James Ensor, el pintor de las máscaras

James Sidney Edward Ensor nació en 1860, en la ciudad de Ostende, en Bélgica. Este pequeño pueblo de pescadores adquirió cierta notoriedad en 1834, cuando el rey Leopoldo I° instaló aquí su residencia de verano, antes de convertirse a lo largo de las siguientes décadas, en una animada estación balnearia, muy de moda.

Fue en Ostende donde el padre de James, James Frederic, un inglés culto, conoció a su madre, Marie Catherine Haegheman, una pequeña burguesa local cuya familia posee una tienda de recuerdos y de curiosidades. La tienda hace vivir la familia de Ensor, y el futuro pintor crece en este decorado de «conchas, encajes, peces raros disecados, libros antiguos, grabados, armas, porcelanas de China, un desorden inextricable de objetos heteróclitos» (Carta de Ensor a Louis Delattre, 4 de agosto de 1898). El recorrido de la exposición está además puntuado por máscaras, conchas, sirena… procedentes de la tienda y de la casa de Ensor.

Este original entorno ejerce una influencia determinante y duradera en el pintor, como lo reconoce más tarde: «Mi infancia estuvo poblada de sueños maravillosos y la frecuentación de la tienda de mi abuela toda irisada por los reflejos de conchas y por suntuosidades de encajes, extrañas bestias disecadas y armas terribles de salvajes que me aterrorizaban […] desde luego el ámbito excepcional ha desarrollado mis facultades artísticas». A partir de las primeras manifestaciones de su vocación, el joven pudo contar sin duda con el apoyo de su padre, un hombre intelectual y sensible.

Formado en la Academia de Bruselas, en la que se matrícula en 1877, Ensor rechaza rápidamente la enseñanza y prefiere volver al trabajo en su ciudad de Ostende, a partir de 1880. Excepto para unos cuantos viajes a Londres, a Países Bajos o a París, y numerosos pasajes por Bruselas, se quedó aquí hasta el final de sus días. Tras su estancia en la capital belga, se pone a elaborar su universo personal, explorando su entorno, en numerosas pinturas y dibujos.

Ensor realiza paisajes, bodegones, retratos, así como escenas costumbristas que muestran a su hermana, a su madre y a su tía. La mujer comiendo ostras, obra de mayor relevancia del periodo, combina magistralmente estos diversos géneros pictóricos. En ella vemos a su hermana Mitche absorta comiendo ostras. Una profusión de flores, platos y mantelería, se despliega ante ella. Pero La mujer comiendo ostras es sin duda un cuadro demasiado audaz para los muy conservadores medios oficiales y fue rechazado por el Salón de Amberes de 1882.

Pese a no fracasar totalmente acerca de los círculos tradicionales, Ensor expone un cuadro en el Salón de Bruselas en 1881 y dos más en el de París, en 1882, se compromete entonces en la liberalización de las exposiciones artísticas y lucha por convertirse en jefe de escuela. Participa en particular en la creación del grupo de los XX que desempeña rápidamente un protagonismo de primer orden en el seno de la vanguardia.

Criado en las riberas del mar del Norte, Ensor se apasiona por los efectos de la luz. En un cuadro como La comedora de ostras, los líquidos que resplandecen en los vasos, hasta los reflejos en el espejo, ya traicionan el interés del pintor por el poder y la calidad de la luz. Para él, ésta se encuentra al opuesto de la línea, que ella misma es «enemiga del genio» y «no puede expresar la pasión, la inquietud, la lucha, el dolor, el entusiasmo, la poesía, sentimientos tan bellos y tan grandes […]».

Este interés por la luz incita algunos críticos a intentar un paralelo con el impresionismo francés. Pero Ensor rechaza la comparación con fogosidad: «Se me ha clasificado equivocadamente entre los impresionistas, elaboradores de aire libre, ligados a los tonos claros. La forma de la luz, las deformaciones a las que somete la línea, no han sido comprendidas antes de mí. No se le otorgaba ninguna importancia y el pintor escuchaba su visión. El movimiento impresionista me ha dejado bastante frío. Edouard Manet no ha superado a los antiguos», afirmó en 1899.

Alentado por estas certezas, amplía sus búsquedas, y otorga a la luz una potencia tan unificadora como espiritual. A la inspiración moderna de sus primeros temas, se añade un espíritu místico. Sus paisajes se distancian de este modo de la realidad, para convertirse en caos primitivo, dominados por un soplo divino.

Esta búsqueda culmina en la serie de dibujos Visiones. Las Aureolas del Cristo o las sensibilidades de la luz (1885-1886). Solo la figura de Cristo puede expresar la potencia que Ensor ha descubierto en la luz. Ésta es omnipotente y traduce todos los estados del alma. También es «alegre», o «cruda», o «triste y rota», o «intensa», o también «radiante». Mengua, crece, lucha con la sombra o triunfa hasta la ceguera.
Presentados en el Salón de los XX de 1887, estos inmensos dibujos no generan el entusiasmo esperado por Ensor. Su envío no recibe más que una acogida mitigada, mientras se hacen elogios del Domingo en la Grande Jattede Seurat, también expuesto en el XX.

Muy sensible a la crítica, Ensor aparece herido, decepcionado, desesperado tras los XX de 1887 y su confrontación con el gran lienzo de Seurat. Durante el mismo año, debe enfrentarse a la muerte de su padre y de su abuela, con los que estaba muy ligado. Estos acontecimientos marcan profundamente Ensor y provocan un giro en su carrera y en su planteamiento.
Ya presentes en su obra desde 1883, las representaciones de máscaras y de esqueletos, ocupan, a partir de 1887, un espacio preeminente. Retoma incluso parte de su producción de comienzos de los años 1880, con el fin de poblarla de estos motivos. Máscaras y esqueletos recuerdan por supuesto el extraño ambiente de la tienda familiar, así como la tradición del carnaval de Ostende, pero tienen también un alcance simbólico. Los primeros camuflan y exacerban una realidad que el pintor encuentra demasiado fea y demasiado cruel, mientras que los segundos apuntan la vanidad y lo absurdo del mundo.

En 1888, Ensor ataca la monumental Entrada de Cristo en Bruselas en 1889 (2,52 x 4,3 m., Los Angeles, The Paul Getty Museum), su respuesta al cuadro de Seurat y a sus detractores. Esta obra mezcla todos los principios del arte de Ensor: la luz que exalta los colores hasta lo más llamativo, la preocupación por la modernidad que transplanta al Cristo en el Bruselas del siglo XIX, que se debate entre movimientos políticos contradictorios, las máscaras que nublan la realidad, la apoteosis por fin del pintor. Ensor da sus rasgos al Cristo entrando en Bruselas, como si sacrificase su vida y su paz a la pintura.

Paralelamente a la realización de su programático cuadro, Ensor se venga de los ataques de los que es el objeto en una serie de paneles virulentos, de grabados, de dibujos, que denuncian tanto las grandes injusticias de su época como sus pequeñas mezquindades. Estas obras son de una vehemencia y de una libertad inigualadas, en este fin de siglo.

«Sería sorprendente que Ensor, que amaba antes que el mundo su arte y por consecuencia quería sobre todo al que lo hacía, es decir a él mismo, no hubiese multiplicado al infinito su propia efigie» escribe el poeta y crítico Emile Verhaeren en 1908, en su monografía dedicada al artista. De hecho, Ensor nunca dejó de representarse. Joven, apuesto, lleno de esperanza y de fogosidad, triste pero soberbio a veces, así es como aparecía en sus primeros cuadros. Pronto sin embargo, deja explotar su rencor sometiendo su imagen a múltiples metamorfosis. Es un abejorro, se declara loco, se «esqueletiza»… Se identifica con el Cristo, y luego con un pobre arenque ahumado. Se caricatura, se ridiculiza… Es el autor y la marioneta de las comedias o de las tragedias a las que invita de vez en cuando a sus detractores para crueles ajustes de cuentas.

Los autorretratos de Ensor, tan variados, tan diferentes, son el reflejo de toda su obra, difícilmente cernible y a priori incoherente. Por sus técnicas – dibujo, grabado, panel, óleo sobre lienzo – y por sus formatos – del minúsculo al muy grande –, demuestran la impaciente fogosidad de Ensor que experimenta diversos medios para seguir lo más cerca posible su necesidad de expresión. Por sus estilos – realista, onírico, sardónico, caricatural, macabro –, traducen los movimientos de su cambiante humor. Sin embargo, es obviamente mediante el autorretrato que Ensor se aplica en demostrar «la unidad» de su obra. Representándose en su casa, en medio de sus máscaras, de sus fantasmas y de sus cuadros, clasifica, organiza, jerarquiza su producción, tan abundante y brillante como heteróclita. Pinta, detenidamente, su mitología, prepara su lugar en la historia de la pintura.

James Ensor, pintor
Obra de James Ensor
James Ensor, pintor
James Ensor, pintor
James Ensor, pintor
James Ensor, pintor
James Ensor, pintor
James Ensor, pintor
James Ensor, pintor
James Ensor, pintor
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