La literatura de posguerra impone una razón literaria muy diferente a la vigente durante la época de esplendor de las vanguardias. Pero este racionalismo literario de mediados del siglo XX se vio acompañado también de formas acríticas renovadamente sofisticadas. Los juegos ultraístas, las visiones surrealistas, la pureza de las “minorías selectas” y sus entendimientos, dan lugar, desde mediados del siglo XX, a una poesía en la que dominan los valores subjetivos —y también ideológicos— de un mundo social e histórico que se recupera de las más amargas experiencias. La lírica de la memoria, de la vivencia, de lo cotidiano, de lo intrahistórico, pasa a un primer plano en el verso. La poética de lo imaginario deja de ser el fundamento del poema, y en su lugar crece la denominada poética de la experiencia. El poeta deja igualmente de escribir como un visionario, como un genio que se comunica racionalmente a través de un supuesto discurso irracional y onírico, pseudoinconsciente o ideal, simbólico e hiperbólico, para hablar a la inmensa mayoría, predicando la solidaridad con el prójimo, insistiendo de forma constante en la idea de compromiso —hasta el punto de identificar el mérito del arte con la visibilidad del compromiso—, y proyectando psicológicamente una valoración estética de lo social. El mito no determina ya el valor del arte, que estará ahora subordinado a la publicidad del compromiso social. La vida se interpretará en la medida en que resulte codificable a través de la poética subjetiva y vivencial de una intrahistoria social o colectiva. No son años para que el poeta actúe como un visionario, vate capaz de leer los misterios de la naturaleza, y cantarlos a una “minoría selecta”. No. El poeta es ahora un portavoz social, capaz de dar voz a un pueblo supuestamente silenciado. Y que, por otra parte, no lo ha elegido: es el poeta quien se proclama, con su obra, portavoz popular.
En realidad, hemos pasado de un mito a otro mito: del poeta genial cual visionario al poeta genial cual representante popular de las inquietudes que denuncian la injusticia social. Lo cierto es que tanto uno como otro mito es un recurso para mantener al poeta como protagonista de toda actualidad. En palabras de Arlandis (2004: 328), relativas a la segunda etapa poética de Vicente Aleixandre, de orientación discretamente social, “si con anterioridad el poeta era ese intérprete de las señales cósmicas, ahora lo será de ese rumoroso sentir del pueblo anónimo”. Pero no nos engañemos. El pueblo, sobre todo el pueblo anónimo, no lee a sus poetas. Ni siquiera a sus poetas épicos. Cuanto menos a sus poetas líricos. Estamos ante la creencia de un falso protagonismo. El pueblo, esa masa mitificada y organizada de individuos cumplidamente socializados, nunca lee a sus poetas. A los poetas solo los leen, en unos casos, los demás poetas, y en otros, los profesores y académicos, básicamente, para estudiarlos. La idea del poeta social —como la del “cura-obrero”, y otros mitos o figurines por el estilo, muy de moda en su momento (tras el Concilio Vaticano II, 1959-1965 )— responde ante todo a la finalidad de buscar y encontrar un protagonismo social en el mundo del arte —y de la política—, y ante todo responde a la finalidad social, ideológica, religiosa y mercantil de manipular a las masas. El mito de la “literatura comprometida”, de rentable explotación editorial, como se había demostrado en Francia desde la segunda posguerra mundial, alcanzaba sus horas históricas más elevadas. La poesía social como forma estética —mejor decir como forma de comunicación— se impone en el mercado de la Literatura, y el mito del poeta como “voz del pueblo” exige en el intelectual la adopción de una nueva apariencia pública y de una más sofisticada transfiguración política.
Cantos iberos (1955) de Gabriel Celaya constituye una obra de referencia en la historia de la poesía social española. Se ha dicho con frecuencia que este tipo de poesía, identificada por sus temas sociales, ha envejecido mal, o prematuramente. No es cierto. La denominada poesía social, como Literatura programática que es, no envejece, sino que simplemente se fosiliza estructuralmente en la historia de los materiales literarios, al resultar reemplazada —sin grandes consecuencias— por otros sistemas poéticos o por nuevas tendencias artísticas, con frecuencia vinculados a cambios políticos de cierta referencia o envergadura. La poesía social no ha envejecido ni ha desaparecido. Simplemente, “no está de moda”, es decir, ha encallado en la orilla de un espacio temporal que carece de actualidad literaria en estos tiempos, pero que podría volver a recuperarse en cualquier otro momento histórico, político o social. Con todo, no hay que olvidar que las Revoluciones, cuando se van, al igual que la dicha, nunca vuelven en su formato original. Solo la desgracia suele regresar sin alteraciones. Del celebérrimo poema celayesco “La poesía es un arma cargada de futuro” queda hoy no solo el testimonio histórico de lo que fue este tipo de literatura, sino su idealismo programático, dramático y utópico.
Nótese cómo el poema parte de dos premisas fundamentales: una vida sin esperanza y un idealismo ciego. El punto de partida inspira lástima, piedad y dolor. El poema está revestido de victimismo, aunque el poeta —su autor— no sea la víctima que protagoniza ni representa al grupo de los real y verdaderamente afligidos. Pero les presta ―formalmente, todo hay que decirlo― desde la superioridad de quien ostenta poder para ello, su voz. El victimismo está a su vez revestido de furia, de desafío y de una sobredimensionada valentía, en pos de la declaración de la verdad, de la revelación de lo auténtico, de la expresión de cuanto nadie se atreve a enunciar y anunciar, salvo el poeta: “se dicen las verdades / las bárbaras, terribles, amorosas crueldades”. Y cual Goethe del socialismo, Poesía y Verdad se identifican noblemente: “Se dicen los poemas / que ensanchan los pulmones de” los “asfixiados”… La poesía se identifica con la vida, con la realidad y con la verdad. Y la vida se objetiva en la pobreza, en el pan, en el aire, en lo necesario… En suma, la vida es una lucha cruel contra la injusticia, el poeta debe tomar parte en esa lucha —desde el uso de la palabra, que quede claro, el arma de los poetas es la palabra, y nada más—, de modo que la poesía no tiene como fin embellecer la realidad, sofisticadamente, diríamos, sino transformarla a través de la lucha. Se explicita una devaluación estética de la idea de poesía. En su lugar, la poesía se delimita en torno a metáforas bélicas, donde los términos propios de la violencia, la sociedad y la palabra desempeñan un papel fundamental: “arma cargada … / con que te apunto al pecho”. El poema concluye con un regreso a lo dramático —“gritos en el cielo”— y con una reiteración destinada, de forma indefinida, a la transformación de la realidad —“en la tierra son actos”—. Pero, ¿qué actos?, cabe preguntarse. ¿Dónde están los hechos? ¿Dónde sus consecuencias? La Poética parece haber quedado en esta poesía reducida a una Retórica. Gabriel Celaya escribe un poema en el que la Revolución es exclusivamente verbal o tropológica, es decir, idealista y poética. Nada más. Con todo, acaso sea esta la mejor forma posible de embellecer la Revolución. ¿O han hecho otra cosa los poetas revolucionarios? La poesía —y con ella los poetas— quiere subirse de este modo al carro de las ideologías sociales más populares. Sin embargo, el resultado no es ni la revolución social, ni la transformación de la realidad, ni el desarrollo de la propia creación poética. La poesía social concluyó en un callejón sin salida. El resultado fue el enaltecimiento de muchos mitos, entre ellos dos fundamentales: el mito del poeta como portavoz de una sociedad que solo se conoce por sus apariencias, al no dirigir su crítica contra las verdaderas dialécticas que originan y preservan los problemas, y el mito de una literatura a la que declaran comprometida solo verbalmente de acuerdo con ideales de moda. La poesía social, como la littérature engagée, hizo del compromiso un flatus vocis. Lo he dicho varias veces y volveré sobre ello más adelante: hay que salir de la Literatura para hacer la Revolución.
Cuando ya nada se espera personalmente exaltante,
mas se palpita y se sigue más acá de la conciencia,
fieramente existiendo, ciegamente afirmado,
como un pulso que golpea las tinieblas,
cuando se miran de frente
los vertiginosos ojos claros de la muerte,
se dicen las verdades:
las bárbaras, terribles, amorosas crueldades.
Se dicen los poemas
que ensanchan los pulmones de cuantos, asfixiados,
piden ser, piden ritmo,
piden ley para aquello que sienten excesivo.
Con la velocidad del instinto,
con el rayo del prodigio,
como mágica evidencia, lo real se nos convierte
en lo idéntico a sí mismo.
Poesía para el pobre, poesía necesaria
como el pan de cada día,
como el aire que exigimos trece veces por minuto,
para ser y en tanto somos dar un sí que glorifica.
Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan
decir que somos quien somos,
nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno.
Estamos tocando el fondo.
Maldigo la poesía concebida como un lujo
cultural por los neutrales
que, lavándose las manos, se desentienden y evaden.
Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse.
Hago mías las faltas. Siento en mí a cuantos sufren
y canto respirando.
Canto, y canto, y cantando más allá de mis penas
personales, me ensancho.
Quisiera daros vida, provocar nuevos actos,
y calculo por eso con técnica qué puedo.
Me siento un ingeniero del verso y un obrero
que trabaja con otros a España en sus aceros.
Tal es mi poesía: poesía-herramienta
a la vez que latido de lo unánime y ciego.
Tal es, arma cargada de futuro expansivo
con que te apunto al pecho.
No es una poesía gota a gota pensada.
No es un bello producto. No es un fruto perfecto.
Es algo como el aire que todos respiramos
y es el canto que espacia cuanto dentro llevamos.
Son palabras que todos repetimos sintiendo
como nuestras, y vuelan. Son más que lo mentado.
Son lo más necesario: lo que no tiene nombre.
Son gritos en el cielo, y en la tierra son actos [2].

En su tentativa de delimitación de la idea de poesía social, Leopoldo de Luis apela a discriminar entre términos tales como poesía social, poesía civil y poesía política. A juzgar por sus resultados, considero que esta forma de proceder es muy confusa, desde el momento en que toda actividad social implica, respecto a la poesía y la literatura, una actitud política, y que no es posible en una sociedad política o Estado hablar de sociedad de espaldas a la Política o ignorando el Estado. En palabras de Leopoldo de Luis (1965/2010: 183), “la poesía social no prejuzga soluciones, sino que denuncia estados que han de corregirse. Es una poesía de testimonio, comprometida con la verdad”. Vamos por partes. ¿Comprometida con la verdad? ¿Con qué verdad? ¿Con la verdad de la ideología, con la verdad de los hechos, con la verdad de la historia, con la verdad de la política, con la verdad de la literatura, con la verdad categorial de la ciencia…?
La literatura no puede comprometerse nunca con la verdad porque entonces no sería literatura, sino ciencia categorial. Sería matemática, termodinámica o veterinaria, pero no literatura, porque no puede renunciar a la libertad y a la poética de la ambigüedad, de la que emana buena parte de su valor estético. Por otro lado, si la poesía social se limita a denunciar hechos, y no a plantear soluciones, no queda otra alternativa que reconocer en el ejercicio de este tipo de literatura una dimensión acrítica explícita, donde el verbo literario se reduce a la exposición, la denuncia y la protesta, pero siempre acríticamente. Y esta dimensión acrítica hace de la poesía social una materia característica de la Literatura programática o imperativa, donde el racionalismo literario se formaliza sin desarrollar plenamente su potencial crítico, porque la crítica de la poesía social se detiene ante la complejidad de situaciones políticas cuya solución está más allá de lo que el lenguaje poético puede ofrecer y de lo que el poeta, en funciones sociales, está dispuesto a hacer.
Con frecuencia la poesía social ubica sus protestas, quejas y denuncias en una dialéctica simplista y aparente, en muchos casos maniqueísta, y también simbólica, donde la injusticia se enfrenta a la justicia, el bien contra el mal, el dolor contra la dicha, el sufrimiento contra el placer, etc., pero sin nombres, sin programas concretos, sin soluciones prácticas efectivas. La poesía social es con frecuencia una denuncia indefinida. Sitúa el problema en una dialéctica muy elemental, con frecuencia de carácter universalista —el bien contra el mal—, que apenas resulta legible más allá de las emociones y sentimientos del grupo denunciante. La poesía social apunta más a lo sensible de las emociones protestatarias que a lo inteligible de una crítica capaz de solucionar problemas reales a los que se enfrenta solo verbalmente. Advierte Leopoldo de Luis (1965/2010: 183) que “la poesía social parte de un realismo, tiene un matiz histórico”. Sí, pero su realismo es acrítico, y su historicidad se disuelve en la estética antes que influye en la política. Lo cierto es que la Literatura programática o imperativa está llena de callejones sin salida, y la poesía social es uno de ellos.
Toda poesía social es poesía política en tanto que es ideológica. Identifica la ideología, y ante todo el sentimiento, la sensibilidad, de una clase social frente a otras, pero no ofrece soluciones a los problemas que plantea. En verdad, más que identificar una clase social, se adscribe a un grupo o gremio ideológico, desde el momento en que el éxito de la poesía social, a mediados del siglo XX europeo, se produce en una sociedad en la que las clases sociales codificadas por el marxismo ya no son ni las originales ni las genuinas, sino otras muy diferentes. En ese contexto, el poeta actúa como un ingeniero de emociones colectivas, de sentimientos gremiales, de ideologías populares, cuando en muchos casos ni siquiera pertenece de hecho a la clase o grupo social que en carne propia vive los conflictos verbalmente denunciados en el poema. La poesía social plantea problemas a una ideología adversa y enemiga, pero no da soluciones a sus correligionarios ideológicos. A estos últimos solo les ofrece propaganda, difusión y publicidad, en el seno de una oclocracia más o menos dignificada y dignificante. El poeta, a su vez, suele verse recompensado con premios, galardones, y méritos sociales, entre ellos la rentabilidad mercantil y la promoción mediática. Por todo ello puede afirmarse que este tipo de poesía es crítica con una ideología adversa o contraria y acrítica con una ideología afín y correligionaria. La poesía social es programática, y su componente acrítico la desnaturaliza como Literatura crítica o indicativa.
A su vez, la poesía social mitifica la imagen de un poeta que se enarbola como si de un revolucionario se tratara. Es la construcción de un espejismo. Lo he dicho muchas veces: para hacer la Revolución hay que salir de la Literatura y, sobre todo, de la poesía. Las revoluciones están en los hechos violentos que dirigen sus políticos, no en las palabras poéticas que escriben quienes, con frecuencia desde el irenismo, se dirigen a un público convicto y poco reflexivo. La revolución contenida en la poesía social es más emocional que poética, y mucho más populista que política. Pero la poesía social proporcionaba a sus poetas un filón de segura explotación: la colectividad de un público previamente convencido, fiable y confiado, de un público infalible y entregado, que en absoluto estaba dispuesto a cuestionar la autoridad del poeta que decía hablar en su nombre. El éxito editorial y mediático estaba garantizado para el poeta, así como para los grupos de comunicación de masas que disponían y programaban el consumo de tales productos entre las clases populares y los sectores mercantiles entregados a su explotación. Más tarde se incorporaría también el mercado académico, con sus premios, galardones, cursos, congresos y ciclos de conferencias. En el mercado académico reside también la responsabilidad de la interpretación endogámica y endonímica de que ha sido objeto la denominada poesía social, con todos sus poetas, artífices y promotores. Cuando se lee a los intérpretes de la poesía social, el lector puede observar cómo todos ellos pertenecen a una gran familia de colegas, amigos y cofrades, entre quienes toda interpretación es emicista, es decir, hecha “desde dentro”, y por ello mismo, y con harta frecuencia, muy acrítica (Pike, 1982; Bueno, 1990a).
Por desgracia, el planteamiento mismo de la poesía social acaba por convertir al poeta, lejos de alguien comprometido con una causa, que siempre resulta indefinida, en un explotador de la miseria ajena. En palabras de Leopoldo de Luis (1965/2010: 186):
Claro que el poeta, cada poeta, puede tener sus opiniones políticas y quizá esté convencido de cuáles deban ser las soluciones prácticas para los problemas que han movido sus sentimientos, pero la materia de su canto no son aquéllas, sí éstos: el dolor y la queja ante el hecho mismo.
Obviamente, pero, ¿dónde están las ideas que han de servir de referencia crítica a los hechos denunciados poéticamente? ¿Cuáles son los criterios desde los que la poesía social denuncia “el dolor y la queja”? El propio Leopoldo de Luis (187) reconoce que “el terreno de las soluciones excede del ámbito de la poesía”, cierto, pero no del ámbito de la Literatura, ni tampoco del ámbito de la poesía crítica. Otra cosa es que la poesía social haya renunciado a ejercer la crítica más allá del hecho testimonial y protestatario, porque el ejercicio de esa crítica llevaría al poeta a un terreno en el que tendría que cuestionar también los fundamentos de la ideología desde la cual él mismo escribe y actúa. De Luis advierte que en el fascismo no cabe la poesía social, porque “para el fascismo hay razas o clases superiores, y la poesía social defiende, en el más amplio sentido, al hombre único, igual y libre” (187). A poco que reflexionemos, el argumento de Leopoldo de Luis es de una ingenuidad abrumadora. En primer lugar, en el fascismo cabe la poesía social como en cualquier otro escenario político o incluso mejor, desde el momento en que la socialización de un estado fascista es de una igualdad imperativa y absoluta sobre sí misma y sobre todos y cada uno de sus miembros. En segundo lugar, porque la poesía social a la que se refiere Leopoldo de Luis defiende la igualdad y la libertad en términos tan amplios que resultan idealistas, utópicos y ucrónicos, y porque en su magnitud y desvanecimiento exigirían la supresión de toda posible sociedad estatal, natural e incluso humana. Y en tercer lugar, porque la socialización que propugnan las democracias se construye siempre sobre la exigencia de atenuar determinadas diferencias, contradicciones y dialécticas que, siendo operatorias e innegables, como el dinero y el dominio de las finanzas, por ejemplo, se estipulan como si no lo fueran. Porque ni todos somos ricos, ni todos pertenecemos a una Familia Real. En suma, hablar, como hace Leopoldo de Luis, y como han hecho muchos otros, de una poesía social que postula la existencia de “un hombre único, igual y libre”, tiene, a estas alturas de los tiempos, más de ingenuidad histórica y de idealismo acrítico que de responsabilidad interpretativa. ¿Qué lugar tenía la mujer en la poesía social, que en buena medida se escribió de espaldas a ella? ¿Qué diálogo es posible establecer entre poesía social y nacionalismo, cuyas pretensiones resultaron imperceptibles a los poetas sociales? ¿Qué réditos obtuvo la Iglesia católica en su relación con la poesía social, cuya explotación temática compartía con numerosos grupos sociales durante las décadas de 1950 y 1960? Son muchas las cuestiones a las que habitualmente no responde ninguna historia de la literatura, como tampoco lo hacen muchos de los denominados críticos e intérpretes de la poesía social. Mientras la crítica de la literatura no examine el reverso de estas denominaciones míticas, endonímicas y en cierto modo fosilizadas en marbetes anacrónicos, muchas de las realidades literarias que subyacen ilegibles bajo la maraña de tales fenomenologías, sociologías y psicologismos, seguirán sin conocerse ni discutirse [3].
Fuente | Jesús G. Maestro, Genealogía de la Literatura, 2012, pp. 390-396.
Bibliografía
Bueno, Gustavo (1990a), Nosotros y ellos. Ensayo de reconstrucción de la distinción emic / etic de Pike, Oviedo, Pentalfa.
Celaya, Gabriel (1993), Trayectoria poética. Antología, Madrid, Castalia. Ed. de José Ángel Ascunce.
Luis, Leopoldo de (ed.) (1965), Poesía social española contemporánea, antología (1939-1968), Madrid, Biblioteca Nueva, 2000, 2010 (2ª ed.). Edición, introducción y notas de Jorge Urrutia y Fanny Rubio.
Maestro, Jesús G. (1994), La expresión dialógica en el discurso lírico de Miguel de Unamuno. Pragmática y transducción, Kassel, Reichenberger.
Maestro, Jesús G. (2012), Genealogía De La Literatura. De Los Orígenes De La Literatura, Construcción Histórica Y Categorial, Y Destrucción Posmoderna, De Los Materiales Literarios, Vigo, Editorial Academia Del Hispanismo.
Pike, Kenneth L. (1982), Linguistic Concepts: An Introduction to Tagmemics, Lincoln, University of Nebraska Press.
Notas:
[1] “¿Quién es el público y dónde se encuentra? (Artículo mutilado, o sea refundido. Hermite de la Chaussée d’Antin), El Pobrecito Hablador, 18 de agosto de 1832.[2] Gabriel Celaya (1993: 202-204), “La poesía es un arma cargada de futuro”, Cantos iberos (1955).[3] La poesía social, al fin y al cabo, no se compromete con nada, porque la sola denuncia o expresión de una situación dolorosa, desigual o cruel, según circunstancias y condiciones contextuales, solo revela una actitud crítica contra una ideología y una actitud acrítica contra otra ideología. La supuesta crítica de la poesía social se detiene y se esfuma cuando hay que dar cuenta de las causas y consecuencias de toda esa serie de situaciones dolosas y crueles que dice denunciar poéticamente. Lo que caracteriza de modo específico a la poesía social es ante todo la falta de compromiso efectivo con lo único que de veras puede ir más allá del mero testimonio, y que es el planteamiento de una solución posible o factible. Se me dirá que ese no es el objetivo de la poesía social, que la poesía social solamente denuncia y protesta, no resuelve. A lo que respondo que si ese no es el objetivo, y sí el procedimiento, mejor y más útil será hacerse abogados, o incluso jueces, y aún mejor utopistas o políticos ―Platón exigiría que filósofos―, que poetas. O se forma parte de la solución, o se forma parte del problema, y, con la realidad por delante, la poesía social ha formado parte del problema, con el fin esencialmente de perpetuarlo mediante la exhibicionista explotación poética de la miseria. Y algo así, críticamente examinado, es, incluso, una inmoralidad. Porque muchos poetas han recibido premios, e incluso galardones nobelados, precisamente por una obra literaria destinada a explotar una miseria que, bajo el éxito mercantil y académico del poeta, sigue intacta o creciente. Ningún poeta ha resuelto jamás un problema social o político. Pero muchos de ellos han tratado de cantarlos muy bien, al objeto de promocionarse popularmente mediante lo que solo puede considerarse la explotación de la miseria ajena. Hoy día esta labor ha sido usurpada por los periodistas y fotógrafos de prensa, entre muchas otras figuras de la nueva sociedad posmoderna, y se ejerce ya no solo en nombre de la protesta o la revolución, sino en nombre de la información y de la libertad. Pero el resultado sigue siendo el mismo: la explotación y la preservación de la miseria como forma de vida. Hay que salir de la poesía para hacer la Revolución. Pero si lo que se quiere hacer es negocio, entonces resultará imprescindible perpetuar la miseria. Y la forma más irreprochable de hacer negocio con la miseria es ejercer su explotación en nombre de la protesta, de la libertad o de la revolución, palabras que, por su sola operatividad literaria, nada significan y nada transforman.