Mi montaraza
I
No hay bajo el cielo divino
del campo salamanquino,
moza como Ana María,
ni más alegre alquería
que Carrascal del Camino.
En Carrascal nació ella,
y si antes no fuese bella
su natal tierra bendita,
fuéralo porque la habita
la rosa de monte aquella.
No nace en tierra cristiana
flor silvestre más lozana
ni hormiga más vividora,
ni moza más castellana,
ni mujer más labradora.
Hermosa sin los amaños
de enfermizas vanidades,
tiene unos ojos castaños
con un mirar sin engaños
que infunde tranquilidades.
Sencilla para pensar,
prudente para sentir,
recatada para amar,
discreta para callar,
y honesta para decir;
robusta como una encina
casera cual golondrina
que en casa canta la paz,
algo arisca y montesina
como paloma torcaz;
agria como una manzana,
roja como una cereza,
fresca como una fontana,
vierte efluvios de alma sana
y olor de Naturaleza.
¿Qué extraño que los favores
implore yo del Destino,
si estoy enfermo de amores
por la reina de las flores
de Carrascal del Camino?
II
¿Me quieres, Ana María?
Yo me he soñado que sí;
mas dudo que guarde impía
la ingrata fortuna mía
tesoro tal para mí;
pues de esos montes no lejos,
hay otros montes ceñudos
con montaraces ya viejos
que tienen hijos talludos
atentos a sus consejos.
Y sé que a esas alquerías
van también ricos señores
a celebrar cacerías,
a dirigir sus labores
y a ver sus ganaderías;
y a mí me causa terror
que en ese rincón de paz
den contigo, rica flor,
el hijo de un montaraz
o el hijo de un gran señor.
Felicidad que soñé,
esposa que presentí,
mujer que luego busqué
y ángel que al cabo encontré
deben de ser para mí.
Dile al hijo del señor
de la vecina alquería
que dice tu servidor
que no nació Ana María
para caprichos de amor;
que en las ciudades doradas
encontrará lindas flores
más suyas por delicadas…
¡Estas rosas coloradas
no son para los señores!
Pero si en ello porfía,
por ladrón de mi destino…,
¡Lo mato si pisa un día
la raya de la alquería
de Carrascal del Camino!
Y el hijo del montaraz
de Castropardo el mayor,
el que oye mucho mejor
la voz de un viejo sagaz
que el grito de un noble amor,
si busca montaracías
que den en prados y montes
excusas y regalías,
llenos están de alquerías
esos anchos horizontes;
pues solo el amante fino
que ante el encanto se rinde
de tu mirar peregrino
merece pisar la linde
de Carrascal del Camino.
¿Me quieres, Ana María?
¿Me esperarás en la raya
de tu divina alquería,
cuando a la casa yo vaya
que pretendo llamar mía?
¡Qué buen esposo me hicieras!
¡Qué hogar tan feliz tuvieras,
si de ese monte feraz
tú la montaraza fueras
y fuera yo el montaraz!
Sé por guardas y pastores
que riges ya a maravilla
la casa de tus mayores,
donde, por buena y sencilla,
te adoran tus servidores;
y yo me tengo jurado
ser un amo tan honrado
y un montaraz tan cabal
como el mejor que ha pisado
los montes de Carrascal.
¿No sabes, Ana María
que yo he tenido parientes
en una montaracía
y sé lo que son sirvientes
y sé lo que es la alquería?
Hogaño he mercado en Alba
una yegua de Peñalba
de rutilante mirar,
tres años, negra, cuatralba,
rica sangre y buen andar;
un precioso bruto fiero
con nobleza de cordero,
blondas crines y ancha nalga,
músculos curvos de acero
y enjutos remos de galga.
Y en este animal brioso,
que nunca al trajín se rinde
de su marchar vigoroso,
vigilaré cuidadoso
tus montes de linde a linde;
y ni en los montes vecinos
han de quedar clandestinos
y atrevidillos pastores,
ni furtivos cazadores,
ni leñadores dañinos.
Y corrigiendo criados,
y amparando desgraciados,
será nuestra casa un día
vivienda de hombres honrados,
colonia de la alegría.
¿Quién más dichoso ha de ser
que el hombre que va a tener
bellos campos que cuidar,
sabroso pan que comer
y esposa a quien adorar?
Deudos que enfermo me halláis,
amigos que me estimáis,
hombres que me conocéis,
todos los que me queréis,
todos los que me envidiáis,
¡pedid en justa porfía
que me conceda el Destino
la mano de Ana María
y aquella montaracía
de Carrascal del Camino!
El Cristo de Velázquez
¡Lo amaba, lo amaba!
¡No fue sólo milagro del genio!
Lo intuyó cuando estaba dormido,
porque sólo en las sombras del sueño
se nos dan las sublimes visiones,
se nos dan los divinos conceptos,
la luz de lo grande,
la miel de lo bello…
¡Lo amaba, lo amaba!
¡Nacióle en el pecho!
No se puede soñar sin amores,
no se puede crear sin su fuego,
no se puede sentir sin sus dardos,
no se puede vibrar sin sus ecos,
volar sin sus alas,
vivir sin su aliento…
El sublime vidente dormía
del amor y del arte los sueños
-¡los sueños divinos
que duermen los genios!
¡Los que ven llamaradas de gloria
por hermosos resquicios de cielo!
Y el amor, el imán de las almas
le acercó la visión del Cordero,
la visión del dulcísimo Mártir
clavado en el leño,
con su frente de Dios dolorida,
con sus ojos de Dios entreabiertos,
con sus labios de Dios amargados,
con su boca de Dios sin aliento….
¡Muerto por los hombres!,
¡por amarlos muerto!
Y el artista lo vio como era,
los sintió Dios y Mártir a un tiempo,
lo amó con entrañas
cargadas de fuego,
y en la santa visión empapado,
con divinos arrobos angélicos,
con magnéticos éxtasis líricos,
con sabrosos deliquios ascéticos,
con el ascua del fuego dramático,
con la fiebre de artísticos vértigos,
la memoria tornando a los hombres
ingratos y ciegos
débiles o locos,
ruines o perversos,
invocó a la Divina Belleza
donde beben bellezas los genios,
los justos, los santos,
los limpios, los buenos…
Y al conjuro bajaron los ángeles,
y a artista inspirado asistieron,
su paleta cargaron de sombras
y luces del cielo,
alzaron el trípode,
tendieron el lienzo,
y arrancándose plumas de raso
de las alas, pinceles le hicieron.
Y el mago del arte,
el sublime elegido, entreabiendo
los extáticos ojos cargados
de penumbras del místico ensueño,
tomó los pinceles,
somnámbulo, trémulo…
De rodillas cayeron los ángeles
y en el aire solemnes cayeron
todas las tristezas,
todos los silencios…
¡Y el genio del arte
se posó sobre el borde del lienzo!
Con fiebre en la frente,
con fuego en el pecho,
con miradas de Dios en los ojos
y en la mente arrebatos de genio
el artista empapaba de sombras
y de luces de sombras el lienzo…
No eran tintas con copias inertes,
eran vivos dolientes tormentos,
eran sangre caliente de Mártir,
eran huellas de crimen de réprobos,
eran voces justicia clamando,
y suspiros clemencia pidiendo…
¡Era el drama del mundo deicida
y el grito del cielo!…
¡Y el sueño del hombre
quedó sobre el lienzo!
¡Lo amaba, lo amaba!:
¡el amor es un ala del genio!
El ama
Yo aprendí en el hogar en qué se funda
la dicha más perfecta,
y para hacerla mía
quise yo ser como mi padre era
y busqué una mujer como mi madre
entre las hijas de mi hidalga tierra.
Y fui como mi padre, y fue mi esposa
viviente imagen de la madre muerta.
¡Un milagro de Dios, que ver me hizo
otra mujer como la santa aquella!
Compartían mis únicos amores
la amante compañera,
la patria idolatrada,
la casa solariega,
con la heredada historia,
con la heredada hacienda.
¡Qué buena era la esposa
y qué feraz mi tierra!
¡Qué alegre era mi casa
y qué sana mi hacienda,
y con qué solidez estaba unida
la tradición de la honradez a ellas!
Una sencilla labradora, humilde,
hija de oscura castellana aldea;
una mujer trabajadora, honrada,
cristiana, amable, cariñosa y seria,
trocó mi casa en adorable idilio
que no pudo soñar ningún poeta
¡Oh, cómo se suaviza
el penoso trajín de las faenas
cuando hay amor en casa
y con él mucho pan se amasa en ella
para los pobres que a su sombra viven,
para los pobres que por ella bregan!
¡Y cuánto lo agradecen, sin decirlo,
y cuánto por la casa se inTeresan,
y cómo ellos la cuidan,
y cómo Dios la aumenta!
Todo lo pudo la mujer cristiana,
logrolo todo la mujer discreta.
La vida en la alquería
giraba en torno de ella
pacífica y amable,
monótona y serena…
¡Y cómo la alegría y el trabajo
donde está la virtud se compenetran!
Lavando en el regato cristalino
cantaban las mozuelas,
y cantaba en los valles el vaquero,
y cantaban los mozos en las tierras,
y el aguador camino de la fuente,
y el cabrerillo en la pelada cuesta…
¡Y yo también cantaba,
que ella y el campo hiciéronme poeta!
Cantaba el equilibrio
de aquel alma serena
como los anchos cielos,
como los campos de mi amada tierra;
y cantaba también aquellos campos,
los de las pardas, onduladas cuestas,
los de los mares de enceradas mieses,
los de las mudas perspectivas serias,
los de las castas soledades hondas,
los de las grises lontananzas muertas…
El alma se empapaba
en la solemne clásica grandeza
que llenaba los ámbitos abiertos
del cielo y de la tierra.
¡Qué placido el ambiente,
qué tranquilo el paisaje, qué serena
la atmósfera azulada se extendía
por sobre el haz de la llanura inmensa!
La brisa de la tarde
meneaba, amorosa, la alameda,
los zarzales floridos del cercado,
los guindos de la vega,
las mieses de la hoja,
la copa verde de la encina vieja…
¡Monorrítmica música del llano,
qué grato tu sonar, qué dulce era!
La gaita del pastor en la colina
lloraba las tonadas de la tierra,
cargadas de dulzuras,
cargadas de monótonas tristezas,
y dentro del sentido
caían las cadencias
como doradas gotas
de dulce miel que del panal fluyeran.
La vida era solemne;
puro y sereno el pensamiento era;
sosegado el sentir, como las brisas;
mudo y fuerte el amor, mansas las penas,
austeros los placeres,
raigadas las creencias,
sabroso el pan, reparador el sueño,
fácil el bien y pura la conciencia.
¡Qué deseos el alma
tenía de ser buena,
y cómo se llenaba de ternura
cuando Dios le decía que lo era!
II
Pero bien se conoce
que ya no vive ella;
el corazón, la vida de la casa
que alegraba el trajín de las tareas,
la mano bienhechora
que con las sales de enseñanzas buenas
amasó tanto pan para los pobres
que regaban, sudando, nuestra hacienda.
¡La vida en la alquería
se tiñó para siempre de tristeza!
Ya no alegran los mozos la besana
con las dulces tonadas de la tierra
que al paso perezoso de las yuntas
ajustaban sus lánguidas cadencias.
Mudos de casa salen,
mudos pasan el día en sus faenas,
tristes y mudos vuelven
y sin decirse una palabra cenan;
que está el aire de casa
cargado de tristeza,
y palabras y ruidos importunan
la rumia sosegada de las penas.
Y rezamos, reunidos, el Rosario.
Sin decirnos por quién…, Pero es por ella.
Que aunque ya no su voz a orar nos llama,
su recuerdo querido nos congrega,
y nos pone el Rosario entre los dedos
y las santas plegarias en la lengua.
¡Qué días y qué noches!
¡Con cuánta lentitud las horas ruedan
por encima del alma que está sola
llorando en las tinieblas!
Las sales de mis lágrimas amargan
el pan que me alimenta;
me cansa el movimiento,
me pesan las faenas,
la casa me entristece
y he perdido el cariño de la hacienda.
¡Qué me importan los bienes
si he perdido mi dulce compañera!
¡Qué compasión me tienen mis criados
que ayer me vieron con el alma llena
de alegrías sin fin que rebosaban
y suyas también eran!
Hasta el hosco pastor de mis ganados,
que ha medido la hondura de mi pena,
si llego a su majada
baja los ojos y ni hablar quisiera;
y dice al despedirme: «Ánimo, amo;
«haiga» mucho valor y «haiga pacencia…»
Y le tiembla la voz cuando lo dice,
y se enjuga una lágrima sincera,
que en la manga de la áspera zamarra
temblando se le queda…
¡Me ahogan estas cosas,
me matan de dolor estas escenas!
¡Que me anime, pretende, y él no sabe
que de su choza en la techumbre negra
le he visto yo escondida
la dulce gaita aquella
que cargaba el sentido de dulzura
y llenaba los aires de cadencias!…
¿Por qué ya no la toca?
¿Por qué los campos su tañer no alegra?
Y el atrevido vaquerillo sano,
que amaba a una mozuela
de aquellas que trajinan en la casa,
¿por qué no ha vuelto a verla?
¿Por qué no canta en los tranquilos valles?
¿Por qué no silba con la misma fuerza?
¿Por qué no quiere restallar la honda?
¿Por qué esta muda la habladora lengua,
que al amo le contaba sus sentires
cuando el amo le daba su licencia?
«¡El ama era una santa!…»,
Me dicen todos, cuando me hablan de ella.
«¡Santa, santa!», me ha dicho
el viejo señor cura de la aldea,
aquel que le pedía
las limosnas secretas
que de tantos hogares ahuyentaban
las hambres y los fríos y las penas.
¡Por eso los mendigos
que llegan a mi puerta
llorando se descubren
y un padrenuestro por el «ama» rezan!
El velo del dolor me ha oscurecido
la luz de la belleza.
Ya no saben hundirse mis pupilas
en la visión serena
de los espacios hondos,
puros y azules, de extensión inmensa.
Ya no sé traducir la poesía,
ni del alma en la médula me entra
la inmensa melodía del silencio,
que en la llanura quieta
parece que descansa,
parece que se acuesta.
Será puro el ambiente, como antes,
y la atmósfera azul será serena,
y la brisa amorosa
moverá con sus alas la alameda,
los zarzales floridos,
los guindos de la vega,
las mieses de la hoja,
la copa verde de la encina vieja…
Y mugirán los tristes becerrillos,
lamentando el destete, en la pradera,
y la de alegres recentales dulces
tropa gentil escalará la cuesta
balando plañideros
al pie de las dulcísimas ovejas;
y cantará en el monte la abubilla,
y en los aires la alondra mañanera
seguirá derritiéndose en gorjeos,
musical filigrana de su lengua…
Y la vida solemne de los mundos
seguirá su carrera
monótona, inmutable,
magnífica, serena…
Mas ¿qué me importa todo,
si el vivir de los mundos no me alegra,
ni el ambiente me baña en bienestares,
ni las brisas a música me suenan,
ni el cantar de los pájaros del monte
estimula mi lengua,
ni me mueve a ambición la perspectiva
de la abundante próxima cosecha,
ni el vigor de mis bueyes me envanece,
ni el paso del caballo me recrea,
ni me embriaga el olor de las majadas,
ni con vértigos dulces me deleitan
el perfume del heno que madura
y el perfume del trigo que se encera?
Resbala sobre mí sin agitarme
la dulce poesía en que se impregnan
la llanura sin fin, toda quietudes,
y el magnífico cielo, todo estrellas,
y ya mover no pueden
mi alma de poeta,
ni las de mayo auroras nacarinas
con húmedos vapores en las vegas,
con cánticos de alondra y con efluvios
de rociadas frescas,
ni éstos de otoño atardeceres dulces
de manso resbalar, pura tristeza
de la luz que se muere
y el paisaje borroso que se queja…
Ni las noches románticas de julio,
magníficas, espléndidas,
cargadas de silencios rumorosos
y de sanos perfumes de las eras;
noches para el amor, para la rumia
de las grandes ideas,
que a la cumbre al llegar de las alturas
se hermanan y se besan…
¡Cómo tendré yo el alma,
que resbala sobre ella
la dulce poesía de mis campos
como el agua resbala por la piedra!
Vuestra paz era imagen de mi vida,
¡oh campos de mi tierra!
Pero la vida se me puso triste
y su imagen de ahora ya no es ésa:
en mi casa, es el frío de mi alcoba,
es el llanto vertido en sus tinieblas;
en el campo, es el árido camino
del barbecho sin fin que amarillea.
Pero yo ya sé hablar como mi madre
y digo como ella
cuando la vida se le puso triste:
«¡Dios lo ha querido así! ¡Bendito sea!»
La mujer
Cuando pueda arrancar de los infiernos
legiones de cariátides humanas,
cuando pueda traer de los edenes
almas de luz con luz apacentadas;
cuando sepa sondear el de los réprobos
infame corazón, lleno de llagas;
cuando sepa sentir el de los ángeles
sentir divino de purezas diáfanas…
Cuando aprenda un idioma no creado
para la grey humana,
que tiene, para hablar, artificiosos
idiomas de paupérrimas palabras,
y no percibe músicas mejores
que el resbalar de las corrientes aguas,
el rebullir de mañaneras brisas,
el arrullar de las palomas cándidas,
y el dulce son de los canoros pájaros,
y el hojear de la alameda gárrula,
ni músicas más hórridas describe
que el fiero aullido de la loba escuálida,
la carcajada del siniestro cárabo,
los alaridos de la hiena flaca,
el silbo horrible de falaz serpiente
y el grito ronco de feroz borrasca…
Cuando aprenda a vibrar todos los rayos
de la tremenda maldición que mata
los gérmenes maléficos
que anidan en las llagas,
y a dar aprenda en bendiciones puras
del alto Edén anticipadas ráfagas,
¡entonces te diré, curioso amigo,
lo que son las mujeres!…
¡Qué!… ¿Te extraña?
Decir que son demonios,
que son flores con alma,
que son blancos arcángeles…
Me parece decir cosas muy pálidas.
Y si en decires del humano idioma
yo pretendiera bosquejar sus almas,
tal vez oyeras con atento oído
rumor de abismos y batir de alas;
pero la vida de los dos es corta
para que yo, con ruidos de palabras,
cantar pudiese el colosal poema,
maridaje de luz y sombras trágicas,
y tú sentirlo en sus negruras hondas,
y tú sentirlo en sus altezas diáfanas.
Mientras aprendo a contestar, ¡oh amigo!,
tu pregunta abismática,
sigue a la letra mi consejo sano,
regla prudente de conducta sabia;
golpear en la puerta del misterio
es brega estéril de curiosas almas;
cierra los ojos para ver más claro,
vuela y no escarbes, sintetiza y ama,
y canta a la mujer cuando la veas
en el trono de reina de su casa,
o ante la cuna acariciando al hijo,
o ante el sepulcro derramando lágrimas,
o en la sombra de un claustro recluida,
o esperando al esposo desvelada,
o en el templo cantándole a la Virgen
dudas, temores, inquietudes, ansias…
¡Cántala dondequiera que la veas,
ángel o mártir, heroína o santa!
Y si tienes un día
la pena de encontrarla
caída en los infames pudrideros
donde a los suyos el infierno enfanga,
y no puedes hacer el bien supremo
de redimir su alma…
En vez de una canción fustigadora,
dedícale en silencio una plegaria…
Mejor que ver la llaga al microscopio
es cubrirla de bálsamo y curarla.
La pedrada
Cuando pasa el Nazareno
De la túnica morada,
Con la frente ensangrentada,
Y la soga al cuello echada,
El pecado me tortura,
Las entrañas se me anegan
En torrentes de amargura,
Y las lágrimas me ciegan,
Y me hiere la ternura…
……………………………..
Yo he nacido en esos llanos
De la estepa castellana,
Cuando había unos cristianos
Que vivían como hermanos
En república cristiana.
Me enseñaron a rezar.
Enseñáronme a sentir
Y me enseñaron a amar;
Y como amar es sufrir,
También aprendí a llorar.
Cuando esta fecha caía
Sobre los pobres lugares,
La vida se entristecía,
Cerrábanse los hogares
Y el pobre templo se abría.
Y detrás del Nazareno
De la frente coronada,
Por aquel de espigas lleno
Campo dulce, campo ameno
De la aldea sosegada,
Los clamores escuchando
De dolientes Misereres,
Iban los hombres rezando.
Sollozando las mujeres
Y los niños observando…
¡Oh, qué dulce, qué sereno
Caminaba el Nazareno
Por el campo solitario.
De verdura menos lleno
Que de abrojos el Calvario!
¡Cuán suave, cuán paciente
Caminaba y cuán doliente
Con la cruz al hombro echada.
El dolor sobre la frente
Y el amor en la mirada!
Y los hombres, abstraídos,
En hileras extendidos.
Iban todos encapados,
Con hachones encendidos
Y semblantes apagados.
Y enlutadas, apiñadas,
Doloridas, angustiadas,
Enjugando en las mantillas
Las pupilas empañadas
Y las húmedas mejillas,
Viejecitas y doncellas,
De la imagen por las huellas
Santo llanto iban vertiendo…
¡Como aquellas, como aquellas
Que a Jesús iban siguiendo!
Y los niños, admirados,
Silenciosos, apenados,
Presintiendo vagamente
Dramas hondos no alcanzados
Por el vuelo de la mente.
Caminábamos sombríos
Junto al dulce Nazareno,
Maldiciendo a los Judíos,
¡Que eran Judas y unos tíos.
Que mataron al Dios bueno!
II
¡Cuántes veces he llorado
Recordando la grandeza
De aquel hecho inusitado
Que una sublime nobleza
Inspiróle a un pecho honrado!
La procesión se movía
Con honda calma doliente.
¡Qué triste el sol se ponía!
¡Cómo lloraba la gente!
¡Cómo Jesús se afligía!…
¡Qué voces tan plañideras
El Miserere cantaban!
¡Qué luces, que no alumbraban,
Tras las verdes vidrieras
De los faroles brillaban!
Y aquel sayón inhumano,
Que al dulce Jesús seguía
Con el látigo en la mano,
¡Qué feroz cara tenía!
¡Qué corazón tan villano!
¡La escena a un tigre ablandara!
Iba a caer el Cordero,
Y aquel negro monstruo fiero
Iba a cruzarle la cara
Con el látigo de acero…
Mas un travieso aldeano,
Una precoz criatura
De corazón noble y sano
Y alma tan grande y tan pura
Como el cielo castellano,
Rapazuelo generoso
Que al mirarla, silencioso.
Sintió la trágica escena,
Que le dejó el alma llena
De hondo rencor doloroso,
Se sublimó de repente.
Se separó de la gente,
Cogió un guijarro redondo.
Miróle al sayón la frente
Con ojos de odio muy hondo.
Paróse ante la escultura.
Apretó la dentadura.
Aseguróse en los pies.
Midió con tino la altura.
Tendió el brazo de través.
Zumbó el proyectil terrible,
Sonó un golpe indefinible,
Y del infame sayón
Cayó botando la horrible
Cabezota de cartón.
Los fieles, alborotados
Por el terrible suceso,
Cercaron al niño airados.
Preguntándole admirados:
¿Por qué, por qué has hecho eso?..
Y él contestaba, agresivo.
Con voz de aquellas que llegan
De un alma justa a lo vivo:
«¡Porque sí; porque le pegan
Sin hacer ningún motivo!»
III
Hoy, que con los hombres voy,
Viendo a Jesús padecer,
Interrogándome estoy:
¿Somos los hombres de hoy
Aquellos niños de ayer?
A un rico
¿Quién te ha dado tu hacienda o tu dinero?
O son fruto del trabajo honrado,
o el haber que tu padre te ha legado,
o el botín de un ladrón o un usurero.
Si el dinero que das al porDiosero
te lo dio tu sudor, te has sublimado;
si es herencia, ¡cuán bien lo has empleado!;
si es un robo, ¿qué das, mal caballero?
Yo he visto a un lobo que, de carne ahíto,
dejó comer los restos de un cabrito
a un perro ruin que presenció su robo.
Deja, ¡oh rico!, comer lo que te sobre,
porque algo más que un perro será un pobre,
y tú no querrás ser menos que un lobo.
La flor del espino
I
El padre es un tosco
labriego fornido,
áspero y velludo
gigante broncíneo.
¡La madre, una hembra
con hombrunos bríos,
desgarradas formas,
groseros aliños!
¡Y ved el misterio!…
La niña ha nacido
pequeñita y blanca
como flor de espino.
¡La teta es tan grande
como el angelito!
Parecen el bronce
y el mármol unidos.
Me da mucha pena
que aquel hociquillo
tan tierno, tan puro,
tan fresco, tan rico,
toque el pezón negro
del pechazo henchido.
Y ¡siento una lástima
y un miedo y un frío
cuando el gigantesco
labriego fornido
coge en sus manazas
aquel cuerpecito
blanco como el mármol,
tierno como un lirio!
Como es tan pequeño,
tan blando, tan fino,
temo que las zarpas
del león broncíneo
lo hieran, lo quiebren…
¡Me da miedo y frío!
Y luego, ¡qué ira
cuando le hace mimos
con aquellos dedos
callosos y heridos
y cuando le pone
con brutal cariño
los labiazos ásperos
sobre el hociquillo,
que parece un fresco
clavel con rocío!…
II
¡Eran aprensiones!
Después lo he sabido.
El pezón negruzco
del pechazo henchido
no mancha los labios
de los angelitos.
Es moreno y tosco,
¡pero está tan tibio!…
¡Tan tibia y tan pura
derrama en hilillos
la leche purísima
del pechazo henchido,
que ¡pobre de aquella
flor blanca de espino
sin ese venero
de vida tan rico!
¡Por eso aquel ángel
lo quiere tantísimo,
que cuando se aparta,
cansado y ahíto,
del pezón moreno
rebosante y tibio,
lo mira y sonríe,
le quiere hacer mimos,
lo dobla y lo estruja
con el hociquillo,
lo coge y lo suelta,
le da golpecitos,
y poquito a poco
se queda dormido
de hartura y de gusto
junto al calorcillo!…
Ni aquellas manazas
del padre sombrío
lastiman al ángel…
¡Ya lo he comprendido!
¿Qué es lo que no torna
süave el cariño?
Cogerá a su hija
como yo a mi hijo,
que dice su madre
cuando se lo quito
desnudo del halda
para hacerle mimos:
-¡Me da gusto verte
levantar al niño,
porque lo levantas
lo mismo, lo mismo
que los sacerdotes
el cuerpo de Cristo!
III
Eran aprensiones,
¡ya lo he comprendido!
Mas queda el enigma
recóndito, vivo…
El hombre es velloso,
grosero, cetrino;
la madre es hombruna
de ceños sombríos;
la débil niñita
¿por qué habrá nacido
blanca como el mármol,
tierna como el lirio?
Pues es un misterio
lo mismo, lo mismo,
que el que nos ofrece
la flor del espino…
Almas
Yo de un alma de luz estuve asido,
luz de su luz para mi fe tomando;
pero el Dios que la estaba iluminando,
veló la luz bajo crespón tupido.
Tanto sentí, que sollocé dormido,
y dentro de mi sueño despertando,
vi que el alma del justo iba bogando
por el espacio ante el Señor tendido.
Y, faro bienhechor, polar estrella ,
la mística doctora del Carmelo,
desde una celosía de la Gloria,
¡Ven! ¡Ven! le dijo, ¡y la elevó hasta ella!
Entraron las dos almas en el cielo
y un nuevo sol brilló en el de la Historia.
La jurdana
I
Era un día crudo y turbio de febrero
que las sierras azotaba
con el látigo iracundo
de los vientos y las aguas…
Unos vientos que pasaban restallando
las silbantes finas alas…
Unos turbios, desatados aguaceros,
cuyas gotas aceradas
descendían de los cielos como flechas
y corrían por la tierra como lágrimas.
Como bajan de las sierras tenebrosas
las famélicas hambrientas alimañas,
por la cuesta del serrucho va bajando
la paupérrima jurdana…
Lleva el frío de las fiebres en los huesos,
lleva el frío de las penas en el alma,
lleva el pecho hacia la tierra,
lleva el hijo a las espaldas…
Viene sola, como flaca loba joven
por el látigo del hambre flagelada,
con la fiebre de sus hambres en los ojos,
con la angustia de sus hambres en la entraña.
Es la imagen del serrucho solitario
de misérrimos lentiscos y pizarras;
es el símbolo del barro empedernido
de los álveos de las fuentes agotadas…
Ni sus venas tienen fuego,
ni su carne tiene savia,
ni sus pechos tienen leche,
ni sus ojos tienen lágrimas…
Ha dejado la morada nauseabunda
donde encueva sus tristezas y sus sarnas,
donde roe los mendrugos indigestos,
de dureza despiadada,
cuando torna de la vida vagabunda
con el hijo y los mendrugos a la espalda,
y ahora viene, y ahora viene de sus sierras
a pedirnos a las gentes sin entrañas
el mendrugo que arrojamos a la calle
si a la puerta no lo pide la jurdana.
II
¡Pobre niño! ¡Pobre niño!
Tú no ríes, tú no juegas, tú no hablas,
porque nunca tu hociquillo codicioso
nutridora leche mama
de la teta flaca y fría,
álveo enjuto de la fuente ya agotada.
Te verías, si te vieras, el más pobre
de los seres de la tierra solitaria.
No envidiaras solamente al pajarillo
que en el nido duerme inerte con la carga
de alimentos regalados
que calientan sus entrañas,
envidiaras del famélico lobezno
los festines que la loba le depara,
si en la noche tormentosa con fortuna
da el asalto a los rediles de las cabras…
Estos días que en la sierra se embravecen,
por la sierra nadie vaga…
Toda cría se repliega en las honduras
de cubiles o cabañas,
de calientes blandos nidos
o de enjutas oquedades subterráneas.
Tú solito, que eres hijo de un humano
maridaje del instinto y la desgracia,
vas a espaldas de tu madre recibiendo
las crüeles restallantes bofetadas
de las alas de los ábregos revueltos
que chorrean gotas de agua.
Tú solito vas errante
con el sello de tus hambres en la cara,
con tus fríos en los tuétanos del cuerpo,
con tus nieblas en la mente aletargada
que reposa en los abismos
de una negra noche larga,
sin anuncios de alboradas en los ojos,
orientales horizontes de las almas.
III
Por la cuesta del serrucho pizarroso
va bajando la paupérrima jurdana
con miserias en el alma y en el cuerpo,
con el hijo medio imbécil a la espalda…
Yo les pido dos limosnas para ellos
a los hijos de mi patria:
¡Pan de trigo para el hambre de sus cuerpos!
¡Pan de ideas para el hambre de sus almas!
Mi vaquerillo
He dormido esta noche en el monte
con el niño que cuida mis vacas.
En el valle tendió para ambos
el rapaz su raquítica manta
¡y se quiso quitar-¡pobrecito!-
su blusilla y hacerme almohada!
Una noche solemne de junio,
una noche de junio muy clara…
Los valles dormían,
los búhos cantaban,
sonaba un cencerro,
rumiaban las vacas…
Y una luna de luz amorosa,
presidiendo la atmósfera diáfana,
inundaba los cielos tranquilos
de dulzuras sedantes y cálidas.
¡Qué noches, qué noches!
¡Qué horas, qué auras!
¡Para hacerse de acero los cuerpos!
¡Para hacerse de oro las almas!
Pero el niño ¡qué solo vivía!
¡Me daba una lástima
recordar que en los campos desiertos
tan solo pasaba
las noches de junio
rutilantes, medrosas, calladas,
y las húmedas noches de octubre,
cualdo el aire menea las ramas,
y las noches del turbio febrero,
tan negras, tan bravas,
con lobos y cárabos,
con vientos y aguas!…
¡Recordar que dormido pudieran
pisarlo las vacas,
morderle en los labios
horrendas tarántulas,
matarlo los lobos,
comerlo las águilas!…
¡Vaquerito mío!
¡Cuán amargo era el pan que te daba!
Yo tenía un hijito pequeño
-hijo de mi alma,
que jamás te dejé si tu madre
sobre ti no tendía sus alas!-
y si un hombre duro
le vendiera las cosas tan caras!…
Pero ¿qué van a hablar mis amores,
si el niñito que cuida mis vacas
también tiene padres
con tiernas entrañas?
He pasado con él esta noche,
y en las horas de más honda calma
me habló la conciencia
muy duras palabras…
Y le dije que sí, que era horrible…,
Que llorándolo el alma ya estaba.
El niño dormía
cara al cielo con plácida calma;
la luz de la luna
puro beso de madre le daba,
y el beso del padre
se lo puso mi boca en su cara.
Y le dije con voz de cariño
cuando vi clarear la mañana:
-¡Despierta, mi mozo,
que ya viene el alba
y hay que hacer una lumbre muy grande
y un almuerzo muy rico… ¡Levanta!
Tú te quedas luego
guardando las vacas,
y a la noche te vas y las dejas…
¡San Antonio bendito las guarda!…
Y a tu madre a la noche le dices
que vaya a mi casa,
porque ya eres grande
y te quiero aumentar la soldada…
El amo
En el nombre de Dios que las abriera,
cierro las puertas del hogar paterno,
que es cerrarle a mi vida un horizonte
y a Dios cerrarle un templo.
Es preciso tener alma de roca,
sangre de hiena y corazón de acero,
para dar este adiós que en la garganta
se me detiene al bosquejarlo el pecho.
Es preciso tener labios de mártir
para acercarse a ellos
la hiel del cáliz que en mi mano trémula
con ojos turbio esperando veo.
Ya está solo el hogar. Mis patriarcas
uno en pos de otro del hogar salieron.
Me los vino a buscar Cristo amoroso
con los brazos abiertos…
Los pastores de mi abuelo
I
He dormido en la majada sobre un lecho de lentiscos
embriagado por el vaho de los húmedos apriscos
y arrullado por murmullos de mansísimo rumiar;
he comido pan sabroso con entrañas de carnero
que guisaron los pastores en blanquísimo caldero
suspendido de las llares sobre el fuego del hogar.
Y al arrullo soñoliento de monótonos hervores,
he charlado largamente con los rústicos pastores
y he buscado en sus sentires algo bello que decir…
¡Ya se han ido, ya se han ido! ¡Ya no encuentro en la comarca
los pastores de mi abuelo, que era un viejo patriarca
con pastores y vaqueros que rimaban el vivir!
Se acabaron para siempre los selváticos juglares
que alegraban las majadas con historias y cantares
y romances peregrinos de muchísimo sabor.
Para siempre se acabaron los ingenuos narradores
de las trágicas leyendas de fantásticos amores
y contiendas fabulosas de los hombres del honor.
¡Ya se han ido, ya se han ido! Los que habitan sus majadas
ya no riman, ya no cantan villancicos y tonadas
y fantásticas leyendas que encantaban mi niñez.
Han perdido los vigores y las vírgenes frescuras
de los cuerpos y las almas que bebieron aguas puras
de veneros naturales de exquisita limpidez.
¡Ya no riman, ya no cantan! Ya no piden al viajero
que les cuente la leyenda del gentil aventurero,
la princesa encarcelada y el enano encantador.
Ya no piden aquel cuento de la azada y el tesoro,
ni la historia fabulosa de la guerra con el moro,
ni el romance tierno y bello de la Virgen y el pastor.
¡He dormido en la majada! Blasfemaban los pastores
maldiciendo la fortuna de los amos y señores
que habitaban los palacios de la mágica ciudad;
y gruñían rencorosos como perros amarrados
venteando los placeres y blandiendo los cayados
que heredaron de otros hombres como cetros de la paz.
II
Yo quisiera que tornaran a mis chozas y casetas
las estirpes patriarcales de selváticos poetas,
tañedores montesinos de la gaita y el rabel,
que mis campos empapaban en la intensa melodía
de una música primera que en los senos se fundía
de silencios transparentes, más sabrosos que la miel.
Una música tan virgen como el aura de mis montes,
tan serena como el cielo de sus amplios horizontes,
tan ingenua como el alma del artista montaraz,
tan sonora como el viento de las tardes abrileñas,
tan süave como el paso de las aguas ribereñas,
tan tranquila como el curso de las horas de la paz.
Una música fundida con balidos de corderos,
con arrullos de palomas y mugidos de terneros,
con chasquidos de la honda del vaquero silbador,
con rodar de regatillos entre peñas y zarzales,
con zumbidos de cencerros y cantares de zagales,
¡de precoces zagalillos que barruntan ya el amor!
Una música que dice cómo suenan en los chozos
las sentencias de los viejos y las risas de los mozos,
y el silencio de las noches en la inmensa soledad,
y el hervir de los calderos en las lumbres pavorosas,
y el llover de los abismos en las noches tenebrosas,
y el ladrar de los mastines en la densa oscuridad.
Yo quisiera que la musa de la gente campesina
no durmiese en las entrañas de la vieja hueca encina
donde, herida por los tiempos, hosca y brava se encerró.
Yo quisiera que las puntas de sus alas vigorosas
nuevamente restallaran en las frentes tenebrosas
de esta raza cuya sangre la codicia envenenó.
Yo quisiera que encubriesen las zamarras de pellejo
pechos fuertes con ingenuos corazones de oro viejo
penetrados de la calma de la vida montaraz.
Yo quisiera que en el culto de los montes abrevados,
sacerdotes de los montes, ostentaran sus cayados
como símbolos de un culto, como cetros de la paz.
Yo quisiera que vagase por los rústicos asilos,
no la casta fabulosa de fantásticos Batilos
que jamás en las majadas de mis montes habitó,
sino aquella casta de hombres vigorosos y severos,
más leales que mastines, más sencillos que corderos,
más esquivos que lobatos, ¡más poetas, ¡ay!, que yo!
¡Más poetas! Los que miran silenciosos hacia Oriente
y saludan a la aurora con la estrofa balbuciente
que derraman, sin saberlo, de la gaita pastoril,
son los hijos naturales de la musa campesina
que les dicta mansamente la tonada matutina
con que sienten las auroras del sereno mes de abril.
¡Más poetas, más poetas! Los artistas inconscientes
que se sientan por las tardes en las peñas eminentes
y modulan, sin quererlo, melancólico cantar,
son las almas empapadas en la rica poesía
melancólica y süave que destila la agonía
dolorida y perezosa de la luz crepuscular.
¡Más poetas, más poetas! Los que riman sus sentires
cuando dentro de las almas cristalizan en decires
que en los senos de los campos se derraman sin querer,
son los hijos elegidos que desnudos amamanta
la pujanza brava musa que al oído sólo canta
las sinceras efusiones del dolor y del placer.
¡Más poetas! Los que viven la feliz monotonía
sin frenéticos espasmos de placer y de alegría
de los cuales las enfermas pobres almas van en pos,
han saltado, sin saberlo, sobre todas las alturas
y serenos van cantando por las plácidas llanuras
de la vida humilde y fuerte que cantando va hacia Dios.
¡Que reviva, que rebulla por mis chozos y casetas
la castiza vieja raza de selváticos poetas
que la vida buena vieron y rimaron el vivir!
¡Que repueblen las campiñas de la clásica comarca
los pastores y vaqueros de mi abuelo el patriarca
que con ellos tuvo un día la fortuna de morir!
Castellana
¿Por qué estás triste, mujer?
¿Pues no te sé yo querer
con un amor singular
de aquellos que hacen llorar
de doloroso placer?
Crees que mi amor es menor
porque tan hondo se encierra,
y es que ignoras que el amor
de los hijos de esta tierra
no sabe ser hablador.
¿No está tu gozo cumplido
viendo desde esta colina
un pueblo a tus pies tendido,
un sol que ante ti declina
y un hombre a tu amor rendido?
¿Te place la patria mía?
No en sus hondas soledades
busques con vana porfía
la estrepitosa alegría
de las doradas ciudades.
El campo que está a tus pies
siempre es tan mudo, tan serio,
tan grave, como hoy lo ves.
No es mi patria un cementerio,
pero un templo sí lo es.
Busca en ella soledades,
serenas melancolías,
profundas tranquilidades,
perennes monotonías
y castizas realidades.
Si tú gozarlas supieras,
ahora mismo depusieras
tu adusto ceño sombrío.
¿Qué de mi patria quisieras
para alegrarte, bien mío?
¿Quieres que vaya a buscar
cuarzos blancos al repecho,
colorines al linar,
nidos de alondra al barbecho
y endrinas al espinar?
Para que tú te regales,
no dejaré una con vida
veloz liebre en los eriales,
ni esquiva perdiz hundida
del cerro en los matorrales,
ni conejillo bravío
dormido bajo el carrasco,
ni mirlo a orillas del río,
ni sisón en el peñasco,
ni alondras en el baldío.
¿Quieres que hiera en su vuelo
a ese milano que el cielo
raya con círculos anchos,
y de sus garras los ganchos
venga a clavar en el suelo,
y, atrás, la cabeza echada,
las plumas te enseñe y rice
de la pechuga alterada,
y ante tus pies agonice
con la pupila espantada?
Si buscas flores sencillas,
hay en el valle violetas,
y gamarzas amarillas,
y estrelladas tijeretas,
y olorosas campanillas.
Si quieres, rosa temprana,
ver los sudores y afanes
que cuesta el pan de mañana,
ven y verás mis gañanes
trajinando en la besana.
O vamos a mis sembrados
y allí verás emulados
de tus labios los carmines,
que parecen amasados
con pétalos de alvergines.
Verás mecerse, aireadas,
del mar de la mies las olas,
aquí y allá salpicadas
de encendidas amapolas
y de jaritas moradas.
Y mientras gozas del vago
rumor de aquel ancho lago
de móviles verdes tules,
yo una corona te hago
de clavelillos azules;
y con ella, nueva Ceres,
reina serás, si tú quieres,
de mis campos y labores,
que reina de mis amores
ya hace tiempo que lo eres.
¿Sientes ganas de llorar?
También las sé yo sufrir
cuando me pongo a pensar
que Dios te puede llevar
y hacerme sin ti vivir.
Más… ¡Vamos al prado un rato,
que en él hay sombra de encinas,
murmullos de viento grato
y agua fresca de regato
rebosante de pamplinas!
¿Quieres que de esa ladera
te baje un haz de tomillo,
o que salte a esa pradera
y te traiga un manojillo
de oliente hierba triguera?
¿Lloras? Pues si es de ternura,
deja ese llanto correr,
que es un riego de dulzura,
hijo de la fresca hondura
del manantial del placer.
Mas si lloras desconsuelos
y torturas de los celos,
¡vive Dios, que lloras mal!
Testigos me son los cielos
de que mi amor es leal.
Y si piensas que es menor
porque tan hondo se encierra,
recuerda que el hondo amor
de los hijos de esta tierra
no sabe ser hablador.
Alégrate, pues, mujer,
porque te sé yo querer
con querer tan singular,
que a veces me hace llorar
de doloroso placer…
Las repúblicas
He admirado el hormiguero
cuando henchían su granero
las innúmeras hormigas.
He observado su tarea
bajo el fuego que caldea
la estación de las espigas.
Esquivando cien alturas
y salvando cien honduras,
las conduce hasta las eras
un sendero largo y hondo
que labraron desde el fondo
de las lóbregas paneras.
Y en hileras numerosas
paralelas, tortuosas,
van y vienen las hormigas…
La vereda es dura y larga,
pesadísima la carga
y axfisiantes las fatigas;
mas la activa muchedumbre
sobre el hálito de lumbre
que la tierra reverbera,
senda arriba y senda abajo,
se embriaga en el trabajo
que le colma la panera.
Son comunes los quehaceres,
son iguales los deberes,
los derechos son iguales,
armoniosa la energía,
generosa la porfía,
los amores fraternales.
Si rendida alguna obrera
por avara no subiera
con la carga la alta loma,
la hermanita más cercana,
con amor de buena hermana,
la mitad del peso toma.
Nadie huelga ni vocea,
nadie injuria ni guerrea,
nadie manda ni obedece,
nadie asalta el gran tesoro,
nadie encienta el grano de oro
que al tesoro pertenece…
He observado el hervidero
del innúmero hormiguero
en sus horas de fatigas…
Si en los ocios invernales
sus costumbres son iguales
¡son muy sabias las hormigas!
A S. M. el Rey
Señor: No soy un juglar;
soy un sincero cantor
del castellano solar.
Canto el alma popular;
no tengo nombre, señor.
Por eso, porque un oscuro,
porque un sincero es quien canta
y no un cortesano impuro,
oiréis el de mi garganta
canto llano, pobre y duro.
Más placerá a vuestro oído
el débil trinar sentido
del pájaro del erial
que el resonante graznido
del hueco pavo real.
Señor: si en ese sagrado
solar de español sentir
han ante vos ocultado
con luz de vivir dorado
sombras de negro vivir,
mintió la vieja embustera
que llaman cortesanía…
¡Mejor a su rey sirviera
si, en bien de la Patria mía,
verdad a su rey dijera!
No sé con reyes hablar;
mas, bien podréis perdonar
que yo platique con vos
tal como en son de rezar
platico de esto con Dios.
Estáme la fe enseñando
y estáme el amor diciendo
que todo se toma blando
a nuestro Dios invocando
y a nuestro rey requiriendo.
Que Dios corona a los reyes
para que a mundos mejores
lleven innúmeras greyes,
mejor que atadas con leyes,
sueltas en cursos de amores.
Señor: en tierras hermanas
de estas tierras castellanas,
no viven vida de humanos
nuestros míseros hermanos
de las montañas jurdanas.
Señor: no oigáis las canciones
de las doradas sirenas,
que solo cantan ficciones…
¡Los más grandes corazones
son los que arrostran más penas!
Dolor de cuantos los vieren,
mentís de los que mintieren,
aquí los parias están…
De hambre del alma se mueren,
se mueren de hambre de pan.
Hasta este monte eminente
donde rimo mis cantares
sube famélica gente
que mis modestos manjares
devora violentamente…
Tanta pena he contemplado
que unas veces he llorado
con llanto de compasión,
y otras mi voz han velado
gemidos de indignación.
Porque infama la negrura
de la siniestra figura
de hombres que hundidos están
en un sopor de incultura
con fiebre de hambre de pan.
Limosna de un rey cristiano
es manantial soberano
de grande consolación…
Mas nunca llega la mano
donde llega el corazón.
La Patria es madre amorosa
que hace milagros de amores…
¡Tienda una mano piadosa
que disipe los horrores
de esta visión afrentosa!
Señor: no soy un juglar.
Yo nunca rimo un cantar
si no me lo pide amor.
La Patria me hizo vibrar…
¡Patria sois también, señor!
Cuentas del tío Mariano
Araba el tío Mariano
la húmeda tierra gredosa,
y entre la bruma lluviosa
del horizonte lejano,
con cierta noble ansiedad
que a la amargura se junta,
miraba, al volver la yunta,
las torres de la ciudad.
Allí los amos estaban
de aquel pedazo de llano,
ya convertido en pantano
por lluvias que no amainaban.
Y no pensaba el rentero
que el amo estaba al abrigo
del bofetón del hostigo
y el frío del aguacero.
Aspiraciones más parcas
tentaban al viejo charro
mientras hundía en el barro
sus bien calzadas abarcas.
Era un día de febrero
revuelto, lluvioso y frío;
cada camino era un río
y un charco cada sendero.
Bajaban por las quebradas
turbios regatos zumbando,
que iban el hoyo inundando
de hoscas aguas coloradas.
Y era el barbecho un fangal,
y el prado un estanque era,
y una charca la ribera,
los valles un chapatal.
Arrebataba el solano
las gotas del aguacero,
que eran las puntas de acero
de su látigo inhumano.
Iracundos los zagales
bregaban con los corderos
y los cabritos zagueros
hundidos en los fangales.
Y el pobre tío Mariano,
con la anguarina calada,
bajo un brazo la aguijada
y en la mancera una mano,
arando estaba en tal día
por no perder una huebra,
donde diz que el viento quiebra
cosa que él solo diría,
pues en aquella desnuda
tierra llana sin abrigo
le flagelaba el hostigo
la cara con saña cruda.
Y así malamente araba
y echaba el hombre sus cuentas,
las cuentas de aquellas rentas
que por las tierras pagaba.
Bien echadas las tenía,
pero con mal resultado,
y así, terco y porfiado,
las iba haciendo aquel día;
«Las rastras ya no las miento;
hogaño, si pinta el año,
no será ningún extraño
que me arrimase a las ciento.
Se ha derramao en sazón;
la desará fue mu guapa,
y si sigue asín, no escapa
de haber buena granición.»
(Este cálculo lo hacía
con las leves omisiones
de langosta, inundaciones,
de pedriscos y sequía…)
«¡Ahora, tanto pa calzar,
tanto en vestir y en comer…
(Y no hablaba de beber,
porque era hablar… De la mar.)
«Tanto pa contribuciones,
tanto pa renta y simiente…»
Y así fue del remanente
practicando sustracciones.
Y de las ciento supuestas
sustrajo el tío Mariano
tantas fanegas de grano,
que al pasar de ciento éstas,
puso cara de ansiedad,
dijo con pena, mirando
y el cuerpo zarandeando,
las torres de la ciudad:
«Si hogaño fuese allá un día
y el amo bajar quisiera
seis fanegas…, ¡Cualisquiera,
cualisquiera me tosía!…»
¡Señor del tío Mariano!:
si acude a ti, sé piadoso,
que harás un hogar dichoso
con seis fanegas de grano.
A un sabio
Tú de la ciencia a la región te alzaste
y sus hondos arcanos descubriste:
te contemplaste grande y te engreíste;
viste más grande a Dios… ¡Y lo negaste!
Dios las alas te dio con que volaste
y otro Dios, cual Luzbel, tú le creíste…
Para ser de Luzbel ¡cuánto ganaste!
Mas para ser de Dios ¡cuánto perdiste!
Dime ioh sabio! que buscas con desvelo
la necia palma de la humana gloria
en la mísera vida de este suelo:
¿Cuál será de las dos mayor victoria,
Conquistar un aplauso de la Historia
O conquistar la eternidad del Cielo?
Inmaculada
Dime coplas, musa mía.
¿Me las niegas por vulgares?
¿Me reprendes la osadía
De que en coplas populares
Quiera cantar a María?
¿Murmuras avergonzada
Porque en la ruda tonada
De esta mortal criatura
No cabe la gran figura
De María Inmaculada?
¡Bien lo sé yo, musa mía!
El gran himno de María
No lo rima ni lo canta
Miel de humana poesía
Ni voz de humana garganta.
Ni tú, porque eres tan ruda
Que vives con la desnuda
Naturaleza en amores.
Amante extática y muda
De encinas, piedras y flores,
Ni esotra sutil y grave
Musa de rica realeza
Que dicen que tanto sabe.
Daréis jamás con la clave
Del himno de la pureza.
Ese gran himno bendito
Ya está en los cielos escrito
Por Dios con cifras de estrellas…
¿Qué no sabrán decir ellas,
Letras de un libro infinito?
Pero escucha, musa mía:
La música reverente
Del poema de María
Es la total armonía
Del Universo viviente,
Y todo lo que es cantar,
Y todo lo que es bullir,
Entero se le ha de dar,
Porque cantar es amar,
Porque agitarse es sentir.
Y yo, corazón de arcilla.
Que adoro tanta grandeza.
Le debo mi tonadilla…
Negársela por sencilla
Fuera negar mi pobreza.
II
Yo he cantado cosas puras:
RaDiosas noches serenas,
Empapadas de dulzuras,
De castos silencios llenas
Y henchidas de hondas ternuras.
Hele rimado cantares
Al candor de las palomas
De mis blancos palomares
Y a la miel de los aromas
De mis ricos tomillares.
He cantado la blancura
De la azucena sencilla,
La purísima tersura
De la nieve de la altura,
Que es la nieve sin mancilla.
He cantado la pureza
De las fuentes naturales,
La gentil delicadeza
Que en los blancos recentales
Expresó Naturaleza;
La sonrisa matutina
De los días abrileños,
La disuelta purpurina
Con que tiñen la colina
Los crepúsculos risueños;
Los arrullos guturales
Y los ósculos caídos
En las caras celestiales
De los niñitos dormidos
En los brazos maternales…
Cosas puras he cantado,
Cosas puras he sentido,
Y con ellas embriagado,
Como un niño me he dormido,
Como un ángel he soñado…
Mas ni en mis noches divinas
Con estrellas diamantinas,
Ni en mis caseras palomas,
Ni en la miel de los aromas
De mis natales colinas,
Ni en las puras azucenas
Ni en las fuentes de la umbría,
Ni en las auroras serenas,
Ni en las dulces tardes llenas
De profunda melodía.
Ni en los besos ideales,
Ni en las mieles musicales
De las madres cuando cantan,
Ni en las risas celestiales
De los niños que amamantan,
Encontró la musa mía
Pobre símbolo siquiera
Que con miel de poesía,
Interpretarme pudiera
La pureza de María…
III
¿Qué nombre darte hechicero?
Nada me dice el grosero
Decir del humano idioma,
Ni cuando dice paloma,
Ni cuando dice lucero.
¿Cómo bosquejar tu alteza
Con pobre imagen obscura
Que ofrezca Naturaleza,
Si no hizo Dios criatura
Gemela tuya en pureza?
Fuentes de aguas celestiales.
Crisol de amores humanos
Que tus ojos virginales
Depuran de los livianos
Sedimentos mundanales;
Sol del más dichoso día;
Vaso de Dios, puro y fiel;
Por Ti pasó Dios, María!
¡Cuán pura el Señor te haría
Para hacerte digna de Él!
Manantial de los consuelos.
Plenitud de los anhelos,
Luz que toda luz encierra,
Embeleso de los Cielos,
Alegría de la tierra…
¿Qué más decirse podría
En tu alabanza y loor,
Después de decir que un día
Fuiste sin mancha, ¡oh, María!
La Madre del Redentor?
Corazón que ante tu planta
No adore grandeza tanta
¡Muerto o podrido ha de estar!
Garganta que no te canta
¡Muda debiera quedar!
IV
Musa mía campesina,
Que vives enamorada
De la fuente y de la encina,
De la luz de la alborada,
De la paz de la colina,
Del vivir de mis pastores,
Del vibrar de sus sentires,
Del pudor de sus amores,
Del vigor de sus decires
Y el callar de sus dolores…
¿No me has dicho, musa mía,
Que te placen cosas bellas?
¡Pues viértete en armonía,
Que es centro de todas ellas
La belleza de María!
¿No me dices, cuando cantas
El candor y la humildad,
Que te placen cosas santas?
¡Pues María es entre tantas
La más grande santidad!
¿No tienes para la alteza
De cosas puras tonada?
¡Pues la esencia, la riqueza,
El sol de toda pureza
Es María Inmaculada!
¡Rima y canta, musa adusta!
¡Canta el Misterio insondable
Cuya grandeza te asusta!…
¡La Divina Madre Augusta
Con los pobres es amable!
Yo la he visto sonriente
Escuchando el balbuciente
Decir de rudos cantares
Que ante míseros altares
Le rimaba ruda gente…
Gente de sano vivir
Que al sentirla Inmaculada
Le cantaba su sentir.
¡El del alma enamorada
Es el más bello decir!
¡Madre mía! ¡Madre mía!
¡Que beba mi poesía
Pureza de tu pureza!
¡Que aprenda a tomar belleza
De tu belleza, María!
¡Que suba tu amor ardiente
Del corazón del creyente
A la mente del poeta,
Y oirás el himno ferviente
Que el gran Misterio interpreta!
¡Que el mundo pura te adore!
¡Que te cante y que te implore!
¡Que tú le mires amante
Cuando rece, cuande llore,
Cuando bregue, cuando cante!
Y que a una voz concertada
Diga ante tanta grandeza
La humanidad prosternada:
¡Gloria a Dios en la pureza
De María Inmaculada!
¡Quiero vivir!
Dios me las hizo de fuego…
¿Por qué no les dio dureza
si quiso su fortaleza
probar golpe a golpe luego?
¿Por qué enriqueció con riego
de sementera de amores
huerto que sabe dar flores,
si luego le manda días
de matadoras sequías
y vientos asoladores?
¡Ay! Al llegar a las puertas
de la tarde de mi vida,
voz de los cielos venida
me ha dicho: «¡Ya están abiertas!
¡Entra y sigue, y no conviertas
la mente a tiempos mejores,
que en vez de aquellos amores
de santidades pristinas
verás las desiertas ruinas
del solar de tus mayores!»
«¡Mejor es cegar, Dios mío!
¡Mejor es ir paso a paso
cayendo hacia el propio ocaso
solo, con pena y con frío!
¡Mejor es ir al vacío
que a ruinas y sepulturas!
¡Mejores son las negruras
de la noche más sombría,
que las negruras del día,
que son dos veces oscuras!»
Así, loco de dolor,
dije con vil vocecilla…
¡Esto que tengo de arcilla
fue quien lo dijo, Señor!
Pero esto que es resplandor
de Ti, venido hasta mí,
cuando tu rayo sentí
bien sabes Tú que te dijo:
«¡Señor! ¡La frente del hijo
tienes rendida ante Ti!»
Con solo llorar mi suerte,
con solo dejar abierta
de tal herida la puerta,
muriera de triste muerte.
Mas, hijo yo del Dios fuerte,
me he resignado a vivir,
y voy dejándome ir
sobre el polvo de la senda
caminando a media rienda
por el campo del sentir.
Porque si rindo la frente
sobre las manos crispadas,
si hacia las ruinas sagradas
dejo que vaya la mente,
si de mi llanto el torrente
dejo que anegue mi vida,
si abriese más esta herida
que en lumbre de fiebre arde,
viviera como un cobarde,
muriera como un suicida.
¡Quiero vivir! Las dulzuras
de los gozados placeres,
con hieles de padeceres
se toman del todo puras.
Visión de mis desventuras:
¡Yo no te cierro mis ojos!
Camino de los abrojos:
¡yo no me cubro las plantas!
Cruz que mis hombros quebrantas:
¡yo te acepto sin enojos!
¡Quiero vivir! Dios es vida.
¿No veis que en vida convierte
la ancianidad que en la muerte
cayó con dulce caída?
¿No soy yo vida nacida
de vidas que a mí se dieran?
Pues vidas que en mí se unieran,
si vivo, no han de morir,
¡por eso quiero vivir,
porque mis muertos no mueran!
¡Y no morirán conmigo,
que el huerto de mis amores
está rebosando flores
que pinta Dios y yo abrigo!
¡Y atrás el cierzo enemigo
de esas mis vivas canciones,
pues son santos eslabones
de una cadena florida
para corona tejida
del Dios de las creaciones.
¡Quiero vivir! A Dios voy
y a Dios no se va muriendo,
se va al Oriente subiendo
por la breve noche de hoy.
De luz y de sombras soy
y quiero darme a las dos.
¡Quiero dejar de mí en pos
robusta y santa semilla
de esto que tengo de arcilla,
de esto que tengo de Dios!
Canción
Aquí se siente a Dios. En el reposo
de este dulce aislamiento
un fecundo sentido religioso
preside el pensamiento.
Derrámase por uno de dulzuras
ambiente equilibrado,
y en él cosecha las ideas puras
de que está penetrado.
Y sereno después, las alas tiende
y escala el firmamento,
seguro como el pájaro que hiende
su apropiado elemento.
Entonces toca el alma lo profundo
del alto amor sin nombre
y quisiera que un templo fuera el mundo
y un sacerdote el hombre.
El mundo, el hombre! tras el doble abismo,
sólo esto es luminoso:
cuán feliz puede hacerse el hombre mismo,
y el mundo, cuán hermoso!
desde este solitario apartamiento
del monte sosegado
contemplo el armonioso movimiento
de todo lo creado.
¡El trabajo es la ley! todo se agita
todo prosigue el giro,
que le marca esa ley por Dios escrita,
dondequiera que miro.
Aquel pardo milano, vagabundo
buscando va la presa,
que le cuesta medir ese profundo
vacío que atraviesa.
Riega el labriego la feraz besana
con sudor de su frente,
si rubio trigo le ha de dar mañana
para nutrir su gente.
Quiere la golondrina nido blando
para el amor sentido,
y mis ojos fatiga acarreando
pajuelas para el nido.
A los vientos la abeja se encadena
y la hormiga al sendero,
para llenar aquel su colmena
y estotra su granero.
La mansa yunta trabajosamente
tira del tosco arado,
y el pesado mastín va diligente
detrás de su ganado.
¡Todo el trabajo se ligó fecundo!
¿y yo he de estar ocioso?
¿y yo he de ser estéril un mundo
nacido fructuoso?}
¡arriba. Arriba! ¡el corazón al cielo
y a la tierra los brazos!
¡a la suerte del mundo unirme anhelo
con mis estrechos lazos!
¡la pluma, los cinceles, la mancera,
la espada victoriosa!…
¡Dadme lo que queráis, que abierta espera
mi mano vigorosa!
sí, sé cantar, te elevaré canciones,
¡oh patria infortunada!
que mil hay en tu amor inspiraciones
par ala lira airada.
Si es la piedra a mis manos obediente,
venga el cincel a ellas,
que el suelo patrio sembrará mi mente
de creaciones bellas.
Si hace falta una mano y una vida,
dad a aquella una espada
y toma tú mi sangre; ¡oh dolorida
patria desventurada!
y si mi fuerte, pero ruda mano
sólo puede servirte
para en los surcos enterrar el grano
que de oro puede henchirte,
para en tus vegas derramar tus ríos,
para abonar tus tierras,
y coronar de montes tus baldíos
y enriquecer tus sierras…
Entonces no me arrojes al semblante
deberes no cumplidos,
porque yo soy d hijo más amante
de tus campos queridos,
y para hacer esta canción honrada
que el alma me pidiera
he dejado un momento abandonada
mi tosca podadera…
Los dichos del tío Fabián
Pues, señor, el otro día
vino un tío a visitarme
y sigue con la manía
de venir a marearme.
Con su charla singular
la sangre misma me enciende;
charla y charla sin cesar,
¡pero cualquiera lo entiende!…
Tiene él un prado inmediato
a una linda huerta mía,
y ayer fui a su casa un rato
a ver si me lo vendía.
«Tío Fabián, vamos a ver
-le dije con claridad-:
¿usted me quiere vender
el prado de la hermandad?»
«Si lo vende, hago una puerta
para mi huerta lindante,
mas si usted quiere mi huerta,
yo se la vendo al instante.»
El tío Fabián sonrió,
con aire ufano y sencillo;
después tosió, se rascó
y escupió por el colmillo.
Y echando al fuego unos palos,
me contestó el tío Fabián:
«que los tiempos andan malos…;
Que patatín…, Que patatán…».
«Deje esa palabrería
y piense bien la cuestión:
¿quiere usted la huerta mía?
La vendo sin dilación.
«Las dos fincas valen poco,
más pudiéndolas juntar,
resulta, o yo me equivoco,
una finca regular.»
Y con palabra calmosa
el tío Fabián se resuelve
a decir: «Que esa es la cosa,
que torna…, Que vuelve…»
«Dígame usted sin rodeos
cuáles son sus intenciones
y cuáles son sus deseos,
proyectos y aspiraciones.
«Claridad pretendo yo
y usted en divagar se empeña;
¡pero dígame sí o no
como Cristo nos enseña?»
Y el tío Fabián sin piedad,
de mis casillas me saca
diciendo que es la verdad…,
«Que toma…, Que daca…»
«¡Ay tío Fabián, concretemos,
y entendámonos, por Dios,
o locos nos volveremos
de esta manera los dos!»
«En forma clara y abierta
la cuestión le he planteado:
o me vende usted el prado
o me compra usted la huerta.»
«Y si nada ha de querer,
dígame sin vacilar
que no quiere usted vender
y no quiere usted comprar.»
Pues tras estos alegatos
diciéndome el hombre sale,
que donde hay hombres, hay tratos…,
«Que zumba… Que dale».
«Si eso está bien, tío Fabián;
mas es charlar tontamente,
y yo no sé a qué ese afán
de salir por la tangente.
«Yo me traigo mis cuartitos
si es que el prado he de comprar,
y nombrando dos peritos
que lo vayan a tasar.»
Pero el tío Fabián me ataja
diciendo con gran trabajo
que su prado es una alhaja…,
«Que arriba… Que abajo…».
«Yo pagaré lo que valga
si el prado tan bueno es;
pero, por Dios, no me salga
con otra tecla después.
«Eso del valor del prado
los peritos lo dirán
y es asunto terminado;
¿comprende usted, tío Fabián?»
Y el tío Fabián no comprende
y dice que velaí…
Que la gente así se entiende…
«Que por aquí… Que por allí…».
«¡Cuidado que es pesadez!;
tío Fabián, tengo que irme;
dígame usted de una vez
lo que tenga que decirme.
«Usted está en las Batuecas,
pero a ver si ahora me entiende;
contésteme usted a secas:
¿vende el prado o no lo vende?»
Y contesta el muy pesado
que hogaño ha criao en el prado
la miaja e ganao y el potro…,
«Que por este lado…, Que por el otro…»
Pero ¿usted no puede hablar
de forma más apropiada?
¡si eso es charlar por charlar,
y charlar sin decir nada!…
«No hay más tiempo que perder:
el prado lo compro yo.
¿Me lo quiere usted vender?
¿Qué dice usted: sí o no?»
Y el hombre dice que el prao
se lo compró él a un sobrino…;
Que fue medio regalao…,
Que si fue…, Que si vino…»
«Tío Fabián, me voy a ir,
y perdone si le ofendo,
pero no puedo sufrir
esa charla que no entiendo.»
«Quedamos en eso, ¿eh?
¿Me venderá usted el prado?
¿No es eso? ¿Qué dice usted?»
Y al verse el hombre acosado,
me dice con mucha flema
que se lo dirá a la tía…
Y que esa es la su sistema…,
«Que ya vería…, Que ya vería…»
La «galana»
I
¡Pobrecita madre!
¡se murió solita!
cuando vino el cabrero a la choza
con la cabra «galana» parida
y el trémulo chivo
sin lamer ni atetar todavía,
vio a la madre muerta
y a la niña viva.
Sobre un borriquillo,
sobre una angarilla
de las del aprisco,
se llevaron la muerta querida
y él se quedó solo,
solo con la niña…
La envolvió torpemente en pañales
de dura sedija,
y amoroso la puso a la teta
de la cabra «galana» parida…
-¡«Galana», «galana»!
¡tate bien quietita!…
¡Tate asín, que pueda
mamar la mi niña!»
y la cabra balaba celosa,
por la fiebre materna encendida,
y poquito a poquito, la teta
fue chupando la débil niñita…
¡Pobre cabritillo!
¡corta fue tu vida!
II
Solita en el chozo
se queda la niña
mientras lleva el pastor las ovejas
a pacer por aquellas umbrías.
Cerca del chocillo
pace la cabrita,
nerviosa, impaciente,
con susto, con prisa,
y si el viento le hiere el oído
con rumores de llanto de niña,
corre al chozo balando amorosa,
se encarama en la pobre tarima,
se espatarra temblando de amores,
se derringa balando caricias
y le mete a la niña en la boca
la tetaza henchida
que derrama en ella
dulce leche tibia…
¡Qué lechera y qué amante la cabra!
¡qué robusta y qué santa la niña!
III
¿Serían los lobos?
¿algún hombre perverso sería?
una tarde la cabra «galana»,
la amante nodriza,
se arrastraba a la puerta del chozo
mortalmente herida.
Allá adentro sonaron sollozos,
sollozos de niña,
y un horrible temblor convulsivo
agitó a la expirante cabrita,
que luchó por alzarse del suelo
con esfuerzo de angustia infinita.
Y en un último intento supremo
de sublime materna energía,
que arrancó dolorosos acentos
de la cencerrilla,
y en un largo balido amoroso…
¡Se le fue la vida!…
IV
Ni leche de ovejas
ni dulces papillas,
ni mimos, ni besos…
¡Se murió la niña!
¡esta vez quedó el crimen impune!
¡esta vez no brilló la justicia!
La Virgen de la Montaña
Era un día quejumbroso de Diciembre ceniciento
Cuando yo subí la cuesta de la mística mansión:
El que aquella cuesta sube con angustias de sediento,
Baja rico de frescuras el ardiente corazón.
Era un día de Diciembre. La ciudad estaba muerta
Sobre el árido repecho calvo y frío del erial;
La ciudad estaba muda, la ciudad estaba yerta
Sobre el yermo fustigado por el hálito invernal.
Los palacios y las torres de los viejos hombres idos
En el carro de los tiempos de las glorias y el honor,
Dormitaban indolentes, indolentemente hundidos
De seniles impotencias en el lánguido sopor.
Era un día de infinitas y secretas amarguras
Que a las almas resignadas se complacen en probar;
Me apretaban las entrañas melancólicas ternuras
Y membranzas dolorosas de los hijos y el hogar.
Me caían en la frente doloridos pensamientos
De esta trágica y oculta mansa pena de vivir;
Me pesaban en el alma los mortales desalientos
De las pobres almas mudas, fatigadas de sentir.
Arrancaban de mi pecho melancólicas piedades
Y santísimos desdenes de confeso pecador,
La grotesca danza loca de las locas vanidades
Que los hombres arrastramos de la fama en derredor.
Las ridiculas miserias del orgullo pendenciero,
Las efímeras victorias de los hombres del placer,
Las groseras presunciones de los hombres del dinero,
Las grotescas arrogancias de los hombres del poder…
Todo el mundo de las grandes epilépticas demencias,
Todo el mundo de infortunios de la pobre humanidad,
Todo el mundo quejumbroso de mis íntimas dolencias,
Me pesaban en el alma con gigante gravedad.
Era un día de amarguras cuando yo subí la cuesta
De la alegre montañuela que veía yo a mis pies
Desde aquella blanca ermita que asentaron en su cresta
Como nido de palomas en pimpollo de ciprés.
Como sábanas inmensas de luenguísimos desiertos
Se extendían, dominados por los brazos de la Cruz,
Horizontes infinitos, infinitamente abiertos
Al abrazo de los cielos y a los besos de la luz;
Horizontes que pusieron en las niñas de mis ojos
La visión de la desnuda muda tierra en que nací;
Tierras verdes de las siembras, tierras blancas de rastrojos,
Tierras grises de barbechos… ¡Patria mía, yo te vil
Me trajeron tu memoria las espléndidas anchuras
De las tierras y los cielos que se llegan a besar;
Las severas desnudeces de las áridas llanuras,
Las gigantes majestades de su grave reposar…
Y una pena que atraviesa por la médula del alma,
Una pena que mi lengua nunca supo definir.
Me invadió para robarme la serena augusta calma
Que refrena, que preside los espasmos del sentir.
Pero a mí cuando la pena con su látigo me azota
No me arranca ni un lamento de grosera indignación;
Por la misma herida abierta que caliente sangre brota,
Brota el bálsamo tranquilo de la fe del corazón.
Y por eso cuando siento que rugiendo se adelanta
La borrasca detonante que me quiere aniquilar,
Ni su rayo me acobarda, ni su estrépito me espanta,
Porque sé dónde arrimarme, porque sé dónde mirar.
¡Madre mía, madre mía! Cuando aquella tarde brava
Yo subía por la cuesta de tu mística mansión,
Como el látigo del viento que la cara me cruzaba,
Flagelaba el de la pena mi sensible corazón,
Y por eso te miraba con aquella que conoces
Tan recóndita mirada que te sé yo dirigir
Cuando inician en mi pecho sus asaltos más feroces
Las nostalgias taciturnas que me suelen afligir.
¡Madre mía!… Me contaron unos buenos caballeros,
Moradores de tu hidalga y amadísima ciudad,
Que son tuyos sus amores, y son suyos tus veneros
Copiosísimos y santos de graciosa caridad;
Me contaron episoDios de la bella historia tuya
Dulcemente convivida con tu amante pueblo fiel;
Me dijeron que era tuyo; me dijeron que eras suya.
Que te daban bellas flores, que les dabas rica miel;
Que el que suba aquella cuesta y en el pecho lleve agravios,
Turbias aguas en los ojos y en los hombros dura cruz.
Baja alegre sin la carga, con dulzuras en los labios,
Con amores en el pecho y en los ojos mucha luz.
¡Madre mía, lo he gozado! Los dulcísimos instantes
Que mis penas me tuvieron de rodillas ante Ti,
Fueron siglos de exquisitas dulcedumbres deleitantes
Que los ríos de tus gracias derramaron sobre mí.
Y el obscuro peregrino que la cuesta de tu ermita
Como cuesta de un calvario rendidísimo subió
Con la carga de miserias que en los hombres deposita
La ceguera de una vida que entre polvo se vivió,
Descendió de tu montaña con los ojos empapados
En aquella luz que hiende las negruras del morir,
Y el espíritu sereno de los hombres resignados
Que sonríen santamente con la pena de vivir.
¡Madre mía! si esas mieles has tenido en tus veneros
Para el labio de un andante caballero de la fe,
¿Qué tendrás en tu tesoro para aquellos caballeros
Del hidalgo pueblo noble que es alfombra de tu pie?
Elegía
I
No fue una reina
de las Españas,
fue la alegría
de una majada.
Trece años cumple
para la Pascua
la cabrerilla
de Casablanca.
Su pobre madre
sola la manda
todas las tardes
a la majada.
Lleva ropillas,
lleva viandas
y trae jugosa
leche de cabras.
Vuelve de noche,
porque es muy larga,
porque es muy dura
la caminada
para un asnillo
que apenas anda,
¡Qué miedo lleva!
Pero lo espanta
con el sonido
de sus tonadas.
Canta con miedo,
de miedo canta.
¡Son tan profundas
las hondonadas
y tan espesas
todas las matas!…
¡Son tan horribles
las noches malas,
cuando errabundas
aullando vagan
lobas paridas
por las cañadas
con unos ojos
como las brasas!…
¡Son tan medrosas
las noches claras,
cuando en los charcos
cantan las ranas,
cuando los buhos
ocultos graznan,
cuando hacen sombra
todas las matas
y se menean
todas las ramas!…
Los viejos hombres
de la majada
la quieren mucho
porque es tan guapa,
porque es tan buena,
porque es tan sabia.
Pero a un despierto
zagal de cabras,
que cumple trece
para la Pascua,
no sé con ella
lo que le pasa,
que algunas veces,
al contemplarla,
se pone trémula
su barba pálida
y entre sus párpados
tiemblan dos lágrimas…
Nadie ha sabido
que la regala
dijes y cruces
de Alcaravaca
de bien pulido
cuerno de cabra.
Cuando ella viene
con la vianda
¡le da más gusto!…
¡Le da más ansia,
le da más pena
cuando se marcha!…
¡Como que toda
la noche pasa
llorando quedo
sobre la manta
sin que lo sepan
en la majada!
II
¡Ay, pobre madre,
cómo gritaba,
despavorida,
desmelenada!
¡Ay, los cabreros
cómo lloraban,
apostrofando,
ciegos de rabia!
¡Cómo corrían
y golpeaban
con los cayados
peñas y matas!
¡Y eran muy pocas
todas las lágrimas
que de los ojos
se derrumbaran!
¡Y eran pequeñas
todas las ansias
y las torturas
de las entrañas!
¿Quién nunca ha visto
desdicha tanta?
¡La cabrerilla
de Casablanca
por fieros lobos
¡ay! devorada!
Sangre en las peñas,
sangre en las matas,
¡la virgencita,
desbaratada!
Todo en pedazos
sobre la grava:
los huesecitos
que blanqueaban,
la cabellera
presa en las matas,
rota en mechones
y ensangrentada…
Los zapatitos,
las pobres sayas
todas revueltas
y desgarradas!…
Loca la madre,
que miedo daba
de ver los rayos
de sus miradas,
de oir los timbres
de sus palabras,
y el cabrerillo
de la majada
mudo y atónito
temiendo estaba
con los ojazos
llenos de lágrimas,
despavorido
como zorzala
de un aguilucho
presa en las garras.
¿Cómo los árboles
no se desgajan?
¿Cómo las peñas
no se quebrantan,
y no se enturbian
las fuentes claras
y no ennegrecen
las nubes blancas?
Ya vienen hombres
con unas andas,
con unos paños,
con una sábana;
los despojitos
en ella guardan
y se los llevan
a Casablanca.
Y al cabrerillo
nadie lo llama,
pero él camina
tras de las andas
mirando a todos
con la mirada
de herido pájaro
que en torno vaga
de los verdugos
que le arrebatan
el dulce nido
donde habitaba.
¡Ay, virgencita
de Casablanca!
¡Ay, cabrerillo
de la majada!
III
Su padre silba,
su padre llama,
porque el muchacho
deja las cabras
junto a las siembras
abandonadas
y en los jarales
oculto pasa
tardes enteras,
largas mañanas…
¿Qué es lo que hace?
¿Por qué se guarda?
Pues es que a solas
las horas pasa,
pule que pule,
taja que taja,
llora que llora,
ciego de lágrimas…
Que dos veneras
finas prepara
de bien pulido
cuerno de cabra,
porque una noche
quiere llevarlas
al camposanto
de Casablanca…
A Cándida
I
¿Quieres, Cándida saber
cuál es la niña mejor?
Pues medita con amor
lo que ahora vas a leer.
La que es dócil y obediente,
la que reza con fe ciega,
con abandono inocente.
La que canta, la que juega.
La que de necias se aparta,
la que aprende con anhelo
cómo se borda un pañuelo,
cómo se escribe una carta.
La que no sabe bailar
y sí rezar el rosario
y lleva un escapulario
al cuello, en vez de un collar.
La que desprecia o ignora
los desvaríos mundanos;
la que quiere a sus hermanos;
y a su madrecita adora.
La que llena de candor
canta y ríe con nobleza;
trabaja, obedece y reza…
¡Esa es la niña mejor!
II
¿Quieres saber, Candidita,
tú, que aspirarás al cielo,
cuál es perfecto modelo
de cristiana jovencita?
La que a Dios se va acercando,
la que, al dejar de ser niña,
con su casa se encariña
y la calle va olvidando.
La que borda escapularios
en lugar de escarapelas;
la que lee pocas novelas
y muchos devocionarios.
La que es sencilla y es buena
y sabe que no es desdoro,
después de bordar en oro
ponerse a guisar la cena.
La que es pura y recogida,
la que estima su decoro
como un preciado tesoro
que vale más que su vida.
Esa humilde jovencita,
noble imagen del pudor,
es el modelo mejor
que has de imitar, Candidita.
III
¿Y quieres, por fin, saber
cuál es el tipo acabado,
el modelo y el dechado
de la perfecta mujer?
La que sabe conservar
su honor puro y recogido:
la que es honor del marido
y alegría del hogar.
La noble mujer cristiana
de alma fuerte y generosa,
a quien da su fe piadosa
fortaleza soberana.
La de sus hijos fiel prenda
y amorosa educadora;
la sabia administradora
de su casa y de su hacienda.
La que delante marchando,
lleva la cruz más pesada
y camina resignada
dando ejemplo y valor dando.
La que sabe padecer,
la que a todos sabe amar
y sabe a todos llevar
por la senda del deber.
La que el hogar santifica,
la que a Dios en él invoca,
la que todo cuanto toca
lo ennoblece y dignifica.
La que mártir sabe ser
y fe a todos sabe dar,
y los enseña a rezar
y los enseña a crecer.
La que de esa fe a la luz
y al impulso de su ejemplo
erige en su casa un templo
al trabajo y la virtud…
La que eso de Dios consiga
es la perfecta mujer,
¡y así tienes tú que ser
para que Dios te bendiga!
Por qué
Aquella flor anónima
de pétalos iguales
que sola está en el páramo
de grises pizarrales,
¿por qué ha nacido allí?
Y aquella moza rústica
que a ser esclava aspira
de aquel pastor selvático
que huraño y torvo mira,
¿por qué lo adora así?
¿Por qué mete el cernícalo
su nido en la hendidura
y el colorín minúsculo
lo guarda en la espesura
del viejo carrascal?
¿Por qué las oropéndolas
lo cuelgan del encino
y aquellos otros pájaros
sotiérranlo en el fino
tapiz del arenal?
¿Por qué a la loba escuálida
creó Naturaleza
vecina de la tórtola
que arrulla en la maleza
la calma del cubil?
¿Por qué son hermosísimos
los blancos recentales?
¿Por qué tan torvos y hórridos,
por qué tan desleales
la hiena y el reptil?
¿Por qué vivirá errático,
sin nido, el necio cuco?
¿Por qué será el polícromo
vistoso abejaruco
tan áspero cantor?
¿Por qué de dulce música
tesoro tal Dios guarda
para el pardillo mísero,
para la alondra parda
y el pardo ruiseñor?
¿Por qué destila bálsamos
el mísero cantueso
que vive en las estériles
calvicies de aquel teso
paupérrimo vivir?
¿Por qué las pomposísimas
peonías fastuosas
producen esas fétidas
grasientas grandes rosas
de enfático vestir?
¿Por qué vierten las víboras
ponzoñas dañadoras?
¿Por qué las beneméritas
abejas labradoras
producen rica miel?
¿Por qué si bajan límpidas
a un labio que sonría
las gratas puras lágrimas
que arrancan la alegría
también saben a hiel?
¿Por qué?… Curioso espíritu,
no quieras indagarlo,
ni en tristes secas fórmulas
pretendas encerrarlo
si no quieres llorar.
Misterios que sois únicos
divinos bebederos
de encantos sabrosísimos:
¡tocaros es perderos!
¡viviros es gozarlos!
Qué tendrá
¿Qué tendrá la hija del sepulturero,
que con asco la miran los mozos,
que las mozas la miran con miedo?
Cuando llega el domingo a la plaza
y está el bailoteo
como el sol de alegre,
vivo como el fuego,
no parece sino que una nube
se. Atraviesa delante del cielo:
no parece sino que se anuncia,
que se acerca, que pasa un entierro…
Una ola de opacos rumores
substituye al febril charloteo,
se cambian miradas
que expresan recelos,
el ritmo del baile
se torna más lento,
y hasta los repiques
alegres y secos
de las castañuelas
callan un momento…
Un momento no más dura todo:
más, ¿Qué será aquello,
que hasta da falsas notas la gaita,
por hacer un gesto
con sus gruesos labios
el tamborilero?
No hay memorias de amores manchados,
porque nunca, a pesar de ser bellos,
buenos ojos tienes»
le ha dicho un mancebo.
Y ella sigue desdenes rumiando,
y ella sigue rumiando desprecios,
pero siempre acercándose a todos,
siempre sonriendo,
presentándose en fiestas y bailes
y estrenando más ricos pañuelos…
¿Qué tendrá la hija
del sepulturero ?
Me lo dijo un mozo,
-¿ Ve usted esos pañuelos?
pues, se cuenta que son de otras mozas.. .,
¡ De otras mozas que están ya pudriendo!. . .
Y es verdád que parece que huelen
que huelen a muerto.
La fuente vaquera
Lejos, bastante lejos,
del pueblo mío,
encerrado en un monte
triste y sombrío,
hay un valle tan lindo
que no hay quien halle
un valle tan ameno
como aquel valle.
Entre sus arboledas,
por la espesura
solitaria y tranquila,
corre y murmura
una fuente tranquilina
y bullanguera,
a que dieron por nombre
Fuente Vaquera.
Está tan escondida
bajo el follaje,
guarda tanto sus aguas
entre el ramaje,
que cuando por el valle
va murmurando
toda clase de hierbas
va salpicando.
Unas veces sonríe
dulce y sonora,
y otras veces parece
que gime y llora,
y siempre de sus aguas
el dulce juego
arrullando, produce
grato sosiego.
Allí pasan las horas
en dulce calma,
allí meditar puede
tranquila el alma,
y todo son consuelos
para el que llora
al pie de aquella fuente
fresca y sonora.
¡Todo es allí sosiego,
calma, tristeza!
Las auras, que suspiran
en la maleza…
Los pájaros, que cantan
en la espesura…
El agua, que en el valle
corre y murmura…
Los arrullos del viento,
gratos y mansos…
Los juncos que vegetan,
en los remansos…
Los claros resplandores
del sol naciente,
que asoma entre vapores
por el Oriente…
Las tórtolas que arrullan
con armonía,
convidando a una dulce
melancolía…
¡Todo, en fin, allí aleja
presentimientos,
trayendo a la memoria
mil pensamientos,
y adormeciendo el alma
con impresiones
que convidan a dulces
meditaciones!…
Tal es Fuente Vaquera,
la hermosa fuente
que murmura en el valle
tan sonriente,
que en su margen tranquila
cantan amores
tórtolas, colorines
y ruiseñores.
Una hermosa mañana
de junio ardiente
salió el sol como nunca
de refulgente,
y pájaros y flores
con alegría
la bienvenida daban
al nuevo día.
Elevábase el astro
con gran sosiego,
esparciendo sus rayos
de luz de fuego
sobre el fresco rocío
de la mañana,
que formaba en los valles
mantos de grana.
Sacuden las ovejas
sus cencerrillos,
y en el prado retozan
los corderillos,
que del rústico valle
sobre la hierba
forman jugueteando
linda caterva.
Al cielo sube el humo
de los hogares,
los gallos ya despiertan
con sus cantares,
y sacude la hermosa
Naturaleza
el tranquilo letargo
de su pereza.
* * *
Dejé el mullido lecho
con alegría,
cuando apenas rayaba
la luz del día;
carguéme diligente
con la escopeta,
y como siempre ha sido
medio poeta,
al nacer del gran Febo
la luz primera,
ya estaba yo en la hermosa
Fuente Vaquera…
Fuente en cuyas orillas
cantan amores
tórtolas, colorines
y ruiseñores.
Ocultéme en la margen
con el follaje,
y viendo las delicias
de aquel paisaje,
esperé silencioso
bajo la fronda,
viendo correr las aguas
onda tras onda…
* * *
Siguió el sol elevándose
resplandeciente,
y era ya tan molesta
su luz ardiente,
que, a medida que el astro
más se elevaba,
todo se iba durmiendo,
todo callaba.
Se inclinan en su tallo
todas las flores,
rendidas por los rayos
abrasadores,
y las aves se esconden
en las encinas
que a la tranquila fuente
crecen vecinas.
Sólo se escucha a veces,
del fresco viento,
las ráfagas que lanza,
sonoro y lento…
El agua, que su curso
nunca suspende…
El rumor de una hoja…
Que se desprende…
El pïar apagado
de alguna alondra,
que entre las verdes matas
busca una sombra…,
Y los ecos lejanos
de los zumbidos
de insectos, que en los aires
vagan perdidos…
Lejos de la apacible
Fuente Vaquera,
que corre por el valle
tan placentera,
existe un solitario
y oscuro monte,
que encierra los confines
del horizonte.
Al compás de las auras,
lenta se inclina
altiva, corpulenta
y añosa encina,
y entre sus verdes ramas
aprisionado
tiene una tortolilla
su nido amado.
En él está arrullando,
dulce y sonora,
a los amantes hijos
a quien adora,
gozando en su coloquio
de las delicias
que sus hijos le endulzan
con sus caricias.
El calor la atormenta,
la sed la abrasa,
y dejando con pena
su pobre casa,
les dio con un arrullo
la despedida
a los hijos queridos
que eran su vida;
batió sus puras alas
tendió su vuelo
cruzó por los espacios
del ancho cielo,
y pensando en sus hijos,
se fue ligera
a beber a la clara
Fuente Vaquera.
¡Ay! ¡Dónde irá esa madre
tierna y sencilla!…
¡Dónde irá tan ligera
la tortolilla,
mirando a todas partes,
amedrentada,
al verse sola y lejos
de su morada!…
¿Por qué deja sus hijos
abandonados,
y ella, cruzando espacios
tan dilatados,
va surcando los aires
rápidamente
a beber en las aguas
de aquella fuente?…
¡Pobre madre, si, ansiosa,
vuelve a su nido
y sus amantes hijos
ya se han perdido!…
¡Pobres hijos, si, a causa
de abandonarlos,
no volviera su madre
nunca a arrullarlos!…
Por el verde follaje
casi cubierto,
yo, casi más que un vivo,
parezco un muerto,
y mudo y silencioso
presto mi oído
al eco que produce
cualquiera ruido.
Al columpiar las hojas
el viento blando,
pájaros me parecen
que van volando,
y con mi diestra mano
nerviosa, inquieta,
alzo la curva llave
de la escopeta.
Sobre la verde copa
de vieja encina,
que cubre aquella fuente
tan cristalina,
una tórtola hermosa
paró su vuelo,
mirando la corriente
del arroyuelo.
Lanza su blando pecho
tiernos arrullos,
que no imita la fuente
con sus murmullos,
y a los lados humilde
mira asustada,
débil, inquieta, esquiva
y amedrentada.
Tendió después su vuelo
pausadamente,
y al llegar a la orilla
de la corriente,
sobre la verde alfombra
lenta se posa,
débil y acobardada,
triste y medrosa.
Dirige luego el paso
tímidamente
hasta tocar la margen
de la corriente,
donde, el agua fingiendo
cuadros de plata,
le recoge su imagen
y la retrata.
Yo, silencioso, en tanto
que la espiaba,
mi artística escopeta
ya preparaba,
y ocasión esperando,
cual diestro espía,
afiné cuanto quise
la puntería.
Disparé… ¡Sonó el tiro
ronco, tremendo!…
El arroyuelo manso
siguió corriendo.
El viento entre las hojas
siguió sonando
con un eco apacible,
sonoro y blando…
¡Y vi la tortolilla,
que ya sufría
las tristes convulsiones
de la agonía!…
Cogí tan apreciado
tierno despojo;
su hermoso pecho estaba
de sangre rojo,
rojas las aguas puras
del arroyuelo,
que corrían llorando
con triste duelo,
y mis ardientes manos
también manchadas
de sangre, enrojecidas
y salpicadas.
Con ellas oprimía
su pecho blando:
sus latidos se iban
amortiguando,
y cerraba sus ojos
pausadamente,
su cabeza inclinando
lánguidamente…
Yo vi en sus turbios ojos
el sentimiento
y las fieras angustias
de su tormento,
porque del nido lejos
agonizaba
y a sus pobres hijuelos
solos dejaba.
Conocí en sus miradas
bien claramente
esa inquieta agonía
del inocente,
que sufre los rigores
de su destino
muriendo por las manos
de un asesino.
Aquella pobre madre
casi expirante
era la madre tierna,
la madre amante,
que a sus hijos no pudo
darles en vida
una lágrima dulce
de despedida.
Y aquella tierna madre,
cuando sufría
la convulsión postrera
de la agonía,
me dijo con sus ojos
casi nublados
que dejaba dos hijos
abandonados.
Yo comprendí lo injusto
de aquella muerte;
mas la víctima estaba
fría e inerte…
Y una lágrima amarga
por mi mejilla
rodó, cuando vi muerta
la tortolilla.
Desde entonces no quiero
que un inocente
de alguna injusta muerte
se me lamente,
y diga con sus ojos
casi nublados
que deja sus hijuelos
abandonados.
Y en vez de estar cazando
la tarde entera
junto a la cristalina
Fuente Vaquera,
voy a ver cómo en ella
cantan amores
tórtolas, colorines
y ruiseñores,
y cómo de aquel monte
sobre las lomas
arrullan solitarias
blancas palomas.
Las sementeras
Con el relente que le dé tempero,
la madrugada roció la tierra.
Se siente frío en la besana húmeda;
el terruño está solo. Ya alborea.
Lo dice levantándose del surco
la alondra mañanera
que desgrana en el aire de sus trinos
hilo copioso de sonantes perlas.
Ya sale el sol de las mañanas tibias,
ya sale el sol de las mañanas buenas,
sol de salud, incubador de gérmenes,
sol de la sementera.
No tiene mis testigos y cantores
que yo y la alondra en la besana escucha,
ni más espejos que el regato limpio
y el rocío en las puntas de la hierba.
Viene triunfante, coronado de oro;
radiante viene levantando nieblas
y evaporando el marinal relente
que parece el aliento de la tierra.
Ya llegan mis gañanes con las yuntas
canturreando la canción primera
que les arranca el equilibrio plácido
del bien venir de la mañana buena.
Rayando los timones el camino,
y en alto la mancera,
vienen los bueyes con la cruz que forman
el yugo y el arado en la cabeza.
Ya escucho golpes secos
de mazos y de azuelas,
silbidos cariñosos,
nombres de bueyes que en besana entran
y uno que suena compasado ruido
como de riego de menudas perlas
al desplegarse el abanico de oro
de la simiente que los mozos riegan.
Estoy en el repecho
presidiendo mi hermosa sementera.
Todo lo escucho con avaro oído:
el blando hundirse de las anchas rejas;
el suave rodar hacia los lados
de la mullida tierra;
el alentar pujante de los bueyes,
de cuyos bezos charolados cuelgan
tenues hilos de baba transparente
que el manso andar no quiebra;
aquel pausado y firme
posar de sus pezuñas gigantescas;
el crujir dormilón de las coyundas
que el yugo pulimentan;
un aliento de brisa tan suave
que apenas se menea,
un hondo y general rumor de vida
y un ruido sordo de pujante brega.
Y tal como si el alma del terruño
viniese toda condensada en ella,
la tonada de arar surge solemne,
la tonada de arar al alma llega
cantando cosas dulces,
diciendo cosas buenas.
Sus mansas recaídas
parecen que remedan
la suavidad de las laderas dulces
de la ondulada castellana tierra
o el tranquilo vaivén de los pensares
que el mar ondulan de las almas serias.
Y a mí también me hablan
sus lánguidas cadencias
del bien gozar los apacibles goces,
del bien llorar las bendecidas penas,
del buen amor de la mujer fecunda,
del bien sentir la paternal querencia
y de un vivir sereno,
fuerte y seguro, como aquel que llevan
paso de hierro sobre tierra blanda
los mansos bueyes de gigantes fuerzas.
Cruzan el cielo nubecillas tenues
que parecen blanquísmas guedejas
cortadas del vellón inmaculado
que dieron en abril las corderuelas.
El sol baña el terruño,
se ve crecer la hierba
y huele a tierra húmeda
cargada de promesas.
¡Qué dulce es presidir desde el repecho
la propia sementera
si el cielo es transparente, fresco el aire,
húmeda y fértil la esponjada tierra,
el sol templado, la simiente sana,
robustas las parejas,
alegres los gañanes,
la tonada de arar, sentida y lenta,
sabroso el pan de casa
y el agua del regato limpia y fresca!
La mente embebecida
se carga entonces de memorias bellas;
del lado del hogar me vienen todas
que el hogar es el cielo de la tierra,
la paz de mi vivir me las regala
y en paz el corazón las paladea.
¡Aquella del hogar sí que es hermosa!
¡Aquella sí que es santa sementera!
También yo la presido,
también Dios la bendice y la gobierna.
Dios encendió en el cielo de la vida
el sol de los amores para ella,
para que el fuego santo
las almas y las sangres se fundieran.
Dios le da noches de fecundas horas
y luengos días de apacibles treguas…,
¡Horas sin luz que velen sus misterios
y horas de sol que sus entrañas templan!
Y Dios, Padre del mundo,
le da también cosecha
de frutos vivos que el vivir anudan,
de frutos bellos que el vivir alegran…
¡Señor, que das la vida!
Dame salud y amor, y sol y tierra,
y yo te pagaré con campos ricos
en ambas sementeras.
Desde el campo
Luz ingrávida, hija blanca de la nada
Que te ciernes en los ámbitos del cielo;
Ancho círculo de brumas taciturnas,
Horizonte de los días cenicientos;
Negra sierra de grandeza inmensurable
Que te elevas como monstruo gigantesco
Con peana de boscosas montañuelas
Y corona de pináculos de hielo;
Valle ameno, rico nido de quietudes,
Melancólica vivienda del sosiego,
Donde apenas de la muerte y de la vida
Vagamente se perciben los linderos,
Que se borran en los diáfanos ambientes
Del reposo, de la paz y del silencio;
Sol que enciendes y dibujas con tu lumbre
Los ardientes mediodías somnolentos,
Las auroras con crepúsculos de fuego;
Soledades taciturnas de los páramos;
Compañía rumorosa de los pueblos…
Por beber entre vosotros la existencia
Ha ya macho que a estos sitios vine huyendo
De la mágica ciudad artificiosa
Donde flota el oro puro junto al cieno,
Donde todo se discute con audacia,
Donde todo se ejecuta con estrépito.
Tal vez bulla entre vosotros todavía
Una turba de sofistas embusteros
Que negaban a mi Dios con artificios
Fabricados en sus débiles cerebros.
Con el agua de la charca a la cintura
Y en el alma la soberbia del infierno.
Revolvían los minúsculos tentáculos
De sus mentes enfermizas en el cieno
Y buscaban… ¡Lo que encuentran tantos hombres
Que con limpio corazón miran al cielo!
¡Qué grandeza la del Dios de mi creencia!
Y los hombres que lo niegan ¡qué pequeños!
Solamente por amarle yo en sus obras
He corrido a todas partes siempre inquieto.
Yo he pasado largas noches en la selva,
Cabe el tronco perfumado del abeto,
Escuchando los rumores del torrente,
Y los trémulos bramidos de los ciervos,
Y el aullido plañidero de la loba,
Y las músicas errátiles del viento,
Y el insólito graznido de los cárabos
Que parece carcajada del infierno.
Yo he gozado en la salvaje serranía
La frescura deleitante de los céfiros,
Y he dormido junto al tajo del abismo
La embriaguez que le producen al cerebro
Los olores resinosos de las jaras.
Los selváticos aromas de los brezos
Y la hipnótica visión de las alturas
Que me hundía en las regiones de los vértigos.
Yo he bebido en los recónditos aguajes
De las corzas amarillas y los ciervos,
Y he matado a puñaladas en el coto
El arisco jabalí sañudo y fiero.
Yo he bogado en un madero por el río,
Y he corrido con un potro por los cerros,
Y he plantado en el peñasco la buitrera
Y he arrojado los harpones en el piélago.
Contemplando la armonía de la vida
Bajo el ancho cortinaje de los cielos,
Yo he pasado las de Agosto noches puras
Y las negras noches lóbregas de invierno
En la cumbre de colinas virgilianas
O en la choza de lentiscos del cabrero,
O en las húmedas umbrías de los montes
Bajo el palio de follaje de los quéjigos.
Y han henchido mis pulmones con sus ráfagas
El de Mayo, delicioso ambiente fresco,
El solano bochornoso del estío
Y el de Enero flagelante duro cierzo.
A las puertas de los antros de las fieras
Los impulsos violentísimos del miedo
Me han llevado a guarecerme, acobardado
Por la ronca fragorosa voz del trueno
Que brotaba en las gargantas de la sierra
Y mugía en los abismos de los cielos.
Y encajado como mísera alimaña
En la grieta del peñasco gigantesco,
He sentido la grandeza de lo grande
Y he llorado la ruindad de lo pequeño.
Y en la sierra, y en el monte, y en el valle,
Y en el río, y en el antro, y en el piélago,
Dondequiera que mis ojos se posaron,
Dondequiera que mis pies me condujeron,
Me decían ¿Ves a Dios? todas las cosas,
Y mi espíritu decía: Sí, le veo.
¿Y confiesas? Y confieso. ¿Y amas? Y amo.
¿Y en tu Dios esperarás? En Él espero.
¡Cuántas veces he llorado la miseria
De la turba dislocada de perversos
Que en la mágica ciudad artificiosa
Injuriaban a mi Dios sin conocerlo!
Si es verdad que no lo encuentran, aturdidos.
De la mágica ciudad por el estruendo,
Que se vengan a admirarlo aquí en sus obras.
Que se vengan a adorarle en sus efectos,
En el seno de esta gran naturaleza
Donde es grande por su esencia lo pequeño;
Donde, hablándonos de Dios todas las cosas,
Al revés de la ciudad de los estruendos,
Lo soberbio dice menos que lo humilde.
El reposo dice más que el movimiento,
Las palabras hablan menos que los ruidos,
Y los ruidos dicen menos que el silencio…
Fecundidad
I
Mucho más alto que los anchos valles,
honda vivienda de la grey humana,
mucho más alto que las altas torres
con que los hombres a los siglos hablan;
mucho más alto que la cumbre arbórea,
llena de luz, de la colina plácida;
mucho más alto que la alondra alegre
cuando en los aires la alborada canta,
mucho más alto que la línea oscura
que hay de la sierra en la fragosa falda,
donde empieza el imperio de las fieras
y las conquistas del trabajo acaban…
Allá, en las cumbres de las sierras hoscas,
allá, en las cimas de las sierras bravas;
en la mansión de las quietudes grandes,
en la región de las silbantes águilas,
donde se borra del vivir la idea,
donde se posa la absoluta calma,
su nido asientan los silencios grandes,
el tiempo pliega sus gigantes alas
y el espíritu atento
siente flotar en derredor la nada…;
Allá, en las crestas de los riscos negros,
cerca del vientre de las nubes pardas,
donde la mano que los rayos forja
las detonantes tempestades fragua,
allí vivía el montaraz cabrero
su tenebrosa vida solitaria,
melancólico adán de un paraíso
sin eva y sin manzanas…
Las sierras imponentes
le dieron a su alma
la terrible dureza de sus rocas,
la intensa lobreguez de sus gargantas,
las sombras tristes de las noches negras,
la inclemencia feroz de sus borrascas,
los ceños de sus días cenicientos,
las asperezas de sus breñas bravas,
la indolencia brutal de sus reposos
y el eterno callar de sus entrañas.
Jamás movió la risa
los músculos de acero de su cara
ni ver dejaron sus hirsutos labios
unos dientes de tigre que guardaban.
Un traje de pellejo,
que hiede a ubre de cabras
y suena a seco ruido
de frágil hojarasca,
cubre aquel cuerpo que parece un diente
del risco roto de la sierra parda.
¡Oh! cuando tenue en las rocosas cumbres
la aurora se derrama
sus ámbitos tiñendo
de dulce luz violácea,
ya el solitario en el peñón la espera
mirando a oriente con quietud de estatua;
viva estatua musgosa
que siempre a solas con el tiempo habla;
esfinge viva que plegó su ceño
porque la vida le negó sus gracias,
porque azotó la soledad sus carnes,
porque el reposo congeló su alma…
Y luego, cuando abajo
se muere el día de tristeza lánguida
y se ponen las peñas de las cimas
tristemente doradas,
y luego grises, y borrosas luego,
y al cabo negras, con negruras trágicas,
mirando hacia occidente,
donde aguda granítica atalaya
recibe inmóvil el adán salvaje
la noche negra que la sierra escala…
¿No habrá creado Dios un sol que rompa
la noche de aquel alma
y en luz de aurora fructuosa y bella
le bañe las entrañas?
II
Bajó una tarde de las altas cumbres,
vagó errabundo por las anchas faldas
y se asomó a la vida de los hombres
desde la orilla de las breñas agrias.
Subió otra vez a su salvaje nido,
tornó a bajar a la vivienda humana,
y ya movió la risa
los músculos de acero de su cara,
y sus dientes de tigre, descubiertos,
dieron reflejo de marfil y nácar,
y el hosco ceño despejó la frente,
y se hizo dulce y mansa
la dulzura feroz, brava y sañuda
de aquel mirar de sus pupilas de ágata…;
Cortó un lentisco y horadó su tallo,
pulió sus nudos y tocó la gaita,
y oyó por vez primera
la sierra solitaria
música ingenua, balbuciente idioma
que al hombre niño le nació en el alma.
¡Cantó la estatua al declinar la tarde!
¡cantó la esfinge al apuntar el alba!
y una que trajo de color de oro
mayo gentil espléndida mañana,
con sol de fuego que arrancó resinas
de las olientes montaraces jaras,
e hizo bramar al encelado ciervo
junto al aguaje en que su sed templaba,
e hizo gruñir al jabalí espantoso,
e hizo silbar a las celosas águilas
que por encima de los altos riscos
persiguiéndose locas volteaban…;
Una mañana que vertió en la sierra
toda la luz que de los cielos baja,
todas las auras que la sangre encienden,
todos los ruidos que el oír regalan,
todas las pomas que el sentido enervan,
todos los fuegos que la vida inflaman…;
Por entre ciegas madroñeras húmedas,
por entre redes de revueltas jaras,
por laberintos de lentiscos vírgenes
y de opulentas madreselvas pálidas,
y de bravíos vigorosos brezos,
y de romero cuyo aroma embriaga,
el solitario montaraz subía
rompiendo el monte con segura planta
y abriendo paso a la cabrera ruda
que vio del monte en la fragosa falda,
y fue a buscar a la vecina aldea
cual lobo hambriento que al aprisco baja.
En derechura al nido de la cumbre
radiante de alegría la llevaba.
Eva morena, de las breñas hija
y de ella locamente enamorada,
iba a la cumbre a coronarse sola
reina de la montaña.
Como membrudo corredor venado,
rompe el cabrero las breñosas mallas;
como ligera vigorosa corza,
de peña en peña la cabra salta.
Corren así temblando de alegría,
cuantas parejas por la tierra vagan,
pero ninguna tan gentil y noble
subiendo va cual la pareja humana,
que amor le dice que la altura es suya,
porque es del rey el elevado alcázar,
y es para el lobo la maraña negra
de la húmeda garganta,
y es para el feo jabalí el pantano
donde el camastro enfanga,
y es para el chato culebrón la grieta
de ambiente frío y tenebrosa entrada…
III
Y vi una tarde el amoroso idilio
sobre la cima de la azul montaña;
un sol que se ponía,
una limpia caseta que humeaba,
una cuna de helechos a la puerta
y una mujer que ante la cuna canta…
Y el hombre en su peñasco
tañendo dulce gaita
que va atrayendo hacia el dorado aprisco
los chivos y las cabras…
Los sedientos
Vagando va por el erial ingrato,
detrás de veinte cabras,
la desgarrada muchachuela virgen,
una broncínea enflaquecida estatua.
Tiene apretadas las morenas carnes,
tiene ceñuda y soñolienta el alma,
cerrado y sordo el corazón de piedra,
secos los labios, dura la mirada…
Sin verla ni sentirla
la estéril vida arrastra
encima de unas tierras siempre grises,
debajo de unas nubes siempre pardas.
Come pan negro, enmohecido y duro,
bebe en los charcos pestilentes aguas,
se alberga en un cubil, viste guiñapos,
y se acuesta en un lecho de retamas.
No sueña cuando duerme,
no piensa cuando vela desvelada;
si sufre, nunca llora;
si goza, nunca canta,
y vive sin terrores ni deleites,
que no la dicen nada
ni los fragores de las noches negras,
ni los silencios de las noches diáfanas,
ni el rebullir del convecino sapo,
ni los aullidos de la loba flaca
que yerra sola venteando carne
de chivos y de cabras.
Nunca sintió las alboradas tristes,
nunca sintió las bellas alboradas,
ni el ascender solemne de los días
ni la caída de las tardes mansas,
ni el canto de los pájaros,
ni el ruido de las aguas,
ni las nostalgia del rumor del mundo,
ni los silencios que el erial encalman.
Su padre fue el pecado,
su madre, la desgracia,
y otra pareja infame
de carne estéril y de infames almas,
la robó de la cuna de los huérfanos
con hórrida codicia calculada.
El mirar de sus ojos ofendidos
por el erial resbala
como el osado pensamiento humano
que osa escrutar los reinos de la nada.
Ciegos los ojos, sordos los oídos,
la lengua muda y soñolienta el alma,
vagando va por el erial escueto
detrás de veinte cabras
que las tristezas del silencio ahondan
con la música opaca
del repicar de sus pezuñas grises
sobre grises fragmentos de pizarras…
Tradicional
El huerto que heredé de mis mayores
no tiene bellas flores
de efímero vivir ni tenues frondas;
tiene hiedra sagrada
de hojas perennes y raíces hondas;
fresca niñez y ancianidad honrada.
Una bíblica higuera
lo llena todo con su copa oscura,
y una fuente con rica regadera,
que música me da, le da frescura.
Lo poco que en el mundo me ha quedado
lo tengo en este huerto,
siempre al estruendo mundanal cerrado,
siempre a la voz de mi sentir abierto.
En medio está enclavado
del árido desierto,
triste vivienda de la grey humana
que duda de la tierra prometida,
cada vez más lejana,
cada vez hacia Oriente más hundida…
Yo, cuando el sol del arenal me ciega
y en fuerza de mirar siento borrosa
la visión luminosa
donde parece que jamás se llega…
Cuando el sudor anega
mis doloridos empañados ojos,
cuando me hieren los aceros fríos
de punzantes abrojos,
cuando me azotan los hermanos míos
que me encuentro de frente en el desierto,
vertiendo sangre a ríos
y lágrimas a mares, torno al huerto.
Mi padre se sentaba en esta piedra,
que coronó de hiedra
la mano santa de mi santa madre…
Fue un altar al amor en roca dura
con dosel de verdura,
trono de patriarca con mi padre
y urna de santa con mi madre pura.
Ya está solo el edén. Todo es desierto.
Detrás de mis santísimos ancianos
saliendo han ido del sagrado huerto
mis amantes dulcísimos hermanos…
¡Los he visto morir, y yo no he muerto!
¡Jamás he comprendido
por qué Dios ha querido
que el vástago más ruin y débil sea
el último habitante de este nido.
Querrá Dios encerrarme
tal vez para ganarme,
porque en estas sagradas espesuras,
donde pasos al cielo son los días,
yo no puedo sentir cosas impuras,
yo no puedo soñar cosas impías.
He nacido en amenas,
castizas y santísimas comarcas
y corre por mis venas
sangre de venerables patriarcas
que me legaron enseñanzas buenas,
huerto, escudo, solar y oro en sus arcas.
Mas, en mi estéril soledad hundido,
Amor me ha visitado. Amor me ha herido,
y hervor de sangre que mi cuerpo inunda
dice que no he nacido
para morir estéril junto al nido
de una raza fecunda.
Dondequiera que estés, mujer hermosa,
predestinada esposa,
que merezcas posar aquí tu planta,
que merezcas sentarte en esta piedra
que coronó de hiedra
la mano de una santa,
ven al huerto querido,
y a la sombra de Dios, Padre del mundo,
pondremos cama nueva al viejo nido
que mi sangre y mi Dios quieren fecundo.
El cielo todavía
no ha otorgado a mis ojos el consuelo
de deber tu hermosura, ¡oh virgen mía!;
pero te adoro en el azul del cielo,
y en el tranquilo resbalar del día,
y en el silencio de la noche oscura,
y en la quietud del huerto sosegado,
y en el recuerdo de la gente pura
que me lo hizo sagrado.
Te adoro en la memoria
de aquella santa de sencilla historia
que la tierra del huerto que he heredado
santificó con su adorable planta
y el dulce ambiente nos dejó inundado
de perfumes de santa.
Ven, casta virgen, al reclamo amigo
de un alma de hombre que te espera ansiosa
porque presiente que vendrán contigo
el pudor de la virgen candorosa,
la gravedad de la mujer cristiana,
el casto amor de la leal esposa
y el pecho maternal que juntos mana
leche y amor para la prole sana
que a Dios le place alegre y numerosa.
¡Dios que lo escuchas!, acelera el día,
porque es tu sol incubador y hermoso,
y la noche es estéril y sombría,
la vida breve, el corazón fogoso,
sensible el alma mía,
soberano el Amor fructuoso
y Tú eres Padre del inmenso mundo
e hijo yo soy del mundo vigoroso
que te plugo crear grande y fecundo.
Alegra mi desierto
con ruido de vivir cuyo concierto
pueda sonarte a coro de angelillos…
Ya ves que entre las hiedras encubierto
hay un nido minúsculo en mi huerto
con siete pajarillos…
Dos paisajes
Dos paisajes: el uno soñado
y el otro vivido.
¡Cuán amarga, sin sueños, me fuera
la vida que vivo!
Era un trozo de tierra jurdana
sin una alquería;
era un trozo de mundo sin ruido,
de mundo sin vida.
Era un campo tan solo, tan solo
como un cementerio,
donde más hondamente se sienten
los hondos silencios.
Madroñeras, lentiscos y jaras
helechos y piedras,
madreselvas, zarzales y brezos,
retamas escuetas…
¡La maraña revuelta y estéril
que viste los campos
cuando no los fecundan y riegan
sudores humanos!
No tenían trigales las lomas,
ni huertos las vegas,
ni sotillos las frescas umbrías,
ni árboles la sierra…
No tenían las rudas labores
cantores humanos,
ni el sabroso caer de las tardes
cantores alados.
No tenían ni puente el riachuelo,
ni torre la aldea,
ni alegría de vida sus grises
hórridas viviendas.
A sus puertas holgaban desnudos
niñitos hambrientos,
devorando sopores de muerte
de alma y del cuerpo.
Y unas ruines mujeres traían
de pueblos lejanos
miserables mendrugos mohosos
envueltos en trapos…
Y unos hombres huraños y entecos
la tierra arañaban
como ruines raposos sin presa
que el páramo escarban.
Y una sorda quietud imponente,
grabándolo todo,
sobre el muerto vivir descargaba
su losa de plomo…
II
Era un trozo de tierra jurdana
con una alquería:
era un trozo de mundo vibrante,
de ruidos de vida.
Era un campo de flores y frutos,
con hombres y pájaros,
con caricias de sol y aguas puras,
de limpios regatos.
Olivares azules que escalan
alegres laderas;
huertecillos con frutos de oro
que engríen las vegas.
Recortados, pequeños trigales;
minúsculos prados
alamedas pomposas y viñas,
sotos de castaños…
Y la sierra gentil, más arriba,
perdiendo asperezas…
¡Sonriendo a medida que sube
la vida por ella!
Colmenares que zumban y labran,
palomares blancos,
majadillas que alegran las cuestas
sonoros rebaños…
Carboneras humosas que fingen
pequeños volcanes;
leñadores que cortan y cantan,
que llevan y traen…
¡La visión de los campos incultos
que ricos se tornan
si los baña del sol del trabajo
la luz creadora!
Y tenía ya puente el riachuelo,
y torre la aldea,
y alegría de vida sus blancas
y sanas viviendas.
Y del útil saber en un templo
limpio y diminuto,
y en el templo más grande y más sabio
del campo fecundo,
bando alegre de niños que un hombre
discreto guiaba,
la salud y la vida bebían
del cuerpo y del alma.
Y unas madres con leche en sus pechos,
y luz en la mente,
y en las caras morenas, dulzuras
y risas alegres,
amasaban el pan de los suyos,
rezaban, bullían,
gobernaban la casa cantando,
¡cantando la vida!
Y unos hombres briosos y cultos
labraban los campos
con la sana alegría que infunden
la paz y el trabajo.
Y flotaba en los aires el ritmo
gigante y oscuro
con que alienta la tierra fecunda
preñada de frutos.
¡Dos paisajes! El uno soñado
y el otro vivido.
Del vivir al soñar, ¿hay distancia?
¡Pues amor cegará tal abismo!
Un Don Juan
Amo, de aquella cuestión
de ayer, pues ya me atreví,
-¡Gracias a Dios, cobardón!
¿Y qué te dijo?
que sí.
-¿Ves, Jenaro? Si te dejo
no llegas nunca a animarte
y te me mueres de viejo
con las ganas de casarte.
Me gusta la valentía.
Y la lengua, ¿se enredó?
-Pues, mire usted, yo creía
que iba a ser más; pero no.
Y eso que al dir a empezar,
por mucho que porfié,
pues no me pude acordar
del emprencipio de usté.
-¡Por vida de!… ¿Y qué jinojos
hiciste entonces, Jenaro?
-Pues, nada, cerrar los ojos
y dir p’adelante.
-¡Pues claro!
Cuando se ignora, se inventa.
-¡Pues ese fue el aquél mío!
Me tuve que echar la cuenta
que se echa el hombre perdío,
y como un eral cerril
arremetí con alientos,
porque ya, preso por mil…
Pues preso por mil quinientos.
No es más que mientras se empieza.
Yo cuantis que me corté,
pues na más de mi cabeza
cuasi todo lo saqué.
-¡Bien hecho! ¿Y le gustaría
bastante más que lo mío?
-Yo le dije asín: «María:
dirás que a qué habré venío».
-¿Y qué te dijo?
Que hablara.
Ella abajó la cabeza
y se le puso la cara
lo mesmo que una cereza.
A mí también se me ardía,
la verdá se ha de decir;
pero le dije: «María:
¿sabrás que tengo un sentir?»
-¡Bien dicho! ¿Y no te comieron
porque hiciste esa pregunta?
-No, pero se me pusieron
todos los pelos de punta.
Yo cuasi que no veía,
la verdá se ha de decir;
pero le dije: «María:
sabrás que tengo un sentir.»
Cuasi que me han obligao
-le dije- a venir acá,
que yo bien retuso he estao
por mó de la cortedá;
pero el amo que sabía
mi sentir, pues ayer tarde
mesmamente, me decía:
«Jenaro, ¡no seas cobarde!
La moza es poco fiestera
y poco aparentadora,
y no es moza ventanera
y es árdiga y vividora.
Y luego, es bien parecía,
y es callaíta y prudente,
y es honesta y recogía
y viene de buena gente…
Anda con ella, comienza
mañana a la noche a dir,
que a cuenta de la vergüenza
te la dejas escurrir…»
Pues sobre aquello volviendo
del sentir que te decía,
sabrás que te estoy quisiendo
ya hace tres años, María.
Siempre he andao negativo
dejándolo pa dispués,
y na más es a motivo
de lo corto que uno es.
Y asín me estaba, me estaba,
aguantándome el sentir,
a ver si se me pasaba,
la verdá se ha de decir.
Y hate cuenta que cada año
pues más me reconcomía,
hasta que ya dije hogaño:
¡Habrá que estar con María!
Porque en habiendo un querer,
la verdá se ha de decir,
ni cuasi puedes comer
ni cuasi puedes dormir.
Y no es el decir que uno
esté encitando el pensar,
porque yo creo que nenguno
quedrá siempre asín estar.
Es na más que te aficionas
y que pierdes la chaveta
en cuantis que una persona
por los ojos se te meta.
Y que ya nadie te apea
ni te hace volver atrás
y llevas aquella idea
por andiquiera que vas.
Pues un querer derechero
como el corazón te ablande,
es igual que un abujero:
cuanti más le hurgas, más grande.
-¡Caramba! ¡Muy bien, Jenaro!
Y ella entonces te diría…
-A lo primero, pues claro,
dijo que ya se vería.
Pero dispués, ya ve usté,
la gente se va atreviendo.
Yo le dije: «Volveré»
Y ella me dijo: «Vay viniendo».
-Vamos, sí, que habrá casorio.
-De eso entá no hemos tratao.
Sólo el parlárselo…, ¡Corio!,
¡más vergüenza me ha costao…!
Invitación
Te invito desde el destierro.
Sin despecho, sin rencores.
En este risueño encierro,
hospital de mis dolores,
estoy cantando el entierro
de nuestros muertos amores.
¡Prevista estaba la suerte!
Inquietos y casquivanos,
y puestos entre tus manos,
murieron de mala muerte,
que no hay cosa menos fuerte
que unos amores livianos.
El tuyo liviano era,
y el que te di no me extraña
que víctima suya fuera.
¡Ya no eres tú la primera
pobre mujer que me engaña
de esa sencilla manera!
Y en este juego de amor
sé que quieres demostrar
que no fui yo el burlador…
Tranquila puedes estar,
que yo mismo haré constar
que es muy tuyo el tal honor.
Y dígote sin recelo
que tu engaño hízome daño,
porque yo no soy de hielo;
mas no te parezca extraño
que ahora bendiga ese engaño
que le abre a mi amor el cielo.
Pondrélo en lugar seguro,
pues, tras fracaso tan duro,
no a más mujeres confío
un amor como este mío,
que, por no ser todo impuro,
te ha parecido muy frío.
De una aspiración bendita
te he querido hablar mil veces:
mas sospecho, mujercita,
que esta idea que me agita
no cabe en las estrecheces
de tu linda cabecita.
Haciendo estoy penitencia,
y quiera Dios perdonarme
amores tan desdichados:
quiero limpiar mi conciencia
para ante Dios presentarme
sin esos ruines pecados.
Y limpio de vaho impuro
de aquel amor tentador,
tan torpe como inseguro,
después que me sienta puro,
pondré en Dios todo mi amor,
que en Dios estará seguro.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Antes que en ese camino,
por donde corres sin tino,
des con un mal caballero
que juegue con tu imprudencia,
te invito a hacer penitencia
y a cambiar de derrotero.
Qué, ¿te ríes? ¡Cuántas veces
he temido, mujercita,
que esta sana aspiración
no cabe en las estrecheces
de esa linda cabecita
y ese enfermo corazón!…
Las hazañas de «coral»
a mi compañero de caza Don J. de la F. A.
Con la canana llena
de municiones,
y el morral atestado
de provisiones,
la escopeta brillante
como unas ascuas,
el coral tan alegre
como unas pascuas,
la petaca bien llena
de cigarrillos
y las manos metidas
en los bolsillos,
salíme ayer al coto
muy de mañana,
dispuesto a no dejarme
tórtola sana,
ni perdiz, ni conejo
que no matase,
ni codorniz, ni liebre
que lo contase.
¡Qué mañanita hacía
tan deliciosa!
¡qué brisa la del monte
tan olorosa!
¡qué aurora tan radiante!,
¡qué algarabía
de pájaros cantores
la que se oía!
henchía los pulmones
un airecillo
con aromas de espliegos
y de tomillo;
flotaban las neblinas
en la hondonada,
bramaban los becerros
en la majada,
las alondras corrían
por los caminos,
las urracas chillaban
en los espinos,
silbaban los vaqueros,
cantaba el cuco
y graznaba el imbécil
abejaruco.
Al salir el sol claro
del nuevo día,
todo resucitaba,
todo reía.
Esponjaban sus plumas
las tortolillas,
desplegaban el moño
las abubillas,
saltaban los pardillos
junto a la fuente,
se bañaban los tordos
en la corriente,
dormitaba el milano
sobre el peñasco,
el lagarto bullía
bajo el carrasco,
y metiendo el piquito
bajo las alas,
se espulgaban las firras
y las zorzalas.
¡Vaya una mañanita
la tal mañana!
¡vaya un olor a heno
y a mejorana!
mi perro retozaba
como un ternero.
¡Es el perro más bruto
del mundo entero!
vamos, coral le dije,
basta de bromas
y echemos una mano
por estas lomas.
Si tienes buenos vientos
y me obedeces
yo te he de dar el premio
que te mereces;
pero si eres muy loco,
si eres muy malo,
te daré pocos mimos
y mucho palo.
Cuando caiga una pieza,
vas a buscarla,
y la traes en la boca
sin destrozarla.
No hagas barbaridades
sin ton ni fruto,
mira que tienes pinta
de ser muy bruto,
y si me armas alguna
por ser violento,
te pego una paliza
que te reviento.
El perro me miraba
como un idiota,
sin menear siquiera
la cabezota;
yo seguí mis sermones,
mas de repente
levantó una pataza
tranquilamente,
y ante mis propias barbas
hizo una cosa
poco limpia y muy poco
respetuosa.
Al empezar la mano,
junto al camino,
vi posada una alondra
sobre un espino;
la tiré; cayó muerta
y a escape el perro
la apresó en sus enormes
dientes de hierro.
¡No le duró en la boca
medio minuto!
¡yo no he visto en mi vida
perro más bruto!
se tragó el pajarillo
más fácilmente
que se traga una píldora
pé de la fuente.
Y mientras yo, furioso,
le reprendía,
me miraba el imbécil
y se lamía.
¡Tragaldabas, idiota,
le dije al punto:
si la hazaña repites,
te descoyunto!
¡si vuelves a las mismas
hoy mismo mueres!
¡tragaldabas, idiota!
¡qué bruto eres!
en el mismo momento
de estar hablando
una tórtola cerca
pasó volando.
La tiré como quise,
rompíla un ala
y cayó redondita
como una bala.
Lanzóse encima el perro
medio aturdido,
le llamé quince veces
a grito herido
y no le dio la gana
de respetarme,
ni de dejar la tórtola,
ni de escucharme.
Cuando yo fui corriendo
donde él estaba,
de la tórtola herida
sólo quedaba
una pluma de un ala,
la cabecita,
y dos o tres dedillos
de una patita.
Y el bárbaro del perro
vuelta a mirarme,
y hasta alzó las manazas
para halagarme.
Quise ahogarle allí mismo,
mas tuve calma
y le dije muy serio:
coral del alma,
como eres tan brutazo,
tú habrás creído
que has hecho ya dos gracias;
¡pues no, querido!
has hecho dos gansadas
de las peores
que pueden hacer perros
de cazadores.
¡U obedeces a ciegas
si yo te miro,
o antes de diez minutos
te pego un tiro!
y seguimos cazando
tranquilamente
por la falda suave
de la pendiente.
De pronto, salen juntas
cuatro perdices,
que a poco no se posan
en mis narices;
apunté a la primera,
llamé la llave
y cayó como un trapo
la pobre ave.
El coral, más ligero
que una centella,
de cuatro o cinco saltos
se echó sobre ella.
Yo ya no me entretuve
con más llamadas
y llegué donde el perro
de tres zancadas.
¡Yo no he visto en mi vida
perro más bruto!
si llego a entretenerme
medio minuto,
no tengo ni el consuelo
de ver la huella
del cuerpo de la hermosa
perdiz aquella.
¡Gracias a que el muy bruto
se la quería
tragar de un par de golpes
y no podía!
lo cogí, lleno de ira,
de una orejaza,
le metí la escopeta
por la bocaza,
y así pude arrancarle
de los dientazos
la perdiz destrozada
casi en pedazos.
Pareciéndome aquello
castigo chico,
le pegué diez cachetes
en el hocico,
le puse a las narices
la perdiz muerta
y le dije indignado:
¡boca de espuerta!
el buen perro no come
pieza que cobra.
Di: ¿no tienes en casa
pan que te sobra?
tragabuches, infame,
mal educado,
¿sabes que mis sermones
te han reformado?
no te mato ahora mismo
de un estacazo
porque soy menos bruto
que tú, brutazo;
mas como mi consejo
no te aproveche,
yo le diré al tío pincos
que te escabeche.
Si vivir siempre a gusto
conmigo quieres,
medita, coralito,
lo bruto que eres,
y si es que tu torpeza
no tiene cura
le encargaré al tío pincos
la sepultura.
Vámonos hoy a casa.
Yo te perdono
y no quiero guardarte
rencor ni encono.
Solamente hoy te impongo
como castigo,
contarle tus hazañas
a un buen amigo
que también tiene un perro
tocayo tuyo,
solo que tú no llegas
a donde el suyo.
¿Quieres saber la causa?
pues te la digo:
¡es… Que tú eres más bruto
que el de mi amigo!
mal educado estaba el gran coral,
pero ya no está mal; está muy mal.
Ya no come las piezas que levanta,
pero hace algo peor: me las espanta.
¡A este perro cerril no hay quien lo dome!
la caza que le mates, se la come,
y si piezas de caza no le matas,
se dedica a cazar grillos y ratas.
Por ver si muda de conducta y traza
llevélo ayer a peñalniño a caza.
Peñalniño es un cerro alto, gigante,
al cerro de la cruz muy semejante:
pero está más tendido, es más bajito,
más abundante en caza y más bonito.
¡Hasta estos pedacitos de la sierra
son aquí más bonitos que en tu tierra!
pues, como iba diciendo, fuime al cerro
y me llevé los galgos con el perro
a ver si este gandul se enmienda algo
yendo a mi lado y entre galgo y galgo.
¡Como no lo reviente o lo deslome,
a este perro cerril no hay quien lo dome!
¡y menos mal que ha demostrado, al menos,
que tiene vientos, pero vientos buenos!
mas es un bruto que, en oliendo caza,
pierde el juicio, el respeto y la cachaza.
Cuando entramos ayer en cazadero,
cazaba con tal calma y tal salero
que me obligó a pensar subiendo al cerro:
¿si habré sido yo ingrato con el perro?
¿si al juzgarle me habré yo equivocado
y le habré injustamente calumniado?
ese modo de andar, esa cachaza,
esas posturas de excelente traza,
esa dilatación de las narices
que acaso ya ventean las perdices,
ese cuello tendido hacia adelante,
esa mirada vaga, chispeante,
y ese modo de alzar su gran cabeza
buscando el viento de la oculta pieza,
son indicios, al menos, de que el perro
sabe que está cazando en este cerro.
Si echa una pieza y se la tiro, y cae,
y sabe obedecerme, y me la trae,
-¡me acabé de lucir, coral querido!-
tendré que confesar que te he ofendido
y que tienes un amo muy ligero,
calumniador, injusto y embustero.
Así iba yo pensando tristemente
cuando el perro se para y, de repente,
cerro arriba arrancó como un venablo,
¡como alma de ladrón que lleva el diablo!
¿serán conejos o serán perdices
lo que van venteando sus narices?
-¡coralito-, le dije, -espera un poco!
¡espérame, coral, y no seas loco!
¡¡ven aquí, coralón, no me impacientes!!
¡¡coralazo, gandul, así revientes!!
y gritando y corriendo tras el perro,
por la cuesta más áspera del cerro
se me fueron los pies por un peñasco,
y de cara caí sobre un carrasco.
Sin respirar me levanté ligero,
recogí la escopeta y el sombrero
y rascándome un poco las narices,
de nuevo eché a correr tras las perdices.
¡Todo fue inútil! el gandul del perro,
las echó hacia la cúspide del cerro,
y viéndolas volar quedé parado
con la boca entreabierta y atontado.
Además de quedarme sin perdices,
pude también quedarme sin narices.
Se redujo la cosa a un arañazo,
un pequeño chichón y un buen zarpazo;
pero, aun librando bien, aquel que quiera
saber lo que es caer de esa manera,
¡que se deje rodar por un peñasco
y se caiga de cara en un carrasco!
el perro regresó triste y arisco
y sentóse a la sombra de un torvisco;
yo no quise ni hablarle de perdices,
ni siquiera enseñarle mis narices,
¡al que no se hace bueno con sermones,
se le obliga a ser bueno a pescozones!
le di media docena de primera,
mimé a los galgos para que él lo viera,
fumé un cigarrillo, descansé un poquito
¡y adelante otra vez, que es tardecito!
del prado verdinal, junto a la esquina,
en una carrasquera chiquitina,
de nuevo el perro se quedó parado
y púseme en seguida yo a su lado,
dispuesto a fusilar lo que saliera
de aquella miserable carrasquera.
Yo, por más que miré nada veía,
pero el perro la muestra no rompía;
y ante fijeza tal y tal postura,
me dije para mí: ¡liebre segura!
-¡entra, coral!- le dije al verle inerte.
-¡Entra, coral!- le repetí más fuerte.
-¡Entra, coral!- grité por vez tercera;
y el perro se lanzó a la carrasquera.
¡Oh vergüenza! ¡oh dolor! ¡oh triste chasco!
en lugar de salir de entre el carrasco
una liebre a saltar de mata en mata,
salió un lagarto de cabeza chata,
lomo verdoso, vivarachos ojos
y blanca panza con puntitos rojos.
Lo mismo que un ratón que ha visto al gato,
salió azarado el bicharraco chato,
y el perro se lanzó tras él más listo
que el gato hambriento que al ratón ha visto.
A cambio de un mordisco en una mano,
diole el perro un zarpazo soberano,
echóle el diente y el reptil arisco
le atizó en el hocico el gran mordisco.
Debió ser un mordisco sandunguero
porque el perro gruñó muy lastimero,
flojó los dientes, escurrióse el bicho
y cojo y todo se metió en su nicho.
A casita, coral, que el sol se pone
y es posible que el morro se te encone.
Te doy mi enhorabuena más cumplida
por la dulce caricia recibida,
y me alegra en el alma, buen amigo,
de ver, tras tu pecado, tu castigo.
¿Confunden todavía tus narices
los lagartos con liebres y perdices?
pues aprende, gandul, que esa es tu ciencia;
aprende a distinguir; y en penitencia,
mientras los dientes del lagarto alabo,
¡te rascas el hocico con el rabo!

