Qué pasa, qué está pasando

a Fina García Marruz

 

Qué pasa, qué está pasando siempre debajo del jardín
que las rosas acuden sin descanso.
Qué está pasando siempre bajo ese oscuro espejo
donde nada se oculta ni disuelve.
Qué pasa, qué está pasando siempre debajo de la sombra
que las rosas perecen y renacen.
Que nunca se desmiente su figura,
que son eternas sombras, idénticos recuerdos
Qué está pasando siempre bajo la tierra oscura
donde la luz levanta rubias alas
y se despliega límpida y sonora.
Qué está pasando siempre bajo el cuerpo secreto de la rosa
que no puede negarse al cielo temporal de los jardines,
que no puede evitar el ser la rosa, precisa voluntad, sueño visible.
Qué pasa, qué está pasando siempre sobre mi corazón
que me siento doliéndole a la sombra,
estorbándole al aire su perfil y su espacio.
Y nunca accedo a destruir mi nombre,
y no aprendo a olvidarme, y a morir lentamente sin deseos,
como la rosa límpida y sonora que nace de lo oscuro.
Que se inclina hacia el seno impasible de la tierra
confiando en que la luz la está esperando, creándose la luz,
eternamente fija y libertada bajo el cuerpo secreto de la rosa.

Aproximación a Venus

 

Para unas muchachas de Bances Candamo,
al margen de un estudio de Pedro Penzol

Belzeraida, Armelina y Bradamante,
hermosas como el saludo matinal de la oropéndola,
vestidas de nostalgia y de poesía, decidieron
pasar un breve tiempo -el otoño no más, sólo el otoño-
en las praderas reservadas en el planeta Venus
para los viajeros de excepcional belleza.

(Los aztecas rezaban su poesía coral, noche
tras noche en honor del planeta, predilecto entre todos los del cielo).

Ellas sabían que en Venus es una falta a los dioses
no ser arrebatadoramente hermosos. Allí en Venus
sólo llegan a nacer los niños una vez comprobado,
en el vientre de la madre,
que no perturbarán el equilibrio que sostiene
cristalinamente encendido al astro en su burbuja de diamante,
que es la Belleza.
En Venus nos permiten asomarse a un balcón
a quien no posea un rostro perfecto, y una piel
tan tersa como el plumaje del colibrí, o como el canto
mañanero de la oropéndola.

(Los aztecas,
danzaban felices al entregar sus hijos al fulgor de Venus).

Belzeraida, Armelina y Bradamante,
entrelazadas como los versos de un poema,
fueron llevadas en volandas por el Sol en persona,
que delicadamente las hizo enflorecer en su jardín de Venus.
Y están allí, en el hogar que les era debido desde siempre
por su belleza, por su aterciopelada vestimenta
de nostalgia y poesía. El planeta,
festejó cumplidamente la llegada de hadas tan perfectas.

(Los aztecas tejíanle a Venus, con la sangre de sus príncipes más bellos,
túnicas de rubíes, diademas de himnos jubilosos).

Ahora, desde la tierra, podemos asomarnos de tiempo en tiempo
a contemplarle a Venus su recrecido fulgor. Y sentimos,
con un suave estremecimiento en la piel,
cómo vibra en el astro el alma de la música nacida
de la mirada azul de Belzeraida, de la
sensual sonrisa de Armelina, de
la promesa de amor de Bradamante.

 

1986

Viaje nocturno

 

Mi madre no sabe que por la noche,
cuando ella mira mi cuerpo dormido
y sonríe feliz sintiéndome a su lado,
mi alma sale de mí, se va de viaje
guiada por elefantes blanquirrojos,
y toda la tierra queda abandonada,
y ya no pertenezco a la prisión del mundo,
pues llego hasta la luna, desciendo
en sus verdes ríos y en sus bosques de oro,
y pastoreo rebaños de tiernos elefantes,
y cabalgo los dóciles leopardos de la luna,
y me divierto en el teatro de los astros
contemplando a Júpiter danzar, reír a Hyleo.

Y mi madre no sabe que al otro día,
cuando toca en mi hombro y dulcemente llama,
yo no vengo del sueño: yo he regresado
pocos instantes antes, después de haber sido
el más feliz de los niños, y el viajero
que despaciosamente entra y sale del cielo,
cuando la madre llama y obedece el alma.

Canción

 

¡Toda mi miel
y toda mi delicia!
¡Toda mi infantil
malicia!
¡Toda alegría
y todo desazón!
¡Todo mi pequeño solar
junto al pino!
¡Todo lo que es noble
y todo lo que es fino,
con el alma toda
y todo el corazón!

Sobre el nombre de Irene

 

¡Qué bueno es estar contigo ante este fuego, Irene,
saber que sigues llamándote así, Irene;
que tu nombre no se te ha evaporado de la piel
como se evapora el rocío de la panza del sapo!

Ah decir Irene, Irene, Irene, Irene,
cerrando los ojos y diciendo nada más Irene
por el solo placer y la magia de decir Irene,
Pedaleando en el aire existas o no existas,
¡qué real y sólida eres, qué verdadera eres
en medio del irreal universo por llamarte Irene!

Las salamandritas del fuego se te quedan mirando,
y el humo, antes de irse, se detiene feliz a contemplarse
en el topacioespejo de tus ojos, como una mujer que se empolva la nariz
antes de entrar en el cementerio.

Y tú en tu aire,
y tú, impasible con tu abanico de llamas, sigues nada más
llamándote Irene,
segura de que todo el universo no puede despojarte de tu nombre de Irene!

Yo paseaba un día por el Tíber,
-Tíber de cascabeles ahogados, Tíber de pececitos oscuros
Tíber meado por Tiberio-,
y vi en medio del río una isla verdeante,
trabajada en la materia de las madréporas o de las malaquitas,
¡vaya usted a saber!, pero pequeñita y completamente real;
y vi en la orilla
una de esas estatuas del Tíber sumergidas por siglos,
donde el mármol se ha hecho róseo, y carnal, y blando;
y con mucho temor, con una reverencia, pregunté a la estatua:
-Perdone usted, señor, ¿cómo se llama esta isla?
Y con un gran desdén, entreabriendo apenas los labios y mirándome para nada,
dijo suavemente:
-¿Cómo va a llamarse esta isla? Esta isla se llama Irene.

¡Qué bueno es estar contigo junto al fuego,
y saber que ahí estás, real y verdadera,
saber que estás ahí mientras afuera se evapora el mundo,
y que sigues y sigues,
y seguirás para siempre llámandote Irene!

El hombre habla de sus vidas anteriores

 

Cuando yo era un pequeño pez,
cuando sólo conocía las aguas del hermoso mar,
y recordaba muy vagamente haber sido
un árbol de alcanfor en las riberas del Caroní,
yo era feliz.

Después, cuando mi destino me hizo
reaparecer encarnada en la lentitud de un leopardo,
viví unos claros años de vigor y de júbilo,
conocí los paisajes perfumados por la flor del abedul,
y era feliz.

Y todo el tiempo que fui
cabalgadura de un guerrero en Etiopía,
luego de haber sido el tierno bisabuelo de un albatros,
y de venir de muy lejos diciendo adiós a mi envoltura
de sierpe de cascabel,
yo era feliz.

Mas sólo cuando un día
desperté gimoteando bajo la piel de un niño,
comencé a recordar con dolor los perdidos paisajes,
lloraba por algunos perfumes de mi selva, y por el humo
de las maderas balsámicas del Indostán.
Y bajo la piel de humano
ya llevo tanto sufrido, y tanto y tanto,
que sólo espero pasar, y disolverme de nuevo,
para reaparecer como un pequeño pez,
como un árbol en las riberas del Caroní,
como un leopardo que sube al abedul,
o como el antepasado de una arrogante ave,
o como el apacible dormitar de la serpiente junto al río,
o como esto o como lo otro ¿o por qué no?,
como una cuerda de la guitarra donde alguien,
sea quien sea,
toca interminablemente una danza que alegra de
igual modo a la luna y al sol.

El viajero

 

La barcarola de Los Cuentos de Hoffmann:
sólo esta melodía quedó en la memoria del viajero
cuando echó a andar sin más finalidad que sacudirse
el tedio de estar vivo.

Luego de recorrido paso a paso
el gran bosque de ciervos que va de Alaska a Punta del Este,
con su bastón de fibra
y con el gran sombrero tejido a ciegas por indios
los dedos iluminados por rayos puros de luna bajo el río,
decidió concentrar su viaje sobre castillos y bellas estatuas,

y emprendió, así, la última etapa de su peregrinar,
que consistía, y consiste todavía ?porque el viajero
ni ha terminado de andar, ni conoce el cansancio o el sueño-
en ir y volver a pie, incesantemente,
desde Lisboa hasta Varsovia, y desde Varsovia hasta Lisboa,
silbando la Barcarola de Los Cuentos de Hoffmann.

Si alguien le pregunta, él, sin dejar de andar, explica:
?Silbar en la oscuridad para vencer el miedo es lo que nos queda.
No creáis que me haya dejado, jamás, distraer por la apariencia
de la luz: desde pequeño supe que la luz no existe, que es
tan sólo uno de los disfraces de las tinieblas,
porque sólo hay tinieblas para el hombre. Silbo en la oscuridad
a ver si de alguna parte acude un perro a socorrerme:
el perro que la Virgen dejaba como guardián de su hijo
cuando ella se iba a su menester de cantante en el coro
de la sinagoga, para alabar a Abraham, a David, a Salomón,
y a todos sus hieráticos parientes de barbas taheñas
y crótalos de marfil, y balidos de corderos sacrificados
cuando la luna se ofrece como arco para enviarle
saetas al corazón del Creador: inútil todo, inútil?.

Y el viajero seguía murmurando para sí:
?Lleno de miedo pero abroquelado en el castillo
de escucharme silbar, compruebo todos los días
que es sólo noche cerrada e irrompible lo que nos rodea;
percibo el desdén de la Creación por nosotros, la orfandad del planeta
en la siniestra llanura del universo, la soledad
absoluta de este puntito de polvo que tan importante creemos,
pero que es apenas el sucio corpúsculo de mugre
que revuela en la habitación cuando el señorito
se mira al espejo, ciñe su corbata, y displicentemente
sacude con la punta de los dedos
ese poquito de polvo que no sabemos cómo ha llegado hasta allí,
ni qué hace en el medio de su impecable traje.

?Voy desde Lisboa a Varsovia,
me apiado otra vez
de la pavorosa soledad de
la tierra en el Cosmos,
acaricio su rostro para aliviarle, quizá, su eterna pena,
y vuelvo desde Varsovia hasta Lisboa, silbando
muy suavemente la Barcarola,
la Barcarola de Los Cuentos de Hoffmann del Tuerto de
Offenbach
una melodía tan tonta e inútil
como el nacimiento de un niño, o como
el descender de un cadáver al castillo iluminado finalmente?

Jamás, con ese final

 

Si tomas entre los dedos
la palabra amor,
y la contemplas de derecho a revés,
y de arriba abajo,
verás que está hecha de algodón,
de niebla,
y de dulzura.

Si después aprisionas
la palabra música,
sentirás entre tus dedos
el crujir de una frágil
lámina de arena.

Si cae entre tus manos
la palabra jamás,
la terrible palabra
que pone punto final a la pasión
y al destino,
sentirás que está lleno de infinito,
y que la serpiente inmóvil de la S
es un eslabón entre el fuego y la nieve,
entre el infierno y el cielo,
entre el amor y la música.

La palabra jamás con ese al final
no termina nunca;
rodea la tierra y salta luego,
perdiéndose en el océano
de las estrellas.

Génesis

 

Sus rodillas de piedra, sus mejillas
frescas aún de la reciente alga;
sus manos enterradas en la arcilla
que el cuerpo oscuro hacia la luz cabalga;

y su testa nonata todavía, blanda silla
de recóndita luz, de espera larga,
fue ascendiendo detrás de la semilla
ida del verbo a la región amarga.

Ciego era Adán cuando la augusta mano
le impartió su humedad al rostro frío.
Por el verbo del agua se hizo humano,

por el agua, que es llanto en desvarío,
se fue mudando hacia el jardín cercano
e incendió con su luz el astro frío.

La casa en ruinas

Une rose dans les ténèbres
S. M.

 

Hoy he vuelto a la casa donde un día
mi infancia campesina conociera
el pavor y la extraña melodía
de encontrar otra vez lo que muriera.

Ya nada atemoriza, nada altera
el ritmo de la sangre. Aquí vivía
(cuando era mi vida primavera)
la que a los niños en dioses convertía.

Vacío el caserón, rotas las jarras
que las rosas colmaron de belleza,
en vano vine en busca de mí mismo:

todo es inútil ya, perdidas las amarras,
y vencedoras las ruinas, es la pobreza
la única rosa nacida en el abismo.

La mariposa

 

Teresa:
traía para ti,
entre las manos,
una mariposa.

Era roja, era azul,
era oriblanca,
era tan linda,
que al verla bajo el sol
esta mañana,
quise que la tuvieras
o al menos la miraras.

Traía para ti,
lleno de contentura
aquella mariposa
que aleteaba en mis manos
como un pajarito.
¡Quería verte la cara
cuando vieras saltar
sobre tu falda
aquella mariposa!

Pero ya junto a tu casa
vi otra mariposa
sola, amarilla, y verde,
parecía estar triste
como un hombre sin novia,
y pensé si sería
la novia de la mía:
y abriendo las mis manos
dejé que se escapara
la oriblanca, la azul,
la roja mariposa;
y las dos se volaron,
y juntas fueron a quererse
perdidas por el cielo.

 

De «Poemas escritos en España»

Las estrellas

 

¡Cuántas estrellas anoche!
¡Yo las veía tan claras y cercanas
como higos de cristal, como frutillas azules!
Me parecía, Teresa,
que todas las estrellas te miraban
con la misma alegría con que te miran
los ojos de mi alma.

Bocarriba en el campo,
solos la tierra y yo con las estrellas,
yo ponía mis ojos
en el pueblo de ojillos azulosos
que desde arriba podía contemplarte
con tantos ojos como estrellas tiene
el cielo blanco.

¿O serán las estrellas
las orejas del cielo,
por donde arriba oyen
tu cantar cuando hilas
o tu risa en el baile?

¿O serán las estrellas
como un sarpullido
que en la piel del cielo
provoca rasquiñas,
y comezón, y ansias,
y por eso titilan
y brincan las estrellas?

No: son ojos las estrellas,
son miradas, son fiestas.
Yo anoche bien veía
que estaban contentas y felices,
como quien puede mirar desde un collado
a una moza llamada Teresa
mientras va por la cabra
o recoge azucenas.

Y yo quería tener, yo deseaba
tantos ojos como tiene el cielo
para verte con ellos. Yo me sentía
el cuerpo hecho un acerico
de estrellas y de ojos.
Por la piel
me picaban y corrían
todas las estrellas.
¡Pudiera yo ser cielo
y eternamente verte
con los innumerables ojos
de mis estrellas!

Sentados a los pies del profesor
preguntábamos: ¿y la eternidad?
Y el buen viejo nos miraba con enojo,
hasta que por fin decía, contemplándose las manos:
«La eternidad no ha sido definida, pues se necesita
una eternidad entera para que abarquemos
el concepto de la eternidad. ¿Habéis comprendido?»
Y nosotros, sentados a los pies del profesor,
nos reíamos tanto, reíamos con tan poco cansancio,
que nos llevaba una eternidad consumir la risa
producida por la definición exacta de la eternidad.

Nocturno luminoso

Music I beard with you was more than music,
and bread I broke with you was more than bread.
Conrad Aiken

 

Como un mapa pintado de violento amarillo sobre una pared gris,
como una mariposa aparecida de súbito en medio de los niños en el aula,
inesperadamente así, cuando es más noche la noche de los ciegos extraviados
en el laberinto,
puede aparecer de pronto una figura humana que sea como un cirio
dulcemente encendido,
como el sol personal, o como el recuerdo de que hay también estrellas
y hermosura,
y algo bello cantando todavía entre las viejas venas de la tierra.
Como un mapa o como una mariposa que se queda adherida en un espejo,
la dulce piel invade e ilumina las praderas oscuras del corazón;
inesperadamente así, como la centella o el árbol florecido,
esa piel luminosa es de pronto el adorno más bello de una vida,
es la respuesta pedida largamente a la impenetrable noche:
una llama de oro, un resplandor que vence a todo abismo,
un misterioso acompañamiento que impide la tristeza.

Como un mapa o como una mariposa así de simple es amar.
¡Adiós a las sombras, a los días ahogados de hastío, al girovagar la Nada!
Amar es ver en otra persona el cirio encendido, el sol manuable y personal
que nos toma de la mano como a un ciego perdido entre lo oscuro,
y va iluminándonos por el largo y tormentoso túnel de los días,
cada vez más radiante,
hasta que no vemos nada de lo tenebroso antiguo,
y todo es una música asentada, y un deleite callado,
excepcionalmente feliz y doloroso a un tiempo,
tan niño enajenado que no se atreve a abrir los ojos, ni a pronunciar una palabra,
por miedo a que la luz desaparezca, y ruede a tierra el cirio,
y todo vuelva a ser noche en derredor
la noche interminable de los ciegos.

Preludio para una máscara

 

El rocío decora los restos de un naufragio
Donde sólo la muerte palpita débilmente.
Los astros ya no agitan sus tiernas cabelleras
Sobre el rostro invisible que decora el rocío.

Sin color se adelanta por la muerte un recuerdo
Que aprisiona en sus alas la forma que mi cuerpo
Tendrá cuando sea el tiempo de que la muerte quede
Enterrada en el rostro que decora el rocío.

Yo no quiero morirme ni mañana ni nunca,
Sólo quiero volverme el fruto de otra estrella;
Conocer cómo sueñan los niños de Saturno
Y cómo brilla la tierra cubierta de rocío.

Algo visible y cierto me arrastra por el alma
Hasta un balcón vastísimo donde nada aparece.
Allí me quedo inmóvil escuchando que muero;
Presintiendo aquel rostro que decora el rocío.

El árbol que mi sombra levanta cada día
Sediento de los cielos devora sus raíces;
Toca en las puertas blancas del naufragio lejano
Y florece en el rostro que decora el rocío.

Con el sol que solloza por la muerte que un día
Le hará rodar oscuro debajo de la tierra,
De súbito ilumina mi estancia venidera
Donde deslumbra el rostro que decora el rocío.

No soy en este instante sino un cuerpo invitado
Al baile que las formas culminan con la muerte.
Dondequiera que al tiempo me disimulo o niego
Surge radiante el rostro que decora el rocío.

Ahora me reconozco como un huésped que llega
A una estación extraña a pasar breves días.
Mi patria se desnuda serena entre las nieblas:
Su extensión es el rostro que decora el rocío.

No importa que la muerte sea una nieve eterna
Que a la forma en el tiempo aprisiona y exige.
Un valle silencioso florece en mi recuerdo,
Y siento que a mi rostro lo decora el rocío.

Olvido

 

¡Cómo el olvido ha ido destruyendo
el mundo aquel que edificamos juntos!
¡Las abejas sonoras, los pastos, el estruendo
del río bramador acorralado, los difuntos

ecos del viento que partió gimiendo
con tu enorme cadáver, y ardió los juncos
con llama tan veloz que aún está ardiendo,
con ceniza tan cruel que aún están truncos!

Donde hubo razón de frescos vinos,
de panes floreciendo en la alborada,
de reluciente fruto mantenido

en remotos estrados cristalinos,
hoy sólo queda una sombra desgarrada
y tus restos luchando con mi olvido.

Rapsodia para el baile flamenco

 

Dialogar con la muerte es la hermosa imprudencia
de quienes aprenden a cantar desde la cuna al borde del abismo.
El canto y la danza también pueden ser fervorosos rituales de la
desesperanza,
escuelas de lo terrible pobladas de una infancia hipnotizadas por los ojos
de la madre,
los ojos de una fascinada mujer que a su vez viene rodando por los siglos,
con su encantamiento amarrado a la cintura, y quiere arrojarlo de sí,
con palmas, con gemidos, con arranques de un fuego que prende
otro fuego más hondo, para evitar el imperio de la ceniza en el alma,
y levantar la sangre hasta los rostros de los santos de papel.
La danza puede ser el idioma perdido de unos dioses,
la señal arrojada a la noche desde un faro hundido en el infierno,
la invitación a rugir de protesta y de odio contra el acabamiento humano,
la llamada al disfrute de placeres absolutamente baldíos, pero gratos por ello,
la plegaría burlona ante ídolos que perdieron todo su poder,
y son ahora piedrecillas azotadas por la danza.
Ese canto que viene de más allá de las entrañas,
este canto aprendido junto al muro de los cementerios,
este canto guardado entre sus vísceras por los errantes hijos de David,
este disfraz del llanto de las sinagogas, que lleva siglos resonando,
este canto hecho de milenios de mendicidad, de pavor y de adulterios,
este lamento que es un río de belleza y de sangre vertida por el amor prohibido,
este canto que es un hombre en fuga, un criminal acorralado,
un violador de niñas a la sombra del nardo, alguien
a quien el destino persigue con sus perros más feroces,
este canto y esta danza, hermanos gemelos de la muerte,
hijos de la calavera, sonidos del bailete que el diablo ensaya todos los días
a las puertas del cielo,
esta danza y este canto, esta belleza golpeadora en el bajo vientre, estas
victorias, elevan al hombre hasta más allá del glorioso desdén por la muerte,
lo mantean.
como a un polichinela humanizado por el impuro amor a la hetairas,
y esparcen y derraman la blanca sangre de la fecundación,
y al final lo entregan rendido a la orgullosa posesión del vacío;
esta danza y este canto, estas alucinaciones, estos esqueletos de carnosas grupas,
por los siglos, estos misteriosos gatos egipcios que saltan entre los brazos en arco
y muerden la cintura
de los bailarines, estas agrias flechas de lascivia contra el San Sebastián
que las contempla, este aquelarre ardiendo entre los muslos, y a la postre,
después de los altos himnos paganos a la carne, después del rostro contraído por el
miedo a la muerte, después de la pasión crispada y anhelante, del llanto denunciado
en las tenebrosas guitarras, esta danza y este canto se pierden en el vientre
de la noche, vuelan hacia los recónditos cementerios, y agazapados quedan;
este canto
y esta danza, hasta mañana, hasta mañana otra vez, hasta siempre y más siempre, hasta mañana.

Silente compañero
(Pie para una foto de Rilke niño)

 

Parece que estoy solo,
diríase que soy una isla, un sordomudo, un estéril.
Parece que estoy solo, viudo de amor, errante,
pero llevo de la mano a un niño misterioso,
que a veces crece de repente, y es un soldado aherrojado,
o es un hombre mayor meditabundo, un huésped del reino de los lúcidos,
y se encoge luego, se recoge hasta devolverse a la niñez,
con sus ojos denominable arcano, con su látigo inútil con su estupor,
y este niño retráctil me acompaña, y se llama Rainiero en ocasiones,
y en otras el Presente, y el Caballero Huérfano,
y el Soldado sin Dormir Posible,
y comulga con el comunicado mundo de ultratumba,
y conoce el lenguaje de los que abandonaron, condenados, el cuerpo,
y pelean a alma limpia por convencer a Dios de que se ha equivocado.

Parece que estoy solo en medio de esta fría trampa del universo,
donde el peso de las estrellas, el imponderable peso de Ariadna,
es tan indiferente como el peso de la sangre,
o como el ciego fluir de la médula entre los huesos;
parece que estoy solo, viendo cómo a Dios le da lo mismo
que la vida tome en préstamo la envoltura de un hombre o la
concha de un crustáceo,
viendo lleno de cólera que Pergolesi vive menos que la estólida tortuga,
y que este rayo de luz no quiere iluminar nada,
y el sol no sospecha siquiera que es nuestro segundo padre.

Parece que estoy solo, y este niño del látigo fláccido está junto a mí,
derramando como compañía su mirada sagaz, temerosa porque
ha reconocido
el vacío futuro que le espera;
parece que estoy solo, y golpeándome el hombro está este niño,
este aislado de la multitud, lleno de piedad por ella,
que se inclina sobre el centro del misterio, y golpea y maldice,
y hace estremecerse al barro y al arcángel,
porque es el Testimonio, el niño pródigo que trae la corona
de espinas,
la verdad asfixiante del sordo y ciego cielo.

Cuando yo mismo sueño que estoy solo,
tiendo la mano para no ver el vacío,
y esta mano real, este concreto universo de la mano,
con destino en sí misma, inexorablemente creada para ser
osamenta y ser polvo,
me rompe la soledad, y se aferra a la mano del niño, y partimos
hacía el bosque donde el Unicornio canta,
donde la pobre doncella se peina infinitamente,
mientras espera, y espera, y espera, y espera,
acompañada por las rotas soledades de otros seres,
conscientes del misterio, decididos a insistir en sus preguntas,
reacios a morir sin haber encontrado la clave de esta trampa.

Parece que estoy solo,
pero llevo en derredor un mundo de fantasmas,
de realidades enigmáticas como el pan y la silla,
y ya no siento asombro de llamarme Roberto o Antonio
o Segismundo,
o de ser quizá un árbol a cuyo pie descansa un peregrino
en cuya mente vive como metáfora de su realidad la persona
que soy;
pues sé que estoy aquí, realmente aquí, destruible pero ya
irrevocable,
y si soy sueño, soy un sueño que ya no puede ser borrado;
y una lejana voz confirma todas las anticipaciones,
y alguien dice -¡no sé, no quiero oírlo!-
que de esta trampa ni Dios mismo puede librarnos,
que Dios también está cogido en la trampa, y no puede dejar
de ser Dios.
porque la Creación cayó de sus manos al vacío,
tan perfecta y completa que el Señor, satisfecho,
se dedicó a crear otras creaciones,
y va de jardín celeste en jardín celeste, dando cuerda al reloj,
atizando los fuegos,
y nadie sabe por dónde anda ahora Dios, a esta hora
del día o de la noche,
ni en cuál estrella se encuentra renovando su curioso experimento,
ni por qué no deja que veamos la clave de esta trampa,
la salida de este espejo sin marco,
donde de tarde en tarde parece que va a reflejarse la
imagen de Dios,
y cuando nos acercamos trémulos, reconocemos el nítido
rostro de la Nada

Con este niño del látigo en la mano voy hacia el amanecer o
hacia el morir.
Comprendo que todo está ya escrito, y borrado, y vuelto a escribir,
porque la sucia piel del hombre es un palimpsesto donde emborrona
y falla sus poemas el Demonio en persona;
comprendo que todo ya está escrito, y rechazo esa lluvia sin cielo
que es el llanto;
comprendo que nacieron ya las mariposas
que obligarán a palmotear de alegría a un niño que inexorablemente
nacerá esta noche.
y siento que todo está escrito desde hace milenios y para milenios,
y yo dentro de ello:
escrita la desesperación de los desesperados y la conformidad de los conformes,
y echo a andar sin más, y me encojo de hombros, sin risa y sin llantos,
sin lo inútil,
llevando de la mano a este niño, silente compañero,
o soñándole a Dios el sueño de llevar de la mano a un niño,
antes de que deje de ser ángel,
para que pueda con el arcano de sus ojos
iluminarnos el jardín de la muerte.

 

De «Memorial de un testigo» 1966

Soneto a las palomas de mi madre

 

A vosotras, palomas, hoy recuerdo
decorando el alero de mi casa.
Componéis el paisaje en que me pierdo
para habitar el tiempo que no pasa.

La más nívea de ustedes se posaba
a cada atardecer sobre un granado
y nevando en lo verde se quedaba
mientras pasase tarde por su lado.

Fuisteis la nieve alada y la ternura.
Lo que ahora sois, oh nieve desleída,
levísimo recuerdo que procura

rescatar por vosotras mi otra vida,
es el pasado intacto en que perdura
el cielo de mi infancia destruida.

Soneto para no morirme

 

Escribiré un soneto que le oponga a mi muerte
un muro construido de tan recia manera,
que pasará lo débil y pasará lo fuerte
y quedará mi nombre igual que si viviera.

Como un niño que rueda de una alta escalera
descenderá mi cuerpo al seno de la muerte.
Mi cuerpo, no mi nombre; mi esencia verdadera
se inscrustará en el muro de mi soneto fuerte…

De súbito comprendo que ni ahora ni luego
arrancaré mi nombre al merecido olvido.
Yo no podré librarle de las garras del fuego,

no podré levantarle del polvo en que ha caído.
No he de ser otra cosa que un sofocado ruego,
un soneto inservible y un muro destruido.

Testamento del pez

 

Yo te amo, ciudad,
aunque sólo escucho de ti el lejano rumor,
aunque soy en tu olvido una isla invisible,
porque resuenas y tiemblas y me olvidas,
yo te amo, ciudad.

Yo te amo, ciudad,
cuando la lluvia nace súbita en tu cabeza
amenazando disolverte el rostro numeroso,
cuando hasta el silente cristal en que resido
las estrellas arrojan su esperanza,
cuando sé que padeces,
cuando tu risa espectral se deshace en mis oídos,
cuando mi piel te arde en la memoria,
cuando recuerdas, niegas, resucitas, pereces,
yo te amo, ciudad.

Yo te amo, ciudad,
cuando desciendes lívida y extática
en el sepulcro breve de la noche,
cuando alzas los párpados fugaces
ante el fervor castísimo,
cuando dejas que el sol se precipite
como un río de abejas silenciosas,
como un rostro inocente de manzana,
como un niño que dice acepto y pone su mejilla.

Yo te amo, ciudad,
porque te veo lejos de la muerte,
porque la muerte pasa y tú la miras
con tus ojos de pez, con tu radiante
rostro de un pez que se presiente libre;
porque la muerte llega y tú la sientes
cómo mueve sus manos invisibles,
cómo arrebata y pide, cómo muerde
y tú la miras, la oyes sin moverte, la desdeñas,
vistes la muerte de ropajes pétreos,
la vistes de ciudad, la desfiguras
dándole el rostro múltiple que tienes,
vistiéndola de iglesia, de plaza o cementerio,
haciéndola quedarse inmóvil bajo el río,
haciéndola sentirse un puente milenario,
volviéndola de piedra, volviéndola de noche
volviéndola ciudad enamorada, y la desdeñas,
la vences, la reclinas,
como si fuese un perro disecado,
o el bastón de un difunto,
o las palabras muertas de un difunto.

Yo te amo, ciudad
porque la muerte nunca te abandona,
porque te sigue el perro de la muerte
y te dejas lamer desde los pies al rostro,
porque la muerte es quien te hace el sueño,
te inventa lo nocturno en sus entrañas,
hace callar los ruidos fingiendo que dormitas,
y tú la ves crecer en tus entrañas,
pasearse en tus jardines con sus ojos color de amapola,
con su boca amorosa, su luz de estrella en los labios,
la escuchas cómo roe y cómo lame,
cómo de pronto te arrebata un hijo,
te arrebata una flor, te destruye un jardín,
y te golpea los ojos y la miras
sacando tu sonrisa indiferente,
dejándola que sueñe con su imperio,
soñándose tu nombre y tu destino.
Pero eres tú, ciudad, color del mundo,
tú eres quien haces que la muerte exista;
la muerte está en tus manos prisionera,
es tus casas de piedra, es tus calles, tu cielo.

Yo soy un pez, un eco de la muerte,
en mi cuerpo la muerte se aproxima
hacia los seres tiernos resonando,
y ahora la siento en mí incorporada,
ante tus ojos, ante tu olvido, ciudad, estoy muriendo,
me estoy volviendo un pez de forma indestructible,
me estoy quedando a solas con mi alma,
siento cómo la muerte me mira fijamente,
cómo ha iniciado un viaje extraño por mi alma,
cómo habita mi estancia más callada,
mientras descansas, ciudad, mientras olvidas.

Yo no quiero morir, ciudad, yo soy tu sombra,
yo soy quien vela el trazo de tu sueño,
quien conduce la luz hasta tus puertas,
quien vela tu dormir, quien te despierta;
yo soy un pez, he sido niño y nube,
por tus calles, ciudad, yo fui geranio,
bajo algún cielo fui la dulce lluvia,
luego la nieve pura, limpia lana, sonrisa de mujer,
sombrero, fruta, estrépito, silencio,
la aurora, lo nocturno, lo imposible,
el fruto que madura, el brillo de una espada,
yo soy un pez, ángel he sido,
cielo, paraíso, escala, estruendo,
el salterio, la flauta, la guitarra,
la carne, el esqueleto, la esperanza,
el tambor y la tumba.
Yo te amo, ciudad,
cuando persistes,
cuando la muerte tiene que sentarse
como un gigante ebrio a contemplarte,
porque alzas sin paz en cada instante
todo lo que destruye con sus ojos,
porque si un niño muere lo eternizas,
si un ruiseñor perece tú resuenas,
y siempre estás, ciudad, ensimismada,
creándote la eterna semejanza,
desdeñando la muerte,
cortándole el aliento con tu risa,
poniéndola de espalda contra un muro,
inventándote el mar, los cielos, los sonidos,
oponiendo a la muerte tu estructura
de impalpable tejido y de esperanza.

Quisiera ser mañana entre tus calles
una sombra cualquiera, un objeto, una estrella,
navegarte la dura superficie dejando el mar,
dejarlo con su espejo de formas moribundas,
donde nada recuerda tu existencia,
y perderme hacia ti, ciudad amada,
quedándome en tus manos recogido,
eterno pez, ojos eternos,
sintiéndote pasar por mi mirada
y perderme algún día dándome en nube y llanto,
contemplando, ciudad, desde tu cielo único y humilde
tu sombra gigantesca laborando,
en sueño y en vigilia,
en otoño, en invierno,
en medio de la verde primavera,
en la extensión radiante del verano,
en la patria sonora de los frutos,
en las luces del sol, en las sombras viajeras por los muros,
laborando febril contra la muerte,
venciéndola, ciudad, renaciendo, ciudad, en cada instante,
en tus peces de oro, tus hijos, tus estrellas.

Gastón Baquero, Cuba, 1914-1997

El caballero, el diablo y la muerte
Versos para un grabado de Durero

 

1. El caballero

Un caballero es alguien
que se opone al pecado.

Sale con paso de aventura
en busca del origen de su alma.
Sale hacia el sol,
dialogando con el múltiple espejo
del rocío.
Conoce la clara fisonomía
de cada estrella.
Ha sido huésped nemoroso
de cada árbol.
Ha templado su arma bendecida
en cada amanecer.

Un caballero es alguien
que se opone al pecado,
que requiere su espada
y despliega sus armas,
ante el malicioso rostro,
ante la incitación perfumada
de una doncella, cuyo pecho
resguarda los ámbitos del Paraíso.

El caballero avanza
ceñido por las ramas.
Su mirada es más fría
que su espada. Arde su corazón.
Su memoria persigue
los parajes extensos,
las sombras que atestiguan
un pasado más puro que los cielos.

El Caballero avanza por el bosque.
Los mirlos le siguen, le acompaña
el silencio de las ramas, y el aire.
Busca el lugar que canta
en el bosque remoto. Avanza
como un trémulo azor hacia el pecado.

2. El diablo

Resuenan sus pensamientos.
Combaten sus ojos cristalinos
con la más dura imagen del pecado.
Algo tiende sus frutos y procura
arrebatar su alma bajo el bosque:
es el diablo el que canta entre las ramas.

El diablo es la alegría
que entrega llanto y ríe.
Es el perfume que alarga una rosa
cuyo centro está hecho de tinieblas.
Es la campana que anda sola recorriendo el bosque,
y suena como un canto inocente, de llanto y risa.

El caballero escucha,
requiere sus armas,
atraviesa veloz las ramas,
ora.

El caballero sigue por el bosque.
Alguien lo llama aún con voz muy poderosa.
Trina el diablo, retiñe su campana, su cascabel
persigue, su risa avanza.

El caballero escucha: está lejos la sombra.
No hay música tan pura como el silencio.
No hay palacio tan puro como las ramas.
Su caballo comienza a encantarse, el aire
se viste de una serena música, corporal, cristalina:
el caballero avanza hacia la muerte.

3. La muerte

La muerte es el soldado
perpetuo del Señor.

Cuando alguien hiere
la mirada que nunca se fatiga
ella viene a volverlo
ser único del mundo ante esos ojos.

Cuando alguien deja hundir su sueño
detrás del propio cuerpo,
ella viene a golpearle
amorosa los hombros,
y descubre un viajero
más despierto y profundo.

Cuando alguien olvida
su existencia,
ella viene y desgrana
en lugar suyo
la melodía abierta del ascenso;
esparce como el agua por el suelo
el lento descender,
el ir arriba.

Cuando es llamada
por aquél que no puede con su alma,
se oculta entre la malla de los días;
luego se cubre el pecho
con su coraza negra,
y armada de su lanza,
su caballo y su escudo,
se arroja inesperada
entre la hueste erguida.
Tala sin ruido
lo pesado y lo leve.
No pregunta ni escucha.
Trabaja y parte
hacia otro ser,
único en el mundo,
que la espera aunque duerma,
que la espera y despierta
para encontrarse solo
ante su cuerpo abierto,
sin secreto y sin mundo
delante del Señor.

Ella atraviesa el tiempo
como atraviesa el polvo los espacios.
Sus combates
renacen el instante en que los cielos
sin peso fueron levantados
y fueron destruidos.
Para ella las flores,
el adiós, la sonrisa,
la aflicción que no acierta,
lo hiriente y lo amoroso.
Para ella el olvido,
el no mirarla nunca
destruir el espejo,
devorar el silencio,
arrinconar el mundo.
Para ella los brazos,
los metales más puros,
los signos, el lamento,
que todo esto alcanza
a dejar que su canto
penetre hasta las hondas
claridades del cuerpo.

La muerte es el soldado
perpetuo del Señor.

Cada muerto es de nuevo
la plenitud del mundo.
Por cada muerto habla
la piedad del Señor.
Aquella que nos busca
debajo de lo oscuro,
la que nos pone en llamas
otra vez como el día
en que los cielos fueron
creados y deshechos,
es la siempre perdida,
la siempre rechazada,
pero la siempre entera,
corporal, cristalina,
memoria del Señor.

El Caballero rinde
sus armas a la muerte.
Su corcel se arrodilla
lentamente en el aire.
Las ramas tienden
hacia el cielo su alma,
cantan a su gloria,
le entregan al Señor.

Memorial de un testigo

 

I

Cuando Juan Sebastián comenzó a escribir Cantata del café,
yo estaba allí:
llevaba sobre sus hombros, con la punta de los dedos,
el compás de la zarabanda.
Un poco antes,
cuando el siñorino Rafael subió a pintar las cameranas vaticanas
alguien que era yo le alcanzaba un poquito de blanco sonoro
bermejo,
y otras gotas de azul virginal, mezclando y atenuando,
hasta poner entre ambos en la pared el sol parido otra vez,
como el huevo de una gallina alimentada con azul de Metilene.
¿Y quién les sostenía el candelabro a Mozart,
cuando simboliteaba (con la lengua entre los dientecillos de ratón)
los misterios de la Flauta y el dale que dale al Pajarero
y a la Papagina?
¿Quién con la otra mano, le tendía un alón de pollo y un vasito
de vino?
Pero si también yo estaba allí, en el Allí de un Espacio escribible
con mayúsculas,
en el instante en que el Señor Consejero mojaba la pluma de ganso
egandino,
y tras, tras, ponía en la hojita blanca (que yo iba secando con
acedera meticulosamente)
Elegía de Marienbad, anén de sus lágrimas.
Y también allí, haciendo el palafrenero,
cuando tuvo que tomar de las bridas al caballo del Corso
y echar a correo Waterloo abajo. Y allí, de prisa, un tantito
más lejos, yo estaba
junto a un hombre pomuloso y triste, feo más bien y demasiado
claro,
quien se levantó como un espantapájaros en medio de un
cementerio, y se arrancó diciendo:
Four score and seven years ago.
Y era yo además quien, jadeante, venía (un tierno gramo de ébano
corre por las orillas de Manajata)
de haber dejado en la puerta de un hombre castamente erótico
como el agua,
llamado Walterio, Walterio Whitman, si no olvido,
una cesta de naranjas y unos repollos morados para su caldo,
envío secretísimo de una tía suya, cuyo rígido esposo no consentía
tratos
con el poco decente gigantón oloroso a colonia.

II

Ya antes de todo tiempo yo había participado mucho. Estuve
presente
(sirviendo copas de licor, moviendo cortinajes, entregando
almohadones, cierto, pero estuve presente),
en la conversación primera de Cayo Julio con la Reina del Nilo:
una obra de arte, os lo digo, una deliciosa anticipación del
psicoanálisis y de la radioactividad.
La reina llevaba cubierta de velos rojos su túnica amarilla,
y el romano exhibía en cada uno de sus dedos un topacio
descomunal, homenaje frustrado
a los ojos de la Asombrosa Señora. ¿Quién, quién pudo engañarle
a él, azor tan sagaz, mintiéndole el color de aquellos ojos?
Nosotros en la intimidad le decíamos Ojito de Perdiz y Carita
de Tucán,
pero en público la mencionábamos reverentemente como Hija
del Sol y Señora del Nilo,
y conocíamos el secreto de aquellos ojos, que se abrían grises con
el albor de la mañana,
y verdecían lentamente con el atardecer.

III

Luego bajé a saltos las escaleras del tiempo, o las subí, ¡quién
sabe!
para ayudar un día a ponerse los rojos calzones al Rey Sol
en persona
(la música de Lalande nos permitía bailar mientras trabajábamos):
y fui yo quien en Yuste sirvió su primera sopita de ajos al Rey,
ya tenía la boca sumida, y le daba cierto trabajo masticar el pan,
y entré luego al cementerio para acompañar los restos de Monsieur
Blas Pascal,
que se iba solo, efectivamente solo, pues nadie murió con él
ni muere con nadie.
¡Ay, las cosas que he visto sirviendo de distracción al hombre
y engañándole sobre su destino!
Un día, dejadme recordad, vi a Fra Angélico descubrir la luz
de cien mil watios,
y escuché a Schubert, en persona, canturreando en su cuarto
la Bella Molinera.
No sé si antes o después o siempre o nunca, pero yo estaba allí,
asomado a todo
y todo se me confunde en la memoria, todo ha sido lo mismo:
un muerto al final, un adiós, unas ceniza revoladas, ¡pero no
un olvido!
porque hubo testigos, y habrá testigos, y si no es hombre será
el cielo quien recuerde siempre
que ha pasado un rumoroso cortejo, lleno de vestimentas
y sonatas, lleno de esperanzas
y rehuyendo el temor: siempre habrá un testigo que verá
convertirse en columnilla de humo
lo que fue una meditación o una sinfonía, y siempre renaciendo.

IV

Yo estuve allí,
alcanzándole su roja peluca a Antonio Vivaldi cuando se disponía
a cantar el Dixit,
yo estuve allí, afilando los lápices de Mister Isaac Newton, el de
los números como patitas de mosca,
y unos días después fui el atribulado espectador de aquel médico
candoroso
que intentaba levantar una muralla entre el ceñudo
portaestandarte Cristóbal Rilke
y la muerte que él, dignamente, se había celosamente preparado.
Sobre los hombros de Juan Sebastián,
con la punta de los dedos, yo llevaba el compás de la zarabanda.
Y no olvido nunca,
guardo memoria de cada uno de los trajes de fiesta del Duque
de Gandía, pero de éstos,
de estos rojos tulipanes punteaditos de oro, de estos tulipanes
que adornan mi ventana,
ya no sé si me fueron regalados por Cristina de Suecia o por
Eleonora Duse.

El gato personal del conde Cagliostro

 

Tuve un gato llamado Tamerlán.
Se alimentaba solamente con poemas de Emily Dickinson,
y melodías de Schubert.
Viajaba conmigo: en París
le servían inútilmente en mantelitos de encaje Richelieu,
chocolatinas elaboradas para él por Madame Sevigné en persona,
pero él todo lo rechazaba,
con el gesto de un emperador romano
tras una noche de orgía.
Porque él sólo quería masticar,
hoja por hoja, verso por verso,
viejas ediciones de los poemas de Emily Dickinson,
y escuchar incesantemente,
melodías de Schubert.
(Conocimos en Munich, en una pensión alemana,
a Katherine Mansfield, y ella,
que era todo lo delicado del mundo,
tocaba suavemente en su violoncelo, para Tamerlán,
melodías de Schubert.)
Tamerlán se alejó del modo más apropiado:
paseábamos por Ámsterdam, por el barrio judío de Amsterdam
concretamente,
y al pasar ante la más arcaica sinagoga de la ciudad,
Tamerlán se detuvo, me miró con visible resplandor de ternura
en sus ojos,
y saltó al interior de aquel oscuro templo.
Desde entonces, todos los años,
envío como presente a la vieja sinagoga de Ámsterdam,
un manojo de poemas.
De poemas que fueron llorados, en Amherst, un día,
por la melancólica señorita llamada Emily,
Emily, Tamerlán, Dickinson.

Joseíto Juai toca su violín en el Versalles de Matanzas

 

Cuando el niño Joseíto Juai tocaba el violín en el patio de la casa,
el gallito malatobo, el filipino, y el valenciano,
enarcaban sus cuellos y cantaban el quiquiriquí
de las grandes fiestas,
creyendo que había llegado el mediodía.
Dale que dale el niño, en su éxtasis,
entraba y salía sin cansancio de las melodías,
con el paso ligero de un enanito vestido de rojo
que corretea por el bosque y tararea
cancioncillas de los tiempos de Shakespeare,
y hace jubilosas cabriolas en festejo del sol,
porque él vive tan sólo de lo luminoso y lo diáfano,
y ama más que nada la luz convocada por el violín de este niño.
Cuando Joseíto Juai tocaba su violín, allá en el Versalles de
Matanzas,
las mariposas se detenían a escucharle,
y también las abejas, los solibios, los sinsontes clarineros,
el tomeguín comedido, y las palomas, ¡siempre las palomas!,
las altísimas y las grises, con ese cuello que tienen
tan cuidadosamente irisado por los pinceles de Giotto.
Cuando ese niño tocaba su violín,
la puesta de sol se hacía lenta, llena de parsimonia,
porque el Señor del Mediodía no aceptaba perderse ningún sonido,
y sólo se decidía a hundirse en la extensión del horizonte
cuando la madre tomaba de la mano al niño y le decía:
-“Ya está bien de estudiar, que va a enfriarte el relente de la
tarde;
deja por hoy tu violín: mañana volveremos a vivir en el reino de
la luz,
y volverá el gallito malatobo a cantar su quiquiriquí de gloria”.

 

Magias e invenciones, Madrid, 1984

Con Vallejo en París –mientras llueve

 

Metido bajo un poema de Vallejo oigo pasar el trueno y la centella.
“Hay bochinche en el cielo” dice impasible el indio acorralado
en callejón de Paris. Furiosa el agua retumba sobre el techo
blindado del poema. Emprésteme Abraham, le digo, un
paraguas, un cacho
de nube seca como el chuño enterrado en la nieve. Estoy harto
de no entender el mundo, de ser el pararrayos del sufrir, de la
frente al talón,
Alguien tiene que tenderme una mano que sea como un túnel
por donde al final no haya un cementerio. Dígame, Abraham,
cómo se las arregla para parir el poema que es ruana recia del
indio,
y es al mismo tiempo hombreante poema panadero, padrote,
semental poema.
Me cobijo, me enclaustro, me escabullo amigo Abraham en ese
parapeto
de un poema suyo donde se puede agüaitar, arriba, el paso del
hambre
que sale por el mundo a comerse gente carniprieta, a devorar
pobres y más pobres, requetecienmil pobres tiritando de hambre.
Oiga, Abraham, llamado César como un emperador de toga negra
y corona
de espinas, ¿cómo se las arregla para tristear sus poemas, si
nunca cesa
de llover miseria humana, y se nos tuercen todos los tacones
de los viejos zapatos, y el agua cala impiadosa los remiendos del
poncho?
Y qué risa me da que use usted nombre de imperial romano.
Usted
tendría que llamarse eternamente Abel o Adán, pero Abraham
está bien:
la mamacita de usted le llamaba Abrancito y le decía niño no
pienses tanto,
que en el pobre pensar no sirve para nada, pensar es sufrir más.
Oiga lo que le digo, Abraham:
tanta hambre paso en París que voy al Louvre a comerme el pan
y los faisanes
de un bodegón holandés. Le arrebato a un hombre de Franz Hals
un jarro
de cerveza y me harto de espuma. Salgo del museo limpiándome
el hocico
con el puño cerrado y digo ¿cuándo parará de llover en este
mundo, cuándo
en el techo de los pobres no rebotarán más piedras y lloverá maíz
en vez de luto?
Y agarro el bastón de Chaplin, me subo el cuello de la chaqueta y
salgo
en busca de un refugio, de un cobijo donde pasar lo que reste de
llanto.
Me siento a caminar por la tristura y vengo aquí al providente
amigo
a pedirle emprestado un jergón para echarme a dormir, déjeme
por un siglo no más un poema suyo, testicular semilla, antihambre
poema,
antiodio poema vallejiano, deme un alarido sofocado por miedo al
carcelero,
un alarido en quéchua o en mandinga, pero con techo y suelo
donde echarse a morir,
digo, a dormir, me contradigo, me enrosco, me encuclillo, vuelvo a
ser feto
en el vientre de mi madre; me arrebujo y oigo su rezongar andino
sollozante:
a París le hace falta un Aconcagua, y voy a lloverle a Dios sobre
su misma cara
el sufrimiento de todos los humanos.
Alguien dice carcasse
y yo digo esqueleto. Hasta de espaldas se ve que está llorando,
pero empresta
el refugio piadoso que le pido, y me echo a morir, digo, a dormir,
acorazado
por el poema de Abraham; de César, digo; quiero decir, Vallejo.

Relaciones y epitafio de Dylan Thomas

 

Era como un biznieto de Federico Nietzche.
Era el acólito predilecto de Georges Sorel.
Era como el sobrino de Ernesto Hemingway.
Era el niño que lee a Splenger en lugar del Evangelio.
Era como el novio de Arturito Rimbaud.
Era el valet de chambre de Isidore Ducase.
Era el kinder compañero de Capote y de James Dean.
Era el office-boy de Arturo Strindberg.
Era el peor recuerdo de Oscar Wilde en París.
Era el robafichas de Dostoievski en Baden Baden.
Era el firma manifiestos de John Osborne.
Era el hijo secreto de Getrude Stein y Bertolt Brecha.
Era el cliente fijo de Freíd y María Bonaparte.
Era el pianista favorito de Bela Bartok.
Era el teen-agers que la noche cuelga en la 42.
Era el taquígrafo de Henry Millar y de Ezra Pound.
No nació en Gales: nació en un cuento de Williams, Tennessee.

Y con todo eso, un día, ¡chas!
Los bosques de Escocia sintieron caer un árbol
Que había sido muy remecido por el ventarrón de la poesía.
Y aquí yace, cubierto por la espuma de la cerveza
Y ahogado por la amarguísima leche de la vida,
Aquí yace, Dylan Thomas.

Los lunes me llamaba Nicanor

 

Yo los lunes me llamaba Nicanor.
Vindicaba el horrible tedio de los domingos
Y desconcertaba por unas horas a las doncellas
Y a los horóscopos.

El martes es un día hermoso para llamarse Adrián.
Con ello se vence el maleficio de la jornada
Y puede entrarse con buen pie en la roja pradera
Del miércoles,
Cuando es tan grato informar a los amigos
De que por todo ese día nuestro nombre es Cristóbal.

Yo en otro tiempo escamoteaba la guillotina del tiempo
Mudando de nombre cada día para no ser localizado
Por la señora Aquella,
La que transforma todo nombre en un pretérito
Decorado por las lágrimas.

Pero ya al fin he aprendido que jueves Melitón,
Recadero viernes, sábado Alejandro,
No impedirán jamás llegar al pálido domingo innominado
Cuando ella bautiza y clava certera su venablo
Tras el antifaz de cualquier nombre.

Yo los lunes me llamaba Nicanor.
Y ahora mismo no recuerdo en qué día estamos
Ni cómo me tocaría hoy llamarme en vano.

 

1965

Fábula

 

Mi nombre es Filemón, mi apelllido Ustariz.
Tengo una vaca, un perro, un fusil y un sombrero;
vagabundos, errantes, sin más tierra que el cielo,
vivimos cobijados por el techo más alto:
ni lluvias ni tormentas, ni océanos ni ríos,
impiden que vaguemos de pradera en pradera.
Filemón es mi nombre, Ustariz mi apellido.
No dormimos dos veces bajo la misma estrella;
cada día un paisaje, cada noche otra luz,
un viajero hoy nos halla junto al río Amazonas,
y mañana es posible que en río Amarillo
aparezcamos justo al irrumpir el sol.
Somos como las nubes, pero reales, concretos:
un hombre, un perro, una vaca, un sombrero,
apestamos, queremos, odiamos y nos odian,
vagabundos, errantes, sin más tierra que el cielo
-Filemón es mi nombre, Ustariz mi apellido-;
los míos me acompañan, lucientes o sombríos,
pero con nombres propios, con sombras bien corpóreas,
seres corrientes, sueños, efluvios de una magia
que hace de lo increíble lo solo que creemos.
Filemón es mi nombre, Ustariz mi apellido;
somos materia cierta, cifras, humareda,
llevados por el viento, hambrientos de infinito,
un perro, una vaca, un palpable sombrero;
simples y sin misterio seguimos el viaje:
por eso yo declaro al tomar el camino,
que es Filemón mi nombre y Ustariz mi apellido
que la vaca se llama Rosamunda de Hungría,
y que al perro le puse el nombre de una estrella:
le digo Aldebarán, y brinca, y ríe, y canta,
como un tenor que quiere romperse la garganta.

 

Memorial de un testigo, Madrid, 1966

Manos

¿Irías a ser ciega que Dios te dio esas manos?
Te pregunto otra vez.
Vicente Huidobro

 

Me gustaría cortarte las manos con un serrucho de oro.
O quizás fuera mejor dejarte las manos en su sitio
Y rodearte todo el cuerpo con una muralla de cemento,
Con sólo dos agujeros precisos
Para que por ellos sacases las manos a que aleteasen,
Como palomas o como prisioneros de un rey implacable.

Tus manos estarían bien guisadas con tiernos espárragos,
Doradas lentamente al horno de la devoción y del homenaje;
Tus manos servidas por doncellas de cofias verdes,
Trinchadas por Trimalción con tenedores de zafiro.
Porque después de todo hay que anticiparse a la destrucción,
Destruyendo a nuestro gusto cuanto amamos:
Y si tus manos son lo más hermoso de tu cuerpo,
¿Por qué habíamos de dejar que pereciesen envejecidas,
Sarmentosas ya, horripilantes manos de anciano general o
magistrado?

Procedamos a tiempo, y con cautela: un fino polvo de azafrán,
Unas cucharaditas de aceites de la Arabia perfumante,
Y el fuego, el fuego santificador, el fuego que perpetúa la belleza.
Y luego tus manos hermosísimas ya rescatadas para siempre.
Empanizadas y olorosas al tibio jerez de las cocinas:
¡Comamos y salvemos de la muerte, comamos y cantemos!

¿Irías a ser ciega que Dios te dio esas manos? Creo que sí.
Por esto te suplico pases por el verdugo mañana a las seis en
punto,

Y dejes que te cercene las manos prodigiosas: salvadas quedarán,
Habrá para ellas un altar, y nos reiremos, nos reiremos a coro,
De la cólera ya inútil de los dioses.

Manuela Sáenz baila con Giuseppe Garibaldi el rigodón final de la existencia

Para Carlos Contramaestre y Salvador Garmendia

 

I

El mar ya estaba acostumbrado a adormecerse junto al puerto de
Paita
con la cantinela armoniosa de aquella voz de mujer hecha
seguramente
al mando y a la declaración impetuosa de sus pasiones.
Aquella voz
entraba en el mar con la autoridad de quien está acostumbrado
a dominar los cueros y las almas de los hombres, mujeres,
caballos,
arcabuces, espadas.
Párrafos enteros de Plutarco
fascinaban desde aquel violoncelo los entresijos del mar, y los
peces de Paita,
familiarizados con páginas de Tácito y cartas de Bolívar,
iban y venían por el océano del Sur,
como van y vienen llenos de orgullo por su belleza
los leopardos de Kenia.
La mujer de voz de contralto
decía poemas, repetía proclamas y ardientes textos de amor
que le enviara un hombrecito endeble pero resistente a
extinguirse,
un hombrecito fosforescente de quien ella había sido
la esposa y el marido, la emperatriz y la esclava.

Atónito el mar le escucha decir:
“Porque diciéndole en una ocasión Temístocles a Arístides que
la dote mayor de un general era
prevenir y antever los designios enemigos, respondíale Arístides:
“Bien es merecido esto, ¡oh, Temístocles, pero lo esencial y loable
en quien manda es conservar puras las manos!”.

Y los ecos del mar
paseaban por el firmamento, desde el sillón de ruedas de la mujer
de Paita,
palabras de Alejandro o repetían: “El sol, suspenso en la mitad
del cielo
aplaudirá esta pompa. ¡Oh sol, oh padre!” Y a veces,
el mar se quedaba ensimismado, porque Manuela, vistiendo con
gran gala
su uniforme de Coronel de Ayacucho congregaba
con suave autoridad a los niños indios y negros y mulatos de Paita,
y acompañada a la quena por un ciego cantaba en voz de plata
un grave himno, el que escribiera un viejo amigo suyo,
un hombre como ella infortunado, golpeado, despreciado,
quien sin embargo
sacaba de su pecho y retumbaba más que Píndaro un discurso,
para cantar las Armas y las Letras de los siglos dichosos.

II

Una tarde ya casi anochecida callaron los conjuros sobre el mar.
Fue empujada suavemente la puerta, la del solitario vacío
de aquella alma de aleteante gaviota. Bellos ojos en llama,
carbunclos con el mirar del otro, del Bolívar de fiebre
la envolvieron, y el torbellino de la cabeza rubia
vistió de oro las entrañas de la anciana, colgando en los salones
de su alma
recamadas cortinas, tapices con escenas de amor, vergeles de
erotismo.
Diciendo un verso de Poliziano en su lengua nativa entró el
Desconocido:
Mi nombre es Garibaldi, dijo, vengo a besar su mano, vengo a
suplicarle
que me deje contemplarla desnuda, acariciar lo que Él adoró.
Dante
nos ha enseñado a desposarnos con lo inalcanzable, con todo lo
prohibido.
Voy a desnudarme, señora, para yacer junto a usted. Quiero que
su cuerpo
pase al mío el calor de aquel Hombre, su furia infantil para hacer
el amor,
su sed nunca saciada de poseerla a usted en cuerpo y alma y
cubrirla de hijos.

La levanto, la arranco de esa silla de ruedas que es el trono
de la viuda misma de Dios, la paseo en mis brazos, la llevo
hasta el mar,
la balanceo al compás de un rigodón. Sus senos vuelven a ser
erectos
como espuelas que elevan hasta el cielo el frenesí del deseo.

Voy a poseerla
como nunca hombre alguno poseyera a Thais o a Ninon. Sólo le
ruego,
Doña Manuela, Doña Manuelita, que piense usted en Bolívar
mientras tanto,
que imagine hallarse entre sus brazos, sentirlo enloquecido
por el fuego
que tiene usted encendido para siempre. Aquí estoy desnudo ante
usted,
me llamo Giuseppe, Giuseppe Garibaldi, quiero ser para usted
únicamente
el joven que bailaba como nadie el rigodón en las fiestas de Quito.

El joven
que sólo aherrojado por los brazos de usted alcanzó a descubrir
el sabor y el perfume de la vida.

Oscar Wilde dicta en Monmartre a Toulouse-Lautrec la receta del cocktail bebido la noche antes en el salón de Sarah Bernhardt

(Según Roland Dorgeles, en casa de Sarah bebieron esa noche un raro cocktail. Un hombre preguntó cómo se hacía. Y Sarah dijo: ”Este es un secreto de Oscar. Oscar, ¿querría usted darle en privado la receta a mi dulce amigo el señor de Toulouse-Lautrec?”)

 

“Exprima usted entre el pulgar y el Índice un pequeño limón verde
traído de la Martinica. Tome el zumo de una piña
cultivada en Barbados por brujos mexicanos. Tome
dos o tres gotas de elixir de maracuyá, y media botella
de un ron fabricado en Guayana para la violenta sed
de nuestros marinos, nietos de Walter Raleigh.
Reúna todo eso en una jarra de plata, que colocará
por media hora ante un retrato de la Divina Sarah.
Luego procure que la mezcla sea removida
por un sirviente negro con ojos color violeta.
Sólo entonces añadirá, discretamente,
dos gotas de licor seminal de un adolescente,
y otras dos de leche tibia de cabra de Surinam,
y dos o tres adarmes de elixir de ajonjolí,
que vosotros llamáis sésamo, y Haroum-Al-Raschid llama tajina.
Convenientemente refrescado todo eso,
ha de servirlo en pequeños vasos de madera de madera
de caoba antillana, como nos lo sirviera anoche
la Divina Sarah. Y nada más, eso es todo: eso,
Señor Toulouse, es tan simple
como bailar un cancán en las orillas del Sena”.

 

Poemas invisibles, Madrid, 1991

Gastón Baquero, Cuba, 1914-1997