis pestañas
y epitafie el recuerdo
mi irremediable ausencia que se inicia?
No sé. Pero al llegar a estos renglones
abandono la pluma porque ayer,
habiendo ya fletado
un carro de mudanza
para todos los sueños
que me fueron creciendo aquí a tu lado,
todo cambió de pronto
y corro hacia tus ojos
desempacando besos y caricias
No es posible derramar dos veces el mismo lloro.
Los ojos peregrinan, con el tiempo bajo el brazo,
hasta ser un asilo de dos niñas
ancianas.
Centellean su eterna distinción con el pretérito,
tomándole instantáneas a la nada
cada vez que al pestañear nos dejan ver
añicos de la muerte.
Eternamente nuevas, las lágrimas
redondean segundos
para hacer una clepsidra de aflicciones.
Hasta es factible a veces
oír el delicado tic tac del parpadeo.
Imposible vivir dos veces en la misma carne.
Y esto lo sabe bien el que, aunque no es un anciano,
sí es un hombre de cierta edad,
entrado ya en nostalgias.
Y también el que carga la inscripción en cada palma
de tan prolongada línea de la vida
que desborda la mano y se le enmaraña
en todas las arrugas.
Las manos habitadas empiezan a inquietarse
y su tranquilidad se les llena de hormigas.
El viejo sólo empuña firmemente,
como un pez apresado,
un temblor incesante
que resulta incapaz de sacudirse
la pátina numérica del tiempo.
No es posible besar dos veces la misma boca:
hasta Penélope,
que tejía su fidelidad todas las noches,
que, al sustraer su cuerpo en mil maneras
al tacto pretendiente,
recorría asimismo su odisea,
y obtenía en su lecho,
abrazada a la ausencia de su esposo,
el orgasmo espiritual de cumplir con la palabra
empeñada,
le entregó a Ulises,
cuando éste pudo tornar al fin
a la Itaca más íntima de la boca conyugal,
diferentes labios, sonrisas extranjeras,
senos acuñados en distintos moldes,
piernas que envejecieron no sólo en las rodillas.
No podemos cantar dos veces la misma copla.
Ni el disco se nos raya en algún punto,
como una idea fija de sonidos,
para trazar en él
el signo circular
de lo perpetuo.
No es posible cantar la misma copla.
No es posible acariciar dos veces los mismos pechos.
Ni acurrucarnos en sus círculos
pensando que nuestra eternidad
tiene pezones.
Si se exigiera hacer su biografía,
desde el punto en que les ponen las manos del deseo
sus corpiños de tacto,
cuando hay alguien que sufre
dos senos de temperatura,
al día en que la leche se les curva
y ponen en la encía de su niño
la dentición licuada de lo blanco,
tendría que decirse:
cuando niña,
a la mujer se le diluyen
en la indistinción de sexos de su tórax;
adolescente,
salen en busca del tacto
y abandonan
la unidad de su pecho de pequeña
a favor del dualismo que adivina
que las caricias se hacen a dos manos.
Cuando anciana, advendrá
un deshielo de senos
como alforjas despojadas ya de todos los años por
venir.
Y eso nos hace ver
que no es posible acariciar dos veces idéntico placer
si sabemos
que el tiempo está palpando la epidermis,
esculpiendo su vejez a fuerza de caricias.
No podemos jugar dos veces al mismo juego.
Yo no pude lograrlo
al jugar, cuando niño, al escondite,
juego en que me escondía hasta perderme.
Ni pude conseguirlo
con aquella peonza que giraba en la palma de mi mano
como una paloma en torbellino
que picoteaba ahí su equilibrio.
Ni lo alcancé tampoco
cuando, en el ajedrez, que se rodea
de una atmósfera que huele a pensamiento,
advierto que de pronto
soy un alfil más inteligente que tú,
tiendo republicanas trampas a tu reina
en el tablero de batalla,
y salgo triunfante en una lucha
en que la meditación
fue mi pólvora.
El hombre que frente al reloj
recuerda su trayecto,
se lanza la memoria a las espaldas,
se desanda a sí mismo hasta que advierte
la raíz
de esa flor de tic tac que es el presente,
sabe que no podemos entrar dos veces en el mismo
río.
Nuevas aguas ahogan las pasadas,
del pretérito oleaje ya no queda
sino un débil recuerdo, en vías de esfumarse,
prendido como náufrago a la astilla
que perdura del barco sumergido.
Dos veces no podemos.
No existe una sola ancla, con su puñado de tierra firme,
frente al fluir del tiempo
las cuentas de no acabar de su rosario.
Y en el caso de haberla
no sería dos veces la misma ancla,
pues el reloj desborda
sólo momentos irrepetibles
que dejan la grabación efímera en el viento
de sus huellas digitales.
No es posible entrar dos veces en el río
porque, con sólo mojarse,
mi cuerpo es unos segundos
más viejo que antes era,
y siento que, fugaz,
la espuma a mi cabello lo deja encanecido.
Dos veces no es posible entrar al agua
aunque el reloj, mojado, se nos pare
fingiendo una escultura de lo eterno.
Ni es posible tampoco
porque cuando después
el baño se abandona,
la arrugada vejez que hay en las yemas
muestra que hemos sumergido las manos en el
tiempo.
No es posible leer dos veces al mismo Heráclito.
Para Carlos Illescas
En el tiempo primario,
antes de que, trinando, ese llamario
convirtiera la rama en ramarada;
antes de que en su lomo el jorobario
cargara agua estancada
para esperar la sed que se renueva
de cuando en vez en medio de la cueva;
antes de que transforme
el hombre a ese murciélago inocente
(al temor yugular que ante él se siente)
en el sangriro enorme,
enorme y repelente,
que gusta continuar con dos hilillos
rojos la brevedad de sus colmillos;
antes de que la hurtaca, que conspira
por hacerse de vidrios, de carretes,
cáscaras de limones, rehiletes
en que el color, mareado se retira,
transformara su nido fuerte,
donde está toda suerte
de cosas que convierten en más rico
este pájaro que otros por un pico;
antes de que la mano, con su caña,
realizara la hazaña
de pescar los más grandes tiburones,
y a cuchillo, con saña,
haciéndolos jirones,
al agua los tirara nuevamente
formando en cada trozo una piraña,
brizna de tiburón que hinca su diente
en la miedosa carne de la gente.
Antes de que en el campo y en el monte,
si vamos desde atrás hacia adelante,
se hallara el vastodonte,
la fuente primordial de esos raudales
de genes colosales,
padre del elefante
que irá en la evolución de los trompales
-emefante, enefante y esefante-,
sin dejar de ser nunca el grandefante
haciendo, a la pisada con que yerra,
que retiemble en sus centros nuestra tierra.
Antes de que luzigres de Bengala
sirvieran de pacíficos tapetes
a mitad de la sala
y la pared realce
la percha para asombros del cuernalce.
Antes de que nacieran asconetes,
floriposas, chispiérnagas, muerderros,
que plagaran los campos y los cerros
de Indonesia, de México o de Italia
de toda la animalia
que supo imaginar naturaleza
y arrojarla a los bosques, la llanura,
las estepas perdidas, la maleza
en que gruñe lo verde en la espesura,
la gota, en fin, la gota de agua pura.
Sólo cosas había en los umbrales
del mundo. La materia
sufría en aquel tiempo una miseria
completa de animales.
La bestia hoy enjaulada
en el parque zoológico,
tenia, de abuelárbol genealógico,
el roble de la nada,
brillante no de flores sino ausencia.
Si se hubiera instalado
(corno punto final de la presencia
del mundo inanimado)
de «la blonda avecilla» el cuerpo alado
(la abeja en los panales de Ronsard)
en medio de las cosas, en la desobediencia
de la ley natural,
brotara en todas partes el escándalo,
la infracción promovida por el vándalo
que hubiera, con su caos, invadido
el imperio romano dominante,
y cundiera al instante,
la sorpresa, el sinsentido,
si en las cosas la mente hubiera sido.
Sólo cosas había. Sólo cosas.
Sólo cosas lucía ese momento.
Tierrañas que se erguían impetuosas
tratando de llegar al nubamento;
jugones que introvierten como cuitas
su milagrio de perlas exquisitas;
bellísimos tierrajes
que cambian de estaciones y de trajes
como el que con su prisa
se monda fácilmente la camisa;
blancatraces de luengas, amarillas,
ancestrales historias tan sencillas
como aquella que cuenta la conseja
de que, si se le deja,
esta flor que se excita y que se turba
en su dorado rayo se masturba.
Aquí no hay quien cerebre lo que ocurre,
no hay abiertos mirárpados al cielo
o al pequeño friachuelo
que discurre
sus inéditas aguas en el suelo.
Aquí no hay ojos, manos ni noticias
de futuras tacticias
que dejarán la piel embelesada.
Aquí no está a dos pies encaramada
la pregunta por todo,
la inquisición consciente por el lodo,
la es bella titilante,
laguna vez el agua vacilante.
Aquí no hay quien cerebre el universo,
ni siquiera ha nacido el primer verso.
En El origen de las especies de Charles Darwin,
London, 1859, p.374, podernos leer este pasaje:
las hormigas,
marchando en fila india,
recuperan los puntos que conforman una línea.
Una hormiga roja,
abandona, de repente, la fila,
su instinto,
la ley natural.
Y al hallarse sola,
descubre las paredes y ventanas del yo.
¿Qué soy? se pregunta,
y en el lenguaje nervioso de las hormigas rojas
dice: soy un yo.
Yo, entonces, se acerca a una laguna
para contemplar la cara
de alguien que es, al fin,
consciente de sí misma.
Una hormiga negra,
negra como la lágrima de un ciego,
pequeña,
emperifollada con el moño de su sexo,
abandona también su fila,
el trocito de ciencia en que vivía,
se dirige al mismo estanque
y descubre en la mirada de Yo su nombre.
Se llama Tú.
Tú y Yo,
tomados de la mano,
se empiezan a dar obsequios:
briznas, raíces, letras,
el ensayo fugaz de una sonrisa,
hasta sienten el deseo
de darse enteramente
demoliendo los muros que protegen
a los pronombres.
Abajo de una hoja seca hallan su primer beso
y el principio de identidad…
Y en eso están, así, cuando de pronto
llega el oso hormiguero
y el idilio, carajo, se devora.

Tan sencillo como esto:
vivir indignamente entre algodones
(que llegan al oído
para tapiar al yo, para dejarlo
sin nexos con el mundo),
con la cuota de besos de la madre,
los hijos y la esposa,
con los pulmones llenos del incienso
de la gloria oficial,
o vivir dignamente en la tortura,
en la persecución, en la zozobra,
con la tinta azul cólera en la pluma.
Tan sencillo como esto:
ser Martín Luis Guzmán o ser Revueltas.
En un tiempo yo fui, lo que podría
llamarse una persona
decente.
Buena educación.
Eructos clandestinos.
Modales aprendidos con metrónomo.
Y un cajón rebosante de dieces en conducta.
Pero un día,
ante los golpes de culata,
las ráfagas de párpados vencidos,
el furor lacrimógeno,
me nació un inesperado
«hijos de puta».
Se trataba de mi primer arma,
de un odio que a dos pies
cargaba la sorpresa de su propio nacimiento.
A partir de entonces,
dentro de mi gramática iracunda,
dentro del diccionario en que mi cólera
se encontraba en un orden alfabético,
disparaba palabras corrosivas,
malignas expresiones que eran áspides
con la letra final emponzoñada.
Pero yo me encontraba insatisfecho.
Ningún hijo de puta
corría hacia su casa, ante mi grito,
para zurcir el sexo de su madre.
Mis alaridos eran inocentes,
inofensivos eran
como besos que Judas ofreciese
tan sólo a sus amantes.
Ante eso,
pasé de un insatisfecho «cabrones »
-pólvora humedecida por mi propia salivaa
una pequeña piedra,
el pedestal perfecto de mi furia,
la lápida mortuoria que encerraba
la pretensión guerrera de mi lengua.
Y ahora, en la guerrilla,
mientras limpio mi rifle.
recuerdo cuando yo era, camaradas,
lo que podría llamarse una persona
decente.
Una vez me enamoré de una trotskista,
Me gustaba estar con ella
porque me hablaba de Marx,
de Engels, de Lenin,
y, desde luego, de León Davidovich.
Pero, más que nada
porque estaba en verdad como quería.
Tenia las piernas más hermosas de todo el
movimiento comunista mexicano.
Sus senos me invitaban
a mantener con ellos actitudes
fraccionales.
Las caderas, que eran pequeñas, redondas,
trazadas por no sé qué geometría lujuriosa
lucían ese movimiento binario
que forma cataclismos en las calles populosas.
Un día, cuando
me platicaba que:
«Lenin había visto con lucidez
que la época de los dos poderes llegaba a su fin»,
yo le tomé la mano;
ella continuó:
«pero el problema básico
era la concientización de los soviets».
Yo no despegaba los ojos de sus senos.
Un botón de audacia -meditabay
me vuelvo un hombre rico.
Y ella proseguía:
«había que reforzar el papel de la vanguardia».
No me pude contener
y la estreché a mi cuerpo
con la boca de cada poro mío
buscando otros iguales en su carne.
Y ella: «Lenin había previsto que…»
Y yo ataqué el botón de su camisa
y me puse a jugar con la blancura.
Y mi trotskista, con la voz excitada:
«los mencheviques estaban
en minoría ya en los consejos».
Y yo, con decisión,
le fui subiendo poco a poco la falda,
como quien deja de hablarle de usted a un ángel.
Se hizo un silencio.
Un silencio para disfrutar
del pequeño burgués abrazo
que abre la toma del poder por el orgasmo.
Eduardo. Guillermo, Jaime
¿recuerdan cuando fuimos terroristas
y armábamos el delicado mecanismo
de explosivas mentadas de madre
para ponerlas en lugares claves
del sistema?
¿Recuerdan cuando, con Pepe,
con la boca cosida por el mismo propósito,
levantamos una barricada de hambre?
¿Recuerdan nuestra fiebre clandestina,
el salir a una junta
poniéndonos el traje, la bufanda y el seudónimo?
¿Recuerdan nuestros puños
-opuestos siempre al ascodiscutiendo
por las noches
hasta el advenimiento del nuevo día,
hasta que los arroces de la penumbra
eran picoteados por los gallos?
¿Han olvidado acaso las reuniones,
las órdenes del día
en que el sueño era el Presidente de debates?
Se dice que tan sólo
la sangre juvenil es subversiva,
o que la adolescencia,
con su chorro de tiempo tan exiguo,
no moja aún la pólvora
del furor; pero dícese que ello es transitorio,
que ha de venir el día
en que sienten cabeza las neuronas
impulsivas;
se dice que la edad,
con su telaraña de canas,
toma preso y devora
el tábano rebelde de otro tiempo.
Se habla de ingenuidad,
de muchachos utópicos y anémicos
que formaban brigadas o círculos o células
de glóbulos blancos.
Se habla de castillos
formados con la arena de fantasmas
que a la incredulidad se desmoronan.
Se cita
la escasez lamentable de mazmorras
que hay en los manicomios.
Pero Eduardo y Guillermo.
Pero Jaime.
No quiero,
no, no quiero la cordura.
En vísperas de ser por las arrugas
invadido,
no quiero, mis amigos, encontrarme
con los pies muy bien puestos en la tierra
de la lógica.
Sueño, mis camaradas,
que hasta el último instante,
mi voluntad aún halle la forma
(contra mí, mis arrugas, mi cansancio)
de levantarse en armas.
1
Ayer, amada mía, pecho adentro
te enterré en la rotonda
de mis sueños ilustres.
2
Hoy me desperté
crudo, mujeroso.
3
No digas nunca
de esta mujer no beberé.
4
¿Recordarte
cuando me dejaste
tan mal sabor de alma?
5
La poesía sucia se lava en casa.
6
A una alumna,
llamada Alicia,
la llamo yo,
al verla tan hermosa, tan deseable,
Alicia en el país de sus propias maravillas.
7
En el castillo, amada, levantado
por los dos, tengo miedo
del triángulo que formamos
nosotros y el fantasma.
8
En esta América nuestra, poetas,
hay que hacer
hasta canciones de cuna de protesta.
9
Mujer: todo salió a pedir de tacto.
Mas desde hoy nos veremos
sólo de vez en boca.
l0
Sin volver la mirada, te fuiste lentamente,
enfermando de cáncer el espacio.
De reojo logré verte por último
escupiendo las letras de mi nombre.

Va de pasión en fondo por las calles
alineada la masa. Pasa en ellas
su tráfico iracundo. Cada gente
hace un mínimo cráneo con su mano
para poner en él
su incipiente conciencia proletaria.
Avanza cada frente
con su breve pancarta de coraje.
Aunque en medio del río.
pretendo ser la gota que conserva
la conciencia de sí,
me uno al coro de voces que da forma
a ese canto que luce finalmente
borradas las fronteras de los himnos
nacionales. Los gritos y las porras
nos hablan de una isla,
de un territorio libre en la esperanza,
de un descubrir aquí en el Nuevo Mundo
de nuevo el Nuevo Mundo.
En medio de esta turba,
donde un furioso verso es cada hilera,
cada grupo una estrofa,
la manifestación una poesía
de Neruda, Llikmet o Maiakovski,
que ha ganado la calle,
me pongo a recordar, y se me viene
a la memoria el tren, el tren de carga
-atestado de espíritu rebeldede
manifestaciones ferroviarias
que le daban al zócalo el carácter
de estación terminal. Y se me viene
al recuerdo la masa
de estudiantes, maestros, que soñaban
que una bandera roja,
con audacia alpinista.
sobre la Catedral se enseñoreara.
Y se me viene aquí, justo a la angustia,
la célula con Pepe, con Eduardo,
el breve caracol en el que pude sintonizar un día
el rumor del Mar Rojo que se acerca.
Y entonces se me viene
todo el sesenta y ocho a la cabeza.
La manifestación hecha en silencio,
en que sólo podían descubrirse
los puños en voz alta.
La manifestación que se diría
guardaba ya minutos de silencio
por las futuras víctimas. Recuerdo
Tlatelolco. Recuerdo
mis amigos y alumnos y recuerdo
el permanente mitin de sus tumbas.
Y en medio del recuerdo caigo en cuenta
que quizás a la vuelta de la esquina
puede encontrarse el monstruo,
el monstruo lacrimógeno, la fiesta
de las balas del monstruo. Pobre México,
invadido de Díaz y de Díaz,
presas de hordas de Díaz. Pobre México.
En tu bandera luce
un monstruo devorando una serpiente.
Nacer profundamente irritado.
Gritar de tal manera
que todos se vuelvan hacia el grito
buscándole su pedestal
de lobo.
Hacer que por los labios entreabiertos
se fugue del pulmón en llamas
la vocal militante.
Ensayar muy pronto los primeros pasos
para aprender a pisotear los insectos
que lanzan pequeñas tarascadas a los talones.
Concebir en la cuna nuestro primer proyecto
subversivo.
No dormir en la almohada (donde anidan los más tibios
ademanes maternos)
sino acurrucamos en nuestro propio puño.
Apachurrar las lágrimas
entre el dedo pulgar y el índice.
Hallarse preparada en todo momento
para desenfundar nuestra mejor injuria,
cortar cartucho y pasear los ojos
por un jardín de pulsos extraviados.
Buscarle la espinilla a los dioses.
Poner,
desde pequeños,
a nuestro oído en guardia
contra todo
canto de sirena y variaciones.
Desoír la varita de virtud,
sus tristes erecciones.
Rechazar el noviazgo que nos pone
las primeras esposas en las manos.
Luchar a sangre y sexo.
Escribir un epigrama que genere
cuarteaduras en los muros
del partido gobernante.
Pero no confiar demasiado
en las virtudes catastróficas de la lira,
en la toma del poder por los endecasílabos.
Buscar pacientemente en cada cuerpo
el punto en que se esconde la ternura.
Darle piel abierta a la caricia.
Organizar una manifestación
que corra, tumultuosa,
a escuchar en el zócalo un recital
de poesía.
Contemplarse las manos,
a la hora de morir,
y pensar en las obras
firmadas por sus huellas digitales.
No tener temor a la muerte.
Enseñar a los cojones a deletrear el infinito.
Morir tranquilo, en fin, tranquilo.
En paz, serenamente,
si se está convencido
de haber colaborado
con un grano de pólvora
al bendito desorden que se acerca.
Para Alicia Zende jas
Y me dije:
hazle señales de humo con incienso,
extiende, con la red,
el amargo panal de la emboscada.
Súbete, pero ya. Llega a la altura
en que pastan las nubes
la vecindad hojosa de la tierra.
Colócate una antena por si acaso
viene con los disfraces de la música
o con las variaciones
en que el tema inicial fuera el silencio.
No olvides los cordones.
Prepara ya la cárcel. Toma. Baja
la mano hasta alcanzar (haz un esfuerzo)
la colección de muros del candado.
¿Qué pasa? Salta, muévete.
Por favor no te quedes con los brazos
tan ciegos como un nudo.
¿Que la red se encontraba agujereada?
¿Que pasó a una distancia desdeñosa?
Se trataba, carajo,
del ángel de las siete y treinta y cinco
que se había salido de su ruta.

Que ya no puedes más, que ya tus hombros
no soportan el bulto del cansancio?
Ni modo, camarada, hay que seguir.
¿Que están, dentro de ti, desmoronándose
tus músculos más firmes
corno un reloj inserto en las entrañas?
Ni modo, camarada, hay que seguir.
¿Que te invade la sed, que sufres hambre
y tu estómago empieza a enloquecer,
a tañer su campana de vacío
para llamar a mesa y a manteles
que digan pan al pan y al vino vino?
Ni modo, camarada, hay que seguir.
¿Que temes la tortura?
¿El duelo de la sangre y las ideas?
¿Que se acerque el esbirro
a buscar en tu piel planes y sueños?
¿En tu alarido el nombre de tu hermano?
¿Alguna dirección en tus testículos?
Ni modo, camarada, hay que seguir.
Hay que ser partidarios de la tesis
del odio permanente.
Hay que hallarse sin tregua
con la iracundia al hombro
para estar algún día en pie de paz.
Ni modo, camarada.
Cansancio, hambre, temor, qué significan
para el que ha decidido,
con su cincel en mano,
levantar la escultura de su grano de arena.
Homenaje a W Reich
En un tiempo fui parte
de la fracción erótica
del Partido Comunista.
Era un partido dentro del partido
como un ciego que se esconde en una gruta,
un águila en el águila del viento
o unos labios cerrados en mitad del camposanto.
Todos mis documentos.
clandestinos,
disfrazados de puertas clausuradas,
concluían:
«¡Proletarios y proletarias de todos los países, uníos! »,
y denunciaban las razones neuróticas
por las que a veces
la hoz no se acostaba con el martillo
o gusanos generados en el lecho
devoraban la manzana
de los puños.
Mis principios:
que las bocas dispersas
(que hacen una antecámara
de besos suspensivos) cierren filas,
trituren el espacio mojigato.
Que al avanzar la piel, levante vuelo
la parvada de corpiños temerosos;
que nadie note, no,
la militancia reservada
de tus malas intenciones;
que sea tu estrategia conquistar,
en medio de las sábanas,
el frente unido,
tu táctica formar en la epidermis
una asamblea de poros excitados,
un mitin en que el sexo se levante
y tome la palabra.
Se reparó en mis actos fraccionales,
en mi pasarme los días amueblando
catacumbas.
Se me buscó de arriba
(como si preguntara alguna cúpula
por uno de sus sótanos)
para contarme cómo Giordano Bruno
-la verdad convertida en laberintoterminó
por ser pasto
de un hambriento rebaño luminoso.
Tras una fatigosa discusión,
se insistió en que debía retractarme,
y que en el árbol de la noche triste
de mi arrepentimiento
se ahorcaran mis palabras.
Sin esperar al Congreso
se decretó la expulsión de la libido…
Y yo,
sin mi carnet,
como si dijera
que se le sale a uno de la bolsa
la identidad, salí a buscar un buitre enamorado
de mis entrañas.
II
También fui yo colega
de ese tipo de médicos que tienen
a neuróticos espermatozoides
por pacientes.
Los ilustres doctores
(barbas, lentes, sentados
en el muelle sillón de la ortodoxia)
hablaron de espionaje, murmuraron
que no era mi monóculo otra cosa
que un ojo en su corsé de cerradura,
denunciaron mis escritos
como, por lo menos,
el relincho del caballo de Troya
o un puñal que flirtea con la espalda.
Yo hablaba
de que el enemigo principal
era el sexo reprimido,
tapiado en su bragueta moralista;
le hablé directamente a los testículos;
invité a discutir a los ovarios.
La solución (decía,
sembrando el descontento en mis colegas)
no se halla en el sofá sino en la cama,
Es una estupidez (grité furioso)
permitir que tu sexo
doblegue la cerviz en la impotencia
o que haya en este siglo todavía
virginidad de orgasmos.
Algo esencial:
hurtarle los secretos a la cama,
dominar el amor desde el inicio
hasta el final feliz;
no sólo el arma de la crítica debe convertirse
en la crítica de las armas,
sino el principio del placer
en el placer del principio.
Todo debe empezar con algún beso
que al haber estallado a quemarropa
derrita la camisa y el corpiño
o que deje en los pies que se haga un charco
de pantalones.
También se decidió pedirme cuentas.
Se me exigió asimismo desdecirme
y desandar cada uno de mis libros.
Con la espada flamígera del dogma,
desollando la piel de cualquier duda,
se me mostró el camino hacia la puerta.
Sin perder los ideales, sin perderlos,
me sentí como Adán
cuando. expulsado, no pudo retener el paraíso
sino tan sólo el cuerpo
de su amada.
Jurídicamente hablando,
yo no soy dueño de ninguna de las luciérnagas.
Y aun mi derecho sobre las mariposas resulta
discutible.
No tiene sentido
que alguien me pida
(regalado o prestado) un crepúsculo
porque carece de ellos
mi patrimonio familiar.
Se puede creer, sin embargo,
que, en sociedad con mis oídos,
soy al menos propietario de alguna melodía
(las variaciones, digamos, sobre un tema del viento);
pero si una cosa debe afirmarse de mí
es que soy pobre de música,
menesteroso de Bach, harapiento de Mozart.
En mis arcas no existe un solo aroma.
Nunca he guardado en mi caja fuerte
el sabor a vainilla.
Nunca he poseído una alacena
olorosa a compota de durazno
ni mi ropa
ha estado nunca planchada y doblada
por las manos de un jabón
que conduzca majadas de perfume.
Mas llegas tú. Y el viento me pertenece un poco.
Hasta puedo enviar por correo
de regalo
alguna brisa.
Me llevo por algunas horas el mar a mi departamento
de la misma forma en que lo hice en la página 65
del antiguo relato de una de mis pesadillas.
De un tallo de dos o tres rosales
pende una tarjeta con mis señas.
Y he dado instrucciones a las espinas
(los demonios custodios del perfume)
para poner en su sitio a quien olvide
la propiedad ajena.
Mas llegas tú, y la soledad
sale corriendo
hacia las fronteras que tengo con la nada.
El abrazo nocturno nos confunde.
Sólo el gallo
que enciende una cerilla con su música,
despierta nuevamente nuestros límites.
Mas nos tomarnos entonces de la mano
con la intención
de que no deje de haber nunca
litigios fronterizos entre nuestros pronombres.
Me ayudas a armar el rompecabezas de un ángel.
Hallamos agua, sol, edad derruida,
damos con la pasión
que desentume piernas, mueve brazos,
y devora también, oso hormiguero,
la infinidad de puntos agitados
en las extremidades que se duermen
en su inmovilidad de soltería.
Mas después de gozar
el placer sedentario de los besos
y las caricias lentas (las tortugas
afectivas que cruzan por tu vientre)
decidimos partir,
darle cuerda al zapato, correr mundo.
Construir un astillero
y empezar a forjar fetos de naves
que crecen hasta hacerse
audacia de madera,
un sueño con su popa y con su proa.
La aventura que sabe recortarle
las espinas a la rosa de los vientos.
