¡Mujer de mármol, que duermes en vano
en la muerte profunda del sueño!
¿Acaso —en tu honda somnolencia,
abundante de visiones—
oirás mi voz a través de la dorada
niebla de los recuerdos y la esperanza,
y con una sonrisa sombría me animarás
a enfrentarme a la Muerte primigenia?
Todos los escultores te buscan
y no se representan sino a sí mismos;
en torno a sus visiones, con formas duraderas,
has dejado túnicas de mármol.
Pero tú misma, devanándote en silencio,
Te has conservado eternamente;
Ellos encontraron otras cosas, pero no dieron contigo;
Yo te he encontrado: despierta para mí.

Ahora el descanso está henchido de hermosura
y creo que puede renunciar a ti.
Despierta, para dedicarte otras cosas,
que por su reina languidece el movimiento.

O si hacen falta años para que despiertes
de estas somnolientas soledades
ve y, sonámbula, camina
hacia los apacibles bosques durmientes.

Allí encontrarás sueños más dulces,
no te alcanzarán las tormentas;
y cuando necesites reposo
vuelve a refugiarte en tu cueva.

O si, con todo, prefieres el mármol,
que caiga sobre mí su hechizo,
que tu sueño también me envuelva;
¡deja que otro sueñe junto a ti!

¿O acaso eres la Muerte, mujer?
Porque desde que canto a tu lado
la vida ha abandonado los cielos
y el mundo exterior ha muerto.

Sí, he muerto; tú
has absorbido mi vida.
¡Luna muerta de amor! Que rompa el alba:
¡despierta! Y que huyan las tinieblas.

¡Señora fría de la hermosa piedra!
¡Despierta! O me moriré aquí mismo
y no volverás a estar sola;
mi forma y yo te rondaremos para siempre.

Pero las palabras son inútiles; recházalas.
Sólo expresan una pequeña parte.
Mejor escucha allí de donde ellas surgen;
los abismos sin voz de mi corazón.

—La hermana Campanilla murió
antes de nacer nosotras.
—Como una novia llegó
en una mañana helada.
—¿Qué es una novia?
—¿Qué es la nieve?
—No la he probado.
—Yo no lo sé.
—¿Quién te ha hablado de ella?
—La pequeña Prímula está
desconsolada en su ausencia.
—¡Oh, cuán dulce y hermosa!
—No temas,
Prímula querida,
pues ella regresará.
—¿Acaso es tonta?
—Pues claro que volverá.
—No la verás jamás.
—A su casa fue a morir,
hasta el próximo año.
—¡Campanilla! —De nada
sirve llamarla.
—Esta Prímula es muy grosera,
voy a darle un mordisco.
—¡Bolsillo, qué traviesa!
—Mirad como agacha la cabeza.
—Se lo merece, Saquillo,
y además, ya estaba casi muerta.
—¡Retírate de tu hamaca!
—Y balancéate en soledad.
—Nadie reirá contigo.
—Eso, nadie, jamás.
—Deja que la lloremos-
—Y que la cubramos.
—Prímula ha muerto.
—Pero no la flor.
—Aquí hay una hoja.
—Cubridla con ella.
—La acompañamos en el sentimiento.
—Es culpa de Bolsillo.
—¡Pobre criatura!
—Que llegue el invierno.
—Menudo disparate,
ya que no puede alcanzarla.
—¡Enterrada esta la bella!
—Lista está ya.
—Esa era nuestra tarea.
—Ahora es hora de retozar.

A través de los dominios del rey Sol
se arrastra un mundo que emprendió
un viaje fatigoso con fatigados andares,
antes de que hubiera nacido la Tierra:
Aunque a menudo la Tierra se ha apresurado
por el camino que aún se extiende frente a ella,
antes de que el otro, con plúmbeas alas,
rodeara en su vuelo la corte del rey del planeta.

Allí, en aquella estrella distante y solitaria,
las estaciones no son como las nuestras,
sino que muchos años el otoño viste
a los árboles con sus encantos protectores
y el viejo invierno triunfante huella
en las catacumbas subterráneas las bellezas muertas,
y muchos años la primavera se acicala
peinándose con carámbanos en el cabello
y en verano, el amado verano, junio se alarga durante años,
con grandes nubes blancas y chaparrones refrescantes a mediodía
y una hermosura que acaba convirtiéndose en tristeza,
hasta que el corazón se consuela con un ataque de llanto.

Quizás los bebés nacidos cuando reina el invierno
no alberguen nunca la esperanza de la primavera,
aunque la alegría brote en sus corazones
y crezcan y se conviertan en niños y niñas;
muchos mueren contemplados
por horas gélidas y no por flores.
Y algunos que despiertan del sueño primigenio
cuando los suspiros estivales soplan entre los bosques
viven, aman y son correspondidos,
ansían la dicha y encuentran el dolor,
hunde sin reparo, su letargo abandonado,
entre las mismas fragancias dulces que se deslizan a su alrededor.

Ella fue testigo de sus muertes durante muchos días,
caían de los viejos árboles,
una tras otra, o se amontonaban
en una catarata, sobre las flores marchitas,
como si hubieran cometido algún delito terrible,
y el sol, que las había nutrido y amado por tanto tiempo,
se hubiera cansado de amarlas y se hubiera alejado,
dirigiéndose apresuradamente al sur.
Y las hojas resecas estaban indefensas
y se desvanecían con una tristeza ociosa.
Y las ráfagas de viento, los tristes suspiros del otoño,
azotaban tristemente a sus familias,
arrebatándoles, con un gemido indefenso,
todo aquello que él consideraba suyo,
como el niño que, cuando muere el pájaro,
arroja la jaula al río serpenteante.
Y los árboles gigantescos, tan desnudo como la misma muerte,
se inclinaban majestuosos ante el aliento del viento
exhalando un quejido, aunque trataban de dominarse,
entre los jóvenes árboles que se inclinaban gimiendo.
Y los mares encrespados del antiguo planeta
se henchían y rompían, desapacibles,
cuando se formaba espuma en la cresta de las olas,
debatiéndose en busca de alivio.
Y el río se esforzaba hacia el océano,
y las ondas retrocedían apresuradamente.
La naturaleza ahora vivía entristecida;
la tristeza surcaba la frente de la muchacha,
y ella fijaba su mirada seminconsciente
en una hoja solitaria que temblaba en las alturas,
hasta que al fin se desprendió de la rama desolada.
Tristeza, ¡oh, tristeza! Ha llegado el invierno.
Y ella lloró, aunque no era más que una hoja,
Así las fuentes henchidas de la tristeza rebosan enseguida:
cuando el agua ha llegado hasta el borde,
sólo hace falta una gota para que se desborden.
¡Ay! Muchos años espantosos
transcurrirán antes de que nazcan los brotes;
muchas noches de sombría tristeza
sucumbirán ante la luz de una mañana sin alegría
antes de que los pájaros colmen de melodías
las ramas de los árboles vestidos.
Ella sueña con campos y arroyos despiertos,
con la hierba rumorosa asoleada,
con arroyos ocultos que brotan en silencio,
atesorando esta alegría como si fuera sagrada;
con fuentes que se confiesan durante todo el día
ante los bosques que las escuchan, con una canción exultante;
sueña con tardes que se convierten en noches,
donde todos los sentidos se llenan de delicias propias,
y el alma está tan serena como el cielo abovedado,
reconfortada con una armonía interna,
y las flores se entregan a las noches impregnadas de rocío,
convirtiéndose en una fragancia cuando oscurece
y las tinieblas se abaten sobre ellas
hasta que amanece sobre la costa de oriente.
Entonces despierta y contempla las ramas desnudas,
Un entramado que se agita en el aire gélido.

Sin emitir un solo sonido
pero resonando en mis adentros,
Todo vibra a mi alrededor
con una ciega alegría,
hasta que rompe sobre ti,
¡Reina de la Noche!

Los árboles,
sumiéndolo todo en tinieblas,
te ocultan,
secreta, oscura y amorosamente serena,
en una estancia sagrada
henchida de silencio.

No dejes que ninguna luna
se eleve esta noche en el firmamento;
en un mediodía tenebroso,
y caminando esperanzado,
busco mi luz oculta,
¡a tientas!

¡Se oscurecen
las fronteras de las tinieblas!
Entre las ramas brillan,
desde el firmamento,
chispas diamantinas y estrelladas,
como luces de amor.

De las glorietas del Edén ríos caudalosos rezuman
que guían a los marginados a la tierra de la malaventura;
de nuestra Tierra mana un arroyo afanoso
que conduce a los errantes a los campos de gozo.

George MacDonald, Escocia, 1824-1905

​¡Pies tan hermosos, empeines blancos
sustentados firmemente sobre talones rosado,
de donde brota la fuente de la vida,
palpitando, jadeando, revelándose!
Cosas tan hermosas no conocen el desdén.
El pie descansa tiernamente sobre la tierra:
es la mujer, que sosegada se impulsa,
elevándose hacia lo sublime,

Alza los brazos, se inclina con ademán sereno,
fuerte y amable, rotunda y libre,
dulce y tranquila, como algunas esperanzas,
doblando la rodilla ancha y firme.
¡Hasta la palabra! Así como en las rosas
la vida de la hoja se transmite a la flor,
estos cambios combinados descubren,
cada vez más cerca, el don de la expresión.

¡Mira! ¡Gráciles movimientos, impulsos blancos,
entrelazándose y desplegándose sin miedo!
Estas columnas del templo, combinándose a corta distancia,
descubren un sagrado misterio.
¡Corazón mío! ¡Qué extraordinarias sorpresas
aguardan al final de la escalera!
Una visión trascendente se eleva sobre ella,
doblándose, inclinándose y flotando con gentileza.
Franjas y movimientos, colinas y oquedades
atraen mi mirada fascinada;
sin duda seguirá un apocalipsis,
un mundo nuevo y divino.
Se hinchen regiones invisibles,
impregnadas de nuevas ideas y maravillas,
anticipándose a esta reina majestuosa,
¡contempla cómo se despliega la casa de la vida!

Una bocanada inesperada, consentida,
exhala un suspiro eterno, imperturbable;
las montañas nevadas tienen cumbres ocultas
entre la niebla de la llama exhalada.
Pero el espíritu, que amanece en las inmediaciones,
no encuentra palabras para este dolor tan insoportable;
encuentra sólo un gemido mudo,
construye otras escaleras y asciende de nuevo.

El corazón, que es la reina, con una secreta esperanza,
envía al amante que espera,
y las manos, unas manos ciegas que buscan a tientas,
se cierran sobre visiones extraordinarias,
y los fuertes brazos se doblan sobre el corazón;
es la fuerza de la hermosura, que se retira,
regresa y vuelve a fundirse,
allá donde se hunden las raíces del amor.

¡Construye tus laderas con rayos luminosos,
espíritu femenino y bello!
Eleva el precipicio blanco y reluciente
y asciende hasta la hora del bien.
El espacio mudo se desgarra
mientras se sostiene la deslumbrante columna,
esperando a que lo corones de maravillas
las manos alegres del arquitecto.

Los contornos se extienden
como la catarata de una fuente.
¡Contempla la mandíbula, el rasgo primero,
el pie aéreo con el que reposa el rostro!
La expresión está cerca; ¡contempla el rubor,
el dulce acercamiento del labio y el aliento!
En torno a la boca un silencio tenue, acallado,
aguarda una muerte gloriosa.

¡El labio superior! El arco de la promesa
se despliega en una curva temblorosa.
Libéralas con una graciosa inclinación,
que las aladas palabras floten y desciendan.
¿O acaso eres muda? Amor imperecedero,
sin duda tu expresión no se reduce a las palabras;
la hermosa cancela de la casa de la melodía
aún no ha dado frutos.

Ahora las aletas se abren sin miedo,
orgullosas, con una serena inconsciencia.
¡Sin duda es algo incomparable,
digno del mismísimo Pan!
Se ahonda y se aglutina un significado delicado
en el amado y puro rostro femenino.
¡Contempla este deslumbrante estallido de gloria!
Es la gracia que irradia el alma libre.

¡Dos lagos apacibles de gloria fundida
que contornean abismos insondables!
Los relámpagos efímeros
surcan los abismos donde duermen las tinieblas.
Ésta es, al fin, la puerta de la alegría
de este esforzado sirviente.
¡En una lluvia luminosa y triste,
huyen sus amores y anhelos!

Me derrota una presencia
muda, con una sorprea anticipada,
una presencia aún más grande que en los versos,
incluso en esos gloriosos ojos.
A través de los abismos, hacia dentro,
miraré hasta que me pierda,
errante en los laberintos del espíritu,
en un océano sin costas.

¡Las ventanas se abren a la gloria!
¡El tiempo y el espacio quedan más allá!
¡Ah, mujer! La victoria es tuya
y yo, que te amo demasiado, sucumbo.
Lo impronunciado se alza
en la imperecedera gloria de la frente,
que alberga misterios intactos;
un rostro infinito, sin facciones.

Cúpulas erguidas, el monte de las maravillas;
alturas y oquedades envueltas en la noche;
en las cavernas se ocultan
naciones femeninas invencibles.
Formas efímeras, el humano más noble
se desvanece en lo divino.
Ningunas facciones, ni masculinas ni femeninas,
pueden desvelar el santuario más sagrado.

De soslayo, con arcos surcados
que sólo contempla el ojo efímero,
se hallan las entradas de la melodía,
silenciosas, sin puertas y solitarias.
Pero los sonidos vuelan con descaro,
gemidos, canciones, besos y llantos,
en sus galerías, donde se elevan fríamente,
oscuramente, entre la tierra y el cielo.

Belleza, estás desfallecida y lo sabes,
en esta desesperación desmayada y melancólica.
Desde la cumbre se desborda
una catarata de cabello,
ocultando tu creación
en un sudario semitransparente;
así, apaciguada con la gloria,
reluce la luna entre las nubes vaporosas.

​Si alguien más noble te espera
lloraré discretamente;
es justo que seas la esposa
de quien más noble sea.
Si el amor construye una casa
en la que el corazón es libre,
el corazón que no te encuentre
caminará errante a la intemperie.

Uno de nosotros ha de sufrir:
yo, que la amo, renuncio a ella.
Tómala, tú eres más digno.
¡Y yo me quedaré tranquilo, corazón mío!

¡Regalo desaprovechado! ¡Qué generoso
el deseo frustrado!
Pero la renuncia amorosa
tiene una voluntad silenciosa.

No obligues a tu violeta
a librarte su perfume,
o no te concederá
ninguna de sus fragancias.

No contemples demasiado
los graciosos ojos de tu dama,
o se empañará su esplendor
y así le causarás ofensa.

No te acerques demasiado a la doncella
ni la abraces con desmesura,
o se apagará el brillo
y engañarás a tu corazón.

El gran sol, eclipsado,
se desvanece del cielo,
pero el amor, iluminado,
ya jamás será perecedero.

La forma resplandeciente
los ojos abandonará
y vestida de blanco
las estancias del corazón recorrerá.

¡Oh luz de los días muertos y los días moribundos!
¡Oh amor! Márchate, envuelto en tu gloria,
en una niebla rosada y un laberinto lunado,
sobre los montes nevados y abruptos.

Pero ¿qué le queda al alma fría y gris,
que gime como una paloma herida?
¡Sólo queda vino en la copa rota!
Amar. Amar, amar sin fin.

Es preferible donde nacen las aguas sentarse
que las olas del océano conquistar;
vivir en el amor que fluye hacia delante,
antes que en el amor que está por llegar.

Que tu corazón sea una fuente de amor, hijo mío,
que fluya confiada y en libertad;
porque en un aljibe, aunque esté limpio,
no mantiene el espíritu su integridad.

Sueñas: estás sobre una roca,
estás sobre quebradas olas;
sobresaltado y temeroso te precipitas,
aunque no estás en la tumba,
y despiertas a la luz de la mañana,
sonriendo a la noche que se esfuma.

Así te hundirás, pálido y mudo,
en la sombra que se desvanece;
pero antes de que te asalten los terrores inminentes
despiertas. ¿Dónde está la tumba?
Despiertas. Los muertos te sonríen,
ofreciéndote sus brazos insomnes y amorosos.

Lloramos de alegría, lloramos de pena,
y nuestras lágrimas son las mismas;
suspiramos de anhelo y también de alivio,
y nuestros suspiros el mismo nombre llevan.

Y en este moribundo conflicto
se entremezclan gemidos que no son tristes
y los estertores de la muerte son vitales latidos,
y a veces los suspiros son de alegría.

El rostro es muy pálido y singular;
es el único lugar de la Tierra
donde se refleja débilmente
esa luz que los vivos no ve.

George MacDonald, Escocia, 1824-1905
Resumen
George MacDonald, Escocia, 1824-1905
Título del artículo
George MacDonald, Escocia, 1824-1905
Descripción
¡Mujer de mármol, que duermes en vano en la muerte profunda del sueño! ¿Acaso —en tu honda somnolencia, abundante de visiones—
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