A Don Wenceslao Ayguals de Izco
Epístola (En verso prosaico)

Tienes ¡oh Wenceslao! cosas diábolicas,
Ocurrencias fatales, como tuyas;
Y desdichas ¡ay Dios! tan hipérbolicas
Traen para mí, que aunque de oírlas huyas
Te las voy a encajar, porque a mi antigua
Y cerril libertad me restituyas.
¿Dónde habrá ¡oh caro Izco! más ambigua
Situación que esta ruin en que me pones,
A los trabajos de Hércules contigua?
¿Escribir en La Risa me propones
Y hacer reír? ¡A mí, que siempre he sido
El cantor de la sangre y las visiones!
¡A mí que en todas partes me han tenido
Por el búho más negro y melancólico
Que del furor romántico ha nacido!
¡A mí, cuyo estro bárbaro y diabólico
Espanta al sano público en la escena
Con obras que espeluznan a un católico!
¿Yo hacer reír? ¡Pues la aprensión es buena!
Con que te firme yo tu semanario
No queda al punto un suscriptor, y truena.
Mira lo que haces, Izco temerario,
Mira que te lo ruego por los cielos;
Ve tu empresa con ojos de empresario.
Porque si yo, cumpliendo tus anhelos,
Tiendo por tu papel mi negra pluma,
Te has de tirar muy pronto de los pelos.
Alíviame este peso que me abruma
Renunciando a mis versos montaraces,
Que es lo que a entrambos nos conviene en suma.
Mas… áspero mohín veo que me haces
Esto leyendo… ¿En tu opinión te cierras?
No me resisto más, tengamos paces.
Escribiré en La Risa, pues te aferras
En ello, Ayguals; mas sobre ti los daños,
Que mis jovialidades desentierras.
Horrendas cosas escribí en cinco años;
Más nueva luz en mí desde hoy sintiendo,
De mano voy a dar a mis engaños.
Voy a reírme yo, reír haciendo
Al que no haga llorar, ridiculeces
Del mundo en que vivimos descubriendo.
Voy a hacerte reír, pero tus preces
Dirige al cielo, Ayguals, porque te juro
Que te voy a mostrar las desnudeces
De la verdad, en castellano puro;
No correcto tal vez, pero tan claro,
Que ha de entenderlo el montañés más duro.
Y aqueste empeño para hacer más raro,
Por mí voy a empezar, ante tus ojos
Mostrándome cual soy bien sin reparo.
Perdona si tal vez te causa enojos
Mi ruin y flaca aparición barbuda;
Resultado es no más de tus antojos.
Contempla, pues, mi humanidad desnuda,
Y piensa que cual yo te me presento
Voy a poner a los demás sin duda.
Yo soy un hombrecillo macilento,
De talla escasa, y tan estrecho y magro,
Que corto andando, como naipe, el viento.
Y protegido suyo me consagro,
Pues son de delgadez y sutileza
Ambas a dos, mis piernas un milagro.
Sobre ellas van mi cuerpo y mi cabeza,
Como el diamante, al aire; y abundosa,
Pelos me prodigó Naturaleza,
De tal modo, que en siesta calurosa
Mis melenas y barbas extendidas
A mi persona dan sombra anchurosa.
Mi cara es como muchas que perdidas
Entre la turba de las otras caras,
Se pasean sin ser apercibidas.
Mofadora expresión si la reparas
Muestra a veces, las más, indiferencia,
Y otras melancolía, aunque muy raras.
Cual soy me tienes, pues, en tu presencia
Visto por fuera, Wenceslao amigo;
Pero visto por dentro hay diferencia.
Que aunque soy en verdad, como te digo,
De hombre en el exterior menudo cacho,
Alma más rara bajo de él abrigo.
Serio a veces, a veces vivaracho,
Tengo a veces arranques tan exóticos,
Que rayan en tontunas de muchacho.
Y otras veces los tengo tan despóticos,
Que atropello razones y exigencias
Por cumplir mis caprichos estrámboticos.
Poco alcanzo en las artes y en las ciencias,
Y eso que allá los padres Jesuitas
Me avivaron un tanto las potencias.
Mas yo, dificultades infinitas
En las ciencias hallando, echéme en brazos
De las Musas. Mujeres y bonitas
Ellas, muchacho yo, caí en sus lazos;
Y a fe que sus cariños me valieron
Inútiles, mas sendos sermonazos.
Tantos fueron, que al fin me condujeron
A oírlos con glacial indiferencia,
Y en mí esta indiferencia produjeron
Con que miro las cosas (y en conciencia,
Aunque cual gran calamidad la lloro,
No la puedo oponer gran resistencia).
Alabo el bien y a la verdad imploro;
Mas despierto con otra ventolera,
Y el mal ensalzo y la mentira adoro.
De esto viene el llamarme calavera;
Mas si un día en razón meterme debo,
¿Quién duda que lo haré como cualquiera?
Obscura vida, por mi gusto, llevo;
Mas si llevarla del revés importa,
Lo hallo tan fácil cual comerme un huevo.

La existencia no me es larga ni corta,
En paz la paso sin placer ni pena;
Como no tengo plan, nunca me aborta.
Si una buena alma investigar serena
Quiere lo que yo soy, por mil caminos
Irá, y tal vez de la verdad ajena;
Que (abreviando discursos peregrinos)
No sirve cuanto digo y cuanto hago
Para atar dos ochavos de cominos.
Porque soy todo yo tan raro y vago,
Que ni nadie me entiende ni me entiendo.
Lo que hice ayer, mañana lo deshago;
Dejo hoy tal vez lo que mañana emprendo,
Y así salen mis obras a mi antojó,
Aunque digas ¡oh Ayguals! «No lo comprendo.»
Tal soy, como te he dicho, y algo flojo
Tal vez anduve: mi retrato es éste.
Si a firmar tu periódico me arrojo,
Voy a ser más dañino que la peste;
Y he de sacarla pluma de mal año
Aunque tu misma enemistad me cueste.
Y pues donde cortar no falta paño
En esta injerta sociedad de ahora,
Do el ridículo sólo no es extraño,
Si me quieres así, sea en buen hora:
Reír me place, mas a costa ajena,
Que es más dulce reír cuando otro llora.
Tú dirás que esta epístola no es buena,
Y que si ha de ser tal cuanto te escriba,
Renuncias mis artículos sin pena.
Más aunque bien dirás, en esto estriba
La excelencia mayor de estos renglones,
Pues de justicia es ley distributiva
Que si critico de otros las acciones,
Me exponga yo a su crítica primero,
Y les dé la razón de mis razones.
Con esto, Ayguals, contestación espero
Recibir de tu puño, en versos fríos
Y ásperos como clavos; lo que infiero
No de uno de mis muchos desvaríos,
Sino porque contestes dignamente
A versos tales como son los míos.
Contesta, pues, y ríase la gente:
Que nos llamo La Risa sus apóstoles,
Y aunque nos diga el vulgo irreverente
Que esto es tocar el órgano de Móstoles.

Corriendo van por la vega

Corriendo van por la vega
a las puertas de Granada
hasta cuarenta gomeles
y el capitán que los manda.
Al entrar en la ciudad,
parando su yegua blanca,
le dijo éste a una mujer
que entre sus brazos lloraba:

“Enjuga el llanto, cristiana
no me atormentes así,
que tengo yo, mi sultana,
un nuevo Edén para ti.

Tengo un palacio en Granada,
tengo jardines y flores,
tengo una fuente dorada
con más de cien surtidores,
y en la vega del Genil
tengo parda fortaleza,
que será reina entre mil
cuando encierre tu belleza.
Y sobre toda una orilla
extiendo mi señorío;
ni en Córdoba ni en Sevilla
hay un parque como el mío.
Allí la altiva palmera
y el encendido granado,
junto a la frondosa higuera,
cubren el valle y collado.
Allí el robusto nogal,
allí el nópalo amarillo,
allí el sombrío moral
crecen al pie del castillo.
Y olmos tengo en mi alameda
que hasta el cielo se levantan
y en redes de plata y seda
tengo pájaros que cantan.

Y tú mi sultana eres,
que desiertos mis salones
están, mi harén sin mujeres,
mis oídos sin canciones.
Yo te daré terciopelos
y perfumes orientales;
de Grecia te traeré velos
y de cachemira chales.
Y te daré blancas plumas
para que adornes tu frente,
más blanca que las espumas
de nuestros mares de Oriente.
Y perlas para el cabello,
y baños para el calor,
y collares para el cuello;
para los labios…¡amor!

“¿Qué me valen tus riquezas
-respondióle la cristiana-,
si me quitas a mi padre,
mis amigos y mis damas?
Vuélveme, vuélveme, moro
a mi padre y a mi patria,
que mis torres de León
valen más que tu Granada”

Escuchóla en paz el moro,
y manoseando su barba,
dijo como quien medita,
en la mejilla una lágrima:

“Si tus castillos mejores
que nuestros jardines son,
y son más bellas tus flores,
por ser tuyas, en León,
y tú diste tus amores
a alguno de tus guerreros,
hurí del Edén*, no llores;
vete con tus caballeros”

Y dándole su caballo
y la mitad de su guardia,
el capitán de los moros
volvió en silencio la espalda.

El trovador

 

I

De un elevado castillo
que Arlanza orgulloso baña,
un trovador elegante
en la puente se paraba.
En el rastrillo golpea
con el pomo de una daga,
y en los góticos salones
ronco el eco se propaga.
Un joven doncel, del fuerte
presentóse en la muralla,
y con semblante halagüeño
dijo en alta voz: «¿Quién llama?»
El Trovador que le ha oido
dirigióle aquesta fabla:
-«Si llegado es en buenhora,
un pacífico infanzón
que envía a vuestra señora
don Rodrigo de Aragón».-
Se alzó a este tiempo el rastrillo,
y en el patio tuvo entrada;
un paje tomó el corcel
por las riendas plateädas,
y el gallardo trovador
por los salones se entraba.

 

II

Confuso ruido se oía
en la sala principal,
y el extranjero
hacía ella se dirigía
en continente marcial
muy altanero.
Hallóla toda ocupada
de galanes y de bellas
en gran festín;
doña Blanca de Moncada
se ve la primera entre ellas
como la rosa mas orgullosa
en un jardín.
El día feliz memora
en que la luz primera vió;
y a su lado
por eso, gentil señora,
tanta dama encantadora,
tanto héroe celebrado
hoy reunió.

 

III

Entró do estaba el convite
gentil el recién venido;
hizo gracia
con el morado sombrero,
y atrevido
en denodado ademán
a doña Blanca se fué;
y después de haber pedido
su venia, ante ella galán
quedó en pie.
La dama se la otorgó
y así el trovador habló:

 

IV

» Don Enrique mi señor,
» el cuarto Enrique es,
» me manda donde me ves,
» a mi, que soy trovador,
» trovador aragonés.
» Diz que es hoy vuestro natal,
» y este monarca del mundo
quiere honrarlo como tal,
» que el cuarto Enrique así val
» como val Juan el segundo.
«Y una trova te ragala
» que trova de amores es
» y ninguna se la iguala;
» por eso vine de gala,
» trovador aragonés.-»
-» Yo a tu señor agradezco,
-doña Blanca respondió-
» de un amor que no merezco
» esta prueba que me dió.
» Y a estas damas placerá
» y galanes que aquí ves
» trova de amores
» que cantará
» trovador aragonés.»

 

V

Un dia risueño
prepara la aurora
¡Feliz la señora
del alto Muñón!
¡OH cuántas personas
se ven a su lado!
¡Cuánto señalado
valiente infanzón!
Un buho funesto
que cerca habitaba.
Lejano graznaba.
¡Se le vido huir!
La blanca paloma
ocupa su nido;
su amante gemido
se acaba de oir.

Porque hoy es el día
de Blanca fermosa,
la más bella rosa
que tiene el jardín.

 

VI

Su dulce voz espiró,
y sus ecos repitieron
las bóvedas de Muñó.
Y en vano le pidieron
quedase en el castillo.
No pueden los caballeros
ni las damas alcanzallo,
que ha perdido su caballo
y mandó
que le alzaran el rastrillo;
despidióse muy cortés
y dijóles al partir:
» Quedárame hasta mañana
» en este festín de amor,
» y fuera de buena gana;
» más de Enrique mi señor
» otra la voluntad es,
» y yo soy su trovador,
» trovador y aragonés».

Oriental

Dueña de la negra toca,
la del morado monjil,
por un beso de tu boca
diera a Granada Boabdil.

Diera la lanza mejor
del Zenete más bizarro,
y con su fresco verdor
toda una orilla del Darro.

Diera la fiesta de toros,
y si fueran en sus manos,
con la zambra de los moros
el valor de los cristianos.

Diera alfombras orientales,
y armaduras y pebetes,
y diera… ¡que tanto vales!,
hasta cuarenta jinetes.

Porque tus ojos son bellos,
porque la luz de la aurora
sube al Oriente desde ellos,
y el mundo su lumbre dora.

Tus labios son un rubí,
partido por gala en dos…
Le arrancaron para ti
de la corona de Dios.

De tus labios, la sonrisa,
la paz de tu lengua mana…
leve, aérea, como brisa
de purpurina mañana.

¡Oh, qué hermosa nazarena
para un harén oriental,
suelta la negra melena
sobre el cuello de cristal,

en lecho de terciopelo,
entre una nube de aroma,
y envuelta en el blanco velo
de las hijas de Mahoma!

Ven a Córdoba, cristiana,
sultana serás allí,
y el sultán será, ¡oh sultana!,
un esclavo para ti.

Te dará tanta riqueza,
tanta gala tunecina,
que ha de juzgar tu belleza
para pagarle, mezquina.

Dueña de la negra toca,
por un beso de tu boca
diera un reino Boabdil;
y yo por ello, cristiana,
te diera de buena gana
mil cielos, si fueran mil.

A la memoria desgraciada del joven literato

Ese vago clamor que rasga el viento
es la voz funeral de una campana;
vano remedo del postrer lamento
de un cadáver sombrío y macilento
que en sucio polvo dormirá mañana.

Acabó su misión sobre la tierra,
y dejó su existencia carcomida,
como una virgen al placer perdida
cuelga el profano velo en el altar.
Miró en el tiempo el porvenir vacío,
vacío ya de ensueños y de gloria,
y se entregó a ese sueño sin memoria,
¡que nos lleva a otro mundo a despertar!

Era una flor que marchitó el estío,
era una fuente que agotó el verano:
ya no se siente su murmullo vano,
ya está quemado el tallo de la flor.
Todavía su aroma se percibe,
y ese verde color de la llanura,
ese manto de yerba y de frescura
hijos son del arroyo creador.

Que el poeta, en su misión
sobre la tierra que habita,
es una planta maldita
con frutos de bendición.

Duerme en paz en la tumba solitaria
donde no llegue a tu cegado oído
más que la triste y funeral plegaria
que otro poeta cantará por ti.
Ésta será una ofrenda de cariño
más grata, sí, que la oración de un hombre,
pura como la lágrima de un niño,
¡memoria del poeta que perdí!

Si existe un remoto cielo
de los poetas mansión,
y sólo le queda al suelo
ese retrato de hielo,
fetidez y corrupción;
¡digno presente por cierto
se deja a la amarga vida!
¡Abandonar un desierto
y darle a la despedida
la fea prenda de un muerto!

*

Poeta, si en el no ser
hay un recuerdo de ayer,
una vida como aquí
detrás de ese firmamento…
conságrame un pensamiento
como el que tengo de ti.

Escena XII

Como gustéis, igual es,
que nunca me hago esperar.
Pues, señor, yo desde aquí,
buscando mayor espacio
para mis hazañas, di
sobre Italia, porque allí
tiene el placer un palacio.
De la guerra y del amor
antigua y clásica tierra,
y en ella el Emperador,
con ella y con Francia en guerra,
díjeme: «¿Dónde mejor?
Donde hay soldados hay juego,
hay pendencias y amoríos».
Di, pues, sobre Italia luego,
buscando a sangre y a fuego
amores y desafíos.
En Roma, a mi apuesta fiel,
fijé entre hostil y amatorio,
en mi puerta este cartel:
Aquí está don Juan Tenorio
para quien quiera algo de él.
De aquellos días la historia
a relataros renuncio;
remítome a la memoria
que dejé allí, y de mi gloria
podéis juzgar por mi anuncio.
Las romanas caprichosas,
las costumbres licenciosas,
yo gallardo y calavera,
¿quién a cuento redujera
mis empresas amorosas?
Salí de Roma por fin
como os podéis figurar,
con un disfraz harto ruin
y a lomos de un mal rocín,
pues me quería ahorcar.
Fui al ejército de España;
mas todos paisanos míos,
soldados y en tierra extraña,
dejé pronto su compaña
tras cinco o seis desafíos.
Nápoles, rico vergel
de amor, de placer emporio,
vio en mi segundo cartel:
Aquí está don Juan Tenorio,
y no hay hombre para él.
Desde la princesa altiva
a la que pesca en ruin barca,
no hay hembra a quien no suscriba,
y cualquier empresa abarca
si en oro o valor estriba.
Búsquenle los reñidores;
cérquenle los jugadores;
quien se precie que le ataje,
a ver si hay quien le aventaje
en juego, en lid o en amores.
Esto escribí; y en medio año
que mi presencia gozó
Nápoles, no hay lance extraño,
no hubo escándalo ni engaño
en que no me hallara yo.
Por dondequiera que fui,
la razón atropellé,
la virtud escarnecí,
a la justicia burlé
y a las mujeres vendí.
Yo a las cabañas bajé,
yo a los palacios subí,
yo los claustros escalé
y en todas partes dejé
memoria amarga de mí.
Ni reconocí sagrado,
ni hubo razón ni lugar
por mi audacia respetado;
ni en distinguir me he parado
al clérigo del seglar.
A quien quise provoqué,
con quien quiso me batí,
y nunca consideré
que pudo matarme a mí
aquel a quien yo maté.
A esto don Juan se arrojó,
y escrito en este papel
está cuanto consiguió,
y lo que él aquí escribió,
mantenido está por él.

Misterio

A mi amigo D. Antonio García Gutiérrez

 

¡Ay! Aparta, falaz pensamiento,
Que eterno en el alma bulléndome estás,
Falsa luz que al impulso del viento,
En vez de guiarme perdiéndome vas.

Tras de ti por las sombras camino,
Ni noche ni día descanso tras ti;
Es seguirte tal vez mi destino,
Y acaso es el tuyo guardarte de mí.

Misteriosa visión de mi vida,
Más vaga que el caos en forma y color,
Te comprendo en mí mismo perdida,
Cual sueño penoso, cual sombra de amor.

Ya tu blanda amorosa sonrisa
Me presta esperanza, me aviva la fe;
Cual flor eres que aroma la brisa
Y en seco desierto olvidada se ve

Ya tu imagen sombría y medrosa
Me ciega y me arrastra en su curso veloz,
Como nube que rueda espantosa
En brazos del viento al compás de su voz.

Ya cual ángel de paz te contemplo,
Y ya cual fantasma sangrienta y tenaz;
En el valle, en la roca, en el templo,
Te alcanzo a lo lejos hermosa y fugaz.

Por doquiera te encuentran mis ojos;
No miro ni tengo más rumbo doquier,
Ya te muestres preñada de enojos,
Fantasma enemiga o risueña mujer.

Yo no sé de tu esencia el misterio,
Tu nombre y tu vago destino no sé,
Ni cuál es tu ignorado hemisferio,
Ni adónde perdido siguiéndote irá.

Mas no encuentro otro fin a mi vida,
Más paz, ni reposo, ni gloria que tú,
Que en el cóncavo espacio perdida,
Tu alcázar es su ancho dosel de tisú.

Por su rica región las estrellas
A veces brillante camino te dan,
Y otras veces tus místicas huellas
Por mares de sombras perdiéndose van.

Una brisa en las ramas sonando,
Que dice tu nombre imagino tal vez,
Y un relámpago raudo pasando,
Tu forma me muestra en fatal rapidez.

Yo, postrado al mirarte de hinojos,
Doquier que apareces levanto un altar,
Y arrasados en llanto los ojos,
Tal vez insensato te voy a adorar.

Mas al ir a empezar mi conjuro,
Mi torpe blasfemia o mi casta oración,
El Oriente en su cóncavo impuro.
Me sorbe irritado mi blanca visión.

Y tu imagen me queda en la mente
Informe, insensible, cual bulto sin luz
Que se crea el temor de un demente,
De lóbrega noche entre el negro capuz.

Sueño, estrella o espectro, ¿quién eres?
¿Qué buscas, fantasma, qué quieres de mí?
¿No hay sin ti ni dolor ni placeres?
¿No hay lecho, ni tumba, ni mundo sin ti?

¿No hay un hueco do esconda mi frente?
¿No hay venda que pueda mis ojos cegar?
¿No hay beleño que aduerma mi mente,
Que hierve encerrada de sombra en un mar?…

¡Oh! Si gozas de voz y de vida,
Si tienes un cuerpo palpable y real,
Deja al menos, fantasma querida,
Que goce un instante tu vista inmortal.

Dame al menos un sí de esperanza,
Alguna sonrisa, fugaz serafín,
Con que espere algún día bonanza
El golfo del alma que bulle sin fin.

Mas si es sólo ilusión peregrina
Que el ánima ardiente soñando creó,
¡Ay! deshaz esa sombra divina
Que viene conmigo doquier que voy yo.

Sí, deshazla, que en vano la miro
En torno a mis ojos errante vagar,
Si cual débil y triste suspiro
Se pierde en los vientos al irla a abrazar.

Sí, deshazla, que torpe mi mano,
Su mano en la sombra jamás encontró,
Ni el más flébil lamento liviano,
Avaro en mi oído su labio posó.

Muere al fin, ¡oh visión de mi vida!
Más vaga que el caos en forma o color,
A quien siento en mí mismo perdida,
Cual sueño penoso, cual sombra de amor.

Mas ¿qué fuera del triste peregrino
Que cruzando sediento el arenal
No encontrara jamás en su camino
Mansa sombra ni fresco manantial?

De esta vida en la noche tormentosa,
¿Qué rumbo ni qué término seguir?
Sin tu vaga presencia misteriosa,
Sin tu blanca ilusión, ¿cómo vivir?

Abriéranse mis ojos a mirarte,
Mis oídos tus pasos a escuchar,
Y al fin, desesperados de encontrarte,
Tornáranse en tinieblas a cerrar.

Despertara en la noche solitaria
De tus palabras al fingido son,
Y sólo respondiera a mi plegaria
El latido del triste corazón.

¡Sombra querida, sin cesar conmigo
Mis lentas horas hechizando ven,
Y el desierto arenal será contigo,
Huerto frondoso y perfumado Edén!

No expires, misterioso pensamiento
Que dentro oculto de mi mente vas,
Aunque no alcance el corazón sediento
Tu tanta esencia a comprender jamás.

No sepa nunca tu verdad dudosa;
Vélame, si lo quieres, tu razón;
Disípate a lo lejos vagarosa,
Mas sé siempre mi cándida ilusión.

Al fin sabré que junto a ti respiro,
Que estás velando junto a mí sabré,
Y que aun brilla oscilando en lento giro
La consumida antorcha de mi fe.

¿Qué me importa tu esencia ni tu nombre,
Genio hermoso, o quimérica ilusión,
Si en esta soledad, cárcel del hombre,
Dentro de ti te guarda el corazón?

¿Qué me importa jamás saber quién eres,
Astro de cuya luz gozando voy,
Término de mi afán y mis placeres,
Dios que sin fin idolatrando estoy?

Quienquier que seas, vano pensamiento,
Mujer hermosa que soñando vi,
O recuerdo o tenaz remordimiento,
Ni un solo instante viviré sin ti.

Si eres recuerdo endulzarás mi vida,
Si eres remordimiento te ahogaré,
Si eres visión te seguiré perdida,
Si eres una mujer yo te amaré.

Con el hirviente resoplido

Con el hirviente resoplido moja
el ronco toro la tostada arena,
la vista en el jinete ata y serena,
ancho espacio buscando el asta roja.

Su arranque audaz a recibir se arroja,
pálida de valor la faz morena,
e hincha en la frente la robusta vena
el picador, a quien el tiempo enoja.

Duda la fiera, el español la llama;
sacude el toro la enastada frente,
la tierra escarba, sopla y desparrama;

le obliga el hombre, parte de repente,
y herido en la cerviz, húyele y brama,
y en grito universal rompe la gente.

Pereza

¡Cuán descansadamente,
Lejos del vano mundo, se reposa
A la orilla de límpida corriente
O de un moral bajo la sombra hojosa!

En el césped mullido,
Sin luz los ojos, sin vigor los brazos,
De la tranquila soledad el ruido
Se pierde por la atmósfera a pedazos.

El ánima descansa
De la ciega pasión y su braveza,
Y el cuerpo, presa de indolencia mansa,
Se goza en su pacífica pereza.

Entonces, no el tesoro
Ni la sed del placer el alma aviva;
El más rico licor, en copa de oro,
Entonces se desprecia y no se liba.

La mente no se inquieta
Por pensamientos de dolor cercada:
Que a su honda languidez yace sujeta,
Y a su propia impotencia encadenada.

Sin luz el ojo vago,
Sin un sonido sobre el labio abierto,
Pasa la vida cual por hondo lago
De incierta luz el resplandor incierto.

Así vuelan las horas,
Y así pasan pacíficas y bellas,
Cual las aves del viento voladoras,
Cual la cobarde luz de las estrellas?.

Así el pesar se aduerme,
Y al grato son de una aura que murmura,
Tal vez se goza del reposo inerme
Que confunde el pesar con la ventura.

Así mis horas quiero
Que pasen sin valor y sin fortuna,
Ya al manso son del céfiro ligero,
Ya al resplandor de la amarilla luna.

Ven, amorosa Elvira,
Ven a mis brazos, que de amor sediento,
El perezoso corazón suspira
Por ver tus ojos, por beber tu aliento.

Ven, adorado dueño,
Sepa que estás, en mi descanso inerte,
Cercado mí para velar mi sueño;
Cerca, hermosa, de mí cuando despierte.

Yo, en la hierba tendido,
En la sombra de un álamo frondoso,
Entreveré, con ojo adormecido,
Cuál velas mi descanso silencioso.

El sol, a lento paso,
Hundió en el mar su faz esplendorosa,
Marcando su camino en el ocaso
Vivo arrebol de púrpura y de rosa,

El agua, mansamente,
Con monótono arrullo le despide;
Y arrastrando sus ondas lentamente,
El ancho espacio de sus ondas mide.

Sólo queda en la tierra
El vapor del crepúsculo dudoso,
Y el vago aroma que la flor encierra,
Se esparce por el aire vagaroso.

Y las fuentes corriendo,
Y las brisas volando, se estremecen,
Y su soplo en los árboles creciendo,
A su soplo los árboles se mecen.

Trémulas van las olas
Bajo sus alas mansas y ligeras,
Reflejando las sueltas banderolas
De las naves que el mar surcan veleras.

Y la luna argentina,
La bóveda al cruzar del firmamento,
La inmensidad del Bósforo ilumina,
Color prestando al invisible viento.

Y al son del mar vecino,
Y al murmullo del viento caluroso,
Y al reflejo del éter cristalino,
Se aduerme el cuerpo en lánguido reposo

En la quietud amiga
De la callada noche macilenta,
Hasta la misma languidez fatiga,
Y el ánima se rinde soñolienta.

¡Oh! Bien haya el estío
Con su tranquila y bochornosa calma,
Que roba al corazón su ardiente brío
Y en blanda inercia nos aduerme el alma

Ya de ese insomnio presa,
Me faltan voluntad y pensamiento,
Y hasta mi cuerpo sin valor me pesa,
Y el son me cansa de mi propio aliento.

Dadme deleites, dadme;
Henchidme de placeres los sentidos;
Venid, eunucos, y al harén llevadme
En vuestros brazos, al placer vendidos.

Abridme esas ventanas,
Dadme a beber el aura de la noche
Y a saborear las ráfagas livianas
Que a la flor rasgan su aromado broche.

Quiero al son de las olas
Secar un corazón en solo un beso;
Traedme mis esclavas españolas,
Que el mío tienen en sus ojos preso.

Venid, venid, hermosas,
Divertidme con danzas y canciones;
Venid en lechos de fragantes rosas,
Venid, blancas y espléndidas visiones,

Quemad en mis pebetes
Cuanto aroma encontréis en mi palacio,
Y respiren sus anchos gabinetes
Ámbar opreso en reducido espacio.

Ven, voluptuosa Elvira,
Trénzame con tu mano mis cabellos;
Y tú, Inés, por quien Málaga suspira,
Nardo derrama y azahar en ellos.

Traedme a esos esclavos
Que aportan mis bajeles viento en popa;
Presa que hicieron mis piratas bravos
En un rincón de la dormida Europa.

Vengan a mi presencia,
Y al son de sus extraños instrumentos
Sirvan a mi poder y a mi opulencia,
Si no con su canción, con sus lamentos.

Dadme deleites, dadme;
Cúbreme, Elvira, con tu chal de espumas,
Y las tostadas sienes refrescadme
Con abanicos de rizadas plumas.

Suene en mi torpe oído
Su suave son como murmullo blando
De arroyo que a la mar baja perdido,
De peña en peña juguetón rodando;

Cual tórtola que llama,
Con lento arrullo que en el viento pierde,
La descarriada tórtola a quien ama,
De árbol sombrío en el columpio verde.

Danzad mientras reposo,
Cantad en derredor mientras descanso,
Y no sienta en mi sueño voluptuoso
Más que murmullo lisonjero y manso.

Corriendo van por la vega

Corriendo van por la vega
a las puertas de Granada
hasta cuarenta gomeles
y el capitán que los manda.
Al entrar en la ciudad,
parando su yegua blanca,
le dijo éste a una mujer
que entre sus brazos lloraba:
«Enjuga el llanto, cristiana
no me atormentes así,
que tengo yo, mi sultana,
un nuevo Edén para ti.
Tengo un palacio en Granada,
tengo jardines y flores,
tengo una fuente dorada
con más de cien surtidores,
y en la vega del Genil
tengo parda fortaleza,
que será reina entre mil
cuando encierre tu belleza.
Y sobre toda una orilla
extiendo mi señorío;
ni en Córdoba ni en Sevilla
hay un parque como el mio.
Allí la altiva palmera
y el encendido granado,
junto a la frondosa higuera,
cubren el valle y collado.
Allí el robusto nogal,
allí el nópalo amarillo,
allí el sombrío moral
crecen al pie del castillo.
Y olmos tengo en mi alameda
que hasta el cielo se levantan
y en redes de plata y seda
tengo pájaros que cantan.
Y tú mi sultana eres,
que desiertos mis salones
están, mi harén sin mujeres,
mis oídos sin canciones.
Yo te daré terciopelos
y perfumes orientales;
de Grecia te traeré velos
y de Cachemira chales.
Y te dará blancas plumas
para que adornes tu frente,
más blanca que las espumas
de nuestros mares de Oriente.
Y perlas para el cabello,
y baños para el calor,
y collares para el cuello;
para los labios… ¡amor!»
«¿Qué me valen tus riquezas
-respondióle la cristiana-,
si me quitas a mi padre,
mis amigos y mis damas?
Vuélveme, vuélveme, moro
a mi padre y a mi patria,
que mis torres de León
valen más que tu Granada.»
Escuchóla en paz el moro,
y manoseando su barba,
dijo como quien medita,
en la mejilla una lágrima:
«Si tus castillos mejores
que nuestros jardines son,
y son más bellas tus flores,
por ser tuyas, en León,
y tú diste tus amores
a alguno de tus guerreros,
hurí del Edén, no llores;
vete con tus caballeros.»
Y dándole su caballo
y la mitad de su guardia,
el capitán de los moros
volvió en silencio la espalda.

Dueña de la negra toca

Dueña de la negra toca,
la del morado monjil,
por un beso de tu boca
diera a Granada Boabdil.
Diera la lanza mejor
del Zenete más bizarro,
y con su fresco verdor
toda una orilla del Darro.
Diera la fiesta de toros
y, si fueran en sus manos,
con la zambra de los moros
el valor de los cristianos.
Diera alfombras orientales,
y armaduras y pebetes,
y diera… ¡que tanto vales!,
hasta cuarenta jinetes.
Porque tus ojos son bellos,
porque la luz de la aurora
sube al Oriente desde ellos,
y el mundo su lumbre dora.
Tus labios son un rubí,
partido por gala en dos…
Le arrancaron para ti
de la corona de Dios.
De tus labios, la sonrisa,
la paz de tu lengua mana…
leve, aérea, como brisa
de purpurina mañana.
¡Oh, qué hermosa nazarena
para un harén oriental,
suelta la negra melena
sobre el cuello de cristal,
en lecho de terciopelo,
entre una nube de aroma,
y envuelta en el blanco velo
de las hijas de Mahoma!
Ven a Córdoba, cristiana,
sultana serás allí,
y el sultán será, ¡oh sultana!,
un esclavo para ti.
Te dará tanta riqueza,
tanta gala tunecina,
que ha de juzgar tu belleza
para pagarle, mezquina.
Dueña de la negra toca,
por un beso de tu boca
diera un reino Boabdil;
y yo por ello, cristiana,
te diera de buena gana
mil cielos, si fueran mil.

José Zorrilla y Moral, poeta, Valladolid, 1817-1893
A buen juez mejor testigo

I

Entre pardos nubarrones
pasando la blanca luna,
con resplandor fugitivo,
la baja tierra no alumbra.
La brisa con frescas alas
juguetona no murmura,
y las veletas no giran
entre la cruz y la cúpula.
Tal vez un pálido rayo
la opaca atmósfera cruza,
y unas en otras las sombras
confundidas se dibujan.
Las almenas de las torres
un momento se columbran,
como lanzas de soldados
apostados en la altura.
Reverberan los cristales
la trémula llama turbia,
y un instante entre las rocas
riela la fuente oculta.
Los álamos de la Vega
parecen en la espesura
de fantasmas apiñados
medrosa y gigante turba;
y alguna vez desprendida
gotea pesada lluvia,
que no despierta a quien duerme,
ni a quien medita importuna.
Yace Toledo en el sueño
entre las sombras confusa,
y el Tajo a sus pies pasando
con pardas ondas lo arrulla.
El monótono murmullo
sonar perdido se escucha,
cual si por las hondas calles
hirviera del mar la espuma.
¡Qué dulce es dormir en calma
cuando a lo lejos susurran
los álamos que se mecen,
las aguas que se derrumban!
Se sueñan bellos fantasmas
que el sueño del triste endulzan,
y en tanto que sueña el triste,
no le aqueja su amargura.
Tan en calma y tan sombría
como la noche que enluta
la esquina en que desemboca
una callejuela oculta,
se ve de un hombre que guarda
la vigilante figura,
y tan a la sombra vela
que entre las sombras se ofusca.
Frente por frente a sus ojos
un balcón a poca altura
deja escapar por los vidrios
la luz que dentro le alumbra;
mas ni en el claro aposento,
ni en la callejuela oscura
el silencio de la noche
rumor sospechoso turba.
Pasó así tan largo tiempo,
que pudiera haberse duda
de si es hombre, o solamente
mentida ilusión nocturna;
pero es hombre, y bien se ve,
porque con planta segura,
ganando el centro a la calle,
resuelto y audaz pregunta:
«¿Quién va?», y a corta distancia
el igual compás se escucha
de un caballo que sacude
las sonoras herraduras.
«¿Quién va?», repite, y cercana
otra voz menos robusta
responde: «Un hidalgo, ¡calle!»
Y el paso el bulto apresura,
«Téngase el hidalgo», el hombre
replica, y la espada empuña.
«Ved más bien si me haréis calle,
repitieron con mesura,
que hasta hoy a nadie se tuvo
Iván de Vargas y Acuña.»
«Pase el Acuña y perdone»,
dijo el mozo en faz de fuga,
pues, teniéndose el embozo,
sopla un silbato y se oculta.
Paró el jinete a una puerta,
y con precaución difusa
salió una niña al balcón
que llama interior alumbra.
«¡Mi padre!», clamó en voz baja,
y el viejo en la cerradura
metió la llave pidiendo
a sus gentes que le acudan.
Un negro por ambas bridas,
tomó la cabalgadura,
cerróse detrás la puerta
y quedó la calle muda.
En esto desde el balcón,
como quien tal acostumbra,
un mancebo por las rejas
de la calle se asegura.
Asió el brazo al que apostado
hizo cara a Iván de Acuña,
y huyeron en el embozo
velando la catadura.

 

II

Clara, apacible y serena
pasa la siguiente tarde,
y el sol tocando su ocaso
apaga su luz gigante;
se ve la imperial Toledo
dorada por los remates
como una ciudad de grana
coronada de cristales.
El Tajo por entre rocas
sus anchos cimientos lame,
dibujando en las arenas
las ondas con que las bate.
Y la ciudad se retrata
en las ondas desiguales,
como en prendas de que el río
tan afanoso la bañe.
A lo lejos en la Vega
tiende galán por sus márgenes,
de sus álamos y huertos
el pintoresco ropaje;
y porque su altiva gala
más a los ojos halague,
la salpica con escombros
de castillos y de alcázares.
Un recuerdo en cada piedra
que toda una historia vale,
cada colina un secreto
de príncipes o galanes.
Aquí se bañó la hermosa
por quien dejó un rey culpable
amor, fama, reino y vida
en manos de musulmanes.
Allí recibió Galiana
a su receloso amante,
en esa cuesta que entonces
era un plantel de azahares.
Allá por aquella torre
que hicieron puerta los árabes,
subió el Cid sobre Babieca
con su gente y su estandarte.
Más lejos se ve el castillo
de San Servando, o Cervantes,
donde nada se hizo nunca
y nada al presente se hace.
A este lado está la almena
por do sacó vigilante
el conde don Peranzules
al rey, que supo una tarde
fingir tan tenaz modorra,
que, político y constante,
tuvo siempre el brazo quedo
las palmas al horadarle.
Allí está el circo romano,
gran cifra de un pueblo grande,
y aquí la antigua basílica
de bizantinos pilares,
que oyó en el primer concilio
las palabras de los Padres
que velaron por la Iglesia
perseguida o vacilante.
La sombra en este momento
tiende sus turbios cendales
por todas esas memorias
de las pasadas edades;
y del Cambrón y Bisagra
los caminos desiguales,
camino a los toledanos
hacia las murallas abren.
Los labradores se acercan
al fuego de sus hogares,
cargados con sus aperos,
cargados con sus afanes.
Los ricos y sedentarios
se tornan con paso grave,
calado el ancho sombrero,
abrochados los gabanes;
y los clérigos y monjes
y los prelados y abades,
sacudiendo el leve polvo
de capelos y sayales.
Quédase sólo un mancebo
de impetuosos ademanes,
que se pasea ocultando
entre la capa el semblante.
Los que pasan le contemplan
con decisión de evitarle,
y él contempla a los que pasan
como si a alguien aguardase
Los tímidos aceleran
los pasos al divisarle,
cual temiendo de seguro
que les proponga un combate;
y los valientes le miran
cual si sintieran dejarle
sin que libres sus estoques
en riña sonora dancen.
Una mujer, también sola,
se viene el llano adelante,
la luz del rostro escondida
en tocas y tafetanes.
Mas en lo leve del paso
y en lo flexible del talle
puede a través de los velos
una hermosa adivinarse.
Vase derecha al que aguarda,
y él al encuentro le sale
diciendo…cuanto se dicen
en las citas los amantes.
Mas ella, galanterías
dejando severa aparte,
así al mancebo interrumpe
en voz decidida y grave:
«Abreviemos de razones,
Diego Martínez; mi padre,
que un hombre ha entrado en su ausencia
dentro mi aposento sabe,
y así quien mancha mi honra
con la suya me la lave;
o dadme mano de esposo,
o libre de vos dejadme.»
Miróla Diego Martínez
atentamente un instante,
y echando a su lado el embozo
repuso palabras tales:
«Dentro de un mes, Inés mía,
parto a la guerra de Flandes;
al año estaré de vuelta
y contigo en los altares.
Honra que yo te desluzca
con honra mía se lave,
que por honra vuelven honra
hidalgos que en honra nacen.»
«Júralo», exclama la niña.
«Más que mi palabra vale
no te valdrá un juramento.»
«Diego, la palabra es aire.»
«¡Vive Dios, que estás tenaz!
Dalo por jurado y baste.»
«No me basta; que olvidar
puedes la palabra en Flandes.»
«¡Voto a Dios! ¿Qué más pretendes?»
«Que a los pies de aquella imagen
lo jures como cristiano
del Santo Cristo delante.»
Vaciló un punto Martínez.
Mas porfiando que jurase,
llevóle Inés hacia el templo
que en medio la Vega yace.
Enclavado en un madero,
en duro y postrero trance,
ceñida la sien de espinas,
descolorido el semblante,
víase allí un crucifijo
teñido de negra sangre
a quien Toledo devota
acude hoy en sus azares.
Ante sus plantas divinas
llegaron ambos amantes,
y haciendo Inés que Martínez
los sagrados pies tocase,
preguntóle
«Diego, ¿juras
a tu vuelta desposarme?
Contestó el mozo:
«¡Sí juro!»,
y ambos del templo se salen.

 

III

Pasó un día y otro día
un mes y otro mes pasó,
y un año pasado había,
mas de Flandes no volvía
Diego, que a Flandes partió.
Lloraba la bella Inés
oraba un mes y otro mes
su vuelta aguardando en vano,
del crucifijo a los pies
do puso el galán su mano.
Todas las tardes venía
después de traspuesto el sol,
y a Dios llorando pedía
la vuelta del español,
y el español no volvía.
Y siempre al anochecer,
sin dueña y sin escudero,
en un manto una mujer
el campo salía a ver
al alto del Miradero.
¡Ay del triste que consume
su existencia en esperar!
¡Ay del triste que presume
que el duelo con que él se abrume
al ausente ha de pesar!
La esperanza es de los cielos
preciosos y funesto don,
pues los amantes desvelos
cambian la esperanza en celos
que abrasan el corazón.
Si es cierto lo que se espera
es un consuelo en verdad;
pero siendo una quimera,
en tan frágil realidad
quien espera desespera.
Así Inés desesperaba
sin acabar de esperar,
y su tez se marchitaba,
y su llanto se secaba
para volver a brotar.
En vano a su confesor
pidió remedio o consejo
para aliviar su dolor,
que mal se cura el amor
con las palabras de un viejo.
En vano a Iván acudía,
llorosa y desconsolada;
el padre no respondía,
que la lengua le tenía
su propia deshonra atada.
Y ambos maldicen su estrella,
callando el padre severo
y suspirando la bella,
porque nació altanero.
Dos años al fin pasaron
en esperar y gemir,
y las guerras acabaron,
y los de Flandes tornaron
a sus tierras a vivir.
Pasó un día y otro día,
un mes y otro mes pasó,
y el tercer año corría:
Diego a Flandes se partió,
mas de Flandes no volvía.
Era una tarde serena,
doraba el sol de Occidente
del Tajo la Vega amena,
y apoyada en una almena
miraba Inés la corriente.
Iban las tranquilas olas
las riberas azotando
bajo las murallas solas,
musgo, espigas y amapolas
ligeramente doblando.
Algún olmo que escondido
creció entre la hierba blanda
sobre las aguas tendido
se reflejaba perdido
en su cristalina banda.
Y algún ruiseñor colgado
entre su fresca espesura
daba al aire embalsamado
su cántico regalado
desde la enramada oscura.
Y algún pez con cien colores,
tornasolada la escama,
saltaba a besar las flores,
que exhalan gratos olores
a las puntas de una rama.
Y allá, en el trémulo fondo,
el torreón se dibuja
como el contorno redondo
del hueco sombrío y hondo
que habita nocturna bruja.
Así la niña lloraba
el rigor de su fortuna,
y así la tarde pasaba
y al horizonte trepaba
la consoladora luna.
A lo lejos, por el llano,
en confuso remolino,
vio de hombres tropel lejano
que en pardo polvo liviano
dejan envuelto el camino.
Bajó Inés del torreón,
y llegando recelosa
a las puertas del Cambrón,
sintió latir zozobrosa
más inquieto el corazón.
Tan galán como altanero
dejó ver la escasa luz
por bajo el arco primero
un hidalgo caballero
en un caballo andaluz.
Jubón negro acuchillado,
banda azul, lazo en la hombrera
y sin pluma al diestro lado,
el sombrero derribado
tocando con la gorguera.
Bombacho gris guarnecido,
bota de ante, espuela de oro,
hierro al cinto suspendido
y a una cadena prendido
agudo cuchillo moro.
Vienen tras este jinete
sobre potros jerezanos
de lanceros hasta siete,
y en adarga y coselete
diez peones castellanos.
Asióse a su estribo Inés,
gritando: «¡Diego, eres tú!»
Y él viéndola de través,
dijo: «¡Voto a Belcebú,
que no me acuerdo quién es!»
Dio la triste un alarido
tal respuesta al escuchar,
y a poco perdió el sentido,
sin que más voz ni gemido
volviera en tierra a exhalar.
Frunciendo ambas dos cejas
encomendóla a su gente,
diciendo: «Malditas viejas,
que a las mozas malamente
enloquecen con consejas!»
Y aplicando el capitán
a su potro las espuelas,
el rostro a Toledo dan,
y a trote cruzando van
las oscuras callejuelas.

 

IV

Así por sus altos fines
dispone y permite el cielo
que puedan mudar al hombre
fortuna, poder y tiempo.
A Flandes partió Martínez
de soldado aventurero,
y por su suerte y hazañas
allí capitán le hicieron.
Según alzaba en honores
alzábase en pensamientos,
y tanto ayudó en la guerra
con su valor y altos hechos,
que el mismo rey a su vuelta
le armó en Madrid caballero,
tomándole a su servicio
por capitán de lanceros.
Y otro no fue que Martínez
quien ha poco entró en Toledo,
tan orgulloso y ufano
cual salió humilde y pequeño.
Ni es otro a quien se dirige,
cobrado el conocimiento,
la amorosa Inés de Vargas,
que vive por él muriendo.
Mas él, que olvidando todo
olvidó su nombre mesmo,
puesto que Diego Martínez
es el capitán don Diego,
ni se ablanda a sus caricias
ni cura de sus lamentos,
diciendo que son locuras
de gente de poco seso:
que ni él prometió casarse
ni pensó jamás en ello.
¡Tanto mudan a los hombres
fortuna, poder y tiempo!
En vano porfía Inés
con amenazas y ruegos;
cuanto más ella importuna
está Martínez severo.
Abrazada a sus rodillas,
enmarañado el cabello,
la hermosa niña lloraba
prosternada por el suelo.
Mas todo empeño era inútil,
porque el capitán don Diego
no ha de ser Diego Martínez,
como lo era en otro tiempo.
Y así, llamando a su gente,
de amor y piedad ajeno,
mandóles que a Inés llevaran
de grado o de valimiento.
Mas ella, antes que la asieran,
cesando un punto en su duelo,
así habló, el rostro lloroso
hacia Martínez volviendo:
«Contigo se fue mi honra,
conmigo tu juramento;
pues buenas prendas son ambas,
en buen fiel las pesaremos.»
Y la faz descolorida
en la mantilla envolviendo,
a pasos desatentados
salióse del aposento.

 

V

Era entonces de Toledo
por el rey, gobernador,
el justiciero y valiente
don Pedro Ruiz de Alarcón.
Muchos años por su patria
el buen viejo peleó;
cercenado tiene un brazo,
mas entero el corazón.
La mesa tiene delante,
los jueces en derredor,
los corchetes a la puerta
y en la derecha el bastón.
Está, como presidente
del tribunal superior,
entre un dosel y una alfombra,
reclinado en un sillón,
escuchando con paciencia
la casi asmática voz
con que un tétrico escribano
solfea una apelación.
Los asistentes bostezan
al murmullo arrullador;
los jueces, medio dormidos,
hacen pliegues al ropón;
los escribanos repasan
sus pergaminos al sol,
los corchetes a una moza
guiñan en un corredor,
y abajo, en Zocodober
gritan en discorde son,
los que en el mercado venden,
lo vendido y el valor.
Una mujer en tal punto,
en faz de grande aflicción,
rojos de llorar los ojos,
ronca de gemir la voz,
suelto el caballo y el manto,
tomó plaza en el salón
diciendo a gritos: «¡Justicia,
jueces, justicia, señor!»
Y a los pies se arroja humilde
de don Pedro de Alarcón,
en tanto que los curiosos
se agitan alrededor.
Alzóla cortés don Pedro,
calmando la confusión
y el tumultuoso murmullo
que esta escena ocasionó,
diciendo:
«Mujer, ¿qué quieres?
«Quiero justicia, señor.»
«¿De qué?»
«De una prenda hurtada.»
«¿Qué prenda?»
«Mi corazón.»
«¿Tú lo diste?»
«Lo presté.»
«¿Y no te le han vuelto?»
«No.»
«¿Tienes testigos?»
«Ninguno.»
«¿Y promesa?»
«¡Sí, por Dios!
Que al partirse de Toledo
un juramento empeñó.»
«¿Quién es él?»
«Diego Martínez.»
«¿Noble?»
«Y capitán, señor.»
«Presentadme al capitán,
que cumplirá si juró.»
Quedó en silencio la sala,
y a poco en el corredor
se oyó de botas y espuelas
el acompasado son.
Un portero, levantando
el tapiz, en alta voz
dijo: «El capitán don Diego.»
Y entró luego en el salón
Diego Martínez, los ojos
llenos de orgullo y furor.
«¿Sois el capitán don Diego
–díjole don Pedro– vos?»
Contestó altivo y sereno
Diego Martínez:
«Yo soy.»
«¿Conocéis a esta muchacha?»
«Ha tres años, salvo error.»
«¿Hicísteisla juramento
de ser su marido?
«No.»
«¿Juráis no haberlo jurado?»
«Sí, juro.»
«Pues id con Dios.»
«¡Miente!», calmó Inés llorando
de despecho y de rubor.
«Mujer, ¡piensa lo que dices……!»
«Digo que miente, juró.»
«¿Tienes testigos?»
«Ninguno.»
«Capitán, idos con Dios,
y dispensad que acusado
dudara de vuestro honor.»
Tornó Martínez la espalda,
con brusca satisfacción,
e Inés, que le vio partirse;
resuelta y firme gritó:
«Llamadle, tengo un testigo;
llamadle otra vez, señor.»
Volvió el capitán don Diego,
sentóse Ruiz de Alarcón,
la multitud aquietóse
y la de Vargas siguió:
«Tengo un testigo a quien nunca
faltó verdad ni razón.»
«¿Quién?»
«Un hombre que de lejos
nuestras palabras oyó,
mirándonos desde arriba.»
«¿Estaba en algún balcón?»
«No, que estaba en un suplicio
donde ha tiempo que expiró.»
«¿Luego es muerto?»
«No, que vive,»
«Estáis loca, ¡vive Dios!
¿Quién fue?»
«El Cristo de la Vega,
a cuya faz perjuró.»
Pusiéronse en pie los jueces
al nombre del Redentor,
escuchando con asombro
tan excelsa apelación.
Reinó un profundo silencio
de sorpresa y de pavor,
y Diego bajó los ojos
de vergüenza y confusión.
Un instante con los jueces
don Pedro en secreto habló,
y levantóse diciendo
con respetuosa voz:
«La ley es ley para todos;
tu testigo es el mejor,
mas para tales testigos
no hay más tribunal que Dios.
Haremos….. lo que sepamos.
Escribano, al caer el sol
al Cristo que está en la Vega
tomaréis declaración.»

 

VI

Es una tarde serena,
cuya luz tornasolada
del purpurino horizonte
blandamente se derrama.
Plácido aroma de flores
sus hojas plegando exhalan,
y el céfiro entre perfumes
mece las trémulas alas.
Brillan abajo en el valle
con suave rumor las aguas,
y las aves en la orilla
despidiendo al día cantan.
Allá por el Miradero
por el Cambrón y Bisagra,
confuso tropel de gente
del Tajo a la Vega baja.
Vienen delante don Pedro
de Alarcón, Iván de Vargas,
su hija Inés, los escribanos,
los corchetes y los guardias;
y detrás, monjes, hidalgos,
mozas, chicos y canalla.
Otra turba de curiosos
en la Vega les aguarda,
cada cual comentariando
el caso según le cuadra.
Entre ellos está Martínez
en apostura bizarra,
calzadas espuelas de oro,
valona de encaje blanca,
bigote a la borgoñesa,
melena desmelenada,
el sombrero guarnecido
con cuatro lazos de plata,
un pie delante del otro,
y el puño en el de la espada.
Los plebeyos, de reojo,
le miran de entre las capas,
los chicos al uniforme
y las mozas a la cara.
Llegado el gobernador
y gente que le acompaña,
entraron todos al claustro
que iglesia y patio separa.
Encendieron ante el Cristo
cuatro cirios y una lámpara
y de hinojos un momento
le rezaron en voz baja.
Está el Cristo de la Vega
la cruz en tierra posada,
los pies alzados del suelo
poco menos de una vara;
hacia la severa imagen
un notario se adelanta
de modo que con el rostro
al pecho santo llegaba.
A un lado tiene a Martínez,
a otro lado a Inés de Vargas,
detrás al gobernador
con sus jueces y sus guardias.
Después de leer dos veces
la acusación entablada,
el notario a Jesucristo,
así demandó en voz alta:
Jesús, Hijo de María,
ante nos esta mañana,
citado como testigo
por boca de Inés de Vargas,
¿juráis ser cierto que un día
a vuestras divinas plantas
juró a Inés Diego Martínez
por su mujer desposarla?
Asida a un brazo desnudo
una mano atarazada
vino a posar en los autos
la seca y hendida palma,
y allá en los aires: «¡Sí, juro!»
clamó una voz más que humana.
Alzó la turba medrosa
la vista a la imagen santa…….
Los labios tenía abiertos
y una mano desclavada.

 

Conclusión

Las vanidades del mundo
renunció allí mismo Inés,
y espantado de sí propio
Diego Martínez también.
Los escribanos, temblando
dieron de esta escena fe,
firmando como testigos
cuantos hubieron poder.
Fundóse un aniversario
y una capilla con él,
y don Pedro de Alarcón
el altar ordenó hacer,
donde hasta el tiempo que corre,
y en cada año una vez,
con la mano desclavada
el crucifijo se ve.

El contrabandista

Subiendo la negra roca
de embarazosa montaña,
contrabandista español
bridón andaluz cabalga.
Lleva el trabuco a su lado,
el cuchillo entre la faja,
y con el humo del puro
su voz varonil levanta.

» Que brame en la peña el viento,
que se arda el monte vecino,
que rompa el inhiesto pino
el aquilón violento.
Yo desprecio sus furores;
y aquí solo, sin señores,
de pesadumbres ajeno,
oigo el huracán sereno
y canto al crujir del trueno
mis amores,»

» El albor de la mañana,
en sus matices de rosa,
me trae la imagen graciosa
de mi maja sevillana,
y en sus variados colores
me pinta las lindas flores
del suelo donde nací,
donde inocente reí,
donde primero sentí
mis amores.»

» Cuando la enemiga bala
chilla medrosa a mi oído,
ya mi contrario caído
el alma rabioso exhala.
¡Qué me importan vengadores
cien fusiles matadores
que amenacen mi cabeza!
Con mi Moro y mi destreza
yo les canto en la maleza
mis amores.»

» Sienta yo el pujante brío
del galope de mi Moro ,
y el trabucazo sonoro
de algún compañero mío;
y que vengan triunfadores
los caballeros mejores
que empuñaron lanza ó freno.
Yo de temerles ajeno
cantaré libre y sereno
mis amores.»

Tranquilo el contrabandista
aquí el canto llegaba,
cuando un acento francés
«¡Fuego !» a su lado gritaba.
Sobre su frente pasaron
con ruido silbar las balas,
y gendarmes le acometen
diciendo » ¡Ríndete a Francia!»
Y entonces él » No se rinden
los que nacen en España»,
y contra el jefe enemigo
su ancho trabuco descarga.
Cayeron dos, como arbusto
que el cierzo en pos arrebata.
En impetuosa carrera
el bruto gallardo arranca;
y por sobre los peñascos
que en rápida fuga salva,
cantando va el español
al trasponer la montaña:
» Vivir en los Pirineos,
pero morir en Granada.»

Don Juan

En los años que han corrido
desde que yo le escribí,
mientras que yo envejecí
mi Don Juan no ha envejecido.
Y fama tal por él gozo
que se cree, a lo que parece,
porque Don Juan no envejece,
que yo he de ser siempre mozo:
y hoy el bravo Ducazcal
os anuncia en su cartel
que he de hacer aquí un papel,
que tengo que hacer ya mal.
Yo no soy ya lo que fuí:
y viendo cuán poco soy,
dejo a los que más son hoy
pasar delante de mi;
pues, por Dios,que por más brava
que sea mi condición,
la fiebre rinde al león,
la gota la piedra cava,
Aun latir mis bríos siento:
pero es ya vana porfía,
no puedo ya la voz mía
pedirle otra vez al viento:
y a quién me lo quiere oir
digo años ha por doquier,
que pierdo el sér de mi ser
y que me siento morir.
Pero nadie me hace caso
por más que hablo a voz en grito,
porque este D.Juan maldito
por doquier me sale al paso;
y ni me deja vivir
en el rincón de mi hogar,
ni deja un año pasar
sin dar de mí que decir.
Yo me apoco día a día,
y este bocón andaluz,
a quien yo saqué a la luz
sin saber lo que me hacía,
me viste con su oropel
y a la luz me saca consigo;
por más que a voces le digo
que ir no puedo a par con él.
Más tanto favor os debo
por él, que en verdad me obliga
a que algo esta noche os diga
de este insolente mancebo.
Oíd…es una leyenda
muy difícil de contar,
porque tiene algo a la par
de ridícula y de horrenda:
una historia íntima mía.
Yo era en España querido
y mimado y aplaudido…
y me huí de España un día.
Vivía a ciegas y erré:
y una noche andando a oscuras
tropecé en dos sepulturas
y de Dios desesperé.
Emigré: me dí a la mar;
y esperando en el olvido
una muerte hallar sin ruido,
en América fuí a dar.
No llevando allá negocio
ni esperanza a qué atender,
al tiempo dejé de correr
en la oscuridad y el ocio.
Once años anduve allí
vagando por los desiertos,
contándome con los muertos,
y sin dar razón de mí.
Los indios semisalvajes
me veían con asombro
ir con mi arcabuz al hombro
por tan agrestes parajes;
y yo en saber me gozaba
que nadie que me veía
allí, quién era sabía
el que por allí vagaba;
y esperé que de aquél modo
de mí y de mi poesía
como yo se olvidaría
a la fin el mundo todo.
Mi nombre, pues, con intento
de dejar perder, y en suma
sin papel, tinta, ni pluma,
ni libros ya en mi aposento,
bebía en mi soledad
de mis pesares las heces:
más tenía que ir a veces
del desierto a la ciudad.
Vivo el cuerpo, el alma inerte,
a caballo y solo, iba
como una fantasma viva,
sin buscar ni huir la muerte.
Y hago aquí esta narración
porque sirva lo que digo
a mis hechos de castigo,
y a modo de confesión.
Sobre mí a un anochecer
un nublado se deshizo,
y entre el agua y el granizo
me dejó una hacienda ver.
Eché a escape y me acogí
de la casa entre la gente,
como franca lo consiente
la hospitalidad allí.
Celebrábase una fiesta.
que en aquél país no hay día
que en hacienda o ranchería
no tengan una dispuesta;
y son fiestas extremadas
allí por su mismo exceso,
de las hembras embeleso,
de los hombres emboscadas.
Y a no ser de mi leyenda
por no cortar la ilación,
hiciera aquí la descripción
de una fiesta en una hacienda,
donde nadie tiene empacho
de usar a gusto de todo;
porque son fiestas a modo
de las bodas de Camacho.
Allí acuden sin convite
buhoneros, comerciantes
y cirqueros ambulantes;
sin que a nadie se le quite
de entrar en corro el derecho,
de gastar de los abastos,
ni de colocar sus trastos
donde quiera que halle trecho.
Jamás se apaga el hogar,
jamás el servicio cesa;
siempre está puesta la mesa
para comer y jugar.
Por salas y corredores
se oye el son a todas horas
de carcajadas sonoras,
de onzas y de tenedores.
Todo es pelea de gallos,
toros, lazos, herraderos,
manganas y coleadores
y carreras de caballos;
y al fin de un día de broma
que nada en Europa iguala,
todo el mundo entra en la sala
y sitio en el baile toma.
Entré e hice lo que todos:
cuando creí que al sueño
se iban a dar, di yo al dueño
gracias por sus buenos modos:
mas mi caballo al pedir,
asiéndome por la mano,
me dijo el buen campirano
soltando el trapo a reír:
«¿Y a quién hay que se le antoje
dejar ahora tal jolgorio’
Vamos, venga usté a la troje
y verá el Don Juan Tenorio.»
Y a mi,que lo había escrito,
en la troje me metía;
y allí al paso me salía
mi audaz andaluz precito.
Mas ¡ay de mí, cuál salió!
Lo hacía un indio otomí
en jerga que el diablo urdió;
tal fué mi Don Juan allí,
que ni yo le conocí
ni a conocer me di yo.
Tal es la gloria mortal,
y a quién Dios se la confiere,
si librarse a ella quiere
se la torna Dios en mal.
A mí no me la tornó,
porque por mi buena suerte
del olvido y de la muerte
doquier Don Juan me salvó.
¡Dios no quisó allá de mi!
Y de mi patria el olvido
temiendo, como había ido
a mi patria me volví.
¡Feliz malogrado afán!
Al volver de tierra extraña,
me hallé que había en España
vivido por mi Don Juan.
Comprendí en su plenitud
de Dios la suma clemencia:
Don Juan había en mi ausencia
borrado mi ingratitud.
Monstruo sin par de fortuna,
mientras yo de España huía,
en España me ponía
en los cuernos de la luna.
Y ni fuerza ni razón
han podido derribar
tal ídolo del altar
que le ha alzado la opnión.
Pero hablemos con franqueza
hoy que todo coadyuva
para aquí se me suba
a mí el humo a la cabeza:
Desvergonzado galán,
siempre atropella por todo
y de atajarle no hay modo;
¿ qué tiene, pues, mi Don Juan?
Del fondo de un monasterio
donde le encontré empolvado,
yo le planté remozado
en mitad de un cementerio:
y obra de un chico atrevido
que atusaba apenas bozo,
os parece tan buen mozo
porque está tan bien vestido.
Pero sus hechos están
en pugna con la razón,
pero tal reputación
¿qué tiene, pues, mi Don Juan?
Un secreto con que gana
la prez entre los dos Juanes;
el freno de sus desmanes:
que Doña Inés es cristiana.
Tiene que es de nuestra tierra
el tipo tradicional;
tiene todo el bien y el mal
que el genio español encierra.
Que, hijo de la tradición,
es impío y es creyente,
es balandrón y es valiente,
y tiene buen corazón.
Tiene que es diestro y zurdo,
que no cree en Dios y le invoca,
que lleva el alma en la boca,
y que es lógico y absurdo.
Con defectos tan notorios
vivirá aquí diez mil soles;
pues todos los españoles
nos la echamos de Tenorios
y si en el pueblo le hallé
y en español le escribí
y su autor el pueblo fué…
¿por qué me aplaudís a mi?.

A la estudiante burgalesa

Oigo al pie de mi balcón
vuestra gentil serenata.
¡Cuánto es a mi oído grata!
¡Cuán grata a mi corazón!

Pusieron hondos pesares
entre Castilla y yo el mar,
y a Castilla al regresar
me recibís con cantares.

¡Dios os dé tanto placer
como con ellos me dais!
Si un día en España dejáis,
como a mi os haga volver.

Temí que mi corazón
se hubiera insensible hecho,
pero palpita en mi pecho
de vuestra música al son.

Y pues le hace ella latir
después de tanto pesar,
tal serenata a pagar
debe el corazón salir.

¡Gracias, pueblo burgalés!
En cambio de la canción
que envías a mi balcón,
los versos echo a tus pies.

No extrañes si en el hogar
do entre lágrimas me hospedo,
tu serenata no puedo
con gayos versos pagar.

Págote con éstos, pues;
mas nunca olvides que son,
tan pobres como los ves,
hechos con el corazón.

Soliloquio

Y al galope de un caballo
que cogió y montó al azar,
bufando este soliloquio
el Cid de Burgos se va.

-«¡ Tu soberbia me destierra
» por haberte hecho jurar!
» ¿ Crees que fuera de tu tierra
» no hay ya tierra en que pisar?
» ¿ Crees que el mundo se me cierra
«ni que a mí me has de encerrar ?
» ¿ A mi, que he ido en buena guerra
» para ti tierra a ganar?

«¡ Dios de Dios! ¡La ira me abrasa!
«¿Tierra a mí me ha de faltar…
y hasta al pájaro que pasa
da Dios tierra en que posar,
» y hasta el pez que el agua rasa
» da Dios aire que aspirar?
«¡ Hijosdalgos de mi casa!
» ¡ a caballo y a campear!

¡ «A caballo ! Aun hay de moros
«hartas tierras que ganar,
«con ciudades y tesoros
«que podamos conquistar.
» ¡A caballo ! Aun queda tierra
«en que pueden galopar,
«sobre buen botín de guerra»
«los caballos de Vivar.

«Infanzones de la villa
» donde finca mi solar,
» a Babieca echad la silla,

» de él nos viene el Rey a echar:
» mas sin miedo y sin mancilla
» mi perdón podéis sacar.
» ¡Fuera, fuera de Castilla.
» por el Rey los de Vivar!

» Rey ingrato. ¡Dios te guarde!
» Yo te doy mi fé a mostrar;
» y a mi fe, que cual sol arde,
» sólo Dios puede apagar.
» ¡Quiera Dios que tú más tarde
» de ver no eches, con pesar,
» que eres ruin y eres cobarde
» con Ruy Díaz de Vivar!

» ¡Dios te guarde de mancilla!
«Yo te voy, Rey, a probar
» que no tienes en Castilla
«campeador conmigo par.
» Infanzones en la villa
» de que borra el Rey mi hogar:
«¡ fuera, fuera de Castilla
«por el rey los de Vivar! «.

Y el caballo ya jadeando
y él roja de ira la faz,
dió el Cid en Vivar, ya noche,
con asombro de Vivar.

Primera impresión de Granada

Dejadme que embebido y estático respire
las auras de este ameno y espléndido pensil.
Dejadme que perdido bajo su sombra gire;
dejadme entre los brazos del Dauro y del Genil.
Dejadme en esta alfombra mullida de verdura,
cercado de este ambiente de aromas y fresura,
al borde de estas fuentes de tazas de marfil.
Dejadme en este alcázar labrado con encajes,
debajo de este cielo de límpidos celajes,
encima de estas torres ganadas a Boabdil.

Dejadme de Granada en medio del paraíso
do el alma siento henchida de poesía ya:
dejadme hasta que llegue mi término preciso
y un canto digno de ella la entonaré quizá.
Si, quiero en esta tierra mi lápida mortuoria;
¡Granada!… tú el santuario de la española gloria:
tu sierra es blanca tienda que el pabellón te da,
tus muros son el cerco de un gran jarrón de flores,
tu vega un chal morisco bordado de colores,
tus torres son palmeras en que prendido está.

¡Salve, oh ciudad en donde el alba nace
y donde el sol poniente se reclina:
donde la niebla en perlas se deshace
y las perlas en plata cristalina:
donde la gloria entre laureles yace
y cuya inmensa antorcha te ilumina;
santuario del honor, de la fe escudo,
sacrosanta ciudad, yo te saludo!

José Zorrilla y Moral, poeta, Valladolid, 1817-1893
Vuelta a la patria

 

l

EN LA FRONTERA

-¿ Estamos ya en la frontera ?
-El tiro de este relevo
es ya español.-¡Pues afuera!
-¿Qué va usté a hacer ? -La primera
canción que a mi patria debo.

¡España !…¡te vuelvo a ver!
Dios tan lejos me hizo ir,
que temí nunca volver.
Si hoy no me mata el placer
no debo nunca morir.

¡Dame tu tierra a besar;
y puesto en ella de hinojos,
déjame dejar de brotar
las lágrimas de mis ojos
y a Dios un momento orar!

Deja que a pleno pulmón
aspire voraz tu ambiente,
aunque en tal aspiración
dilatádose reviente
de placer mi corazón

¡España del alma mia!
Sin orar a Dios por ti
No he pasado un solo día:
¿ quién sabe si todavía
te acordarás tú de mí?

Dios me llevó mis pesares
a llorar a tierra extraña;
ya a través de tierra y mares
mis lágrimas traigo a España
convertidas en cantares.

España de mis amores,
si aun mis cantares ansías,
no quiero que por mi llores:
para ti tornaré en flores
todas las lágrimas mías.

¡Dios de España, a quien jamás
olvidé por donde fui,
aquí es en donde tú estás:
aquí es en donde te das
a ver y adorar de mí!

¡Dios, que sabes con qué fe
diez años hora por hora
la de mi vuelta esperé,
no me abandones ahora
que pongo en España el pie!

II

¡AL COCHE!

¡Bien haya quien grito tal
me da en español de nuevo!
Ten mi bolsa, mayoral:
yo en mi patria sólo llevo
mis versos por capital.

III

EN ESPAÑA

¡Patria … de placer venero!
Ya tu aura mi faz orea;
ya mi oído el son recrea
de tu lengua nacional.
Yo no soy aquí extranjero:
si no conocen ya al hombre,
aun fío Dios que mi nombre
no suene al oído mal.

¡Patria!…no sé si en mi ausencia
la calumnia me ha mordido:
yo vuelvo como he partido,
hijo leal para ti.
Maestro en la gaya ciencia,
de los pueblos asombro,
solo, y el laúd al hombro,
tu gloria a cantar me fuí.

Siempre en plazas y en palacios,
en teatros y salones,
mis primeras impresiones
me acusaron de español;
cual poeta y hombre, a espacios
en mi vida hay malo y bueno:
español, puedo sereno
enseñar mi faz al sol.

Si te dicen que amor tengo
a un pueblo antes tu enemigo,
no lo fué para conmigo
y yo le debo lealtad.
De tu sangre hidalga vengo;
no he de ser jamás ingrato
con quien fiel me dió buen trato
y franca hospitalidad.

Si te dicen que dependo
de extranjero soberano,
me tendió leal su mano,
me trató de igual a igual.
Yo me doy y no me vendo:
él lo sabe y él lo estima;
de fe en prenda, llevo encima
coronada su inicial.

Yo he nacido castellano;
mas doquiera que me he visto,
soy cristiano, y como Cristo
prediqué fraternidad.
Todo hombre nace mi hermano;
do llevo mi gaya ciencia,
la fe llevo en la conciencia
y en la lengua la verdad.

Fénix que anunció mi muerte,
vengo en mis patrios hogares
de mis últimos cantares
el son postrero a exhalar;
vengo en un esfuerzo fuerte
de mis postrimeros bríos,
a saludar a los míos,
a hacerme otra vez a la mar.

A mi, a través de las olas,
llegó el cántico vibrante
de una pléyade brillante
de nuevos poetas mil.
De las letras españolas
aun mi alma el amor abriga…

Ven a que yo te bendiga
¡oh, pléyade juvenil!

¡Con cuán íntima delicia
gozaba oyendo tu cántico,
cuando a través del Atlántico
lograba hasta a mi llegar!
Ven, ven a mi, que es justicia
que los vates castellanos
den un apretón de manos
al que tuvo aquí su hogar.

Que yo os conozca; cercadme:
yo soy leal; yo soy un viejo
que sin pesadumbnre dejo
mi puesto a la juventud.
Mas al llegar, toleradme,
mi viejo laúd que empuñe,
y un mal cantar os rasguñe
en mi ya ronco laúd.

Trémula traigo la mano
y cana la cabellera:
mas aun traigo la alma entera
y brio en el corazón,
y aun puedo, buen castellano,
lanzar con mi último aliento
un ¡bravo! a vuestro talento
y un ¡viva! a nuestra nación.

A Narciso Serra

 

l

Es el signo fatal del que algo vale;
quien de las medianías sobresale,
el genio egregio, mientras vive, lidia
con los ruines mosquitos de la envidia,
con todo el que de vulgo nunca sale:
no hay quien no le rebaje o se le iguale,
y aun todo el que no es algo, por desidia,
en vez de trabajar, crecer, seguirle
y alcanzarle, se goza en zaherirle,
del mundo por la tumba hasta que sale.
Entonces elegías, epitafios,
de luto nacional muestras ruidosas,
lápidas, monumentos, cenotafios,
estatuas coronadas de oro y rosas:
todo lo que ya es inútil al difunto
y a su nación de vanagloria asunto.
¿Por qué no confesarlo, aunque nos pese?
Esa es la sociedad, el mundo es ese.

II

Así Serra vivió, y en su tristeza,
viéndole agonizar le abandonamos:
no por ruindad, ni envidia, ni vileza;
por esta dejadez y esta torpeza
que con la leche del país mamamos;
porque éste es el país de la nobleza.
Somos raza entusiasta y generosa,
mas vence al entusiasmo la pereza;
no estalla, si a estallar no se le acosa;
nuestro alegre país no se apercibe
de que se muere nadie mientras vive:
y mientras vive el genio, nadie inquiere
si vive bien, o si viviendo muere.

 

III

Serra vivió de nuestra tierra al uso:
yo, su memoria al bendecir, me acuso
de no haberme atrevido en esta vida
a sondar la alma grande que Dios puso
en una carne por el mal roída:
yo no le conocí; yo en tierra extraña
le admiré y le aplaudí lejos de España.
Su polvo al conducir al cementerio,
no le puede decir lo que hoy le digo,
por no turbar la calma y el misterio
del sagrado lugar que le da abrigo,
y por no aparentar que me exhibía
otra vez en lugar del que moría.

 

IV

Duerme en la tumba en paz, Serra festivo:
Dios todo lo equilibra y lo compensa:
el mundo olvida a quien inciensa vivo:
¡feliz aquel a quien difunto inciensa!
Prueba evidente de que en vida vale
el que, de ella la salir, al mundo sale.
Ardió del genio creador la llama
viva en ti: de tu espíritu el imperio,
unida a aquél con deleznable trama,
dominó hasta su fin la materia;
nutrida en larga enfermedad tu fama,
volará de hemsiferio en hemisferio,
pue hoy por genio tu país te aclama.
Pero por genio al aceptarte en serio,
te abandonamos ¡ay!, viva laceria,
a vivir en la sombra y la miseria,
para llevarte en triunfo al cementerio.
Tal fin en existencias semejantes
de tiempo inmemorial nadie aquí extraña:
así mueren los genios en España;
así murió Colón, así Cervantes.
¿Por qué? Sin duda porque Dios lo quiere:
nadie es grande en España hasta que muere.

 

V

Poeta,¡duerma en paz tu polvo inerte!
Aunque tu patria te esquivó, te amaba;
podrías, si te alzaras, convercerte:
tu gloria empieza do tu vida acaba.
Yo en tierra extraña, con la nuestra en guerra,
te admiré y te aplaudí sin conocerte;
y hoy, más viejo que tú, me cabe en suerte
llorar sobre la tumba que te encierra.
Duerme en paz, y a mirar no te levantes
qué estela dejas tras de ti en tu tierra:
fueron tu vida y muerte las de Serra,
pero es tu porvenir el de Cervantes.

En el álbum de mi hija

 

Por cima de la montaña
que nos sirve de frontera,
te envía un alma sincera
un beso y una canción;
tómalos; que desde España
han de ir a dar, vida mía,
en tu alma mi poesía,
mi beso en tu corazón.

Tu padre, tras la montaña
que para ambos no es frontera,
lleva la amistad sincera
del autor de esta canción.
Recibe, pues, desde España
beso y cantar, vida mía,
en tu alma la poesía
y el beso en el corazón.

Si un día de esa montaña
paso o pasas la frontera,
verás en el alma sincera
de quien te hace esta canción,
que la hidalguía de España
es quien sabe, vida mía,
dar al alma poesía
y besos al corazón.

En el álbum de S.A. la Infanta Doña Isabel

En vuestro álbum escribir
me ordena Vos un sér
de quién me ordenó vivir
Dios cautivo hasta morir
por amor y por deber.
Mas dignaos advertir
que para haceros servir
no era tanto menester,
pues me honrais Vos con querer
lo que a mi me honra cumplir.

Su sola presentación
por sólo ser de quién es,
da a este álbum pasa y razón;
y pues prez da y galardón
él donde va, venga pues;
yo sé que mi obligación
es poner mi corazón
y mi pluma a vuestros pies;
y lo están… sin interés,
sin plazo y sin condición.

Más de este álbum ¡ay de mi!
Hay que miniar el papel
con una gota turquí
de la sangre de una hurí
recogida en un clavel,
y tomando por pincel
el pico de un colibrí,
que no iba más que miel;
en vuestro álbum, Isabel,
no se escribe más que así.

Quisiera así escribir yo:
pero así, ¿cómo y con qué?
La que por Vos me le dió
en mis manos le dejó
me dijo «escribe » y se fue¨.
Le he de escribir,¿cómo no?
Mas, señora, os juro a fe,
que desde que a mi llegó
no sé lo que me pasó
que lo que es de mi no sé.

Le miro y vuelvo a mirar,
le hojeó y vuelvo a hojear;
una hoja de la otra en pos
me detengo a contemplar;
una busco en que firmar
y se me pasa entre dos.
¡Ay! Vuestro álbum es el mar
en donde me arroja Dios
mi pensamiento a buscar…
y yo no hablo más que a Vos.

Busco una idea a través
del ondulaje en que van
y vienen, como una mies
sobre quien los vientos dan,
las mias; pero mi afán
perdido e inútil es:
mis pensamientos están
todos con Vos.¿Qué trae, pues,
vuestro álbum? ¿Es talismán
que os echa almas a los pies?

De vuestra cámara real
trae el perfume sutil:
vuestros labios de coral
con vuestro aliento vital
le han dado nardos de abril
el olor primaveral,
y en su canto marginal
de vuestra mano gentil
se adivina la señal
de los dedos de marfil.

Eso trae, y eso al traer,
trae de mi alma al interior
de la esperanza el albor,
la luz al amanecer,
la prez de vuestro favor,
al vapor de vuestro sér,
no como de una mujer
sino como el de una flor:
la flor que planta el deber
y que cultiva el honor.

Trae además para mí
vuestro álbum más alta prez
que ambiciona la altivez
de mi ingenio baladí:
jamás fué par el neblí
con el águila; y buen juez
de mí mismo, si esta vez
hasta estas hojas subí,
mirad que me alzó hasta aqui
vuestra regia esplendidez.

Aqui os voy, pues, a poner
un cantar, no por llenar
un deber, no; por saber
que, el álbum al registrar,
por mis versos vais, al leer,
vuestros ojos a pasar;
y si logro yo el placer
de que os logren agradar,
¡qué honrados se van a ver
los versos de mi cantar!

Más ¿por qué anheláis señora,
tener aquí un vil montón
de versos míos, ahora
que mi vieja musa llora,
y a la puerta del panteón,
la vejez me desvigora,
del mundo me desamora,
me amilana el corazón
y tiene a mi guzla mora
descordada en un rincón?

¿Cómo ya hasta Vuestra Alteza
elevar podrá un cantar
un viejo, de quien ya empieza
a desvariar la cabeza
y la lengua a balbucear,
y que vacila y tropieza
al escribir y al andar?
Imposible: mi torpeza
de este papel la limpieza
no se atreve a emborronar.

Vuestra Alteza me perdone:
para mí es sólo el sonrojo
de no poder vuestro antojo
cumplir, mas la edad me abone.
Llegar a viejo supone
cambiar de ser; no es mancilla;
mas dejar de ser, humilla;
y pues lo que fué ya no es,
sólo pone a vuestros pies
lo que fué JOSÉ ZORRILLA

Aparta de tus ojos la nube perfumada…

Aparta de tus ojos la nube perfumada
que el resplandor nos vela que tu semblante da,
y tiéndenos, María, tu maternal mirada,
donde la paz, la vida y el páramo está.

Tú, bálsamo de mirra; Tú, cáliz de pureza;
Tú, flor de paraíso y de los astros luz,
escudo sé y amparo de la mortal flaqueza
por la Divina Sangre del que murió en la Cruz.

Tú eres, oh María!, un faro de esperanza
que brilla de la vida junto al revuelto mar,
y hacia tu luz bendita desfallecido avanza
el náufrago que anhela en el Edén tocar.

Impela, oh Madre augusta!, tu soplo soberano
la destrozada vela de mi infeliz batel;
enséñale su rumbo con compasiva mano,
no dejes que se pierda mi corazón en él.

José Zorrilla y Moral, poeta, Valladolid, 1817-1893
¡Ay del triste!

¡Ay del triste que consume
su existencia en esperar!
¡Ay del triste que presume
que el duelo con que él se abrume
al ausente ha de pesar!

La esperanza es de los cielos
precioso y funesto don,
pues los amantes desvelos
cambian la esperanza en celos.
que abrasan el corazón.

Si es cierto lo que se espera,
es un consuelo en verdad;
pero siendo una quimera,
en tan frágil realidad
quien espera desespera.

Justicias del Rey Don Pedro

I
Cuando su luz y su sombra
mezclan la noche y la tarde,
y los objetos se sumen
en la sombra impenetrable,
en un postigo excusado,
que a una callejuela sale
de una casa, cuya puerta
principal da a la otra calle,
dos hombres que se despiden
se ven, aunque no se sabe
n¡ cuál de los dos se queda
ni cuál de los dos se parte.
Ambos mirándose atentos,
ambos un pie hacia adelante,
parados en el dintel
están, y entrambos iguales.
Por fin el más viejo de ellos,
hundiendo el mustio semblante
entre el sombrero y la capa,
en ademán de marcharse,
torció la cabeza a un lado,
pronunciando un no tan grave,
que bien se vio que era el fin
de las pláticas de enantes.
Sin duda el otro entendido,
no encontró qué replicarle,
pues bajando la cabeza,
callóse por un instante.
-Buenas noches -dijo el viejo-.
Tartamudeó un «Dios le guarde»
el otro; mas, decidiéndose,
hizo hacia el viejo un avance.
-«Mírelo bien, y cuidado
no se arrepienta, compadre.
-Nunca eché más de una cuenta.
-Piénselo bien, y no pase
sin contar lo que va de él
a don Juan de Colmenares.
-Señor -replicó el anciano-,
en tiempos tan deplorables,
yo sé que lo pueden todo
los ricos y los audaces.
-Pues mire lo que le importa;
que rica y audaz señales
son con que marca la fama
a los que en mi casa nacen.
Callaron por un momento,
y continuando mirándose
dijo el viejo tristemente,
aunque en tono irrevocable:
-Nunca lo esperé de vos;
mas tampoco vos ni nadie
puede esperar más de mí.
-Pues, entonces, adelante
idos, buen viejo, con Dios,
qué estoy de prisa y es tarde.»
Cerró la puerta de golpe,
a escuchar sin esperarse
una respuesta que el viejo
tuvo tentación de darle;
y acaso por su fortuna
quedó a tal punto en la calle
para dársela a la puerta,
donde la deshizo el aire.
Volvió el anciano la espalda,
y en dos golpes desiguales,
sus pasos descompasados
pueden de lejos contarse;
porque sus pies impedidos,
deben a su edad y achaques
una muleta que marcha
un pie que los suyos antes.
La esquina a espacio traspuso,
y a poco otro hombre más ágil,
saliendo por el postigo,
siguió en silencio su alcance.
Túvose al ‘volver la esquina;
tendió sus ojos sagaces,
y enderezó los oídos
atento por todas partes;
mas, no oyendo ni escuchando
de qué poder recelarse,
tomando el rastro del viejo,
echó por la misma calle.

 

II
En un aposento ambiguo,
medio portal, medio tienda,
que hace asimismo las veces
de cocina y de despensa,
pues da su entrada a la calle
y en confuso ajuar ostenta
camas, hormas y un caldero
colgado en .la chimenea,
hay seis personas distintas,
que hacen al pie de la letra
(salvo el padre, que está ausente)
una raza verdadera.
Un mozo de veinte abriles;
una muchacha risueña
de diez y seis; tres muchachos,
y una anciana de sesenta.
Y aunque a las veces nos turban
engañosas apariencias,
zapateros son de oficio,
si a espacio se considera,
que está la estancia aromada
con vapores de pez negra,
que ribetea la moza,
y que el mozo maja suela.
-Mucho tarda -dijo el último
padre esta noche, Teresa.
-Ya ha tiempo que ha anochecido.
-Muchacho, atiza esa vela
y deja quieto ese bote.
Y esto diciendo en voz recia
el mozo, siguió en silencio
cada cual en su tarea,
el chico sitiando al bote,
ribeteando la doncella,
majando el mozo a compás,
y dormitando la vieja.
Con monótonos murmullos
arrullaban esta escena
el son de la escasa lluvia
de un aguacero que empieza,
el no interrumpido son
con que hierve la caldera,
y el tumultuoso chasquido
con que la luz chisporrea.
-¿Las nueve son? – dijo el mozo.
-Eso las ánimas suenan
con sus campanas – repuso
santiguándose Teresa.
-¡Las ánimas, y aún no viene!
Y echando atrás la silleta,
se puso el mancebo en pie,
y encaminóse a la puerta.
Al ruido que hizo en el cuarto,
despertándose la vieja,
dijo: -¿Rezáis a las ánimas?
-Sí, señora: estése queda.
Asió el mancebo la aldaba,
mas la había alzado apenas,
cuando un espantoso golpe
venció la puerta por fuera.
-¡Muerto soy! – dijo una voz;
Cayó un embozado en tierra,
y viose un hombre que huía
al fin de la callejuela.
En derredor del caído
se agolparon, que aún conserva
algún resto de la vida
que le arrancan a la fuerza;
mas no bien le desenvuelven,
por ver piadosos si alienta,
un grito descompasado
lanzó… la familia entera.
Blasfemó el mozo con ira,
desmayóse la doncella,
y la anciana y los muchachos
en llanto a la par revientan.
-Padre, ¿quién fue? – preguntaba
sosteniendo la cabeza
del anciano moribundo
el hijo, que llora y tiembla.
Echóle triste mirada
su padre, como quien lega
su razón y su justicia
en quien se fija con ella.
-Juan …
-¿Qué Juan?
-De Colmenares –
balbuceó con torpe lengua,
y sobre el brazo del hijo
dobló la faz macilenta.
Reinó un silencio solemne
por un instante en la escena,
y a reunirse empezaron
vecinos de ambas aceras.
Llegó la justicia al punto,
y mientras justicia ella,
partió por la turba el mozo
en haz de intención siniestra.
-¿Dónde va? – dijo un corchete.
-Siendo yo su sangre mesma,
¿adónde sino al culpable?
-Soy con vos.
-Enhorabuena.
-Por si acaso, va seguro… –
dijo para sí el de presa,
mientras el mozo resuelto,
ganó a una esquina la vuelta.

III
Son treinta días después,
y en mismo lugar y hora,
la misma vieja y los chicos
con mesa, mancebo y moza.
Cada cual en su tarea
sigue en paz, aunque se nota
que todos tienen los ojos
del mancebo en la faz torva.
Él, sin embargo, en silencio
prosigue atento su obra,
sin levantar la cabeza,
que sobre el pecho se apoya.
Tan doblada la mantiene,
que apenas la llama roja
que da la luz, alumbrarle
las cejas fruncidas logra;
y alguna vez que el reflejo
las negras pupilas toca,
tan viva luz reverberan,
que chispas parecen brotan.
La verdad es, que una lágrima
que a sus -párpados asoma,
viene anunciando un torrente
en que el corazón se ahoga.
Y el mozo, por no aumentar
de los suyos la congoja,
a duras penas le tiene
dentro el pecho y le sofoca.
Largo rato así estuvieron
en atención afanosa,
todos mirando al mancebo,
y éste mirando a sus hormas;
hasta que al cabo Teresa,
más sentida o más curiosa,
le dijo: -¿Estás malo, Blas?
Y a su vez limpia y sonora
siguió otro largo intervalo
de larga atención dudosa.
Nada el hermano responde,
mas ella su afán redobla,
que no hay temor que la tenga,
la valla de una vez rota.
-¿Cómo estás tan cabizbajo?…
Y aquí Blas interrumpióla.
-¿Y qué tengo que decir
a quien sin padre y sin honra
debe vivir para siempre?
Y aquí la familia toda
rompió en ahogados sollozos
a tan infausta memoria.
Sosegóse, y siguió Blas
en voz lamentable y honda
-Él rico, y nosotros pobres ;
débil la justicia, y poca,
y el Rey en caza y en guerra,
¿qué puede alcanzar quien llora?
-Qué, ¿por libre se atrevieron? …
-Poco menos, pues sus doblas
pudieron más con los jueces
que las leyes.
-¡Las ignoran!
dijo indignada Teresa.
-¡No, hermana ; las acogotan !
contestó Blas, sacudiendo
su mazo con ciega cólera.
Siguió en silencio otro espacio,
y otra vez Teresa torna:
-Mas la sentencia, ¿cuál fue? –
dijo, y calló vergonzosa.
-¿La sentencia? -gritó Blas
revolviendo por las órbitas
los negros y ardientes ojos-.
¿La sentencia pides?, óyela.
Todos se echaron de golpe
sobre la mesilla coja,
que vaciló al recibirles,
a oír lo que tanto importa.
-Sabéis que el de Colmenares
hoy pingüe prebenda goza
en la iglesia, y que a Dios gracias
y a mi diligencia propia,
se le probó que dio muerte
a padre (que en paz reposa).
Pues bien: no sé por qué diablos
de maldita jerigonza
de conspiración que dicen
que con su muerte malogra,
dieron por bien muerto a padre,
y al clérigo…
-¿Le perdonan?
-No, ¡ vive Dios! le condenan.
¡ Mas ved qué dogal le ahoga!
Condénanle a que en un año
no asista a coro, mas cobra
su renta; es decir, le mandan
que no trabaje, y que coma.
Tornó a su silencio Blas,
y a sus sollozos la moza,
ella cosiendo sus cintas,
y él machacando sus hormas.

IV
Está la mañana limpia,
azul, transparente, clara,
y el sol de entre nubes rojas
espléndida luz derrama.
Toda es tumulto Sevilla,
músicas, vivas y danzas;
todo movimiento el suelo,
toda murmullos el aura.
Cruzan literas y payes,
monjes, caballeros, guardias,
vendedores, alguaciles,
penachos, pendones, mangas.
Flota el damasco y las plumas
en balcones y ventanas,
y atraviesan besamanos
donde no caben palabras.
Descórrense celosías,
tapices visten las tapias,
los abanicos ondulan
y los velos se levantan.
Cuantas hermosas encierra
Sevilla a su gloria saca,
cuantos buenos caballeros
en sus fortalezas guarda,
ellos porque son galanes,
y ellas porque son bizarras;
las unas porque la adornen,
los otros para admirarlas.
Óyense al lejos clarines,
y chirimías y cajas,
y a lengua suelta repican
esquilones y campanas.
Mas no vienen los hidalgos
armados hasta las barbas,
ni el pálido rostro asoman
las bellas amedrentadas;
que no doblan los tambores
en son agudo de alarma,
ni las campanas repican
a rebato arrebatadas;
que es la procesión del Corpus.
que ya traspone las gradas
del atrio, y el Rey don Pedro
acompañándola baja.
Padillas y Coroneles
y Albuquerques se adelantan,
con Osorios y Guzmanes,
pompa ostentando sobrada.
Y bajo un palio don Pedro,
de ocho punzones de plata,
descubierta la cabeza
y armado hasta el cuello, marcha.
En torno suyo el cabildo
diez individuos encarga
que de escuderos le sirvan
en comisión poco santa ;
mas tiempos son tan ambiguos
los que estos monjes alcanzan,
que tanto arrastran ropones
como broqueles embrazan.
Entre ellos se ve a don Juan
de Colmenares y Vargas,
que deja por vez primera
la reclusión de su casa,
no porque el año ha cumplido,
sino porque el año paga,
y doblas redimen culpas
si se confiesan doradas.
Rosas deshojan sobre ellos
las hermosísimas damas,
y toda es flores la calle
por donde la corte pasa.
Envidia de las más bellas,
salió a un balcón del alcázar
la hermosísima Padilla,
origen de culpas tantas.
Hízola venia don Pedro,
y al responderle la dama,
soltó sin querer un guante,
y ojalá no le soltara.
Lanzóse a tomar la prenda
muchedumbre cortesana
muchos llegaron a un tiempo,
mas nadie tomar osaba,
que fuera acción peligrosa,
aparte de lo profana.
Partiendo la diferencia,
salió de la fila santa
el bizarro Colmenares
con intención de tomarla.
Mas no bien dejó su mano
del palio al punzón de plata,
y puso desde él al rey
cuatro pasos de distancia,
cuando un mancebo iracundo,
con irresistible audacia,
se echó sobre él, y en el pecho
le asentó dos puñaladas.
Cayó don Juan; quedó el mozo
sereno en pie entre los guardias,
que le asieron, y don Pedro
se halló con él cara a cara.
La procesión se deshizo;
volvió gigante la fama
el caso de boca en boca,
y ya prodigios contaban.
Juntáronse los soldados
recelando una asonada;
cercaron al Rey algunos
y llenó al punto la plaza
la multitud, codiciosa
de ver la lucha empezada
entre el sacrílego mozo
y el sanguinario monarca.
Duró un instante el silencio,
mientras el Rey devoraba
con sus ojos de serpiente
los ojos del que le ultraja.
-¿Quién eres? – dijo, por fin,
dando en tierra una patada.
-Blas Pérez – contestó el mozo
con voz decidida y clara.
Pálido el rey de coraje,
asióle por la garganta,
y así en voz ronca le dijo,
que la cólera le ahogaba
«¿Y yendo tu rey aquí,
¡voto a Dios!, por qué no hablaste,
si con la ocasión te hallaste
para obrar con él así?»
Soltóse Blas de la mano
con que el rey le sujetaba,
y, señalando al difunto,
repuso tras breve pausa:
-Mató a mi padre, señor;
y el tribunal, por su oro,
privóle un año del coro,
que en vez de pena es favor.
-Y si vende el tribunal
la justicia encomendada,
¿no es mi- justicia abonada
para quien justicia mal?
Cuando el miedo o la malicia
(dijo Blas) tuercen la ley,
nadie se fía en el rey,
medido por su justicia.
Calló Blas, y calló el rey
a respuesta tan osada
y los ojos de don Pedro
bajo las cejas chispeaban.
Tendiólos por todas partes,
y al fuego de sus miradas,
de aquéllos en quien las puso
palidecieron las caras.
Temblaron los más audaces,
y el pueblo ansioso esperaba
una explosión de don Pedro
más recia que sus palabras.
Rompió el silencio. por fin,
y en voz amistosa y blanda,
el interrumpido diálogo
así con el mozo entabla:
-¿Qué es tu oficio?
-Zapatero.
-No han de decir ¡vive Dios!
que a ninguno de los dos
en mi sentencia prefiero.
Y encarándose don Pedro
con los jueces que allí estaban,
dando un bolsillo a Blas Pérez,
dijo en voz resuelta y alta:
«Pesando ambos desacatos,
si con no rezar cumple él
en un año, cumples fiel
no haciendo en otro zapatos.»
Tornóse don Pedro al punto,
y brotó la turba osada
murmullos de la nobleza
y aplausos de la canalla.
Mas viendo el rey que la fiesta
mucho en ordenarse tarda,
echando mano al estoque,
dijo así, ronco de rabia:
«¡ La procesión adelante,
o meto cuarenta lanzas
y acaban ¡voto a los cielos!
los salmos a cuchilladas P’.
Y como consta a la Iglesia
que es hombre el rey de palabra,
siguieron calle adelante
palio, pendones y mangas.

La orgía

La sombra nos cobija
con su tapiz de duelo:
cansado ya del cielo
el sol se hundió en la mar.
El mundo duerme imbécil,
vacilan las estrellas;
en torno a las botellas
venid a delirar.

Venid niñas sedientas
de libertad y amores,
que fiestas y licores
dan libertad y amor.
Húmedos de esperanza
traed los ojos bellos,
sin trenzas los cabellos,
la frente sin rubor.

La vida es una farsa
hipócrita y demente,
y el mundo indiferente
se cansa del placer;
el mundo se ha dormido;
romped vuestros papeles,
dejad los oropeles
que vano os prestó ayer.

Dejad de esa comedia
el torpe fingimiento,
ahogad el preso aliento
con larga libación.
La sombra, si ese cielo
su luz tiende importuna,
envolverá la luna
en tocas de crespón.

¡Oh!, lejos de los ojos
de la curiosa plebe,
la copa en que se bebe
nos abre un ancho Edén;
el fondo cristalino
las luces multiplica,
y de vapores rica
perfuma nuestra sien.

Los labios desfrenados,
la lengua desatada,
en larga carcajada
prorrumpen sin cesar.
La lumbre de los ojos
inquieta y licenciosa,
los ojos de una hermosa
se afana en reflejar.

Venid a los festines
avaras de placeres,
que el cielo en las mujeres
atesoró el placer.
Venid, niñas, sin cuitas
desnudo el albo seno,
porque quiero el veneno
de vuestro amor beber-
[…] De cada ardiente beso
el lúbrico estallido
rasgará el sostenido
murmullo bacanal;
como reloj deshecho
que sin marcar las horas,
sacude las sonoras
campanas de metal.

El mundo duerme, niñas,
bebamos y cantemos,
que más no sacaremos
del mundo engañador;
húmedos de esperanza
traed los ojos bellos,
sin trenzas los cabellos,
la frente sin rubor.

Venid, y mal prendidos
los velos y los chales,
prodiguen liberales
la luz de vuestra tez:
los ondulantes rizos
flotando por la espalda,
la mal ceñida falda
mintiendo desnudez.

Y las de negros ojos
que ostenten su mirada
altiva, enamorada,
con infernal pasión,
y las rubias ostenten
sin máscaras de tules,
las pupilas azules,
y rojo el corazón.

La noche se desliza,
su llama el sol enciende,
el día nos sorprende,
va el mundo a despertar.
¡Cantemos y bebamos,
que cuando venga el día
el sueño de la orgía
le volverá a apagar!

La plegaria

Helos al pie de la cruz
En oración reverente;
La virtud brilla en su frente
Como la primera luz
Del sol que alumbra en Oriente.

Niños tal vez desvalidos
Que pasan desconocidos,
Con la inocencia en el alma,
Como en desiertos perdidos
Con sus racimos la palma.

Ángeles acaso son
Que, el mundo sin conocer,
Llevan en el corazón
Una sublime oración
Y las virtudes de ayer.

Sus ojos ven solamente
A través del blanco velo
Que cerca el alma inocente,
Vida en la tierra inclemente,
Luz y armonía en el cielo.

Ven en el alba colores
Y en el llano hierba y flores,
Sombra, del valle en la hondura,
Y en el aire ruiseñores,
Y peñascos en la altura.

Para ellos, música el viento
Es, si las alas despliega,
Si en las secas hojas juega,
O entre las flores se pliega
Con lascivo movimiento.

Y son las flotantes ramas,
Del sol a las rojas llamas,
Del prado, verdes espumas,
De aérea serpiente, escamas,
De águila terrestre, plumas.

Y son los hombres hermanos,
Y oran por ellos contentos,
Hasta que los hombres vanos
Pongan, leones hambrientos,
En su inocencia las manos.

Sabe ella que es virgen bella,
Y él un ángel hechicero,
Porque no dudan él ni ella
Que ella es de virtud estrella,
Y él de inocencia lucero.

Mas ¡ay! que del pedestal
A la sombra cobijado,
Acaso un ojo carnal
Está en la virgen posado
Con una idea brutal.

Y sobre la tez de rosa
La lágrima de dolor
Que ella derrama piadosa,
El hombre la cree de amor,
Y llama al ángel ¡hermosa!

Que tal vez pintarse intenta
Aquella avara pupila,
De torpes formas sedienta,
Mil perfecciones que aumenta
En esa virgen tranquila.

Así incompletas y vanas
Las cosas del mundo son,
¡Que a turbar vienen livianas
Esa angélica oración
Con imágenes mundanas!

¿Por qué, pintor, ideaste
Una plegaria tan bella,
Si la cruz que levantaste,
Luego, pintor, la ultrajaste
Pintando al hombre tras ella?

¡No digas quién la creó!
culpa no arguya!
¡Que en ambos
Tú fuiste quien la pintó,
Mas la malicia no es tuya,
Que quien la escribe soy yo.

José Zorrilla y Moral, poeta, Valladolid, 1817-1893