Apagad las luces

 

En silencio. Que no se caiga el rocío
que tiembla en la punta misma de las pestañas;
sin hacer ruido. silenciosamente. sin patetismo,
a aquella noche le digo: no fuiste de las peores.

Con las alas de la guarda
de las tinieblas, no nos envolvió tu ángel,
que con nosotros estaba, oh noche seria
después de frívolas noches, con violencia.

Y el grito que por tu alfombra se extiende
cuando de horror las manos nos estrechamos,
ese espantoso grito que puede oír cualquiera todavía,
una llamada dulce es para mí.

¡Apagad las luces! que no se caiga el rocío
que tiembla en la punta misma de las pestañas;
sin hacer ruido, silenciosamente, sin patetismos,
digo: cuál, cuál era la claridad

de aquella noche en que todo oscureció,
en que todos como sombras
en su tronco se encogieron.
Sé bien, sé muy bien que entonces hubiera sido mejor
oír el estruendo.

Canción   Agita un pañuelo blanco el que se despide. Cada día acaba algo, acaba algo muy hermoso. La paloma mensajera bate el aire con las alas, de vuelta a casa. Con esperanza y sin esperanza siempre volvemos a casa. Sécate las lágrimas y sonríe con los ojos llorosos, cada día empieza algo, empieza algo muy hermoso.
Canción de amor   Oigo lo que no oyen los demás, pies descalzos pisando terciopelo. Suspiros bajo el sello de una carta, el estremecimiento de las cuerdas, cuando no vibran. A veces, huyendo de la gente, veo lo que no ven los demás. El amor, vestido con la risa que se oculta en las pestañas, cubriendo los ojos. Cuando aún tiene copos de nieve en los bucles, veo florecer la rosa en el rosal. Oí al amor partir cuando unos labios por primera vez rozaron los míos. Quién, sin embargo, detendrá mi esperanza: ni siquiera el miedo al desengaño, para que a tus rodillas no se ponga. La más hermosa suele estar loca.
Jaroslav Seifert, poeta, Praga, 1901-1986
Pan y rosas   Entre dos polos se tensa el mundo como la piel del asno. La vida, entre dos cosas: pan y rosas. Se oye el mundo, redoblan los tambores. Para cosas pequeñas, guerra grande. Ganador y vencido vuelven a casa. ¿Qué distancia, qué distancia haya casa? Dos dados, dos palabras maravillosas, en la corneta de la historia: pan y rosas. Volver a tocar sobre el tambor volcado moviendo con violencia la corneta en las manos. Sobre la piel de asno del tambor de guerra, para nuestro amor, el hambre y la muerte espera.
¡Addio, hermosa llama!   ¡Addio, hermosa llama! La canción se ha herido levemente la frente y aquella a quien iba dirigida, ha callado lo que no podía pronunciarse. ¡No enciendas! Durante el crepúsculo las palabras no parecen tan audaces. ¡Addio, hermosa llama! La canción se ha herido levemente la frente. Y ambos estaban confundidos. Titubeando abrió la ventana. Cayó la luz nocturna sobre el día. Ya lo lejos Praga se sonrosaba. ¡Addio, hermosa llama!
El barco en llamas   Emprendí el camino al anochecer. El que busca suele ser esperado. Al que espera, le encuentran. Fui dejando detrás pequeñas ciudades dormidas, rincones tejidos de hiedra, donde quedaba aún algo de la música de primavera, hasta que me atrapó la noche. En su oscuridad estalló una llama. Alguien gritó: ¡Arde el barco! La lengua apasionada de la llama rozaba la desnudez del agua y los hombros de la joven temblaban de placer. Bajo las nerviosas ramas del sauce que daba sombra a la fuente, en cuyo fondo se oculta la tiniebla cuando hay luz, vi a una joven. Empezaba a amanecer. Ella intentaba bajar del brocal un cubo mojado. Tímidamente le pregunté si había visto la llama. Me miró con sorpresa, volvió hacia atrás la cabeza y un momento después, dudando, asintió.
El tímido susurro de la boca besada…   El tímido susurro de la boca besada que sonríe: Por un sí, que hace tiempo no escucho. Ni tampoco me toca. Sin embargo quisiera encontrar aún palabras que estén amasadas de miga de pan, o de olor de tilos. Pero el pan se ha puesto mohoso y el perfume amargo. Y en torno a mí se arrastran palabras de puntillas y me ahogan, cuando quiero asirlas. Matarlas no puedo, y a mí me matan. ¡Y retumban las puertas a golpes de maldiciones! Si pudiera obligarlas a bailar para mí se quedarían mudas. Y aún cojearían. Sin embargo sé muy bien que el poeta está obligado siempre a decir más que lo que esconde el rumor de las palabras. Yeso es la poesía. De lo contrario con la palanca del verso no podría hacer saltar el capullo de los melosos goznes y obligar al escalofrío a que nos recorra la espalda mientras desnuda la verdad.
Tórtola, cállate…   Tórtola, cállate, deja de arrullar, en estos parajes a nada procurarás dulzura y golpea la piedra con el ala indefensa para que se levante el rabino, lleva ya mucho rato durmiendo. Con ondulación de tumba, que vaya a la sinagoga, pues aquellos que marcharon hace tiempo algunas veces regresan, que los vivos se van siempre y el mundo se quedaría vacío. Que entre en el umbral y peine el crepúsculo de barba gris. Aquí está la primavera, el tiempo de Pascua empieza y ha llegado ya el momento de cantar el Cantar de los cantares delante del cortinaje de la tora. Que empiece el cantar, escucharemos aquel grandioso cántico de muerte, el cantar más triste de todos los cantares escritos no hace mucho sobre la pared húmeda. Que los nombres de los asesinados pegados con sangre caigan en la cúpula del cementerio y que le entierren. Ya es bastante viejo. Las piedras que en pie seguían se inclinan e inclinadas caen al suelo. ¡Qué se oiga su voz en el valle del silencio y esparza ya aquellas manchas que bailan entre las tumbas! Su capa está tejida de hedor de putrefacción y los huecos de sus ojos con escamas de peces están pegados. Cuando ya incluso la mezuza tan sagrada ha perdido su poder, cuando ya ni siquiera las oraciones llegan y caen atrás como flechas a mitad del camino, quizá se abra paso su cantar hacia el cielo cerrado. Un arco iris de siete cintas se tiende en el paisaje de primavera. ¿Qué es lo que huele? , huele el aire y algo más huele en mayo: la rosa silvestre. Esas hojas suyas inocentes son el saludo de antaño para mí tan querido. No, no te cambiaría por otras, ya fueran las más bellas rosas, rosa silvestre. Veo a mi madre cuando era joven. Va por la hierba y lleva una rosa. Mas cuando cae la flor del arbusto la imagen de nuevo se desvanece, rosa silvestre.
Jaroslav Seifert, poeta, Praga, 1901-1986
El grito de los fantasmas (fragmentos)   I En vano nos agarramos a las telarañas flotantes y al alambre de púas. En vano apoyamos el talón en la tierra para no dejarnos arrastrar con tanto ímpetu hacia las tinieblas, que son más negras que la más negra noche y carece ya de corona de estrellas. Y cada día encontramos a alguien que involuntariamente nos pregunta sin abrir siquiera la boca: ¿Cuándo? ¿cómo? ¿y qué viene después? Bailan y danzan aún un poco más y respiran el aire perfumado, ¡aunque sea con el dogal al cuello!   V Los labios de la joven se iban marchitando como una flor arrancada cuando se le escapaba el alma por la boca y se diluía en el azul. Tanagra sonreía y la querida muñeca de la joven viviente, iba sonriendo con la muerta hasta la tumba para contemplar al punto como el ángel de la putrefacción se acercaba a su cuerpo y le iba desgarrando la piel con las uñas moradas. Durante mucho tiempo aún vagaban espectros por allí, y espantaban con sus voces a los vivos que pasaban cerca. Ahora hace tiempo que todo está tranquilo. Apenas si detrás del matorral de retamas descansan los viajeros a veces y a los labios llevan flautas de caña que guardan bajo la capa.   VI ¿Dónde he leído la canción de esa fina túnica de muchacha? De tan poco que se defendiera, habría sido fácil de vencer. Tan difícil que hubiera podido evitar su pecho y deslizarse por la curva de la espalda, pues el pecho mismo estaba en una palma como anillo inocentemente atrapado en la trampa del lobo. Apenas si quedó un puñado de polvo y basta. Se alzaba y caía otra vez en lo oscuro por todo el espacio del sepulcro. Y por una grieta entre las losas, como un ladrido de perros, penetraba, cada tanto, el aroma de las violetas.
Ser poeta   La vida ya hace tiempo me enseñó que la música y la poesía son en este mundo lo más hermoso que puede darnos, excepto el amor. En una antigua crestomatía, publicada aún en tiempos del viejo Imperio austrohúngaro, en el año en que murió Vrchlický busqué el tratado que hablara de poética y de los adornos poéticos. Luego puse una rosa en un vasito, encendí una vela y empecé a escribir mis primeros poemas. Inflámate, llama de las palabras, y arde, aunque acaso me quemes los dedos. Una metáfora sorprendente es más que un anillo de oro en la mano. Pero ni siquiera la metodología de Puchmajer me sirvió de nada. En vano recogía las ideas y con fuerza cerré los ojos para poder oír el misterioso primer verso. En la oscuridad, lugar de las palabras, entreví una sonrisa de mujer y en el viento cabellos ondeantes. Era mi propio destino tras el que corrí, tropezando a veces, sin respirar, toda mi vida.
Consuelo   Señorita, señorita usted frunce el ceño porque le ha llovido durante todo el día, ¿que podría decir aquella pequeña efímera para la que llovió durante toda la vida?
La columna de la peste   2 Nuestras vidas se deslizan como los dedos sobre el papel de lija; días, semanas, años, siglos, y había épocas en que pasábamos llorando largos años. Hoy todavía camino alrededor de la columna donde con tanta frecuencia esperé y escuché, cómo murmura el agua de las fauces apocalípticas, sorprendido cada vez por la amorosa coquetería del agua, que estallaba en la superficie de la fuente mientras caía la sombra de la columna en tu rostro. Esta era la hora de la Rosa.
Jaroslav Seifert, poeta, Praga, 1901-1986
Jardín de canal   1 He tenido que llegar a edad avanzada para aprender a amar el silencio. Conmueve a veces más que la música. En el silencio aparecen señales emocionadas y en las encrucijadas de la memoria detectas nombres que el tiempo pretendía ahogar. Por la noche, en las copas de los árboles, puedo oír hasta el corazón de los pájaros. Y al caer el día, una vez, en el cementerio, oí de lo hondo de una tumba el crujir de un ataúd. 7 Nunca, nunca acariciará mi barba rala; nunca ahogaré mis labios en su cuerpo. No haberla visto quisiera para que no me decapitara cada vez con el sable de su belleza. Al día siguiente, en el teatro, se situó paciente junto a la columna, sin apartar la mirada del palco vacío. Cuando entró, se sentó en el asiento de terciopelo y entornó los hechiceros ojos, y las largas pestañas, como una planta carnívora de cuya flor pegajosa no hay escape. Cúbrete los ojos o enloqueceré de amor. Era joven, enloqueció y murió.
Si se enterraran los amores   Si enterraran los amores habría aquí un cementerio apacible. Sin sirenas, nada por ninguna parte. La isla está vacía. Y el tiempo desgarró ya la música que agitaba en la sala el atractivo de los encajes. Y desgarró también los encajes. Eso lo sabe hacer. Y de sus hilos, hizo ovillos, en los que suenan sólo los guisantes en el gaznate del pato. Así es como se hacían. De un teatro cercano, venían aquí, a veces, bailarinas cuando salían de los ensayos. Hoy la isla pertenece a la poetisa, como el libro y la rosa. Y también las golondrinas, golondrinas felices, mientras piaban, ella lloraba. Era tan jovencita cuando oyó las sirenas de la vida. Pero no se hizo atar ni se puso cera en los oiditos como aquel cobarde aventurero. Con alegría corrió a su encuentro, y murió por ello. -¿Y qué hubiera pasado, me preguntó de pronto mi hijita, si las golondrinas fueran rosas? A esta pregunta no supe contestar.
Versos de tapiz   ¡Praga! A quien la ha visto una vez por lo menos su nombre le canta en el corazón y es ella misma una canción entretejida de tiempo, y nosotros la amamos. ¡Escuchad! Mis primeros sueños aún felices brillaron en sus tejados como platillos volantes, y se perdían dios sabe dónde, cuando era joven. Una vez apoyé la mejilla sobre la piedra del viejo muro del castillo. En el oído, de pronto, sentí un retumbar oscuro: Eran los siglos y su bramido. Mas las suave y blanda piedra de marga de la montaña blanca me susurró al oído amistosamente: ve, te están buscando. Canta, tú tienes a quien cantar, y di la verdad. Y lo hice y no he mentido si no es a mis amores y tan sólo un poquito.
Jaroslav Seifert, poeta, Praga, 1901-1986
Una vez fui corriendo detrás de mi padre   Una vez fui corriendo detrás de mi padre a una concentración popular. Allí se oía otra canción: No habrá ni reyes ni emperadores, ¡y romped las cadenas! Hubiera querido romperlas pero entonces aún no sentía su peso y tan sólo me gustaban el gorro frigio, los tambores y sus correas y los harapos de la bandera deshilachada a tiros. Y al día siguiente corrí hacia el castillo presidencial por las escaleras más hermosas del mundo y, emocionado, contemplé la ciudad. De tener un laúd y saber tocarlo, en aquella ocasión me hubiera puesto enseguida a cantar, mientras con el azul del cielo y las sonrisas, que no me pertenecía, tejía mis deseos. Eran juveniles y hacían reír. Luego, lo borré todo y empezó lo mismo de nuevo. Por dónde vagué, ya no lo recuerdo, pero un momento me vuelve siempre ante los ojos: Por la puerta entreabierta vi una sala donde se bailaba. Las cortinas de las ventanas eran solemnes y era como ver a la juventud bajo palio. Muchachas vestidas de blanco, muchachas vestidas de rosa y bailarines en negro traje de etiqueta giraban alrededor de hermosos presentimientos. Un hechizo así puede hasta cortar la respiración. Y luego alguien de golpe cerró la puerta.
Miss Gada-Nigi   Noches abiertas alas de cuervo tambor de tiniebla Miss Gada-Nigi está sentada en el trapecio debajo en la arena el payaso dormita Como un pájaro cae la nieve de sus sueños por el agujero de la lona sonríe Gada-Nigi a las estrellas mientras escucha el tic-tac de su reloj de pulsera está aprendiendo a bailar en la cabeza del caballo encabritado y en los encajes de niebla la eternidad en las estrellas el tic-tac del reloj destello del infinito en el rostro del payano y en el carromato de los artistas de circo lloró un niño tendiendo la mano a las estrellas de los pechos de su madre y la canción del pájaro se columpiaba en las ramas del jazmín cuando dándose la espalda los amantes y el suicida bajo el luminoso parasol del farol vieron la estrella que cae a lo largo de una noche milenaria apagarse en los nenúfares del superficial estanque Oh miss Gada-Nigi no piense en las estrellas ya que en las rayas de la mano encerrado está el destino usted el payaso y yo Solamente los amantes mueren sin querer de amor Escuche sólo un momento cómo en el beso se apagan las finas flautas del aliento
Fruta candente   Amar a los poetas la moribunda fauna del parque de Yellowstone y a pesar de ellos amamos la poesía la poesía cascada eterna Cañones de gran alcance disparan sobre París poetas con cascos ¿mas para qué contar los muertos por un amor infeliz? ¡adiós París! Circunnavegamos África y con ojos de diamante agonizaban los peces de los barcos de vapor en las hélices si se recuerda tanto más duele Y las liras de los negros perfumes del aire ardiente maduran en nuestra tierra de las arañas los frutos candentes cuando medianoche cierra y el señor Blaise Cendrars se quedó manco en la guerra Los pájaros sagrados en sus patas delgadas como sombras el destino de los mundos acunan Cartago está muerta y como mil clarinetes toca el viento la caña de azúcar y en los frágiles paralelos de la tierra la historia mientras tanto centenaria hidra serpentea me muero de sed señorita Mugret y usted no me ha contado cómo sabía el vino de Cartago Partió un rayo a las estrellas y llueve la superficie del agua tenso tambor agitó la revolución en Rusia la toma de la Bastilla y el poeta Mayakovski ya muró pero la poesía luna de miel gotea néctares olores en los cálices de las flores
Panorama   El ciervo se aleja, de su cornamenta se levanta el humo, tras la hoja del helecho escuchad a la estrella pero silenciosamente, sólo silenciosamente. Fuentes llenas de frutas y noches de estrellas, quisiera ofrecerte esa bacía de bronce, y ser barbero. Oh peluqueros, las manos cansadas que se deslizan los lisos cabellos, de la mano cae el peine, el escultor soltó el cincel y en el espejo los ojos se han helado. Ya es de noche. ¿Duerme usted? ¡Acabe con la blandura de su edredón! La hora de medianoche. Las lámparas eléctricas. Tinieblas, luz, tinieblas, medialuz y he aquí: el peine de las montañas desenreda del cielo la cabellera y como dorados piojos van cayendo las estrellas.
¡Qué difícil me fue!   ¡Qué difícil me fue abandonar para siempre los muros amados! Hubo momentos en los que pensé que no podía vivir sin sus sombras, que en tanto superan a nuestra breve vida. La rosa de los vientos ya no invita a lejanías extrañas y sus destellos tal vez para mí se han extinguido. Y los árboles verdes con raíces ampliamente agarradas van al mismo paso que yo.
Jaroslav Seifert, poeta, Praga, 1901-1986
Pendientes de coral   Todo cuanto se nos va y se hunde en el pasado pierde por el camino muchas de sus propiedades. El mal empalidece, el pecado se olvida, el vino se vuelve agrio y los besos que han quedado grabados bajo el cielo se tornan canción. Cuando anhelaba estar en tus brazos, inventaba versos. Iba arriba y abajo de la habitación y los decía ante una ventana vacía. ¡Ah, aquellos versos! No eran muy logrados, pero estaban llenos de deseo obsesivo y de palabras apasionadas. Con la mano me tapabas la boca para hacerme callar, y tercamente protegías tus orejas sorprendidas, mientras yo la punta de la lengua dejaba extraviar en sus pliegues rosados como en un laberinto. A menudo dormía sobre tu corazón y ávidamente respiraba el perfume de piel ardiente. Los sueños, que se acercan a escondidas y se apoderan del dormido en la oscuridad, tenían el color de tus ojos. Eran azules. Y en mi frente lentamente caían los empañados corales de tus pendientes como gotas de lacre. Cuando hoy apoyo entre las manos mi cara envejecida, puedo bajo los dedos con precisión notar la forma de mi propio cráneo. Nunca había pensado antes, ni tampoco ponía la cabeza entre las manos. No tenía ningún motivo. Y el terrible deseo de existir mal sea sin alegría ni esperanza añade sin cesar alas negras al miedo de no existir. Pero cuando esté muerto de verdad, incluso del silencio de la arcilla todavía saldrá al encuentro de tus pasos mi amor.
En la calma de la memoria   En la calma de la memoria y sobretodo cuando cierro fuertemente los ojos, en el momento que quiero, veo los rostros de muchas bellas personas que he conocido en la vida y de algunas de las cuales fui amigo, entonces me vienen los recuerdos, uno trás otro, cada vez más hermosos. Y me parece que fue ayer cuando hable con toda aquella gente. Aún siento el calor de las manos que estreché. Todos están en mi recuerdo; pero no me pondré a llorar, aunque las lágrimas, según dice Juvenal, representan la parte más hermosa de nuestros sentidos.
Homenaje a Vladimir Holan   Hay momentos en que en nuestro pensamiento olvidamos incluso a los muertos, cual si su eterno no ser fuera sólo un reposar en tranquilidad suave y sin dolor, bajo unas flores marchitas. Pero basta un estremecimiento de placer, sea cual sea, y nos aprestamos a regresar a los problemas cotidianos. He sobrevivido a todos los poetas de mi generación… Todos fueron amigos míos. El último en morir fue Vladimír Holan. ¿Cómo no iba a sentir zozobra?: estoy solo. Jiri Wolker fue el primero, era joven y tenia prisa. ¡Oh esos desdichados besos en los labios febriles de las muchachas tuberculosas del sanatorio a la orilla del mar…! Años más tarde muere Jindrich Horejsí. Era el mayor de nosotros. Escribía sus versos en el café repleto, en una mesita redonda, como un soldado, después de la batalla, escribe a su amada las cartas sobre un tambor boca arriba… Josef Hora fue entre nosotros el único en tutearse con F. X. Salda. Entrad en su jardín cuando empiecen a florecer los árboles injertados. Sus impresionantes flores desprenden al sol perfume de almendras amargas. Frantisek Halas, compañero amado, no nos dijo adiós siquiera. Deseaba que sus verso graznaran a los oídos de la gente, pero, a veces, no lo conseguía y cantaba. Con un gesto brusco se marchó de repente Konstantin Biebl. Añoraba la ternura de las muchachas hawayanas que son como flores vivas y andan silenciosamente de puntillas. Vitézlav Nezval renegaba de la muerte y ella se vengó. Cuando murió inesperadamente en Pascua, como él mismo había predicho, se partió una de las ramas fuertes del árbol de la poesía. En la muerte aún no había ni pensado Frantisek Hrubín. Al principio no sospechaba yo dónde había descubierto las melodías de sus versos, pero él escuchaba solamente la risa del agua en el dique del Sázava. Hola tardó en morir. El teléfono frecuentemente se me caía de la mano. En esa maldita jaula que es Bohemia, tiraba con desprecio sus poemas como trozos de carne ensangrentada. Pero los pájaros tenían miedo. La muerte quería su sumisión mas él la sumisión no conocía y hasta el último momento luchó furiosamente con la muerte. El ángel que levantaba sus brazos cuando se desvanecía, estaba sentado al borde de su cama y lloraba.
Toda la belleza del mundo   De noche, cuando las nubes negras de las calles resplandecen de luces, qué hermosas son las bailarinas de los carteles entre las letras. Bajo, muy bajo descienden como palomas los aeroplanos, y borracho entre las flores queda solo el poeta. Poeta, mueres con las estrellas, mústiate con las flores, ya nadie languidece hoy en pos de ti; a tu arte y tu gloria les queda ya bien poco, pues parecen flores de cementerios, y los aviones que hacia los astros se precipitan cantan en tu lugar canciones de metálicos ritmos, y son hermosos, como más bellos, aún, que las flores de los parterres, por la calle y encima de las casas, son las multicolores flores eléctricas. Para nuestros poemas hemos hallado bellezas completamente nuevas. Antes de consumirte, luna, isla de vanos sueños, límpiate las narices. Callaos, violines, y suenen las bocinas de los automóviles, que el hombre en una encrucijada pueda soñar aún. Aeroplanos, cantad como ruiseñores la canción de la noche: bailarinas, bailad en los carteles entre las letras negras. El sol se ha extinguido, pero desde lo alto de las torres los reflectores pasean por las calles las llamas de un nuevo día. Las estrellas fugaces se enganchan en las construcciones metálicas de las azoteas: ante la pantalla del cine soñamos hoy nuestros mejores sueños, el ingeniero construye puentes en la inmensa estepa rusa y los trenes pueden marchar muy alto por encima del agua, y sobre los tejados de los rascacielos, cuando las luces brillan, nos paseamos sin pensar ni un instante en los poemas, y como el rosario de nudos entre los dedos para la oración escala el ascensor los pisos cientos de veces al día, y allá arriba ante ti ves toda la belleza del mundo: y todo lo que era arte sagrado aún ayer se transforma de pronto en cosa simple y real y los más bellos cuadros de hoy no los ha pintado nadie. La calle es una flauta que toca todo el día su canción amante, y por encima de la ciudad, alto hasta las estrellas, se remonta el avión. Así pues, adiós, dejadnos partir, bellezas imaginarias; a lo lejos, la fragata se hace mar adentro. Musas, soltad tristemente vuestros cabellos; ha muerto el arte, el mundo, sin él, vive: es un hecho que no se puede negar, pues incluso esta pequeña mariposa, nacida de una oruga, alimentada con libros de poemas, que se eleva hacia el sol, tiene razón, en contra de los versos del poeta reunidos en un libro.
Jaroslav Seifert, poeta, Praga, 1901-1986