​Desde el tren vi una luz

 

Desde el tren vi una luz
Que se erigía sobre la tierra cobriza,
igual que el jinete púrpura naciendo
del último fuego.
Se acercaba, galopando
sobre la almendra de la llanura,
donde las piedras desimantadas tejían su dolor
y su fortaleza.
Y en el crepúsculo sólido, vigilante,
quería dejar un momentáneo beso.
Apenas una caricia del aliento
que la implacable invisibilidad
del sentido
olvidó en la raíz de la tierra.

​Viaje

 

Hace tiempo, antes del ruido,
venías en silencio.
No queríamos nada,
pero un poco más atrás,
hacia las oscuras sonrisas dilatadas de los que miran y escuchan,
buscábamos cuartos somo el sol para pasar en trenes.
De un lugar a otro, la tristeza era apenas una pasajera inhóspita,
acogida entre lirios de espuma en los días grises.
Saltábamos en los oasis azules, en destellos elegidos,
y el oro dulcísimo del trayecto era una flor.
Tu risa rápida y fluvial como un monzón de luna,
enlazaba mis relatos
Y mi amor y tu amor eran el mismo hilo de tiempo.
Ahora las viejas fotos vienen enfebrecidas,
vienen a secarme la piel, a dejar la noche desnuda,
a desgarrar con su grito la luz palidísima que aún me queda.
Y yo no estoy
Yo quiero
Inventar el viaje.

​Ábaco

 

Pero los niños también son ya de barro,
el gran cuervo teje la red de larvas,
y los niños corren con dos gusanos negros en los
ojos,
los niños corren sin piernas,
con un muerto anunciado en la sonrisa.

​Desde aquí

 

Y tú
fuiste la última cifra del carnaval.
Y yo
fui la que esperaba con el bucle y las hojas,
siempre en el filo más descarnado del otoño

Mamá

 

Desbordada de mí, madre,
rota por mi herida;
con una cruz en el rostro,
que te siega las mejillas y la luna,
los ojos de noches sin luz y sin sueño,
la vida en las manos,
pidiéndote oración
por tu niña que se marchita;
avanzas extenuada,
batallando, con tu voz rota,
contra el adiós fulminante,
trayéndome de nuevo a este mundo
en un parto sin fin,
donde siempre nazco bella y firme
para después romperme en cristales;
me traes, me llamas, me recuerdas el tiempo,
reclamas mi luz.
Me abrazas, me abrazas,
abrazas a la hija que fui,
a la niña que un día perdió
su mirada de estrellas.
Quiero que dejes de consumirte, madre,
quiero quitarte las ojeras
y el peso,
y que tu piel vuelva a ser tu piel,
y que resplandezcan tus ojos
hundidos de lágrimas.
Quiero verte, madre,
verte sin mi dolor en tus pupilas,
verte sin la alerta del miedo y de la herida;
quiero sangrar yo sola,
quiero abrazar el cuerpo que me has entregado
hasta la última gota,
las palabras con las que serenas mi alma
cada noche, para que pueda dormir,
para que pueda respirar.
Quiero abrazarte, madre,
pero está el nido de agujas,
está el ovillo nebuloso
que me recuerda que ya no soy la misma,
que ya no estoy,
y debo volver a hacer la catarsis,
debo volver a nacer,
desde el amor,
para mirarte y recordarte como eras antes,
cuando el dolor no existía,
y gritarte ¡no llores, madre!,
desde lo que queda de mí,
no llores más.

Si tú me ayudas

 

Si tú me ayudas,
si me das tiempo,
si me dejas andar,
puedo instalar una hora nueva
en la raíz de un relato,
y la trama será la semilla
de una magnífica palmera
que se alzará sobre los cimientos,
callando el ruido.
Un giro amarillo del tren
enmendará el pasaje.
Cuando tengamos aliento,
cuando seamos, de nuevo, consciencia y luz,
espíritu y ave,
veremos el mundo convertido en una espléndida clave de amor
que prenderá los días.
Cruzada de una música lúcida
contra la nada.

Manhattan Blues

 

Dame la mano.
Ven conmigo para que te explique la fina trama de la ironía.
¿No es verdad que, a punto de la noche,
cuando el cielo se convierte en un océano de luces
bajo la ciudad de Nueva York,
tú enciendes un cigarro y respiras,
y dejas que las cosas bailen al compás de algún viejo blues?
¿Es cierto que, todavía, en Central Park
se desintegran los cometas,
y, más tarde, caminando por la Quinta Avenida,
los árboles son de otoño?
Tú nunca me contaste el secreto invisible
para hacer de esta distancia lo que hicimos;
para que, una vez, desde la ventana de uno de esos rascacielos
le dieras la vuelta a mi vida.
Es gracioso que recuerdes los paseos por Greenwich Village
entrelazados con la sutil fábula de niñez.
Y el puente de Brooklyn,
como un gigantesco caballo épico,
dorado y llameante,
cabalgando sobre las aguas de fuego, al atardecer.
La noche es una descomunal alfombra de versos
que has desnudado y tendido a nuestros pies
infinitas veces,
con un solo gesto de tus dedos.
Un solo brillo infinito con el que admirabas
los objetos de las tiendas antiguas,
y esa febril emoción
de las hermosas tardes de primavera frente al lago,
suspendidas en el tiempo.
Pero aquella pastelería,
en la que fuimos unos deliciosos chalados
en busca del aroma blando y caliente, al amanecer,
se ha confundido, absurdamente,
con el hormigón,
silenciada, como una estructura sin ojos.
Y nosotros…
¿nos hemos perdido?
Cuéntame esa pequeña inconsistencia
que te convierte en lo que me ayuda a respirar.
Me pareces de brisa cuando te imagino
con una copa elegante en la mano,
música jazz en tu apartamento de Frank Lloyd Wright,
el cuerpo esbelto, la gabardina,
y una mirada de miel, infinita, a través del cristal,
derramando melancolía
sobre las calles y los ritmos de Nueva York.
Memorias agridulces de los días felices,
del frenético esplendor en las avenidas,
y la sucesión de lunas y esfinges
que habitan las noches de la gran ciudad.
¿Crecerán, esta vez, las flores de primavera en Little Italy?
¿Regresarás a ese laberinto de imágenes
que es Broadway con la 42?
Escríbeme un verso y yo te regalo
la mejor de mis sinfonías.
Tal vez así lleguemos al acuerdo perfecto;
ése que no divide nuestros tiempos y nuestras vidas.
Y quizá yo esté ahí;
quizá yo llegue a mirarte desde la risa cálida,
bajo las ramas floridas o desnudas de los árboles,
en una de las cuatro esquinas.
Quizá esté enfrente, esperando,
con un ramo de flores, y el cuello de mi abrigo largo
desplegado, al modo de un dandi,
mientras los coches pasan,
y las mujeres bajan las escaleras con sus tacones.
Y entonces, tal vez, te recordaré con esa sonrisa tímida,
pero súbitamente turbadora,
el viento de Manhattan revolviéndote el cabello,
y, al fondo, el Hudson, y la antigua melodía del puerto.
Tus manos sobre el abrigo, mientras corres,
sólo una imagen fugaz,
juego de luces, los cables del puente,
algún turista en pinceladas,
yo diría estupideces;
y tus ojos sonreirían, con esa particular forma de contención
que abarca el mundo.
Ignoro si aquel aroma de hibisco sigue perfumando
el trozo de parque que nos prometimos,
mientras sonaba la vieja canción de jazz.
Pero déjame decirte que, una vez, tuvimos…
Quizá, una vez tuvimos
ese irónico, leve destello
que anuncia la eternidad.

 

 

del libro «El fuego hacia la luz»

Avenidas del tiempo (fragmento I)

 

La luna está creciendo, con la nítida irrealidad
de un globo onírico.
Tiene un asombroso resplandor febril
que inunda la tierra.
Cuando cesa el rumor de su eco destrozado,
el mar se convierte en piedra.
Las calles,
las inmensas circunferencias que gravitan
cerca del núcleo,
vuelan en pedazos.

Y la ceniza de hielo baña la superficie;
su luz es blanca.
La muerte de una sonrisa exangüe.

Como en las mejores puestas de sol,
el aire tiene, entonces, una claridad distinta.
Lo que sentimos, lo que creemos;
todo lo que hemos visto, lo que hemos escrito
conforma una gigantesca burbuja de sentido.
Oscila, igual que el universo, en el inquietante juego
del azar,
junto al frío del invierno,
por los senderos malditos, elevados
como gotas suspendidas
en un instante de eternidad.

Y es, simplemente, como el primer día
y el primer destello,
naciendo, en su lujo impertinente,
del dolor y del fuego.
Ese crepitar del infinito que vienen a ser,
absurdamente,
las avenidas del tiempo.

Avenidas del tiempo (fragmento II)

 

Juega con tu tristeza, chiquillo.
Ovíllate en un claroscuro, fuera del mundo.
Coge el calor y la rabia,
la furia de tus cenizas,
y abre la herida.

Pinta con sangre en las paredes de los que no te verán,
para quitarte del rostro esa luna ahogada y vieja.

Haz pedazos los relojes, los olores, los recuerdos.
No volverán para arreglar lo que hicieron.
Pero tú no te marcharás jamás.

Y cómo vivir…
si la daga nítida
hiere hasta el origen del grito,
cómo se sostiene esta muerte continua,
este fin del mar.
Dios, flor de calor, núcleo infinito de las esencias,
me abrazas en este túnel, me llevas,
y yo no veo, pero creo en ti.

Recordad los días de luz,
mientras el mar conserve su latido
y las aves vuelen contra la brisa,
hacia el origen de las mareas.
Cuando el cosmos deje de filtrarse por el agujero
del sueño,
el bramido de la nada
ensordecerá la tierra.
Pintad los nuevos alfabetos centenarios
en el rigor de la pausa de un zumbido
de abeja.
Escribid, en la fusión del cielo y el suelo,
la tempestad cristalizada,
donde una coma es mañana, el libro y la hoguera,
y las tres de la tarde, y un tacto de anís sin tregua,
y la caricia de la piel
escondida en la otra piel.
Recordad el relámpago que hizo temblar la teoría,
elevándose por encima de otro vendaval de arena.
Y cómo, desde el tiempo abierto,
se escribió poesía,
accediendo, entre sílabas,
al suceso esponja.
Regresad la belleza desnuda de aquellos días.
Dibujad la imagen que nadie verá,
la pasión, la región infinita
de donde brotan la verdad y el dolor
que buscamos sin tregua.
Ya no queda ese amor, al final
de las avenidas.
No olvidéis.
No dejéis a la polilla entrar.
Recordad los días de luz,
cuando el soñador inventaba el tejido,
porque la fibra seca del hormigón
no tiene porosidad.

Hoy he creído en ti.
Te he dado la mano
y, en silencio,
las almenas más altas de la cordura
han entonado sus mantras más tiernos.
Hoy hemos crecido
y algo ha cambiado
porque estamos desnudos.
Y no nos hallamos próximos
al espejismo.

Juega con tu tristeza, chiquillo.
Ovíllate en un claroscuro, fuera del mundo.
Coge el calor y la rabia,
la furia de tus cenizas,
y abre la herida.

Pinta con sangre en las paredes de los que no te verán,
para quitarte del rostro esa luna ahogada y vieja.

Haz pedazos los relojes, los olores, los recuerdos.
No volverán para arreglar lo que hicieron.
Pero tú no te marcharás jamás.

Izara Batres, Madrid, 1982

Sal del khronos,
busca la línea de fuga.
Persigues un día sin nombre
que no tiene, aún, semilla y sistema,
lo has inventado tantas veces…
Disloca la partitura,
tocarás palabras nuevas,
cada nota buscará un camino
fuera del tiempo.
Todo dará la vuelta.

La lluvia y la ceniza

 

Llueven los pedazos del sol
en monedas negras de abismo.
Llueves como un vendaval de ceniza en flor,
como un viaducto de nardos sin tierra.
Atardeces en jirones de sangre,
cuando aún los sueños no han sido descifrados,
cuando quedan las manos para bailar, pero queremos ver,
con los ojos rojos,
a través del humo.

Juega con tu tristeza, chiquillo.
Ovíllate en un claroscuro, fuera del mundo.
Coge el calor y la rabia,
la furia de tus cenizas,
y abre la herida.
Pinta con sangre en las paredes de los que no te verán,
para quitarte del rostro esa luna ahogada y vieja.
Haz pedazos los relojes, los olores, los recuerdos.
No volverán para arreglar lo que hicieron.
Pero tú no te marcharás jamás.

Don Quijote

 

El mundo te hizo parecer un loco estupendo, Quijote.
Tú ya lo sabes.
En esa cabeza otoñal de molinos gastados,
y libros antiguos;
de sueños y ausencias,
tus ojos veían más allá del tiempo.
Allí donde los relojes se deshacen
hasta tocar el infinito del absurdo.
Allí donde mueren, entumecidas,
las raíces de una historia degenerada,
buscaste el sentido.
Buscaste un sentido.
Querías encontrar la belleza y plasmarla,
fijarla en un molde, y mantenerla.
Qué incorrección, pensabas,
creer que no era posible.
Y lo intuías,
el tiempo dibujaría al loco estupendo.
En tu mirada infinita creías saberlo,
como una voz mínima susurrando,
desde la verdad del ser:
“Es el mundo el que va al revés, Don Alonso Quijano.
No es usted”.

El poeta y el tiempo

 

Una esfinge,
sobre el milagro nocturno
de la tierra azul,
baja sus párpados de infinito y arena.
Se suceden los instantes, las liras.
Despacio, el tiempo cierra el libro
de la luz y la belleza.
Algún deseo lejano, de medianoche,
volando hacia la inmensidad del fuego,
se derrama en versos.
El poeta y el tiempo,
como en una persecución errática,
mueren de suicidio,
por exceso de amor a la vida.

Canción de cuna

 

Luz de la nube sin fin.
Desde mi cama
veo pasar las nubes del cielo y el tiempo.
La luz entra por el balcón y derrama
su dulce hilo trágico de recuerdos.
Tal vez, la cuna sigue meciéndose.
No lo hago yo. No puedo.
No me muevo de esta cama
y de esa nube.

Nuestro precioso, precioso niño sin dientes…
Hace tiempo que no le oigo llorar.
Antes, venían esas mujeres
con abrigos negros;
y le mecían, y hablaban tan alto.
Y yo quería que se fueran,
que nos dejaran solos,
que nos dejaran dormir.

Las grietas en las paredes
se abrían como heridas,
se tragaban el aire,
encendían el llanto extenuado, hambriento,
el chillido de los pájaros,
posados en el balcón,
en los amaneceres de ceniza y de hielo.
Escombros de naturaleza caliente.
Gritos,

rompiéndose,
en los oídos, en las entrañas,
en todo el universo,
mientras se confundían los ángulos
del espacio y del tiempo.
Oía la cuna moverse,
muy despacio,
con un gemido lento y amargo.
Y quería levantarme a mecerlo.
Quería levantarme.
La noche era una garganta infinita
que crujía bajo el suelo.

Nos dejaron dormir.

Ahora me miras desde el gris triste del papel,
los ojos hechizados de estrellas.
Me susurras…
viejos sueños, viejos recuerdos
que se perdieron como líneas de luz dibujadas
un instante en la niebla.
Mi amor, no te sientas triste;
sus sábanas rotas lo arrullan en silencio.
La luna febril se asoma a la ventana,
enferma de amor y de sangre.
Pero ya no trae gritos,
sólo una noche herida de abismo,
tan sigilosa, que duele.
Antes me ovillaba para protegerme,
cantaba muy bajito;
cantaba esa canción del gramófono, ¿recuerdas?
¿Recuerdas cuando bailábamos?
y te reías,
y yo me ponía ese vestido blanco…

La música era leve, la escucho
cada día, cada minuto, en mi cabeza.
Cada segundo.
Le cantaba a esa cuna rota.
Y él levantaba sus bracitos
y sonreía.
Si le hubieras visto, parecía un ángel.
Yo le cantaba canciones hermosas,
los sueños que escribiste para él.

Hacía frío…
(¿Recuerdas el vestido blanco?).
Cuando ocurrió, hacía frío.
Entraron esos pájaros
después del último estallido.
(¡La música, aquella música, aquella música hermosa!).
Y ya nada pudo evitar el aullido del cilantro,
ni la bestial geometría del cuervo, ni el hedor,
ni la gélida pulsación que decapitó los días.
Una hiedra lenta pudrió los muebles,
la nube se instaló en el salón, se dislocaron
las notas confusas que componían la belleza
y la alternativa, una sola daga rígida
dividió la sangre.
La cuna dejó de moverse.

Ya no tenía frío.
Pero seguí meciendo la cuna,
seguí cantando, para que pudiéramos dormir,
para que pudiéramos respirar.
Cantaba y mecía la cuna.

Ahora, sólo tengo sueño.
Huele a humedad,
como si hubiera llovido durante siglos
sobre la tierra.
El sol encharca, otra vez, la habitación,
con trazos de luz y de sombra;
susurra, desde el crepitar diminuto,
su ruido de polvo sobre la luz,
su murmullo perverso e interminable.
No se va, aunque apriete fuerte.
No quiere irse.
Pero eso ya no importa…
Le meceré, le daré de comer,
y volverá a sonreír,
y jugará con el caballito.
¿Dónde está ese caballo blanco de cartón?
No estés triste, mi vida, ni por un instante.
Son días hermosos. Días felices,
para nuestro precioso, precioso niño
que ya no llora.

 

 

del libro «El fuego hacia la luz»

Tiene que estar ahí

 

Tiene que estar ahí,
entre el telón y la espuma
y la baba amarilla de la luz eléctrica.
Tiene que estar más allá del circuito
que nos deshace y nos traza
bajo el licor urbano de las mareas.
Tiene que ser algo más que un lunes
tras el domingo,
algo más que la m-40;
tiene que estar deshipotecado,
desacontecido,
escindido de la madeja.
Tiene que ser dorado y pasaje,
la suma oblicua de ayer y selva,
tiene que desplegarse,
como el milagro de una edad encendida,
sobre el muro del opio,
los trámites y los enemas,
sobre las cifras, sobre el amor dormido,
sobre el magnífico absurdo
de la burocracia ciega.
Tiene que desplegarse,
con las alas enfebrecidas,
hasta tocar el vértigo de las esencias.
Y cuando ruja, con su profundo corazón celestial
incendiado de cólera y ternura,
sabremos que no era un sueño.

 

 

del libro «El fuego hacia la luz»

XI Felahmengu

 

¿Quién eres?

Mas no contestó, el labrador.
Se alejó despacio.

¿Quién eres?- repetí.
Y el labrador se alejó despacio.

Una vez más.

 

 

del libro «El fuego hacia la luz»

XIV La danza del indio

 

La danza del indio
se confunde con el fuego;
arde la hoguera y la quietud del cielo
vibra.
Latiendo contra el muro de la noche,
su melena
es el llanto azabache de la tierra
enmudecida.
Llamas en la piel de incienso
se fragmentan;
sangran los tambores la constelación
del prisma;
hay una cruz de dolor y de consciencia,
hay un incendio atravesando
sus pupilas.
La danza del indio es un pasaje y un sistema,
el humo concedió el acceso al espejismo;
vientre desnudo del mandala que revela
su compás salvaje en la grieta del aullido.
Ya llega el canto quebrado,
ya la arena
se remueve en la garganta de la noche,
enrojecida,
y, otra vez, un carnaval moreno estalla
en la llanura.
Es el indio que cabalga, veloz, hacia el otro lado.

 

 

del libro «El fuego hacia la luz»

XXIII

 

Una mirada convexa,
desde el otro lado del espejo,
deslizó una hoja de luna ínfima;
suficiente para que el eclipse
se desnivelara,
pero no para que volviera a salir el sol.

 

 

del libro «El fuego hacia la luz»

Crearé una fuente salvaje,
una fuente elástica y blanda,
y el agua saldrá a raudales,
despertando a los títeres que se mueven bajo las cuerdas.
Será una fuente oblicua que despedirá gaviotas
y dibujará un intersticio en el gris uniforme.
Recuperaré mis libros,
pintaré sobre ellos el amanecer de nuevas letras
para nuevos oídos,
romperé las páginas muertas,
la letra muerta, la sangre muerta,
mira cómo nace, eclosionando desde la azucena,
un prodigio de tinta, un latido esencial que nutrirá
nuestra transición de elementos.
Ya estoy escribiendo, sobre las hojas, sobre el aire,
en la cúpula invisible del cielo.

Izara Batres, Madrid, 1982