A Don Wenceslao Ayguals de Izco Epístola (En verso prosaico) Tienes ¡oh Wenceslao! cosas diábolicas, Ocurrencias fatales, como tuyas; Y desdichas ¡ay Dios! tan hipérbolicas Traen para mí, que aunque de oírlas huyas Te las voy a encajar, porque a mi antigua Y cerril libertad me restituyas. ¿Dónde habrá ¡oh caro Izco! más ambigua Situación que esta ruin en que me pones, A los trabajos de Hércules contigua? ¿Escribir en La Risa me propones Y hacer reír? ¡A mí, que siempre he sido El cantor de la sangre y las visiones! ¡A mí que en todas partes me han tenido Por el búho más negro y melancólico Que del furor romántico ha nacido! ¡A mí, cuyo estro bárbaro y diabólico Espanta al sano público en la escena Con obras que espeluznan a un católico! ¿Yo hacer reír? ¡Pues la aprensión es buena! Con que te firme yo tu semanario No queda al punto un suscriptor, y truena. Mira lo que haces, Izco temerario, Mira que te lo ruego por los cielos; Ve tu empresa con ojos de empresario. Porque si yo, cumpliendo tus anhelos, Tiendo por tu papel mi negra pluma, Te has de tirar muy pronto de los pelos. Alíviame este peso que me abruma Renunciando a mis versos montaraces, Que es lo que a entrambos nos conviene en suma. Mas… áspero mohín veo que me haces Esto leyendo… ¿En tu opinión te cierras? No me resisto más, tengamos paces. Escribiré en La Risa, pues te aferras En ello, Ayguals; mas sobre ti los daños, Que mis jovialidades desentierras. Horrendas cosas escribí en cinco años; Más nueva luz en mí desde hoy sintiendo, De mano voy a dar a mis engaños. Voy a reírme yo, reír haciendo Al que no haga llorar, ridiculeces Del mundo en que vivimos descubriendo. Voy a hacerte reír, pero tus preces Dirige al cielo, Ayguals, porque te juro Que te voy a mostrar las desnudeces De la verdad, en castellano puro; No correcto tal vez, pero tan claro, Que ha de entenderlo el montañés más duro. Y aqueste empeño para hacer más raro, Por mí voy a empezar, ante tus ojos Mostrándome cual soy bien sin reparo. Perdona si tal vez te causa enojos Mi ruin y flaca aparición barbuda; Resultado es no más de tus antojos. Contempla, pues, mi humanidad desnuda, Y piensa que cual yo te me presento Voy a poner a los demás sin duda. Yo soy un hombrecillo macilento, De talla escasa, y tan estrecho y magro, Que corto andando, como naipe, el viento. Y protegido suyo me consagro, Pues son de delgadez y sutileza Ambas a dos, mis piernas un milagro. Sobre ellas van mi cuerpo y mi cabeza, Como el diamante, al aire; y abundosa, Pelos me prodigó Naturaleza, De tal modo, que en siesta calurosa Mis melenas y barbas extendidas A mi persona dan sombra anchurosa. Mi cara es como muchas que perdidas Entre la turba de las otras caras, Se pasean sin ser apercibidas. Mofadora expresión si la reparas Muestra a veces, las más, indiferencia, Y otras melancolía, aunque muy raras. Cual soy me tienes, pues, en tu presencia Visto por fuera, Wenceslao amigo; Pero visto por dentro hay diferencia. Que aunque soy en verdad, como te digo, De hombre en el exterior menudo cacho, Alma más rara bajo de él abrigo. Serio a veces, a veces vivaracho, Tengo a veces arranques tan exóticos, Que rayan en tontunas de muchacho. Y otras veces los tengo tan despóticos, Que atropello razones y exigencias Por cumplir mis caprichos estrámboticos. Poco alcanzo en las artes y en las ciencias, Y eso que allá los padres Jesuitas Me avivaron un tanto las potencias. Mas yo, dificultades infinitas En las ciencias hallando, echéme en brazos De las Musas. Mujeres y bonitas Ellas, muchacho yo, caí en sus lazos; Y a fe que sus cariños me valieron Inútiles, mas sendos sermonazos. Tantos fueron, que al fin me condujeron A oírlos con glacial indiferencia, Y en mí esta indiferencia produjeron Con que miro las cosas (y en conciencia, Aunque cual gran calamidad la lloro, No la puedo oponer gran resistencia). Alabo el bien y a la verdad imploro; Mas despierto con otra ventolera, Y el mal ensalzo y la mentira adoro. De esto viene el llamarme calavera; Mas si un día en razón meterme debo, ¿Quién duda que lo haré como cualquiera? Obscura vida, por mi gusto, llevo; Mas si llevarla del revés importa, Lo hallo tan fácil cual comerme un huevo. La existencia no me es larga ni corta, En paz la paso sin placer ni pena; Como no tengo plan, nunca me aborta. Si una buena alma investigar serena Quiere lo que yo soy, por mil caminos Irá, y tal vez de la verdad ajena; Que (abreviando discursos peregrinos) No sirve cuanto digo y cuanto hago Para atar dos ochavos de cominos. Porque soy todo yo tan raro y vago, Que ni nadie me entiende ni me entiendo. Lo que hice ayer, mañana lo deshago; Dejo hoy tal vez lo que mañana emprendo, Y así salen mis obras a mi antojó, Aunque digas ¡oh Ayguals! «No lo comprendo.» Tal soy, como te he dicho, y algo flojo Tal vez anduve: mi retrato es éste. Si a firmar tu periódico me arrojo, Voy a ser más dañino que la peste; Y he de sacarla pluma de mal año Aunque tu misma enemistad me cueste. Y pues donde cortar no falta paño En esta injerta sociedad de ahora, Do el ridículo sólo no es extraño, Si me quieres así, sea en buen hora: Reír me place, mas a costa ajena, Que es más dulce reír cuando otro llora. Tú dirás que esta epístola no es buena, Y que si ha de ser tal cuanto te escriba, Renuncias mis artículos sin pena. Más aunque bien dirás, en esto estriba La excelencia mayor de estos renglones, Pues de justicia es ley distributiva Que si critico de otros las acciones, Me exponga yo a su crítica primero, Y les dé la razón de mis razones. Con esto, Ayguals, contestación espero Recibir de tu puño, en versos fríos Y ásperos como clavos; lo que infiero No de uno de mis muchos desvaríos, Sino porque contestes dignamente A versos tales como son los míos. Contesta, pues, y ríase la gente: Que nos llamo La Risa sus apóstoles, Y aunque nos diga el vulgo irreverente Que esto es tocar el órgano de Móstoles.
Corriendo van por la vega Corriendo van por la vega a las puertas de Granada hasta cuarenta gomeles y el capitán que los manda. Al entrar en la ciudad, parando su yegua blanca, le dijo éste a una mujer que entre sus brazos lloraba: “Enjuga el llanto, cristiana no me atormentes así, que tengo yo, mi sultana, un nuevo Edén para ti. Tengo un palacio en Granada, tengo jardines y flores, tengo una fuente dorada con más de cien surtidores, y en la vega del Genil tengo parda fortaleza, que será reina entre mil cuando encierre tu belleza. Y sobre toda una orilla extiendo mi señorío; ni en Córdoba ni en Sevilla hay un parque como el mío. Allí la altiva palmera y el encendido granado, junto a la frondosa higuera, cubren el valle y collado. Allí el robusto nogal, allí el nópalo amarillo, allí el sombrío moral crecen al pie del castillo. Y olmos tengo en mi alameda que hasta el cielo se levantan y en redes de plata y seda tengo pájaros que cantan. Y tú mi sultana eres, que desiertos mis salones están, mi harén sin mujeres, mis oídos sin canciones. Yo te daré terciopelos y perfumes orientales; de Grecia te traeré velos y de cachemira chales. Y te daré blancas plumas para que adornes tu frente, más blanca que las espumas de nuestros mares de Oriente. Y perlas para el cabello, y baños para el calor, y collares para el cuello; para los labios…¡amor! “¿Qué me valen tus riquezas -respondióle la cristiana-, si me quitas a mi padre, mis amigos y mis damas? Vuélveme, vuélveme, moro a mi padre y a mi patria, que mis torres de León valen más que tu Granada” Escuchóla en paz el moro, y manoseando su barba, dijo como quien medita, en la mejilla una lágrima: “Si tus castillos mejores que nuestros jardines son, y son más bellas tus flores, por ser tuyas, en León, y tú diste tus amores a alguno de tus guerreros, hurí del Edén*, no llores; vete con tus caballeros” Y dándole su caballo y la mitad de su guardia, el capitán de los moros volvió en silencio la espalda.
El trovador   I De un elevado castillo que Arlanza orgulloso baña, un trovador elegante en la puente se paraba. En el rastrillo golpea con el pomo de una daga, y en los góticos salones ronco el eco se propaga. Un joven doncel, del fuerte presentóse en la muralla, y con semblante halagüeño dijo en alta voz: «¿Quién llama?» El Trovador que le ha oido dirigióle aquesta fabla: -«Si llegado es en buenhora, un pacífico infanzón que envía a vuestra señora don Rodrigo de Aragón».- Se alzó a este tiempo el rastrillo, y en el patio tuvo entrada; un paje tomó el corcel por las riendas plateädas, y el gallardo trovador por los salones se entraba.   II Confuso ruido se oía en la sala principal, y el extranjero hacía ella se dirigía en continente marcial muy altanero. Hallóla toda ocupada de galanes y de bellas en gran festín; doña Blanca de Moncada se ve la primera entre ellas como la rosa mas orgullosa en un jardín. El día feliz memora en que la luz primera vió; y a su lado por eso, gentil señora, tanta dama encantadora, tanto héroe celebrado hoy reunió.   III Entró do estaba el convite gentil el recién venido; hizo gracia con el morado sombrero, y atrevido en denodado ademán a doña Blanca se fué; y después de haber pedido su venia, ante ella galán quedó en pie. La dama se la otorgó y así el trovador habló:   IV » Don Enrique mi señor, » el cuarto Enrique es, » me manda donde me ves, » a mi, que soy trovador, » trovador aragonés. » Diz que es hoy vuestro natal, » y este monarca del mundo quiere honrarlo como tal, » que el cuarto Enrique así val » como val Juan el segundo. «Y una trova te ragala » que trova de amores es » y ninguna se la iguala; » por eso vine de gala, » trovador aragonés.-» -» Yo a tu señor agradezco, -doña Blanca respondió- » de un amor que no merezco » esta prueba que me dió. » Y a estas damas placerá » y galanes que aquí ves » trova de amores » que cantará » trovador aragonés.»   V Un dia risueño prepara la aurora ¡Feliz la señora del alto Muñón! ¡OH cuántas personas se ven a su lado! ¡Cuánto señalado valiente infanzón! Un buho funesto que cerca habitaba. Lejano graznaba. ¡Se le vido huir! La blanca paloma ocupa su nido; su amante gemido se acaba de oir. Porque hoy es el día de Blanca fermosa, la más bella rosa que tiene el jardín.   VI Su dulce voz espiró, y sus ecos repitieron las bóvedas de Muñó. Y en vano le pidieron quedase en el castillo. No pueden los caballeros ni las damas alcanzallo, que ha perdido su caballo y mandó que le alzaran el rastrillo; despidióse muy cortés y dijóles al partir: » Quedárame hasta mañana » en este festín de amor, » y fuera de buena gana; » más de Enrique mi señor » otra la voluntad es, » y yo soy su trovador, » trovador y aragonés».
Oriental Dueña de la negra toca, la del morado monjil, por un beso de tu boca diera a Granada Boabdil. Diera la lanza mejor del Zenete más bizarro, y con su fresco verdor toda una orilla del Darro. Diera la fiesta de toros, y si fueran en sus manos, con la zambra de los moros el valor de los cristianos. Diera alfombras orientales, y armaduras y pebetes, y diera… ¡que tanto vales!, hasta cuarenta jinetes. Porque tus ojos son bellos, porque la luz de la aurora sube al Oriente desde ellos, y el mundo su lumbre dora. Tus labios son un rubí, partido por gala en dos… Le arrancaron para ti de la corona de Dios. De tus labios, la sonrisa, la paz de tu lengua mana… leve, aérea, como brisa de purpurina mañana. ¡Oh, qué hermosa nazarena para un harén oriental, suelta la negra melena sobre el cuello de cristal, en lecho de terciopelo, entre una nube de aroma, y envuelta en el blanco velo de las hijas de Mahoma! Ven a Córdoba, cristiana, sultana serás allí, y el sultán será, ¡oh sultana!, un esclavo para ti. Te dará tanta riqueza, tanta gala tunecina, que ha de juzgar tu belleza para pagarle, mezquina. Dueña de la negra toca, por un beso de tu boca diera un reino Boabdil; y yo por ello, cristiana, te diera de buena gana mil cielos, si fueran mil.
A la memoria desgraciada del joven literato Ese vago clamor que rasga el viento es la voz funeral de una campana; vano remedo del postrer lamento de un cadáver sombrío y macilento que en sucio polvo dormirá mañana. Acabó su misión sobre la tierra, y dejó su existencia carcomida, como una virgen al placer perdida cuelga el profano velo en el altar. Miró en el tiempo el porvenir vacío, vacío ya de ensueños y de gloria, y se entregó a ese sueño sin memoria, ¡que nos lleva a otro mundo a despertar! Era una flor que marchitó el estío, era una fuente que agotó el verano: ya no se siente su murmullo vano, ya está quemado el tallo de la flor. Todavía su aroma se percibe, y ese verde color de la llanura, ese manto de yerba y de frescura hijos son del arroyo creador. Que el poeta, en su misión sobre la tierra que habita, es una planta maldita con frutos de bendición. Duerme en paz en la tumba solitaria donde no llegue a tu cegado oído más que la triste y funeral plegaria que otro poeta cantará por ti. Ésta será una ofrenda de cariño más grata, sí, que la oración de un hombre, pura como la lágrima de un niño, ¡memoria del poeta que perdí! Si existe un remoto cielo de los poetas mansión, y sólo le queda al suelo ese retrato de hielo, fetidez y corrupción; ¡digno presente por cierto se deja a la amarga vida! ¡Abandonar un desierto y darle a la despedida la fea prenda de un muerto! * Poeta, si en el no ser hay un recuerdo de ayer, una vida como aquí detrás de ese firmamento… conságrame un pensamiento como el que tengo de ti.
Escena XII Como gustéis, igual es, que nunca me hago esperar. Pues, señor, yo desde aquí, buscando mayor espacio para mis hazañas, di sobre Italia, porque allí tiene el placer un palacio. De la guerra y del amor antigua y clásica tierra, y en ella el Emperador, con ella y con Francia en guerra, díjeme: «¿Dónde mejor? Donde hay soldados hay juego, hay pendencias y amoríos». Di, pues, sobre Italia luego, buscando a sangre y a fuego amores y desafíos. En Roma, a mi apuesta fiel, fijé entre hostil y amatorio, en mi puerta este cartel: Aquí está don Juan Tenorio para quien quiera algo de él. De aquellos días la historia a relataros renuncio; remítome a la memoria que dejé allí, y de mi gloria podéis juzgar por mi anuncio. Las romanas caprichosas, las costumbres licenciosas, yo gallardo y calavera, ¿quién a cuento redujera mis empresas amorosas? Salí de Roma por fin como os podéis figurar, con un disfraz harto ruin y a lomos de un mal rocín, pues me quería ahorcar. Fui al ejército de España; mas todos paisanos míos, soldados y en tierra extraña, dejé pronto su compaña tras cinco o seis desafíos. Nápoles, rico vergel de amor, de placer emporio, vio en mi segundo cartel: Aquí está don Juan Tenorio, y no hay hombre para él. Desde la princesa altiva a la que pesca en ruin barca, no hay hembra a quien no suscriba, y cualquier empresa abarca si en oro o valor estriba. Búsquenle los reñidores; cérquenle los jugadores; quien se precie que le ataje, a ver si hay quien le aventaje en juego, en lid o en amores. Esto escribí; y en medio año que mi presencia gozó Nápoles, no hay lance extraño, no hubo escándalo ni engaño en que no me hallara yo. Por dondequiera que fui, la razón atropellé, la virtud escarnecí, a la justicia burlé y a las mujeres vendí. Yo a las cabañas bajé, yo a los palacios subí, yo los claustros escalé y en todas partes dejé memoria amarga de mí. Ni reconocí sagrado, ni hubo razón ni lugar por mi audacia respetado; ni en distinguir me he parado al clérigo del seglar. A quien quise provoqué, con quien quiso me batí, y nunca consideré que pudo matarme a mí aquel a quien yo maté. A esto don Juan se arrojó, y escrito en este papel está cuanto consiguió, y lo que él aquí escribió, mantenido está por él.
Misterio

A mi amigo D. Antonio García Gutiérrez

  ¡Ay! Aparta, falaz pensamiento, Que eterno en el alma bulléndome estás, Falsa luz que al impulso del viento, En vez de guiarme perdiéndome vas. Tras de ti por las sombras camino, Ni noche ni día descanso tras ti; Es seguirte tal vez mi destino, Y acaso es el tuyo guardarte de mí. Misteriosa visión de mi vida, Más vaga que el caos en forma y color, Te comprendo en mí mismo perdida, Cual sueño penoso, cual sombra de amor. Ya tu blanda amorosa sonrisa Me presta esperanza, me aviva la fe; Cual flor eres que aroma la brisa Y en seco desierto olvidada se ve Ya tu imagen sombría y medrosa Me ciega y me arrastra en su curso veloz, Como nube que rueda espantosa En brazos del viento al compás de su voz. Ya cual ángel de paz te contemplo, Y ya cual fantasma sangrienta y tenaz; En el valle, en la roca, en el templo, Te alcanzo a lo lejos hermosa y fugaz. Por doquiera te encuentran mis ojos; No miro ni tengo más rumbo doquier, Ya te muestres preñada de enojos, Fantasma enemiga o risueña mujer. Yo no sé de tu esencia el misterio, Tu nombre y tu vago destino no sé, Ni cuál es tu ignorado hemisferio, Ni adónde perdido siguiéndote irá. Mas no encuentro otro fin a mi vida, Más paz, ni reposo, ni gloria que tú, Que en el cóncavo espacio perdida, Tu alcázar es su ancho dosel de tisú. Por su rica región las estrellas A veces brillante camino te dan, Y otras veces tus místicas huellas Por mares de sombras perdiéndose van. Una brisa en las ramas sonando, Que dice tu nombre imagino tal vez, Y un relámpago raudo pasando, Tu forma me muestra en fatal rapidez. Yo, postrado al mirarte de hinojos, Doquier que apareces levanto un altar, Y arrasados en llanto los ojos, Tal vez insensato te voy a adorar. Mas al ir a empezar mi conjuro, Mi torpe blasfemia o mi casta oración, El Oriente en su cóncavo impuro. Me sorbe irritado mi blanca visión. Y tu imagen me queda en la mente Informe, insensible, cual bulto sin luz Que se crea el temor de un demente, De lóbrega noche entre el negro capuz. Sueño, estrella o espectro, ¿quién eres? ¿Qué buscas, fantasma, qué quieres de mí? ¿No hay sin ti ni dolor ni placeres? ¿No hay lecho, ni tumba, ni mundo sin ti? ¿No hay un hueco do esconda mi frente? ¿No hay venda que pueda mis ojos cegar? ¿No hay beleño que aduerma mi mente, Que hierve encerrada de sombra en un mar?… ¡Oh! Si gozas de voz y de vida, Si tienes un cuerpo palpable y real, Deja al menos, fantasma querida, Que goce un instante tu vista inmortal. Dame al menos un sí de esperanza, Alguna sonrisa, fugaz serafín, Con que espere algún día bonanza El golfo del alma que bulle sin fin. Mas si es sólo ilusión peregrina Que el ánima ardiente soñando creó, ¡Ay! deshaz esa sombra divina Que viene conmigo doquier que voy yo. Sí, deshazla, que en vano la miro En torno a mis ojos errante vagar, Si cual débil y triste suspiro Se pierde en los vientos al irla a abrazar. Sí, deshazla, que torpe mi mano, Su mano en la sombra jamás encontró, Ni el más flébil lamento liviano, Avaro en mi oído su labio posó. Muere al fin, ¡oh visión de mi vida! Más vaga que el caos en forma o color, A quien siento en mí mismo perdida, Cual sueño penoso, cual sombra de amor. Mas ¿qué fuera del triste peregrino Que cruzando sediento el arenal No encontrara jamás en su camino Mansa sombra ni fresco manantial? De esta vida en la noche tormentosa, ¿Qué rumbo ni qué término seguir? Sin tu vaga presencia misteriosa, Sin tu blanca ilusión, ¿cómo vivir? Abriéranse mis ojos a mirarte, Mis oídos tus pasos a escuchar, Y al fin, desesperados de encontrarte, Tornáranse en tinieblas a cerrar. Despertara en la noche solitaria De tus palabras al fingido son, Y sólo respondiera a mi plegaria El latido del triste corazón. ¡Sombra querida, sin cesar conmigo Mis lentas horas hechizando ven, Y el desierto arenal será contigo, Huerto frondoso y perfumado Edén! No expires, misterioso pensamiento Que dentro oculto de mi mente vas, Aunque no alcance el corazón sediento Tu tanta esencia a comprender jamás. No sepa nunca tu verdad dudosa; Vélame, si lo quieres, tu razón; Disípate a lo lejos vagarosa, Mas sé siempre mi cándida ilusión. Al fin sabré que junto a ti respiro, Que estás velando junto a mí sabré, Y que aun brilla oscilando en lento giro La consumida antorcha de mi fe. ¿Qué me importa tu esencia ni tu nombre, Genio hermoso, o quimérica ilusión, Si en esta soledad, cárcel del hombre, Dentro de ti te guarda el corazón? ¿Qué me importa jamás saber quién eres, Astro de cuya luz gozando voy, Término de mi afán y mis placeres, Dios que sin fin idolatrando estoy? Quienquier que seas, vano pensamiento, Mujer hermosa que soñando vi, O recuerdo o tenaz remordimiento, Ni un solo instante viviré sin ti. Si eres recuerdo endulzarás mi vida, Si eres remordimiento te ahogaré, Si eres visión te seguiré perdida, Si eres una mujer yo te amaré.
Con el hirviente resoplido Con el hirviente resoplido moja el ronco toro la tostada arena, la vista en el jinete ata y serena, ancho espacio buscando el asta roja. Su arranque audaz a recibir se arroja, pálida de valor la faz morena, e hincha en la frente la robusta vena el picador, a quien el tiempo enoja. Duda la fiera, el español la llama; sacude el toro la enastada frente, la tierra escarba, sopla y desparrama; le obliga el hombre, parte de repente, y herido en la cerviz, húyele y brama, y en grito universal rompe la gente.
Pereza ¡Cuán descansadamente, Lejos del vano mundo, se reposa A la orilla de límpida corriente O de un moral bajo la sombra hojosa! En el césped mullido, Sin luz los ojos, sin vigor los brazos, De la tranquila soledad el ruido Se pierde por la atmósfera a pedazos. El ánima descansa De la ciega pasión y su braveza, Y el cuerpo, presa de indolencia mansa, Se goza en su pacífica pereza. Entonces, no el tesoro Ni la sed del placer el alma aviva; El más rico licor, en copa de oro, Entonces se desprecia y no se liba. La mente no se inquieta Por pensamientos de dolor cercada: Que a su honda languidez yace sujeta, Y a su propia impotencia encadenada. Sin luz el ojo vago, Sin un sonido sobre el labio abierto, Pasa la vida cual por hondo lago De incierta luz el resplandor incierto. Así vuelan las horas, Y así pasan pacíficas y bellas, Cual las aves del viento voladoras, Cual la cobarde luz de las estrellas?. Así el pesar se aduerme, Y al grato son de una aura que murmura, Tal vez se goza del reposo inerme Que confunde el pesar con la ventura. Así mis horas quiero Que pasen sin valor y sin fortuna, Ya al manso son del céfiro ligero, Ya al resplandor de la amarilla luna. Ven, amorosa Elvira, Ven a mis brazos, que de amor sediento, El perezoso corazón suspira Por ver tus ojos, por beber tu aliento. Ven, adorado dueño, Sepa que estás, en mi descanso inerte, Cercado mí para velar mi sueño; Cerca, hermosa, de mí cuando despierte. Yo, en la hierba tendido, En la sombra de un álamo frondoso, Entreveré, con ojo adormecido, Cuál velas mi descanso silencioso. El sol, a lento paso, Hundió en el mar su faz esplendorosa, Marcando su camino en el ocaso Vivo arrebol de púrpura y de rosa, El agua, mansamente, Con monótono arrullo le despide; Y arrastrando sus ondas lentamente, El ancho espacio de sus ondas mide. Sólo queda en la tierra El vapor del crepúsculo dudoso, Y el vago aroma que la flor encierra, Se esparce por el aire vagaroso. Y las fuentes corriendo, Y las brisas volando, se estremecen, Y su soplo en los árboles creciendo, A su soplo los árboles se mecen. Trémulas van las olas Bajo sus alas mansas y ligeras, Reflejando las sueltas banderolas De las naves que el mar surcan veleras. Y la luna argentina, La bóveda al cruzar del firmamento, La inmensidad del Bósforo ilumina, Color prestando al invisible viento. Y al son del mar vecino, Y al murmullo del viento caluroso, Y al reflejo del éter cristalino, Se aduerme el cuerpo en lánguido reposo En la quietud amiga De la callada noche macilenta, Hasta la misma languidez fatiga, Y el ánima se rinde soñolienta. ¡Oh! Bien haya el estío Con su tranquila y bochornosa calma, Que roba al corazón su ardiente brío Y en blanda inercia nos aduerme el alma Ya de ese insomnio presa, Me faltan voluntad y pensamiento, Y hasta mi cuerpo sin valor me pesa, Y el son me cansa de mi propio aliento. Dadme deleites, dadme; Henchidme de placeres los sentidos; Venid, eunucos, y al harén llevadme En vuestros brazos, al placer vendidos. Abridme esas ventanas, Dadme a beber el aura de la noche Y a saborear las ráfagas livianas Que a la flor rasgan su aromado broche. Quiero al son de las olas Secar un corazón en solo un beso; Traedme mis esclavas españolas, Que el mío tienen en sus ojos preso. Venid, venid, hermosas, Divertidme con danzas y canciones; Venid en lechos de fragantes rosas, Venid, blancas y espléndidas visiones, Quemad en mis pebetes Cuanto aroma encontréis en mi palacio, Y respiren sus anchos gabinetes Ámbar opreso en reducido espacio. Ven, voluptuosa Elvira, Trénzame con tu mano mis cabellos; Y tú, Inés, por quien Málaga suspira, Nardo derrama y azahar en ellos. Traedme a esos esclavos Que aportan mis bajeles viento en popa; Presa que hicieron mis piratas bravos En un rincón de la dormida Europa. Vengan a mi presencia, Y al son de sus extraños instrumentos Sirvan a mi poder y a mi opulencia, Si no con su canción, con sus lamentos. Dadme deleites, dadme; Cúbreme, Elvira, con tu chal de espumas, Y las tostadas sienes refrescadme Con abanicos de rizadas plumas. Suene en mi torpe oído Su suave son como murmullo blando De arroyo que a la mar baja perdido, De peña en peña juguetón rodando; Cual tórtola que llama, Con lento arrullo que en el viento pierde, La descarriada tórtola a quien ama, De árbol sombrío en el columpio verde. Danzad mientras reposo, Cantad en derredor mientras descanso, Y no sienta en mi sueño voluptuoso Más que murmullo lisonjero y manso.
Corriendo van por la vega Corriendo van por la vega a las puertas de Granada hasta cuarenta gomeles y el capitán que los manda. Al entrar en la ciudad, parando su yegua blanca, le dijo éste a una mujer que entre sus brazos lloraba: «Enjuga el llanto, cristiana no me atormentes así, que tengo yo, mi sultana, un nuevo Edén para ti. Tengo un palacio en Granada, tengo jardines y flores, tengo una fuente dorada con más de cien surtidores, y en la vega del Genil tengo parda fortaleza, que será reina entre mil cuando encierre tu belleza. Y sobre toda una orilla extiendo mi señorío; ni en Córdoba ni en Sevilla hay un parque como el mio. Allí la altiva palmera y el encendido granado, junto a la frondosa higuera, cubren el valle y collado. Allí el robusto nogal, allí el nópalo amarillo, allí el sombrío moral crecen al pie del castillo. Y olmos tengo en mi alameda que hasta el cielo se levantan y en redes de plata y seda tengo pájaros que cantan. Y tú mi sultana eres, que desiertos mis salones están, mi harén sin mujeres, mis oídos sin canciones. Yo te daré terciopelos y perfumes orientales; de Grecia te traeré velos y de Cachemira chales. Y te dará blancas plumas para que adornes tu frente, más blanca que las espumas de nuestros mares de Oriente. Y perlas para el cabello, y baños para el calor, y collares para el cuello; para los labios… ¡amor!» «¿Qué me valen tus riquezas -respondióle la cristiana-, si me quitas a mi padre, mis amigos y mis damas? Vuélveme, vuélveme, moro a mi padre y a mi patria, que mis torres de León valen más que tu Granada.» Escuchóla en paz el moro, y manoseando su barba, dijo como quien medita, en la mejilla una lágrima: «Si tus castillos mejores que nuestros jardines son, y son más bellas tus flores, por ser tuyas, en León, y tú diste tus amores a alguno de tus guerreros, hurí del Edén, no llores; vete con tus caballeros.» Y dándole su caballo y la mitad de su guardia, el capitán de los moros volvió en silencio la espalda.
Dueña de la negra toca Dueña de la negra toca, la del morado monjil, por un beso de tu boca diera a Granada Boabdil. Diera la lanza mejor del Zenete más bizarro, y con su fresco verdor toda una orilla del Darro. Diera la fiesta de toros y, si fueran en sus manos, con la zambra de los moros el valor de los cristianos. Diera alfombras orientales, y armaduras y pebetes, y diera… ¡que tanto vales!, hasta cuarenta jinetes. Porque tus ojos son bellos, porque la luz de la aurora sube al Oriente desde ellos, y el mundo su lumbre dora. Tus labios son un rubí, partido por gala en dos… Le arrancaron para ti de la corona de Dios. De tus labios, la sonrisa, la paz de tu lengua mana… leve, aérea, como brisa de purpurina mañana. ¡Oh, qué hermosa nazarena para un harén oriental, suelta la negra melena sobre el cuello de cristal, en lecho de terciopelo, entre una nube de aroma, y envuelta en el blanco velo de las hijas de Mahoma! Ven a Córdoba, cristiana, sultana serás allí, y el sultán será, ¡oh sultana!, un esclavo para ti. Te dará tanta riqueza, tanta gala tunecina, que ha de juzgar tu belleza para pagarle, mezquina. Dueña de la negra toca, por un beso de tu boca diera un reino Boabdil; y yo por ello, cristiana, te diera de buena gana mil cielos, si fueran mil.
José Zorrilla y Moral, poeta, Valladolid, 1817-1893
A buen juez mejor testigo I Entre pardos nubarrones pasando la blanca luna, con resplandor fugitivo, la baja tierra no alumbra. La brisa con frescas alas juguetona no murmura, y las veletas no giran entre la cruz y la cúpula. Tal vez un pálido rayo la opaca atmósfera cruza, y unas en otras las sombras confundidas se dibujan. Las almenas de las torres un momento se columbran, como lanzas de soldados apostados en la altura. Reverberan los cristales la trémula llama turbia, y un instante entre las rocas riela la fuente oculta. Los álamos de la Vega parecen en la espesura de fantasmas apiñados medrosa y gigante turba; y alguna vez desprendida gotea pesada lluvia, que no despierta a quien duerme, ni a quien medita importuna. Yace Toledo en el sueño entre las sombras confusa, y el Tajo a sus pies pasando con pardas ondas lo arrulla. El monótono murmullo sonar perdido se escucha, cual si por las hondas calles hirviera del mar la espuma. ¡Qué dulce es dormir en calma cuando a lo lejos susurran los álamos que se mecen, las aguas que se derrumban! Se sueñan bellos fantasmas que el sueño del triste endulzan, y en tanto que sueña el triste, no le aqueja su amargura. Tan en calma y tan sombría como la noche que enluta la esquina en que desemboca una callejuela oculta, se ve de un hombre que guarda la vigilante figura, y tan a la sombra vela que entre las sombras se ofusca. Frente por frente a sus ojos un balcón a poca altura deja escapar por los vidrios la luz que dentro le alumbra; mas ni en el claro aposento, ni en la callejuela oscura el silencio de la noche rumor sospechoso turba. Pasó así tan largo tiempo, que pudiera haberse duda de si es hombre, o solamente mentida ilusión nocturna; pero es hombre, y bien se ve, porque con planta segura, ganando el centro a la calle, resuelto y audaz pregunta: «¿Quién va?», y a corta distancia el igual compás se escucha de un caballo que sacude las sonoras herraduras. «¿Quién va?», repite, y cercana otra voz menos robusta responde: «Un hidalgo, ¡calle!» Y el paso el bulto apresura, «Téngase el hidalgo», el hombre replica, y la espada empuña. «Ved más bien si me haréis calle, repitieron con mesura, que hasta hoy a nadie se tuvo Iván de Vargas y Acuña.» «Pase el Acuña y perdone», dijo el mozo en faz de fuga, pues, teniéndose el embozo, sopla un silbato y se oculta. Paró el jinete a una puerta, y con precaución difusa salió una niña al balcón que llama interior alumbra. «¡Mi padre!», clamó en voz baja, y el viejo en la cerradura metió la llave pidiendo a sus gentes que le acudan. Un negro por ambas bridas, tomó la cabalgadura, cerróse detrás la puerta y quedó la calle muda. En esto desde el balcón, como quien tal acostumbra, un mancebo por las rejas de la calle se asegura. Asió el brazo al que apostado hizo cara a Iván de Acuña, y huyeron en el embozo velando la catadura.   II Clara, apacible y serena pasa la siguiente tarde, y el sol tocando su ocaso apaga su luz gigante; se ve la imperial Toledo dorada por los remates como una ciudad de grana coronada de cristales. El Tajo por entre rocas sus anchos cimientos lame, dibujando en las arenas las ondas con que las bate. Y la ciudad se retrata en las ondas desiguales, como en prendas de que el río tan afanoso la bañe. A lo lejos en la Vega tiende galán por sus márgenes, de sus álamos y huertos el pintoresco ropaje; y porque su altiva gala más a los ojos halague, la salpica con escombros de castillos y de alcázares. Un recuerdo en cada piedra que toda una historia vale, cada colina un secreto de príncipes o galanes. Aquí se bañó la hermosa por quien dejó un rey culpable amor, fama, reino y vida en manos de musulmanes. Allí recibió Galiana a su receloso amante, en esa cuesta que entonces era un plantel de azahares. Allá por aquella torre que hicieron puerta los árabes, subió el Cid sobre Babieca con su gente y su estandarte. Más lejos se ve el castillo de San Servando, o Cervantes, donde nada se hizo nunca y nada al presente se hace. A este lado está la almena por do sacó vigilante el conde don Peranzules al rey, que supo una tarde fingir tan tenaz modorra, que, político y constante, tuvo siempre el brazo quedo las palmas al horadarle. Allí está el circo romano, gran cifra de un pueblo grande, y aquí la antigua basílica de bizantinos pilares, que oyó en el primer concilio las palabras de los Padres que velaron por la Iglesia perseguida o vacilante. La sombra en este momento tiende sus turbios cendales por todas esas memorias de las pasadas edades; y del Cambrón y Bisagra los caminos desiguales, camino a los toledanos hacia las murallas abren. Los labradores se acercan al fuego de sus hogares, cargados con sus aperos, cargados con sus afanes. Los ricos y sedentarios se tornan con paso grave, calado el ancho sombrero, abrochados los gabanes; y los clérigos y monjes y los prelados y abades, sacudiendo el leve polvo de capelos y sayales. Quédase sólo un mancebo de impetuosos ademanes, que se pasea ocultando entre la capa el semblante. Los que pasan le contemplan con decisión de evitarle, y él contempla a los que pasan como si a alguien aguardase Los tímidos aceleran los pasos al divisarle, cual temiendo de seguro que les proponga un combate; y los valientes le miran cual si sintieran dejarle sin que libres sus estoques en riña sonora dancen. Una mujer, también sola, se viene el llano adelante, la luz del rostro escondida en tocas y tafetanes. Mas en lo leve del paso y en lo flexible del talle puede a través de los velos una hermosa adivinarse. Vase derecha al que aguarda, y él al encuentro le sale diciendo…cuanto se dicen en las citas los amantes. Mas ella, galanterías dejando severa aparte, así al mancebo interrumpe en voz decidida y grave: «Abreviemos de razones, Diego Martínez; mi padre, que un hombre ha entrado en su ausencia dentro mi aposento sabe, y así quien mancha mi honra con la suya me la lave; o dadme mano de esposo, o libre de vos dejadme.» Miróla Diego Martínez atentamente un instante, y echando a su lado el embozo repuso palabras tales: «Dentro de un mes, Inés mía, parto a la guerra de Flandes; al año estaré de vuelta y contigo en los altares. Honra que yo te desluzca con honra mía se lave, que por honra vuelven honra hidalgos que en honra nacen.» «Júralo», exclama la niña. «Más que mi palabra vale no te valdrá un juramento.» «Diego, la palabra es aire.» «¡Vive Dios, que estás tenaz! Dalo por jurado y baste.» «No me basta; que olvidar puedes la palabra en Flandes.» «¡Voto a Dios! ¿Qué más pretendes?» «Que a los pies de aquella imagen lo jures como cristiano del Santo Cristo delante.» Vaciló un punto Martínez. Mas porfiando que jurase, llevóle Inés hacia el templo que en medio la Vega yace. Enclavado en un madero, en duro y postrero trance, ceñida la sien de espinas, descolorido el semblante, víase allí un crucifijo teñido de negra sangre a quien Toledo devota acude hoy en sus azares. Ante sus plantas divinas llegaron ambos amantes, y haciendo Inés que Martínez los sagrados pies tocase, preguntóle «Diego, ¿juras a tu vuelta desposarme? Contestó el mozo: «¡Sí juro!», y ambos del templo se salen.   III Pasó un día y otro día un mes y otro mes pasó, y un año pasado había, mas de Flandes no volvía Diego, que a Flandes partió. Lloraba la bella Inés oraba un mes y otro mes su vuelta aguardando en vano, del crucifijo a los pies do puso el galán su mano. Todas las tardes venía después de traspuesto el sol, y a Dios llorando pedía la vuelta del español, y el español no volvía. Y siempre al anochecer, sin dueña y sin escudero, en un manto una mujer el campo salía a ver al alto del Miradero. ¡Ay del triste que consume su existencia en esperar! ¡Ay del triste que presume que el duelo con que él se abrume al ausente ha de pesar! La esperanza es de los cielos preciosos y funesto don, pues los amantes desvelos cambian la esperanza en celos que abrasan el corazón. Si es cierto lo que se espera es un consuelo en verdad; pero siendo una quimera, en tan frágil realidad quien espera desespera. Así Inés desesperaba sin acabar de esperar, y su tez se marchitaba, y su llanto se secaba para volver a brotar. En vano a su confesor pidió remedio o consejo para aliviar su dolor, que mal se cura el amor con las palabras de un viejo. En vano a Iván acudía, llorosa y desconsolada; el padre no respondía, que la lengua le tenía su propia deshonra atada. Y ambos maldicen su estrella, callando el padre severo y suspirando la bella, porque nació altanero. Dos años al fin pasaron en esperar y gemir, y las guerras acabaron, y los de Flandes tornaron a sus tierras a vivir. Pasó un día y otro día, un mes y otro mes pasó, y el tercer año corría: Diego a Flandes se partió, mas de Flandes no volvía. Era una tarde serena, doraba el sol de Occidente del Tajo la Vega amena, y apoyada en una almena miraba Inés la corriente. Iban las tranquilas olas las riberas azotando bajo las murallas solas, musgo, espigas y amapolas ligeramente doblando. Algún olmo que escondido creció entre la hierba blanda sobre las aguas tendido se reflejaba perdido en su cristalina banda. Y algún ruiseñor colgado entre su fresca espesura daba al aire embalsamado su cántico regalado desde la enramada oscura. Y algún pez con cien colores, tornasolada la escama, saltaba a besar las flores, que exhalan gratos olores a las puntas de una rama. Y allá, en el trémulo fondo, el torreón se dibuja como el contorno redondo del hueco sombrío y hondo que habita nocturna bruja. Así la niña lloraba el rigor de su fortuna, y así la tarde pasaba y al horizonte trepaba la consoladora luna. A lo lejos, por el llano, en confuso remolino, vio de hombres tropel lejano que en pardo polvo liviano dejan envuelto el camino. Bajó Inés del torreón, y llegando recelosa a las puertas del Cambrón, sintió latir zozobrosa más inquieto el corazón. Tan galán como altanero dejó ver la escasa luz por bajo el arco primero un hidalgo caballero en un caballo andaluz. Jubón negro acuchillado, banda azul, lazo en la hombrera y sin pluma al diestro lado, el sombrero derribado tocando con la gorguera. Bombacho gris guarnecido, bota de ante, espuela de oro, hierro al cinto suspendido y a una cadena prendido agudo cuchillo moro. Vienen tras este jinete sobre potros jerezanos de lanceros hasta siete, y en adarga y coselete diez peones castellanos. Asióse a su estribo Inés, gritando: «¡Diego, eres tú!» Y él viéndola de través, dijo: «¡Voto a Belcebú, que no me acuerdo quién es!» Dio la triste un alarido tal respuesta al escuchar, y a poco perdió el sentido, sin que más voz ni gemido volviera en tierra a exhalar. Frunciendo ambas dos cejas encomendóla a su gente, diciendo: «Malditas viejas, que a las mozas malamente enloquecen con consejas!» Y aplicando el capitán a su potro las espuelas, el rostro a Toledo dan, y a trote cruzando van las oscuras callejuelas.   IV Así por sus altos fines dispone y permite el cielo que puedan mudar al hombre fortuna, poder y tiempo. A Flandes partió Martínez de soldado aventurero, y por su suerte y hazañas allí capitán le hicieron. Según alzaba en honores alzábase en pensamientos, y tanto ayudó en la guerra con su valor y altos hechos, que el mismo rey a su vuelta le armó en Madrid caballero, tomándole a su servicio por capitán de lanceros. Y otro no fue que Martínez quien ha poco entró en Toledo, tan orgulloso y ufano cual salió humilde y pequeño. Ni es otro a quien se dirige, cobrado el conocimiento, la amorosa Inés de Vargas, que vive por él muriendo. Mas él, que olvidando todo olvidó su nombre mesmo, puesto que Diego Martínez es el capitán don Diego, ni se ablanda a sus caricias ni cura de sus lamentos, diciendo que son locuras de gente de poco seso: que ni él prometió casarse ni pensó jamás en ello. ¡Tanto mudan a los hombres fortuna, poder y tiempo! En vano porfía Inés con amenazas y ruegos; cuanto más ella importuna está Martínez severo. Abrazada a sus rodillas, enmarañado el cabello, la hermosa niña lloraba prosternada por el suelo. Mas todo empeño era inútil, porque el capitán don Diego no ha de ser Diego Martínez, como lo era en otro tiempo. Y así, llamando a su gente, de amor y piedad ajeno, mandóles que a Inés llevaran de grado o de valimiento. Mas ella, antes que la asieran, cesando un punto en su duelo, así habló, el rostro lloroso hacia Martínez volviendo: «Contigo se fue mi honra, conmigo tu juramento; pues buenas prendas son ambas, en buen fiel las pesaremos.» Y la faz descolorida en la mantilla envolviendo, a pasos desatentados salióse del aposento.   V Era entonces de Toledo por el rey, gobernador, el justiciero y valiente don Pedro Ruiz de Alarcón. Muchos años por su patria el buen viejo peleó; cercenado tiene un brazo, mas entero el corazón. La mesa tiene delante, los jueces en derredor, los corchetes a la puerta y en la derecha el bastón. Está, como presidente del tribunal superior, entre un dosel y una alfombra, reclinado en un sillón, escuchando con paciencia la casi asmática voz con que un tétrico escribano solfea una apelación. Los asistentes bostezan al murmullo arrullador; los jueces, medio dormidos, hacen pliegues al ropón; los escribanos repasan sus pergaminos al sol, los corchetes a una moza guiñan en un corredor, y abajo, en Zocodober gritan en discorde son, los que en el mercado venden, lo vendido y el valor. Una mujer en tal punto, en faz de grande aflicción, rojos de llorar los ojos, ronca de gemir la voz, suelto el caballo y el manto, tomó plaza en el salón diciendo a gritos: «¡Justicia, jueces, justicia, señor!» Y a los pies se arroja humilde de don Pedro de Alarcón, en tanto que los curiosos se agitan alrededor. Alzóla cortés don Pedro, calmando la confusión y el tumultuoso murmullo que esta escena ocasionó, diciendo: «Mujer, ¿qué quieres? «Quiero justicia, señor.» «¿De qué?» «De una prenda hurtada.» «¿Qué prenda?» «Mi corazón.» «¿Tú lo diste?» «Lo presté.» «¿Y no te le han vuelto?» «No.» «¿Tienes testigos?» «Ninguno.» «¿Y promesa?» «¡Sí, por Dios! Que al partirse de Toledo un juramento empeñó.» «¿Quién es él?» «Diego Martínez.» «¿Noble?» «Y capitán, señor.» «Presentadme al capitán, que cumplirá si juró.» Quedó en silencio la sala, y a poco en el corredor se oyó de botas y espuelas el acompasado son. Un portero, levantando el tapiz, en alta voz dijo: «El capitán don Diego.» Y entró luego en el salón Diego Martínez, los ojos llenos de orgullo y furor. «¿Sois el capitán don Diego –díjole don Pedro– vos?» Contestó altivo y sereno Diego Martínez: «Yo soy.» «¿Conocéis a esta muchacha?» «Ha tres años, salvo error.» «¿Hicísteisla juramento de ser su marido? «No.» «¿Juráis no haberlo jurado?» «Sí, juro.» «Pues id con Dios.» «¡Miente!», calmó Inés llorando de despecho y de rubor. «Mujer, ¡piensa lo que dices……!» «Digo que miente, juró.» «¿Tienes testigos?» «Ninguno.» «Capitán, idos con Dios, y dispensad que acusado dudara de vuestro honor.» Tornó Martínez la espalda, con brusca satisfacción, e Inés, que le vio partirse; resuelta y firme gritó: «Llamadle, tengo un testigo; llamadle otra vez, señor.» Volvió el capitán don Diego, sentóse Ruiz de Alarcón, la multitud aquietóse y la de Vargas siguió: «Tengo un testigo a quien nunca faltó verdad ni razón.» «¿Quién?» «Un hombre que de lejos nuestras palabras oyó, mirándonos desde arriba.» «¿Estaba en algún balcón?» «No, que estaba en un suplicio donde ha tiempo que expiró.» «¿Luego es muerto?» «No, que vive,» «Estáis loca, ¡vive Dios! ¿Quién fue?» «El Cristo de la Vega, a cuya faz perjuró.» Pusiéronse en pie los jueces al nombre del Redentor, escuchando con asombro tan excelsa apelación. Reinó un profundo silencio de sorpresa y de pavor, y Diego bajó los ojos de vergüenza y confusión. Un instante con los jueces don Pedro en secreto habló, y levantóse diciendo con respetuosa voz: «La ley es ley para todos; tu testigo es el mejor, mas para tales testigos no hay más tribunal que Dios. Haremos….. lo que sepamos. Escribano, al caer el sol al Cristo que está en la Vega tomaréis declaración.»   VI Es una tarde serena, cuya luz tornasolada del purpurino horizonte blandamente se derrama. Plácido aroma de flores sus hojas plegando exhalan, y el céfiro entre perfumes mece las trémulas alas. Brillan abajo en el valle con suave rumor las aguas, y las aves en la orilla despidiendo al día cantan. Allá por el Miradero por el Cambrón y Bisagra, confuso tropel de gente del Tajo a la Vega baja. Vienen delante don Pedro de Alarcón, Iván de Vargas, su hija Inés, los escribanos, los corchetes y los guardias; y detrás, monjes, hidalgos, mozas, chicos y canalla. Otra turba de curiosos en la Vega les aguarda, cada cual comentariando el caso según le cuadra. Entre ellos está Martínez en apostura bizarra, calzadas espuelas de oro, valona de encaje blanca, bigote a la borgoñesa, melena desmelenada, el sombrero guarnecido con cuatro lazos de plata, un pie delante del otro, y el puño en el de la espada. Los plebeyos, de reojo, le miran de entre las capas, los chicos al uniforme y las mozas a la cara. Llegado el gobernador y gente que le acompaña, entraron todos al claustro que iglesia y patio separa. Encendieron ante el Cristo cuatro cirios y una lámpara y de hinojos un momento le rezaron en voz baja. Está el Cristo de la Vega la cruz en tierra posada, los pies alzados del suelo poco menos de una vara; hacia la severa imagen un notario se adelanta de modo que con el rostro al pecho santo llegaba. A un lado tiene a Martínez, a otro lado a Inés de Vargas, detrás al gobernador con sus jueces y sus guardias. Después de leer dos veces la acusación entablada, el notario a Jesucristo, así demandó en voz alta: Jesús, Hijo de María, ante nos esta mañana, citado como testigo por boca de Inés de Vargas, ¿juráis ser cierto que un día a vuestras divinas plantas juró a Inés Diego Martínez por su mujer desposarla? Asida a un brazo desnudo una mano atarazada vino a posar en los autos la seca y hendida palma, y allá en los aires: «¡Sí, juro!» clamó una voz más que humana. Alzó la turba medrosa la vista a la imagen santa……. Los labios tenía abiertos y una mano desclavada.   Conclusión Las vanidades del mundo renunció allí mismo Inés, y espantado de sí propio Diego Martínez también. Los escribanos, temblando dieron de esta escena fe, firmando como testigos cuantos hubieron poder. Fundóse un aniversario y una capilla con él, y don Pedro de Alarcón el altar ordenó hacer, donde hasta el tiempo que corre, y en cada año una vez, con la mano desclavada el crucifijo se ve.
El contrabandista Subiendo la negra roca de embarazosa montaña, contrabandista español bridón andaluz cabalga. Lleva el trabuco a su lado, el cuchillo entre la faja, y con el humo del puro su voz varonil levanta. » Que brame en la peña el viento, que se arda el monte vecino, que rompa el inhiesto pino el aquilón violento. Yo desprecio sus furores; y aquí solo, sin señores, de pesadumbres ajeno, oigo el huracán sereno y canto al crujir del trueno mis amores,» » El albor de la mañana, en sus matices de rosa, me trae la imagen graciosa de mi maja sevillana, y en sus variados colores me pinta las lindas flores del suelo donde nací, donde inocente reí, donde primero sentí mis amores.» » Cuando la enemiga bala chilla medrosa a mi oído, ya mi contrario caído el alma rabioso exhala. ¡Qué me importan vengadores cien fusiles matadores que amenacen mi cabeza! Con mi Moro y mi destreza yo les canto en la maleza mis amores.» » Sienta yo el pujante brío del galope de mi Moro , y el trabucazo sonoro de algún compañero mío; y que vengan triunfadores los caballeros mejores que empuñaron lanza ó freno. Yo de temerles ajeno cantaré libre y sereno mis amores.» Tranquilo el contrabandista aquí el canto llegaba, cuando un acento francés «¡Fuego !» a su lado gritaba. Sobre su frente pasaron con ruido silbar las balas, y gendarmes le acometen diciendo » ¡Ríndete a Francia!» Y entonces él » No se rinden los que nacen en España», y contra el jefe enemigo su ancho trabuco descarga. Cayeron dos, como arbusto que el cierzo en pos arrebata. En impetuosa carrera el bruto gallardo arranca; y por sobre los peñascos que en rápida fuga salva, cantando va el español al trasponer la montaña: » Vivir en los Pirineos, pero morir en Granada.»
Don Juan En los años que han corrido desde que yo le escribí, mientras que yo envejecí mi Don Juan no ha envejecido. Y fama tal por él gozo que se cree, a lo que parece, porque Don Juan no envejece, que yo he de ser siempre mozo: y hoy el bravo Ducazcal os anuncia en su cartel que he de hacer aquí un papel, que tengo que hacer ya mal. Yo no soy ya lo que fuí: y viendo cuán poco soy, dejo a los que más son hoy pasar delante de mi; pues, por Dios,que por más brava que sea mi condición, la fiebre rinde al león, la gota la piedra cava, Aun latir mis bríos siento: pero es ya vana porfía, no puedo ya la voz mía pedirle otra vez al viento: y a quién me lo quiere oir digo años ha por doquier, que pierdo el sér de mi ser y que me siento morir. Pero nadie me hace caso por más que hablo a voz en grito, porque este D.Juan maldito por doquier me sale al paso; y ni me deja vivir en el rincón de mi hogar, ni deja un año pasar sin dar de mí que decir. Yo me apoco día a día, y este bocón andaluz, a quien yo saqué a la luz sin saber lo que me hacía, me viste con su oropel y a la luz me saca consigo; por más que a voces le digo que ir no puedo a par con él. Más tanto favor os debo por él, que en verdad me obliga a que algo esta noche os diga de este insolente mancebo. Oíd…es una leyenda muy difícil de contar, porque tiene algo a la par de ridícula y de horrenda: una historia íntima mía. Yo era en España querido y mimado y aplaudido… y me huí de España un día. Vivía a ciegas y erré: y una noche andando a oscuras tropecé en dos sepulturas y de Dios desesperé. Emigré: me dí a la mar; y esperando en el olvido una muerte hallar sin ruido, en América fuí a dar. No llevando allá negocio ni esperanza a qué atender, al tiempo dejé de correr en la oscuridad y el ocio. Once años anduve allí vagando por los desiertos, contándome con los muertos, y sin dar razón de mí. Los indios semisalvajes me veían con asombro ir con mi arcabuz al hombro por tan agrestes parajes; y yo en saber me gozaba que nadie que me veía allí, quién era sabía el que por allí vagaba; y esperé que de aquél modo de mí y de mi poesía como yo se olvidaría a la fin el mundo todo. Mi nombre, pues, con intento de dejar perder, y en suma sin papel, tinta, ni pluma, ni libros ya en mi aposento, bebía en mi soledad de mis pesares las heces: más tenía que ir a veces del desierto a la ciudad. Vivo el cuerpo, el alma inerte, a caballo y solo, iba como una fantasma viva, sin buscar ni huir la muerte. Y hago aquí esta narración porque sirva lo que digo a mis hechos de castigo, y a modo de confesión. Sobre mí a un anochecer un nublado se deshizo, y entre el agua y el granizo me dejó una hacienda ver. Eché a escape y me acogí de la casa entre la gente, como franca lo consiente la hospitalidad allí. Celebrábase una fiesta. que en aquél país no hay día que en hacienda o ranchería no tengan una dispuesta; y son fiestas extremadas allí por su mismo exceso, de las hembras embeleso, de los hombres emboscadas. Y a no ser de mi leyenda por no cortar la ilación, hiciera aquí la descripción de una fiesta en una hacienda, donde nadie tiene empacho de usar a gusto de todo; porque son fiestas a modo de las bodas de Camacho. Allí acuden sin convite buhoneros, comerciantes y cirqueros ambulantes; sin que a nadie se le quite de entrar en corro el derecho, de gastar de los abastos, ni de colocar sus trastos donde quiera que halle trecho. Jamás se apaga el hogar, jamás el servicio cesa; siempre está puesta la mesa para comer y jugar. Por salas y corredores se oye el son a todas horas de carcajadas sonoras, de onzas y de tenedores. Todo es pelea de gallos, toros, lazos, herraderos, manganas y coleadores y carreras de caballos; y al fin de un día de broma que nada en Europa iguala, todo el mundo entra en la sala y sitio en el baile toma. Entré e hice lo que todos: cuando creí que al sueño se iban a dar, di yo al dueño gracias por sus buenos modos: mas mi caballo al pedir, asiéndome por la mano, me dijo el buen campirano soltando el trapo a reír: «¿Y a quién hay que se le antoje dejar ahora tal jolgorio’ Vamos, venga usté a la troje y verá el Don Juan Tenorio.» Y a mi,que lo había escrito, en la troje me metía; y allí al paso me salía mi audaz andaluz precito. Mas ¡ay de mí, cuál salió! Lo hacía un indio otomí en jerga que el diablo urdió; tal fué mi Don Juan allí, que ni yo le conocí ni a conocer me di yo. Tal es la gloria mortal, y a quién Dios se la confiere, si librarse a ella quiere se la torna Dios en mal. A mí no me la tornó, porque por mi buena suerte del olvido y de la muerte doquier Don Juan me salvó. ¡Dios no quisó allá de mi! Y de mi patria el olvido temiendo, como había ido a mi patria me volví. ¡Feliz malogrado afán! Al volver de tierra extraña, me hallé que había en España vivido por mi Don Juan. Comprendí en su plenitud de Dios la suma clemencia: Don Juan había en mi ausencia borrado mi ingratitud. Monstruo sin par de fortuna, mientras yo de España huía, en España me ponía en los cuernos de la luna. Y ni fuerza ni razón han podido derribar tal ídolo del altar que le ha alzado la opnión. Pero hablemos con franqueza hoy que todo coadyuva para aquí se me suba a mí el humo a la cabeza: Desvergonzado galán, siempre atropella por todo y de atajarle no hay modo; ¿ qué tiene, pues, mi Don Juan? Del fondo de un monasterio donde le encontré empolvado, yo le planté remozado en mitad de un cementerio: y obra de un chico atrevido que atusaba apenas bozo, os parece tan buen mozo porque está tan bien vestido. Pero sus hechos están en pugna con la razón, pero tal reputación ¿qué tiene, pues, mi Don Juan? Un secreto con que gana la prez entre los dos Juanes; el freno de sus desmanes: que Doña Inés es cristiana. Tiene que es de nuestra tierra el tipo tradicional; tiene todo el bien y el mal que el genio español encierra. Que, hijo de la tradición, es impío y es creyente, es balandrón y es valiente, y tiene buen corazón. Tiene que es diestro y zurdo, que no cree en Dios y le invoca, que lleva el alma en la boca, y que es lógico y absurdo. Con defectos tan notorios vivirá aquí diez mil soles; pues todos los españoles nos la echamos de Tenorios y si en el pueblo le hallé y en español le escribí y su autor el pueblo fué… ¿por qué me aplaudís a mi?.
A la estudiante burgalesa Oigo al pie de mi balcón vuestra gentil serenata. ¡Cuánto es a mi oído grata! ¡Cuán grata a mi corazón! Pusieron hondos pesares entre Castilla y yo el mar, y a Castilla al regresar me recibís con cantares. ¡Dios os dé tanto placer como con ellos me dais! Si un día en España dejáis, como a mi os haga volver. Temí que mi corazón se hubiera insensible hecho, pero palpita en mi pecho de vuestra música al son. Y pues le hace ella latir después de tanto pesar, tal serenata a pagar debe el corazón salir. ¡Gracias, pueblo burgalés! En cambio de la canción que envías a mi balcón, los versos echo a tus pies. No extrañes si en el hogar do entre lágrimas me hospedo, tu serenata no puedo con gayos versos pagar. Págote con éstos, pues; mas nunca olvides que son, tan pobres como los ves, hechos con el corazón.
Soliloquio Y al galope de un caballo que cogió y montó al azar, bufando este soliloquio el Cid de Burgos se va. -«¡ Tu soberbia me destierra » por haberte hecho jurar! » ¿ Crees que fuera de tu tierra » no hay ya tierra en que pisar? » ¿ Crees que el mundo se me cierra «ni que a mí me has de encerrar ? » ¿ A mi, que he ido en buena guerra » para ti tierra a ganar? «¡ Dios de Dios! ¡La ira me abrasa! «¿Tierra a mí me ha de faltar… y hasta al pájaro que pasa da Dios tierra en que posar, » y hasta el pez que el agua rasa » da Dios aire que aspirar? «¡ Hijosdalgos de mi casa! » ¡ a caballo y a campear! ¡ «A caballo ! Aun hay de moros «hartas tierras que ganar, «con ciudades y tesoros «que podamos conquistar. » ¡A caballo ! Aun queda tierra «en que pueden galopar, «sobre buen botín de guerra» «los caballos de Vivar. «Infanzones de la villa » donde finca mi solar, » a Babieca echad la silla, » de él nos viene el Rey a echar: » mas sin miedo y sin mancilla » mi perdón podéis sacar. » ¡Fuera, fuera de Castilla. » por el Rey los de Vivar! » Rey ingrato. ¡Dios te guarde! » Yo te doy mi fé a mostrar; » y a mi fe, que cual sol arde, » sólo Dios puede apagar. » ¡Quiera Dios que tú más tarde » de ver no eches, con pesar, » que eres ruin y eres cobarde » con Ruy Díaz de Vivar! » ¡Dios te guarde de mancilla! «Yo te voy, Rey, a probar » que no tienes en Castilla «campeador conmigo par. » Infanzones en la villa » de que borra el Rey mi hogar: «¡ fuera, fuera de Castilla «por el rey los de Vivar! «. Y el caballo ya jadeando y él roja de ira la faz, dió el Cid en Vivar, ya noche, con asombro de Vivar.
Primera impresión de Granada Dejadme que embebido y estático respire las auras de este ameno y espléndido pensil. Dejadme que perdido bajo su sombra gire; dejadme entre los brazos del Dauro y del Genil. Dejadme en esta alfombra mullida de verdura, cercado de este ambiente de aromas y fresura, al borde de estas fuentes de tazas de marfil. Dejadme en este alcázar labrado con encajes, debajo de este cielo de límpidos celajes, encima de estas torres ganadas a Boabdil. Dejadme de Granada en medio del paraíso do el alma siento henchida de poesía ya: dejadme hasta que llegue mi término preciso y un canto digno de ella la entonaré quizá. Si, quiero en esta tierra mi lápida mortuoria; ¡Granada!… tú el santuario de la española gloria: tu sierra es blanca tienda que el pabellón te da, tus muros son el cerco de un gran jarrón de flores, tu vega un chal morisco bordado de colores, tus torres son palmeras en que prendido está. ¡Salve, oh ciudad en donde el alba nace y donde el sol poniente se reclina: donde la niebla en perlas se deshace y las perlas en plata cristalina: donde la gloria entre laureles yace y cuya inmensa antorcha te ilumina; santuario del honor, de la fe escudo, sacrosanta ciudad, yo te saludo!
José Zorrilla y Moral, poeta, Valladolid, 1817-1893
Vuelta a la patria   l EN LA FRONTERA -¿ Estamos ya en la frontera ? -El tiro de este relevo es ya español.-¡Pues afuera! -¿Qué va usté a hacer ? -La primera canción que a mi patria debo. ¡España !…¡te vuelvo a ver! Dios tan lejos me hizo ir, que temí nunca volver. Si hoy no me mata el placer no debo nunca morir. ¡Dame tu tierra a besar; y puesto en ella de hinojos, déjame dejar de brotar las lágrimas de mis ojos y a Dios un momento orar! Deja que a pleno pulmón aspire voraz tu ambiente, aunque en tal aspiración dilatádose reviente de placer mi corazón ¡España del alma mia! Sin orar a Dios por ti No he pasado un solo día: ¿ quién sabe si todavía te acordarás tú de mí? Dios me llevó mis pesares a llorar a tierra extraña; ya a través de tierra y mares mis lágrimas traigo a España convertidas en cantares. España de mis amores, si aun mis cantares ansías, no quiero que por mi llores: para ti tornaré en flores todas las lágrimas mías. ¡Dios de España, a quien jamás olvidé por donde fui, aquí es en donde tú estás: aquí es en donde te das a ver y adorar de mí! ¡Dios, que sabes con qué fe diez años hora por hora la de mi vuelta esperé, no me abandones ahora que pongo en España el pie! II ¡AL COCHE! ¡Bien haya quien grito tal me da en español de nuevo! Ten mi bolsa, mayoral: yo en mi patria sólo llevo mis versos por capital. III EN ESPAÑA ¡Patria … de placer venero! Ya tu aura mi faz orea; ya mi oído el son recrea de tu lengua nacional. Yo no soy aquí extranjero: si no conocen ya al hombre, aun fío Dios que mi nombre no suene al oído mal. ¡Patria!…no sé si en mi ausencia la calumnia me ha mordido: yo vuelvo como he partido, hijo leal para ti. Maestro en la gaya ciencia, de los pueblos asombro, solo, y el laúd al hombro, tu gloria a cantar me fuí. Siempre en plazas y en palacios, en teatros y salones, mis primeras impresiones me acusaron de español; cual poeta y hombre, a espacios en mi vida hay malo y bueno: español, puedo sereno enseñar mi faz al sol. Si te dicen que amor tengo a un pueblo antes tu enemigo, no lo fué para conmigo y yo le debo lealtad. De tu sangre hidalga vengo; no he de ser jamás ingrato con quien fiel me dió buen trato y franca hospitalidad. Si te dicen que dependo de extranjero soberano, me tendió leal su mano, me trató de igual a igual. Yo me doy y no me vendo: él lo sabe y él lo estima; de fe en prenda, llevo encima coronada su inicial. Yo he nacido castellano; mas doquiera que me he visto, soy cristiano, y como Cristo prediqué fraternidad. Todo hombre nace mi hermano; do llevo mi gaya ciencia, la fe llevo en la conciencia y en la lengua la verdad. Fénix que anunció mi muerte, vengo en mis patrios hogares de mis últimos cantares el son postrero a exhalar; vengo en un esfuerzo fuerte de mis postrimeros bríos, a saludar a los míos, a hacerme otra vez a la mar. A mi, a través de las olas, llegó el cántico vibrante de una pléyade brillante de nuevos poetas mil. De las letras españolas aun mi alma el amor abriga… Ven a que yo te bendiga ¡oh, pléyade juvenil! ¡Con cuán íntima delicia gozaba oyendo tu cántico, cuando a través del Atlántico lograba hasta a mi llegar! Ven, ven a mi, que es justicia que los vates castellanos den un apretón de manos al que tuvo aquí su hogar. Que yo os conozca; cercadme: yo soy leal; yo soy un viejo que sin pesadumbnre dejo mi puesto a la juventud. Mas al llegar, toleradme, mi viejo laúd que empuñe, y un mal cantar os rasguñe en mi ya ronco laúd. Trémula traigo la mano y cana la cabellera: mas aun traigo la alma entera y brio en el corazón, y aun puedo, buen castellano, lanzar con mi último aliento un ¡bravo! a vuestro talento y un ¡viva! a nuestra nación.
A Narciso Serra   l Es el signo fatal del que algo vale; quien de las medianías sobresale, el genio egregio, mientras vive, lidia con los ruines mosquitos de la envidia, con todo el que de vulgo nunca sale: no hay quien no le rebaje o se le iguale, y aun todo el que no es algo, por desidia, en vez de trabajar, crecer, seguirle y alcanzarle, se goza en zaherirle, del mundo por la tumba hasta que sale. Entonces elegías, epitafios, de luto nacional muestras ruidosas, lápidas, monumentos, cenotafios, estatuas coronadas de oro y rosas: todo lo que ya es inútil al difunto y a su nación de vanagloria asunto. ¿Por qué no confesarlo, aunque nos pese? Esa es la sociedad, el mundo es ese. II Así Serra vivió, y en su tristeza, viéndole agonizar le abandonamos: no por ruindad, ni envidia, ni vileza; por esta dejadez y esta torpeza que con la leche del país mamamos; porque éste es el país de la nobleza. Somos raza entusiasta y generosa, mas vence al entusiasmo la pereza; no estalla, si a estallar no se le acosa; nuestro alegre país no se apercibe de que se muere nadie mientras vive: y mientras vive el genio, nadie inquiere si vive bien, o si viviendo muere.   III Serra vivió de nuestra tierra al uso: yo, su memoria al bendecir, me acuso de no haberme atrevido en esta vida a sondar la alma grande que Dios puso en una carne por el mal roída: yo no le conocí; yo en tierra extraña le admiré y le aplaudí lejos de España. Su polvo al conducir al cementerio, no le puede decir lo que hoy le digo, por no turbar la calma y el misterio del sagrado lugar que le da abrigo, y por no aparentar que me exhibía otra vez en lugar del que moría.   IV Duerme en la tumba en paz, Serra festivo: Dios todo lo equilibra y lo compensa: el mundo olvida a quien inciensa vivo: ¡feliz aquel a quien difunto inciensa! Prueba evidente de que en vida vale el que, de ella la salir, al mundo sale. Ardió del genio creador la llama viva en ti: de tu espíritu el imperio, unida a aquél con deleznable trama, dominó hasta su fin la materia; nutrida en larga enfermedad tu fama, volará de hemsiferio en hemisferio, pue hoy por genio tu país te aclama. Pero por genio al aceptarte en serio, te abandonamos ¡ay!, viva laceria, a vivir en la sombra y la miseria, para llevarte en triunfo al cementerio. Tal fin en existencias semejantes de tiempo inmemorial nadie aquí extraña: así mueren los genios en España; así murió Colón, así Cervantes. ¿Por qué? Sin duda porque Dios lo quiere: nadie es grande en España hasta que muere.   V Poeta,¡duerma en paz tu polvo inerte! Aunque tu patria te esquivó, te amaba; podrías, si te alzaras, convercerte: tu gloria empieza do tu vida acaba. Yo en tierra extraña, con la nuestra en guerra, te admiré y te aplaudí sin conocerte; y hoy, más viejo que tú, me cabe en suerte llorar sobre la tumba que te encierra. Duerme en paz, y a mirar no te levantes qué estela dejas tras de ti en tu tierra: fueron tu vida y muerte las de Serra, pero es tu porvenir el de Cervantes.
En el álbum de mi hija   Por cima de la montaña que nos sirve de frontera, te envía un alma sincera un beso y una canción; tómalos; que desde España han de ir a dar, vida mía, en tu alma mi poesía, mi beso en tu corazón. Tu padre, tras la montaña que para ambos no es frontera, lleva la amistad sincera del autor de esta canción. Recibe, pues, desde España beso y cantar, vida mía, en tu alma la poesía y el beso en el corazón. Si un día de esa montaña paso o pasas la frontera, verás en el alma sincera de quien te hace esta canción, que la hidalguía de España es quien sabe, vida mía, dar al alma poesía y besos al corazón.
En el álbum de S.A. la Infanta Doña Isabel En vuestro álbum escribir me ordena Vos un sér de quién me ordenó vivir Dios cautivo hasta morir por amor y por deber. Mas dignaos advertir que para haceros servir no era tanto menester, pues me honrais Vos con querer lo que a mi me honra cumplir. Su sola presentación por sólo ser de quién es, da a este álbum pasa y razón; y pues prez da y galardón él donde va, venga pues; yo sé que mi obligación es poner mi corazón y mi pluma a vuestros pies; y lo están… sin interés, sin plazo y sin condición. Más de este álbum ¡ay de mi! Hay que miniar el papel con una gota turquí de la sangre de una hurí recogida en un clavel, y tomando por pincel el pico de un colibrí, que no iba más que miel; en vuestro álbum, Isabel, no se escribe más que así. Quisiera así escribir yo: pero así, ¿cómo y con qué? La que por Vos me le dió en mis manos le dejó me dijo «escribe » y se fue¨. Le he de escribir,¿cómo no? Mas, señora, os juro a fe, que desde que a mi llegó no sé lo que me pasó que lo que es de mi no sé. Le miro y vuelvo a mirar, le hojeó y vuelvo a hojear; una hoja de la otra en pos me detengo a contemplar; una busco en que firmar y se me pasa entre dos. ¡Ay! Vuestro álbum es el mar en donde me arroja Dios mi pensamiento a buscar… y yo no hablo más que a Vos. Busco una idea a través del ondulaje en que van y vienen, como una mies sobre quien los vientos dan, las mias; pero mi afán perdido e inútil es: mis pensamientos están todos con Vos.¿Qué trae, pues, vuestro álbum? ¿Es talismán que os echa almas a los pies? De vuestra cámara real trae el perfume sutil: vuestros labios de coral con vuestro aliento vital le han dado nardos de abril el olor primaveral, y en su canto marginal de vuestra mano gentil se adivina la señal de los dedos de marfil. Eso trae, y eso al traer, trae de mi alma al interior de la esperanza el albor, la luz al amanecer, la prez de vuestro favor, al vapor de vuestro sér, no como de una mujer sino como el de una flor: la flor que planta el deber y que cultiva el honor. Trae además para mí vuestro álbum más alta prez que ambiciona la altivez de mi ingenio baladí: jamás fué par el neblí con el águila; y buen juez de mí mismo, si esta vez hasta estas hojas subí, mirad que me alzó hasta aqui vuestra regia esplendidez. Aqui os voy, pues, a poner un cantar, no por llenar un deber, no; por saber que, el álbum al registrar, por mis versos vais, al leer, vuestros ojos a pasar; y si logro yo el placer de que os logren agradar, ¡qué honrados se van a ver los versos de mi cantar! Más ¿por qué anheláis señora, tener aquí un vil montón de versos míos, ahora que mi vieja musa llora, y a la puerta del panteón, la vejez me desvigora, del mundo me desamora, me amilana el corazón y tiene a mi guzla mora descordada en un rincón? ¿Cómo ya hasta Vuestra Alteza elevar podrá un cantar un viejo, de quien ya empieza a desvariar la cabeza y la lengua a balbucear, y que vacila y tropieza al escribir y al andar? Imposible: mi torpeza de este papel la limpieza no se atreve a emborronar. Vuestra Alteza me perdone: para mí es sólo el sonrojo de no poder vuestro antojo cumplir, mas la edad me abone. Llegar a viejo supone cambiar de ser; no es mancilla; mas dejar de ser, humilla; y pues lo que fué ya no es, sólo pone a vuestros pies lo que fué JOSÉ ZORRILLA
Aparta de tus ojos la nube perfumada… Aparta de tus ojos la nube perfumada que el resplandor nos vela que tu semblante da, y tiéndenos, María, tu maternal mirada, donde la paz, la vida y el páramo está. Tú, bálsamo de mirra; Tú, cáliz de pureza; Tú, flor de paraíso y de los astros luz, escudo sé y amparo de la mortal flaqueza por la Divina Sangre del que murió en la Cruz. Tú eres, oh María!, un faro de esperanza que brilla de la vida junto al revuelto mar, y hacia tu luz bendita desfallecido avanza el náufrago que anhela en el Edén tocar. Impela, oh Madre augusta!, tu soplo soberano la destrozada vela de mi infeliz batel; enséñale su rumbo con compasiva mano, no dejes que se pierda mi corazón en él.
José Zorrilla y Moral, poeta, Valladolid, 1817-1893
¡Ay del triste! ¡Ay del triste que consume su existencia en esperar! ¡Ay del triste que presume que el duelo con que él se abrume al ausente ha de pesar! La esperanza es de los cielos precioso y funesto don, pues los amantes desvelos cambian la esperanza en celos. que abrasan el corazón. Si es cierto lo que se espera, es un consuelo en verdad; pero siendo una quimera, en tan frágil realidad quien espera desespera.
Justicias del Rey Don Pedro I Cuando su luz y su sombra mezclan la noche y la tarde, y los objetos se sumen en la sombra impenetrable, en un postigo excusado, que a una callejuela sale de una casa, cuya puerta principal da a la otra calle, dos hombres que se despiden se ven, aunque no se sabe n¡ cuál de los dos se queda ni cuál de los dos se parte. Ambos mirándose atentos, ambos un pie hacia adelante, parados en el dintel están, y entrambos iguales. Por fin el más viejo de ellos, hundiendo el mustio semblante entre el sombrero y la capa, en ademán de marcharse, torció la cabeza a un lado, pronunciando un no tan grave, que bien se vio que era el fin de las pláticas de enantes. Sin duda el otro entendido, no encontró qué replicarle, pues bajando la cabeza, callóse por un instante. -Buenas noches -dijo el viejo-. Tartamudeó un «Dios le guarde» el otro; mas, decidiéndose, hizo hacia el viejo un avance. -«Mírelo bien, y cuidado no se arrepienta, compadre. -Nunca eché más de una cuenta. -Piénselo bien, y no pase sin contar lo que va de él a don Juan de Colmenares. -Señor -replicó el anciano-, en tiempos tan deplorables, yo sé que lo pueden todo los ricos y los audaces. -Pues mire lo que le importa; que rica y audaz señales son con que marca la fama a los que en mi casa nacen. Callaron por un momento, y continuando mirándose dijo el viejo tristemente, aunque en tono irrevocable: -Nunca lo esperé de vos; mas tampoco vos ni nadie puede esperar más de mí. -Pues, entonces, adelante idos, buen viejo, con Dios, qué estoy de prisa y es tarde.» Cerró la puerta de golpe, a escuchar sin esperarse una respuesta que el viejo tuvo tentación de darle; y acaso por su fortuna quedó a tal punto en la calle para dársela a la puerta, donde la deshizo el aire. Volvió el anciano la espalda, y en dos golpes desiguales, sus pasos descompasados pueden de lejos contarse; porque sus pies impedidos, deben a su edad y achaques una muleta que marcha un pie que los suyos antes. La esquina a espacio traspuso, y a poco otro hombre más ágil, saliendo por el postigo, siguió en silencio su alcance. Túvose al ‘volver la esquina; tendió sus ojos sagaces, y enderezó los oídos atento por todas partes; mas, no oyendo ni escuchando de qué poder recelarse, tomando el rastro del viejo, echó por la misma calle.   II En un aposento ambiguo, medio portal, medio tienda, que hace asimismo las veces de cocina y de despensa, pues da su entrada a la calle y en confuso ajuar ostenta camas, hormas y un caldero colgado en .la chimenea, hay seis personas distintas, que hacen al pie de la letra (salvo el padre, que está ausente) una raza verdadera. Un mozo de veinte abriles; una muchacha risueña de diez y seis; tres muchachos, y una anciana de sesenta. Y aunque a las veces nos turban engañosas apariencias, zapateros son de oficio, si a espacio se considera, que está la estancia aromada con vapores de pez negra, que ribetea la moza, y que el mozo maja suela. -Mucho tarda -dijo el último padre esta noche, Teresa. -Ya ha tiempo que ha anochecido. -Muchacho, atiza esa vela y deja quieto ese bote. Y esto diciendo en voz recia el mozo, siguió en silencio cada cual en su tarea, el chico sitiando al bote, ribeteando la doncella, majando el mozo a compás, y dormitando la vieja. Con monótonos murmullos arrullaban esta escena el son de la escasa lluvia de un aguacero que empieza, el no interrumpido son con que hierve la caldera, y el tumultuoso chasquido con que la luz chisporrea. -¿Las nueve son? – dijo el mozo. -Eso las ánimas suenan con sus campanas – repuso santiguándose Teresa. -¡Las ánimas, y aún no viene! Y echando atrás la silleta, se puso el mancebo en pie, y encaminóse a la puerta. Al ruido que hizo en el cuarto, despertándose la vieja, dijo: -¿Rezáis a las ánimas? -Sí, señora: estése queda. Asió el mancebo la aldaba, mas la había alzado apenas, cuando un espantoso golpe venció la puerta por fuera. -¡Muerto soy! – dijo una voz; Cayó un embozado en tierra, y viose un hombre que huía al fin de la callejuela. En derredor del caído se agolparon, que aún conserva algún resto de la vida que le arrancan a la fuerza; mas no bien le desenvuelven, por ver piadosos si alienta, un grito descompasado lanzó… la familia entera. Blasfemó el mozo con ira, desmayóse la doncella, y la anciana y los muchachos en llanto a la par revientan. -Padre, ¿quién fue? – preguntaba sosteniendo la cabeza del anciano moribundo el hijo, que llora y tiembla. Echóle triste mirada su padre, como quien lega su razón y su justicia en quien se fija con ella. -Juan … -¿Qué Juan? -De Colmenares – balbuceó con torpe lengua, y sobre el brazo del hijo dobló la faz macilenta. Reinó un silencio solemne por un instante en la escena, y a reunirse empezaron vecinos de ambas aceras. Llegó la justicia al punto, y mientras justicia ella, partió por la turba el mozo en haz de intención siniestra. -¿Dónde va? – dijo un corchete. -Siendo yo su sangre mesma, ¿adónde sino al culpable? -Soy con vos. -Enhorabuena. -Por si acaso, va seguro… – dijo para sí el de presa, mientras el mozo resuelto, ganó a una esquina la vuelta. III Son treinta días después, y en mismo lugar y hora, la misma vieja y los chicos con mesa, mancebo y moza. Cada cual en su tarea sigue en paz, aunque se nota que todos tienen los ojos del mancebo en la faz torva. Él, sin embargo, en silencio prosigue atento su obra, sin levantar la cabeza, que sobre el pecho se apoya. Tan doblada la mantiene, que apenas la llama roja que da la luz, alumbrarle las cejas fruncidas logra; y alguna vez que el reflejo las negras pupilas toca, tan viva luz reverberan, que chispas parecen brotan. La verdad es, que una lágrima que a sus -párpados asoma, viene anunciando un torrente en que el corazón se ahoga. Y el mozo, por no aumentar de los suyos la congoja, a duras penas le tiene dentro el pecho y le sofoca. Largo rato así estuvieron en atención afanosa, todos mirando al mancebo, y éste mirando a sus hormas; hasta que al cabo Teresa, más sentida o más curiosa, le dijo: -¿Estás malo, Blas? Y a su vez limpia y sonora siguió otro largo intervalo de larga atención dudosa. Nada el hermano responde, mas ella su afán redobla, que no hay temor que la tenga, la valla de una vez rota. -¿Cómo estás tan cabizbajo?… Y aquí Blas interrumpióla. -¿Y qué tengo que decir a quien sin padre y sin honra debe vivir para siempre? Y aquí la familia toda rompió en ahogados sollozos a tan infausta memoria. Sosegóse, y siguió Blas en voz lamentable y honda -Él rico, y nosotros pobres ; débil la justicia, y poca, y el Rey en caza y en guerra, ¿qué puede alcanzar quien llora? -Qué, ¿por libre se atrevieron? … -Poco menos, pues sus doblas pudieron más con los jueces que las leyes. -¡Las ignoran! dijo indignada Teresa. -¡No, hermana ; las acogotan ! contestó Blas, sacudiendo su mazo con ciega cólera. Siguió en silencio otro espacio, y otra vez Teresa torna: -Mas la sentencia, ¿cuál fue? – dijo, y calló vergonzosa. -¿La sentencia? -gritó Blas revolviendo por las órbitas los negros y ardientes ojos-. ¿La sentencia pides?, óyela. Todos se echaron de golpe sobre la mesilla coja, que vaciló al recibirles, a oír lo que tanto importa. -Sabéis que el de Colmenares hoy pingüe prebenda goza en la iglesia, y que a Dios gracias y a mi diligencia propia, se le probó que dio muerte a padre (que en paz reposa). Pues bien: no sé por qué diablos de maldita jerigonza de conspiración que dicen que con su muerte malogra, dieron por bien muerto a padre, y al clérigo… -¿Le perdonan? -No, ¡ vive Dios! le condenan. ¡ Mas ved qué dogal le ahoga! Condénanle a que en un año no asista a coro, mas cobra su renta; es decir, le mandan que no trabaje, y que coma. Tornó a su silencio Blas, y a sus sollozos la moza, ella cosiendo sus cintas, y él machacando sus hormas. IV Está la mañana limpia, azul, transparente, clara, y el sol de entre nubes rojas espléndida luz derrama. Toda es tumulto Sevilla, músicas, vivas y danzas; todo movimiento el suelo, toda murmullos el aura. Cruzan literas y payes, monjes, caballeros, guardias, vendedores, alguaciles, penachos, pendones, mangas. Flota el damasco y las plumas en balcones y ventanas, y atraviesan besamanos donde no caben palabras. Descórrense celosías, tapices visten las tapias, los abanicos ondulan y los velos se levantan. Cuantas hermosas encierra Sevilla a su gloria saca, cuantos buenos caballeros en sus fortalezas guarda, ellos porque son galanes, y ellas porque son bizarras; las unas porque la adornen, los otros para admirarlas. Óyense al lejos clarines, y chirimías y cajas, y a lengua suelta repican esquilones y campanas. Mas no vienen los hidalgos armados hasta las barbas, ni el pálido rostro asoman las bellas amedrentadas; que no doblan los tambores en son agudo de alarma, ni las campanas repican a rebato arrebatadas; que es la procesión del Corpus. que ya traspone las gradas del atrio, y el Rey don Pedro acompañándola baja. Padillas y Coroneles y Albuquerques se adelantan, con Osorios y Guzmanes, pompa ostentando sobrada. Y bajo un palio don Pedro, de ocho punzones de plata, descubierta la cabeza y armado hasta el cuello, marcha. En torno suyo el cabildo diez individuos encarga que de escuderos le sirvan en comisión poco santa ; mas tiempos son tan ambiguos los que estos monjes alcanzan, que tanto arrastran ropones como broqueles embrazan. Entre ellos se ve a don Juan de Colmenares y Vargas, que deja por vez primera la reclusión de su casa, no porque el año ha cumplido, sino porque el año paga, y doblas redimen culpas si se confiesan doradas. Rosas deshojan sobre ellos las hermosísimas damas, y toda es flores la calle por donde la corte pasa. Envidia de las más bellas, salió a un balcón del alcázar la hermosísima Padilla, origen de culpas tantas. Hízola venia don Pedro, y al responderle la dama, soltó sin querer un guante, y ojalá no le soltara. Lanzóse a tomar la prenda muchedumbre cortesana muchos llegaron a un tiempo, mas nadie tomar osaba, que fuera acción peligrosa, aparte de lo profana. Partiendo la diferencia, salió de la fila santa el bizarro Colmenares con intención de tomarla. Mas no bien dejó su mano del palio al punzón de plata, y puso desde él al rey cuatro pasos de distancia, cuando un mancebo iracundo, con irresistible audacia, se echó sobre él, y en el pecho le asentó dos puñaladas. Cayó don Juan; quedó el mozo sereno en pie entre los guardias, que le asieron, y don Pedro se halló con él cara a cara. La procesión se deshizo; volvió gigante la fama el caso de boca en boca, y ya prodigios contaban. Juntáronse los soldados recelando una asonada; cercaron al Rey algunos y llenó al punto la plaza la multitud, codiciosa de ver la lucha empezada entre el sacrílego mozo y el sanguinario monarca. Duró un instante el silencio, mientras el Rey devoraba con sus ojos de serpiente los ojos del que le ultraja. -¿Quién eres? – dijo, por fin, dando en tierra una patada. -Blas Pérez – contestó el mozo con voz decidida y clara. Pálido el rey de coraje, asióle por la garganta, y así en voz ronca le dijo, que la cólera le ahogaba «¿Y yendo tu rey aquí, ¡voto a Dios!, por qué no hablaste, si con la ocasión te hallaste para obrar con él así?» Soltóse Blas de la mano con que el rey le sujetaba, y, señalando al difunto, repuso tras breve pausa: -Mató a mi padre, señor; y el tribunal, por su oro, privóle un año del coro, que en vez de pena es favor. -Y si vende el tribunal la justicia encomendada, ¿no es mi- justicia abonada para quien justicia mal? Cuando el miedo o la malicia (dijo Blas) tuercen la ley, nadie se fía en el rey, medido por su justicia. Calló Blas, y calló el rey a respuesta tan osada y los ojos de don Pedro bajo las cejas chispeaban. Tendiólos por todas partes, y al fuego de sus miradas, de aquéllos en quien las puso palidecieron las caras. Temblaron los más audaces, y el pueblo ansioso esperaba una explosión de don Pedro más recia que sus palabras. Rompió el silencio. por fin, y en voz amistosa y blanda, el interrumpido diálogo así con el mozo entabla: -¿Qué es tu oficio? -Zapatero. -No han de decir ¡vive Dios! que a ninguno de los dos en mi sentencia prefiero. Y encarándose don Pedro con los jueces que allí estaban, dando un bolsillo a Blas Pérez, dijo en voz resuelta y alta: «Pesando ambos desacatos, si con no rezar cumple él en un año, cumples fiel no haciendo en otro zapatos.» Tornóse don Pedro al punto, y brotó la turba osada murmullos de la nobleza y aplausos de la canalla. Mas viendo el rey que la fiesta mucho en ordenarse tarda, echando mano al estoque, dijo así, ronco de rabia: «¡ La procesión adelante, o meto cuarenta lanzas y acaban ¡voto a los cielos! los salmos a cuchilladas P’. Y como consta a la Iglesia que es hombre el rey de palabra, siguieron calle adelante palio, pendones y mangas.
La orgía La sombra nos cobija con su tapiz de duelo: cansado ya del cielo el sol se hundió en la mar. El mundo duerme imbécil, vacilan las estrellas; en torno a las botellas venid a delirar. Venid niñas sedientas de libertad y amores, que fiestas y licores dan libertad y amor. Húmedos de esperanza traed los ojos bellos, sin trenzas los cabellos, la frente sin rubor. La vida es una farsa hipócrita y demente, y el mundo indiferente se cansa del placer; el mundo se ha dormido; romped vuestros papeles, dejad los oropeles que vano os prestó ayer. Dejad de esa comedia el torpe fingimiento, ahogad el preso aliento con larga libación. La sombra, si ese cielo su luz tiende importuna, envolverá la luna en tocas de crespón. ¡Oh!, lejos de los ojos de la curiosa plebe, la copa en que se bebe nos abre un ancho Edén; el fondo cristalino las luces multiplica, y de vapores rica perfuma nuestra sien. Los labios desfrenados, la lengua desatada, en larga carcajada prorrumpen sin cesar. La lumbre de los ojos inquieta y licenciosa, los ojos de una hermosa se afana en reflejar. Venid a los festines avaras de placeres, que el cielo en las mujeres atesoró el placer. Venid, niñas, sin cuitas desnudo el albo seno, porque quiero el veneno de vuestro amor beber- […] De cada ardiente beso el lúbrico estallido rasgará el sostenido murmullo bacanal; como reloj deshecho que sin marcar las horas, sacude las sonoras campanas de metal. El mundo duerme, niñas, bebamos y cantemos, que más no sacaremos del mundo engañador; húmedos de esperanza traed los ojos bellos, sin trenzas los cabellos, la frente sin rubor. Venid, y mal prendidos los velos y los chales, prodiguen liberales la luz de vuestra tez: los ondulantes rizos flotando por la espalda, la mal ceñida falda mintiendo desnudez. Y las de negros ojos que ostenten su mirada altiva, enamorada, con infernal pasión, y las rubias ostenten sin máscaras de tules, las pupilas azules, y rojo el corazón. La noche se desliza, su llama el sol enciende, el día nos sorprende, va el mundo a despertar. ¡Cantemos y bebamos, que cuando venga el día el sueño de la orgía le volverá a apagar!
La plegaria Helos al pie de la cruz En oración reverente; La virtud brilla en su frente Como la primera luz Del sol que alumbra en Oriente. Niños tal vez desvalidos Que pasan desconocidos, Con la inocencia en el alma, Como en desiertos perdidos Con sus racimos la palma. Ángeles acaso son Que, el mundo sin conocer, Llevan en el corazón Una sublime oración Y las virtudes de ayer. Sus ojos ven solamente A través del blanco velo Que cerca el alma inocente, Vida en la tierra inclemente, Luz y armonía en el cielo. Ven en el alba colores Y en el llano hierba y flores, Sombra, del valle en la hondura, Y en el aire ruiseñores, Y peñascos en la altura. Para ellos, música el viento Es, si las alas despliega, Si en las secas hojas juega, O entre las flores se pliega Con lascivo movimiento. Y son las flotantes ramas, Del sol a las rojas llamas, Del prado, verdes espumas, De aérea serpiente, escamas, De águila terrestre, plumas. Y son los hombres hermanos, Y oran por ellos contentos, Hasta que los hombres vanos Pongan, leones hambrientos, En su inocencia las manos. Sabe ella que es virgen bella, Y él un ángel hechicero, Porque no dudan él ni ella Que ella es de virtud estrella, Y él de inocencia lucero. Mas ¡ay! que del pedestal A la sombra cobijado, Acaso un ojo carnal Está en la virgen posado Con una idea brutal. Y sobre la tez de rosa La lágrima de dolor Que ella derrama piadosa, El hombre la cree de amor, Y llama al ángel ¡hermosa! Que tal vez pintarse intenta Aquella avara pupila, De torpes formas sedienta, Mil perfecciones que aumenta En esa virgen tranquila. Así incompletas y vanas Las cosas del mundo son, ¡Que a turbar vienen livianas Esa angélica oración Con imágenes mundanas! ¿Por qué, pintor, ideaste Una plegaria tan bella, Si la cruz que levantaste, Luego, pintor, la ultrajaste Pintando al hombre tras ella? ¡No digas quién la creó! culpa no arguya! ¡Que en ambos Tú fuiste quien la pintó, Mas la malicia no es tuya, Que quien la escribe soy yo.
José Zorrilla y Moral, poeta, Valladolid, 1817-1893