Vida y obra del espacio

A Guillermo Tovar de Teresa

  No es verdad que el espacio sirva como lugar en que se citan oquedades, rendijas, intersticios celebrando el congreso de la nada. No es el telón de fondo donde hay algo que salta y representa ademanes de ser, gestos de cuerpo. No es tampoco un vacío donde aflore, con el solo habitante de la asfixia, el único rincón en que la historia no puede respirar. Hay espacios que nacen, que gatean con sus tres dimensiones. Espacios que se yerguen, sumándole agujeros a su hueco, hasta la edad madura del abismo –donde está siempre el vértigo asomado– o hasta esbozar un ámbito que abarque desde tu boca abierta hasta los cráteres que se abren en la luna. Hay espacios amantes, cuyo coito –logrado al presentar el pasaporte que goza de la visa de la entrega– extraditan sus límites y acaban con el crónico mal del que adolecen las naciones, enfermas de frontera. Hay espacios ya graves: el derrumbe que amenaza la mina lo demuestra. Hay espacios que nacen, viven, crecen: se reciben de tiempo. Son espacios ancianos, a un paso ya muy niño de la muerte. Modelado de historia y de materia, el espacio requiere de su biógrafo que arroje las leyendas y lo trate como hermano de todos en el tiempo, nativo del gerundio y compatriota de todo lo que se halla, si olvidamos la efímera existencia, a una cuna tan sólo del sepulcro.
Los olvidos

¿Es un descanso el olvido? ¿Es olvido caminar? Es caminar empezar a olvidarse del olvido? Emilio Prados

  La evocación no respeta los sepulcros, desoye la liturgia de lo efímero, halla a flor de beso antiquísimas bocas, clava con alfileres el chirrido de las palabras huidizas, da con el descubrimiento arqueológico de una caricia polvorienta de tiempo, hunde su interrogación en una de las capas profundas de la psique, embalsama suspiros, recuerda. La mente se desanda, camina a contrapelo del gerundio, reconstruye la carne desde el molde de las huellas, busca el olor a vida en la carroña de la remembranza, le tuerce el brazo a Cronos para tender la mano a los cadáveres, recuerda. Limpia los ventanales de su nuca, carga su fardo con jirones y jirones de lo ido para quedar intacta, sin perder siquiera el juguete asombroso, terrible y delicado, de la niñez, desentume vivencias, riega las partes verdes de lo perdido, recuerda. Recuerda, recorre para atrás la biografía, sus episodios, los cumpleaños, con su atalaya para atisbar la muerte, la eterna obcecación de los aquíes tatuados con ahoras, el tren que, indiferente, con sus esbozos de cerebro al viento, su aullido como herida en los espacios y sus ruedas desbocadas, va en lo suyo: lanzándose al porvenir a toda máquina, saboreando la meta, corriendo tras el viento, ganándole la partida a la llegada, siendo sordo a las voces congelantes de los frenos, de las instrucciones, de los arrepentimientos del maquinista, y olfateando en sus proximidades la estación terminal donde mis ímpetus se hallarán descarrilados. Recuerda, y al momento, volviéndose, viviéndose fe de erratas del destino, rememora un firmamento de pájaros inmóviles, con alas mentirosas; un tiempo con futuros arrumbados en los sótanos del presente; rememora, y ve cómo el espejo, con su espía de azogue, recupera, pujando, las imágenes que le fueron escamoteadas por la amnesia; pasa lista a un tropel de rostros, adioses fracasados, gritos, promesas que no dieron con el modo, el instante o el vientre embarazado para pasar a ser. Mas ahora, al correr de los días, cuando he dilapidado casi todo mi patrimonio sensorial, cuando derramo llanto con todo y pupilas, y está a punto de caérseme el mundo que retengo entre las manos temblorosas; ahora, cuando doy en mesarme mechones y mechones de tiempo y me siento invadido por el allende y las avanzadas de su ejército –las hoquedades de la desmemoria–, pregunto: Dios mío, ¿cuál era el nombre de aquella hembra que me dejó debajo de la almohada sus senos, sus caderas y la carne amasada en lo sublime de sus muslos? No lo sé. Lo he olvidado. Oh masacre de sílabas. Peste que busca su lugar en mis palabras para diezmar sus letras. Mis olvidos, mi almanaque de ruinas, dejan a la materia gris continuamente en blanco, desnutrida, famélica de nombres, frases, manos, ocultos bajo el polvo de mi rastro. Los olvidos arrojan tarascadas a la carne interior de mi conciencia, a mi jardín de nostalgias clandestinas, al vetusto directorio de entusiasmos donde se apolillan mis ilusiones envejecidas y mis dedos, que se ahogaban de tacto, están a punto de desmoronarse. Olvidos, ay, que me roban discretamente, o a mano armada, la sonrisa de una promesa, el pelo huracanado de una aventura, el decir del filósofo –que durante días y más días puso a correr aullidos de metafísica por mis arterias–, la palabra seductora con que supe forzar la cerradura de una carne, la juventud que en mangas de camisa levantó un imposible para que al fin un sueño se encontrara al alcance de la mano. Padeciendo poco a poco un holocausto de experiencias, se diría que hoy por hoy, como oficio, me dedico a olvidarme de todo, a desdecir vivencias, a dar mi brazo a torcer, a asaltarme a mí mismo en los lugares más oscuros del alma. Se diría. ¿Nada me queda ya? Con lo poco, lo poquísimo que guardo, con éstas que podríamos llamar las pertenencias últimas, o mi fortuna en el aquende, he formado un museo para uso personal donde me paso horas y más horas reconociendo olvidos (desempolvados para ser recuerdos) o contemplando los cuadros y las estatuas que entablan con los ojos el lenguaje del pasado. ¿Nada me queda ya? ¿En el despeñadero de cuál de mis latidos voy a perderlo todo? ¿Cuándo vendrá la nada con sus manos amantísimas a cerrarme los ojos? El momento culminante, intransferible, el hoyo de desagüe hacia el que corre la colección entera de mis ímpetus, irrumpirá, puntualidad en mano, con gestos de destino, cuando tenga ya el alma agujereada por los desánimos incontables de la memoria; cuando el tiempo, encogido al presente (huérfano de premisas, desheredado de conclusiones) transforme sus fronteras en murallas, sin un solo intersticio donde pueda ejercitar sus vicios el espía; cuando este ahora opaco, ciego, mudo, se vuelva pordiosero de todos sus tesoros extraviados, cuando ya no me acuerde del olvido, cuando, amnésico, olvide tercamente de acordarme, de salir a la ventana a ver pasar el viento que sopla sin cesar desde el pasado, o tan sólo repare en que ya todo, todo, todo irremediablemente se me olvida y pasa a la ultratumba del vacío, cuando llegue, por último, la hora de que sea de mí de quien me vea obligado a olvidarme.
Precisión

Para Maricela y Mario

  El poeta ante la ventana ¿no estará más bien frente a un espejo, un espejo que, como una abuela, derrocha todo el día en bordar imágenes y entretejerlas con espectros invisibles que circulan por la sala? Un poeta frente al espejo puede tratar de sumergirse, de la mano de Alicia , en la superficie acuosa y atrayente. Puede meter los pies, las piernas y la audacia en su propio delirio. Puede lanzarse a la busca, con su [redada de ojos, de inéditas dimensiones y nuevos puntos cardinales. Puede comprar un minifundio en el País de las Maravillas, dedicarse a la inspección de la relojería de los milagros y lanzar hacia el cosmos la cometa oscilante de su numen. Mas zambullirse en el espejo -y salpicar de esbozos de fantasmas y luciérnagas a los lectores-, es dejar lo terreno hablando solo, en una lejanía que le pisa los talones a la ausencia definitiva. Lo que contempla el poeta, lo que está entre sus hambrientas pupilas y las diferentes posturas del viento, es una ventana, no más que una ventana. No es un muro y su ejército de párpados blindados. O una venda de manos en los ojos. Es no más una ventana. ¿No escuchan lo que están sus cristales murmurando? ¿No advierten cómo está la [transparencia, con su voz sin igual, recitando, de modo indescriptible, el poema de lo cierto, lo exterior atestado de poesía? ¿No ven ahí el lugar donde el pastor-de-miradas del ojo del poeta las saca a pastar el ser en los campos infinitos del afuera?
Enrique González Rojo Arthur, poeta, Ciudad de México, 1928
Elefante

Para Arturo Córdova Just

  El elefante es, entre todos los animales de la jungla, la criatura más digna, parsimoniosa y noble; un primor de orejas grandes y un proyecto de cola fina y circunspecta a medio hacer. Cuando el calor lo pastorea hacia la inquietud desbocada del arroyo -donde el agua construye sus jabones efímeros de espuma- arrastra toda su pesada majestad a refrescar la epidermis arbórea de su cuerpo y a satisfacer tanto la sed que le quema las entrañas como la -no menos grande- de limpieza que nunca lo abandona: su trompa deja por un segundo de medir el tiempo y se encarga de diseñar los duchazos indispensables a una piel que demanda ser lustrada y brillar, con su arrugada pulcritud, en los claros de la selva rodeados de miradas. Mas si de repente lo invade el deseo y siente que su sangre se incendia en la caldera de la brama, sufre un insólito cambio de talante, le pone pies alados a su olfato, sus ojillos, nerviosos, se sienten prisioneros de sus órbitas, busca desesperadamente a una elefanta y se encarama, todo urgencias, a sus ansias soltando el aleluya del jadeo. Si nos fijamos bien (y no fingimos que “aquí no pasa nada” al advertir el punto escandaloso que se instala, flameante, en plena jungla), vemos que el paquidermo desvergüenza una porción del cuerpo endurecida, como vara de tronco que, en moviéndose, desordena el universo. ¿Dónde quedó su porte majestuoso? ¿Dónde su dignidad de palacio sagrado en movimiento? El elefante se arroja sin escrúpulos y rasgando los velos de la estética castidad cotidiana, al mundo de lo extraño, lo asombroso, en las inmediaciones, sí, de lo ridículo. Ay el sexo, el sexo, siempre trae consigo el viejo escándalo, los dulces, persistentes, excitantes desfiguros de la naturaleza.
Receta para enamorar a una mujer Se cuecen a fuego lento dos poemas de Bécquer, y la ceniza que quede de ellos se unta suavemente en el pecho de la sujeto. Se consigue un disco con música de Chopin, llora uno copiosamente con ella, se mezclan las lágrimas con una o dos claras de huevo, se baten poco a poco y se preparan unos merengues nostálgicos que se le obsequian a la mujer con un gesto desdeñoso. Frota uno tres veces consecutivas el codo izquierdo de la susodicha tomando la precaución de que se haga tal cosa un viernes o un martes. Se humedece la punta de la lengua y cuando menos lo espere la mujer se le introduce de golpe en su oreja derecha. Si no hay resistencia, se hace tal cosa cuatro veces y al terminar, se la ve directamente a los ojos, como diciéndole: fue sólo un avance, un sábado preñado de domingo. Se leen a la interfecta las historias de Adán y Eva, Romeo y Julieta, Pablo y Virginia, todos los hombres y Marilyn Monroe. Se le tocan los senos pero como quien no quiere la cosa: no como quien exprime una naranja sino como quien prueba si una ciruela está madura. Cuando logra uno desnudar su vientre se llora, en fin, una lágrima que dé exactamente en el ombligo.
Mi tema Cuando a un ángel se le pregunta “¿Qué es un hombre?” el ángel contesta: “Un ser que contrajo Tiempo”. El protagonista esencial de todos mis poemas de todos también de los estertores que figurarán en la última página de mis Obras completas no es el ir desde un entusiasmo hasta un punto cualquiera y sus suburbios; no es el comprar con un pasaje la aniquilación vertiginosa del espacio sino que es el devenir, el paulatino derrumbamiento no sólo de la arena del reloj, sino del reloj de arena. El ser que es, desde siempre, un siendo. El viajar en la carroza de lo efímero contemplando cómo todas las provincias de la transformación se le vienen en sentido contrario. En realidad, no escribo poemas, sino historias. Hablo, por ejemplo, de la crónica de un suspiro, de la biografía de un deseo inconfesado, de la historia verdadera de un silencio. A veces me duelen los relojes, tanto, que veo al cucú como la más siniestra de las aves de rapiña. Pero no puedo cruzarme de ojos ante lo evidente: soy, somos, seremos personas con las manos empolvadas de tanto acariciar la idea de inexorables velorios. La Muerte está a la vuelta de este júbilo, vendrá el miércoles, llegará al mismo tiempo que la llamada telefónica que espero desde hace un siglo. Por eso, el personaje principal de mi lápiz es el misterio de un verbo crucificado por todas sus modalidades. Por eso, la obsesión central de mi musa es seguir el rastro de todo coleccionista de huellas. Mas no puedo dejar de inquirirme si el protagonista primordial de estos alaridos que discurren no en verso o en prosa sino en Tiempo es el interminable dejar de ser que en todo existe; o si, por el contrario es todo lo que, para ser se embarca a perpetuidad en el moverse. Lo diré sin reservas: mi personaje es cualquiera de las criaturas del elenco infinito que puebla y despuebla este escenario al que damos el nombre de mundo no de aeropuerto de ángeles.
Enrique González Rojo Arthur, poeta, Ciudad de México, 1928
El entierro del ángel custodio

Sé muy bien que jugar era nuestro único mandamiento. Fernando Pessoa

  Tras de mi nacimiento, saltando con mis células, creciendo, pude ascender al punto en que oyendo las voces del camino, los murmurios finísimos de un polvo que empezó ya a medirme la jornada, me solté a caminar de muy pequeño. Recibiendo regalos de estatura cada vez que un cumpleaños celebraba, estuve mucho tiempo sin aprender a hablar, hasta que un día pude al fin colocar los explosivos de mi primer vocablo en el recinto de todo mi silencio y desde entonces hablo hasta por los codos de mi pluma. Para espigar mi sueño mis padres pretendían arroparme con canciones de cuna; mas yo era tan melómano que todas, me acababan meciendo irremediablemente en el insomnio. Poco antes del ocaso me aguardaban los cuentos, que escuchaba embebido sin que me pestañeara la atención, hasta que me volvía a escuchar de la almohada «había una vez» y entregarme al pausado parpadeo del acto de dormir y despertar. A veces me sentía triste, sin protección, como si hubiera asistido al entierro de mi ángel de la guarda. Otras veces me hallaba tan alegre que me iba a repartir a domicilio pedazos de alborada, poemas de Neruda, alcancías repletas de miradas para que fueran rotas al momento en que brota el crepúsculo. Si estaba fastidiado, no sabiendo qué hacer del tiempo vivo, sacaba de mi caja de juguetes la espada de madera, las canicas, alguna vez un oso del tamaño de Dios, a quien le dije todo, en la confianza de que la indiscreción no es de peluche, o también el cuaderno, mi perpetuo astillero de naves que bogaban con su tripulación hecha de tinta, o fábrica de aviones que arrojados al aire, en propulsión de mano, hacían que planeara la belleza hasta que aterrizaba a la mitad exacta de mi júbilo; tornaba los soldados, las batallas, el trompo y su mareada cantinela, los coches de latón, las travesuras. Mas debo confesar que las sacaba con temor, porque nunca olvidaré que al nacer asfixiado, la primera de todas mis maldades, me dio la comadrona mi cuota de nalgadas correctivas. Cuando el viejo maestro -que en mi palma medía, con su regla, cualquier incumplimiento- me arrojaba a la tarde leprosa de una eterna tarea, me sentía desterrado, teniendo por grilletes los rincones de la alcoba de estudio en que lloraba de la pluma a los ojos, en un país de verbos, capitales, y la raíz cuadrada de mi tedio, país de la aritmética y su exacta sustracción estadística del hombre. Mejor era ir al parque, colocarse a la sombra de algún juego, sorprenderle sus nidos al fastidio y cambiar municiones y agonías. O llamar a aquel hombre que iba con su majada de algodones de azúcar -como nubes que nos hacían lluvia ya la boca y ataba sus corderos de colores cada uno de una estaca para ser trasquilados a mordidas. Cuando cumplí dos lustros dejé de musitar esas palabras que se hallan de rodillas, como primera piedra de algún templo; comprendí que la fe no es otra cosa que clavar en la tierra un espejismo, para que nunca pueda evaporarse al calor de los pies que traen consigo la esperanza insolada. A partir de ese instante no pude ya creer en otro mundo: adentro de mi cráneo, los milagros de Jesucristo fueron también crucificados; y no entendí hasta entonces que no hay en las obleas más deidades que el envinado dios de la cajeta o que el agua potable es el agua bendita ciertamente. Llegué a esa conclusión jugando a las vencidas con la duda, hasta que ya después, sobre mi torre, a campanada en cuello repicando, llamé, con cierto gozo, a misa negra, y tuvo el Anticristo de la nada su más seguro fiel en mi persona. Yo ignoraba, de niño, que son sábanas lo que tan sólo baten al volar las cigüeñas. Pero la pubertad, con mi nodriza, provocaron en mí la resuelta erección de un nuevo mundo. No pude conformarme, desde entonces, con brindar mis caricias al estanque donde algunas mujeres se bañaran, y buscar codicioso, a toda mano, el rebaño de senos del oleaje. En fin, entre las fotos de mi álbum familiar, una conservo, ilustración perfecta de esa época, de los frecuentemente extravertidos senos de mi niñera. La más dulce lección de geometría que en mi vida he tenido, se la debo a que ella, cierta tarde, tacto a tacto, pasó a confidenciarle sus caderas al más pequeño Enrique.
El péndulo

Ha triunfado otro ay Buero Vallejo

  No he de decirlo todo; pero creo que hay que sacar a veces los trapitos al menos a la luna. Explicar que al momento de encontrarme haciendo el inventario de mis llagas, me regalas presentes imprevistos como el radar que opera detectando el vuelo de los ángeles, o el elefante aquel, color de niño, que juega pisoteando las cajas de pandora. Relatar que al hallarme feliz, calculando los millones de células de tu cuerpo, de que soy propietario; feliz hasta creer que debiera amarrarmé a una sirena al escuchar el canto de los mástiles, entonces me regalas un desierto y me robas el agua haces que me circulen hormigas por las venas, que mi cuerpo se vuelva el paraíso donde nace la primera pareja de alacranes, que mis órganos gruñan convertidos cada uno en una bestia diferente. Pero entonces caminas a tu armario y tomas el estuche donde guardas la mejor de todas las caricias. Y otra vez en la luz, sin parpadeos, sin un solo relámpago de sombra, a dos manos tomado del orgasmo. Hasta que de repente me conduces a tu nueva mansión edificada en un fraccionamiento construido a mitad del carajo. En el flujo y reflujo de este péndulo (que en su inconstancia empuja mi corazón metálico de izquierda a derecha en la entraña) navego exactamente en el sentido contrario al que olfatea el viejo lobo de mar de toda brújula. ¿He de ser prisionero de este vaivén sin fin hasta el instante en que ya la agonía desanude la luz de mis pestañas y epitafie el recuerdo mi irremediable ausencia que se inicia? No sé. Pero al llegar a estos renglones abandono la pluma porque ayer, habiendo ya fletado un carro de mudanza para todos los sueños que me fueron creciendo aquí a tu lado, todo cambió de pronto y corro hacia tus ojos desempacando besos y caricias
No es posible entrar dos veces en el mismo río No es posible derramar dos veces el mismo lloro. Los ojos peregrinan, con el tiempo bajo el brazo, hasta ser un asilo de dos niñas ancianas. Centellean su eterna distinción con el pretérito, tomándole instantáneas a la nada cada vez que al pestañear nos dejan ver añicos de la muerte. Eternamente nuevas, las lágrimas redondean segundos para hacer una clepsidra de aflicciones. Hasta es factible a veces oír el delicado tic tac del parpadeo. Imposible vivir dos veces en la misma carne. Y esto lo sabe bien el que, aunque no es un anciano, sí es un hombre de cierta edad, entrado ya en nostalgias. Y también el que carga la inscripción en cada palma de tan prolongada línea de la vida que desborda la mano y se le enmaraña en todas las arrugas. Las manos habitadas empiezan a inquietarse y su tranquilidad se les llena de hormigas. El viejo sólo empuña firmemente, como un pez apresado, un temblor incesante que resulta incapaz de sacudirse la pátina numérica del tiempo. No es posible besar dos veces la misma boca: hasta Penélope, que tejía su fidelidad todas las noches, que, al sustraer su cuerpo en mil maneras al tacto pretendiente, recorría asimismo su odisea, y obtenía en su lecho, abrazada a la ausencia de su esposo, el orgasmo espiritual de cumplir con la palabra empeñada, le entregó a Ulises, cuando éste pudo tornar al fin a la Itaca más íntima de la boca conyugal, diferentes labios, sonrisas extranjeras, senos acuñados en distintos moldes, piernas que envejecieron no sólo en las rodillas. No podemos cantar dos veces la misma copla. Ni el disco se nos raya en algún punto, como una idea fija de sonidos, para trazar en él el signo circular de lo perpetuo. No es posible cantar la misma copla. No es posible acariciar dos veces los mismos pechos. Ni acurrucarnos en sus círculos pensando que nuestra eternidad tiene pezones. Si se exigiera hacer su biografía, desde el punto en que les ponen las manos del deseo sus corpiños de tacto, cuando hay alguien que sufre dos senos de temperatura, al día en que la leche se les curva y ponen en la encía de su niño la dentición licuada de lo blanco, tendría que decirse: cuando niña, a la mujer se le diluyen en la indistinción de sexos de su tórax; adolescente, salen en busca del tacto y abandonan la unidad de su pecho de pequeña a favor del dualismo que adivina que las caricias se hacen a dos manos. Cuando anciana, advendrá un deshielo de senos como alforjas despojadas ya de todos los años por venir. Y eso nos hace ver que no es posible acariciar dos veces idéntico placer si sabemos que el tiempo está palpando la epidermis, esculpiendo su vejez a fuerza de caricias. No podemos jugar dos veces al mismo juego. Yo no pude lograrlo al jugar, cuando niño, al escondite, juego en que me escondía hasta perderme. Ni pude conseguirlo con aquella peonza que giraba en la palma de mi mano como una paloma en torbellino que picoteaba ahí su equilibrio. Ni lo alcancé tampoco cuando, en el ajedrez, que se rodea de una atmósfera que huele a pensamiento, advierto que de pronto soy un alfil más inteligente que tú, tiendo republicanas trampas a tu reina en el tablero de batalla, y salgo triunfante en una lucha en que la meditación fue mi pólvora. El hombre que frente al reloj recuerda su trayecto, se lanza la memoria a las espaldas, se desanda a sí mismo hasta que advierte la raíz de esa flor de tic tac que es el presente, sabe que no podemos entrar dos veces en el mismo río. Nuevas aguas ahogan las pasadas, del pretérito oleaje ya no queda sino un débil recuerdo, en vías de esfumarse, prendido como náufrago a la astilla que perdura del barco sumergido. Dos veces no podemos. No existe una sola ancla, con su puñado de tierra firme, frente al fluir del tiempo las cuentas de no acabar de su rosario. Y en el caso de haberla no sería dos veces la misma ancla, pues el reloj desborda sólo momentos irrepetibles que dejan la grabación efímera en el viento de sus huellas digitales. No es posible entrar dos veces en el río porque, con sólo mojarse, mi cuerpo es unos segundos más viejo que antes era, y siento que, fugaz, la espuma a mi cabello lo deja encanecido. Dos veces no es posible entrar al agua aunque el reloj, mojado, se nos pare fingiendo una escultura de lo eterno. Ni es posible tampoco porque cuando después el baño se abandona, la arrugada vejez que hay en las yemas muestra que hemos sumergido las manos en el tiempo. No es posible leer dos veces al mismo Heráclito.
Premamutario

Para Carlos Illescas

  En el tiempo primario, antes de que, trinando, ese llamario convirtiera la rama en ramarada; antes de que en su lomo el jorobario cargara agua estancada para esperar la sed que se renueva de cuando en vez en medio de la cueva; antes de que transforme el hombre a ese murciélago inocente (al temor yugular que ante él se siente) en el sangriro enorme, enorme y repelente, que gusta continuar con dos hilillos rojos la brevedad de sus colmillos; antes de que la hurtaca, que conspira por hacerse de vidrios, de carretes, cáscaras de limones, rehiletes en que el color, mareado se retira, transformara su nido fuerte, donde está toda suerte de cosas que convierten en más rico este pájaro que otros por un pico; antes de que la mano, con su caña, realizara la hazaña de pescar los más grandes tiburones, y a cuchillo, con saña, haciéndolos jirones, al agua los tirara nuevamente formando en cada trozo una piraña, brizna de tiburón que hinca su diente en la miedosa carne de la gente. Antes de que en el campo y en el monte, si vamos desde atrás hacia adelante, se hallara el vastodonte, la fuente primordial de esos raudales de genes colosales, padre del elefante que irá en la evolución de los trompales -emefante, enefante y esefante-, sin dejar de ser nunca el grandefante haciendo, a la pisada con que yerra, que retiemble en sus centros nuestra tierra. Antes de que luzigres de Bengala sirvieran de pacíficos tapetes a mitad de la sala y la pared realce la percha para asombros del cuernalce. Antes de que nacieran asconetes, floriposas, chispiérnagas, muerderros, que plagaran los campos y los cerros de Indonesia, de México o de Italia de toda la animalia que supo imaginar naturaleza y arrojarla a los bosques, la llanura, las estepas perdidas, la maleza en que gruñe lo verde en la espesura, la gota, en fin, la gota de agua pura. Sólo cosas había en los umbrales del mundo. La materia sufría en aquel tiempo una miseria completa de animales. La bestia hoy enjaulada en el parque zoológico, tenia, de abuelárbol genealógico, el roble de la nada, brillante no de flores sino ausencia. Si se hubiera instalado (corno punto final de la presencia del mundo inanimado) de «la blonda avecilla» el cuerpo alado (la abeja en los panales de Ronsard) en medio de las cosas, en la desobediencia de la ley natural, brotara en todas partes el escándalo, la infracción promovida por el vándalo que hubiera, con su caos, invadido el imperio romano dominante, y cundiera al instante, la sorpresa, el sinsentido, si en las cosas la mente hubiera sido. Sólo cosas había. Sólo cosas. Sólo cosas lucía ese momento. Tierrañas que se erguían impetuosas tratando de llegar al nubamento; jugones que introvierten como cuitas su milagrio de perlas exquisitas; bellísimos tierrajes que cambian de estaciones y de trajes como el que con su prisa se monda fácilmente la camisa; blancatraces de luengas, amarillas, ancestrales historias tan sencillas como aquella que cuenta la conseja de que, si se le deja, esta flor que se excita y que se turba en su dorado rayo se masturba. Aquí no hay quien cerebre lo que ocurre, no hay abiertos mirárpados al cielo o al pequeño friachuelo que discurre sus inéditas aguas en el suelo. Aquí no hay ojos, manos ni noticias de futuras tacticias que dejarán la piel embelesada. Aquí no está a dos pies encaramada la pregunta por todo, la inquisición consciente por el lodo, la es bella titilante, laguna vez el agua vacilante. Aquí no hay quien cerebre el universo, ni siquiera ha nacido el primer verso.
Hormiga y aparte En El origen de las especies de Charles Darwin, London, 1859, p.374, podernos leer este pasaje: las hormigas, marchando en fila india, recuperan los puntos que conforman una línea. Una hormiga roja, abandona, de repente, la fila, su instinto, la ley natural. Y al hallarse sola, descubre las paredes y ventanas del yo. ¿Qué soy? se pregunta, y en el lenguaje nervioso de las hormigas rojas dice: soy un yo. Yo, entonces, se acerca a una laguna para contemplar la cara de alguien que es, al fin, consciente de sí misma. Una hormiga negra, negra como la lágrima de un ciego, pequeña, emperifollada con el moño de su sexo, abandona también su fila, el trocito de ciencia en que vivía, se dirige al mismo estanque y descubre en la mirada de Yo su nombre. Se llama Tú. Tú y Yo, tomados de la mano, se empiezan a dar obsequios: briznas, raíces, letras, el ensayo fugaz de una sonrisa, hasta sienten el deseo de darse enteramente demoliendo los muros que protegen a los pronombres. Abajo de una hoja seca hallan su primer beso y el principio de identidad… Y en eso están, así, cuando de pronto llega el oso hormiguero y el idilio, carajo, se devora.
Enrique González Rojo Arthur, poeta, Ciudad de México, 1928
La alternativa Tan sencillo como esto: vivir indignamente entre algodones (que llegan al oído para tapiar al yo, para dejarlo sin nexos con el mundo), con la cuota de besos de la madre, los hijos y la esposa, con los pulmones llenos del incienso de la gloria oficial, o vivir dignamente en la tortura, en la persecución, en la zozobra, con la tinta azul cólera en la pluma. Tan sencillo como esto: ser Martín Luis Guzmán o ser Revueltas.
Prehistoria de un puño En un tiempo yo fui, lo que podría llamarse una persona decente. Buena educación. Eructos clandestinos. Modales aprendidos con metrónomo. Y un cajón rebosante de dieces en conducta. Pero un día, ante los golpes de culata, las ráfagas de párpados vencidos, el furor lacrimógeno, me nació un inesperado «hijos de puta». Se trataba de mi primer arma, de un odio que a dos pies cargaba la sorpresa de su propio nacimiento. A partir de entonces, dentro de mi gramática iracunda, dentro del diccionario en que mi cólera se encontraba en un orden alfabético, disparaba palabras corrosivas, malignas expresiones que eran áspides con la letra final emponzoñada. Pero yo me encontraba insatisfecho. Ningún hijo de puta corría hacia su casa, ante mi grito, para zurcir el sexo de su madre. Mis alaridos eran inocentes, inofensivos eran como besos que Judas ofreciese tan sólo a sus amantes. Ante eso, pasé de un insatisfecho «cabrones » -pólvora humedecida por mi propia salivaa una pequeña piedra, el pedestal perfecto de mi furia, la lápida mortuoria que encerraba la pretensión guerrera de mi lengua. Y ahora, en la guerrilla, mientras limpio mi rifle. recuerdo cuando yo era, camaradas, lo que podría llamarse una persona decente.
La clase obrera va al paraíso Una vez me enamoré de una trotskista, Me gustaba estar con ella porque me hablaba de Marx, de Engels, de Lenin, y, desde luego, de León Davidovich. Pero, más que nada porque estaba en verdad como quería. Tenia las piernas más hermosas de todo el movimiento comunista mexicano. Sus senos me invitaban a mantener con ellos actitudes fraccionales. Las caderas, que eran pequeñas, redondas, trazadas por no sé qué geometría lujuriosa lucían ese movimiento binario que forma cataclismos en las calles populosas. Un día, cuando me platicaba que: «Lenin había visto con lucidez que la época de los dos poderes llegaba a su fin», yo le tomé la mano; ella continuó: «pero el problema básico era la concientización de los soviets». Yo no despegaba los ojos de sus senos. Un botón de audacia -meditabay me vuelvo un hombre rico. Y ella proseguía: «había que reforzar el papel de la vanguardia». No me pude contener y la estreché a mi cuerpo con la boca de cada poro mío buscando otros iguales en su carne. Y ella: «Lenin había previsto que…» Y yo ataqué el botón de su camisa y me puse a jugar con la blancura. Y mi trotskista, con la voz excitada: «los mencheviques estaban en minoría ya en los consejos». Y yo, con decisión, le fui subiendo poco a poco la falda, como quien deja de hablarle de usted a un ángel. Se hizo un silencio. Un silencio para disfrutar del pequeño burgués abrazo que abre la toma del poder por el orgasmo.
En pie de lucha Eduardo. Guillermo, Jaime ¿recuerdan cuando fuimos terroristas y armábamos el delicado mecanismo de explosivas mentadas de madre para ponerlas en lugares claves del sistema? ¿Recuerdan cuando, con Pepe, con la boca cosida por el mismo propósito, levantamos una barricada de hambre? ¿Recuerdan nuestra fiebre clandestina, el salir a una junta poniéndonos el traje, la bufanda y el seudónimo? ¿Recuerdan nuestros puños -opuestos siempre al ascodiscutiendo por las noches hasta el advenimiento del nuevo día, hasta que los arroces de la penumbra eran picoteados por los gallos? ¿Han olvidado acaso las reuniones, las órdenes del día en que el sueño era el Presidente de debates? Se dice que tan sólo la sangre juvenil es subversiva, o que la adolescencia, con su chorro de tiempo tan exiguo, no moja aún la pólvora del furor; pero dícese que ello es transitorio, que ha de venir el día en que sienten cabeza las neuronas impulsivas; se dice que la edad, con su telaraña de canas, toma preso y devora el tábano rebelde de otro tiempo. Se habla de ingenuidad, de muchachos utópicos y anémicos que formaban brigadas o círculos o células de glóbulos blancos. Se habla de castillos formados con la arena de fantasmas que a la incredulidad se desmoronan. Se cita la escasez lamentable de mazmorras que hay en los manicomios. Pero Eduardo y Guillermo. Pero Jaime. No quiero, no, no quiero la cordura. En vísperas de ser por las arrugas invadido, no quiero, mis amigos, encontrarme con los pies muy bien puestos en la tierra de la lógica. Sueño, mis camaradas, que hasta el último instante, mi voluntad aún halle la forma (contra mí, mis arrugas, mi cansancio) de levantarse en armas.
Epigramario 1 Ayer, amada mía, pecho adentro te enterré en la rotonda de mis sueños ilustres. 2 Hoy me desperté crudo, mujeroso. 3 No digas nunca de esta mujer no beberé. 4 ¿Recordarte cuando me dejaste tan mal sabor de alma? 5 La poesía sucia se lava en casa. 6 A una alumna, llamada Alicia, la llamo yo, al verla tan hermosa, tan deseable, Alicia en el país de sus propias maravillas. 7 En el castillo, amada, levantado por los dos, tengo miedo del triángulo que formamos nosotros y el fantasma. 8 En esta América nuestra, poetas, hay que hacer hasta canciones de cuna de protesta. 9 Mujer: todo salió a pedir de tacto. Mas desde hoy nos veremos sólo de vez en boca. l0 Sin volver la mirada, te fuiste lentamente, enfermando de cáncer el espacio. De reojo logré verte por último escupiendo las letras de mi nombre.
Enrique González Rojo Arthur, poeta, Ciudad de México, 1928
Va de pasión en fondo por las calles Va de pasión en fondo por las calles alineada la masa. Pasa en ellas su tráfico iracundo. Cada gente hace un mínimo cráneo con su mano para poner en él su incipiente conciencia proletaria. Avanza cada frente con su breve pancarta de coraje. Aunque en medio del río. pretendo ser la gota que conserva la conciencia de sí, me uno al coro de voces que da forma a ese canto que luce finalmente borradas las fronteras de los himnos nacionales. Los gritos y las porras nos hablan de una isla, de un territorio libre en la esperanza, de un descubrir aquí en el Nuevo Mundo de nuevo el Nuevo Mundo. En medio de esta turba, donde un furioso verso es cada hilera, cada grupo una estrofa, la manifestación una poesía de Neruda, Llikmet o Maiakovski, que ha ganado la calle, me pongo a recordar, y se me viene a la memoria el tren, el tren de carga -atestado de espíritu rebeldede manifestaciones ferroviarias que le daban al zócalo el carácter de estación terminal. Y se me viene al recuerdo la masa de estudiantes, maestros, que soñaban que una bandera roja, con audacia alpinista. sobre la Catedral se enseñoreara. Y se me viene aquí, justo a la angustia, la célula con Pepe, con Eduardo, el breve caracol en el que pude sintonizar un día el rumor del Mar Rojo que se acerca. Y entonces se me viene todo el sesenta y ocho a la cabeza. La manifestación hecha en silencio, en que sólo podían descubrirse los puños en voz alta. La manifestación que se diría guardaba ya minutos de silencio por las futuras víctimas. Recuerdo Tlatelolco. Recuerdo mis amigos y alumnos y recuerdo el permanente mitin de sus tumbas. Y en medio del recuerdo caigo en cuenta que quizás a la vuelta de la esquina puede encontrarse el monstruo, el monstruo lacrimógeno, la fiesta de las balas del monstruo. Pobre México, invadido de Díaz y de Díaz, presas de hordas de Díaz. Pobre México. En tu bandera luce un monstruo devorando una serpiente.
Programa de vida Nacer profundamente irritado. Gritar de tal manera que todos se vuelvan hacia el grito buscándole su pedestal de lobo. Hacer que por los labios entreabiertos se fugue del pulmón en llamas la vocal militante. Ensayar muy pronto los primeros pasos para aprender a pisotear los insectos que lanzan pequeñas tarascadas a los talones. Concebir en la cuna nuestro primer proyecto subversivo. No dormir en la almohada (donde anidan los más tibios ademanes maternos) sino acurrucamos en nuestro propio puño. Apachurrar las lágrimas entre el dedo pulgar y el índice. Hallarse preparada en todo momento para desenfundar nuestra mejor injuria, cortar cartucho y pasear los ojos por un jardín de pulsos extraviados. Buscarle la espinilla a los dioses. Poner, desde pequeños, a nuestro oído en guardia contra todo canto de sirena y variaciones. Desoír la varita de virtud, sus tristes erecciones. Rechazar el noviazgo que nos pone las primeras esposas en las manos. Luchar a sangre y sexo. Escribir un epigrama que genere cuarteaduras en los muros del partido gobernante. Pero no confiar demasiado en las virtudes catastróficas de la lira, en la toma del poder por los endecasílabos. Buscar pacientemente en cada cuerpo el punto en que se esconde la ternura. Darle piel abierta a la caricia. Organizar una manifestación que corra, tumultuosa, a escuchar en el zócalo un recital de poesía. Contemplarse las manos, a la hora de morir, y pensar en las obras firmadas por sus huellas digitales. No tener temor a la muerte. Enseñar a los cojones a deletrear el infinito. Morir tranquilo, en fin, tranquilo. En paz, serenamente, si se está convencido de haber colaborado con un grano de pólvora al bendito desorden que se acerca.
Prepara ya la cárcel Para Alicia Zende jas Y me dije: hazle señales de humo con incienso, extiende, con la red, el amargo panal de la emboscada. Súbete, pero ya. Llega a la altura en que pastan las nubes la vecindad hojosa de la tierra. Colócate una antena por si acaso viene con los disfraces de la música o con las variaciones en que el tema inicial fuera el silencio. No olvides los cordones. Prepara ya la cárcel. Toma. Baja la mano hasta alcanzar (haz un esfuerzo) la colección de muros del candado. ¿Qué pasa? Salta, muévete. Por favor no te quedes con los brazos tan ciegos como un nudo. ¿Que la red se encontraba agujereada? ¿Que pasó a una distancia desdeñosa? Se trataba, carajo, del ángel de las siete y treinta y cinco que se había salido de su ruta.
Enrique González Rojo Arthur, poeta, Ciudad de México, 1928
En la orden del día Que ya no puedes más, que ya tus hombros no soportan el bulto del cansancio? Ni modo, camarada, hay que seguir. ¿Que están, dentro de ti, desmoronándose tus músculos más firmes corno un reloj inserto en las entrañas? Ni modo, camarada, hay que seguir. ¿Que te invade la sed, que sufres hambre y tu estómago empieza a enloquecer, a tañer su campana de vacío para llamar a mesa y a manteles que digan pan al pan y al vino vino? Ni modo, camarada, hay que seguir. ¿Que temes la tortura? ¿El duelo de la sangre y las ideas? ¿Que se acerque el esbirro a buscar en tu piel planes y sueños? ¿En tu alarido el nombre de tu hermano? ¿Alguna dirección en tus testículos? Ni modo, camarada, hay que seguir. Hay que ser partidarios de la tesis del odio permanente. Hay que hallarse sin tregua con la iracundia al hombro para estar algún día en pie de paz. Ni modo, camarada. Cansancio, hambre, temor, qué significan para el que ha decidido, con su cincel en mano, levantar la escultura de su grano de arena.
El hereje

Homenaje a W Reich

  En un tiempo fui parte de la fracción erótica del Partido Comunista. Era un partido dentro del partido como un ciego que se esconde en una gruta, un águila en el águila del viento o unos labios cerrados en mitad del camposanto. Todos mis documentos. clandestinos, disfrazados de puertas clausuradas, concluían: «¡Proletarios y proletarias de todos los países, uníos! », y denunciaban las razones neuróticas por las que a veces la hoz no se acostaba con el martillo o gusanos generados en el lecho devoraban la manzana de los puños. Mis principios: que las bocas dispersas (que hacen una antecámara de besos suspensivos) cierren filas, trituren el espacio mojigato. Que al avanzar la piel, levante vuelo la parvada de corpiños temerosos; que nadie note, no, la militancia reservada de tus malas intenciones; que sea tu estrategia conquistar, en medio de las sábanas, el frente unido, tu táctica formar en la epidermis una asamblea de poros excitados, un mitin en que el sexo se levante y tome la palabra. Se reparó en mis actos fraccionales, en mi pasarme los días amueblando catacumbas. Se me buscó de arriba (como si preguntara alguna cúpula por uno de sus sótanos) para contarme cómo Giordano Bruno -la verdad convertida en laberintoterminó por ser pasto de un hambriento rebaño luminoso. Tras una fatigosa discusión, se insistió en que debía retractarme, y que en el árbol de la noche triste de mi arrepentimiento se ahorcaran mis palabras. Sin esperar al Congreso se decretó la expulsión de la libido… Y yo, sin mi carnet, como si dijera que se le sale a uno de la bolsa la identidad, salí a buscar un buitre enamorado de mis entrañas. II También fui yo colega de ese tipo de médicos que tienen a neuróticos espermatozoides por pacientes. Los ilustres doctores (barbas, lentes, sentados en el muelle sillón de la ortodoxia) hablaron de espionaje, murmuraron que no era mi monóculo otra cosa que un ojo en su corsé de cerradura, denunciaron mis escritos como, por lo menos, el relincho del caballo de Troya o un puñal que flirtea con la espalda. Yo hablaba de que el enemigo principal era el sexo reprimido, tapiado en su bragueta moralista; le hablé directamente a los testículos; invité a discutir a los ovarios. La solución (decía, sembrando el descontento en mis colegas) no se halla en el sofá sino en la cama, Es una estupidez (grité furioso) permitir que tu sexo doblegue la cerviz en la impotencia o que haya en este siglo todavía virginidad de orgasmos. Algo esencial: hurtarle los secretos a la cama, dominar el amor desde el inicio hasta el final feliz; no sólo el arma de la crítica debe convertirse en la crítica de las armas, sino el principio del placer en el placer del principio. Todo debe empezar con algún beso que al haber estallado a quemarropa derrita la camisa y el corpiño o que deje en los pies que se haga un charco de pantalones. También se decidió pedirme cuentas. Se me exigió asimismo desdecirme y desandar cada uno de mis libros. Con la espada flamígera del dogma, desollando la piel de cualquier duda, se me mostró el camino hacia la puerta. Sin perder los ideales, sin perderlos, me sentí como Adán cuando. expulsado, no pudo retener el paraíso sino tan sólo el cuerpo de su amada.
El viento me pertenece un poco Jurídicamente hablando, yo no soy dueño de ninguna de las luciérnagas. Y aun mi derecho sobre las mariposas resulta discutible. No tiene sentido que alguien me pida (regalado o prestado) un crepúsculo porque carece de ellos mi patrimonio familiar. Se puede creer, sin embargo, que, en sociedad con mis oídos, soy al menos propietario de alguna melodía (las variaciones, digamos, sobre un tema del viento); pero si una cosa debe afirmarse de mí es que soy pobre de música, menesteroso de Bach, harapiento de Mozart. En mis arcas no existe un solo aroma. Nunca he guardado en mi caja fuerte el sabor a vainilla. Nunca he poseído una alacena olorosa a compota de durazno ni mi ropa ha estado nunca planchada y doblada por las manos de un jabón que conduzca majadas de perfume. Mas llegas tú. Y el viento me pertenece un poco. Hasta puedo enviar por correo de regalo alguna brisa. Me llevo por algunas horas el mar a mi departamento de la misma forma en que lo hice en la página 65 del antiguo relato de una de mis pesadillas. De un tallo de dos o tres rosales pende una tarjeta con mis señas. Y he dado instrucciones a las espinas (los demonios custodios del perfume) para poner en su sitio a quien olvide la propiedad ajena. Mas llegas tú, y la soledad sale corriendo hacia las fronteras que tengo con la nada. El abrazo nocturno nos confunde. Sólo el gallo que enciende una cerilla con su música, despierta nuevamente nuestros límites. Mas nos tomarnos entonces de la mano con la intención de que no deje de haber nunca litigios fronterizos entre nuestros pronombres. Me ayudas a armar el rompecabezas de un ángel. Hallamos agua, sol, edad derruida, damos con la pasión que desentume piernas, mueve brazos, y devora también, oso hormiguero, la infinidad de puntos agitados en las extremidades que se duermen en su inmovilidad de soltería. Mas después de gozar el placer sedentario de los besos y las caricias lentas (las tortugas afectivas que cruzan por tu vientre) decidimos partir, darle cuerda al zapato, correr mundo. Construir un astillero y empezar a forjar fetos de naves que crecen hasta hacerse audacia de madera, un sueño con su popa y con su proa. La aventura que sabe recortarle las espinas a la rosa de los vientos.
Enrique González Rojo Arthur, poeta, Ciudad de México, 1928