La belleza es sagrario

 

Bajo una encina enorme en lo alto de Abantos,
rogué por ver el rostro de Dios, sólo
un instante de luz,
misterio, miedo y fuego, como un rayo.

Más allá del paisaje no vi nada
como podéis imaginaros todos,
pero de pronto un pájaro
se posó entre las ramas y cantó sobre el árbol.

La canción de las lluvias

A Necati Cumali

 

La lluvia de enero
sirvió como abono,
y la de febrero
cimentó los lodos.

La lluvia de marzo
se enraizó más hondo.
La de abril produjo
frutos luminosos.

La de mayo vino
como agua de agosto…
La lluvia de junio
se lo llevó todo.

Pan duro

 

La madre de mi madre se tomaba
el pan del día anterior o el de hacía dos días
para desayunar, con su café manchado.
Era como un gorrión. Emocionaba ver
a aquella señorita de Alicante
con más de ochenta años de ternura
nutrirse despacito igual que un pobre
cartujo, allí sentada en su butaca.
Mi madre sonreía al verme sorprendido
contemplando a su madre, en una casa
cuya despensa inmensa
se parecía a un bodegón de Snyders.
Y alguna vez, para explicarme aquello,
me dijo llanamente: es por la guerra;
no te preocupes, Jaime, es por la guerra.
Dos décadas después, y a casi un siglo
de la Guerra Civil, ahora soy yo
el que coge el pan duro
y lo besa despacio
y se lo come haciéndolo migajas
con un café con leche.
Mi mujer no da crédito, y se queda
alucinada cuando le contesto
completamente en serio que no le dé importancia,
que lo hago por la Guerra.

Las 1001 noches oscuras del alma

 

Se alza la noche sobre un mundo débil
de luz. Hay que ser fuerte.
Que no nos venza el miedo a estas alturas.
El hombre puede contener la muerte

con el asombro, con el entusiasmo,
con el épico amor,
con la belleza y la verdad certeras,
con algo de sentido del humor.

Llama la noche oscura
del alma a tu aposento.
Invítala a pasar. Dile a la noche
que no se vaya sin contarte un cuento.

La rosa del desierto

A mi madre

 

No sé qué clase de escultor te hizo
pero, entre golpes de cincel, él supo
acariciarte y darte aquel aroma
que no requiere de piedad escrita
para seguir oliendo tras la muerte.

Brotaste del fulgor de la tormenta,
del beso enajenado de la ira,
con la soberbia majestad de un símbolo
y el lejano sonido, como seco,
del solemne oleaje de las dunas.

Tú eres la hermosa rebelión de pétalos
que no se atreve a sujetar un tallo,
el fruto misterioso que combina
desdén de flor con humildad de piedra,
arena viva y polvo florecido.

Tú eres la rosa helada que nos canta
un himno de esperanza en el silencio,
la música callada que estremece
los más tristes cimientos de la tierra
porque hay amor también en el desierto.

Tiempo muerto

 

Cuánto plantón en medio de la calle,
lloviendo, y sin paraguas.

Cuantas cenas con niñas que recuerdo
por su factura amarga.

Cuántos sueños ahogados en un frío
oleaje de sábanas.

Cuánto dolor que se marchó un mal día
arrojando unas lágrimas.

Cuánta oración inútil, cuánto tiempo
perdido en la esperanza.

Jaime García-Máiquez, Murcia, 1973

Haberlo visto todo

 

A veces, observando a la gente ambulante
por los lentos pasillos del Museo del Prado
no puedo contenerme, y me pongo a su lado
para saber qué opina –con un gesto pedante-
de un conde, un santo, un dios, o de un perro elegante.
Os aseguro que lo mejor que he escuchado
son esos comentarios del niño malhablado
al mirar a una venus desnuda por delante.

Cuando esa gente huye y en la misma salida
afirma ciegamente haberlo visto todo,
no haber dejado atrás ni una sala olvidada,
me entristezco pensando que hay quien deja la vida
jactándose saciada de eso mismo, de modo
que mirándolo todo no han contemplado nada.

Oh, mundo

 

Mi casa me desprecia. Me insultan los amigos.
Trabajo sin descanso. Escribo necedades.
Me rechazan los libros los tardos editores.
Humillan a mi Dios. Lo crucifican.
Persiguen a su Iglesia como lobos hambrientos.
Mi existencia es estéril. Nada tiene sentido.
Oh, vida, cómo dueles. Oh, tiempo inexpugnable.
Oh, amor insoportable como el fuego.

Mis instrumentos de trabajo son el asombro y los días.
¡Oh, mundo cruel, qué suerte haber nacido!

Avería

I
No sé qué fogonazo de la eléctrica
ha fundido de pronto, como siempre,
los trastos de la casa: la estufa, la nevera,
las bombillas, la tele…
Tu casa, en un momento,
se ha convertido en un lugar ausente,
en un vago recuerdo
en el que te has sentado
desahuciado, sumiso y obediente.

II
A los pocos segundos han ido floreciendo
tus más ciegos sentidos, haciéndose más fuertes:
igual que en un milagro, tus oídos escuchan
el silencio, tu vista se trasciende,
y el tacto tartamudo de tus manos
va modelando por primera vez
las cosas nuevamente.

III
En la pueril catástrofe
el silencio se enciende.
Un silencio que abraza luminoso,
que se sienta a tu lado, que te escucha
sin prisa, atentamente,
que parece que cae muy despacio del techo
como discreto polvo
en la blanda madera de los muebles.

IV
Cuando se sufre –pues se sufre a veces
de repente, sin más,
sin previo aviso, cuando ves la tele
o escuchas El Mesías prodigioso de Handel-
es como si, de pronto, se te apaga la casa:
te sientas, desahuciado, y, poco a poco,
hay sentidos dormidos que se encienden:
oyes bien donde no escuchabas nada;
el tacto dice cosas; ves, sin mirar, la vida…
De otra manera, el mundo se te ofrece.

Lo has dicho alguna vez:
el dolor y la sombra se parecen.

En el museo

 

A veces, observando a la gente ambulante
por los lentos pasillos del Museo del Prado
no puedo contenerme, y me pongo a su lado
para saber qué opina -con un gesto pedante-

de un conde, un santo, un dios, o de un perro elegante.
Os aseguro que lo mejor que he escuchado
son esos comentarios del niño malhablado
al mirar a una venus desnuda por delante.

Cuando esa gente huye y en la misma salida
afirma ciegamente haberlo visto todo,
no haber dejado atrás ni una sala olvidada

me entristezco, pensando que hay quien deja la vida
jactándose saciada de eso mismo, de modo
que mirándolo todo no han contemplado nada.

Jaime García-Máiquez, Murcia, 1973