Desde que mi voluntad
A fuerza de amor humano
me abraso en amor divino.
La santidad es camino
que va de mí hacia mi hermano.
Me di sin tender la mano para cobrar el favor;
me di en salud y en dolor a todos,
y de tal suerte que me ha encontrado la muerte
sin nada más que el amor.

Ellos habían visto de cerca
los dioses de hermosura terrible,
capaces de explicar la tierra,
de promover sus entrañas
a vino y pan, a las alegres legumbres
que luego se repartían por las cocinas de Egipto.

Oh, ¿cómo olvidar que esos dioses habitan
los lugares fecundos, los légamos del río,
los herbazales húmedos, el vientre de los campos,
y vigilan laboriosamente las orillas del agua
para hacerla llegar al sueño de los trigos
y se mueven ardorosamente fértiles
entre los rebaños de cabras y ovejas,
de toros y de vacas que copulan al sol
como si se juntaran los polos de la tierra?

Pero a ellos les obligaron a salir de noche
por las puertas marcadas con pinturas de sangre,
mientras el ángel del Señor se aparecía en los cuchillos
de la última cena de los primogénitos.

Cuando llegó el amanecer
y vieron el lugar que atravesaban,
la arena donde la luna había dormido,
abrasadora a mediodía,
gritó Israel y se acordó de los dioses
que daban la cara, o la cabeza de perro
o sus múltiples tetas o su cornamenta de toro
– así eran reconocibles –
y comenzaron a reclamar un dios al que mirar de cerca
para poder golpearle si fuera preciso
o encaramarse a sus espaldas
o registrar sus vestidos para robarle una cosecha.

Moisés les había dicho: nuestro dios no bebe,
no parte el pan, no se alegra con la grasa del buey
que gotea sobre las brasas,
pues el que es invisible,
del desierto hace un pan
y de la luz una bebida pura.

Y el pueblo rechinó los dientes,
se tapó los oídos.
Fue entonces cuando pusieron al fuego sus ajorcas,
sus pequeños anillos, sus collares con pepitas de oro;
todo hirvió en la retorta candente
para forjar el toro, el animal seguro,
y el pueblo bailó de alegría
en torno a un dios reconocible.
Creyeron que sus ojos dorados
abarcaban las lindes del desierto,
que sus patas les ayudarían a cruzarlo
y que su sexo preñaría la arena
hasta que reventara en panes y racimos.

Al amanecer volvió Moisés del monte
y el campamento dormía bajo el ídolo.
Despertaban borrachos,
se miraban bajo el estupor del vino
y apuntaban con los dedos al toro
solitario en mitad del campamento.

No se habían movido una pulgada.
Nada había cambiado. Crujía la arena roja,
ningún prodigio multiplicó la harina de las ollas,
no se extendió el aceite como un silencio hermoso,
ni el agua se acercó a las tiendas
para llamarles por sus nombres.

Gritó entonces Moisés, alzó su brazo
y señaló la luz que crecía implacable,
la luz dispuesta a devorar al pueblo
con inclemencia fulgurante.

Ay, volvía el dios invisible, la ausencia atronadora
a extender el desierto como un mantel,
y uno a uno irían cayendo hasta dejar la arena
cubierta de osamentas blanquecinas.

Sólo algunos llegaron al final del desierto,
plantaron limoneros y naranjos,
tuvieron hijos e hijas,
y a éstos les dijeron:

— Demos gracias
al que no tiene cara,
al que no tiene manos,
al que no tiene pies,
al que no se moja con la lluvia
ni se quema con el fuego…

(Era una lista larga,
hasta desnudar a Dios del hombre entero)

Y los niños pelaban las naranjas,
bebían agua de limón, comían pan de trigo
y decían: Amén.

Alguno de los mayores quedaba de pronto absorto
y recordaba un tiempo
en que muchos morían preguntando
por la cara de Dios.

Domingo de Ramos

 

El pueblo que fue cautivo
y que tu poder libera
no deja palma en palmera
ni abunda en mejor olivo.

Viene con aire festivo
para enramar tus victorias,
y no te ha visto en su historia,
Rey de Israel, más cercano:
ni tu poder más a mano,
ni más humilde tu gloria.

¡Gloria, alabanza y honor!
Gritad: «¡Hosanna!», y haceos
como los niños hebreos
al paso del Redentor.
¡Gloria y honor
al que viene en el nombre del Señor!

Himno a San José

 

Porque fue varón justo lo amó el Señor
y dio el ciento por uno su labor.

El alba mensajera
del sol de alegre brillo
conoce ese martillo
que suena en la madera.
La mano carpintera
madruga a su quehacer
y hay gracia antes que sol en el taller.

Cabeza de tu casa,
del que el Señor se fía,
por la carpintería
la gloria entera pasa.
Tu mano se acompasa
con Dios en la labor
y alargas tú la mano del Señor.

Humilde magisterio
bajo el que Dios aprende:
¡que diga, si lo entiende,
quien sepa de misterio!.
Si Dios en cautiverio
se queda en aprendiz,
¡aprende aquí la casa de David!

Sencillo, sin historia,
de espalda a los laureles,
escalas los niveles
más altos de la gloria.
¡Qué asombro, hacer memoria
y hallarte en tu ascensión,
tu hogar, tu oficio y Dios como razón!

Y pues que el mundo entero
te mira y se pregunta,
di tú como se junta
ser santo y carpintero,
la gloria y el madero,
la gracia y el afán,
tener propicio a Dios y escaso el pan.

Porque fue varón justo lo amó el Señor
y dio el ciento por uno su labor.

José Luis Blanco Vega, Málaga, 1930–2005

Sentencia de Dios al hombre

 

Sentencia de Dios al hombre
antes que el día comience:
«Que el pan no venga a tu mesa
sin el sudor de tu frente…
Ni el sol se te da de balde,
ni el aire por ser quien eres:
las cosas son herramientas
y buscan quien las maneje…
El mar les pone corazas
de sal amarga a los peces;
el hondo sol campesino
madura a fuego las mieses…
La piedra, con ser la piedra,
guarda una chispa caliente;
y en el rumor de la nube
combaten el rayo y la nieve…
A ti te inventé las manos
y un corazón que no duerme;
puse en tu boca palabras
y pensamiento en tu frente…
No basta con dar las gracias
sin dar lo que las merece:
a fuerza de gratitudes
se vuelve la tierra estéril».

Todo, déjalo todo y anda, entra en el mar.
Todo, el mar es todo; échate a andar.

Deja la orilla, deja la arena,
la maravilla está más allá.
Donde Dios llama no existe espuma,
no existe la playa, sino sólo el mar.

Que hay un destino que a Dios nos lleva,
pero el camino está sobre el mar.
Mientras no olvides que es firme la tierra
y pienses que acaso lo firme es el mar.

Todo, todo es posible aún andar sobre el mar.

Porque sé que nací para salvarme
y tengo que morir –es infalible–,
porque dejar de verte y condenarme
solo con otro dios será posible,
por eso río, duermo, quiero holgarme,
Señor, y tengo amor a lo visible.
Y solo me pregunto en qué me encanto
cuando huyo de la vida por ser santo.

 

Variante del poema «Yo ¿para qué nací?» de Fray Pedro de los Reyes (siglo XVI)

José Luis Blanco Vega, Málaga, 1930–2005