Cursilina

 

Margarita está frita. ¿Qué tendrá Margarita?
Su boquita chiquita se marchita contrita
con bostezos de triste e infeliz boquerón.
Margarita no dice más que cosas vacías,
y al que coge por banda la mitad de los días
o le da la tabarra o le atiza un tostón.

El crepúsculo dora la discreta persiana;
ferroviaria, la tarde con su luz provinciana,
en el río se rasca sus narices de añil,
y en la calle despierta con rebuznos de establo,
se pasea don Lucas, se pasea don Pablo,
se pasea don Cosme, se pasea don Gil.

Margarita se aburre en su silla de enea;
vocinglera, su madre, por la casa pasea,
y su padre se toma una caña en el bar.
Margarita no tiene pebeteros ni pomos,
y en lugar de los sándalos y de los cinamomos,
el olor de repollo embalsama su hogar .

¿Piensa acaso en el príncipe de una tierra confusa
(Margarita es tontarria, Margarita es obtusa),
o en un hombre maduro o en un tierno doncel?
¿O en el rey del boato y la dulce fanfarria
(Margarita es obtusa, Margarita es tontarria),
que la lleve a los toros de Cacarabanchel?

¡Ay, la pobre muchacha de los senos homófonos,
quiere ser una artista y comerse micrófonos,
como todo el que piensa que maullar es cantar,
y almorzar con caviares y cenar con mariscos,
y firmar mil autógrafos, y grabar muchos discos,
que a comprar va su padre, el que estaba en el bar

!Margarita no tiene refulgentes joyeles,
ni dragones rampantes, ni fogosos corceles,
ni románticas dueñas de brial y runrún;
Margarita no cumple treinta y siete castañas,
y ha de darse prisita con truquitos y mañas,
si no quiere quedarse a the Valencia’s moon.

Y no reina en las tierras del País de las Brumas,
ni en los vastos imperios de las Blancas Espumas
con sus olas que vienen y sus olas que van.
En su vida son pocos los momentos triunfales;
solamente fue reina de unos juegos florales,
que mantuvo y retuvo, como siempre, Pemán.

¡Oh quién fuera el liróforo que en la noche rechina
(Margarita es idiota, Margarita es cretina),
mariposa que sueña en un cielo ideal,
y si piensa que a tientas va a palpar el nelumbo,
al buscarlo sus manos, se le vuelve higo chumbo,
que es la máxima gala de la flora local!

¡Calla, calla, monada! -dice el Hada Violante-
(Margarita es pesada, Margarita es cargante),
en un ocho cilindros llega ya triunfador
el gentil financiero que tu amor presentía,
don José Iparraguirregorritiechevarría,
que maneja «Iberduero», «Marcabril» y «Exterior».

Rimas del huevo frito

 

Del salón en el centro,la mesa,
ostentaba el condumio casero
y en plato de lúcida loza
veíase el huevo.

¡Cuánta clara tenía en la cara!
¡Cuánta yema tenía en su pecho
aguardando la mano de nieve
que moje en su centro!

¡Ay, pensé, cuántas veces el hombre
está frito cual tímido huevo,
esperando una voz que le diga:
«Este mes te subimos el sueldo»

¿Qué es huevo frito? -dices mientras clavas
tu mirada en el pálido trasluz
¿Qué es huevo frito? ¿Y tú me lo preguntas?
¡Huevo frito eres tú!.

En el mundo medieval

 

En el mundo medieval,
Donde la vida sin nexo
Se plantea,
Como todo es material,
Medite y avive el seso
El que lea.

¿Qué se ficieron las damas?
¿Qué de su figura otrora
recatada?
Se han subido por las ramas,
e van enseñando agora
la muslada.

¿Por qué triunfó don Froilán?
Méritos extraordinarios
non devana.
¿Por qué acude con afán
a los premios literarios
e los gana?

¿Cómo en puestos eminentes
hay alguno que subió
yo non subo
e, según dicen las gentes,
non sabe facer la o
con un tubo?

¿Por qué non dexan entrar
en la rueda que se aprieta
junto al solio,
e paran ya de chupar
los que facen de la teta
monopolio?

Muchos hay con ufanía
que aparecen muy triunfales
e muy vanos;
e son, por su hipocrisía,
comeesfínteres anales,
los marranos.

Por esso yo non prospero,
e posición que me cuadre
non me brota,
e todo porque fui entero
e non fice ni a mi padre
la pelota.

Hay quien quiere mil prebendas,
e una cruz siempre apetesce
o medalla,
e a mí, para que lo entiendas,
todo aquesso me paresce
que es quincalla.

Con zajones andaluces
los hay a cavallo, ufanos,
fanfarrones,
e a mí, que estoy a dos luces,
me tocan a cuatro manos
los zajones.

La inscripción

 

En la pared impoluta
de cierta valla, en Porriño,
escribió con tiza un niño :
«El que lo lea ijo puta.»
Lo leyó doña Paloma,
se acercó a la valla abyecta,
y puso en forma correcta
preposición, hache y coma.
Y es que el más intransigente
es el pobre desdichado
que se ha visto reflejado
en lo que escribe la gente

En el pretil

 

En el pretil
sobre el Genil
dejé un farol,
ya un alguacil
que olía a col,
le di febril
un facistol
que en El Ferrol
usó Boabdil.
y él muy gentil,
frotó el farol
con guayacol
de Guayaquil.

Soneto

 

Perseguíte, Lisenda, cabe el Soto,
do el álamo templaba el fino oreo,
y observéte en la sombra un manoteo
y algo más gordo con galán ignoto.

Voy sin mí desde entonces, sin piloto
que guíe mi bajel por el Leteo,
porque lo que me has hecho está muy feo
y muerdo, rabio, grito, salto y boto.

Si hubo testigos de tu gran nequicia,
prepárate a morir -la vida es corta
luego, en seguida, agora, incontinente.

Mas si nadie lo vio, nadie lo enjuicia,
y si nadie lo enjuicia, no me importa
llevar adornos bravos en la frente.

Los casados infieles

 

Mi mujer no me dejaba,
pero yo lo quise hacer.

Él era forzudo y ancho;
yo, forzudo era también.
Él se llamaba Venancio;
yo me llamaba José,
pero me llamaban Pepe
como suele suceder,
y yo por Pepe atendía,
pues lo encontraba muy bien.

Mi mujer no me dejaba,
pero yo lo quise hacer.

Cuando salí de mi casa,
la tarde, no sé por qué,
hojas del árbol caídas
arrastraba a tutiplén.
En un bar de luces turbias
nos tomamos un café:
yo, con un bollo suizo;
con dos ensaimadas, él.
Antes de salir de nuevo
nos tomamos a la vez
dos tragos de esa bebida
española cien por cien,
más que el vino de Rioja,
el cariñena, el jerez,
el priorato y el ribeiro:
la exquisita agua de seltz.

Mi mujer no me dejaba,
pero yo lo quise hacer.

Abrimos aquella puerta
y penetramos yo y él,
meditando ambos el hecho
que íbamos a cometer.
Él se quitó el sobretodo;
yo también me lo quité;
él se quitó la chaqueta
y la camisa después,
blanca, de fibra sintética
y homologada tal vez.
Yo me descalcé en seguida,
mostrando desnudo el pie.
Él vació sus bolsillos
encima del secreter.
La tarde, triste y artrítica,
antes del anochecer,
jugaba a patada limpia
con el sol al balompié.

Mi mujer no me dejaba,
pero yo lo quise hacer.

El «manager» nos condujo,
indiferente y cruel,
hasta el «ring», donde el combate
tenía que suceder.
Aquella tarde violácea
—té, chocolate y café—
él dándome con el puño
y yo atizándole a él,
nos dimos una somanta
de pronostique reservé.
No sé si lo hicimos mal
o, al revés, lo hicimos bien:
Él se dejaba ganar;
yo me dejaba perder.
Sobre la ciudad aromática,
amarillas como miel,
cayeron flores de tongo
con pétalos de parné.

Mi mujer no me dejaba,
pero yo lo quise hacer.

Romance de las madres desnaturalizadísimas

 

Por una puerta excusada
de su caserón, altiva,
salió una noche de enero
la condesa doña Herminia.
Pina era la calle; pinos
el encintado y la orilla,
y la estación ferroviaria,
que al final se hallaba, Pina.
La meta de aquella extraña
y nocturna correría
era el abandono aleve
de una tierna criaturita,
que la condesa, prudente,
por si el vulgo la advertía,
envuelta en papel de barba
llevaba bajo la axila.
Vestía la dama un traje
verde, de crespón de china,
con sobrepuestos, encajes
de Bruselas y Malinas,
caireles de seda negra,
lentejuelas amarillas,
y capa de terciopelo
con tres o cuatro esclavinas,
forradas en seda malva,
de cuyos bordes pendían
catorce rabos de zorra
(adorno que a doña Herminia,
por si fuera una alusión,
mucha gracia no le hacía)
y en la frente una diadema
de labrada pacotilla
en cuyo centro, una placa
de esmaltes y perlas finas,
representaba a lo vivo
la toma de la Bastilla.
Con tan sencillo atavío,
llegó a la estación, que hervía
de pregones populares,
y tras de comprar, furtiva
y triste, dos cucuruchos
de saladas almendritas,
en el centro de un andén
así apostrofó a la niña:
«¡Hija de mis entretelas,
tierna y dulce palomita…
aunque, por san Nicolás
de Bari, que con la prisa,
no recuerdo si eres niño,
o en cambio naciste niña;
detalle de poca monta
que no ha de causarte inquina
hasta el instante crucial
en que hayas de entrar en quintas!
Para que, como es lo clásico,
te reconozca algún día,
déjote algunos objetos
que me servirán de pista:
un medallón con la efigie
de don Tirso de Molina;
un perchero de caoba
por si el que te adopta ¡ay, hija!
quiere dejar el sombrero
o colgar la gabardina;
un sofá, dos maceteros,
y en esa mesa camilla,
fichas, un parchís, un gato
y doña Encarna García,
que es la señora que teje
con fruición una toquilla,
y en este momento mengua,
porque ha llegado a la sisa.
Y por si a las buenas almas
que te adoptan algún día
les pide el cuerpo de pronto
tomar cualquier golosina,
piscolabis, refrigerio,
chirlomirlo, gollería,
chocho, jera o peteretes,
te dejo aquesta tortilla,
rica fruta de sartén
de la hispánica cocina.
Y… ¡vaya!, para que veas,
dejo también, hija mía,
uno de los dos cartuchos
de almendras, que están riquísimas,
porque, ¿qué no hará una madre
por el ser a quien dio vida,
aunque la alumbre de extranjis,
como yo, que con malicia
te alumbré sobre el pescante
de una de nuestras berlinas,
disfrazada de cochero
vestido a la federica?
¡Se me parte el corazón!
¡Adiós, adiós, corderilla!
¡Ay, lo que cuestan los hijos!…
Y, convulsa, dolorida,
desmadejado y llorosa,
aquella mujer indigna,
del blasón, de la prosapia
y del apellido víctima,
lloró sentada en un banco,
mientras el convoy partía,
apoyada sobre el pecho
del jefe de la Consigna.

Retahíla de la leyenda negra

 

Rasga la alegre cosecha
de tu vestido estampado,
que con nostalgia pregona
la apoteosis del rábano;
quítate interiores prendas,
y esos raros artefactos,
braguicalzas medievales
que ahora se llaman «leotardos»,
y con paciencia sublime,
escucha atenta el retrato
que has de imitar, pues naciste
aquí y hay que ir apencando;
que vivimos en España,
y siempre nos han colgado
los de fuera un sambenito,
entre milagrero y guarro.

Negro ha de ser nuestro pelo,
negros, nuestros ojos lánguidos,
y nuestra tez musulmana
de color de arenque ahumado.
Te pongas como te pongas,
según extranjeros bandos,
aquí sólo hay dos caminos:
o la cochambre o el claustro.
Negra es nuestra fama negra;
negros, presente y pasado;
negro, un lunar que tenemos
en un sitio que me callo;
negro y flaco, nuestro vientre,
con un ombligo herreriano,
en el que a las cuatro esquinas
juegan espadas y bastos.

España es un aguafuerte
de mendigos y de santos,
que, según dicen, se lleva
mal con el cuarto de baño.
Por eso no te abluciones,
y a tono estarás, usando
en vez de escote, golilla,
en vez de abriguito, manto,
en vez de bolso, trabuco,
en vez de perfumes, ajo,
en vez de sostén, cilicio,
y en vez de collar, rosario.
Y piensa que oscuro y sórdido.
ha de ser el mapa hispano:
nuestro sol, nuestra cabaña,
nuestros vinos, nuestros agrios,
las sardinas de Santurce,
el potaje de garbanzos,
el cocido, la tortilla,
la escudella y el gazpacho.

Y si echas la vista atrás,
todos los que destacaron,
verás que fueron tizones
histórico-literaríos:
Negros fueron Torquemada
y el emperador don Carlos;
negros, Murillo y Velázquez;
negro, don Felipe IV;
negro, Goya; negro, el Greco
(que era aquel señor tan largo);
negros, Cajal, Canalejas
y Menéndez y Pelayo,
y Chapí, Bretón, Valera,
Benavente, los Machado,
la Guerrero, la Chelito,
la Cachavera y el Tato.

El cerdo y la tonta

 

La tonta de mi lugar
una tarde se decía:
«¡Qué tonta soy, madre mía!»
Y, izas!, se echaba a llorar.
Un cerdo la vio al pasar,
y dijo: «El tino yo pierdo.
Ser tonto es malo, de acuerdo,
mas el quejarse no es justo;
yo, mi suerte sufro a gusto,
siendo, como soy, tan cerdo.»

Moraleja
Como la tonta, jamás
reniegues de tu destino.
Haz como el cerdo, y verás
cómo te llaman cochino.

La diligencia de Priego

A Antonio Mingote, un chico que creo que promete.

 

Siete caballos llevaba
la diligencia de Priego.
Tres caballitos son blancos,
uno tordo, otro careto,
y los otros, a cuadritos
escoceses, verde y negro.

Siete caballos llevaba
la diligencia de Priego.
En sus grupas de perol
de cobre, siete reflejos,
siete aciales en sus bocas,
siete cinchas en sus pechos,
siete trotes en sus patas…
es decir, la cuenta haciendo:
a cuatro patas por barba,
veintiocho y dos me llevo.

Siete caballos llevaba
la diligencia de Priego.
Si siete son los caballos,
seis eran los pasajeros,
repartidos de esta forma,
según dicta el Reglamento
de Carricoches, artículo
cuarto, párrafo primero:
los caballos, lo de fuera,
y la gente, lo de dentro.

Siete caballos llevaba
la diligencia de Priego.
En el pescante, mascando
su tagarnina, taheño,
desdentado, narigudo,
lomiquebrado, apoplético
y picado de viruelas;
en fin, señores, más feo
aún que pegarle a un padre
con el volumen primero
de la Enciclopedia Espasa:
la «A», si mal no recuerdo.
En el pescante —decíamos—
va el postillón: Eleuterio,
que para anunciar su paso
de vez en vez toca un cuerno.
No suyo, sino de cobre
bruñido; puntualicemos.

Siete caballos llevaba
la diligencia de Priego.
Y los bandidos no bajan
por trochas y vericuetos,
por la bolsa o por la vida
de los incautos viajeros…
¿Dónde están los Siete Níños
de Écija, que no los veo?

El mayoral era uno,
Y los otros iban dentro:
los Siete Niños de Écija,
tranquilitos y modestos,
con su dinero en el banco,
con sus relojes de precio,
con sus Saltitos del Sil,
Explosivos e Iberduero,
retirados del negocio,
miraban llenos de miedo
los olivares en sombra,
musitando un padrenuestro.

Siete caballos llevaba
la diligencia de Priego.

(trisílabos)

 

Serena
se llena
la noche
de ti,
hermosa
cual rosa
de piti-
mini.

De nácar
Salubre
se cubre
tu tez.
Te has puesto,
morena,
muy buena,
¡rediez!

ARJONA

El sí quiero

 

En el florido rosal
de tu alma sin espinas,
un ¡sí quiero! celestial
de tu voz que desafina,
quiere escuchar el romeo
que suspira en cada esquina.

Musa de extraña belleza,
querubín solicitado,
sueño en vanas cabezas
de mil novios rechazados
que zurcen con sutileza
su corazón desahuciado.

Concede el sí con presteza,
no vaya a ser que los hados
respondan con aspereza
castiguen tus enfados,
que es de mal gusto jugar
con sueños de enamorados.

Romance un poquito gitano

 

Mariana toca un pandero
redondo como una alberca.
El viento también lo toca
con dedos de verde niebla.
En las veredas del cielo
se rompen las estafetas
y sin papel del Estado
se quedan las madreselvas.
El río, a treinta por hora,
circula por su derecha,
y se para si se apagan
semáforos de luciérnagas.
Mariana toca su parche,
que es un trasero en cuaresma.
A sus sones, los gitanos
pan y tomate meriendan,
por no encontrar otra cosa
de más gusto y consistencia
en el bostezo de pámpanos
de su escuálida despensa.
Mariana, siempre tocando,
de las cosas no se entera,
ni sí es invierno o verano,
o Adviento o Carnestolendas.
Ella, toca que te toca
su rueda de bicicleta,
sin importarle un pepino
la nochecita morena.
Los gitanos que la escuchan
tienen dolor de cabeza
y se taponan los tímpanos
con aceitunas rellenas.
Y reniegan entre dientes
de la rítmica molestia,
y del ardor que en el parche
pone la gitana histérica.
Al conjuro de Mariana
el Universo parchea:
toca el pandero el Escalda
a su paso por Bruselas;
tocan también a porrillo
los nativos de Inglaterra,
y el Lord del Sello Privado
toca el pandero en Chelsea.
En sus axilas la noche
tiene diviesos de estrellas,
y un serrucho de cigarras
le rasga la camiseta.
Mariana toca llorando
su plaza de toros negra,
y su repertorio alcanza
de Brahms a La Marsellesa.
En el olivar, que pasa
con toda la noche a cuestas,
Mariana sigue tocando
y da una lata tremenda.

Baladilla de la niña encerrada

 

¡Toc, toc! Ábreme la puerta,
niña de los ojos negros.
No te peines, si te peinas
tu desmayado cabello,
partido en dos por la raya,
que es ruta, trocha y sendero
y autopista de peaje
de mis ansias y mis sueños.
¡Ay que el almendro florece,
lleno de flores de almendro,
pues llenarse de otra cosa
resultaría indiscreto!
¡Toc, toc! Ábreme la puerta,
niña de perfil moreno
que estoy en el descansillo
de tu piso, el Bajo centro
¡Ay qué latir de triángulos
isósceles y escalenos!
¡Ay qué sueño de delfines
tienen los Seat 600¡
¡Toc, toc! Ábreme la puerta,
que no he de robarte besos,
ni he de causarte hematomas
con pellizcos virulentos,
que el nácar de tus caderas
siembren de morados pétalos.
Quiero cobrar los recibos
—diciembre, enero y febrero— del
«Seguro Sanitario
de San Juan Nepomuceno»,
sociedad acreditada
con un amplío cuadro médico.
Y por si acaso fallase,
—porque todo hay que preverlo—
el socio beneficiario
tiene derecho a un entierro
con coche-estufa, blandones,
coronas de pensamientos,
y tres curas, que en latín
—si saben— dicen sus rezos.
Considera, niña hermosa,
que puedes tener impétigo,
asma, tos, acné, prurito,
caquexia y estreñimiento,
e incluso cosas más graves.
¡Ay, que se mustia el espliego!
¡Ay, que se mustia la juncia!
¡Ay, que se mustia el romero!
Si pagas, derecho tienes
a un quirófano estupendo,
donde en tu honor, si se tercia,
se celebrará al momento
un baile de batas blancas,
de fórceps y de cauterios,
con serpentinas de gasa
y champaña de anestésicos.
¡Ay, que se mustia la Deuda
al Cuatro y Medio por Ciento!
¡Toc, toc! Ábreme la puerta,
niña de los ojos negros.

Romance de los papanatas

A la graciosa memoria de Fernando Perdiguero, maestro de humoristas

 

Con un bostezo de arenque
hecho suspiro en sus branquias;
con palurdas metafísicas
y teoremas de alpargata;
con el paso gasterópodo
que deja un rastro de baba,
por la ciudad —humo y frenos—
pasean los papanatas.
Tienen en sus entretelas
hambre de cal y argamasa,
por eso miran las obras
de la Babilonia urbana,
donde —férreo cocodrilo—
la excavadora se explaya,
e indecente, a los solares
va y les pellizca las nalgas.
Inspectores de vehículos
los han nombrado en España,
porque rodean el coche
nuevo, de exótica marca,
y lo contemplan y admiran
—nadie sabe en qué trabajan—
y hasta se les ve la hache
del ¡oh! de asombro que lanzan.

Como Robinsones tontos
sin Viernes, isla ni nada,
por la ciudad —guardia y multa—
pasean los papanatas.
En los bancos de los parques
tienen poltrona y butaca;
por eso con desparpajo
hablan de tú a las estatuas
y no sienten humedades
ni fríos dentro del alma,
porque sus lentos espíritus
están vestidos de pana.
Se despepitan perláticos
si pasa una chica guapa
algo ligera de ropa;
y ellos, se vuelven, se paran,
y hacen mil gestos ambiguos
de horror, de pasmo y de alarma
—lluvia sodogomorrítica
en una sola mirada—.
¡Trágica mirada ardiente
que aquello que mira empaña:
vodevil a la española,
sin risa, biombo y cama,
pero con honor y sangre
como debe ser, ¡caramba!
Por la ciudad —sol y sombra—
pasean los papanatas.

En sus huesos hay un hielo
crítico, que se dispara
—¡pim, pam!— pero se les quema
toda la pólvora en salvas,
aunque se sientan clarines
—Clarines: Leopoldos Alas,
dándole palos al mundo
con mala sidra asturiana—.

Espantando gorriones
con sus sombras alargadas,
aborregados, pazguatos,
gilipuertas, soplagaitas;
declinando el vocativo
de su atónita gramática,
por la ciudad —daca y toma—
pasean los papanatas.

Jorge Llopis Establier, Alicante, 1919-1976